La complejidad de la “Ley Trans”

La conocida como ley trans, o ley de identidad de género, no ha hecho sino generar polémica mucho antes de que se haya conocido cualquier articulado. Los derechos de las personas transexuales se han convertido para muchos colectivos, particularmente los colectivos de izquierdas, en la siguiente frontera de los derechos civiles. Una deuda con el colectivo trans que el actual gobierno quiere saldar con la promulgación de una legislación específica que proteja el derecho de cualquier persona a cambiar su sexo o identidad sexual.

Para una sociedad como la española que, tradicionalmente, se ha distinguido por su respeto y tolerancia en cualquier ámbito relacionado con la identidad sexual, difícilmente el reconocimiento del derecho a cambiar de sexo generará mucha contestación social. Más aún si consideramos que la realidad de las personas trans sigue estando marcada por la discriminación y la precariedad. Y, sin embargo, algunas cuestiones requerirán una mayor reflexión por sus profundas implicaciones, especialmente en lo que se refiere a los menores.

La polémica surge por la incorporación en la ley de la teoría queer, surgida en Estados Unidos a finales del sigo XX, enmarcada en la “disidencia sexual” y la “deconstrucción de las identidades”. El concepto básico que postula esta teoría es que no solo el género, sino también el sexo, son construcciones sociales, y por tanto no están relacionadas con la biología. Cualquier persona podría ser hombre o mujer, independientemente de lo que sus características biológicas puedan indicar. Es la propia percepción de cada persona la que debe determinar su sexo. Lo que se ha denominado “género fluido”.

La teoría queer ha provocado numerosos enfrentamientos con el feminismo clásico. No deja de sorprender y entristecer que mujeres que durante décadas han luchado por la igualdad en los derechos de hombres y mujeres y que por ello han sufrido incomprensión, violencia y persecución, mujeres que hasta hace pocos años eran consideradas iconos de la lucha feminista, sean ahora consideradas “tránsfobas”, y hayan sido condenadas al ostracismo y a la persecución social. Es fácil entender el punto de enfrentamiento: si cualquier persona con su mero testimonio pasa a ser mujer, algunas cuestiones por las que el feminismo ha luchado durante décadas podrían quedar en entredicho.

La polémica no es nueva. En el ámbito del deporte esta cuestión lleva generando controversia muchos años. Biológicamente hombres y mujeres tienen mejores desempeños en diferentes disciplinas deportivas según requieran mayores prestaciones de fuerza, potencia o flexibilidad. Para mantener la competición en términos de justicia se mantienen categorías separadas para hombres y mujeres. La pregunta entonces es dónde deberían competir las personas trans. Cualquier hombre que “sintiéndose mujer” compita en la categoría femenina desvirtuaría la competición en disciplinas tan dispares como el ciclismo o el atletismo. Las polémicas se han sucedido en los últimos años, y la ciencia trata de hacer tangible el concepto de “mujer” y “hombre” basado en la mayor o menor presencia de testosterona en el cuerpo de la persona. Es un reto al que aún la ciencia debe dar una respuesta.

Si en un ámbito como el deportivo que precisa unas reglas claras, la situación es compleja, podemos imaginar muchos otros ámbitos donde la situación es más cotidiana, pero no por ello más sencilla: pensemos en la decisión sobre los aseos que deben utilizar las personas trans, o las cárceles donde deberían ser recluidos si cometen algún delito castigado con prisión. Otras dificultades se identifican en cuestiones relacionadas con cuotas reservadas a mujeres en ciertas pruebas físicas en las que de otra forma partirían en desventaja por cuestiones biológicas frente a los hombres (ej: oposiciones al cuerpo de bomberos), o en las logradas tras años de lucha por la igualdad de hombres y mujeres en ámbitos como los consejos de administración. No obstante, todos ellos son problemas que deberían resolverse con voluntad y diálogo. No debería ser éste el principal motivo de preocupación en la cuestión trans.

Quizás para entender mejor las implicaciones es preciso empezar por cuantificar el colectivo de personas trans, con cifras que quizás sorprendan. Todas las culturas desde la antigüedad han reconocido la existencia de una zona indeterminada entre sexos, lo que debería llevarnos a pensar que no se trata de un fenómeno infrecuente. Para cuantificarlo lo más sencillo es empezar por el fenómeno más fácilmente identificable: la intersexualidad. Es un fenómeno conocido desde hace siglos en la profesión médica, pero que suele mantenerse en gran medida oculto para el resto de la sociedad. Intersexuales son aquellas personas que nacen con genitales ambiguos, es decir, a medio camino entre uno y otro sexo. Aunque no hay cifras de este fenómeno en España, en Estados Unidos se considera que un 0,05% de la población nace con órganos sexuales indeterminados. Uno de cada dos mil niños. La cifra no es pequeña y desde luego debería generar más atención.

En el pasado gran parte de la responsabilidad de definir el sexo del recién nacido correspondía al médico. La Universidad Johns Hopkings de Baltimore desarrolló a mediados del siglo XX el que podría considerarse el primer protocolo estándar para guiar a los especialistas para determinar el sexo que debía prevalecer. Si en aquellos años se abogaba por una intervención quirúrgica precoz, hoy estos protocolos ya no se consideran admisibles. La existencia de la intersexualidad por sí sola justifica una legislación que ampare a estas personas con derechos específicos. Este fenómeno, dentro de todo el rango de la identidad de género, es probablemente el más sencillo, al estar mucho más cercano al concepto “biológico” del género. A partir de aquí, nos adentramos en cuestiones mucho más complejas.

La idea del sexo como algo “fluido” plantea pocos problemas en la edad adulta, pero genera dificultades más serias en esas edades donde las identidades son más confusas: la pubertad y la adolescencia. Si un adulto quiere cambiar de sexo, no plantea más problemas que aquellos que han generado cierta controversia con los colectivos feministas. Problemas que no parecen de imposible solución. Hay ya tantos testimonios que muestran la necesidad que sienten muchas personas de cambiar de sexo y las tremendas dificultades psicológicas y vitales que sufren al no identificarse con el sexo que biológicamente les ha correspondido que caben pocas discusiones. Hombres y mujeres encerrados en un cuerpo equivocado merecen que sus derechos sean reconocidos en una forma apropiada.

Sin embargo, si un niño o un adolescente plantea la misma necesidad, los problemas se convierten en mucho más serios. Si consideramos que más allá del testimonio de la propia persona no hay hoy en día ninguna característica fisiológica, biológica o psicológica que distinga a una persona trans, en una edad especialmente confusa en los aspectos de identidad, como es la adolescencia, deberíamos ser especialmente cautos.

Los tratamientos asociados al cambio de sexo tienen en gran medida la característica de la irreversibilidad y por tanto cualquier decisión debe tomarse con precaución. El incremento en la aplicación de tratamientos asociados al cambio de sexo, como son los hormonales, en menores, en aquellos países más avanzados en los derechos de las personas trans como son los países anglosajones, han generado cierta inquietud. La pregunta que atormenta a muchos padres es en qué medida es un fenómeno que obedece a una necesidad real de estos menores, y en cuál es un fenómeno de imitación (efecto acumulativo), tan habitual en estas edades. En cinco años el Reino Unido ha experimentado un aumento del 700 por ciento en el número de menores derivados a clínicas de género.

El número tampoco debería plantear mucha controversia, pero algunos estudios han alimentado la preocupación. Douglas Mourray en su libro “la masa enfurecida” recoge referencias a estudios realizados en algunos colegios ingleses, donde el 5% de los alumnos se identificaban como transgénero. Lo preocupante no es por supuesto el porcentaje, sino el perfil de estos alumnos: todos ellos respondían a un perfil muy similar. Muchos habían sido diagnosticados con distintos niveles de autismo y tenían fama de ser poco populares y de no conectar del todo bien con sus compañeros. Hacen falta muchos más estudios para sacar cualquier conclusión, pero la idea de que a los tradicionales problemas de aceptación en la adolescencia algunos menores encontrarían en la transexualidad una vía de escape plantea interrogantes, que al menos merecen atención.

El número de “arrepentidos” en aquellos países que llevan varios años con una legislación que ampara el cambio de sexo se está esgrimiendo como un elemento que debería incitar a ir con más precaución en esta cuestión. Sin embargo, las cifras son aún muy poco significativas.

La cuestión trans ha avanzado tan rápido que cuestionar (o, al menos, pedir) cierta reflexión y rigor sobre estas cuestiones es rápidamente tildado de “transfobia”, lo que no ayuda a tener un debate productivo. El debate ha avanzado tan rápido que provoca cierto vértigo -y rechazo- en muchas personas, lo que debería invitar a la prudencia. Mientras el matrimonio homosexual precisó años para ser legalizado, la cuestión trans se ha abierto paso en el debate legislativo en un tiempo récord.  Esto, en si mismo, no es malo, pero hay que ser consciente de que falta un debate constructivo y mucha pedagogía.

En medio del ruido y la furia que está acompañando este debate algunas cosas sí son exigibles: en el caso de los menores no debería trivializarse sobre el impacto de los tratamientos aplicados, no solo de las operaciones quirúrgicas, sino también de los tratamientos hormonales. Huir de la frivolidad es un primer paso importante. Para los padres, estas situaciones nunca son sencillas, y aunque cualquier psicólogo sabe que la aceptación de la transexualidad de un hijo por parte de los padres es el primer paso para su felicidad, los padres, como los niños, merecen más orientación e información, y menos sectarismo y polarización.

Trump vs los monopolios azules: ¿Quién decide lo que se puede publicar?

La pandemia y ahora la nieve no nos ha dejado ver la magnitud de lo que ocurrió hace meses en el senado norteamericano. En octubre pasado comparecieron los principales actores ya no sólo del mundo digital, si no del mundo económico. Por allí pasaron propietarios como Bezos, Dorsey y Zuckerberg o empleados como Sundar Pichai. Todos ellos se escudaron en la famosa sección 230 para “filtrar” el contenido en Internet.

La suspensión de la cuenta de Donald Trump en Twitter y Facebook deja a la luz cuestiones de muy diversa índole: que una cuenta personal pueda tener una audiencia mayor (y mucho más influencia) que un medio de comunicación, que se rige por guías éticas y normas legales de larga trayectoria, que los dueños de estas plataformas de comunicación tengan el poder de silenciar determinada cuenta (más allá de entrar en una opinión, si censuran a una pueden hacerlo con otra), que no exista una competencia real que me garantice la autorregulación de este ecosistema de comunicación ( y empresarial) o que las leyes para regularlas estén obsoletas.

En USA la “Communications Decency Act (CDA)” de 1996 y en Europa la Directiva sobre la regulación de la sociedad de la información de 2000, edificaron la expansión de las redes sociales sobre la ausencia de responsabilidad de las webs, blogs, y redes sociales respecto de lo que publiquen sus usuarios. Con ello, dejaron campo libre a que esas plataformas determinen qué puede o no publicarse en ellas, lo que supone una delegación del poder del Estado en esas plataformas sobre cómo definir algo tan sustantivo como la libertad de expresión y opinión por los ciudadanos. En USA se centra sobre la sección 230 de la DCA y en Europa con la “Digital Services Act package”, que se compone de dos normas [Digital Services Act (DSA) and the Digital Markets Act (DMA)].

