Crónica de una catástrofe anunciada: confinamientos “selectivos” en la Comunidad deMadrid

Como era previsible -dado el aumento vertiginoso del número de contagios, hospitalizados y fallecidos en la Comunidad de Madrid en las últimas semanas- se publicó ayer en el Boletín Oficial de la CAM     la Orden 1177/2020 de 18 de septiembre de la Consejería de Sanidad que modifica la Orden 668/2020 de 19 de junio por la que se establecen medidas preventivas para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19.

Más allá de las medidas concretas (algunas muy poco comprensibles dado que equiparan el riesgo de trasmisión del virus en espacios cerrados con espacios abiertos cuando según la evidencia disponible el riesgo es 20 veces mayor en espacios cerrados) nos encontramos con la constatación de un fracaso de gestión no por menos anunciado menos doloroso. No es un consuelo el que sea un fracaso compartido con otras CCAA y también -aunque haya decidido ponerse de perfil- con el Gobierno central que, terminado el estado de alarma, parece haber dado fin a su actuación yéndose de vacaciones, entendiendo que, a partir de ese momento, son las Comunidades Autónomas, particularmente aquellas que más se metieron con él, las que tienen que sacar las castañas pandémicas del fuego y decidir sobre qué pasa con la salud o con la educación, porque “son sus competencias”, sin asumir el hecho evidente que esta cuestión es un problema de todos, que ciertas competencias -como las que afectan a ciertos derechos- son sólo suyas y que este cataclismo se aviene mal a politiqueos y juegos a corto, y menos a dejar que tus enemigos se cuezan a fuego lento. Pero no es un consuelo todo esto porque la Comunidad de Madrid se supone que es una de las más preparadas para afrontar este tipo de problemas (aunque sea por los recursos de que dispone) y además al PP, al frente de la Comunidad, le suele gustar presumir de gestión.

Pues aquí, sencillamente, la gestión, consistente en diagnosticar, planificar. prever y ejecutar ha brillado por su ausencia. Ni rastreadores, ni refuerzos de los centros de atención primaria, ni apps, ni una estrategia de comunicación razonable (mucho relato pero a la hora de dar protocolos claros sobre qué hacer en un centro de trabajo o en un colegio la Administración brilla por su ausencia) ni medidas de contención ni nada. Como siempre, improvisación, politiqueo, rifirrafes de colegio, ruedas de prensa surrealistas (si pensábamos que con Ayuso ya lo habíamos visto todo, escuchen al Vicepresidente Aguado). En fin, un desastre sin paliativos.

Desastre que, como suele suceder, van a pagar los más vulnerables. Los barrios o zonas de los mismos cuyo confinamiento se ordena son los de renta más baja, no por casualidad, sino porque allí han crecido más los contagios (como, por otra parte, ocurre en otros países). La desigualdad que ha ido creciendo estos años se nos revela ahora con su cara más triste: la de la enfermedad y el desamparo de muchas personas que no pueden teletrabajar, que viven hacinadas en muy pocos metros, que tienen familias grandes y que no pueden conciliar. Y ahora ¿qué? Porque esto es no solo un polvorín sanitario, sino también social y económico. Por otra parte, no parece que la Administración esté planteando tampoco ningún tipo de soluciones para estas personas a las que obliga a quedarse en casa y no salir, y que probablemente no tienen más remedio que hacerlo si quieren sobrevivir.

En cuanto al personal sanitario, qué decir. Se les pidió un sobreesfuerzo impresionante en los primeros meses de la pandemia; lo dieron todo, a veces también su vida. Y ahora ¿se les vuelve a pedir porque la Administración no han sido capaces de hacer los deberes? ¿Han atendido sus peticiones, han contratado más personal sanitario, les han pagado mejor, les han hecho caso en algo? No creo que a estas alturas se vayan a conformar con aplausos en los balcones. Ya explicábamos en este post de hace unos meses  (en concreto, del 21 de marzo, así que algo de tiempo han tenido) que se necesita bastante más que eso.

Y por supuesto, no se espera ninguna dimisión, cese, o cambio de gestor alguno. A lo mejor prefieren que dimitamos o cesemos como ciudadanos. Pues que se vayan olvidando, porque si algo está demostrando esta pandemia es que necesitamos una sociedad civil  organizada más fuerte y exigente que nunca.  Vamos a aprender de la peor forma posible que más vale que empecemos a cuidar de nosotros mismos y a tomar las riendas. Porque, sinceramente, creemos que podemos hacerlo mucho mejor. Lo que no es tan difícil si vemos quienes están a los mandos.

(actualizado a las 9 AM)

 

 

‘Kitchen’ o la patrimonialización del Estado

Las recientes noticias sobre la investigación seguida en el Juzgado de Instrucción nº 6 de la Audiencia Nacional en la denominada “operación kitchen” son muy alarmantes desde el punto de vista de un Estado democrático de Derecho. Levantado el secreto del sumario, resulta que en esta pieza del llamado “caso Tandem” (o Villarejo) se investiga el uso de fondos reservados por parte del Ministerio del Interior de Jorge Fernández-Diaz en el Gobierno de Mariano Rajoy entre 2013 y 2015 nada menos que para espiar al ex tesorero del PP, Luis Bárcenas, cuyos famosos papeles ponían en entredicho el sistema de financiación del PP, sobres y pagos en negro a políticos en activo incluidos.

Recordemos que se trata del periodo en el que estalla el escándalo Gürtel y en el que el partido en el poder se volcó para torpedear la investigación judicial por tierra, mar y aire. Se volcó tanto, que, al parecer, no solo usó los recursos del partido para hacerlo -lo que ya sería bastante cuestionable dada la procedencia pública de la mayoría de sus fondos y los estándares de funcionamiento de un partido político en un Estado democrático de Derecho- sino que, ya puestos, utilizó todos los recursos del Estado. Es decir, los que pagamos los contribuyentes con nuestros impuestos. Y además para cometer irregularidades, ilegalidades o delitos. Presuntamente al menos.

Estamos por tanto ante un caso de corrupción institucional de proporciones gigantescas, aunque afecte a un partido y a unas personas que ya no están en el Gobierno o incluso que ya no están en política activa. La confusión y patrimonialización del Estado que supone la utilización de los siempre controvertidos fondos reservados así como de numerosos funcionarios del Cuerpo de Policía para proteger los trapos sucios de un partido en el poder cometiendo ilegalidades e incluso posibles delitos no sé si tiene parangón en otras democracias de nuestro entorno. Parece propia de otras latitudes o de regímenes iliberales.

Supone, además, la existencia de enormes fallas en nuestro sistema político e institucional, que nos retrotrae a épocas pasadas, en los que los servidores públicos realizaban tareas privadas por cuenta de sus jefes políticos con el dinero público. Claro, que ahora no se trata precisamente de hacer la compra, llevar a alguien a la peluquería o recoger a los niños del colegio. Estamos hablando de cosas mucho más graves, como impedir la investigación judicial de los escándalos de corrupción de un partido político a través de métodos mafiosos.

Frente a un escándalo de esta naturaleza no basta ponerse de perfil, como hace el actual líder del PP: debe de existir una repulsa clara y un firme compromiso de que este tipo de actuaciones no pueden repetirse en el futuro, pese a quien pese.

Ahora bien, aunque sin duda la conducta de los protagonistas de este escándalo es muy relevante, hay que insistir en que si pueden producirse es porque existen problemas estructurales en nuestros partidos, Administraciones Públicas e instituciones en general lo permiten. Que los servidores públicos se presten a realizar, tolerar o consentir este tipo de actuaciones (pensemos que se trata de funcionarios a los que, en teoría, esta condición debería protegerles de las presiones de sus superiores políticos) da mucho que pensar. Que se trate precisamente de funcionarios del Cuerpo de Policía cuya función es preservar el cumplimiento de las normas por parte de la ciudadanía da mucho que pensar. Que su jefe político, el ex Secretario de Estado de Seguridad, considere que su lealtad es con sus jefes en el partido y no con los intereses generales y con la Constitución y el ordenamiento jurídico por las que promete o jura su cargo da mucho que pensar. Que esté incluso dispuesto a incurrir en conductas presuntamente delictivas para protegerles y que, cuando todo se destapa, exija protección mediante un acta de diputado da mucho que pensar. Que se recompense al famoso chófer de Bárcenas, no solo con una cantidad importante de dinero público sino, también, con una plaza de policía da mucho que pensar. Que los investigados manden whatsapps a los jueces que les investigan o a sus superiores da mucho que pensar.

En definitiva, en vez de seguir llevándonos las manos a la cabeza cada vez que un escándalo de este tipo nos recuerda lo institucionalizada que está la corrupción en nuestro país haríamos bien en preguntarnos por qué seguimos a estas alturas sin reformar nuestros partidos políticos, nuestras Administraciones públicas y nuestras instituciones, reforzando en particular la separación de poderes. Eso también da que pensar. Quizás es que a muchos políticos les parece bien seguir utilizando los recursos públicos como si fueran el patrimonio particular de un partido o incluso de una persona. Que es precisamente lo que se quiso evitar con el establecimiento de Administraciones profesionales, el Estado de Derecho y la democracia a lo largo de los dos últimos siglos. De vuelta en el siglo XIX. Un fracaso en toda regla.

 

Una versión previa de este artículo se publicó en el diario Crónica Global y está disponible aquí.

