Estado de alarma y “desescalada”

“Las medidas excepcionales que se trata de justificar para la defensa de la constitución democrática son las mismas que conducen a su ruina” (Giorgio Agamben)

“El caso excepcional no se puede delimitar rigurosamente. No se trata, por consiguiente, de una competencia. La Constitución puede, a lo sumo, señalar quién está llamado a actuar en tal caso” (Carl Schmitt)

El estado de alarma es un estado excepcional, en el que la normalidad constitucional (y, por tanto, institucional; o el reparto de poderes, así como el ejercicio de los derechos fundamentales) se quiebra o interfiere. No es un “estado de excepción”, que es otra de las modalidades constitucionales de situaciones excepcionales. No pretendo reabrir aquí el manido debate jurídico-constitucional sobre si era o no adecuada la fórmula del estado de alarma o era necesario implantar el estado de excepción. Siempre defendí, como otros muchos, que, para hacer frente a la pandemia, la primera solución constitucional era la adecuada. Pero, el estado de alarma, como medida excepcional que es, ha de interpretarse restrictivamente.

El objetivo de esta entrada es otro: mi tesis es que si se sigue acudiendo al estado de alarma como estado excepcional para hacer frente a la desescalada es porque, al margen de vanas tentaciones de concentrar el poder en un solo punto con el objetivo de reforzar un liderazgo que no se ha producido (y dar, por fin, “buenas noticias presidenciales”), y aunque nadie nos lo cuente así, el Estado se nos presenta en esta seria coyuntura como una suerte de rey desnudo. Dicho de otro modo: da la impresión de que si no se mantiene la situación excepcional, la coordinación entre gobierno central y gobiernos autonómicos se tornará imposible. El modelo de “federalismo cooperativo” del Estado autonómico ha sido siempre el gran ausente y, por lo común, un total fiasco. Y prolongar el estado de alarma sólo confirma esta letal sentencia. No sé si la denominada co-Gobernanza resolverá algo, pero en todo caso llega tarde.

Nunca hasta ahora, se habían reunido (aunque fueran telemáticamente) tantas veces todos y cada uno de los presidentes autonómicos con el presidente del Ejecutivo central. En tiempos pretéritos, las distanciadas Conferencias de Presidentes eran, habitualmente, reuniones con sillas vacías. Y poco o nada operativas. Se impuso, así, la impotencia de ese órgano de cooperación y la reivindicación asimétrica de la bilateralidad (que puede hallar acomodo en determinados ámbitos materiales, pero no como regla general en éste). Sin embargo, ahora estaban todos. La gravedad de la emergencia sanitaria no permitía ausencias. El recurrente todos a una se ha hecho efectivo, no obstante, bajo las coordenadas de un mando único y, por la naturaleza de las cosas, con el consiguiente fortalecimiento del Ejecutivo central que todo estado excepcional comporta. Las Comunidades Autónomas han sido (como también lo fue la oposición política) receptoras tardías de un mensaje que ya había sido traslado anticipadamente en el balcón televisivo presidencial a la ciudadanía. Con algunas resistencias iniciales, hubo que admitir lo inevitable. La ley orgánica 4/1981, de 1 de junio, sobre los estados de alarma, excepción y sitio, se aprobó en un contexto constitucional en el que el Estado autonómico estaba aún en pañales. Fue muy poco o nada sensible a la nueva organización territorial del Estado que entonces comenzaba a pergeñarse. Todo lo más admitía una delegación en la presidencia de la Comunidad Autónoma en determinadas y acotadas circunstancias. Y en este traje, de costuras tan estrechas, hemos embozado una situación que puede terminar (ha estado a punto) de romper la prenda en pedazos. Como no hay tiempo de rehacer el traje (reforma de la Ley), lo mejor es “coserlo” con tino, inteligencia y buena política. De la que no se hace. Ni se ha hecho.

