La Responsabilidad Patrimonial de la Administración Pública y el COVID-19: entre la imprudencia y el dolo eventual

I.- No resulta controvertido que la institución de la responsabilidad patrimonial de la Administración Pública (RPA) descansa sobre la base de un sistema de responsabilidad de carácter directo y puramente objetivo, al margen, por tanto, de toda idea de culpa; criterio éste que no es consecuencia de la regulación que al respecto previenen la Ley 39/2015 (LPAC) y, principalmente, la Ley 40/2015 (LRJSP), sino del que previamente quedaba regulado en la Ley 30/1992 (LRJ-PAC), modificada parcialmente por la Ley 4/1999, de 13 de enero, e incluso en textos legales más alejados en el tiempo como son la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957 y la Ley de Expropiación Forzosa de 1954, al establecer, ésta última, la responsabilidad de la Administración en los casos de “funcionamiento normal”, lo que, por tanto, incluye los daños causados involuntariamente o, al menos, con una voluntad meramente incidental, es decir, no dirigida directamente a producirlos.

No obstante lo expuesto y sin perjuicio de lo que se dirá, se debe destacar que, con la promulgación de la Ley 4/1999, se unificó el régimen de la responsabilidad patrimonial que se aborda en este artículo, pues a partir del citado texto legal dejó de distinguirse entre responsabilidad objetiva cuando la Administración actuaba sometida al Derecho Administrativo y responsabilidad basada en la culpa cuando actuaba “bajo el paraguas” del Derecho Privado, estando, desde ese momento, configurada la RPA con un carácter objetivo.

Por otro lado y en lo que al criterio de imputación se refiere, se considera que, excluida, por lo que se dirá, la fuerza mayor del escenario en el que nos encontramos, la Administración sólo responderá de los daños que le sean jurídicamente imputables como consecuencia de su comportamiento activo u omisivo y que el ciudadano (también las personas jurídicas) no tengan el deber jurídico de soportar.

Nos encontramos, por tanto, con que la RPA es un mecanismo objetivo de protección integral de la esfera jurídica de los ciudadanos, incluyendo, como se ha dicho, a las personas jurídicas.

En sintonía con lo expuesto y profundizando un poco más, es notorio que la RPA exige el cumplimiento de dos presupuestos: i) la lesión del derecho (o bien jurídicamente protegido) y ii) la existencia del nexo de causalidad entre la lesión y el funcionamiento de los servicios públicos; estableciéndose respecto del primero que el daño sea efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas.

En consonancia con lo manifestado, se puede indicar que la lesión de los derechos y de los intereses jurídicamente protegidos puede, por tanto, producirse por la inactividad –jurídica o material- de la Administración, si bien, para que esto suceda (daño por omisión) se requiere la existencia para ésta (de la Administración), de un previo deber jurídico de actuar y que tal deber no sea cumplido sin mediar causas de fuerza mayor.

Por tanto, si se produce la omisión de ese deber y de esa conducta, al menos, omisiva, resulta la lesión de un derecho (o de un bien jurídico protegido) de un ciudadano, de un grupo de ellos o de toda ciudadanía, y nace la obligación de la Administración de reparar la lesión causada.

II.- Hechas las consideraciones jurídicas que se entienden pertinentes para valorar la existencia (o no) de la RPA, se considera oportuno recordar, para concluir sobre la indubitada responsabilidad patrimonial de la Administración Pública en la gestión de la pandemia provocada por el COVID-19, una serie de acontecimientos y comunicados oficiales que evidencian que la tardía respuesta de nuestros gestores públicos ha ocasionado un daño que ha de ser resarcido mediante la RPA, sin perjuicio de las responsabilidades contractuales que se puedan derivar de otras consideraciones legales.

Expuesto lo anterior con carácter enunciativo (no preclusivo), se debe recordar que i) el 30 de enero de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la emergencia internacional provocada por el COVID-19, ii) que el 11 de febrero la OMS  alertó, nuevamente, sobre los efectos de esta pandemia, iii) que el 2 de marzo, el Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades advirtió de la rápida propagación del virus, recomendando que se limitaran las concentraciones masivas de gente, etc….

Ante estas advertencias al Poder Público Estatal, éste, en ausencia de diligencia, permitió, entre otros acontecimientos y después del 2 de marzo, que se celebrase en Madrid un concierto de Isabel Pantoja y se jugasen los partidos de fútbol entre el Atlético de Madrid y el Sevilla, entre el Valencia y el Atalanta, así como la celebración en Vista Alegre, el 8 de marzo, del meeting del partido político de Vox, alentando, como manifestación más grave de imprudencia o dolo eventual, que se acudiese, en toda España, a la  Manifestación del 8 de marzo, que reunió en Madrid a más de 150.000 personas, y a varios cientos de miles en el resto de España.

No obstante lo expuesto, pero evidenciando, por otro lado, que el Poder Ejecutivo Central era consciente de la magnitud de la pandemia, aunque no tomase las medidas oportunas para cortar su propagación, éste empezó a hacer acopio de material de protección, etc…, Sirva como prueba de ello que tanto Cofares como otros distribuidores farmacéuticos indicaron que, desde el 2 de marzo, la Agencia del Medicamento empezó a requisar mascarillas, resultando imposible proveer a los establecimientos.

III.- A modo de conclusión se puede afirmar que, si bien la crisis sanitaria provocada por el COVID-19 “aterrizó” –a nivel mundial- como un acontecimiento que se puede considerar de fuerza mayor por su carácter imprevisible, no es menos cierto que la Administración Pública española sabía de su existencia al menos a finales de enero, quedando ésta obligada, cuanto menos y desde entonces, a minimizar el impacto de esta crisis en todos los órdenes mediante la ejecución de las políticas públicas adecuadas.

No obstante, y como se ha acreditado, la Administración no sólo ha incurrido en una clara omisión de su deber de evitar la propagación del coronavirus, sino que con su actuación ha permitido –o eso parece- que el mismo se expanda incrementando el daño (moral y material) que está sufriendo el conjunto de la nación española, tanto a nivel social, como sanitario y económico.

Por tanto y excluida la fuerza mayor de la crisis que estamos viviendo, se puede afirmar la Administración Pública no ha puesto en marcha los mecanismos pertinentes para minimizar el impacto de ésta, sino que, como se ha dicho, ha contribuido, con sus acciones y omisiones, a que el daño aumente, dando lugar, cuando se determinen (cualitativa y cuantitativamente) los daños causados a que se pueda exigir la oportuna Responsabilidad Patrimonial por los cauces legales que permite nuestro ordenamiento jurídico.