Estado… ¿de alarma?: del Derecho líquido a la liquidación del Derecho

El pasado 25 de octubre, el Gobierno decretaba para todo el territorio nacional el tercer estado de alarma en lo que llevamos de crisis sanitaria (RD 926/2020 de 25 de octubre). Recordemos que lo hacía para afrontar la segunda ola después del sindiós jurídico provocado por la dispersión de restricciones impuestas por las Comunidades Autónomas con distintas coberturas jurídicas y con dispar respuesta por los tribunales de justicia a la hora de ratificarlas. Sin embargo, si bienvenido fue el propósito clarificador y en cierto modo armonizador de ese nuevo estado de alarma, pronto pudimos observar que el mismo, lejos de ser una norma flexible que facilitaba la tan manida cogobernanza entre Estado y CCAA, se trataba de un decreto líquido. Además, en su pretensión de prorrogarse por seis meses sin prácticamente control parlamentario -algo que terminó siendo aceptado por el propio Congreso de los Diputados- suponía un harakiri del parlamentarismo, como sostuve en su día (aquí).

Pues bien, de aquellos polvos vienen los actuales lodos. Cuatro meses después, nos encontramos en la tercera ola y, de nuevo, el marco jurídico se ha visto desbordado. Y se ha desbordado no ya por la extensión del virus, sino por la incapacidad de nuestros políticos para generar una mínima concertación y para actuar con un mínimo sentido institucional que les lleve más allá de las cortas luces de los expertos en comunicación y demoscopia electoral. El espectáculo es berlanguiano: vemos como distintas Comunidades Autónomas exigen al Gobierno de la Nación que habilite la posibilidad de que puedan decretar el confinamiento y la respuesta informal de éste es que se las apañen con lo que hay y, en su caso, dispongan lo que crean oportuno de acuerdo con la legislación ordinaria. Para colmo, un destacado ministro avanza que, de modificarse las restricciones previstas en el decreto del estado de alarma, lo podría hacer el Gobierno sin pasar por el Parlamento. A mayores, en Castilla y León se ha llegado a llamar a la “rebelión”, imponiendo sus propios horarios al toque de queda y mandado a la policía a que haga pedagogía ante la duda de la licitud de la orden autonómica. Antes, en Madrid, se había coqueteado con interpretaciones “creativas” del decreto del estado de alarma. Mientras, el Ministro de Sanidad se mantiene en el cargo pero con un pie puesto en la campaña electoral de unas elecciones que ni siquiera se sabe cuándo se celebrarán, cuya suspensión ha sido suspendida judicialmente ante la falta de cobertura legal de la decisión, ya que tanto el legislador nacional como el autonómico han hecho mutis por el foro (lean el comentario de la profesora Susana de la Sierra –aquí-). Por no hablar de la estrategia de vacunación, adoptada sin forma jurídica conocida -como han advertido Verónica del Carpio y Gerardo Pérez (aquí)- y en la que, como escribía Arniches en su Autorretrato, cada cual trata de buscarse un amigo acomodador para que lo sitúe en una butaca mejor de la que le corresponde.

Se comprende así la frustración de cualquier jurista ante este bochorno. Aún así, inasequibles al desaliento, trataremos de esbozar algunas respuestas a las tres principales cuestiones que hoy están encima de la mesa: ¿puede una Comunidad Autónoma confinar de acuerdo con la legislación sanitaria o es una medida que debe adoptarse en el estado de alarma? ¿Puede una Comunidad Autónoma endurecer el horario del toque de queda previsto en el actual decreto del estado de alarma? Y, por último, ¿podría el Gobierno de la Nación acordar nuevas restricciones sin pasar por el Congreso de los Diputados?