La absoluta eficiencia empresarial de estos gigantes hace que cada día crezcan más y más. No son infalibles, pero machacan en la cancha a los actores tradicionales día tras día, ya sean importantes medios de comunicación, gigantes del retail o empresas de telecomunicaciones. Las empresas tradicionales llevan años pregonando que debe ponerse coto a estos gigantes; eso sí: aunque se escudan que es por protegernos, es por recuperar el status quo que han perdido. Estos gigantes de Internet han mejorado la vida de las personas más que todos los dinosaurios empresariales juntos.

Soy partidario del libre mercado, y estas empresas han cumplido de manera eficiente las reglas del mercado. Pero como bien dice Peter Thiel en su libro “Zero to One”, ¿es razonable regular el “monopolio” de Google que la misma empresa ha creado? Han creado soluciones (océanos azules) que no existían anteriormente, mejoran la vida de las personas día a día, … ¿Regularlas no es el fin de la innovación y el libre mercado? Las regulaciones siempre nacieron de mercados donde había empresas públicas que se privatizaron: energía, teléfono, luz, agua, etc.

Pero al debate de la regulación de estos gigantes se suma algo en mi opinión más importante: los sesgos políticos y sociales de los dueños de estas plataformas. Estas empresas, que son libres de aceptar o rechazar usuarios, son empresas privadas, no violan la primera enmienda, no pueden aplicar censura gubernamental como bien dice Cory Doctor. Siguiendo este hilo de argumentos, debería darnos igual que una u otra plataforma censure a Trump o que las tiendas de apps como Apple y Google bloqueen una red como Parler. Si no nos gustan sus decisiones, podremos irnos a otras plataformas o tiendas de apps. El problema es que no hay otras. No hay competencia.

¿Puede mañana Mark Zuckerberg convencer a los americanos de que él es el mejor candidato a presidente posible? ¿Puede convertirse en aquello que ahora censura? Es decir, ¿puede manipular a los usuarios de sus plataformas? Tiene los medios técnicos; el tamaño, también. Solo Facebook, incluyendo Whatsapp  e Instagram, cuenta con 63 millones de usuarios en España, más que todos los televidentes y los oyentes que tienen todas las televisiones y radios de España. David Von Drehle no lo ha podido expresar mejor: “No quiero vivir en un mundo en el que la línea está trazada por una autoridad central, como en el nuevo Hong Kong. Tampoco me gusta un mundo en el que la línea sea dibujada por titanes corporativos, como Facebook y Twitter se sintieron obligados a hacer con Trump”.

El problema es la competencia, la falta de ella, que mina el libre mercado y la libertad de expresión. EEUU, la UE o Japón, que deberían dejar de imponer multas y tomarse en serio de una vez sus leyes antimonopolio y sus comisiones de la competencia. Y lo que sí deberíamos ver en 2021 es un nuevo modelo de regulación, pues no tiene sentido someter a reglas del siglo XX a negocios del XXI.

Aunque es cierto que la aplicación de medidas contra los monopolios u oligopolios debe ser siempre prudente, puesto que los mercados competitivos premian al que innova y una excesiva regulación puede desalentar invertir, no es útil en los mercados de las Big Tech imponer únicamente multas. Como ya conoció Microsoft en su día con el caso del Internet Explorer y que tiene tantas similitudes con el caso Google, la imposición de medidas que obliguen a desagregar empresas dentro de un mismo grupo para que vendan a terceros con el fin de actuar en el mercado de forma independiente (Facebook vs WhatsApp), separar herramientas dentro de una empresa para venderlas a terceros (Chrome vs Search), pueden ser remedios más eficaces que la imposición de multas, por muy significativas que sean.

Pero lo ocurrido estos últimos días nos debe hacer pensar en que necesitamos un nuevo tipo de medidas (reglas de juego, normas, leyes) capaces de proteger a los consumidores, la libertad de expresión, el mercado y la democracia liberal al mismo tiempo. Entre otras cosas, para que alguien que quiere dejar Twitter por permitir la amplificación de populistas como Trump o Maduro tenga plataformas a donde ir.

La Ley de Eutanasia (IV): problemas que plantea y posibles soluciones

La Proposición de Ley de Eutanasia (PLOE) intenta equilibrar la defensa de la vida con la autonomía personal, tal y como expresa su preámbulo y expliqué en este post. La forma de hacerlo es condicionar el llamado derecho a morir a la existencia de una situación médica extrema denominada contexto eutanásico (que se examinó aquí) y a que la voluntad sea libre e informada (aquí).

Toda Ley plantea problemas de interpretación, y ésta no es una excepción, pero en este caso son muchas las dudas y más graves por la trascendencia e irreversibilidad de sus consecuencias.

En cuanto al llamado contexto eutanásico, el problema es la determinación externa y cualificado que exige extremadamente difícil. La ley combina elementos objetivos (enfermedad grave e incurable) con otros subjetivos (sufrimiento psíquico insoportable) de muy difícil apreciación externa. El que no se limite a la enfermedad terminal sino que abarque limitaciones para la vida independiente o dificultades de relación aumenta la indeterminación. El procedimiento en principio es garantista, con la intervención de tres instancias, pero su regulación es incompleta y plantea muchas dudas.

Quizás sean más graves las dudas en torno a la capacidad y la prestación de un consentimiento libre e informado, como quiere el preámbulo. El contenido y forma de dar la información no está bien regulado (basta con compararlo con la información que se da para un simple préstamo hipotecario), y lo mismo sucede con las garantías formales de la solicitud y su confirmación. No se contemplan los problemas planteados por los solicitantes con depresión u otras afecciones psíquicas. La aplicación de la eutanasia con base en instrucciones previas plantea problemas no resueltos en la Ley, en particular la imposibilidad de comprobar si se mantiene la misma voluntad. La posibilidad de aplicar la eutanasia con el consentimiento del representante designado o con apoyos plantea dudas sobre la capacidad y hace planear la siniestra sombra de la eugenesia sobre la Ley. En relación con la capacidad existe además un problema de fondo que no tiene fácil solución: al establecer que no solo la enfermedad terminal sino también las limitaciones físicas o para relacionarse son motivo para pedir la eutanasia  la Ley refuerza un estereotipo social pernicioso: que la vida con discapacidad no merece ser vivida.

Un primer problema derivado de las anteriores incertidumbres es que los sanitarios van a tener una enorme responsabilidad con pocos apoyos seguros por los defectos técnicos de la Ley. La protección del papel del médico y de su tranquilidad y seguridad en el ejercicio de su profesión debería ser una prioridad, pero no parece que la opinión de los médicos se haya tenido en cuenta en la elaboración de la Ley, al menos a la luz de esta Declaración colegial de 2018. Y esto sin entrar en los problemas que la eutanasia puede producir desde el punto de vista de la deontología médica y de su consideración social como persona dedicada a sanar.

La segunda consecuencia de la inseguridad es que podría dar lugar a una aplicación muy restrictiva de la Ley o a que se aplique en la práctica a demanda del solicitante (o de su representante) sin los adecuados controles sobre la información, capacidad y libertad del solicitante. Lo primero iría en contra de la finalidad de reforzar la autonomía del enfermo y lo segundo contra de la defensa de la vida, de la verdadera libertad y de la igual dignidad de todos que la Ley pretende garantizar como declara el preámbulo.

La experiencia de los países vecinos con legislaciones semejantes parece augurar más bien esto último. En ellos se ha demostrado que el control de los requisitos legales, incluso los de tipo formal, es muy difícil. Un estudio revela que en Bélgica casi el 50% de los casos de eutanasia no se notifican como tales, y en Holanda más de un 20%. La falta de notificación es más frecuente en los casos en los que no se han cumplido todos los requisitos legales. También informa de que la consulta al segundo médico no siempre se realiza o que se concentra en unos pocos médicos, los más laxos en su aprobación. La existencia de asociaciones y grupos de presión favorables a la eutanasia puede crear en la práctica una forma de eludir los requisitos legales, como revela el último informe oficial de la eutanasia en Holanda. El estudio citado observa  que las infracciones a los procedimientos no se persiguen, lo que se deduce del último informe holandés: en los casos en que el órgano de control ha comprobado una actuación contraria a la Ley, no se ha dado parte a la fiscalía y no se han tomado siquiera medidas disciplinarias en razón de que los implicados admitieron la mala práctica y se mostraron dispuestos a no reiterarlas. La falta de sanciones penales o disciplinarias, a pesar de las muchas infracciones de tipo procedimental, es la consecuencia de la combinación de leyes poco claras con una creciente consideración de la eutanasia como un derecho a morir incondicionado.

Esto ha dado lugar a una extensión de la eutanasia, cuantitativa y cualitativa. Aunque originariamente se reguló para casos excepcionales, la eutanasia es responsable hoy del 4% de las muertes en Holanda y un 2,5% en Bélgica, con una clara tendencia al alza en ambas.

También se ha producido una extensión de los supuestos de aplicación, tanto en el ámbito subjetivo como objetivo. Así, tanto Holanda como Bélgica han reformado sus Leyes para admitir la eutanasia en menores mayores de 12 años y existen iniciativas para eliminar ese límite de edad. En Holanda se aplica desde 2005 un protocolo pactado con la fiscalía para aplicar la eutanasia a recién nacidos con el consentimiento de los padres.  Hace tres años se propuso en Holanda la admisión del suicidio asistido a cualquier persona de más de 70 años y se admiten de manera creciente las peticiones de eutanasia por depresión y otras enfermedades psiquiátricas y en los casos de demencia senil. La generalización de la eutanasia tiene como efecto colateral la reducción de unidades de cuidados paliativos que se retroalimenta: a mayor número de eutanasias menores necesidades de unidades de cuidados paliativos, lo que a su vez reduce la disponibilidad.

Naturalmente, la valoración de esta progresiva ampliación puede ser positiva para  los que defiendan una filosofía libertaria  o utilitarista. Otros filósofos, como Michael Sandel consideran que supone una desvalorización de la vida que pone en riesgo la dignidad y la cohesión social. Es curioso que el periodista  que realizó un reciente reportaje sobre la eutanasia en Holanda para The Guardian -inicialmente favorable a la eutanasia- se pronuncia en esta línea: “Cuanto más aprendía sobre ello, más parecía que la eutanasia, aunque asignaba un valor encomiable al final de la vida, abarataba la vida misma. Otro factor que no había apreciado era la posibilidad de daños colaterales.”

Al margen de las opiniones, lo cierto es que la postura de nuestro legislador es claramente de defensa de la vida y por ello pretende establecer un sistema de eutanasia condicionado y garantista. Esta orientación es acertada en España, un  país en el que la profesión más valorada es la de médico y que se enorgullece -con razón- de su excelente sistema de salud pública y de estar en cabeza en los rankings mundiales de esperanza de vida -y a la cola en el de suicidios-. El problema es que los defectos técnicos de la norma y las dificultades en su aplicación pueden llevar a consecuencias que parecen lejanas a la intención del legislador. Por ello habría que plantearse si es lo más conveniente aprobar una Ley muy semejante a la que rige en Holanda y Bélgica que ha llevado a un lugar muy distante de aquel al que pretende llegar nuestro legislador.

