El espejismo de los fondos europeos

Parece que -como ya sucedió en la crisis financiera anterior- nuestro Gobierno vuelve a fiar la recuperación después de la pandemia a la ayuda europea, obviando, una vez más, la necesidad de hacer esas reformas estructurales imprescindibles a la que tan alérgicos son nuestros partidos políticos, con o sin mayoría absoluta.  Aparentemente, seguirán pendientes de abordar cuestiones tan esenciales como la baja productividad de la economía española, la insoportable dualidad de nuestro mercado laboral, la reforma de las Administraciones Públicas, la despolitización y profesionalización de las instituciones, la mejora de la educación o la sostenibilidad del Estado del bienestar y de las pensiones. Pero lo más grave es que estamos a punto de tirar por la borda una increíble oportunidad histórica. Me refiero a los fondos europeos que podrían suponer una inversión de hasta 140.000 millones de euros del fondo de recuperación de la Unión Europea en un periodo de seis años.

Y la razón es que no es posible ocultar las carencias con que nuestros Poderes Públicos se enfrentan al reto monumental de utilizar una enorme cantidad de dinero para transformar efectivamente nuestra economía. Porque sencillamente que nuestro Gobierno, carece de una estrategia digna de tal nombre, carecen de un modelo de gobernanza efectivo e inclusivo y,  de capacidad de ejecución. En definitiva, hablamos de la falta de capacidad del Estado español para enfrentarse con ciertas garantías de éxito a este gigantesco desafío.

Para entender bien el problema mencionemos algunos datos.  Somos el segundo país que más dinero va a recibir de la UE. Pero estas ayudas no son para invertir en lo que el Gobierno quiera ni mucho menos para tapar agujeros (gasto corriente). La finalidad de estos fondos es impulsar la recuperación tras el desastre de la COVID-19 pero, sobre todo, transformar nuestro modelo económico con vistas a un futuro que ya está aquí. Este dinero tiene que invertirse respetando una serie de prioridades estratégicas marcadas desde la UE: energías sostenibles, eficiencia energética, digitalización, educación, economía de los datos, etc, etc.  

Pero la realidad es que España, hasta ahora, ha sido incapaz de ejecutar los fondos europeos de los que ya disponía. En el periodo 2014-2020 España sólo ha utilizado 15.574 millones de los fondos de cohesión, lo que equivale a un 39% del total. Dicho de otra manera; las distintas Administraciones y organismos públicos implicados en la gestión de los fondos europeos han demostrado carecer de suficiente capacidad de ejecución. Es un problema estructural que lleva arrastrándose años. En realidad, es el mismo problema estructural de falta de capacidad que ha puesto de manifiesto la gestión de los ERTES, del Ingreso Mínimo Vital o de los datos de la pandemia.

Sencillamente, nuestro sector público no tiene ni los recursos humanos ni materiales ni informáticos para enfrentarse a un reto de esta magnitud. Que tampoco se improvisan de la noche a la mañana; no hay demasiados atajos para reclutar y/o formar a personas con capacidad y habilidades suficientes, teniendo en cuenta la necesidad de respetar –aunque sea formalmente- los principios de mérito y capacidad en el empleo público. Para tendernos es lo mismo que si pretendemos construir un hospital de última generación sin contar con  el personal sanitario adecuado para atenderlo.

¿Y cómo se soluciona un problema estructural? Pues como es costumbre por estos lares, con un espejismo en forma de norma. Esta vez con un Real Decreto-ley de aprobación de medidas urgentes para la modernización de la Administración pública y para la ejecución del plan de recuperación, transformación y resiliencia que va a transformar la realidad porque así lo dice el BOE. El Presidente del Gobierno habla de una “revolución administrativa”. Pero se trata de una revolución de papel. También en la anterior crisis tuvimos otra revolución parecida, la reforma del sector público del PP (por sus siglas CORA) que nunca pasó de las musas al teatro. Así que diez años más tarde, estamos donde siempre con un sector público desvencijado, envejecido, descapitalizado y politizado. Como contrapunto, es interesante destacar que otros países como Portugal, sí hicieron los deberes y hoy parten con mucha ventaja frente a nosotros, por lo que es probable que gestionen mejor los fondos europeos, como también han gestionado mejor la pandemia.  

