¿El socialismo español prefiere ser populista o republicanista?

Hay dos temas ideológicos que separan a la izquierda española de la europea: la consideración de que el nacionalismo puede ser progresista (con sus regímenes forales y todo eso) y la idea de que el Parlamento debe influir sobre la elección de los jueces. Hoy vamos a hablar de esta última.

El editorial del diario El País del pasado día 3 de diciembre, al comentar la última propuesta legislativa del Gobierno en relación al bloqueo por el PP a la renovación del Consejo general del Poder Judicial, indicaba:

“Y es que no parece razonable que un Poder Judicial interino siga haciendo nombramientos con una mayoría que ya no responde a la composición del Parlamento”.

Luego, a sensu contrario, se viene a sostener por el principal periódico de izquierda moderada de este país, que lo razonable es que el órgano que nombra a los jueces refleje la composición política del Parlamento (constituyéndose así en una especie de Parlamento bis), en expresa contradicción a los mandatos de nuestro Tribunal Constitucional, del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (comprobar aquí) y de las directrices de las instituciones europeas competentes (la Comisión Europea no ha tardado ni un día en dar un nuevo aviso al Gobierno –aquí-).

La idea de que el poder del pueblo no debe encontrar límites en ninguna esfera social, y menos aún en la judicial, es una idea que recibe el primer socialismo europeo de antecedentes muy remotos que entroncan con el propio origen de la Modernidad, y que por ello resultan comunes a otras familias ideológicas, especialmente a la positivista y utilitarista. John Austin, el famoso jurista positivista de mediados del siglo XIX, ya había afirmado, inspirándose en Hobbes y Bentham, que pretender limitar al poder soberano es un sinsentido jurídico y político, y que lo único que separa a los gobiernos buenos de los malos no es que el poder sea o no discrecional (porque todo poder en el fondo es discrecional), sino que se ejercite o no en beneficio de la gente. Esta es la idea que replica Alfonso Guerra (con un siglo y medio de retraso) cuando en 1983 el PSOE decide reformar la LOPJ para que los vocales jueces no sean nombrados por sus pares, sino por el Parlamento: “Montesquieu ha muerto”; ergo, el control del poder no importa, mientras sea benéfico, y un poder democrático por naturaleza lo es. La conclusión, por tanto, es que el bien común (normalmente identificado con la voluntad popular) está por encima de cualquier otra cosa.

En oposición a esta idea socialista y utilitarista se sitúa el liberalismo y el republicanismo, pero por motivos bastante diferentes. Para ambas corrientes el poder discrecional es un grave problema, pero por distintas razones. Para el liberalismo, el control del poder es una simple garantía que obstaculiza la injerencia en el ejercicio de los derechos individuales. No existe una objetiva vida buena, menos aun la que determine la mayoría del momento. Cada uno debe poder seguir su propio camino a la felicidad y los derechos individuales están ahí para asegurarlo. El control del poder político no es más que un medio para garantizar la indemnidad de esos derechos. De ahí que el pacto social que los consagre deba incluir necesariamente la independencia de un poder judicial que vele por ellos, so pena de hacerlos vulnerables a las mayorías coyunturales. La conclusión, en consecuencia, es que los derechos individuales están por encima de cualquier otra cosa.

La verdad es que este debate entre socialismo y liberalismo sería muy interesante si no fuera porque en Europa lleva décadas resuelto, al menos en lo que hace al poder judicial (aunque parece que los españoles seguimos viviendo todavía en el siglo XIX). El nuevo pacto social surgido en la postguerra entre la democracia cristiana y la socialdemocracia europeas se construye sobre un consenso muy elemental: derechos sociales más Estado de Derecho. Algo así como: incluiremos en el menú más derechos, los sociales característicos del Estado del Bienestar y los personales que corresponden a los nuevos tiempos culturales, y reforzaremos los mecanismos del Estado de Derecho (siendo el principal el de la independencia judicial) con la finalidad de que se les ampare con mayor eficacia. Por eso es comprensible que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos insistan repetidamente en afirmar la necesidad de independencia de los jueces respecto de sus respectivos parlamentos nacionales. Con ello no hace más que reafirmar el pacto de valores sobre el que está construida la Unión Europea.

