El inquisidor esquizofrénico (comentario al último libro de Jesús Villegas)

El magistrado Jesús Villegas lleva desde hace muchos años desarrollando una labor infatigable en defensa de la independencia judicial, quizás el pilar fundamental del Estado de Derecho. Sin jueces independientes e imparciales el poder camparía a sus anchas, ya sea el poder político o el económico, aunque la mayoría de las veces una combinación de ambos, como en España sabemos demasiado bien. Desde su puesto de secretario general de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial, que reúne a todo tipo de profesionales comprometidos en la lucha por la despolitización partidista  de la judicatura, realiza una importantísima labor de divulgación con el fin de concienciar a la sociedad española de lo que se juega en ese envite. Porque, por mucho que se pretenda intoxicar al respecto, este no es un tema corporativo. Desde el punto de vista personal un juez vive mucho mejor al abrigo del poder, como la fulgurante carrera de tanto político togado incompetente demuestra todos los días. Sí puede ser, sin embargo, que también sea un tema de dignidad profesional, claro. Pero, al margen de ello, lo que a los ciudadanos de una democracia nos interesa es disponer de una institución capaz de frenar la arbitrariedad del poder y su dominación caprichosa. Para eso no se ha inventado nada mejor que el juez independiente.

En la actualidad, la independencia judicial está sometida a un asedio múltiple. El nombramiento de todos los consejeros del Poder Judicial por el Parlamento por el sistema de cuotas partidistas, algo insólito a nivel europeo con la única excepción de Polonia, no parece ya suficiente. Ahora se pretende que, una vez vencido su mandato, los consejeros no puedan nombrar jueces para los puestos vacantes, con la finalidad de sincronizar todavía mejor la voluntad del Consejo con la del Parlamento de turno. Verdaderamente, para esto sería mejor suprimir al Consejo y que a los jueces del Tribunal Supremo los nombre directamente la mesa del Congreso. Algo ahorraríamos. Pero es que todavía hay más. A esta reforma en ciernes se añaden otras que pretenden atribuir la instrucción al Fiscal y crear los tribunales de instancia, con la finalidad de desactivar definitivamente al último eslabón todavía verdaderamente independiente de la carrera judicial –el juez de instrucción- y cerrar así el círculo del control político de la institución. De esta manera, por la vía del Consejo se controlaría, a través de los nombramientos en los tribunales superiores, la aplicación de la legalidad; y por la vía de la instrucción se controla algo todavía más importante que la legalidad: la verdad oficial.

Esta es la piedra angular del último ensayo de Jesús: la lucha, no por el derecho, sino por la verdad. Y estarán de acuerdo conmigo en que no puede ser más oportuno, porque si algo nos ha demostrado este último lustro es lo increíblemente frágil que resulta eso que en la antigua, antigua normalidad, dábamos por sentado, y que ahora percibimos como casi inaccesible y evanescente: la pura realidad de los hechos. En un mundo en que la prensa de calidad o no existe o no se lee, dominado por las redes sociales y por los spin doctors, la realidad empieza a ser sólo una opinión más. Y esto es algo que al poder le ofrece muchas ventajas, como los políticos populistas en todas partes del mundo han comprendido de inmediato. Nada más natural que intentar desactivar, entonces, al último reducto que en el ámbito de lo público resiste al invasor, capaz todavía de buscar y atestiguar la verdad con cierta credibilidad, frente a todas las presiones políticas, económicas y mediáticas, y que sigue haciendo la vida difícil a los políticos corruptos: el humilde juez instructor.

A través del relato de casos reales, históricos y actuales, el autor nos va conduciendo, a veces de manera sinuosa, a que seamos nosotros los que comprendamos y valoremos de primera mano el contraste que se produce en muchas ocasiones entre la conveniencia política –representada por un fiscal que no puede eludir su dependencia jerárquica con el poder político- y la seca y muchas veces desagradable verdad, representada por ese inquisidor esquizofrénico (según sus críticos) que es el juez de instrucción; en definitiva, el contraste entre lo que conviene y lo que hay, simplemente. A nadie se le escapa que la ventaja de escoger la verdad  descansa en que solo así nos convertimos en ciudadanos autónomos con capacidad de decisión, y no en meros peleles manejados por los políticos de turno, casi siempre en su propio interés.

Atribuir la instrucción a un Fiscal dependiente políticamente (ahí está la actual Fiscal General del Estado y ex ministra de Justicia para simbolizar mejor que nada esa íntima conexión) supone dejar al albur de un dependiente jerárquico del Gobierno (que es quien nombra al FGE) la decisión de incriminar, pero también la fijación de una realidad que, adulterada por conveniencias políticas, luego es muy difícil de sanar en fase probatoria. Sabemos que la ausencia de una verdadera policía judicial y de peritos independientes de la Administración complica muchas veces la vida del juez que quiere averiguar la verdad cuando de políticos y de gente de posibles se trata. Pero si, encima, nos quitamos de en medio al juez instructor, entonces ya podemos echarnos definitivamente a temblar. No cabe tampoco desconocer que por esa vía la acusación popular quedaría también tocada de muerte.

Se nos dice que toda Europa instruye el Fiscal y no hay acusación popular. Curioso argumento del que invoca Europa para defender la atribución de la instrucción al Fiscal, pero no la despolitización del Consejo General del Poder Judicial, ni los informes GRECO, ni los avisos de la Comisión, ni las sentencias del TJUE sobre el caso polaco… Tampoco que en Europa la fiscalía en mucho más independiente que la española, como un informe de la Fundación Hay Derecho demostró hace años. Si la convertimos en verdaderamente independiente no habría problema, claro, pero algo me dice que ni el Sr. Sánchez ni la Sra. Delgado van a estar por la labor.

El entretenidísimo ensayo de Jesús nos ilumina sobre estas realidades de una manera mucho más amena y profunda de lo que he intentado hacer yo en este breve post, como no podía ser de otra manera, por lo que su lectura no solo es muy recomendable, sino absolutamente imprescindible para el ciudadano que quiera seguir siéndolo. Porque esto, para nosotros, también es una cuestión de dignidad.