La paradoja de la (i)responsabilidad disociativa

El Derecho, en su cualidad de orden normativo, regula comportamientos que se consideran socialmente deseables bajo la intimación de determinadas consecuencias que son, además, legítimamente aplicables aun contra la voluntad del infractor y, si fuese preciso, empleando el uso de la fuerza socialmente organizada. De ello no debe inferirse que el Derecho impone coercitivamente los comportamientos que demanda como debidos, más al contrario, son las sanciones, o si se quiere, las consecuencias desfavorables que sus propias normas prevén como respuesta a la inobservancia del comportamiento por quien debía hacerlo. De esa forma, el Derecho coadyuva al mantenimiento de la convivencia al expurgar toda otra vis que no sea la propia y predeterminada. Si el Derecho renunciase al monopolio del uso de la fuerza por medio de los órganos jurisdiccionales y coactivos independientes, ese vacío sería entonces ocupado, en el ámbito de las relaciones sociales, por el sujeto más fuerte.

Pues bien, este bastidor convivencial que presumíamos elemental está manifestando claros signos de incompatibilidad con una sociedad que, cada vez con mayor arraigo, se ha instalado en lo onírico, eludiendo las ineluctables consecuencias que las conductas antijurídicas acarrean. De un pensamiento acrítico capaz de promover la censura de los zoónimos insultantes, de crear «espacios seguros» en las facultades para restañar a los estudiantes de los debates perturbadores o de optar por la desinformación como placebo del dolor en un vacuo ejercicio de resiliencia emocional, no debe extrañarnos que muestre una profunda aversión con respecto a cualquier manifestación de fuerza y, especialmente, con la que es consecuencia de la estricta aplicación del Estado de Derecho.

Esta pubescencia moral cree firmemente que el monstruo desaparecerá con sólo cerrar los ojos. Por eso, cuando los vuelven a abrir y advierten el malcarado rostro de la respuesta del Estado de Derecho, reaccionan confundiendo el rito procesal con la arbitrariedad totalitaria; el ejercicio independiente de la función jurisdiccional con veleidades partidistas y la democracia con el mero ejercicio del derecho al sufragio individual, postergando el principio de legalidad en favor de un inquietante y renovado Volksgemeinschaft e invocando el poder sanatorio del sufragio como panacea de cualquier conducta inmoral o, incluso, ilegal.

Pero hete aquí que, cuando creíamos haber alcanzado la sublimación de la inmadurez radical, del uterinismo como forma de vida, nos topamos con una emergente tendencia conductiva ontológicamente incompatible con la «no-responsabilidad» descrita antes, y claramente identificable en los últimos meses a raíz de los diversos episodios de violencia racial en algunas ciudades norteamericanas.

Acabamos de enfatizar la irresponsabilidad como genuino Weltanschauung de las conductas tanto de la clase gobernante como, consecuentemente, de los gobernados. Sin embargo, y aquí es cuando aflora la paradoja disociativa, los mismos individuos autoirresponsabilizados se arrogan ahora una serie de cargas y servidumbres que, a pesar de no serles en modo alguno imputables, las asumen con deleite como propias. Verbigracia, según esta tesis, todos los ciudadanos blancos de las sociedades occidentales actuales seríamos, en una suerte de incidente de derivación de responsabilidad histórica, responsables de la esclavitud y explotación de millones de hombres y mujeres de raza negra. O, por singularizar, todos los españoles de hoy, debemos inexorablemente asumir el coste en vidas humanas y haciendas derivados del descubrimiento de América. Desafueros intelectuales y morales que son consecuencia inevitable del grave problema que arrastran los adalides de la identidad como criterio vertebrador de la sociedad: su absoluta incapacidad para discriminar al considerar que todos los hombres, todas las mujeres, todos los negros, todos los blancos o todos los homosexuales son iguales.

Un proceso de reasignación de remordimientos que resulta, sin embargo, incompleto sin la fundamental intervención del citado elemento identitario, que ha logrado el sensacional efecto de convertir a los individuos en culpables no por lo que hacen, sino por lo que son. Y es que esta asunción de cargas terceristas genera, un efecto añadido que explica este proceso performativo y necesariamente incongruente:  la pulsión del individuo occidental por integrarse en alguna de las decenas de categorías de afrentados disponibles, y así alcanzar la absolución por una culpa artificialmente inoculada por un acreedor que cambia su displacer por un contra/goce de perfume nietszcheano.

Adquirir hoy el oximorónico estatus de victimario/agraviado dispensa de forma automática una confortable aura de superioridad moral; una inapelable legitimidad; el desigual reconocimiento a un trato de favor y la rentable eximente de cualquier tipo de responsabilidad -salvo la histórica por vía generacional-, habilitándole además para descargar aquella en el chivo expiatorio o la cabeza de turco correspondiente. Y en este sentido, ninguna como la sociedad occidental para interpretar el rol del Agnus Dei.

Sobre la proposición de VOX de modificación de la ley de Partidos

Este martes se ha votado en el pleno del Congreso de los Diputados una proposición de modificación de la Ley Orgánica de Partidos Políticos (“LOPP”) presentada por VOX. Hace ya casi 3 años fuimos testigos  de las actuaciones llevadas a cabo por los dirigentes de los partidos secesionistas catalanes entre los meses de septiembre y octubre de 2017, en el denominado procés: desde las flagrantes irregularidades para la aprobación del referéndum, y su consecución el 1-O, hasta la supuesta declaración de independencia que duró unos cortos pero no insignificantes segundos (al menos a efectos de responsabilidad penal). Decidí estudiar las posibles responsabilidades de los partidos políticos, como persona jurídica, que podría implicar presuntos delitos cometidos por sus integrantes, desde la normativa específica de la LOPP hasta el Código Penal. Por aquel momento no existían sentencias condenatorias contra los dirigentes del procés por lo que el artículo que publiqué en este mismo blog fue siempre una mera hipótesis y conforme el principio de presunción de inocencia. Sin embargo, tres años después y con variadas sentencias condenatorias contra muchos de los miembros del govern el debate está más vivo que nunca.

Como breve recordatorio: los partidos independentistas son perfectamente constitucionales, ya que nuestra democracia no es militante y nuestra CE puede ser enteramente reformada. Sí, incluso la unidad territorial, siempre y cuando se respete la Constitución y el ordenamiento jurídico.

Dejando a un lado la posible imputación de un delito de asociación ilícita contra estos partidos, y teniendo en cuenta que la justicia penal es más lenta y menos intervencionista, en nuestro ordenamiento existe una normativa específica para los partidos políticos que se creó, casi exclusivamente, para ilegalizar los partidos políticos vinculados con ETA. Esta ley, aunque útil para el momento en que se aprobó, se ha convertido, prácticamente, en una ley de caso único y es por ello que hice hincapié en la importancia de una regulación más útil a través de una reforma de la LOPP.

Pues bien, VOX acaba de hacer una propuesta de reforma pero, ¿qué propone en concreto y cuál el trasfondo de estas modificaciones? Las palabras que más se repiten (y que más nos interesan en este post) son “promoviendo, justificando o exculpando” y “la indisoluble unidad de la Nación española” y sobre todo se centra en modificaciones al artículo 9 de la LOPP que regula las conductas prohibidas cuya realización podrá suponer la ilegalización de un partido. Estas modificaciones incluyen que los partidos deberán actuar con pleno respeto a los valores constitucionales y derechos humanos y el desarrollo de sus funciones respetando la soberanía nacional, el pluralismo político y la unidad de España. Hasta ahí todo parece correcto. Sin embargo, analizando más detenidamente algunas propuestas de modificación de artículos encontramos algunas, cuando menos, escalofriantes:

  • Modificación artículo 9.2. d): Promover, justificar o exculpar el deterioro o destrucción de la soberanía nacional o de la indisoluble unidad de la Nación española. Esta modificación ya no exige una conducta activa para llevar a cabo la independencia, sino que también será declarado ilegal si el partido justifica o exculpa el deterioro de la unidad de España.
  • Modificación artículo 9.3. j): Dar apoyo político expreso o tácito a quien… lleve las conductas del párrafo anterior, es decir, un partido también será declarado ilegal si apoya tácitamente (sería interesante preguntarse qué podría considerarse un apoyo político tácito) a un partido que justifique el deterioro de la unidad de España. Ya no te exige una conducta activa, ni siquiera una conducta justificativa o exculpante, sino cuando se considere que tu partido lo apoya a quien lo hace. Tal vez lo más inquietante es la vaguedad del término tácitamente, ¿se entenderá que existe este apoyo cuando los partidos votan repetidamente a favor de algunas de sus propuestas, cuando tengan reuniones frecuentemente o simplemente cuando se le acuse de ser su aliado?
  • Modificación artículo 9.3. m): Utilizar como instrumentos de la actividad del partido, conjuntamente con los propios o en sustitución de los mismos, símbolos, mensajes o elementos que representen o se identifiquen con el deterioro o destrucción […] de la indisoluble unidad de la Nación española. Un partido también podrá ser ilegalizado, por tanto, si utiliza conjuntamente la estelada junto con la senyera o cualquier otra bandera oficial o si lleva el lazo amarillo. Por mucha rabia que nos puedan dar estos símbolos, parece excesivo ilegalizar un partido por utilizar una bandera independentista, teniendo en cuenta que esto puede ser penalizado con sanciones administrativas o disciplinarias, es decir, de un modo menos gravoso para los Derechos Fundamentales de expresión y asociación.
  • Modificación artículos 9.3. n), ñ) y o): Ceder, en favor de quien promueva, justifique o exculpe el deterioro o destrucción […], Colaborar habitualmente con quien actúe de forma sistemática de acuerdo con personas o grupos que promuevan, justifiquen o exculpen […], Apoyar desde las instituciones en las que se gobierna, con medidas administrativas, económicas o de cualquier otro orden, a quien promueva, justifique o exculpe el deterioro o destrucción de la soberanía nacional o de la indisoluble unidad de la Nación española. Aún más inquietante. ¿Dónde se pone el límite a los términos de ceder, colaborar o apoyar? ¿Se puede entender, entonces, que el término puede extenderse a partidos que han pactado habitualmente con aquellos que han intentado perpetrar la declaración unilateral de independencia? Si esto fuera así, podríamos estar ante una proposición de ley que, en definitiva, pretende ilegalizar todos los partidos del gobierno actual por haber pactado con ERC o EH Bildu.

