Black Lives Matter, Me Too y el concepto de identidad en Fukuyama y otros

Los acontecimientos derivados de la muerte de Floyd, aunque también los del Me Too, LGTBIQ+, o incluso el proceso secesionista, invitan a reflexionar en torno al fenómeno identitario que parece estar detrás de estos movimientos sociales que tanto polarizan a la sociedad. Y me gustaría hacerlo partiendo de algunas lecturas recientes.

Fukuyama, en su libro “Identidad” (Deusto 2019), proporciona, un tanto deslavazadamente, algunas ideas que pueden arrojar alguna luz sobre el asunto. La primera que destaca –ya bien conocida, en realidad- es que mientras la política del siglo XX se organizaba por problemas económicos -la izquierda quería más igualdad, protección social y redistribución económica y la derecha más libertad, reducir el tamaño del Estado y promover el sector privado- en el siglo XXI este espectro ha cedido por otro centrado en las políticas de identidad: la izquierda se ha centrado en promover la igualdad de un extenso número de grupos percibidos como marginados, y la derecha se redefine como patriota y trata de defender la identidad nacional, a veces relacionada con la raza, la religión.

Para explicar el nacimiento del fenómeno Fukuyama hace algunas referencias interesantes. Señala que en 1990 el Grupo de trabajo de California para Promover la Autoestima y la Responsabilidad Social Personal, publicó un informe titulado Hacia un estado de autoestima, en el que consideraba que en el moderno concepto de identidad debía primar la autorrealización del individuo incluso frente a las necesidades de la sociedad en general; lo que, en su opinión, conecta con una larga estirpe de ideas que comienza con el ser interior de Rousseau y sus sensaciones subjetivas, que deben priorizarse sobre los acuerdos compartidos de la sociedad. La proposición californiana fue inicialmente objeto de burla, pero en los años posteriores cobró vida propia como agenda política y se convirtió en el objetivo de un gran número de instituciones sociales. Es “el triunfo de lo terapéutico”: la terapia se constituyó en un sustitutivo de la religión y lo que hasta entonces había sido considerado una conducta desviada que había que castigar, ahora es sólo una patología que hay que curar. Y ello influyó en el propio Estado, que ahora tenía como objetivo la felicidad del ciudadano y ya no tanto la justicia o la igualdad. Por ejemplo, quizá haya que cambiar el programa de estudios de las universidades porque algunas de las asignaturas podrían ofender a algunos colectivos: no importa si tales materias traten temas clave de la cultura, lo decisivo es cómo se sienten esas personas.

Por supuesto, esta idea pronto recibió críticas: en primer lugar, no había que excluir que Rousseau estuviera equivocado y el yo interior del ser humano no fuera naturalmente bueno sino refugio de impulsos asociales y dañinos. Algunos pensadores señalaron además que el impulso de autoestima no fortalecía el potencial humano sino un narcisismo paralizante que según ellos caracterizaba a la sociedad estadounidense en su conjunto. Y ya antes Walter Benjamin había alertado contra ese “nuevo tipo de barbarie” en el que la memoria comunitaria se descompone en una serie de experiencias individuales.

Y, claro, esa forma de ver las necesidades del individuo afectó también a las reivindicaciones de grupos marginados, cuya autoestima quedaba directamente vinculada a la consideración del grupo en su conjunto, como es natural en la psique humana. Las políticas de estos grupos podrían ser de dos tipos: o exigir que la sociedad les tratara de manera idéntica a los demás o afirmar una identidad diferenciada y exigir que se les reconociera y respetara como distintos a la sociedad en general, pero con el tiempo esta última estrategia es la que tendió a predominar. Por ejemplo, los Black Panthers defendían que la experiencia de ser negro era diferente porque estaba moldeada por la violencia el racismo y la denigración, y las personas criadas en otro ambiente no podían entenderlo. La feminista radical McKinnon afirmaba que la violación y el coito eran difíciles de distinguir y que las leyes existentes sobre violación reflejaban el punto de vista del violador. Si bien no todos los redactores de tales leyes eran violadores, decía, pertenecen a un grupo que comete violaciones y lo hace por razones compartidas incluso con aquellos que no las ejecutan, a saber, la masculinidad y su identificación con las normas masculinas. Por tanto, cada grupo tiene una identidad propia inaccesible para los extraños, la “experiencia vivida”, que determina su autoestima y también el deber del Estado para con el grupo. Una consecuencia de ello es el multiculturalismo, programa que pretende respetar a cada cultura por separado, incluso aunque tales culturas limiten la libertad de sus participantes o no respeten los principios de aquellas en las que están integradas. La adopción de estas ideas por la izquierda y el abandono de los valores clásicos responde, en opinión de Fukuyama, al agotamiento del modelo del Estado de bienestar (y cabría suponer que también a la caída del comunismo y al “fin de la historia”, aunque se cuida de decirlo).

