Pandemia, responsabilidades, falacias y sesgos

Hay algo peor que las fake news: las falacias. La falacia -lógica o simple- es un argumento que parece válido, no siéndolo en realidad. Mientras la fake new es algo burdo y fácilmente desmontable, la falacia tiene una apariencia coherente y atractiva que será mucho más difícil de destruir, sobre todo en el caso de que su mensaje coincida con nuestros prejuicios y aliente la aplicación de nuestros sesgos preferidos.

Si bien ya en la política ordinaria ese tipo de argumentos tramposos son frecuentes, con motivo de la pandemia la cosa resulta exagerada. Aquí se pueden ver bastantes, pero me interesa destacar algunas falacias concretas. Por ejemplo, cuando se dice que en una situación límite como la actual todos debemos unirnos y evitar la crítica. Y eso es verdad, pero parcialmente. Si el barco se está hundiendo y vamos a ahogarnos todos, no parece procedente ponerse a discutir de quién ha sido la culpa de la colisión con el iceberg: tiempo habrá si nos salvamos. Pero eso no quiere decir que no se puedan criticar las medidas concretas que se adoptan para salvarnos o rechazar la conducta del capitán que se mete el primero en el bote para salvarse a sí mismo. Una democracia sin crítica, sin contraposición de opiniones, no es más que un sistema autoritario.

Aceptada la posibilidad de crítica, podemos afirmar que hay muchas falacias entre las críticas y las justificaciones que se han dado de la actuación del gobierno durante esta pandemia. Por ejemplo, el gobierno se excusa de responsabilidad con la afirmación de que lo que ocurrió no podía preverse, y acusa de tener un sesgo retrospectivo a quienes dicen lo contrario. En cambio, sus oponentes ponen el acento en la previsibilidad de todo ello, aportando diversos datos fácticos.

La falacia está, para mí, en la simpleza de tales rotundas afirmaciones. Por supuesto, hemos de convenir que la valoración general no es fácil de hacer en este momento, entre otras cosas porque la crisis todavía no ha acabado. Sin duda, hay que aceptar que no es sencillo tomar una decisión como la del confinamiento de 46 millones de españoles, con grave perjuicio económico para empresas, personas y para el país entero. No es un escenario deseable para ningún gobierno; aunque también es verdad que pudieron tomarse medidas preventivas menos drásticas y favorecer el acopio de material, mascarillas y  tests que luego tan decisivos resultaron, como hicieron algunos países como Chequia.

¿Pudo preverse? Por supuesto, es tentador juzgar lo que pasó a principios de marzo con lo que sabemos en abril –el sesgo retrospectivo- pero también es obvio que no es cierto del todo que no pudiera saberse lo que iba a ocurrir porque en realidad ya había ocurrido: había habido advertencias de la OMS y teníamos el anticipo de la evolución en China y en países como Italia. Pero, por otro lado, no parece tampoco que estén legitimados para cargar las tintas partidos que el mismo día del 8M no pusieron reparos en acudir a la manifestación, como el PP o Ciudadanos o contraprogramar esa manifestación con un gran acto público como VOX.

Quizá cada uno de nosotros debería hacer autocrítica planteándose qué medidas había tomado a título particular para aplicar el mismo rasero a los demás. Claro que la información de que dispone el gobierno es mucho mayor que la de la gente común que espera legítimamente las indicaciones que le hagan sus gobernantes, en quienes precisamente han delegado la adopción de medidas de interés colectivo. A mí personalmente me sorprendieron esos vuelos que venían de Italia llenos de tifosi sin control alguno.

Por otro lado, se ha usado el argumento exculpatorio de que el gobierno no ha hecho otra cosa que seguir las indicaciones de los expertos. Y probablemente hay algo de verdad en ese argumento, pero probablemente no es suficiente, pues si sólo hubiera que seguir las indicaciones de los expertos se estaría admitiendo que el gobierno sobra y que basta una administración de sabios o técnicos (de las “exploradoras” y no de los “chamanes” de los que hablaba Víctor Lapuente), cuando eso es precisamente lo contrario de lo pretendido en este gobierno, muy político –recordemos las campañas feministas y climáticas. Es un argumento que no creen ni los que lo emiten. Además, el conocimiento experto, además de experto, ha de ser independiente. La capacidad técnica sin ética no sólo es inútil, es contraproducente. Un experto que dice lo que quiere oír el que le paga no es un experto independiente cuyo criterio deba ser escuchado como la voz de la razón científica, sino más bien como la voz de su amo.

También se ha dicho que en realidad el gobierno ha hecho lo mismo que los demás países de su entorno, el mal de muchos. Y, en líneas generales, parece verdad. Aunque no del todo, pues hay países que sí actuaron con más celeridad y en ellos, las consecuencias han sido más leves, como en Corea del Sur. Por otro lado, en instituciones de carácter privado sí que ha habido alertas tempranas. Obsérvese por ejemplo el cierre, a tenor de muchas opiniones, prematuro del World Mobile Congress. También en instituciones educativas como el IESE o el IE me consta ha habido alertas tempranas y protocolos de seguridad ya en febrero, adelantando de alguna manera lo que iba a ocurrir.

