Estado de desconcierto

Vivimos las últimas semanas en Madrid y en el resto de España en un estado de desconcierto permanente. La gestión de la pandemia ha desnudado las muchas carencias de un Estado complejo que empieza a mostrar algunos síntomas preocupantes de Estado fallido, al menos en aspectos tan básicos como gestionar la salud pública de sus ciudadanos. El que los problemas puestos de manifiesto sean tanto de tipo político-institucional como de capacidad de gestión no es precisamente un consuelo.

En este sentido, el lamentable espectáculo ofrecido las dos últimas semanas por el Gobierno central y el de la Comunidad de Madrid, desde la ridícula escenificación entre banderas del supuesto acuerdo entre ambos (dinamitado apenas unos días más tarde en prime time) hasta la declaración del estado de alarma sin consenso en Madrid es un síntoma gravísimo de la enfermedad institucional que padecemos. Una enfermedad que impide a nuestros gobernantes y gestores públicos no solo ponerse de acuerdo en cuestiones esenciales para la salud de los ciudadanos sino incluso identificarlas correctamente. Si a esto se une la falta de datos oficiales fiables, objetivos e inmediatos respecto a la evolución de la pandemia y la polarización en torno a su gestión tenemos el cóctel perfecto para un fracaso colectivo que no deja de ser desconcertante en un país que es la cuarta economía del euro. Y que empieza a tener un alto coste de imagen en un momento muy delicado para España.

La realidad es que, salvo en el aspecto sanitario, no hemos aprendido absolutamente nada de la primera ola de la pandemia. O dicho de otra forma, sólo ha aprendido el personal sanitario. Tratamos mejor que en marzo a los pacientes de Covid-19, lo que se traduce en una menor mortalidad. No es poco, desde luego, pero claramente es insuficiente. Y la razón de no haber aprendido nada es que no hemos evaluado lo que sucedió en la primera ola.

Es más, nuestros políticos y gestores se han resistido como gato panza arriba a realizar una evaluación rigurosa (como la propuesta por varios científicos españoles en la revista The Lancet) con el fundado temor de tener que dar explicaciones -no hablamos ni siquiera de asumir responsabilidades- por los errores que se hayan podido cometer. El problema, claro está, es que una evaluación nos hubiera permitido aprender de esos errores y evitar volver a batir récords de contagios. Que la razón haya sido la falta de cultura de evaluación de políticas públicas en España, las visiones cortoplacistas o demasiado complacientes («no se podía saber») o los pequeños intereses políticos o/y personales de algunos responsables o una conjunción de todos esos factores da bastante igual a estas alturas. El caso es que no hemos hecho los deberes.

Conviene insistir en que estas carencias no responden a un problema genético ni cultural de los españoles sino que responden a carencias institucionales y políticas muy evidentes: en general, tenemos instituciones muy politizadas, poco profesionales y con poca capacidad real aunque desde luego hay excepciones tanto a nivel estatal (ahí está la Agencia de la Administración Tributaria por ejemplo) como regional y local. En definitiva, tenemos un déficit de buen gobierno. La prestigiosa revista The economist realizó un estudio en junio pasado sobre la respuesta contra el coronavirus por parte de 21 países de la OCDE: mientras Nueva Zelanda, Austria y Alemania figuran entre los mejores, España, Reino Unido y Bélgica se encontraban entre los peores. ¿La causa de los problemas? Una respuesta insuficientemente rápida y coordinada, una falta inicial de capacidad de prueba y rastreo, una excesiva politización de la gestión…;en definitiva, lo que podríamos definir como mal gobierno.

Como decíamos, además, nuestros gobernantes no sólo están demostrando su incapacidad para adoptar medidas eficaces de lucha contra la pandemia sino, incluso, para identificarlas correctamente. La razón es que no estamos teniendo los debates públicos necesarios en torno a cuestiones tan importantes como dónde se producen los contagios, cómo se trasmite el virus o cómo de efectivas son las medidas que tomamos. Por supuesto que sabemos que confinarnos y aislarnos radicalmente funciona, pero no es razonable que a estas alturas de la segunda ola ésta sea la única solución posible. Dado que lo previsible es que tengamos que convivir meses o años con la pandemia, un nuevo confinamiento estricto supondría el reconocimiento de un enorme fracaso colectivo.

No hay duda de que se trata de debates muy complejos; la evidencia científica disponible va cambiando, se están probando nuevos tratamientos, algunas medidas funcionan mejor que otras y hay factores económicos, sociales y hasta psicológicos a tener en muy cuenta, además de los intereses legítimos de muchos colectivos. Pero por eso precisamente es indispensable tenerlos con la mayor cantidad de agentes posible, desde los expertos de todo tipo hasta las distintas organizaciones de la sociedad civil recabando el mayor consenso político posible para escuchar todas las voces y todos los puntos de vista. Es fácil observar que esto es justo lo contrario de lo que estamos haciendo en España en estos días, lo que genera una enorme frustración. Es más, no solo no tenemos los debates esenciales, es que los estamos sustituyendo con falsos debates y trifulcas infantiles e insustanciales en el Parlamento y en los medios de comunicación.

Es más, ni siquiera hemos tenido otros debates mucho más sencillos de abordar, tales como los referentes a puros problemas de gestión (descongestión y desburocratización de centros de atención primaria, lugares de realización de pruebas Covid, comunicación de sus resultados, contratación de rastreadores, protocolos fiables de actuación en caso de contagio, etcétera) incluso contando con el precedente de países de nuestro entorno o de CCAA que han resuelto razonablemente bien estos problemas. Merece especial mención en este sentido la Comunidad de Madrid que ha demostrado una falta de capacidad de gestión realmente desconcertante.

No solo eso: hemos tenido y seguimos tenido un problema grave de comunicación epidemiológica, sustituida por la sobreabundancia de otro tipo de comunicación más política o mediática pero escasamente relevante a los efectos de explicar a los ciudadanos cómo protegerse. Aquí podemos señalar directamente al doctor Simón, como máximo responsable a nivel nacional. No se han dado mensajes claros y relevantes a la población si entendemos por tales los basados en la evidencia disponible en cada momento para evitar contagios, seguir protocolos, realizar pruebas o mejorar el tratamiento de la enfermedad.

Por último, el estado de alarma declarado en Madrid por el Gobierno de forma unilateral (después del ofrecimiento público a las CCAA de hacer justo lo contrario) supone la constatación de otro fracaso. Llega después de un primer estado de alarma muy largo con uno de los confinamientos más estrictos del planeta, de una desescalada vertiginosa y desordenada, de mensajes oficiales falsamente complacientes, de la retirada del Gobierno central y la gestión autonómica de los diferentes rebrotes con mejor o peor fortuna y de la apelación a una «cogobernanza» que ha degenerado en una auténtica batalla campal político-jurídica-mediática entre Gobierno y Comunidad de Madrid que los españoles, sencillamente, no nos merecemos.

Quien piense que alguien, personal o políticamente, puede salir ganando con esta situación, se engaña. Cuando una sociedad desconfía de sus instituciones en mitad de una pandemia, cuando empieza a atender más al quien que al qué, cuando hay medidas sanitarias de izquierdas y de derechas, cuando considera que sus gobernantes toman decisiones que afectan a su salud y bienestar por intereses partidistas o incluso personales estamos recorriendo un camino muy peligroso que pone en riesgo la convivencia y, con ella, la propia democracia.

 

Una versión previa de este artículo pudo leerse en El Mundo.