Desconcierto jurídico ante el rebrote de la pandemia: pinceladas aclaratorias

Cuando el pasado mes de junio salíamos del estado de alarma y la expansión de la epidemia parecía estar controlada, ya tuvimos la ocasión de adelantar algunas ideas sobre el marco jurídico de la desescalada –aquí y, previamente, aquí-. Ha pasado el verano y parece que los contagios vuelven a desbordarse y, en lo que ahora interesa, se está viviendo un auténtico desconcierto jurídico en la adopción de medidas para afrontar la crisis sanitaria.

Levantado el estado de alarma, recordemos que el Gobierno de la Nación había aprobado el Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-1. En él ya se adoptaban algunas medidas de prevención e higiene, entre otras. Pero, una vez que las Comunidades Autónomas habían recuperado sus competencias, ha sido a éstas a las que ha correspondido acordar, de forma más o menos coordinada, nuevas medidas, las cuales, conforme se ha ido agravando la situación, han tenido que ir intensificándose, siendo cada vez mayor la afectación a los derechos de los ciudadanos. Si al principio se nos exigió usar mascarilla y mantener una distancia social, así como limitar el aforo de locales; el pasado 14 de agosto el Ministerio y las Comunidades en el seno del Consejo Interterritorial acordaron un nuevo paquete de medidas, entre las cuales el cierre de discotecas o la prohibición de fumar en la vía pública salvo que se pueda respetar una distancia de al menos dos metros; y, actualmente, en algunas Comunidades se ha ido más allá llegándose a prohibir reuniones familiares o de ocio de más de 6 personas o a restringir severamente los asistentes a bodas o funerales. La base jurídica para la imposición de tales restricciones se encuentra, en buena medida, en la LO 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, cuyo artículo 3º apodera a la autoridad sanitaria competente para adoptar, además de acciones preventivas generales, “las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. Ahora bien, cuando tales medidas impliquen “privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental” será necesaria la autorización o ratificación judicial (art. 8.6.2 LJCA).

Pues bien, si ya la legislación no es todo lo clara que sería deseable, el problema ha venido sobre todo al ir a aplicarla. En particular, cuando las autoridades sanitarias autonómicas han solicitado la ratificación judicial de las medidas que adoptaban, en buena medida para curarse en salud –porque, como se verá más adelante, no creo que fuera necesaria allí donde no había una restricción de derechos fundamentales-. Y el resultado ha sido desigual, encontrándonos con resoluciones contradictorias de los distintos jueces. Lo cual ha terminado generando una grave inseguridad jurídica. El Presidente del Gobierno, por su parte, ha anunciado que pone a disposición de los Presidentes autonómicos que lo soliciten que se decrete el estado de alarma en sus territorios, pero exigiéndoles que comparezcan en el Congreso para pedirlo y someterse a una votación. Un trámite extraño a la regulación actual del estado de alarma, que es decretado por el Gobierno de la Nación y sobre el cual el Congreso solo se pronuncia si fuera necesario prorrogarlo más allá de los primeros quince días. Para añadir más leña a este sindiós jurídico, alguna Comunidad ha añadido que quiere presentar al Gobierno de la Nación una propuesta de ley orgánica de salud pública como alternativa al estado de alarma (aquí).

De esta guisa, a la luz de las circunstancias urge tratar de aclarar cuál es el marco jurídico del que disponemos. En una situación como la que vivimos, el Derecho tiene que ofrecer vías para encauzar la necesaria actuación de los poderes públicos, y no puede convertirse ni en un obstáculo que paralice ni en fuente que añada más inseguridad; lo cual debe conseguirse sin renunciar a nuestras garantías y libertades.

Así las cosas, parece claro que la legislación sanitaria habilita, como se ha señalado, a que la autoridad sanitaria (normalmente la autonómica) adopte medidas de control de los enfermos y sus contactos inmediatos, así como otras necesarias, aún cuando supongan privación o restricción de derechos fundamentales. Ahora bien, se han de dirigir a personas concretas o grupos de personas identificables y, además, en tales casos es ineludible la autorización o ratificación judicial. Fue el caso, por ejemplo, de la orden de confinamiento de un millar de turistas en un hotel de Tenerife que se decretó en febrero. A este respecto, es importante reafirmar el sentido de la intervención judicial, una garantía que bajo ningún concepto deberíamos sacrificar en hipotéticas reformas legislativas.

Asimismo, las autoridades sanitarias de acuerdo con esta normativa también pueden adoptar medidas de prevención general. Ocurre que, en mi opinión, estas medidas no deben implicar restricciones a derechos fundamentales. No es una cuestión competencial (es decir, da igual que fuera la autoridad sanitaria autonómica o estatal), sino que, a mi entender, el problema radica en que resulta exorbitante reconocer a la autoridad administrativa la potestad de dictar órdenes reglamentarias que impliquen severas restricciones de derechos fundamentales. Porque, además, en estos casos no tiene sentido prever la ratificación judicial, al tratarse de regulaciones generales con destinatarios indeterminados. Eso sí, hay que ser mesurados a la hora de valorar cuándo hay una restricción de un derecho fundamental. De tal suerte que, por ejemplo, sí que creo que es legítimo que la autoridad sanitaria acuerde medidas de prevención como la imposición del uso de mascarillas o la reducción de aforos, que sólo afectan a derechos fundamentales de forma colateral o remota, mientras que, a mi juicio, no estarían legitimadas para adoptar medidas que impliquen restricción de la movilidad de las personas o que limiten las posibilidades de reunirse.

En este último supuesto, para restringir de forma generalizada derechos fundamentales, considero que resulta necesario acudir al estado de alarma. Sólo en la lógica del Derecho de excepción podemos admitir que se apodere a la autoridad sanitaria para que adopte este tipo de medidas. No estamos en el ámbito de la regulación general de unos derechos y sus límites, sino en el establecimiento de un régimen excepcional donde, además, se le conceden a la autoridad sanitaria unos poderes especialmente intensos en relación con los derechos y libertades fundamentales. Por ello, entiendo que resultaría inconstitucional si se intenta reformar la Ley orgánica de salud pública para otorgar tales facultades a la Administración. Es el estado de alarma el que ofrece las mayores garantías a través del control político y jurisdiccional, especialmente ante el Tribunal Constitucional y sin perjuicio de que los actos aplicativos pudieran recurrirse ante la jurisdicción ordinaria.

Y, a este respecto, debe advertirse que no parece que tenga mucho sentido decretar un estado de alarma a “la carta” a solicitud de cada Presidente autonómico. El Gobierno debería decretar el estado de alarma en todo el territorio nacional, ofreciendo una regulación general. El decreto del estado de alarma podría permitir una aplicación flexible, para que en los distintos territorios se fueran modulando las medidas en función de la situación sanitaria, y la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (LOEAES) podría interpretarse generosamente para que el Gobierno pudiera delegar la gestión del mismo en los Presidentes autonómicos, si no quiere asumir el mando único.

Por último, cabe añadir que, si fuera necesario adoptar medidas no ya de restricción sino de privación absoluta de derechos fundamentales, como ocurrió con el confinamiento generalizado, entonces el estado de alarma se quedaría también corto y quizá deberíamos recurrir al de excepción, como ya sostuve –aquí-.

No obstante, esperemos que este último escenario no tenga que volver a producirse, pero conviene tener en cuenta que si hubiera que realizar alguna reforma legislativa de urgencia, creo que debería ser precisamente la de la LOEAES para adecuarla a una realidad que la ha desbordado.