Para Fukuyama, la política de identidad era necesaria, y considera deben abordarse las experiencias vividas por esos grupos, que no siempre son percibidas por los ciudadanos ajenos a esos grupos. La política de identidad no es mala de por sí, es una respuesta natural e inevitable a la injusticia. Solo se vuelve problemática cuando la identidad se afirma o interpreta de formas específicas. Por ejemplo,

  • Cuando las políticas culturales se usan como trampantojo para entrar en los problemas de fondo. Por ejemplo, es más fácil cambiar los planes de estudio que invertir dinero en los grupos marginados.
  • Cuando se centra la atención en los grupos marginados más recientes y definidos se pierde interés en otros más grandes y veteranos (obreros blancos llevados a la pobreza, o añado yo, feminismo queer frente al clásico).
  • Cuando pone en peligro la libertad de expresión, y de forma más amplia, el discurso racional que la democracia necesita para funcionar. El enfoque de la experiencia vivida ensalza el ser interior que experimentamos emocionalmente y no racionalmente: que un argumento resulte ofensivo para la autoestima de alguien se considera a menudo suficiente razón para deslegitimarlo.
  • Cuando la política de la identidad produce corrección política, y esta a su vez genera una importante movilización de la derecha extrema. La política de la identidad de la izquierda tiende a legitimar solo ciertas identidades y a ignorar o denigrar otras, como la etnia europea, es decir, la blanca, la religiosidad cristiana, la residencia rural, la creencia en los valores familiares tradicionales. En este sentimiento tiene su origen el surgimiento de ciertos populismos como el de Trump.

Me parece interesante la descripción que hace Fukuyama del fenómeno y de sus riesgos, aunque quizá se queda un tanto corto en su valoración política. Es obvio que la defensa de ciertos grupos es buena y deseable, y que sus excesos son reprochables. Pero también es cierto que la defensa de las identidades alcanza vida propia como arma cultural desde el momento en que se le da una significación política. Cuando la defensa de la identidad es usada como un instrumento excluyente (no pueden ir a las manifestaciones más que los míos), separador (tú no puedes entenderme porque no eres catalán), populista (eres culpable por la voluntad de twitter y no hay apelación) y sentimental (lo siento así y da igual cualquier argumento racional, tirar la estatua de Churchill o la de Hitler), quizá lo que importa realmente no es la identidad de esos grupos marginados sino la identidad política de quien los promueve. De hecho, el alejamiento de los ideales de igualdad, racionalidad y universalidad tan conectados con los valores de la ilustración ha sido denunciado desde la misma izquierda. Félix Ovejero en su libro “La deriva reaccionaria de la izquierda” (Página Indómita, 2018)destaca que el voluntarismo moral, la miopía y el difuminado de los problemas y de los dilemas, el perfeccionismo paralizador, el sentimentalismo y el anticientifismo de cierta izquierda la han llevado a abdicar de los valores de confianza en el crecimiento de las fuerzas productivas, el rechazo al nacionalismo cultural identitario o la crítica a las religiones. También Mark Lilla, en “El Regreso Liberal” (Debate, 2018), critica a una izquierda norteamericana empeñada en dirigirse a grupos sociales particulares, en lugar de a la ciudadanía en su conjunto, poniendo la identidad por delante de la comunidad que llevó a la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales del año 2016. Y no es mejor, claro que no, este extremismo contrario que usa también otros reclamos identitarios diferentes, xenófobos y excluyentes, de raigambre clásica, magnificando indebidamente los supuestos privilegios de los grupos marginados para obtener el poder.

El panorama no es alentador, pero quizá de este análisis podamos sacar algunas consecuencias útiles:

La primera, que hay imperativos éticos que nos obligan a distinguir el grano de la paja, es decir, a no acoger determinados planteamientos acríticamente, y también a no rechazar reivindicaciones justas y necesarias porque vengan de aquellos con quienes no comulgamos políticamente. Comprender los planteamientos del otro no es gratis: exige un esfuerzo mental y emocional que no todos están dispuestos a hacer, porque prefieren regodearse en la satisfacción inmediata que le produce la confirmación de sus sesgos cognitivos. Pero si lo hacemos evitamos polarización y conflicto.

La segunda, es que no hay armas políticas inocuas y que en las guerras culturales también hay víctimas. Desgraciadamente, abrazar hoy determinados posicionamientos identitarios implica posicionarse políticamente, y oponerse a ellos, también; y parece difícil luchar contra ese hecho. Por eso, es preciso de nuevo volver la ética y recordar la diferencia no está sólo en los fines, sino también en los medios y que debemos imponer como nuevo frente de la batalla cultural la defensa no sólo de las identidades sino también, y al mismo nivel, del uso de sólo de medios inclusivos, los que no pisoteen derechos individuales, que respeten los procedimientos, que prescindan, en la justa medida, de criterios emocionales, que no polaricen. Lo que defendemos en Hay Derecho, vamos.