El problema de fondo ha sido el torpe mensaje verbalizado estos días pasados: así se ha dicho que si el Gobierno central no seguía ejerciendo los poderes excepcionales derivados del estado de alarma (que, no olvidemos, alteran radicalmente la normalidad constitucional tanto en lo que afecta al reparto ordinario de poder territorial como a los derechos fundamentales de la ciudadanía), vendría el caos; esto es, se dibujaba de inmediato un cuadro dantesco, que al parecer sería consecuencia de la impotencia de los poderes públicos estatales (pues todos lo son) para coordinarse adecuadamente y llevar a cabo políticas coherentes y acordadas de detención y combate contra la pandemia. En ese contexto, el virus, a diferencia de lo acaecido en otros países, también descentralizados, no se podría contener”. Así, “el estado de alarma o el caos”. La política siempre se ha confundido con la teología. El fracaso del Estado y la impotencia del propio Estado autonómico sería la conclusión. Sin poder centralizado no hay solución a la crisis. Tesis hartamente discutible. En efecto, en esta crisis ese Estado autonómico, a pesar de sus enormes debilidades y con desigualdades obvias, ha mostrado también, paradójicamente, fortalezas importantes. Como las han tenido algunos gobiernos locales. Los déficits mayores de gestión y coordinación se han detectado, por el contrario, en el nivel central de gobierno; pues se ha comprobado que ese pesado Gobierno y esa desfasada Administración Pública que actúa vicarialmente representaban una maquinaria inadaptada para tales menesteres. El Gobierno central se ha limitado, como decía Carl Schmitt, “al papel de simple pregonero del Derecho”. También a repartir prebendas o dejar incólumes a sus nichos electorales. Por lo que pueda venir. Y,  todo lo más, a promover una cooperación formal, no efectiva.

Ciertamente, los precedentes no ayudan a ser demasiado optimistas en el fortalecimiento horizontal de la cooperación interinstitucional. La cooperación territorial siempre ha estado dominada por una concepción vertical de impronta jacobina. El Senado nunca ha funcionado realmente como cámara territorial. Y las conferencias sectoriales son instrumentos trasnochados en la era de las redes y de la Gobernanza Pública (siempre transversal y flexible). No obstante, a pesar de todas esas limitaciones, la cooperación horizontal (con un enfoque más holístico y moderno) se debe intentar de forma leal y persistente. Gobernar la complejidad no es aplicar recetas caducas a problemas nuevos.

Por tanto, la solución constitucionalmente correcta no es prolongar injustificadamente una situación excepcional, sino retornar gradualmente a la normalidad constitucional. Y, para ese viaje, el estado de alarma comienza a ser un traje muy incómodo y desproporcionado. Hay, como se ha puesto de relieve estos días, un arsenal de herramientas constitucionales y legales que, con un mínimo de imaginación y planificación, permitirían afrontar esa desescalada y caminar en el objetivo común vencer la pandemia, pero sin que ello implique desapoderar por más tiempo a las Comunidades Autónomas o a los gobiernos locales de sus propias competencias, aplicando medidas proporcionadas, pactadas y ejecutadas lealmente por todas y cada una de las instancias de gobierno. En otros términos: se trata de hacer política “territorial” de verdad (no la aparente o formal) y dejar de esconderse detrás del Derecho de excepción que, como todos sabemos, fortalece al Gobierno y debilita al resto de poderes, también territoriales, así como pone en cuarentena innumerables derechos y libertades de la ciudadanía, transparencia incluida. El estado de alarma, aplicado de forma abusiva, deslegitima el poder y puede hacer añicos la democracia o la propia Constitución. Además, hoy en día, el conocimiento y control del territorio ya no lo tiene la Administración General del Estado. Está por definir (algo urgente) el papel del Gobierno central como Administración estratégica y de concepción. Por muchos ministerios y vicepresidencias que haya, no multiplicarán las competencias estatales. Están tasadas. Es más, las competencias que aún estén en sus manos las ejercerán peor, por un elemental criterio de que el cuarteamiento departamental reduce su eficacia. Ha quedado acreditado sobradamente.

¿Serán capaces nuestros políticos (gobierno, oposición y poderes territoriales) de acordar leal y cooperativamente esta “desescalada” sin necesidad de mando único (por ejemplo, bajo unas directrices comunes pactadas horizontalmente) o sólo cabe en este país recurrir eternamente a fórmulas excepcionales (y no lo olvidemos, traumáticas), para volver a recuperar “la normalidad” perdida? Esta y no otra es la pregunta que deberán resolver. En poco tiempo.