¿Copiar es de listos? (Tribuna de nuestro editor Segismundo Alvarez en ABC, con referencias)

En esta reciente entrevista el Ministro de Universidades y Catedrático Manuel Castells dijo, según la transcripción literal del diario: “La obsesión de que no copien es un reflejo de una vieja pedagogía autoritaria. Si copian bien y lo interpretan inteligentemente es prueba de inteligencia.” No parece que sea un lapsus linguae pues las respuestas a las entrevistas fueron por escrito.

En Hay Derecho defendemos la necesidad de una conciencia cívica y creemos que declaraciones como éstas no ayudan. Numerosos estudios académicos han examinado los efectos nocivos de copiar y en general hacer trampas en la universidad, tanto sobre los individuos y la sociedad. Tratar de evitarlo es una obligación y no un reflejo autoritario.

En el plano individual es evidente que los alumnos honestos se ven perjudicados al no obtener en términos relativos los resultados que se merecen. Los daños van más allá pues a la injusticia se añade la desmotivación para estudiar, la pérdida de confianza en los demás y el tener que dedicar esfuerzos para evitar que los demás se aprovechen de su esfuerzo. El tramposo es lo que se conoce en términos económicos como un free-rider, es decir alguien que viaja gratis a costa de los demás, en este caso sus compañeros de clase. En realidad ese viaje gratis es en realidad también carísimo para el deshonesto: no tiene estímulo para el estudio y la falta de aprendizaje le convierte en dependiente de los demás para cualquier trabajo creativo (ver aquí); se arriesga a daños en su reputación; los psicólogos han descrito también los problemas del sentimiento de culpa y de la falta de satisfacción por sus resultados.

También para los profesores los daños son enormes: la necesidad de control del fraude y su castigo son uno de sus mayores factores de estrés; si el fraude es generalizado no tiene elementos para juzgar si los alumnos han aprendido o no, lo que le impide saber qué aspectos o cuestiones no han quedado claras. Para la comunidad universitaria supone una quiebra de confianza tanto entre los alumnos como entre ellos y el profesorado. Para la Universidad como institución el fraude disminuye la confianza en ella de la sociedad. La falta de eficacia en la evaluación perjudica también el valor económico de la educación universitaria: como estudió el economista Akerlof, cuando el comprador no puede determinar si un producto tiene una calidad, pagará solo el precio por el de calidad más baja (ver aquí). Si las notas no son fiables, se produce una asimetría de la información cuya consecuencia es que todos los alumnos de la universidad serán pagados como el peor.

Pero es que además la deshonestidad académica produce más deshonestidad, dentro y fuera de la Universidad. Para que se produzca el fraude es necesario en general, que se den tres factores: necesidad, oportunidad y racionalización (Zeune, 2001). Es evidente que el fraude de unos pocos crea en los demás la necesidad de actuar igual para mantener el nivel (Whitley, 2002) y desde luego ayuda cualquiera a racionalizar –justificarse a sí mismo- su actuación, lo que lleva a que la frecuencia del fraude esté en directa proporción a la percepción de que los demás lo hacen (aquí). Claro que nada mejor para racionalizar el fraude que el que el Ministro de Universidades diga que copiar es de listos y que los que pretenden controlar el fraude tienen reflejos autoritarios.  El carácter contagioso de todo fraude, desde copiar hasta la corrupción, ha sido comprobado a menudo: en relación con este tema en concreto este estudio identifica una clara correlación entre el nivel de tolerancia a copiar y el nivel de corrupción por países. Otros estudios han detectado una estrecha correlación entre el fraude durante los estudios y delitos en la vida profesional.

Teniendo en cuenta que el tercer factor que favorece el fraude es la oportunidad, no parece que el interés por evitar el fraude sea una obsesión autoritaria, sino más bien el medio para defender la honestidad, la calidad de la educación, y a los alumnos mismos, incluso –y quizás sobre todo- a los que tratan de copiar. En la misma entrevista el Ministro critica que para evitar el fraude los exámenes son largos y no da tiempo a terminarlos. Esto tampoco parece un problema pues el profesor adaptará las calificaciones a la dificultad y extensión del examen y al nivel general de la clase. No parece tampoco que el que examine oralmente o se vigile el escrito por cámara sea más lesivo para la intimidad que un examen presencial, cosa que parece preocupar mucho al Ministro y su entrevistador. Otra cosa es que además se pueda optar por exámenes que dificulten el fraude y al tempo mejore la calidad del aprendizaje: los exámenes no meramente memorísticos favorecen a los alumnos que profundizan y al mismo tiempo hacen mucho más difícil copiar de los libros y de los demás alumnos. Los exámenes con disponibilidad de libros y leyes deberían ser la norma y no la excepción (vean por ejemplo este post).

En cualquier caso en este país llevamos décadas, sino siglos, tratando de desprendernos de la picaresca y de la admiración al listillo o al defraudador de impuestos, como para que nada menos que un Ministro de Universidades califique a un tramposo de inteligente. Probablemente en ningún lugar sea más importante la honestidad que en la Universidad, porque de ella depende la calidad de la formación, la reputación de estas instituciones básicas y la ética de los futuros profesionales. Quizás la explicación de estás extravagantes declaraciones sea la tendencia a ponerse al lado del débil – en este caso el estudiante que no ha estudiado- sin caer en la cuenta que al tratar de evitarle esfuerzo y dificultades se está perjudicando a la Universidad y al conjunto de la sociedad, pero muy especialmente a él.