Conviene insistir en que el problema más grave no es el de la ejecución presupuestaria, siendo preocupante. De hecho, para acelerarla el borrador de Real Decreto-ley opta por la vía más cómoda: acortar plazos, imponer trámites de urgencia, eludir informes preceptivos, buscar atajos en los procedimientos de contratación administrativa. En fin, el manual clásico del gestor público en apuros que probablemente llevará a gastar más rápido pero ciertamente no a gastar mejor. La cuestión fundamental es que falta un plan estratégico digno de tal nombre y falta también un modelo de gobernanza serio que tenga en cuenta, ya puestos, las capacidades de gestión existentes en el ámbito público. No podemos confundir un plan estratégico con una presentación powerpoint ni un modelo de gobernanza con una comisión o un grupo de expertos más en el Gabinete del Presidente del Gobierno. Las preguntas que tenemos que hacernos, como señala el profesor Jimenez Asensio en su  blog “la mirada institucional” son tres: quien reparte los fondos, a quien se reparten y para qué.

Pues bien, las contestaciones son reveladoras. Reparte los fondos el Gobierno: nada de organismos o de agencias independientes, o, al menos, de órganos de composición mixta técnico-política. Nada de contar con un premio Nobel de economía como el que presidirá la Comisión griega o, en su defecto, de reclutar a figuras de prestigio independientes. Aquí tiramos con lo que hay, ya sea en la Oficina económica de Moncloa o en los Ministerios. La reciente trifulca sobre el papel del Vicepresidente segundo del Gobierno es muy ilustrativa: estamos ante un modelo de gobernanza política puro y duro. Así que los incentivos para el clientelismo y el capitalismo de amiguetes que proliferan en nuestro país en todos los niveles territoriales están servidos.  

Así podemos contestar también a la segunda  y tercera preguntas: probablemente se repartirán a los más cercanos y  para el tipo de proyectos que más les interese a los solicitantes siguiendo criterios de discrecionalidad u oportunidad política. Es decir,  corremos el riesgo de que se reparta el dinero no para los proyectos que más convengan a los españoles sino a los que más convengan a los políticos que los reparten y a los que los soliciten (normalmente grandes empresas y/o grandes consultoras en beneficio de sus clientes). Recuerden el plan E y se hacen una idea.

En conclusión, el problema no es tanto que haya que gastarse el dinero muy rápidamente y no exista suficiente capacidad para hacerlo: el problema más importante es que no sabemos muy bien en qué gastarlo y que se ha diseñado un modelo de gobernanza político fuertemente centralizado que carece de un plan estratégico previo elaborado con la mayor participación posible de las personas que tienen el conocimiento y la experiencia adecuadas, ya procedan del sector público o del privado. Con estos mimbres es muy posible que volvamos a gastar dinero en ocurrencias, en proyectos innecesarios o, peor aún, en proyectos que interesan por motivos políticos o clientelares pero que no responden a intereses generales sino a intereses muy particulares. Lo más desolador de todo es que las cosas podrían hacerse de otra manera para que estos fondos tuviesen un impacto realmente transformador de nuestra economía y de nuestra sociedad.  Pero esto exigiría un esfuerzo riguroso de planificación y un modelo de gobernanza mucho más inclusivo capaz de movilizar los recursos y el talento disponible en la sociedad española, muchas veces fuera de los canales oficiales. Por último, las disfunciones de nuestro modelo territorial y la falta de instrumentos efectivos de “cogobernanza” apuntan en la misma dirección.

No es casualidad que esto suceda cuando nos gobiernan los responsables de comunicación, a los que lógicamente les impresionan más las presentaciones y las palabras que los proyectos técnicos y los datos, siempre más áridos.  El que los temas apuntados no se hayan debatido en el Parlamento español ejemplifica la deriva caudillista de  nuestras instituciones y el vaciamiento de funciones de la sede de la soberanía popular.