La dudosa legalidad de los pagos fraccionados mínimos y su coste para la Hacienda Pública

Los pagos fraccionados son un pago anticipado del Impuesto. En el caso del Impuesto de Sociedades, con carácter general, los pagos fraccionados de un determinado año se calculan sobre el Impuesto de Sociedades del ejercicio anterior, si bien la ley prevé la opción de que el cálculo se pueda realizar sobre la base imponible del impuesto del ejercicio en curso, para evitar que, en el supuesto de que los resultados (y por ende la deuda por el Impuesto de Sociedades) de una empresa hayan caído de un ejercicio a otro, la empresa deba de abonar unos pagos fraccionados demasiado elevados, que le causen tensiones de liquidez y que posteriormente deban de ser devueltos por la Hacienda Pública.

Lo anteriormente descrito es el régimen general. Sin embargo, con efectos 1 de enero de 2016, el Real Decreto-ley 2/2016, de 30 de septiembre modifica la Ley del Impuesto sobre Sociedades, estableciendo un importe mínimo para los pagos fraccionados, calculado sobre el resultado contable, en lugar de sobre la base imponible, sobre el cual debería, en puridad técnica, calcularse.

En concreto, los contribuyentes cuyo importe neto de la cifra de negocios en los 12 meses anteriores hubiese sido mayor de 10 millones de euros, se vieron obligados a ingresar a cuenta una cantidad que no podía ser inferior, en ningún caso, al 23% del resultado positivo de la cuenta de pérdidas y ganancias para aquellas empresas sujetas al tipo general del impuesto del 25% (el 25% para sujetas al tipo incrementado del impuesto).

Es importante tener en cuenta que entre el resultado contable y la base imponible del impuesto (sobre la que se calcula el impuesto a pagar) hay diferencias relevantes derivadas de distintos motivos técnicos o de política tributaria. Son motivos técnicos los que hacen que se permita la compensación de bases imponibles negativas de ejercicios anteriores (siendo en este aspecto la norma española probablemente la más restrictiva de la Unión Europea) o la eliminación de dobles imposiciones; por otro lado, están los beneficios fiscales articulados por el legislador tales como las deducciones para fomentar la investigación y el desarrollo.

Pues bien, el pago fraccionado de las grandes empresas pasó a calcularse sobre aquel importe que resultase más elevado, o bien sobre la base imponible o bien directamente sobre la cuenta de pérdidas y ganancias de la empresa.

Desde el principio, la reforma planteó importantes dudas de constitucionalidad, tanto por considerarse que podía atentar contra la capacidad de pago, como por el instrumento jurídico por el que se había introducido, el Real Decreto-Ley, reservado a casos de extraordinaria y urgente necesidad y cuyo uso está limitado en el ámbito tributario.

Consciente de esta circunstancia, el Gobierno procedió a incorporar esta modificación al Impuesto, con efectos para los períodos impositivos que se iniciasen a partir del 1 de enero de 2018, por la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2018. De esta forma, se pretendía dar rango legal estable a la modificación introducida, pero nuevamente no se acudió a la tramitación legislativa ordinaria, sino que se utilizó otro atajo, la Ley de Presupuestos Generales del Estado, para la que también imperan ciertos límites a la hora de modificar la legislación tributaria, tal como ha señalado, en una jurisprudencia consolidada el propio Tribunal Constitucional.

Y hacían bien, ya que el Tribunal Constitucional, en su sentencia de 7 de julio de 2020, declaró inconstitucional y nulo el Real Decreto-ley 2/2016 en su integridad por vulnerar los límites materiales de un instrumento normativo de esta naturaleza, es decir, por haber utilizado la vía del Real Decreto-Ley para introducir una modificación del Impuesto sobre Sociedades de tal magnitud: el Tribunal consideró que los pagos fraccionados son un elemento esencial del tributo que no podía ser modificado por Real Decreto-Ley.

Deja, sin embargo, el Tribunal Constitucional pendiente de resolver la otra cuestión planteada en el recurso cual es la posible infracción sustancial del principio de capacidad económica, establecido por nuestra Constitución, aspecto este de suma importancia e interés, que esperemos sea aclarado en el futuro.

En cualquier caso, como consecuencia de esta Sentencia, quedan anulados los pagos fraccionados mínimos, calculados sobre el resultado contable, realizados en los ejercicios 2016 y 2017, si bien sigue siendo de aplicación este método para los ejercicios 2018 y siguientes, gracias a la modificación legislativa introducida por la Ley General de Presupuestos de 2018.

Pero, tal como venimos apuntando, sobre esta norma siguen pesando dos amenazas muy relevantes: el uso de la Ley anual de Presupuestos para modificar un elemento esencial del tributo y la posible vulneración del principio constitucional de capacidad económica.

Por otro lado, cabe cuestionarse la conveniencia, desde un punto de vista financiero, de estos pagos fraccionados mínimos, ya que están produciendo un incremento artificial, e incluso ineficiente, de los ingresos del Estado, incrementando artificialmente los procedimientos de devolución y, en caso de que se declarase inconstitucional, la Administración tendría que abonar al contribuyente intereses de demora al tipo del 3,75% anual. Este coste es especialmente absurdo teniendo en cuenta que actualmente los tipos de interés son negativos, produciéndose finalmente una financiación a unos tipos extraordinariamente caros.

De hecho, entre 2015 y 2018, según datos publicados por la propia AEAT, la Administración ha tenido que abonar 1.091 millones de euros en intereses de demora, a razón de 270 millones de euros de media anual, un coste que se podría haber evitado, al menos en parte, si se legislase mediante ley ordinaria y no recurriendo una y otra vez a atajos que limitan el control parlamentario.

Esta, en resumen, es la situación a día de hoy, dudosa desde el punto de vista legal e ineficiente desde un punto de vista financiero, a la que nos lleva la actuación cortoplacista de los gobiernos que, recurriendo en demasiadas ocasiones a atajos legislativos, menoscaba la seguridad jurídica e impone un coste excesivo a las empresas, y lo que es incluso peor, al Presupuesto del Estado.