Estas son algunas de las modificaciones propuestas por VOX a la LOPP que, bajo mi punto de vista, son las más alarmantes. En este post anterior hice hincapié en la necesidad de reformar esta ley tras los delitos, ahora ya juzgados, cometidos por los dirigentes independentistas durante el procés. Urgía y urge una modificación que establezca unos límites más claros y definidos sobre las consecuencias de que los partidos lleven a cabo delitos que pongan en peligro o vulneren nuestros principios constitucionales. La LOPP comete el error de únicamente prever un ataque a la democracia cuando medie violencia terrorista o cuando ya ha sido efectivamente dañada, cuando, realmente, ésta puede ser vulnerada gravemente desde las propias instituciones y ante los ojos de todo el mundo. Sin embargo, y es importante aclarar este punto, una regulación más concreta no se traduce en una prohibición absoluta a los partidos independentistas ni a su ideología, ya que éstos son perfectamente constitucionales mientras respeten el ordenamiento jurídico.

Por tanto, en mi opinión, una regulación específica que prevea la ilegalización de partidos cuando se utilice como medio para cometer delitos con el fin de lograr la independencia, es posible y podría aportar una mayor seguridad jurídica, sin olvidar que ya existe el régimen general del delito de asociación ilícita del CP. No obstante, hay que ser extremadamente cauteloso a la hora de limitar el pluralismo político, consagrado como valor superior del ordenamiento, basado en el disenso, la libertad de expresión y la libertad de asociación y, desde mi punto de vista, muchas de las modificaciones propuestas por VOX no justifican la injerencia a estos Derechos Fundamentales y ponen en serio peligro la diversidad ideológica.

Severo Bueno, in memoriam

Por mi condición de Abogado del Estado de Barcelona, de su misma promoción y de la cosecha del 67, me piden que escriba unas breves líneas que destaquen el perfil profesional y personal de Severo Bueno, Abogado del Estado Jefe en Cataluña. El honor es inmenso, tanto como el privilegio de haber compartido más de media vida, en la juventud y la madurez, con una persona entrañable y bondadosa, como su curioso nombre indica.

A modo de resumen, y si se me permite el juego de palabras, creo no equivocarme si afirmo que era Bueno con los demás, con todos, y Severo, mucho, en la defensa de la legalidad y del Estado de derecho. En el plano profesional, resulta imposible glosar o intentar resumir en este momento sus múltiples logros, tanto en la defensa judicial como en la función consultiva a diversas entidades estatales del sector público.

En todo caso, sus actuaciones siempre se han sustentado sobre la base de dos grandes pilares: el respeto a la legalidad y la defensa a ultranza de las libertades, individuales o colectivas. Por ello, no es de extrañar que sus intervenciones más conocidas –a veces incomprendidas o, peor aún, calificadas injustamente como de “azote del independentismo”- no hayan obedecido a otra causa que la simple defensa de la legalidad o de las libertades o derechos fundamentales; ni el litigio que ganó como padre de familia contra la Administración autonómica para preservar el derecho fundamental de su propia hija a recibir la enseñanza en su lengua vehicular (en un centro docente concertado, por cierto) ni su defensa del colectivo policial que, en los desgraciados sucesos del 1 de octubre de 2017, se limitó a dar cumplimiento a un mandato judicial, son fruto de una postura tendenciosa o de una cruzada personal para azotar a nadie. En absoluto. Es un ejemplo de rigor en la aplicación de la ley, lo que no permite tibiezas ni titubeos. Requiere ser Severo, y mucho.

En lo personal, nos conocimos con 12 o 13 años, no recuerdo bien, dando clases de tenis en el Club de Polo de Barcelona. Aún nos reíamos hace poco de aquella experiencia tan fugaz como ilustrativa. Digo lo de ilustrativa porque ya entonces y en el marco de una actividad lúdica en la que nuestro talento era más bien justito, Severo mostraba una muy temprana búsqueda de la justicia, corrigiendo, ante el estupor de propios y extraños, las instrucciones del profesor, motivando adecuadamente por qué las reglas o las instrucciones impartidas en el golpeo de la pelota o los turnos de descanso de los alumnos no le parecían justas o lógicas. Por suerte para el tenis español, ni él ni yo perseveramos demasiado en el intento. Pero ya desde entonces se estaba perfilando un marcado carácter que orientó toda su vida, la personal y la profesional: la admirable firmeza, casi dogmática, que tenía sobre sus propias convicciones, lo que le permitió ser valiente y le granjeó el respeto, que no sumisión, de todos cuantos hemos trabajado con él.

Y este es otro detalle fundamental pues, además de la potestad derivada de la jefatura, siempre atesoró un liderazgo que, ya en aquél momento, era un valor que escaseaba, máxime, como él decía siempre, en un colectivo en el que todos tienen o les reconocen el extraño título de “listos oficiales”. Severo siempre fue, hasta el final, un “primus inter pares”, el primero entre iguales, no por el hecho del nombramiento –lo que solo confiere ciertas facultades de dirección- sino por el reconocimiento explícito de todos los que hemos trabajado con él. Una autoridad en toda regla, sin duda. No es casual que un antiguo y brillante Secretario general de la Abogacía General del Estado, también fallecido, me confesara un día que “si Severo no existiera, habría que inventarlo”. Pues eso, toca reinventarse; no será fácil, pero disponemos del molde ejemplar que nos deja Severo.

Mucho tiempo después, ya licenciados en Derecho ambos, coincidimos unos días en la academia de preparación en Barcelona, antes de que yo me fuera a Madrid para seguir con mis estudios. Recuerdo como si fuera ahora, en la sala de espera, una imagen inédita de Severo, con coleta, vestimenta no muy adecuada y la pierna enyesada. Lo de la coleta, en aquellos tiempos, ya denotaba un carácter especial, dicho sea de paso. Pero lo más sorprendente fue cuando, preguntado por el preparador (guía espiritual al que los opositores seguimos con una fe inquebrantable y al que, en ocasiones, obedecemos por temor reverencial) sobre el motivo de la caída o del accidente, Severo espetó, con total displicencia, que había tenido un accidente fortuito mientras bailaba en no sé qué discoteca la noche anterior. Sí, la noche anterior, cuando se supone que debía estar estudiando. Se hizo un silencio sepulcral ante semejante aseveración, a la espera de la fulminante reacción del preparador. Las carcajadas del resto de opositores y del propio preparador abortaron, afortunadamente, mis peores presagios. Era muy fácil haber puesto una excusa cualquiera, una mentira piadosa. Severo no era así. No mentía nunca, siempre decía lo que pensaba, aun si la verdad, la suya, podía perjudicarle. Era un hombre íntegro, sin dobleces.

Otro ejemplo imborrable del carácter de Severo fue cuando aprobamos, en marzo de 1996, y teníamos que elegir destinos. En aquel entonces existía la llamada prestación social sustitutoria del servicio militar y, Severo, después de múltiple prórrogas por estudios, había optado por la prestación social que, ante la sorpresa de todos, decidió cumplir en la Abogacía del Estado de Tarragona, ejerciendo funciones de personal auxiliar y durante casi un año. Un ejemplo de responsabilidad y de acatamiento de la ley, pues lo lógico hubiera sido extender el régimen de prórrogas hasta cumplir los 30 años, que entonces era causa eximente del servicio militar. Severo no entendía de estrategias ni de tácticas, y menos si un camino más corto generaba desigualdades o tratos de favor.

Una vez cumplió escrupulosamente la prestación asumió la jefatura de Tarragona, pero con una ventaja competitiva frente a todos: conocía y respetaba profundamente las funciones del personal auxiliar, colectivo al que ha defendido numantinamente durante toda su trayectoria profesional en la jefatura (rectius, liderazgo) en la Abogacía del Estado Barcelona, primero, y en la Comunidad Autónoma, después. Su respeto y protección máxima al personal, que trabaja vocacionalmente en la abogacía con niveles muy inferiores al de otras unidades, es otro de los perfiles de su carácter: la bondad. No es por casualidad que en el tanatorio desfilaran multitud de funcionarios de la abogacía del Estado, algunos jubilados, como muestra de gratitud y de respeto, lo que él siempre predicó para ellos en justa reciprocidad. Tan es así que, repetidamente, cuando se repartía el trabajo o las materias con el ingreso de nuevos abogados, Severo siempre primaba la organización y coordinación entre los auxiliares, en detrimento de las preferencias que le insinuábamos los compañeros.

Severo era, además, un hombre singularmente austero y humilde. No probaba el alcohol, no fumaba, no bebía café (era un enamorado de la limonada en invierno y de la horchata en verano) y rara vez acudía a las reuniones multitudinarias. No era timidez ni lo que vulgarmente se podría denominar como un carácter antisocial. Bien al contrario, yo creo que simplemente cedía el protagonismo a otros, intentando no coartar ni limitar la espontaneidad de los demás. No era un simpático profesional pero el trato con él era de una gran cordialidad y, con la confianza debida, destilaba un humor británico muy sugerente.