Una primera posibilidad es concretar los conceptos y mejorar los procedimientos, en el sentido expuesto en los posts anteriores (aquí y aquí).

Habría que plantearse la relación entre eutanasia activa y suicidio asistido, respecto de la cual la PLOE deja la opción al solicitante. Existen discusiones si desde el punto de vista filosófico hay diferencias sustanciales entre ambos, pero parece que desde el punto de vista psicológico son claramente distintos para el paciente y para el médico. El suicidio asistido responde más propiamente al ejercicio de la autonomía que es el fundamento del derecho que reconoce la Ley, mientras que la eutanasia activa en sentido estricto entra más claramente en conflicto con principios que el Estado debe salvaguardar (ver caso Washington v. Glucksberg): no tomar la vida de terceros, la confianza en el médico, su rol como persona que cura, etc… Sin embargo, y de forma sorprendente, en los países con regulación sobre esta materia la práctica totalidad de las eutanasias se realizan de manera activa (en Holanda, el 96% en Canadá 99%). Parece más acorde con el respeto de una voluntad genuina y del rol de los médicos admitir solo el suicidio asistido (como sucede en Suiza y Oregón) o limitar la eutanasia activa a los supuestos en los que el paciente está imposibilitado físicamente tomar la medicación letal.

También existen otras alternativas. El mismo preámbulo de la PLOE indica que una opción es simplemente despenalizar el suicidio asistido y la eutanasia, en lugar de reconocerlos como derechos y configurarlos como una prestación  médica obligatoria. El preámbulo dice que la simple despenalización da lugar a “que se generen espacios jurídicos indeterminados que no ofrecen las garantías necesarias” y cita el caso del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Gross c Suiza. Pero el argumento es incorrecto. El TEDH en el caso Pretty c Reino Unido determinó que “el derecho a la vida no incluye, como contenido negativo del mismo, el derecho a la propia muerte”. En el caso de Suiza, el problema que se planteaba es que está despenalizado el suicidio por motivos altruistas pero la Ley no concreta ningún requisito para que tenga tal consideración, lo que a juicio del TEDH crea inseguridad jurídica a los particulares. Para cumplir con la doctrina de la sentencia basta con establecer las circunstancias necesarias para que la asistencia al suicidio no conlleve pena. Nuestro Código Penal ya prevé para el suicidio  asistido (art. 143) una reducción de la pena en uno o dos grados por petición expresa y en el caso de “enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar”. Esa reducción supone que la condena en general no determinará el ingreso en prisión, salvo reincidencia. Pero está claro que cabe ir más allá para evitar la condena de personas que actúan en casos graves y con auténtico desinterés, previendo una eximente cuando se cumplan  las circunstancias y garantías que determine la Ley -tal y como hace la PLOE-.

En el Reino Unido se ha adoptado un sistema que trata de evitar al mismo tiempo el procesamiento de personas que han actuado por una verdadera compasión y el mensaje de desvalorización de la vida que implica despenalizar la eutanasia. Esta posibilidad -defendida por el Comité de Bioética de España en su  informe sobre la Ley de eutanasia- sería conforme a la doctrina del TEDH, que en el caso de Pretty c. Reino Unido, estableció: “no parece arbitrario que un sistema legal recoja la importancia de la protección de la vida a través de una prohibición de la eutanasia y auxilio al suicidio y, al mismo tiempo, incorpore un sistema que permita atender a las circunstancias concretas que han podido concurrir en cada caso, al público interés en llevar el caso a un enjuiciamiento, o los requisitos justos y apropiados de retribución y disuasión”.

En todo caso, y cualquiera que sea la regulación que finalmente se adopte, lo conveniente es dirigir los esfuerzos y los recursos a aquello sobre lo que todos estamos de acuerdo, que es mejorar el final de la vida. Si el objetivo de la Ley es evitar el sufrimiento intolerable, el objetivo no es conceder el “derecho” a que cada uno decida si su vida es o no digna de continuar, sino evitar ese sufrimiento. Por ello lo importante es dedicar recursos para a apoyar a las personas con discapacidad y para conseguir lo solicitado por la profesión médica en la Declaración de 2018 citada: el acceso universal y equitativo a los cuidados paliativos de calidad en el Sistema Nacional de Salud; el derecho a la sedación paliativa en la agonía, de forma científica y éticamente correcta. Esto, además, nos permitirá avanzar en aquello sobre lo que existe consenso en la profesión médica y en la población en general, no solo dignificando la vida al aliviar el sufrimiento, sino aumentando la cohesión social, algo tan necesario para salir de la crisis actual.

 

Ortega Cano, Mongolia y el desconocimiento judicial del humor

El aciago año 2020 no ha traído tampoco buenas noticias con relación al estado de la libertad de expresión en nuestro país. No solamente se han pospuesto, una vez más, las prometidas reformas legales con relación a la ley mordaza o el Código Penal, sino que además hemos asistido a la adopción de nuevas resoluciones judiciales claramente lesivas con el referido derecho y poco compatibles con los estándares internacionales a los que las instituciones de nuestro país se encuentran sujetas.

Dentro de estas últimas, el Tribunal Supremo cerró el año con la muy preocupante resolución en la que se desestima el recurso presentado por la conocida revista Mongolia contra la sentencia de la Audiencia de Madrid que daba la razón al todavía más notorio torero, y a la sazón socialité, José María Ortega Cano, declarando la vulneración de sus derechos fundamentales al honor y a la propia imagen y obligando a la editora de la revista a resarcir al demandante con 40.000 euros en concepto de daños y perjuicios. El origen de este litigio se encuentra en la difusión de un cartel de promoción del espectáculo musical “Mongolia Musical 2.0”, que mostraba un fotomontaje conformado por la cara del matador ya retirado y el cuerpo de un extraterrestre sosteniendo entre sus manos un cartel con el texto “antes riojanos que murcianos” y diciendo “estamos tan a gustito…”, todo ello sobre un fondo en el que se veía un platillo volante y acompañado de la leyenda “viernes de dolores… sábados de resaca”.

El Tribunal Supremo apuntala su decisión en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional recaída particularmente con relación al uso de la sátira y la caricatura y su posible impacto en los derechos fundamentales últimamente mencionados. En este sentido, se refiere que, según el máximo intérprete de la Constitución, la manipulación satírica de una fotografía debe obedecer a intenciones que gozan de relevancia constitucional suficiente para justificar la afectación de los derechos reconocidos en el artículo 18 de la Constitución. Ello sucede, en particular, cuando el tratamiento humorístico constituye “una forma de transmitir el conocimiento de determinados acontecimientos llamando la atención sobre los aspectos susceptibles de ser destacados mediante la ironía, el sarcasmo o la burla”.

Sin embargo, no resultaría protegible la burla cuando se utiliza como instrumento de “escarnio y la difusión de imágenes creadas con la específica intención de denigrar o difamar a la persona representada”. Es precisamente sobre la base de estos dos criterios generales, es decir, la “relevancia constitucional” de la sátira o caricatura, y la ausencia de una intención de denigrar, que el Tribunal Supremo acomete su análisis del cartel en cuestión y la determinación de su amparo en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión.

Dos son las razones que llevan al alto tribunal a confirmar las pretensiones del ex torero.

En primer lugar, entiende el tribunal que el fotomontaje no merece protección como ejercicio del derecho a la libertad de expresión, dado que se trata simplemente de un “mero reclamo económico” para vender entradas de un espectáculo de la revista. Se llega a tal conclusión sobre la base del hecho de que la alegada crítica social expresada por el mensaje incluido en el cartel “no se integraba en ningún artículo político o de información sobre el demandante”.

Resulta sorprendente la limitada comprensión que el tribunal muestra acerca de los modos en los que la crítica social puede llevarse a cabo, especialmente si se realiza a través del humor o la caricatura. Contradiciendo incluso la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo parece sugerir que dicha crítica debe necesariamente formularse de forma “seria” a través de una pieza periodística o literaria tradicional. Sin embargo, no puede ignorarse, tal y como ha sido destacado abundantemente por parte de los mecanismos internacionales de defensa de la libertad de expresión así como el propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que el cuestionamiento o la denuncia sobre aspectos políticos, económicos y sociales se puede llevar a cabo a través de muy variados mecanismos, entre ellos los diversos formatos que conforman el humor, la sátira o la caricatura: dibujos, representaciones públicas, piezas musicales, y muchos más. El no uso de medios de expresión escritos propios del periodismo tradicional no privaría necesariamente de profundidad al mensaje que se quiere transmitir, e incluso es posible que incremente su alcance e impacto.

El tribunal se obstina asimismo en ver una única y exclusiva finalidad comercial no consentida en el acto enjuiciado. Es cierto que estamos ante un cartel que promociona un espectáculo (el cual, vale la pena advertirlo, no constituye ni la principal actividad ni la más importante fuente de ingresos), pero ello no es de por sí incompatible con el uso de dicho formato, precisamente, para llevar simultáneamente a cabo la actividad propia de la revista Mongolia, esto es, la presentación de la sociedad en la que vivimos desde un ángulo crítico basado en una sátira aguda, incisiva y descarnada (¿existe por cierto alguna forma de sátira merecedora de tal nombre que no responda a estas características?).

Es más, aquello que publicita el espectáculo no es la figura o imagen del ex torero en cuanto tal (pésima contribución la misma haría, por ella misma, a tal causa), sino la crítica paródica que Mongolia hace de su forma de conducirse socialmente y la gestión de su propia notoriedad. No es pues Ortega Cano quien la da un valor añadido al mensaje del cartel, sino el ingenio de los creadores de Mongolia a través de la caricatura de los comportamientos y valores que han venido caracterizando al personaje en cuestión. Todo lo cual debería, pues, gozar de la protección que en las democracias liberales se otorga a la libre expresión.

En segundo lugar, se formula asimismo en la sentencia un argumento todavía más preocupante si cabe. Se señala que “se hizo escarnio del demandante, en su día figura del toreo, mediante la propia composición fotográfica y unos textos que, integrados en el cartel, centraban la atención del espectador en la adicción del demandante a las bebidas alcohólicas, reviviendo así un episodio de su vida por el que ya había cumplido condena, y en definitiva atentando contra su dignidad”.

Es importante insistir aquí en el hecho de que, de conformidad con los estándares internacionales antes mencionados, los personajes de notoriedad pública deben aceptar unos márgenes de escrutinio y crítica públicos (particularmente por parte de los medios de comunicación) muy superiores a los que resultarían aceptables con relación a un ciudadano medio de a pie. Es obvio que Ortega Cano es un personaje de declarada y voluntaria notoriedad pública, adquirida con tesón no solo ni principalmente por méritos profesionales, sino en virtud de la exhibición pública de diversos aspectos de su vida personal, todo ello acompañado de la alegre difusión de opiniones y expresiones de muy variada naturaleza. Asimismo, es igualmente público y notorio su involucramiento en unos hechos que suscitaron una fuerte crítica social, más allá de los reproches legales oportunos.