En cuanto a la primera de las preguntas, debemos responder que no es posible que una Comunidad confine a los ciudadanos. Tanto es así que, si se entendiera lo contrario y las Comunidades pudieran haber decretado este tipo de medidas gravemente restrictivas de derechos fundamentales de forma generalizada, entonces carecería de todo sentido el haber decretado el estado de alarma, ya que el mismo sólo procede “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes” (art. 1 LO 4/1981). A mayores, como hemos tenido la oportunidad de discutir ya, el confinamiento de la población donde tiene mejor encaje es en las medidas previstas para el estado de excepción, por comportar, a mi entender, una suspensión de la libertad de circulación –aquí-.

En segundo lugar, el decreto del estado de alarma prevé un toque de queda entre las 23.00 y las 6.00, aunque permitía que los presidentes autonómicos, como autoridad delegada, modularan su comienzo entre las 22.00 y las 00.00 y su finalización entre las 5.00 y las 7.00. Por lo que, en principio, una Comunidad Autónoma no podía ampliar el horario más allá de esa franja. Sin embargo, la prórroga parlamentaria añadió la posibilidad de que las Comunidades pudieran “modular, flexibilizar y suspender” la aplicación de esta medida, entre otras ya previstas anteriormente, atendiendo a los indicadores sanitarios, epidemiológicos, etc. Ello parece abrir la puerta a que un presidente autonómico pudiera reescribir según su mejor criterio las principales restricciones previstas en el decreto. Lo cual comportaría el absurdo de dejar el decreto del estado de alarma como una norma prácticamente ayuna de contenido normativo, dispositiva por las autoridades delegadas, no sólo en cuanto a su eficacia, sino también en su contenido, que podría ser endurecido o flexibilizado. Una mera norma habilitante. Y, para colmo, ante el conflicto entre lo dictado por la autoridad delegada y el criterio del Gobierno, éste ha optado por recurrir ante los tribunales en lugar de revertir la propia delegación o avocar la decisión para sí derogando lo dispuesto por el presidente autonómico díscolo.

Por último, cuando se afirma que el Gobierno podría modificar las restricciones del decreto sin pasar por el Congreso se apunta una respuesta disparatada, desde el punto de vista democrático y de las garantías constitucionales, pero que el decreto del estado de alarma parece permitir. Lo que a mi juicio evidencia su ilegitimidad constitucional. Y es que su disposición final primera, admitida por el Congreso en su prórroga, habilita al Gobierno para que pueda “dictar sucesivos decretos que modifiquen lo establecido en este, de los cuales habrá de dar cuenta al Congreso de los Diputados, de acuerdo con lo previsto en el artículo octavo.dos de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio”. Sin embargo, a mi entender se invoca de forma distorsionada el art. 8.2 LO 4/1981, que exige al Gobierno dar cuenta de los decretos que dicte durante la vigencia del estado de alarma en relación con el mismo, pero en ningún caso ampara que, prorrogado el estado de alarma, el Gobierno pueda modificar su régimen. La lógica constitucional exige que, pasados los primeros quince días, el alcance del régimen establecido por el estado de alarma venga dado por el Parlamento, algo de lo que no puede disponer el propio Congreso dando por buena esta habilitación en blanco al Gobierno. Más aún en una prórroga de seis meses donde el control político ha quedado reducido a una mera “rendición de cuentas” con comparecencias mensuales del Ministro de Sanidad -originalmente se habían previsto quincenales- y cada dos meses por el Presidente del Gobierno (art. 14 Decreto 936/2020), sin que ni siquiera se haya contemplado un mecanismo para que el Congreso pudiera exigir la modificación de las restricciones o su levantamiento. Lo dicho, un harakiri del propio Parlamento.

En fin, a la vista de todo ello se comprende que me pregunte si estamos en un estado de alarma, previsto constitucionalmente en el marco del Derecho de excepción, con toda una serie de garantías, o dónde estamos. Se empieza jugando con un Derecho líquido y se termina liquidando el Derecho. Y, en buena medida, es lo que ha ocurrido en este período. Se ha perdido el respeto político por la forma jurídica y, con ello, lo que quizá no nos demos cuenta es que se ha hecho saltar por los aires el sistema de fuentes, con los pesos y contrapesos propio de todo Estado de Derecho, pero también el mismo principio democrático.