Condecorado merecidamente hasta la saciedad (ya en 2017 recibió la Cruz de San Raimundo de Peñafort de Primera Clase y ahora, en el mes de agosto, la de Honor), nunca hizo ostentación de nada ni luchó por el reconocimiento de los demás. Es más, si el interés general aconsejaba eso de “ponerse a un lado”, término muy nuestros días en la jerga política, lo hacía sin ningún problema. Recientemente, ante las intrigas e insidias que tuvo que sufrir en una entidad que la Abogacía del Estado asesora por vía de Convenio, Severo supo ceder su puesto en el Consejo a otro compañero, por el bien común. Es, quizás, la única vez que le he visto ceder ante presiones ajenas; no por doblez o tibieza, sino por una causa de mayor calado: el beneficio del colectivo y del interés general.

Pero el Severo íntegro, bueno, leal, responsable tenía, como todo ser humano, dos grandes debilidades: su familia y el Atlético de Madrid.

Lo de la familia numerosa debe ser, como en mi caso, una inclinación propia de los hijos únicos, una querencia natural hacia lo desconocido. Recuerdo cuando conoció y se enamoró de Susana, una chica encantadora de Valladolid que acababa de aprobar las oposiciones de Fiscal. Lo primero que hizo fue presentarla con orgullo en el bar de la esquina de la abogacía a todos los compañeros. Poco tiempo después se casaban y formaron una familia ejemplar, con tres niñas y, como decía Severo, “otro hijo único”, Vicente, que nació bastantes años más tarde. Su apego familiar era muy intenso; idolatraba a su padre médico (también llamado Vicente), fallecido mucho tiempo antes, amaba a su madre y adoraba su esposa e hijos.

Lo del fútbol es otra historia. No tenía antecedentes ni ascendentes conocidos sobre esta extraña afición por un equipo que ni era de su ciudad ni tampoco destacaba demasiado en sus logros deportivos; más bien al contrario. Aunque hay diversas interpretaciones sobre la cuestión, recuerdo que un día me comentó que el origen se remonta a la final de la Copa de Europa de los años 70 que el Atleti perdió con el Bayern de Múnich. En eso coincidimos, pues desde el mes agosto, por razones de infausto recuerdo, yo también soy más del Barça gracias al Bayern. Desde entonces, desde una derrota dolorosa, me decía Severo que sintió la necesidad de seguir a un equipo sin suerte, desamparado y que sobrevivía ante las opulencias y abuso de posición dominante de su vecino metropolitano. Redoblar esfuerzos, luchar contra los elementos, no dar nada por seguro y competir partido a partido han sido pautas de comportamiento que han guiado su actuación personal y profesional. Lamentablemente, no verá realizado en esta vida su gran sueño, y eso que, como comentábamos hace pocos días, este año parecía propicio. Maldito Leipzig.

En fin, las anécdotas darían para un libro.

Una última reflexión, algo más trascendente. Siempre que nos deja un ser querido la sensación de vacío y de incomprensión es muy intensa. En el caso de Severo tengo personalmente la sensación de que nos quedaba una conversación pendiente para habernos dicho, por ejemplo, lo mucho que nos queríamos. No parece tan complicado, pero lo cierto es que vivimos la vida de manera absurda, atropelladamente, sin decir lo que pensamos ni pensar, a veces, lo que decimos. Y obviando, por implícitas, muchas confesiones y sinceridades que deberían aflorar con mayor naturalidad. Por eso, por esas omisiones involuntarias, cuando un amigo se va, sentimos que todos nos morimos un poco con él, que algo se muere en el alma, como dice la sevillana.

Quiero destacar finalmente, por si no ha quedado claro, que Severo era por encima de todo -y de todos- un hombre bueno, muy bueno. Pocas veces un apellido identifica tan fidedignamente a una persona.

Gracias por el inmenso legado que dejas. Descansa en paz, Severo Bueno, ser humano excepcional, compañero de verdad y amigo para siempre.

Rebus sic stantibus y medidas cautelares: un salvavidas para los arrendatarios de locales de negocio

A raíz de la pandemia originada por el COVID-19, el decreto del estado de alarma y la paralización de la actividad económica que ha tenido lugar durante los últimos meses, no hemos parado de hablar sobre una figura jurídica que está tomando cada vez más fuerza en el día a día de los tribunales: la conocida como cláusula rebus sic stantibus. En el post del 17 de marzo, Segismundo Álvarez explica con gran acierto el concepto y requisitos para la aplicación de esta doctrina jurisprudencial  que permite, en ciertos casos, la modificación judicial de lo pactado en virtud de un contrato (ver aquí).

En el ámbito de los arrendamientos de local de negocio, el impacto de la crisis está siendo devastador. En un principio, lo fue debido a la suspensión obligatoria de la apertura al público por aplicación del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma, y sus prórrogas sucesivas. Pero una vez superada la fase inicial de paralización total y posterior desescalada, en lo que ha venido denominarse “nueva normalidad”, empezamos a constatar que no se está produciendo la recuperación esperada y que muchos sectores (retail, turismo, ocio y hostelería, entre otros) lejos de empezar a despegar, se están adentrando en una nueva fase de profunda crisis.

Muchos de los negocios que están sufriendo esta crisis de manera más severa se asientan sobre un contrato de arrendamiento, siendo el pago de un alquiler uno de los principales gastos asociados a su actividad económica. Y para la mayoría de esos negocios, las medidas aprobadas por el Gobierno no han servido (ni de lejos) para paliar su difícil situación, demostrándose durante estos meses que Real Decreto-ley 15/2020, de 21 de abril no era más que legislación “para la foto”, como ya vaticinaba Matilde Cuena a los pocos días de su aprobación (ver aquí).

Ante este panorama, muchos abogados de litigación nos hemos dedicado a negociar modificaciones de contratos durante los últimos meses, con el fin de evitar a toda costa el lento y tedioso camino de un procedimiento judicial. Fruto de las negociaciones, se han acordado quitas de deuda, aplazamientos, rebajas en el precio alquiler o incluso la sustitución de la renta fija por fórmulas dinámicas o de renta variable. Pero como la negociación no siempre termina en acuerdo y numerosas empresas ven peligrar su futuro, lo cierto es que muchos arrendatarios no están teniendo más alternativa que acudir al amparo de la Justicia.

Grosso modo, son dos las estrategias procesales que se están siguiendo en estos casos, en función de si el arrendatario tiene o no capacidad para seguir pagando la totalidad de la renta pactada: (i) en el primer caso, si se dan los requisitos legales de aplicación de la cláusula rebus sic stantibus, basta con iniciar un procedimiento declarativo para solicitar la modificación del contrato de arrendamiento para reequilibrar las prestaciones; (ii) en el segundo caso, es crucial solicitar medidas cautelares cuanto antes, ya sea con carácter previo o con la demanda principal, a fin de evitar –o al menos suspender– un posible desahucio o la ejecución de las garantías asociadas al pago de la renta (en la mayoría de los casos, avales bancarios).

Hasta ahora, la respuesta de los tribunales está siendo extraordinariamente positiva para los arrendatarios. Las escasas resoluciones que se han ido conociendo, todas ellas dictadas en el ámbito de las medidas cautelares, están dando la razón a los demandantes. Un ejemplo es el Auto del Juzgado de Primera Instancia núm. 1 de Valencia, de 25 de junio de 2020 (JUR2020202178), en el que se acuerda el aplazamiento cautelar del 50% de la renta mínima pactada en un contrato de arrendamiento de local de negocio.

La resolución mencionada se refiere al carácter notorio de la pandemia como hecho imprevisible que tiene una incidencia en el contrato de arrendamiento de local (en el caso enjuiciado, un hotel), señalando además (i) que la actual crisis no es comparable a una crisis económica al uso, derivada de los diferentes ciclos económicos; (ii) y que el riesgo de pandemia, como lo sería el de un conflicto armado, no puede entenderse asumido por las partes al tiempo de contratar, por más que las partes hubieran pactado una renta mínima garantizada y una renta variable en función de la facturación del negocio.

También resulta de interés el reciente Auto del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción núm. 2 de El Prat de Llobregat, de 15 de julio de 2020 (JUR2020212761), en el que se acuerda la adopción inaudita parte (sin audiencia previa del demandado) de la medida cautelar consistente en la prohibición o suspensión temporal de la facultad de la arrendadora de ejecutar el aval a primer requerimiento otorgado para garantizar el cumplimiento de las obligaciones derivadas de un contrato de arrendamiento de local de negocio.

En un sentido aún más expeditivo, el Auto del Juzgado de Primera Instancia núm. 2 de Benidorm, de 7 de julio de 2020 (Proc. 601/2020), acuerda, también inaudita parte, la suspensión temporal del pago de la renta de un local debido a la crisis ocasionada por el COVID-19, así como la prohibición a la arrendadora de interponer demanda de desahucio o de reclamación de rentas durante la tramitación del procedimiento.

Con todas las cautelas y prudencia, podemos constatar que los juzgados de primera instancia se están mostrando favorables a dictar resoluciones que implican la modificación, a efectos cautelares, de contratos de arrendamiento de local de negocio –o garantías vinculadas a los mismos– cuyo equilibrio se ha visto fuertemente afectado por la crisis del COVID-19 y las medidas adoptadas a raíz de la misma. Y por el momento, todas coinciden en que la pandemia constituye, de manera notoria, un hecho imprevisible a los efectos de aplicación de la cláusula rebus sic stantibus.