Resulta por ello sorprendente que el Tribunal Supremo quiera poner fecha de caducidad al ejercicio de la libertad de crítica y parodia. El hecho de que las responsabilidades legales correspondientes hayan sido sustanciadas solamente significa que no es posible ejercer nuevas acciones por los mismos hechos en el terreno estrictamente delimitado de los mecanismos jurídicos, pero ello no puede impedir que se pueda no solo seguir haciendo referencia sino también formular opiniones críticas con relación a aquéllos ante y/o por la opinión pública. Limitar los tiempos de la libre opinión a partir de plazos jurídicos y procesales no tiene fundamento alguno y produciría un efecto extremadamente limitador de la libertad de expresión. Sobre la base de este argumento, ¿nos impedirá el Tribunal Supremo en adelante hacer chanzas, dibujar caricaturas o llevar a cabo performances artísticas inspiradas en políticos involucrados en casos de corrupción por motivo de que, pongamos por caso, el asunto haya prescrito o se haya cumplido ya condena?

Es necesario finalmente hacer referencia a la proporcionalidad de la indemnización exigida. En este terreno, y siguiendo una fórmula legal y jurisprudencialmente consolidada, el tribunal se basa de forma principal en una apreciación del daño sufrido atendiendo al contexto temporal y espacial del acto lesivo de que se trate. Olvida sin embargo el tribunal la necesidad de aplicar asimismo una serie de estándares y criterios que se han formulado en esta materia desde el Consejo de Europa y han sido recogidos por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

En síntesis, y en virtud del principio de proporcionalidad, los tribunales nacionales deben tener particularmente en cuenta, en este tipo de casos, la capacidad económica del medio de comunicación afectado, así como el impacto que la imposición de una cierta obligación pecuniaria puede acabar teniendo en la viabilidad futura del mismo. No contemplar estos factores abriría la puerta a la posibilidad de silenciar o clausurar medios de comunicación críticos a través de esta vía indirecta, con el consiguiente efecto de desaliento o incluso intimidación de otros medios y periodistas.

En definitiva, la sentencia comentada plantea una interpretación restrictiva del alcance del derecho a la libertad de expresión a través del uso de la sátira y la caricatura, particularmente en lo que se refiere a la crítica del comportamiento social de personajes de gran notoriedad. Todo parece indicar que nos encontramos, una vez más, ante un caso de judicialización de contenidos considerados ofensivos por la parte afectada, utilizando a tal efecto una interpretación completamente desproporcionada y expansiva de los derechos al honor y la propia imagen frente a la libertad de expresión.

La Ley de Eutanasia (III). El consentimiento libre e informado en la Ley de Eutanasia

La  Proposición de Ley Orgánica de Eutanasia (en adelante PLOE) somete la posibilidad de solicitar la llamada “prestación de ayuda para morir” a la existencia de un contexto eutanásico, analizado aquí, y a que la decisión del solicitante sea  verdaderamente libre. El preámbulo exige que se “produzca con absoluta libertad, autonomía y conocimiento, protegida por tanto de presiones de toda índole que pudieran provenir de entornos sociales, económicos o familiares desfavorables, o incluso de decisiones apresuradas”, y el artículo 4 reitera ese principio y requiere que se den los medios para que la “decisión sea individual, madura y genuina, sin intromisiones, injerencias o influencias indebidas.”

El primer requisito para que el consentimiento sea libre es que sea informado: si no existe un conocimiento real y completo de su situación y de las distintas opciones, la decisión quizás sea autónoma, pero no existirá libertad propiamente dicha. Por ello la PLOE exige que el solicitante disponga “por escrito de la información que exista sobre su proceso médico, las diferentes alternativas y posibilidades de actuación, incluido en su caso el acceso a los cuidados paliativos integrales comprendidos en la cartera de servicios comunes y a las prestaciones que tuviera derecho de conformidad a la normativa de atención a la dependencia”.

En cuanto al contenido de la información, la PLOE exige que se refiera a tres cuestiones: su enfermedad, los cuidados paliativos y las ayudas a la dependencia. Mientras que el médico de cabecera parece adecuado para explicar el tratamiento y evolución de la enfermedad, no está claro que todos los médicos tengan la preparación para explicar las implicaciones de los cuidados paliativos y la medida en la que pueden aliviar el sufrimiento intolerable. Esto tiene mucha importancia pues los especialistas en paliativos refieren que de los muchos enfermos  que piden morir cuando llegan a su unidad, un mínimo porcentaje persevera en esa solicitud una vez aplicados los cuidados (ver este artículo en El Pais). En consecuencia, sin una información de calidad sobre estos cuidados –y sin posibilidad real de acceder a ellos- no es posible una elección libre, y como la PLOE pretende establecer un sistema garantista sería conveniente  exigir una información por un médico especialista. Incluso cabría plantearse si no sería más acorde con los principios que inspiran la Ley que la aplicación de los cuidados paliativos por una unidad especializada fuera un paso previo indispensable para la eutanasia. Hay que tener en cuenta que la Sociedad Española de Cuidados Paliativos ha denunciado la falta de acceso real a esas unidades en España.

La información sobre la atención a la dependencia también es problemática pues los médicos no tendrán en general ningún conocimiento en esta materia. Se podría establecer un modelo de documentación a entregar con información sobre ese tema, pero no parece suficiente porque la efectiva disponibilidad de esas ayudas y la adaptación al caso concreto requerirá normalmente una explicación por alguien especializado como un asistente social. Esta cuestión es también importante para asegurar la decisión libre pues un motivo frecuente para pedir la eutanasia es el miedo a la dependencia.

En cuanto a la forma y tiempo de dar la información, el artículo 8 parece indicar que esta se realiza por el médico responsable una vez realizada la primera solicitud y en el “proceso deliberativo” subsiguiente: el art. 6 exige que se le entregue por escrito “sin perjuicio de que dicha información sea explicada por el médico responsable directamente al paciente”. Sin embargo, el mismo artículo dice que el médico responsable debe reclamar el documento de consentimiento informado al término del proceso deliberativo. No queda claro por tanto en qué momento se da esa información. Tampoco queda claro si el proceso deliberativo implica una entrevista personal con el médico responsable o basta cualquier otro tipo de comunicación. La norma también exige que el médico responsable se asegure de que comprende la información, lo que implica un juicio sobre la capacidad del solicitante y parece implicar que esa información proporcionada es comprensible o ha sido aclarada por él. Sí parece necesaria la entrevista personal con el médico consultor, pues debe “examinar” al paciente, pero la norma en cambio no hace referencia a la información y parece que su función se limita a apreciar el contexto eutanásico.

La regulación de esta fase informativa resulta confusa e insuficiente, sobre todo cuando la comparamos con lo que se exige para una decisión mucho menos trascendente como la de firmar un préstamo hipotecario. La Ley 5/2019 de Contratos de Crédito Inmobiliario exige: la previa entrega y explicación por el banco de  una información estandarizada, accesible y completísima de todos los aspectos económicos y jurídicos de la hipoteca; un sistema que garantiza la entrega de la información por escrito con un plazo de al menos 10 días antes de la firma; la obligatoria comparecencia personal del deudor (sin el banco) ante el notario, que ha de explicar verbalmente cada uno de los requisitos y condiciones del préstamo; la realización en ese momento de un test para que el notario compruebe la efectiva comprensión de las condiciones; una segunda comparecencia ante notario, ya con el banco, en la que tras una nueva lectura del contrato se firmará, en su caso, el préstamo hipotecario.

El segundo requisito del consentimiento es que el solicitante sea capaz y no esté influenciado.

En cuanto a la capacidad, el artículo 5.1.a de la PLOE exige “tener mayoría de edad y ser capaz y consciente en el momento de la solicitud”, un requisito natural ya que el fundamento principal de este derecho es la autonomía de la voluntad, conforme al preámbulo. Parece así rechazarse la tendencia de los otros países europeos que hace tiempo admitieron la eutanasia, pues tanto en Bélgica como en Holanda se limitaba inicialmente a los mayores de edad pero se modificó la Ley para aplicar la eutanasia a menores (ver aquí). La influyente asociación holandesa NVVE promueve la eliminación del límite actual de 12 años, y desde 2005 se aplica en la práctica -y al margen de toda regulación- a los recién nacidos con arreglo a un protocolo médico pactado con la Fiscalía holandesa.

La norma exige la reiteración del consentimiento en una segunda solicitud, pasados 15 días desde la primera. Se puede discutir si ese plazo es suficiente para garantizar, como dice el preámbulo, una decisión madura y no apresurada. En todo caso se debería especificar que la capacidad ha de mantenerse en todas las solicitudes.

Tampoco se especifica si es necesaria la capacidad y la consciencia en el momento de realizar la eutanasia, pero dado que el consentimiento es revocable (art. 6) es evidente que ha reiterarse en ese momento y por tanto debe tener capacidad para hacerlo, cuestiones ambas que se deberían hacer explícitas.

En las jurisdicciones que han aprobado la eutanasia, se plantea un debate en torno a la capacidad de personas con problemas psiquiátricos. En relación con el juicio de capacidad, en Oregon se establece la necesidad de exigir la consulta con un psiquiatra. Este estudio relativo a enfermos de cáncer terminal en Holanda demostró que de los que solicitaban la eutanasia, un 59% tenían una depresión clínica (el porcentaje entre los que no la solicitaban era del 8%). Teniendo en cuenta que el 90% de las personas que se suicidan padecen una depresión y que ésta es susceptible de tratamiento médico, habría que valorar establecer esta consulta con carácter obligatorio. Como expuse en este post, la existencia de este tipo de enfermedades plantean dos problemas: por una parte si el consentimiento es válido, y por otro si la causa de la solicitud es la enfermedad grave o la depresión causada por ella, en general no incurable. Para un juicio adecuado de estos problemas, dado el carácter garantista de la PLOE, parece imprescindible que se prevea la intervención de un psiquiatra.

La norma plantea una grave duda acerca de la solicitud por personas con discapacidad. Aunque en principio se exige la capacidad en el art. 6, el art. 4.3 dice: “En especial, se adoptarán las medidas pertinentes para proporcionar acceso a las personas con discapacidad al apoyo que pueden necesitar en el ejercicio de los derechos que tienen reconocidos en el ordenamiento jurídico.” Dentro del contexto de una Ley que regula el llamado “derecho a morir”, parece que esto significa que se puede complementar la capacidad de estos con los apoyos necesarios. Es decir con la concurrencia de las personas encargadas de la protección y defensa de las personas con discapacidad (guradadores de hecho o personas designadas pore la persona con discapacidad o en su defeecto por el Juez) podrán decidir la aplicación de la eutanasia a las mismas. Aunque obviamente esto implicaría una voluntad del solicitante, la existencia de grados muy diversos de incapacidad, los posibles conflictos de intereses y la posibilidad de que esos apoyos sean prestados por una administración pública plantea la duda de si con esta posibilidad la eutanasia está abriendo la puerta a la eugenesia.

La ley exige que no exista presión externa tanto en el preámbulo como en la Ley, pero no establece ningún protocolo para asegurarse de dicha falta de presión. Las presiones son difíciles de detectar pero existen: un estudio reciente señala entre los motivos más frecuentes que citan los solicitantes de eutanasia la sensación de ser una carga o el miedo a la dependencia. A estos efectos, la Ley debería aclarar que es necesaria una entrevista personal con el médico responsable y otra con el consultor sin presencia de ninguna otra persona, en la que estos garanticen su capacidad y falta de influencia. Es llamativa la diferencia de esta decisión con las garantías que la Ley ha establecido para pedir un simple préstamo hipotecaario, en la que se especifica que el estudio de la misma con el notario se realiza en un acta previa sin  representantes del banco.