Quizá cabe plantearse por qué ha existido esa diferencia de reacción entre unos países y otros o en relación a ciertas instituciones. Aventuro una hipótesis: los gobernantes europeos son muy dependientes de la opinión pública y de los medios de comunicación y, por tanto, se lo piensan mucho antes de adoptar decisiones drásticas que puedan generar reacciones negativas del votante. En países autoritarios como en China no hay tanta preocupación con las medidas incómodas, y en otras democracias asiáticas parece que el sentiimiento más colectivo hace a los ciudadanos más propensos a aceptar ciertas restricciones. Por su lado, las instituciones privadas tienen sin duda poco incentivo a perder clientela, pero también tienen una gran responsabilidad civil que compensa su posible tendencia a mirar al otro lado.

Creo que esta crisis ha de servirnos para reflexionar sobre esta debilidad de nuestras democracias en momentos de crisis, como nos va a hacer reflexionar sobre una Unión Europea, al parecer incapaz de ser algo más que un medio de intercambio comercial efectivo. Las amistades, los amores y las sociedades se ven en los momentos difíciles. Como decía Goethe, el talento se educa en la calma y el carácter en la tempestad. Con talento pero sin carácter es difícil salir de situaciones excepcionales. Y si a esa debilidad le añadimos que nuestro gobierno en concreto es un gobierno débil, fruto de acuerdos en principio negados y luego forzados, y con elementos populistas en su seno, podemos hacernos una idea cabal del escenario complicado en el que debe enmarcarse la lucha contra la pandemia. Por cierto, que de ahí surgen también peligrosas falacias, como hablar en twitter de la “función social de la propiedad” mencionada en el artículo 128 de la Constitución sin mencionar el 33 que protege la propiedad, o decir que sólo lo público puede solucionar la crisis, insinuando que el capitalismo ha sido el culpable de la crisis sanitaria o la ha agravado.

En definitiva, la respuesta a la cuestión de las responsabilidades no es fácil, si se quiere ser ecuánime, aparte de no ser este el momento. Y resulta penoso ver que en sesiones como la de ayer los partidos políticos –con señaladas excepciones- se arrojan al rostro falacias de todo tipo para obtener un rendimiento a corto o medio plazo o simplemente por mantener su posición, incluso cuando el barco se hunde. Y lo malo es que habitualmente lo consiguen, porque el poder de las falacias aumenta si caen en el terreno abonado de los sesgos cognitivos. Nuestra mente no quiere hacer las reflexiones y ofrecer los matices que acabo de exponer. Prefiere quedarse con los mensajes simples del “no pudo preverse” o del “sí pudo preverse”, según cuál sea su posicionamiento político. Como saben, los sesgos cognitivos, conforme a la teoría de la heurística de Kahneman (“Pensar rápido, pensar despacio”) y otros, se deben a que la mente tiene dos sistemas de pensamiento: el sistema 1, rápido, intuitivo y emocional, y el Sistema 2, más lento, reflexivo y racional. El primero proporciona conclusiones de forma automática para muchas actuaciones ordinarias (conducir), y el segundo, respuestas conscientes a problemas complejos. El primero asocia la nueva información con los patrones existentes, o pensamientos, en lugar de crear nuevos patrones para cada nueva experiencia (si viene un tigre rugiendo huyes). Esto da lugar a diferentes tipos de sesgos. Por ejemplo, el de confirmación, la tendencia a favorecer, buscar o recordar la información que confirma las propias creencias y dando menos consideración a posibles alternativas; el retrospectivo, que indicábamos antes; el de perseverancia de creencias, o el efecto halo, la coherencia emocional exagerada, en cuya virtud tendemos a ver positivamente lo que dicen o hacen aquellas personas que admiramos

La conclusión de todo esto, como casi siempre, es ética. Lo fácil es usar el sistema 1 de pensamiento y acomodar la información a nuestros marcos mentales y políticos previos. Usar el sistema 2 es más costoso, pues implica un notable esfuerzo mental, y encima proporciona menos satisfacción, porque generalmente no produce el goce de ver confirmadas nuestras opiniones. Pensar ecuánimemente significa sangre, sudor y lágrimas mentales. Pero dejarnos llevar por la comodidad de los sesgos conduce a ser dominados por los demagogos.

Señala mi hermano el filósofo Javier Gomá que el único sostén de una civilización es una ciudadanía ilustrada, no las leyes ni las instituciones. Es cierto, aunque en mi opinión, cabe matizar: las instituciones son la clave de la supervivencia de muchos países, aunque ello no signifique olvidar la importancia del ciudadano individual. Y añado algo: para ser ciudadano ilustrado no hace falta tener estudios, basta con tener criterio. Y para tener criterio basta con ser capaz de liberarse de lo que nos impone pensar nuestro sistema más intuitivo, ese que nos permite conducir sin pensar, pero no nos permite comprender situaciones complejas. No podemos evitar las falacias, las medias verdades ni los bulos de nuestros políticos. Pero sí podemos evitar caer en ellos.

Una democracia cuyos ciudadanos no tienen criterio es una democracia expuesta a las falacias y, por tanto, a la manipulación. Hagamos el esfuerzo de tener criterio.