Como es lógico, la valoración de la prueba que se realice en el procedimiento principal, caso por caso, determinará hasta qué punto la alteración de las circunstancias es sustancial y, por tanto, si puede dar lugar a la modificación del contrato de arrendamiento por haberse generado una situación de desequilibrio en las prestaciones. Pero mientras llegamos a ese escenario –y pasarán meses hasta que empiecen a llegar las primeras sentencias y años para que adquieran firmeza– las medidas cautelares son un instrumento procesal indispensable, un posible salvavidas para los arrendatarios que finalmente se vean abocados a la vía judicial.

El caso Pazo de Meirás: de oca a oca y la pifio porque me toca

El pasado día dos de septiembre el Juzgado de primera Instancia nº 1 de La Coruña dictó una sentencia en la que, estimando la pretensión del Estado contra los herederos de Francisco Franco, declara propiedad del Estado del Pazo de Meirás. La lectura de esta sentencia de 390 folios ofrece gran interés, tanto jurídico como especialmente político e histórico, aunque la impresión final que deja (al margen del resultado) resulte bastante deprimente.

Esta historia negra da comienzo a finales de nuestra Guerra Civil, cuando un conjunto de fuerzas vivas de La Coruña deciden adelantarse a la posible competencia y regalar al autoproclamado y ya victorioso Jefe del Estado una residencia veraniega en la localidad, constituyendo al efecto una entidad denominada “Junta Pro Pazo del Caudillo”. Sabemos que esto de regalar al jefe del Estado cosas para que veranee en las proximidades es una muy rentable inversión característica de un Estado clientelar que viene de lejos y no se inicia precisamente con el regalo al rey Juan Carlos del Fortuna por un grupo de empresarios mallorquines. El lugar donde veranea un Jefe del Estado es importante (San Sebastián y Comillas pueden dar fe de ello) máxime si, como en el caso de Franco, no tiene precisamente un poder constitucionalmente limitado. Así que para evitar que otros espabilados del resto de España se adelantasen (lo que hubiera constituido sin duda alguna una doble afrenta dados los orígenes del Caudillo) se ponen a buscar urgentemente en las proximidades un lugar lo suficientemente digno y representativo, con la finalidad de adquirirlo y acto seguido regalárselo al nuevo Jefe del Estado.

La Junta Pro Pazo del Caudillo se inclina finalmente por la Torre de Meirás, en el Ayuntamiento de Sada, propiedad de la condesa de Pardo Bazán (hija de doña Emilia) y de su cuñada, comprándosela por 400.000 pesetas mediante escritura pública, firmada el día 5 de agosto de 1938, por la cual las vendedoras transmiten la correspondiente propiedad a la Junta (el argumento de los demandados de que esta compraventa era nula porque se había otorgado antes de obtener la preceptiva declaración de herederos por las vendedoras es simplemente patético). La obtención del dinero necesario para ello se realizó mediante una suscripción teóricamente voluntaria que en gran parte terminó siendo forzosa, como no podía ser de otra manera. El 5 de diciembre de ese año Franco llega a Meirás y se le hace entrega oficialmente del Pazo, pero no se firma escritura alguna de donación, sino solo un pergamino firmado por los representantes de la Junta y por Franco, cuyo original desapareció en 2007. La sentencia no dice nada de las razones por las cuales no se formaliza la escritura pública de donación, pero esta omisión constituye un grave error que determina automáticamente la nulidad de la donación por infracción del art. 633 del CC.

En el año 1941 alguien debe darse cuenta de que la nueva propiedad de Franco no está inscrita en el Registro de la Propiedad y en vez de hacerse las cosas como jurídicamente procederían (formalizar la escritura de donación entre la Junta y Franco) se decide hacer directamente una escritura de compraventa entre las vendedoras y Franco, y, además, por un precio distinto al pagado en su momento. Nueva gigantesca chapuza a sumar a la del pergamino, porque, evidentemente, este negocio jurídico también es nulo por simulación absoluta, ya que ni las vendedoras eran ya propietarias (lo era la Junta y de ahí el interés de los demandados de defender la nulidad de la primera transmisión) ni había ninguna intención de vender por precio alguno que pagase Franco, por lo que ni había donación bajo forma de compraventa, ni doble venta, ni nada en absoluto (sorprende que la abogacía del Estado invoque la última jurisprudencia sobre la nulidad de la donación bajo forma de compraventa cuando en este caso las formalmente transmitentes ni siquiera eran ya propietarias). Se trataba, por tanto, de un simple vehículo formal para lograr una inscripción por vía de inmatriculación, que efectivamente se consigue, lo que nos demuestra una vez más que la simple inscripción en el Registro de la Propiedad no sana nada si los negocios previos no se han formalizado como Dios (y la Patria) mandan.

Así que a partir de esa fecha tenemos a Franco usando durante décadas un edificio que no es suyo. ¿Pero entonces de quién es?  Originalmente sigue siendo de la Junta Pro Pazo, pero a partir de un determinado momento (30 años) alguien lo debe ganar por prescripción adquisitiva o usucapión. ¿Pero quién, Franco o el Estado? La confusión del patrimonio personal del monarca con el del Estado es una característica premoderna que ha llegado a nuestros días por diferentes vías, más o menos sutiles. La abogacía del Estado dedica mucho esfuerzo a demostrar que el uso lo estaba realizando realmente el Estado, que además es quién sufragó todos los gastos principales, incluidos los de reforma y mejora (aunque no los impuestos, seguros y obras menores, que corrían a cargo de Franco), gestionándose el Pazo de forma idéntica al Palacio de El Pardo y celebrándose los correspondientes Consejos de Ministros, por lo que resulta evidente (a juicio del demandante) la afectación del edificio al servicio público y, en consecuencia, su simultánea adquisición por usucapión extraordinaria por el Estado y su conversión en bien de dominio público.

Sin duda la cuestión es discutible. Para la prescripción del dominio se requiere una posesión en concepto de dueño, es decir, poseer una cosa ejerciendo sobre ella el contenido de facultades propias del derecho de propiedad pero, además, con el ánimo o intención de haberlos como propios, inciso que en este caso parecería favorecer la posición de Franco. Ahora bien, no podemos confundir ese animus domini con un mero estado psicológico que entraría en el terreno inaccesible de las motivaciones psíquicas de los sujetos, sino que debemos referenciarlo a la realización de una conducta objetiva. Como dice Diez Picazo, hay posesión en concepto de dueño cuando el poseedor se comporta según el modelo o el estándar de comportamiento dominical y cuando el sentido objetivo y razonable derivado de este comportamiento suscite en los demás la apariencia de que el poseedor es dueño. Por eso, cuando el monarca se confunde con el Estado porque ejerce sobre él un poder omnímodo, ha entrado en posesión del bien precisamente por ser monarca y no por otra cosa, y el uso del bien se vincula a su condición de tal (es decir, no se trata de una escopeta que le regalan por ser Jefe de Estado pero que usa privadamente) entonces hay argumentos para entender que quién posee como dueño es el Estado. Por lo menos eso es lo que debería entender el jurista de un Estado moderno (democrático o no).

Tras la muerte de Franco en 1975 sus herederos incluyen el Pazo en el inventario de sus bienes y se lo adjudican, inscribiéndolo a su nombre en el Registro de la Propiedad, continuando con el pago de los correspondientes impuestos, incluida la contribución urbana. En 1978 se produce un incendio importante, dejándose a partir de ese momento en situación de semi abandono, aunque manteniéndose la custodia y vigilancia del recinto a costa del Estado hasta 1990. Desde poco después de la muerte de Franco se inician movimientos sociales que reclaman la recuperación de lugar para el uso público, existiendo al efecto una moción del Ayuntamiento de la Coruña en 1983 instando al Estado para ello, pero, sorprendentemente, nadie hace absolutamente nada durante casi cuarenta años. Así que a finales de la década de los noventa la familia comienza a  ocupar la finca de manera efectiva realizando obras de reforma a su costa, poseyendo pública, pacífica e ininterrumpidamente en concepto de dueños al menos desde entonces (si no antes). Es verdad que los bienes de dominio público son imprescriptibles, pero desde 1975 (por lo menos desde 1990, fecha en la que desaparece totalmente la presencia del Estado) esos bienes no estaban afectos al uso público. ¿Podemos entender, en consecuencia, que son ahora ellos, los herederos de Francisco Franco, los que han adquirido por prescripción adquisitiva? No se escapa la ironía de esta verdadera comedia de despropósitos. Como consecuencia de la torpeza de los asesores de Franco, su adquisición fue nula y el Estado terminó adquiriendo por prescripción. Y ahora, como consecuencia de la torpeza y desidia del Estado, la familia de Franco amenaza con hacer lo propio. De oca a oca y la pifio porque me toca.

La cuestión clave del asunto se centra, entonces, en dilucidar si ha existido una desafectación tácita que determine la pérdida de carácter de bien de dominio público como consecuencia del abandono del mismo por parte del Estado (lo que permitiría la prescripción adquisitiva a favor de los herederos de Franco) y qué plazo ha transcurrido desde entonces. Según la representación del Estado, aun admitiendo la dudosa posibilidad de una desafectación tácita, habría que sumar un plazo inicial de abandono (de 25 años para que se produzca la desafectación y su conversión en bien patrimonial del Estado según el Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales de 1955) al plazo posterior de la usucapión extraordinaria del nuevo poseedor (55 años en total) que no se cumple ni aun cuando se entienda que el abandono se produce tras la muerte de Franco. Pero lo cierto es que el tema es muy discutible, tanto por la necesidad de ese plazo previo de desafectación en este caso, como por el posible inicio del cómputo de prescripción antes de1990 a la vista del confuso estado posesorio existente en dicho momento.