La ley tampoco establece unas salvaguardas claras en relación los posibles conflictos de interés. En un  reportaje de The Guardian sobre la eutanasia en Holanda, el autor destaca el problema que puede plantear que la influyente asociación pro-eutanasia NVVE intervenga en la negociación de los precios a pagar por las aseguradoras al médico que realiza la “prestación de la ayuda para morir” (3000 euros). La combinación de intereses de parientes, médicos asociados a la NVVE y compañías de seguros en acortar la vida de personas dependientes pueden actuar en la dirección de presionar al paciente, y también como incentivos para no aplicar correctamente la Ley, como de hecho sucede como veremos al examinar las dificultades de control. En el caso español, hay que tener en cuenta el precedente del aborto. Se trata también de una prestación de carácter público, pero que se realiza en clínicas privadas en un 90% de los casos, casi siempre en centros concertados, es decir a cargo de la seguridad social. No sería extraño que en este caso también se produjera esta subcontratación al sistema privado (se prevé en el art. 14), dando lugar a grupos interesados económicamente en promover la eutanasia. A evitar este tipo de problemas parece encaminado la D.A. 6 del PL que dice: “No podrán intervenir en ninguno de los equipos profesionales quienes incurran en conflicto de intereses ni quienes resulten beneficiados de la práctica de la eutanasia” pero esto parece difícilmente compatible con la realización en centros privados o concertados, pues obviamente cobrarán por sus servicios tanto el médico como el centro. Debería separarse totalmente la evaluación del contexto eutanásico y la capacidad de la eutanasia de la ejecución de la misma, pero el control será sin duda difícil.

Un problema particular plantea la solicitud de eutanasia en un documento de voluntades anticipadas. La PLOE prevé que no es necesario el procedimiento de formación del consentimiento si se dan dos circunstancias (art. 5.2): que el médico responsable certifique que el paciente no tiene capacidad de hecho y que este haya otorgado un documento de instrucciones previas. En ese caso “se podrá facilitar la prestación de ayuda para morir conforme a lo dispuesto en dicho documento. En el caso de haber nombrado representante en ese documento será el interlocutor válido para el médico responsable.” Este tipo de instrucciones servían hasta ahora para determinar los tratamientos médicos a utilizar en caso de incapacidad del paciente, excluyendo determinadas actuaciones médicas para casos de muerte cerebral o coma (respiradores, alimentación, etc…) o para indicar la aplicación de métodos paliativos. Pero en el ámbito de la eutanasia plantean problemas específicos.

Primero, resulta incoherente que en este caso no se requiera ninguna información previa o consulta. Segundo, no está claro cómo se van a evaluar los requisitos del contexto eutanásico (ver aquí), en particular la situación de sufrimiento intolerable. La solución sería que en las instrucciones previas se exprese cuál es la situación que él considera como sufrimiento intolerable. Pero esto plantea problemas, pues la capacidad de adaptación del ser humano ha sido comprobada muchas veces, de manera que una vez sitauadas en ellas. las personas consideran  tolerables situaciones que antes consideraban insoportables.

Además, se plantea el problema de la revocabilidad del consentimiento, que la Ley reconoce. ¿Qué sucede si la persona que declaró querer la eutanasia si tenía demencia senil declara, una vez reducidas sus facultades mentales, que no la quiere? Es evidente de acuerdo con la nueva concepción de la discapacidad, que debe prevalecer la voluntad presente de la persona con discapacidad, pero la PLOE no lo explicita. También es problemático el supuesto en que la incapacidad ha llegado a un grado en el que no está claro que comprenda o que pueda expresar su voluntad acerca de su muerte. Finalmente, si teniendo una capacidad reducida lo consiente, ¿es válido ese consentimiento? Es capaz para confirmarlo en ese momento. La única manera de superar estas incertidumbres sería que el representante al que hace referencia el art. 5.2 complete.  Cabría interpretar también que el inciso del art. 4.3 antes citado permite esa confirmación para los que no hubieran designado representante, atribuyéndole el poder público los apoyos que completarían su consentimiento. Pero esto encaja mal con el espíritu y finalidad de la Ley, que insiste en respetar una voluntad libre, genuina y sin intromisiones. Por otra parte, ¿hasta dónde llegaría esa representación? ¿Para complementar la capacidad de la persona con capacidad reducida que manifiesta querer morir? ¿También para el que no puede manifestarse, o incluso al que se opone con una capacidad disminuida? Las graves dificultades de aplicación de la eutanasia derivada de instrucciones quizás aconseje limitar estas a la eutanasia pasiva o no prolongación de la vida por medios artificiales.

La PLOE establece un procedimiento para garantizar la seriedad y autenticidad del consentimiento exigiendo (art. 6) un “documento fechado y firmado por el paciente solicitante, o por cualquier otro medio que permita dejar constancia de la voluntad inequívoca de quien la solicita, así como del momento en que se solicita.” También lo puede firmar y fechar otra persona haciendo constar que el solicitante no se encuentra en condiciones de firmar el documento e indicar las razones. La única garantía formal es que se tiene que firmar en presencia de un profesional sanitario, que lo rubricará. Esto parece claramente insuficiente para garantizar la veracidad de la fecha y la autenticidad de la firma y rúbrica, y parece que se debería exigir al menos que el sanitario firme y feche el documento y afirme la capacidad del solicitante en ese momento. El sistema, de nuevo, contrasta con las exigencias de la Ley 5/2019 para firmar un préstamo hipotecario. Además, la experiencia en Bélgica y Holanda demuestra que los plazos y las formalidades se incumplen de manera habitual, sin que los mecanismos de control consigan evitarlo (ver este estudio).

Para la segunda petición  no se establece ningún requisito formal en la Ley. Tras esta segunda petición el médico responsable tiene que retomar el proceso deliberativo al objeto de atender cualquier duda o necesidad de ampliación de información, pero tampoco se dice en qué forma. Posteriormente el médico debe dejar pasar 24 horas y recabar de nuevo el consentimiento -aunque tampoco indica la norma como-. En este punto la norma hace referencia a recabar “la firma del documento del consentimiento informado”, lo que resulta extraño porque parece que ese consentimiento informado correspondería más bien a la primera entrevista.

El artículo 6.3 prevé la posibilidad de revocar o aplazar la decisión en cualquier momento, pero debería especificar que eso supone la necesidad de confirmar el consentimiento en el momento de practicar la eutanasia activa. En Holanda la primera imputación por una práctica de eutanasia se ha producido en un caso en que se ocultó al solicitante, con demencia senil, que se le iba a practicar la eutanasia en ese momento (aquí) -el doctor fue finalmente absuelto-.

Cabría añadir que, como sucede en la evaluación del contexto eutanásico, no están claramente asignada la función de control del consentimiento entre las tres instancias que controlan el proceso (médico responsable, médico consultor y comité de garantías).

Concluyo: la redacción actual de la PLOE debería modificarse para cumplir los objetivos que la Ley se propone en relación con el consentimiento: se debe mejorar la fase informativa, dando intervención a especialistas en cuidados paliativos; se debe también garantizar un consentimiento real a través de un examen psiquiátrico y sobre todo evitar que se realice cuando no existe una verdadera voluntad individual en el momento de su realización, por el peligro de utilización indebida en relación con personas con discapacidad. Finalmente, es necesario replantearse la aplicación de la eutanasia basada en instrucciones previas, pues no parece garantizar el respeto a la autonomía.

 

 

 

La lógica de los indultos a los presos del Procés. Reproducción de artículo en Crónica Global de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

Cercanas ya las elecciones autonómicas catalanas parece que el Gobierno está decidido a indultar a los presos condenados por el Tribunal  Supremo en el juicio del procés. Se deslizan públicamente consideraciones como la de que todos los españoles tienen derecho al indulto, que el indulto se puede conceder frente a los informes contrarios del tribunal sentenciador y la fiscalía, o que existe una “obligación moral” de aliviar las tensiones producidas por el encarcelamiento de unos políticos condenados no por sus ideas (como no se cansan de repetir) sino por una serie de delitos tipificados en un Código Penal aprobado por un Parlamento democrático. De conformidad, además, con un procedimiento judicial que, en principio, reúne todas las garantías propias de un Estado de Derecho como nos recuerda el abogado Javier Melero en su muy recomendable libro “El encargo” aunque discrepe con el resultado final.

Como es habitual en estas manifestaciones públicas se mezclan conceptos, se utilizan medias verdades y se oculta información, lo que me parece especialmente peligroso cuando tratamos de temas tan sensibles para el Estado de Derecho como unos indultos con una clara motivación política. Porque, efectivamente, los indultos regulados nada menos que en una Ley de 18 de junio de 1870 no están pensados para hacer favores políticos, aunque ciertamente no es la primera vez que sucede, aunque sí probablemente es la primera vez que se intenta justificar públicamente, al menos que yo sepa.  Efectivamente, lo primero que hay que señalar es que el indulto supone el ejercicio de un derecho de gracia, lo que quiere decir que no es verdad que todos los españoles tengan derecho al indulto como ha dicho la Vicepresidenta Carmen Calvo: precisamente como es una gracia puede concederse o denegarse sin más, lo que no sucede, por definición, con un auténtico derecho subjetivo.  Algo bien distinto es que si alguien solicita un indulto haya que tramitarlo obligatoriamente, pero eso no quiere decir ni mucho menos que la concesión sea obligada.

Los indultos, además, tienen una lógica jurídico-penal y de política criminal y no política. Así lo dice con claridad el art. 11 de la Ley que señala que el indulto total se otorgará a los penados tan sólo en el caso de existir a su favor razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del Tribunal sentenciador. Los ejemplos típicos que se ponían en la Facultad de Derecho cuando estudiábamos esta institución, un tanto anacrónica, son los de personas que han delinquido pero que después se han arrepentido o se han reinsertado con éxito en la sociedad (pensemos que a veces se tarda mucho en entrar en la cárcel sobre todo si no hay prisión preventiva) para las que la pena de cárcel, cuando llega, parece demasiado gravosa a juicio del propio Tribunal sentenciador. Esto es lo que ponen de manifiesto los fiscales del Tribunal Supremo en su criticado informe sobre el indulto: que en el caso de los presos del Procés no se dan las circunstancias previstas en este precepto, salvo que entendamos la justicia, la equidad o utilidad pública de forma un tanto peculiar.

En el mismo sentido, el art. 25 de la Ley recoge el contenido que debe de tener el informe que emite obligatoriamente el Tribunal sentenciador y que entre otras consideraciones debe de recoger, de forma destacada “especialmente las pruebas o indicios de su arrepentimiento que se hubiesen observado”. Difícil de aplicar también a unos presos que no cesan de proclamar que “ho tornarem a fer”.

