Los bulos y las “fake news” no son delictivos

Los bulos, per se, no son delictivos. Mentir, tampoco. Ni tampoco las noticias falsas, ni las declaraciones falsas de los políticos o periodistas. Solo son delictivas aquellas conductas que en Código Penal se recogen como tales, y la mentira, en sí misma, no se recoge.

Naturalmente que hay conductas en las cuales la mentira o la falsedad se hacen necesaria para realizar una conducta delictiva: en la estafa, la mentira del estafador es nuclear. Pero eso es otra cosa; el hecho de mentir no es lo que se castiga, sino el perseguir un fin prohibido por la ley a través de la mentira, o del rumor falso o de la falsedad. Además, el estado de alarma no autoriza a acordar ninguna limitación sobre la libertad de expresión o sobre la libertad de información.

Sin embargo, en este estado de cosas, mucha gente se ha sorprendido ante la constatación de una serie de actos en los aledaños del poder político que parecen indicar que los bulos van a ser objeto de castigo; eso sí, solo los bulos o mentiras que no provienen del Gobierno o de altos funcionarios del mismo.

Así, hace unos días se publica en la prensa que la Unidad de Criminalidad Informática de la Fiscalía había incoado unas diligencias de investigación sobre la propagación de bulos durante la crisis sanitaria a raíz de una denuncia de Podemos por “simulación de peligro, calumnias e injurias a altas instituciones del Estado y organización criminal” derivadas de informaciones falsas. Días después, también la Fiscalía comunicó a la prensa un documento –desaparecido en la web de la Fiscalía- bajo la rúbrica “tratamiento penal de las fake news”. Ese documento provocó la sorpresa de no pocos fiscales (alguno, con larga experiencia de servicios en el Tribunal Constitucional, consideraba incomprensible esta actuación de la Fiscalía). Y es que el documento en cuestión recogía una relación de delitos que podían ser cometidos a través de las noticias falsas, entre ellos delitos de odio, estafas, desórdenes públicos, además de los naturalmente derivados de excesos en la libertad de expresión como calumnias e injurias.

En ese documento se recogían una serie de obviedades que no parece que obedecieran al propósito de ilustrar a los fiscales o a la Fiscal General sobre la conveniencia o el modo de perseguir penalmente bulos.  Hemos dicho que las noticias falsas no son delito por si mismas, aunque pueden ser el medio para cometer delitos, de la misma forma que la posesión de un medicamento o de una cuerda no es punible, aunque pueden servir para cometer delitos si se utilizan con esa intención. Tampoco se hacía referencia en ese informe a ninguna conducta que estuviese sometida a investigación por la Fiscalía, por lo que lógicamente podíamos entender que se trataba de un peculiar aviso a navegantes, comunicando la Fiscal General, unos días después, a las asociaciones de fiscales que se trataba de un documento de trabajo interno de la Fiscalía General.  Pero en ese caso, no se entiende porqué se difundió en los medios de comunicación.

Si solo hubiera sido eso, diríamos que bueno, un borrón lo tiene cualquiera, y no tendría mayor importancia. Pero es que, en fechas próximas a aquello, el CIS incluyó una curiosa pregunta en su barómetro de abril que invitaba a pensar que las noticias falsas estaban en el objetivo; y por último, una desafortunada declaración del General de la Guardia Civil José Manuel Santiago parecía confirmar las sospechas de que esto no era un error sino una estrategia, desatándose otra vez una nueva ácida polémica política.   Entre unas cosas y otras, quedan malas sensaciones.

Sé que hay muchas personas que consideran que en las circunstancias particulares en las que los españoles vivimos ahora, encerrados en nuestras casas durante muchas semanas, muchos de nosotros habiendo sufrido en nuestras carnes o familias la mordedura del virus y tal vez el fallecimiento de personas queridas, la publicación constante de mentiras, de fotografías, de mensajes, de grabaciones anónimas o con identidades suplantadas, dirigidas a lanzar avisos falsos, a generar animadversión u hostilidad entre adversarios políticos, debería merecer algún reproche penal.

Personalmente, creo que hay que tener cuidado con eso, porque entiendo que la libertad de expresión es quizá el principal baluarte de una democracia y hay que preservarlo. Es más, siendo sincero, creo que hay demasiados delitos de opinión en nuestro Código Penal y que debería empezarse a revisar la existencia o al menos la gravedad de varios de ellos. Quizá, y hablo como pura especulación, las más graves y más reprochables mentiras en época de pandemia pueden ser las que provienen del poder que nos informa, nos dirige, nos alecciona y nos protege en esta situación por los poderes extraordinarios que le hemos dado.

Mascarillas que no son necesarias, se vuelven imprescindibles un mes después.  La vida “que nos va” en asistir a manifestaciones masivas cuando comienzan los contagios.  Falsas tranquilidades que nos daban sobre la real virulencia de la enfermedad en momentos en que ya fallecía gente y estaban los hospitales bajo una enorme presión. Explicaciones sobre material sanitario defectuoso puesto en circulación que puede causar graves daños a la salud y a la vida de nuestros sanitarios.

Esas, además obviamente de averiguar que ha ocurrido con nuestros ancianos en las residencias, podrían algunas de las líneas de investigación que debería asumir la Fiscalía –órgano que debe promover con imparcialidad la acción de la Justicia en defensa de la legalidad – por si se llegara a apreciar una relación de causa a efecto de las mismas con la propagación del virus, con la multiplicación de los enfermos, con el ingente número de fallecidos, con la contaminación de sanitarios y también con la necesidad de confinarnos a todos con la limitación de varios de nuestros derechos constitucionales, en la línea de lo que viene apuntando el fiscal Juan Antonio Frago desde hace algún tiempo. Para poder afrontar esa tarea la Fiscalía va a necesitar de voluntad, coraje y de credibilidad. Y no debería dilapidarse el crédito de la institución en mensajes para navegantes que resultan controvertidos e inanes desde un punto de vista procesal.

En fin, yo creo que, más allá de que la difusión de falsedades que padecemos en estos tiempos pueda mostrar lo bajo que pueden llegar a actuar algunas personas u organizaciones, debemos aceptar que es un precio que hay que pagar por gozar de una sociedad democrática en lo que se refiere a la libertad de expresión.  No quiero olvidar además que la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen ofrece posibilidades de resarcimiento a quienes se consideren perjudicados por la difusión de informaciones; y eso debería ser suficiente.