Lo cierto es que aun cuando el Juzgado en su sentencia da la razón al Estado, al considerar que no es posible admitir la desafectación tácita y que por tanto el bien es imprescriptible, nada impide temer que la apelación o, eventualmente, el Tribunal Supremo, pueda terminar dando la razón a los demandados. Bastaría que admitiese (como ya ha hecho antes) la posibilidad de esa desafectación tácita sin exigir ese plazo de 25 años, lo que sería suficiente para dar la razón a la familia Franco con tal que se entienda que se produjo antes de 1989 y que la posesión idónea de estos ya existía entonces, lo que en mi opinión sería un escándalo mayúsculo. Pero no porque tal solución sea injusta y el TS, en su caso, obrase mal, dado que como hemos comentado el tema es discutible. En absoluto, sino porque vendría motivado por la actitud absentista del Estado durante tantísimos años, pese a los requerimientos que se le hizo al respecto, que habría permitido, nada menos, que la familia Franco arrebate al Estado un bien tan señalado como el Pazo de Meirás. ¿Alguien asumiría la responsabilidad por eso en dicho caso? Lo dudo, se echará la culpa a los jueces y a otra cosa mariposa. Y a seguir jugando a la oca…

COLOQUIO: Inteligencia Artificial. Un reto para la Administración Pública

Retomamos tras el verano nuestros coloquios preguntando a los mejores expertos sobre cuestiones clave para el Estado de derecho, en la línea del trabajo que realizamos en nuestro blog y en nuestro videoblog.

Así, el martes, 29 de septiembre a las 19:00 tendrá lugar el coloquio “Inteligencia artificial: un reto para la Administración Pública”, que podrá seguirse online a través de Zoom si se inscriben, y también de nuestro canal de Youtube.

Participarán en el coloquio Elisa de la Nuez: Abogada del Estado y secretaria general de Hay Derecho; Manuel G. Bedia, Subdirector General de Actividad Universitaria Investigadora y profesor de ingeniería (Universidad de Zaragoza)Rodrigo Tena, Notario y patrono de la Fundación Hay Derecho; y Rafael Rivera, Ingeniero de Telecomunicaciones y patrono de la Fundación Hay Derecho.

En esta conversación se analizarán los retos y oportunidades que el avance de la inteligencia artificial plantea a nuestras sociedades y, en particular, a nuestra Administración Pública: ¿estamos preparados para aprovechar todo su potencial? ¿Qué riesgos supone? ¿Qué planes tiene el Gobierno para su implementación?

Si tiene interés en asistir, se ruega enviar un email a info@fundacionhayderecho.com , desde donde les remitiremos el enlace a Zoom. Además, les animamos a incluir en ese correo una pregunta que quieran que los ponentes traten durante el coloquio. Los participantes en Zoom también podrán realizar preguntas en directo (no así desde Youtube).

¡Os animamos a compartir esta información con aquellas personas que puedan estar interesadas! Además, pueden ver los anteriores coloquios en nuestra página web: https://hayderecho.com/videos/ 

 

 

La “baja laboral” por escolaridad fallida por Covid -19

Las dificultades que toda “vuelta al cole” supone para los trabajadores con hijos (me confieso pecador, incapaz de pasar por las horcas caudinas de la nueva expresión “personas trabajadoras”, que entiendo innecesaria y turbadora de nuestro rico idioma) se ven ahora notablemente incrementadas como consecuencia de la incertidumbre que la COVID-19 genera en ese regreso a la escolaridad. ¿qué puede hacer el trabajador que ve como su hijo resulta contagiado, o impelido a confinarse como consecuencia del contagio de un compañero de clase? Intentaré responder a esta pregunta, no sin antes advertir que a día de hoy nos manejamos aún en el escenario de las incertidumbres, las conjeturas y los globos sonda.

Comenzaremos por el, a priori, supuesto menos complejo y discutible: situación del trabajador cuyo hijo ha resultado directamente contagiado, ofreciendo un diagnóstico positivo por coronavirus.

Partiendo de situación de mínimos, hay que reseñar que con carácter general el art. 37.3 b) ET prescribe la existencia de permiso retribuido de dos días, previo aviso y justificación, cuando medie enfermedad grave (pocas dudas debe generar que la COVID-19 lo es) de parientes hasta el segundo grado de consanguinidad o afinidad, ascendiendo el permiso a cuatro días si el trabajador necesita hacer un desplazamiento al efecto (el Tribunal Supremo ‑STS de 4/6/2012‑ ha fijado en 200 km de ida y otros tantos de vuelta la distancia para ser considerado desplazamiento a estos efectos). Y ha de tenerse en cuenta que resulta más que habitual que, vía convenio, se hayan mejorado las condiciones legales de estos permisos o licencias retribuidas.

Sin embargo, la particularidad del coronavirus estriba en que el positivo diagnosticado sobre el miembro de una unidad familiar obliga al resto de integrantes de la misma (en cuanto convivientes de trato directo con el contagiado) al confinamiento domiciliario. Por ello, ya el art. 5 del RDLey 6/2020, de 10 de marzo (modificado por el RDLey 27/2020, de 4 de agosto, para dar cobertura a los supuestos de restricción a la salida de municipios que afectaran al trabajador) consideró con carácter excepcional como situación asimilada a accidente de trabajo (exclusivamente para la prestación económica de IT) a dicho período de confinamiento obligatorio, abarcando desde la fecha en que se acuerde el confinamiento (no la fecha de expedición del parte de baja de aislamiento, que puede expedirse posteriormente con efecto retroactivo) hasta la correspondiente alta. Consecuentemente, el trabajador cuyo hijo haya sido declarado positivo por coronavirus, tendrá derecho a esta baja y la correspondiente prestación mientras dure todo el periodo de aislamiento consiguiente.

Con respecto a esta norma no puedo dejar de referirme a un recientísimo ejemplo, operante sobre ella, de las fatídicas consecuencias que trae consigo la NEFASTA Y FUNESTA práctica legislativa de incluir en determinadas disposiciones normativas cuestiones absolutamente desconexas con el título y el específico contenido aparente de las mismas. Algo en lo que viene ocupando tradicionalmente un secular y lamentable papel la Ley General de Presupuestos del Estado, que se configura por el legislador como un auténtico “cajón de sastre” (tentado he estado de omitir el espacio tras la preposición).

La necesaria publicidad que ‑no ya sólo para el profesional, sino para el ciudadano de a pie‑ ha de revestir una norma legal, se ve adulterada cuando el título de la norma no sirve en absoluto para ni tan siquiera poder intuir el contenido de la misma. Dentro de la (con perdón de la expresión) “diarrea legislativa” que en los últimos tiempos nos asola, resulta profundamente aberrante y contrario a un verdadero Estado de derecho que el efectivo conocimiento de lo legislado obligue a la íntegra lectura de cualquier disposición normativa que aparezca en el boletín oficial correspondiente, aun cuando el título de la misma no guarde conexión de ningún tipo con la materia o asunto que pueda interesar al ciudadano.

Pues, bien, eso es lo que ha vuelto a ocurrir con el “famoso” Real Decreto-ley 27/2020, de 4 de agosto, que tanto pesar ha venido a generar al Gobierno al ser rechazada su aprobación por el Congreso de los diputados por entender cómo “confiscatoria” la pretendida atribución por el Ministerio de Hacienda de los superávits obrantes en los ayuntamientos. El título tan específico y concreto de este Real Decreto-ley “Medidas financieras, de carácter extraordinario y urgente, aplicables a las entidades locales” debería servir en un sistema legislativo meramente normal para acotar su contenido, pudiendo en todo y extremo caso regular alguna circunstancia que, aun no estando inserta en sus exactos límites, presentara cierto grado de conexión con el mismo. Lo que no tiene sentido alguno, y resulta ser, como digo, contrario al propio Estado de derecho es que esa disposición con tan específico título venga a regular una materia tan absoluta y radicalmente desconecta con el mismo como es… ¡la baja laboral por confinamiento asociado a la COVID-19!. En efecto: la disposición final décima de este Real Decreto-ley 27/2020modifica ‑y profundamente‑ el ya citado art. 5 del RDLey 6/2020, de 10 de marzo, regulador de esa baja laboral

Sin embargo, puede que en este caso “en el pecado se lleve la penitencia” pues el BOE de 11 de septiembre acaba de publicar la Resolución de 10 de septiembre de 2020, del Congreso de los Diputados, por la que se ordena la publicación del Acuerdo de derogación del Real Decreto-ley 27/2020, y esta derogación no sólo alcanza al que debería ser contenido “propio” del Real Decreto-ley (el tratamiento de los remanentes municipales), sino a su íntegraregulación, con lo cual, la modificación llevada a cabo por el mismo respecto a la situación excepcional asimilada a accidente de trabajo… ¡también ha sido derogada!

Al margen de lo anterior, y retomando nuestra argumentación, esta situación de baja le es solamente aplicable al trabajador cuyo hijo haya sido directamente diagnosticado como positivo por coronavirus, pero (y al menos hasta el momento en que suscribo el presente post, pues rumores, haberlos haylos) esta situación de baja laboral NO es aplicable a aquel trabajador cuyo hijo no ha resultado positivo por coronavirus, pero al que se le ha prescrito el aislamiento o confinación domiciliaria por haber estado en contacto directo con un compañero colegial que sí haya sido declarado positivo.