Como se desprende de todo lo anterior, la lógica del indulto es de política criminal. Aunque es cierto que los dictámenes previstos no vinculan al Gobierno, que puede decidir en contra de ellos (lo que por cierto ha sido muy criticado por la doctrina porque introduce la posibilidad de decisiones arbitrarias o sujetas a criterios políticos) no lo es menos que la finalidad y el espíritu de la Ley son muy claros: no se trata de que el Gobierno haga favores políticos con los indultos.  Lo que no quiere decir que esto no haya ocurrido muchas veces: hasta recientemente, y gracias a la opacidad con que se manejaba este tema, se ha indultado muy generosamente a políticos y funcionarios condenados por corrupción por ejemplo, por gobiernos de uno y otro signo. Solo cuando se ha empezado a poner el foco en los indultos (mérito básicamente de la Fundación Ciudadana Civio con su herramienta el “indultómetro”) ha subido un tanto el coste político y social de indultar a los afines particularmente cuando se opone el Tribunal sentenciador y la fiscalía y, en consecuencia, se ha reducido muy significativamente el número de indultos concedidos.

En ese sentido, la existencia de algunos casos muy mediáticos llevó también al planteamiento por parte de algunos partidos de fórmulas para modificar la ley del indulto y limitar la libertad del Gobierno para su concesión, fórmulas, que, finalmente, no han prosperado. El problema de fondo es que los indultos, como tantas otras instituciones mediatizadas por los partidos, es un instrumento demasiado goloso. Cuando todo lo demás falla, presiones sobre los Tribunales de Justicia incluidos, siempre queda la posibilidad de indultar. Pero, quizás, la principal diferencia con otros indultos del pasado (que intentaban realizarse con discreción y fuera de los focos) sea el descaro con que se defiende que el Gobierno puede indultar a quien le dé la gana, faltaría más, con independencia de que se reúnan o no los requisitos previstos en la Ley reguladora.  Y por si el argumento se queda corto y no convence demasiado a los escépticos se refuerza con la existencia de una supuesta obligación moral (Abalos dixit) para suavizar tensiones políticas; aunque se ve que solo las que afectan a los independentistas, que deben de tener la piel más fina que el resto de la ciudadanía.

En conclusión, los indultos a los presos independentistas no resiste el más mínimo análisis técnico-jurídico ni tiene ningún sentido desde el punto de vista de la finalidad de esta medida de gracia. Como tampoco lo tenían los indultos que se han ido concediendo a políticos corruptos  Solo tiene motivaciones políticas a mi juicio, además, profundamente equivocadas, puesto que responde a intereses partidistas y al cortísimo plazo y no a algo parecido a una estrategia de futuro para restaurar la convivencia en Cataluña. Por tanto, lo más probable es que sirva más que para confirmar lo que ya sabemos: que los políticos en España se consideran por encima de la Ley. En definitiva, estamos ante una decisión que no encaja bien en un Estado democrático de Derecho.

 

 

Sedición, asalto y comparaciones odiosas

 

El asalto al Capitolio de Washington ha abierto en España un debate sobre lo que es legítimo y sobre lo que es legal. Después de los gravísimos hechos que se produjeron en Barcelona en 2017, con el intento de asalto al Parlament de Catalunya, incumpliendo de forma flagrante el Estatut y la Constitución, promulgando leyes de desconexión constitucional claramente sediciosas y contrarias a las más elementales reglas del estado de derecho, apropiándose de las instituciones unos partidos independentistas azuzados por las propias autoridades autonómicas –“apreteu, apreteu”- con el presidente de la Generalitat a la cabeza, se planteó un debate que pretendía justificar esos hechos tremendos, alegando que la legitimidad estaba por encima de la legalidad y que, dijera lo que dijera la Constitución o el Estatut de Catalunya, como los partidos independentistas tenían mayoría en la Cámara catalana, gozaban de “legitimidad democrática” para hacer lo que hicieron.

Ahora, los mismos que organizaron todos esos desmanes, muchos de ellos incitando a la violencia, incluso aquellos que también pretendieron en Madrid ocupar el Congreso de los Diputados durante la investidura de Rajoy en 2016 (Iglesias y Errejón, entre otros), han salido gritando que debe pararse a la extrema derecha, como se ha hecho en E.E.U.U, para que triunfe el estado de derecho y la democracia. Los extremos se tocan. Son los mismos perros con distintos collares. Ahí, la sediciosa ha sido, sí, la extrema derecha instigada, nada menos, que por el propio presidente de los Estados Unidos. Y en Cataluña el asalto a las instituciones lo organizaron los herederos de CiU, también desde la presidencia, aunque sus principales dirigentes tradicionales (Durán y Roca, por ejemplo) se desmarcasen clara y rotundamente del sedicioso golpe que organizaron sus sucesores, envalentonados por la inacción y abandono de sus funciones del gobierno de España, entonces presidido por un acomodaticio Mariano Rajoy.

 

Después de los hechos de Washington se ha puesto más difícil la concesión de los indultos. Creíamos que lo que había ocurrido era una excentricidad nuestra, algo propio de nuestro fogoso carácter, a lo que no debíamos darle la importancia que le había concedido el Tribunal Supremo. Los indultos, pues, estaban plenamente justificados. Además, muchos pensaban que los revoltosos eran buena gente. Junqueras solía repetir con machacona insistencia eso de que “yo soy bueno”. Y nadie lo dudaba, aunque al doblar la esquina repitiera ese otro mantra algo más perverso del “ho tornarem a fer”. Los dirigentes catalanes hicieron, exactamente, lo mismo que Trump desde otra trinchera: aquí se negaba legitimidad a la ley ya que, sostenían, la legitimidad democrática la tenían ellos. Nuestros compatriotas no tuvieron esa resonancia mundial que ha tenido la asonada americana liderada por el presidente Trump. Los nuestros se saltaron la Constitución y el Estatuto, o sea el llamado “bloque de constitucionalidad”, porque argumentaban que les avalaba una mayoría parlamentaria. Según ese artero argumento, cualquier mayoría parlamentaria estaría legitimada para modificar las leyes, no de acuerdo con las leyes, sino fabricándolas “ex novo”. El argumento de Trump, muy infantil pero mucho más incendiario, ha sido distinto. Él ha negado validez a los resultados electorales sosteniendo, sin otro fundamento que su palabra, que esos resultados fueron amañados. No podía entender -dijo- que se acostase como ganador y se despertara perdiendo.

 

Se que muchas personas dirán que esta es una comparación odiosa. Puede ser que sea inoportuna, pero creo que no es odiosa. Es una reflexión que deberían hacerse quienes alientan la desobediencia civil; quienes ponen en tela de juicio la legitimidad de la Monarquía cuestionando la legitimidad de la Constitución; quienes sostienen que el Parlament de Catalunya tiene legitimidad para dictar, aún en contra de la ley, unas leyes de desconexión, poniendo en la picota los más elementales principios de la democracia; quienes empujan a las masas a tomar las calles, como de forma irreflexiva lo hacen con bastante frecuencia tanto Podemos como Vox; quienes ponen  en cuestión la validez de los debates parlamentarios, en suma. La crispación constante de unos y otros, con argumentos simples y de argumentario, es rebajar la razón a categoría de eslogan. Es como si lo anecdótico se hubiera convertido en categoría.

Cuando vi a ese hombre de las montañas con su gorro de piel de zorro y cuernos encaramado en la silla del presidente del Senado de los Estados Unidos de América, me dieron ganas de sonreír, la misma sonrisa que le produjo al corresponsal del New York Times cuando el 23 de febrero de 1981 vio a Tejero con su tricornio very funny (muy divertido) entrar en el Congreso. ¿Son odiosas las comparaciones? Cada pueblo tiene su idiosincrasia. Ya nadie puede reírse de nadie. Si no cuidamos las instituciones, si las utilizamos para desestabilizar al contrario (como hace el PP con la renovación del CGPJ), si los responsables políticos lanzan mensajes engañosos para azuzar a sus partidarios, si no respetamos la ley, lo que sucedió en Washington, o más modestamente, lo que pasó en Barcelona hace un tiempo, puede volver a repetirse en cualquier democracia consolidada del mundo y tambalear nuestras libertades tan difícilmente conquistadas.

 

Lecciones para democracias o el asalto al Capitolio de Estados Unidos

Las increíbles imágenes que nos ha dejado el 6 de enero con el asalto al Capitolio de los Estados Unidos por una turba de seguidores de Trump son un ejemplo perfecto de los peligros del populismo una vez que se instala en las instituciones, en este caso nada menos que en la presidencia de Estados Unidos. Y nada menos que con un personaje como Donald Trump, pero, no lo olvidemos, con la complicidad del partido republicano. Como recuerdan Levitsky y Ziblatt en su libro, “Cómo mueren las democracias”, en el siglo XXI las democracias mueren desde dentro. Por eso es tan importante conocer los procesos que pueden desembocar en un intento de golpe de Estado que ha pretendido evitar lo que constituye la esencia de una democracia: la alternancia en el poder mediante unas elecciones libres. Justamente lo que no existe en los regímenes autoritarios y dictatoriales que tanto se han alegrado ayer.

Es preciso entender que alguien como Trump no surge del espacio exterior para destruir la Constitución y las instituciones democracia más antigua del mundo. Nace de décadas de polarización y sectarismo, de fake news, de medios de comunicación sectarios y nada respetuosos con los hechos, de la utilización partidista de las instituciones, de la mentira instalada tranquilamente en los discursos políticos, de la influencia desmesurada del dinero en la vida política, o de la deriva de un partido republicano sin el que, conviene recordarlo, Trump no hubiera alcanzado la presidencia de los Estados Unidos. Pero tampoco se entiende sin el malestar -real o percibido- de una parte muy importante de los ciudadanía de USA. En definitiva, ha surgido de la ola populista que está amenazando en Occidente las conquistas históricas de la democracia representativa liberal.

Que un persona tan manifiestamente incapaz, por todo tipo de razones empezando por las éticas, y terminando por las técnicas, haya sido elegido Presidente de los Estados Unidos y haya vuelto a ser votado en las últimas elecciones por un número impresionante de ciudadanos nos tiene que poner sobre aviso: esto puede pasar en cualquiera de nuestras democracias, si se dan las circunstancias adecuadas y aparece un personaje de estas características que sepa aprovecharlas a su favor. Y recordemos que Trump nunca ha ocultado cuáles eran sus intenciones sobre lo que ocurriría si no ganaba las elecciones: las impugnaría por fraudulentas. Es exactamente lo que ha hecho, como, por cierto, ha ido haciendo toda su vida cuando un resultado no le gustaba. Y cuando han fracasado las vías  más “ortodoxas” ha recurrido a las heterodoxas, es decir, al pueblo, que para un populista siempre está por encima de la ley y las instituciones.

Y es que las instituciones democráticas por sólidas que sean no pueden resistir indefinidamente los ataques desde dentro, que son muchas veces más peligrosos que los ataques exteriores. En ese sentido, el ejemplo americano es muy importante: si sustituyes en las instituciones a los profesionales neutrales por partidarios leales, poco profesionales, y sin más principios que el seguidismo ciego del líder es probable que se conviertan en cascarones vacíos, incapaces de desempeñar su función, aunque formalmente sigan en pie. Ya se trate de la Fiscalía, del FBI o del Tribunal Supremo. Recordemos que el respeto a las instituciones exige respetar la letra pero también el espíritu y la finalidad de las normas que las rigen. O dicho de otra forma, el fin nunca justifica los medios.