¿Significa eso que el socialismo europeo traicionó con ello sus fundamentos ideológicos? Sin duda traicionó la vertiente populista, pero a cambio de una ganancia política y social importante, porque el problema de la voluntad general sin freno es que nunca se sabe quién pude encarnarla en un momento determinado. Los socialistas alemanes, y con ellos todos sus homólogos europeos, vivieron durante los años treinta del pasado siglo la dura experiencia de una voluntad general aniquiladora (stricto sensu), y puede que se les quitarán las ganas de asumir más riesgos. Comprobaron en primera persona y de forma muy dolorosa lo que significa no tener jueces independientes del poder político. Así que se adaptaron a una voluntad general enmarcada dentro de los límites constitucionales surgidos del pacto de la postguerra, en el que, lógicamente, la independencia del poder judicial era un elemento fundamental a la hora de garantizarlos. La conclusión, entonces, es que lo importante no son ni los derechos individuales ni la voluntad del pueblo, sino la existencia de una libertad básica, social, económica y política, no amenazada ni por el populismo ni por los poderes fácticos económicos y sociales.

Con esta postura se aproximaban de alguna manera, no al liberalismo, sino a la otra corriente ideológica anti populista: al republicanismo. Para el republicanismo el peligro descansa en la simple existencia del poder discrecional (público o privado) aunque se ejerza “para el bien” o incluso aunque no se ejerza en absoluto. El problema no es tanto la injerencia nociva, como la amenaza de la injerencia derivada de un poder no controlado (Skinner), cuya sola presencia empobrece la vida personal, social y cívica. Al fin y al cabo, como afirman los ajedrecistas, muchas veces es más fuerte la amenaza que la ejecución de la amenaza…

Puede parecer todo muy teórico, o puede parecer muy sutil su diferencia con el liberalismo (hoy, por cierto, casi fusionado con el utilitarismo), pero las implicaciones prácticas son muy notorias y vamos a ilustrarlas con un simple ejemplo tomado de un artículo publicado también en el diario El País el pasado día 4 por nuestro colaborador Ignacio Signes de Mesa (Letrado del TJUE).

En ese artículo se comenta la diferente estrategia de defensa de la competencia entre EEUU y la UE en relación a los gigantes tecnológicos. En EEUU ha prevalecido entender que las normas de competencia deben orientarse exclusivamente a mejorar el bienestar de los consumidores. Si el resultado es bueno y no se perjudican los derechos de los ciudadanos, da igual la situación de monopolio generada. Por el contrario, la Unión Europea lo que ha buscado siempre es que existan el mayor número posible de rivales en el mercado con la finalidad de evitar la concentración económica. Y esto último, aunque implicase penalizar una posición dominante alcanzada por méritos propios derivada de la innovación tecnológica y de las ventajas ofrecidas a los consumidores. Simplemente, por la amenaza que semejante poder puede implicar de presente y de futuro. La primera postura es más liberal-utilitarista, y la segunda más republicana. Y esto es solo un ejemplo de los muchos que pueden plantearse.

Ante esta situación habría que preguntar a los socialistas españoles (y no solo al actual PSOE) en qué tradición quieren situarse. Si en la tradición europea de postguerra o en la decimonónica. Disyuntiva especialmente interesante en un momento en que, de nuevo, la voluntad popular pretende ser monopolizada por movimientos radicales de toda laya a derecha e izquierda del arco político. Un buen día la “composición del Parlamento”, al que se hace referencia en el editorial del periódico citado al inicio de este post, puede llegar a ofrecer un resultado inquietante. ¿A los socialistas españoles les seguirá pareciendo bien que los jueces españoles se designen con arreglo a esa mayoría? ¿Tendremos que pasar en España por ese trance para que los socialistas españoles asuman de una vez por todas las lecciones que sus homólogos europeos aprendieron hace setenta años?

(Sobra decir que una pregunta parecida se le puede formular al Partido Popular, sin perjuicio que sus servidumbres sean más materiales y prosaicas que propiamente ideológicas -aunque el utilitarismo mal entendido ha hecho también aquí mucho daño, qué duda cabe…).