Creo que pocas dudas hay (al contrario, media enorme consenso) en la necesidad de dar solución y cobertura legal a esta situación, que puede colocar al trabajador en circunstancias de casi imposible sostenimiento, pero el consenso en cuanto al objetivo se convierte en serio disenso a la hora de concretar la fórmula a través de la cual dicha cobertura ha de manifestarse.

En este sentido, como reacción frente a algunos “cantos de sirena” vicepresidencialmente lanzados, y que se concretan en la idea de convertir esa circunstancia en un motivo objetivo de automática baja laboral ( “incapacidad temporal por cuarentena indirecta” la ha denominado la Ministra de Trabajo, Yolanda Díaz), organizaciones sindicales sectoriales ‑como el sindicato médico AMYTS‑ o  incluso organizaciones médicas colegiales ‑como el Colegio de médicos de Vizcaya‑ se han manifestado rotundamente en contra de la posibilidad de emitir partes médicos de baja laboral asociados a esta circunstancia, defendiendo que la baja médica debe obedecer a un proceso terapéutico basado en un criterio clínico “y en ningún caso hacer el juego y colaborar con una estrategia reivindicativa en el ámbito laboral de un colectivo, cualquiera que sea” (sic).

En mi opinión, resulta evidente que la aparente inicial ventaja de ese sistema (especialmente para el trabajador y la empresa afectados, pues el Estado, asume el pago de la prestación desde el primer día y con una cuantía que asciende al 75% de la base reguladora) no puede en absoluto ocultar sus graves inconvenientes: en primer lugar puede provocar el colapso del sistema, cuya sostenibilidad se pondría en grave riesgo ante la obligación de pago de unas prestaciones de esas características en una situación de pandemia cuya duración ni tan siquiera se puede prever; y, en segundo lugar, porque supondría dotar de mero carácter administrativo a lo que debe obedecer a estrictos criterios médicos de control y constatación.

Así pues, las opciones reales para este trabajador creo que pasan necesariamente por tratar de utilizar las vías legales hoy existentes. En este sentido, no parece que el permiso retribuido del art. 37.3 b) ET al que antes hemos hecho mención resulte aplicable a este caso puesto que, como vimos, estaba pensando para enfermedad grave del hijo, y aquí lo que concurre es su aislamiento por enfermedad de un compañero. Mi admirado Daniel Toscani (profesor de Derecho del Trabajo de la Universidad de Valencia) plantea la aplicación del 37.3.d) ET que regula los permisos “para el cumplimiento de un deber inexcusable de carácter público y personal”, entendiendo como tal deber el confinamiento a que se ve obligado el progenitor, pero él mismo reconoce lo forzado del planteamiento y la dificultad de su acogimiento por los Tribunales, llegado el caso de su judicialización.

Consecuentemente, parece que la única vía para esta trabajador se reduce al intento de negociación con la empresa en aras a modificar las condiciones de prestación de su trabajo, entroncando básicamente con la idea y mecanismos de conciliación consagrados en los artículos 34 y 37 ET, ampliamente reformados en el año 2019, y que presentan el inconveniente de generar una disminución de la retribución podríamos decir que “proporcional” a la ventaja obtenida.

Adicionalmente a estos mecanismos conciliatorios pero con la misma minoración retributiva, el art. 6 del RDLey 8/2020, de 17 de marzo (originariamente titulado “Derecho de adaptación del horario y reducción de jornada”, y posteriormente nominado por el Real Decreto-ley 15/2020, de 21 de abril como “Plan MECUIDA”) establece una serie de medidas conciliatorias excepcionales asociadas a la COVID-19, que son aún hoy de directa aplicación y que presentan como características desbordantes del régimen ordinario consagrado en el art. 37, 6 y 7 ET las siguientes:

  • Frente al periodo de antelación de 15 días que para formalizar el preaviso prevé la norma estatutaria (o, en su caso, el convenio aplicable), se establece para esta situación excepcional un periodo mínimo de antelación de 24 horas
  • Mediando la justificación razonabilidad y proporcionalidad de la medida con respecto a la situación de la empresa, la reducción de jornada puede alcanzar hasta el cien por cien de la misma.
  • Tratándose del cuidado directo de un familiar, hasta el segundo grado de consanguinidad o afinidad, que por razones de edad, accidente o enfermedad asociada a COVID-19 no pueda valerse por sí mismo, no se exige que este “no desempeñe actividad retribuida”
  • Y no será óbice para el acogimiento a estas medidas excepcionales que el trabajador viniera ya disfrutando de adaptación o reducción de jornada con arreglo al régimen “ordinario”, pues tendrá derecho a la renuncia temporal o modificación de los términos de dicho régimen para adaptarlo a las prerrogativas excepcionales asociadas a la situación de COVID-19

Conviene destacar ‑especialmente ahora, por la incertidumbre respecto al mantenimiento general de la actividad escolar‑ que se prevé expresamente la aplicación de tales medidas excepcionales no ya sólo a los supuestos derivados del confinamiento individual del hijo del trabajador, sino a aquellos supuestos de cierre general del centro educativo correspondiente.

La vigencia de este Plan MECUIDA se mantiene ‑al menos conforme a la previsión normativa hoy vigente‑ hasta el próximo 21 de septiembre no siendo en absoluto descartable (más bien, previsible) prórrogas adicionales del mismo, posibilidad ya expresamente contemplada en el artículo 15 del Real Decreto-ley 15/2020, de 21 de abril.

En caso de discrepancias con la empresa en cuanto a su plasmación concreta, o incluso de denegación del ejercicio del derecho, el trabajador deberá acudir al procedimiento judicial específico para derechos de conciliación previsto en el artículo 139 de la ley rituaria laboral (Ley 36/2011, de 10 de octubre) que actualmente presenta la peculiaridad ‑por mor de las medidas procesales implantadas por el RDLey 16/2020, de 28 de abril‑ de revestir carácter urgente, y preferente respecto al resto de procedimientos que se tramiten en el juzgado, salvo los que tengan por objeto la tutela de los derechos fundamentales y libertades públicas. No resulta baladí reseñar que es característico de este procedimiento la posibilidad de acumular la acción de daños y perjuicios causados al trabajador directamente por la inaplicación o demora en la efectividad de las medidas de conciliación interesadas.

Independientemente de las anteriores medidas excepcionales asociadas al citado plan MECUIDA, y concebida igualmente como medida conciliatoria pero, obviamente, con un mayor calado y sin implicar por sí misma disminución retributiva, nos encontramos con el trabajo a distancia, o “teletrabajo”, que también podría operar como cierto balón de oxígeno para el trabajador que se encontrara en la situación que estamos describiendo. Es evidente que en rigor el teletrabajo no permitiría al trabajador compatibilizar simultáneamente su prestación laboral con el cuidado de que precisara una persona dependiente, pero no es menos cierto que en el supuesto que estamos analizando ‑y en el que lo que media es exclusivamente el confinamiento domiciliario de hijo que no ha dado positivo, y la necesidad de éste de estar “acompañado” en casa‑ la opción del teletrabajo permitiría a su progenitor cubrir, más o menos adecuadamente, esta contingencia.

A este respecto ‑y es verdad que teniendo como única cobertura normativa la muy escueta obrante hoy en el Estatuto de los Trabajadores‑ ya numerosas empresas han desarrollado planes específicos potenciando el teletrabajo e incluso, en algunos casos, negociando modificaciones en los convenios propios de empresa para facilitar su implantación o potenciación. Y en el terreno de la administración pública, se están celebrando precisamente en estos días diferentes reuniones de la Mesa General de Negociación de las Administraciones Públicas para abordar la regulación del teletrabajo en el ámbito público.

Sin embargo, la regulación normativa especial de esta modalidad de trabajo a distancia (que, en lo hasta ahora proyectado, no incluye a los funcionarios públicos), aún no ha visto la luz, y ello pese a la extraordinaria relevancia que presenta el contar con una norma estatal que permita trascender el actual escenario de franca inseguridad jurídica, que lleva incluso a plantearse, por ejemplo, si la “preferencia” por esta modalidad de trabajo frente al presencial, auspiciada por los Reales Decretos leyes 8/2020 y 15/2020 ha de entenderse mantenida tras la finalización del estado de alarma al que ambas normas iban tan directamente asociadas.

Ansiamos, por tanto, contar con esa nueva regulación normativa del teletrabajo, algunas de cuyas líneas maestras ya se han ido aventurando. Sin embargo, el sabio refranero nos ilustra que “el gato escaldado, del agua fría huye” y por ello, y tras las nefastas experiencias previas vividas con ocasión de los distintos reales decretos leyes nacidos al albur de la situación de pandemia y sus “borradores autorizados” circularizados previamente a su aprobación que luego en tanto diferían del texto finalmente aprobado, quien suscribe ha decidido cuidarse muy mucho de examinar -y, mucho menos, comentar‑ cualquiera de los textos apócrifos que en relación con la futura normativa del teletrabajo han venido divulgándose en las últimas fechas. Tiempo habrá cuando contemos con un texto “oficialmente fiable” de analizar el proyecto de regulación.

Entre tanto, y salvo medidas sorpresa de última hora (como digo, nada descartables) no le queda otra opción al trabajador con hijos en edad escolar que, lamentablemente… Cruzar los dedos.

Renovación del partido o cómo continuar politizando el poder judicial

Son constantes, los conocidos llamamientos de Carlos Lesmes, Presidente del CGPJ, a “renovar la institución”, atendiendo al mandato constitucional de refrescar cada quinquenio el órgano que determina, en buena medida, el alcance de la genuina independencia de gran parte de los Jueces.  Algo evidente, por mucho que se quiera ocultar. No en vano, el propio portal informático del “Poder Judicial” incluye al Consejo, mostrando así, quizás en lapsus, lo que realmente está en juego. De ahí la brutal presión para hacerse con el control de este órgano.