También es importante destacar que el populismo no es un patrimonio de la extrema derecha, aunque éste sea el caso sobre todo en Europa. También los hay de izquierdas como el movimiento 5 Stelle, que por cierto no tuvo ningún inconveniente en aliarse con la extrema derecha. Lo importante, por tanto, es reconocer los populismos y denunciarlos y combatirlos vengan de donde vengan.  Esto servirá también para distinguir entre los verdaderos defensores de la democracia liberal y los que sólo defienden su causa o dicho de otra forma, solo ven el populismo en el ojo del adversario y no la viga en el propio.

Porque hay una serie de características comunes que merece la pena destacar. El populismo siempre desprecia las instituciones representativas (“no nos representan”), los hechos si contradicen su relato (las fake news son todo lo que no le gusta al populista), a los adversarios políticos, convertidos en enemigos en una guerra sin cuartel, el Estado de Derecho (el pueblo, encarnado siempre en un líder carismático está por encima de la Ley), la separación de poderes (el Poder Judicial tiene que someterse al pueblo, encarnado por el líder), el conocimiento experto (lo llama “tecnocracia”), pero, sobre todo, desprecia a sus votantes en la medida en que considera que pueden tragar con cualquier cosa siempre que venga del líder populista. Recordemos a Trump alardeando de que podía matar a alguien en la Quinta Avenida y le seguirían votando. Tenía razón.

En conclusión, el asalto al Capitolio del día 6 de enero de 2021 tendría que hacer sonar todas las alarmas. Si esto ha pasado en Estados Unidos, puede pasar en cualquier democracia. En algunas ya está pasando, de hecho. Pensemos en el Brexit y en el Gobierno de Boris Johnson sin ir más lejos. Pensemos en Hungría -que acaba de caerse de la lista de las democracias del mundo, por cierto-, o pensemos en Polonia, que está a punto de hacerlo. Pensemos en el procés en Cataluña. Más que nunca necesitamos conciencia cívica y necesitamos ciudadanos dispuestos a defender la democracia liberal representativa y el Estado de Derecho que, no podemos olvidarnos, son una conquista histórica pero también una excepción en la Historia de la humanidad.

El test rápido de antígeno o la prueba de Fierabrás

Estamos sufriendo una situación límite en la que una pandemia colapsa nuestros sistemas sanitarios, se cobra las vidas de familiares y amigos, y amenaza nuestro estilo de vida poniendo en riesgo nuestro modelo económico y de sociedad del bienestar.

 La sociedad en su conjunto está temerosa y anhela una solución rápida y efectiva. Hemos puesto en manos de nuestros políticos la toma de decisiones para encontrar la solución y recibimos de vuelta falta de transparencia, controversia, enfrentamiento y actuaciones sin soporte de evidencia científica suficiente. Según pasan los meses crece la angustia y, al igual que hacen muchos enfermos crónicos, estamos dispuestos a creer sin espíritu crítico alguno, mensajes que nos prometen soluciones mágicas, sencillas y rápidas.

Un buen ejemplo son las pruebas diagnósticas para la enfermedad Covid 19.

Hasta hace pocos años era realmente difícil acceder a pruebas diagnósticas para evidenciar infecciones víricas. O bien se necesitaban métodos complejos como el cultivo de virus, imposible de realizar a escala, o solo nos quedaba la opción del diagnóstico indirecto midiendo la presencia de anticuerpos en la sangre del paciente. Si aparecían los anticuerpos en la secuencia esperada, es que el paciente estaba sufriendo o había sufrido la infección sospechada. Casi un diagnóstico forense.

La gran revolución en las virosis llegó de la mano del diagnóstico molecular. Mullis y su reacción en cadena de la polimerasa (conocida en español como PCR,  que le valió el Nobel de Química) dieron comienzo a una nueva era en la virología. Desde ese momento la posibilidad de detectar la presencia de genes virales en muestras humanas democratizó el diagnóstico cierto de enfermedades bacterianas y víricas como la tuberculosis, la hepatitis o el SIDA. El perfeccionamiento en paralelo de las técnicas de secuenciación genómica nos permite conocer la secuencia completa de prácticamente cualquier virus en unas horas desde que lo aislamos.

En el caso de la Covid 19, el tiempo que transcurre desde que se describe el nuevo síndrome clínico hasta que se aísla y secuencia el nuevo coronavirus (SARS CoV 2) se mide en días. Periodo similar al necesario desde ese momento hasta disponer de técnicas de PCR suficientemente sensibles y específicas.

Desde muy al principio de la pandemia fuimos capaces de detectar la presencia del virus en los pacientes, facilitando la asistencia correcta y, sobre todo, la acción dirigida a interrumpir la transmisión del virus, trazado de contactos, cuarentenas y aislamientos en su caso. Es importante recordar que el valor de estas pruebas no es fundamentalmente diagnóstico, que lo es, sino limitar la extensión de la epidemia actuando sobre infectados y contactos.

Casi al mismo tiempo que se ponen a punto las técnicas moleculares de PCR, se lanzan al mercado las llamadas pruebas rápidas de antígeno (RAT es su acrónimo en inglés). Estos test son viejos conocidos nuestros y se utilizan también para detectar otros virus, como el de la gripe. Mientras que la PCR es ultrasensible por su diseño, en el que se multiplica millones de veces el genoma viral si está presente en la muestra, los RAT son mucho menos sensibles. Simplemente detectan la presencia de las proteínas del virus si están en cantidad suficiente en la muestra. No amplifican, no multiplican, necesitan una cantidad elevada de proteína para dar un resultado positivo. Mientras que la PCR necesita de instalaciones complejas, especialistas y tiempos largos para obtener un resultado, el RAT nos da un resultado en cualquier entorno en poco mas de un cuarto de hora, aunque la toma de muestra es tan compleja como para PCR.

En definitiva, los RAT son una buena prueba, con indicaciones específicas, pero no detectan pacientes infectados con baja carga viral y esto es importante en los primeros días de la infección, en los pre-sintomáticos, también en asintomáticos y en fases de la recuperación donde todavía se puede contagiar a los contactos. En este momento de alta prevalencia un resultado positivo de RAT es seguramente positivo, pero un resultado negativo deberíamos tomarlo todos como un incentivo para mantener las medidas de protección individual y social y no como un resultado que nos de la falsa seguridad de que podemos relajarnos porque no estamos infectados, ayudaría a extender la infección si hiciéramos lo segundo.

Pues bien, los primeros meses de la pandemia el uso de RAT fue limitado, fundamentalmente en servicios de urgencia hospitalaria para clasificar rápido a pacientes sintomáticos y agilizar la atención, comprobando con PCR los resultados negativos por RAT.

A mitad de año las grandes multinacionales lanzan sus marcas de RAT, con unas especificaciones y fabricación similar a los ya existentes pero rodeados de una campaña de marketing potentísima bajo el slogan “PCR y test rápido de antígeno son lo mismo”, remarcando las ventajas de la inmediatez y ubicuidad de los segundos. Serán la solución para volver a la vida anterior y llenar de nuevo estadios, teatros y aeropuertos con seguridad. La solución mágica que esperábamos.

Los estudios de validación realizados por científicos independientes concluyen con rapidez que el funcionamiento de los nuevos test, de segunda generación, es básicamente el mismo que los de primera, con sus mismas virtudes y limitaciones. Con sensibilidad suficiente solo cuando la cantidad de virus en el paciente es alta.

A partir de ahí comienza una discusión pseudocientífica y de política sanitaria, apareciendo grandes defensores de su uso masivo y también grandes detractores, por el peligro de falsa seguridad que pueden producir.

En aquellos países en los que la capacidad de realizar las PCR suficientes no se ha desarrollado conforme a la creciente necesidad, los defensores han ido elaborando un argumentario basado en su rapidez, en la posibilidad de repetirlos con frecuencia por su bajo coste y ya recientemente, y sin evidencia científica suficiente, en que los individuos negativos para RAT no son contagiosos para otros.

Conviene realzar que un factor importante es la capacidad del país de hacer suficientes PCR a tiempo. En países como Alemania donde este es el caso, no hay discusión. En países en vías de desarrollo o en otros donde la administración sanitaria no ha conseguido escalar la capacidad de hacer PCR, la discusión es vehemente.

Se mezclan además intereses de diferenciación política en algunos casos y se utilizan los RAT como elementos que diferencian gestiones sanitarias de éxito de otras menos eficaces. Se prometió la realización de millones de RAT en varias comunidades autónomas, y que esa sería el arma para detener la extensión de la pandemia.

Hay casos documentados del peligro de uso exclusivo de los RAT para cribado de infectados, como el del equipo del presidente Trump, donde se produjo un brote de más de 40 individuos en pocos días. También estudios serios en marcha donde se intenta comprobar el impacto del auto test frecuente en la disminución de la transmisión como el que desarrolla el NHS británico en personal sanitario.

Lo que sobre todo hay es falta de trasparencia, muchas opiniones y pocos datos.

Para conocer los resultados de los programas de cribado masivo en España hay que investigar en la prensa y se descubrirá que no han sido millones de pruebas, sino cientos de miles, con resultados positivos menores del 0,8 %. Hay casos llamativos como el de Cuevas del Becerro, abriendo los telediarios porque el cribado con RAT detecta un 71% de infectados en el pueblo y casi ninguna noticia los días siguientes, siendo necesario buscar activamente para saber que comprobados con PCR no llegan al 10 %.

La falta de transparencia y de consolidación y análisis de datos es uno de los problemas graves que limitan la toma de decisiones correctas, prevaleciendo la toma de decisiones dirigida de momento por opiniones y estrategias políticas.

La Ley de Eutanasia (II) ¿Cuándo se puede pedir la eutanasia?

En el post anterior examiné el preámbulo de la Proposición de Ley Orgánica de Eutanasia (en adelante PLOE) y su finalidad. El PLOE reconoce el derecho a pedir la “prestación de ayuda para morir”, pero sometido básicamente a dos condiciones: la existencia de un contexto eutanásico y la libre elección de la misma. Analizo aquí el primero de ellos.

El contexto eutanásico consiste en “Sufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante”  (art. 5.1) .

El primer supuesto consistiría en sufrir una enfermedad que “por su naturaleza origina sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables sin posibilidad de alivio que la persona considere tolerable, con un pronóstico de vida limitado, en un contexto de fragilidad progresiva.”(art. 3).  Estos requisitos son cumulativos y han de ser objeto de un control “cualificado y externo” como señala el preámbulo, lo que plantea la cuestión de su interpretación.

El requisito de enfermedad grave debe quedar a criterio del médico, pero quizás debería definirse legalmente el concepto de gravedad. Más difícil es la calificación del sufrimiento como constante e insoportable, al ser subjetivo tanto el sufrimiento en sí como el carácter insoportable del mismo. Los estudios muestran muchas divergencias en la consideración del sufrimiento intolerable entre los enfermos y los médicos, y también entre los médicos y los comités de evaluación. El carácter constante también es, además de subjetivo, muy relativo y al parecer poco frecuente: hay estudios indican que solo las personas que además tenían co-diagnosticada una enfermedad mental consideraban el sufrimiento como intolerable de forma continuada. El que la ley exija que la enfermedad grave produzca “por su naturaleza” este tipo de sufrimientos implica una cierta objetivación de esta cuestión: implica que  el médico denegar la solicitud si la enfermedad no es del tipo que genera este tipo de sufrimiento, aunque subjetivamente el enfermo considere que lo es.

