Toque de queda y ordenamiento jurídico

¿Qué es el toque de queda que nos anuncian los “responsables” políticos?  Desde la perspectiva legal, no hay respuesta, porque el toque de queda no es una categoría normativa regulada en ninguna norma de nuestro ordenamiento. Si nos vamos entonces al Diccionario panhispánico del español jurídico, éste lo define como “medida gubernativa que, en circunstancias excepcionales, prohíbe el tránsito o permanencia en las calles de una ciudad durante determinadas horas, generalmente nocturnas”. Término que nos evoca situaciones de grave ruptura del orden público en las que se confina a la población, principalmente para evitar desórdenes y algaradas. De hecho, la referencia más reciente al toque de queda en nuestra democracia se encuentra en el bando difundido por el Teniente General del Ejército Milans del Bosch en Valencia el 23 de febrero de 1981, sin ninguna base legal ni constitucional. Tan aciago recuerdo ya tendría que ser suficiente para prevenirnos de recurrir a estos términos, so pena que la predicada “nueva normalidad” –término, a mi juicio, también inadecuado: no estamos viviendo en una situación de normalidad, sino de anormalidad prolongada en el tiempo- suponga dar por buena la retórica militarista de Estado policial que ya vimos la primavera pasada.

Pues bien, entrando de lleno a la revisión de esta nueva ola de restricciones a nuestros derechos fundamentales derivada de la pandemia, en un artículo anterior (aquí) ya tuvimos ocasión de comentar las actuaciones coordinadas en salud pública que originaron el conflicto con la Comunidad Autónoma de Madrid, llevando a la declaración del estado de alarma en este territorio, y que han sido cuestionadas por varios Tribunales Superiores de Justicia autonómicos, el primero el de Madrid pero también ha tenido gran repercusión la decisión del de Aragón. Desde entonces, la innovación en el ámbito de lo jurídico no ha dejado de sorprendernos. Por citar algunos casos especialmente sangrantes, en Navarra se aprobó por decreto el pasado 21 de octubre, no sólo una serie de medidas preventivas generales, sino el confinamiento perimetral de toda la Comunidad y otras restricciones en el ámbito público y privado a reuniones, hotelería etc. Medidas que han sido ratificadas por el TSJ de esta Comunidad. En Aragón, también el 21 de octubre se ha optado por el decreto-ley para declarar el confinamiento de determinados ámbitos territoriales (Decreto-ley 8/2020, de 21 de octubre). Al recurrir a una norma con rango de ley para establecer estas restricciones el Gobierno autonómico consigue fugarse del control de los órganos judiciales ordinarios, evitando un nuevo varapalo judicial después de que su TSJ hubiera rechazado ratificar las medidas sanitarias que adoptó el Gobierno autonómico hace unas semanas. Queda, eso sí, el control ante el Tribunal Constitucional. El cual, si llega a conocer de esta norma, no sabremos que dirá, porque hasta el momento ha mantenido una doctrina a mi entender excesivamente generosa con los decretos-leyes, que puede terminar por convertir en papel mojado el límite prescrito por el art. 86.1 CE que veda que puedan regularse por decreto-ley  materias que afecten a “a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I”. Y, la última de las cuestiones, es cómo articular esa suerte de “toque de queda” que nos anuncian, habida cuenta que, en palabras del Presidente Sánchez, vienen “meses muy duros” donde será necesaria mucha “disciplina social” para frenar al virus. Por el momento, las medidas que han ido avanzando algunas Comunidades Autónomas pasan por el cierre nocturno de comercios, restaurantes y locales de ocio, y límites a reuniones públicas o privadas por las noches entre quienes no sean convivientes. Incluso, Comunidades como Murcia o Valencia han solicitado autorización judicial para prohibir de forma radical el tránsito de los ciudadanos por las calles, es decir, un verdadero toque de queda.

Lo que parece claro es que ya sea en la versión light o en su expresión más radical, el toque de queda implica una severa restricción de las libertades de los ciudadanos y, como tal,  para concluir su legitimidad deberá superar el test que en esta materia hemos ido asumiendo principalmente por influencia del Tribunal de Estrasburgo: se hace necesario comprobar si las medidas tienen cobertura legal, si son idóneas para alcanzar el fin perseguido, si son necesarias en tanto que no existan otras alternativas eficaces menos gravosas y si resultan proporcionales en sentido estricto, valorando el sacrifico del bien con los intereses protegidos.

Con respecto a la primera de las cuestiones, como han puesto de manifiesto algunos de los Tribunales Superiores de Justicia Autonómicos, la cobertura legal que ofrece la legislación sanitaria es muy precaria. Como hemos señalado en otros trabajos anteriores (aquí o aquí), la legislación sanitaria ordinaria no estaba prevista para que se adoptaran limitaciones generalizadas de derechos. Pero, además, el artículo 3 de la LO 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, adolece de una evidente falta de taxatividad, ya que su habilitación para restringir derechos fundamentales es excesivamente genérica. El legislador ha perdido un maravilloso tiempo para haberlo actualizado y su intervención en este ámbito se ha limitado a modificar las leyes procesales para santificar la posibilidad de que, con autorización judicial, la autoridad sanitaria pueda adoptar medidas restrictivas generalizadas de derechos fundamentales (Ley 3/2020, de 18 de septiembre), algo cuestionable constitucionalmente. Una reforma que, por cierto, no ha logrado evitar la inseguridad a la que da lugar que, ante medidas similares, unos Tribunales Superiores de Justicia las estén autorizando y otros las rechacen. Pero, sobre todo, elude la que, para muchos, es la vía constitucionalmente adecuada para adoptar estas restricciones: el estado de alarma. Aquí, además, la cobertura legal es más clara. En concreto, el art. 11 de la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estado de alarma, excepción y sitio, prevé entre las medidas a adoptar en un estado de alarma: “Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”. El toque de queda encajaría perfectamente en este supuesto, siendo además patente la diferencia, que en su día ya señalamos (aquí), entre una restricción a la movilidad como ésta y lo que, a mi juicio, supuso una suspensión de esta libertad durante el confinamiento general de primavera.

Pero, más allá de la falta de cobertura legal, jurídicamente es preciso valorar también la idoneidad, necesidad y proporcionalidad de las medidas, según se ha adelantado. Aunque aquí el control jurídico termine por ser más bien externo, debe exigirse una adecuada motivación de las medidas restrictivas que se están adoptando. ¿Tiene sentido que familia o amigos puedan quedar a comer en casa pero no a cenar? ¿Sería proporcionado no dejar salir a pasear a las personas, convivientes o no, por la noche? ¿Es lo mismo un restaurante que una discoteca? ¿Un gran centro comercial que una pequeña tienda? La incapacidad de los poderes públicos para controlar adecuadamente la correcta ejecución de medidas “selectivas”, que incidan quirúrgicamente allí donde de verdad están los focos de riesgo, no pueden servir de justificación para restringir de forma generalizada los derechos fundamentales de las personas y las libertades económicas. Es tanto como admitir que se maten moscas a cañonazos. Va siendo hora de que nuestros representantes políticos sean capaces de consensuar las medidas sanitarias adecuadas y de actualizar el ordenamiento jurídico para darles la adecuada cobertura jurídica. Lo que exige, como ya sostuve en julio en este blog (aquí), “’desdramatizar’ la aplicación del Derecho constitucional de excepción, rodeándolo de las garantías necesarias, y sin forzar los poderes ordinarios otorgándole a las autoridades administrativas facultades exorbitantes en la restricción generalizada de derechos fundamentales”.