Los Jueces, todavía al menos, son independientes en el momento del acceso, ganado mediante dura oposición, algo que permite confiar extraordinariamente en su formación, desde luego, y también en que la accesión a la función se lo deben a sí mismos, no a la designación amiga de la agencia de colocación en que se han convertido los partidos políticos. Es, resueltamente, la vía de acceso del pueblo a la Justicia, algo que confirma con contundencia el lema tradicional de que la justicia procede del pueblo, expresado en todas las sentencias mediante la remisión a la autoridad que les confiere a los Jueces la Constitución Española, que basa resueltamente en una democracia tradicional fundada en el Estado de Derecho que los Jueces representan, la fórmula política que nos hemos dado. No se lo deben a nadie, desde luego no a ningún partido político, algo que confiere particular signo de identidad a su propia valía personal, fuente última de la genuina independencia. Quizás precisamente por eso mismo más de un partido político sueña con adueñarse del propio acceso a la judicatura, con el fin claro de colocar a amigos y dependientes que, llegado el caso, les resuelvan sus problemas, atiendan siempre a sus indicaciones y mandatos y, en fin, logren el ensueño de monopolizar hasta los últimos resortes de la vida social, económica y hasta personal de ciudadanos, empresas, y cualquier órgano que conforme la sociedad a la que así dominarían hasta sus últimas raíces.

Subrayemos que en una democracia típicamente parlamentaria, el Ejecutivo, al proceder formalmente del Legislativo, unifica por el partido político correspondiente ambos supuestos poderes del tríptico tradicional en que debería desenvolverse el Estado de Derecho. Ahora si se consiguiera ya, hacerse con el poder judicial, el partido político, unificando en sí mismo los tres poderes, tendría más omnipresencia que la Trinidad entera, volviendo así al siglo XVIII, que es donde se encuentran a gusto las cúpulas de los partidos políticos. Nada de Revolución Francesa. Antes el monopolio político correspondía a la Monarquía absoluta y ahora al partido absoluto, quizás – o no- ganando algo si son dos partidos, logrando así un duopolio más o menos imperfecto.

Se trata de impedir que el Juez sea independiente. Y a fe que algo han conseguido. Porque si no por abajo, desde luego, por arriba, sí que han logrado hacerse con parcelas muy importantes del Poder Judicial, a empezar por el propio Tribunal Supremo, que es donde se les puede juzgar dada la condición de aforados de las cúpulas de tales partidos, vía Parlamento. Una vergüenza democrática que desde luego ningún partido tradicional está dispuesto a renunciar, dadas las enormes rentas de todo tipo – personal, política, representativa, hasta económica llegado el caso, frecuente, de operaciones mercantiles que han de pasar por el Alto Tribunal-.

No hace falta extenderse mucho sobre la crítica que desde foros académicos, instituciones europeas, se viene haciendo, pese al calor político y mediático que reciben los Consejeros y el propio Consejo y su desempeño. Así, ahora, con llanto jeremíaco, son innumerables las voces que insisten desde los medios (y con falta de decoro, por parte de algún Consejero, desde el propio Consejo) en la necesidad de renovar la institución, azotando públicamente a quienes vienen exigiendo que se cambie de una vez esa nefasta Ley que permite que los veinte vocales sean designados por los partidos políticos. Se trata de una Ley que es fruto de una Sentencia del Tribunal Constitucional – otro que tal- que, con mala conciencia, con ausencia de tres Magistrados, por unanimidad del resto presente, avaló la destrucción del Estado de Derecho al consagrar el disparo legal que realizó Bandrés a la línea de flotación (la independencia) del paquebote judicial, en perfecta sincronización con el Gobierno de entonces. Desde entonces no flota. Se hunde. Y ello pese a la lucha de Federico Carlos Sainz de Robles, ya antes, y pese al recurso de constitucionalidad que fue presentado por quienes luego rápidamente mudaron también hacia el monopolio partidista, al comprobar las indudables ventajas que el sistema de unidad de poder y coordinación de funciones proporcionaba: el dominio absoluto de lo que constituye realmente el Poder Judicial.

No extrañe pues aquella mala conciencia expresada en 1986 por el Tribunal Constitucional (recordemos: “(se) obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y, entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial”… “La existencia y aún la probabilidad de ese riesgo, creado por un precepto que hace posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la norma constitucional, parece aconsejar su sustitución, pero no es fundamento bastante para declarar su invalidez, ya que es doctrina constante de este Tribunal que la validez de la ley ha de ser preservada cuando su texto no impide una interpretación adecuada a la Constitución“.

La verdad, hubiera bastado con una interpretación de conformidad con el artículo 3º del Código Civil, – donde se encierran las técnicas interpretativas -o del propio Savigny, de donde procede la hermenéutica – o más directamente, de la teoría y técnica de la interpretación constitucional, que no permite bajo ningún concepto acabar con la división de poderes – para alcanzar prontamente la solución contraria a aquélla tomada, declarando entonces inconstitucional la Ley que consagró el monopolio de los partidos políticos a la hora de designar los Vocales del Consejo General del Poder Judicial.

Con estos mimbres, no resulta extraño que, treinta y cinco años después, hoy los Magistrados del Tribunal Supremo estén cortados por la tijera legal y se crean que su designación no ha de corresponder al mérito y la capacidad. Así, la reciente sentencia del TS, de 11 de junio de 2020 (menos mal que cuenta con un excelente Voto Particular del Magistrado Excmo. Sr. D. Nicolás Maurandi Guillén) dice: “Nuestra jurisprudencia es constante al subrayar que el Consejo General del Poder Judicial tiene amplísimas facultades de valoración y elección en los nombramientos de carácter discrecional que efectúa… ( y por ello mismo)… con la matización esencial de que no es equiparable el control de la discrecionalidad de un simple órgano de la Administración Pública con el del ejercicio de las potestades de nombramiento de un magistrado del Tribunal Supremo, producida por el órgano constitucional previsto en el artículo 122.2 CE, que actúa en el ejercicio de una función constitucional peculiar…”.

Y es que una cosa es la discrecionalidad y otra bien distinta, es el apriorismo de libérrima decisión que conduce directamente a la arbitrariedad, cuya interdicción proclama, hoy menguada, la propia Constitución. No se niega que exista una discrecionalidad en los elementos no reglados e, igualmente, a partir de tales elementos, pueden definirse determinados elementos que, en ocasiones, permitan identificar, también con discrecionalidad, una determinada configuración del perfil del cargo. Pero todo ello, siempre, a partir de la motivación, justificación en estos extremos y sin violación de los elementos reglados que han de componer la parte fundamental de la selección. En suma, reglas primero y solo en aquello que no deje de constituir sino un elemento peculiar propio de un determinado perfil, admitir ahí la discrecionalidad. Algo que coincide en medida no desdeñable con la discrecionalidad más tradicional tal como la describió (y redujo) Eduardo García de Enterría, con magisterio que merece la pena ser recordado.

Volvamos a la cuestión de la renovación, piedra de toque de toda esta digresión.

A mi entender, con la Sentencia del Tribunal Constitucional aludida, y la redacción de la Ley Orgánica, se consumó la “desinstitucionalización” del Consejo. El CGPJ no representa en absoluto el Poder Judicial ni, mucho menos, es el órgano que fortalece la independencia de los Jueces. Representa, cabalmente, el dominio de los partidos políticos sobre los Jueces, con pérdida neta de su independencia.

A partir de ahí y como ya deduje hace años (en mi libro “El Poder, la Administración y los Jueces”), la renovación del CGPJ, tal como está regido por la Ley, es simplemente la reiteración de un despropósito. Disparate que redunda en atenazar la independencia de los Jueces, comenzando por lo más alto y siguiendo por toda la enorme extensión de cargos que va ventilando el Consejo.

Es decir, y manifestando mi opinión totalmente contraria a la reiteradísima corrección política con la que los medios se pronuncian al insistir en que “se pone en juego las instituciones”: al renovar, refrescando los Vocales mediante la designación política de los partidos políticos, lo que se hace es exactamente lo contrario a respetar la institución. Cada vez que se renueva el Consejo, aunque existan Consejeros de calidad y excelencia, que siempre los hay, globalmente lo que se hace es empaquetar el órgano con el cartón de la política. Se politiza la Justicia, que por ello, precisamente, es criticada severamente por los ciudadanos, sufridores de tal falta de independencia.

Como no hay fórmulas mágicas de la ciencia jurídica para resolver las piezas rotas del mecano institucional,  tendremos que aceptar cierto desorden transitorio hasta que se recomponga en buena línea el CGPJ (como todo el mundo sabe, haciendo que a los Jueces los elijan los Jueces)- Más vale aguantar, y ponerse manos a la obra para relanzar la independencia judicial en lo que al CGPJ toca. Y que consiste, con toda evidencia, en generar una nueva Ley, semejante a la primera, en la que, como el añorado D. Federico Carlos pretendía, los Jueces sean quienes, haciendo bueno a un Montesquieu no muerto, elijan a los Jueces.

Si se renueva con el actual régimen, lo que se renueva es el partido. En doble sentido, el partido entre los dos partidos (y sus adláteres) y el Consejo General del Poder Judicial como extensión de partidos políticos. Un desastre. A ese partido, simplemente, no hay que jugar.