El caso del sufrimiento psíquico al que hace referencia la PLOE es especialmente complicado. No está claro qué enfermedades producen que por su naturaleza sufrimientos psíquicos insoportables. Además, el sufrimiento psíquico tiene su origen a menudo en enfermedades de tipo psiquiátrico que como regla general sí son susceptibles de tratamiento. Esto plantea la cuestión de si la decisión de pedir la eutanasia deriva de la enfermedad grave o de una condición psiquiátrica que puede ser tratada, aunque la enfermedad incurable sea uno de los factores causantes de esa depresión. Esto podría conducir a dos interpretaciones perfectamente razonables pero opuestas: entender que siempre hay que denegar siempre la eutanasia por sufrimientos psíquicos pues no tienen su origen en la enfermedad misma y pueden ser tratados; o bien que hay que concederla siempre con la simple manifestación del enfermo, pues la solicitud revela por sí del carácter insoportable del sufrimiento psíquico. La primera interpretación hace inútil la mención de este tipo de sufrimiento y la segunda equivale a negar el carácter motivado o condicionado de la eutanasia, porque si el enfermo puede determinar siempre que su enfermedad le causa unos padecimientos psíquicos insoportables, huelga todo control externo de la solicitud. En los países de nuestro entorno la práctica no se ha decantado por ninguna de las dos opciones extremas, pero parece inclinarse a la segunda. En Holanda, con una regulación semejante a la del PLOE, se admiten como causas de eutanasia la depresión y otras enfermedades psiquiátricas, como se puede ver en el último informe oficial holandés, y en otros países se admite también, si bien con dudas sobre cual  debe ser la intervención en el proceso de los psiquiatras (por ejemplo Canadá).

En relación con el sufrimiento se exige también que no exista “posibilidad de alivio que la persona considere tolerable”. Las últimas palabras parecen indicar que este elemento es puramente subjetivo del paciente. Esto no parece conforme con el espíritu general de la Ley, pues si se exige que el sufrimiento intolerable sea objeto de valoración externa, la posibilidad objetiva de alivio razonable del mismo debería excluir la eutanasia. Está claro que en el caso de sufrimiento físico, el médico puede juzgar cuando una enfermedad los produce y también cuando un determinado tratamiento lo elimina, aunque quizás lo procedente sería que la Ley previera la consulta con un especialista en cuidados paliativos. En el caso de sufrimiento psíquico, quizás la solución sería que si el médico responsable tiene dudas sobre la existencia de una depresión u otra condición psiquiátrica, también remita al paciente a un especialista que evalúe el carácter irreversible de la misma.

El carácter incurable de la enfermedad sí parece de más fácil apreciación médica. Además  es necesario que la enfermedad conlleve un “pronóstico de vida limitado”. En sentido amplio incluso una persona sana y joven tiene un pronóstico de vida limitado, por lo que se podría entender que la Ley quiere referirse a una enfermedad terminal (esperanza inferior a seis meses). En todo caso y dada la gravedad de la decisión y  la responsabilidad en la que puede incurrir el médico, parece necesario que la Ley l0 precise. Lo mismo cabría decir del concepto de “fragilidad progresiva”.

Alternativamente, la eutanasia se puede solicitar si existe un “Padecimiento grave, crónico e imposibilitante”, que el art. 3 considera que existe cuando una persona está “afectada por limitaciones que inciden directamente sobre su autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no pueda valerse por sí misma, así como sobre su capacidad de expresión y relación, y que llevan asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para la misma, existiendo seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable.” En este caso se exige también un elemento objetivo (limitaciones en lugar de enfermedad grave) y el sufrimiento intolerable.

Las limitaciones deben implicar la imposibilidad de valerse por sí mismo, algo que es objetivable (susceptible de ser apreciado por un tercero) pero relativo: puede considerarse como tal a una persona que no puede subir escaleras pero también hay personas que sin el uso de sus piernas que llevan una vida prácticamente autónoma y casos de personas sin ninguna autonomía con una vida plena (véase este caso). Es cierto que el título se refiere a una limitación “grave” e “imposibilitante” pero a falta de regulación legal más precisa, la zona gris abarcará la práctica totalidad de las solicitudes, y de nuevo recaerá la responsabilidad en el médico.

Las limitaciones pueden afectar también a la  “capacidad de expresión y relación”. No queda claro si la expresión “así como” implica una carácter alternativo o cumulativo, es decir que no está claro si a las limitaciones físicas se han de añadir las de expresión y relación. El contexto podría avalar el carácter alternativo, pero la norma lo debería aclarar. La objetivación de esta incapacidad de expresión y relación también es muy relativa, pues cualquier limitación de los sentidos del oído o la vista, frecuentísimas en edades avanzadas, podría servir de causa suficiente. Es evidente que esa no es la voluntad de la Ley, pero la falta de concreción puede dar lugar a dudas y también a abusos e incertidumbres.

Las limitaciones deben llevar “asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para [la persona afectada]”. Aquí la norma no exige que el sufrimiento venga determinado por la naturaleza de la limitación y por tanto parece que el carácter intolerable  del sufrimiento es totalmente subjetivo. Esto puede plantear problemas desde un punto de vista el principio constitucional de dignidad. ¿Supone esto admitir que la dependencia -resultado de este tipo de limitaciones- es algo que directamente implica una vida no digna de ser vivida? Es cierto que se hace depender de la voluntad del afectado, pero la mayor autonomía que parece concederse para indicar una  valoración legal distinta a la de la enfermedad. Parece más conforme con los principios del preámbulo que también aquí el médico deba valorar la importancia de esas limitaciones y el sufrimiento intolerable de acuerdo con unos standards generales, pero se encontrará de nuevo con pocos apoyos legales. La ley exige además que exista “seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable”. En este caso se trata claramente de un juicio objetivo de un médico, aunque de difícil apreciación.

Queda por examinar quién y como evalúa la concurrencia de estos requisitos. El preámbulo de la Ley dice que la protección exige que el contexto eutanásico sea objeto de “una valoración cualificada y externa a las personas solicitante y ejecutora, previa y posterior al acto eutanásico”. Se tata sin duda de un sistema garantista, lo cual sin duda tiene su reflejo en el articulado, pues existe un triple filtro para la comprobación de los requisitos legales: médico responsable, médico consultor y comisión de garantía. Sin embargo, la regulación plantea dudas en cuanto al procedimiento y las funciones de cada una de estás instancias.

En principio parece que la figura central es el “Médico responsable” que es el “facultativo que tiene a su cargo coordinar toda la información y la asistencia sanitaria del paciente, con el carácter de interlocutor principal del mismo en todo lo referente a su atención e información durante el proceso asistencial”. Sin embargo, en el articulado no se dice en ningún momento que el médico responsable evalúe el contexto eutanásico, refiriéndose solo a su participación en el proceso de información y a la tramitación posterior con el médico consultor, que debe comprobar los requisitos legales a través del estudio de la historia médica y del examen del paciente. Sin embargo, como “responsable”, parece claro que es la persona idónea para apreciar la concurrencia del contexto eutanásico, que combina una serie de factores médicos y subjetivos que la Ley sí le obliga a evaluar. La Ley lo debería aclarar.

También debería regularse como se determina ese médico responsable. Lo lógico es que fuera el médico de cabecera del paciente, porque será el más adecuado para juzgar los elementos objetivos (enfermedad) y subjetivos (sufrimiento, capacidad y ausencia de presiones). Debería asimismo determinarse si en el caso de denegación cabe un recurso o puede acudirse a otro médico, y como se determina éste a su vez. Esta es una cuestión de gran importancia práctica a la vista de lo que ha sucedido en otros países. En Holanda ha adquirido una enorme relevancia una organización que promueve la eutanasia (NNVE) -tiene más asociados que cualquier partido político holandés- y constituye un importante grupo de presión ( ver este artículo). Una de sus actividades es poner en contacto a personas cuyos médicos de cabecera han rechazado aplicar la eutanasia con médicos que pertenecen a la organización. El último informe oficial Holandés destaca como en el caso de los solicitantes por las causas más discutibles (motivos psiquiátricos y demencia senil), la proporción de eutanasias realizadas por médicos de esta organización era del 65% y 40% respectivamente, mientras que en el total representaba solo el 3%. Parece evidente que a falta de una regulación ad hoc, es fácil que se produzca una elusión del criterio médico general -y por tanto de la voluntad del legislador- a través de organizaciones que promueven activamente la eutanasia, lo que debería ser contemplado por la Ley. El que esta organización no solo haga lobby sino que participe en la negociación con las compañías de seguros del precio de la prestación por los médicos afiliados plantea además problemas de conflicto de interés que abordaré en el post siguiente.

Por último  existe un trámite ante la Comisión de Garantía y Evaluación, que es el examen por un profesional médico y un jurista del cumplimiento de los requisitos. No solo tendrán acceso a la documentación sino que podrán entrevistarse con el profesional médico y el equipo, así como con la persona solicitante, y su decisión es susceptible de recurso.

La primera conclusión es que el PLOE no reconoce un genérico derecho a morir sino que lo limita a supuestos que se consideran extremos, caracterizados por la irreversibilidad y el sufrimiento intolerable, y que son objeto de una evaluación externa.

La segunda es que la concreción de ese contexto eutanásico en la práctica es muy incierta con la regulación propuesta. La indeterminación de los conceptos que se utilizan puede dar lugar a interpretaciones muy distintas, por lo que no se cumple la finalidad que expresa el preámbulo de evitar “espacios jurídicos indeterminados que no ofrecen las garantías necesarias”. La falta de concreción puede dar lugar a que se restrinja mucho la eutanasia o, por el contrario, a que se aplique mucho más allá de los supuestos que pretende el legislador. Esto último es lo que ha sucedido en otros países de nuestro entorno con legislaciones semejantes. En Bélgica y Holanda se han ido ampliando tanto los supuestos (enfermedades psiquiátricas) como el número de casos. En Holanda, por ejemplo, el 4% de todas las muertes se produce por eutanasia, lo que parece estar lejos de la frecuencia con la que se dan los supuestos de situación irreversible e intolerable que contempla el legislador y que han generado la demanda social de regulación de la que habla el preámbulo.

Otro grave problema de la indeterminación es que hace recaer una enorme responsabilidad sobre los profesionales sanitarios: la falta de criterios claros unido a la trascendencia de la decisión los coloca en una situación dificilísima, sometidos a la presión del solicitante por un lado y a  la amenaza de sanciones por otro.

Además de tratar de concretar más el contexto eutanásico, la Ley debería también definir mejor las funciones del médico responsable en esta evaluación, el procedimiento a seguir, y darle la posibilidad de remisión a un psiquiatra, posibilidad que se volverá a plantear además en relación con el control de la capacidad que trataré en el post siguiente.