Para qué sirve una Sociedad Anónima

El propósito de este artículo es recordar la naturaleza y los fines de la Sociedad Anónima y cómo la difusión de los mismos puede fomentar la implicación del accionariado y mejorar la responsabilidad social de las empresas.

Desde hace varios años se ha instalado en el mundo académico –Mariana Mazzucato, Rebecca Henderson- y empresarial [https://www.mckinsey.com/featured-insights/long-term-capitalism/reimagining-capitalism-to-better-serve-society]  un debate acerca de la necesidad de “reinventar” el capitalismo. Se admite como el sistema que ha permitido a la humanidad alcanzar niveles de prosperidad sin precedentes; sin embargo, al mismo tiempo se reconocen sus fallos y se cuestiona hasta qué punto una empresa debe priorizar el beneficio estrictamente pecuniario, si ello puede acarrear externalidades negativas.

No entraremos a discutir si es necesario o no repensar el sistema económico de los países desarrollados. Lo que sí podemos decir es que con las reglas actuales es posible paliar esas externalidades negativas e incrementar las positivas. Una posible solución sería fomentar la implicación de los pequeños inversores en la misión de las empresas.

Para ello, tanto el legislador como las propias compañías han implantado diferentes mecanismos con este propósito, a través de reformas en materia de gobierno corporativo, lugares de encuentro para los accionistas y canales de comunicación. Con la perspectiva que da el tiempo, podemos decir que sus resultados han sido positivos y que han incentivado prácticas de buen gobierno en el seno de las compañías. Sin embargo, estas medidas tienen un límite. En la medida en que se implantan “de arriba abajo” y no al revés, dificultan que el propósito de implicación –y por ende, de horizontes de inversión a más largo plazo- alcance a los accionistas más pequeños, que constituyen la base del accionariado en muchas compañías.

Es a estos accionistas a quienes se debe transmitir el fundamento último de las S.A., haciéndoles ver que no son meros inversores pasivos, sino verdaderos copropietarios de una compañía, de un proyecto del que forman parte.

Su propio nombre lo indica. Mediante el contrato de sociedad, una o varias personas realizan aportaciones para la consecución de un fin común, compartiendo tanto las ganancias como las pérdidas. Esta voluntad de unión de medios y fines, conocida como affectio societatis, es la que en última instancia guía la misión y el propósito de la compañía; la que determina sus valores y su cultura empresarial.

Pongamos por caso el de la persona física que acude a la sucursal de su banco más cercana, solicitando asesoramiento para invertir una parte de sus ahorros en acciones.

La obtención de la condición de accionista no puede ser un mero trámite. No se trata de unos simples valores custodiados por el banco a cambio de una comisión. Debe transmitirse al inversor que, al adquirir la condición de socio, la compañía ahora también es suya. Más aún: debe fomentarse el intercambio de ideas entre pequeños inversores y su asociación para la mejora del interés social.  Y las compañías deben comunicar su proyecto, transmitir un mensaje que lo haga atractivo y que cale en el inversor: “yo quiero invertir ahí”.

Conocer una compañía –desde las subcontratas de la cadena de suministro hasta la formación de los miembros del Consejo- permite hacerse una idea de su cultura y de la senda que puede seguir. Si se conciencia a los accionistas de su condición de copropietarios y se fomenta entre ellos el intercambio de ideas, la inversión estrictamente pasiva se transformará, al menos en parte, en una más atenta a las externalidades positivas que pueda generar la compañía.

A mayor difusión, más información en manos de los potenciales accionistas y mayores elementos para evaluar una compañía de manera fidedigna. Y siguiendo la cadena, a mayor presencia pública, más responsabilidad social corporativa, y más externalidades positivas. Nos atrevemos a decir, incluso, que la toma de conciencia de los inversores podría servir de punto de encuentro y alinear los intereses de los shareholders –los accionistas- y los stakeholders –trabajadores, proveedores y otros grupos de interés-.

De la misma forma que existen tendencias en el comportamiento de los consumidores, las mismas pueden crearse en las decisiones de inversión de los accionistas. En uno y otro caso sería un elemento relevante la reputación de la compañía. Si los consumidores han incentivado a las empresas para emplear envases y procesos respetuosos con el medio ambiente, los accionistas también pueden dirigir su capital a empresas que contribuyan al desarrollo de la región donde se instalen.

Ya no se trataría exclusivamente de obtener una rentabilidad -condición necesaria-, sino de formar parte de un proyecto que representa la compañía y los intereses que rodean a la misma, sean a nivel local, nacional o internacional.

El accionista que es consciente de su condición de copropietario de la compañía, estará más atento a los posibles excesos o actuaciones poco éticas. Si forma parte de una agrupación o asociación, podría llegar incluso a alertar al público de estas conductas –el llamado whistleblower-.

Dejamos esta idea a los lectores y les animamos a que comenten posibles vías para fomentar esta implicación accionarial “de abajo arriba”. ¿A través de las redes sociales, medios de comunicación, educación financiera, obra social? Esperamos leer sus respuestas.