Fijar límites al precio del alquiler (una cuestión de justicia)

Uno de los rasgos más característicos de la actualidad es la permanente confusión entre justicia conmutativa y justicia distributiva, sobre la que hemos comentado largo y tendido en este blog (por ejemplo, en este post sobre quién debería pagar el impuesto de Actos Jurídicos en las hipotecas). Esta confusión, que evitaron cuidadosamente los clásicos, es bastante grave, porque al distorsionar los principios elementales de la justicia, termina por asignar erróneamente responsabilidades, con resultados finales francamente injustos.

Recordemos brevemente en qué se diferencian la una de la otra. La justicia conmutativa es bilateral (en el sentido que solamente tiene en cuenta el interés de las partes contratantes) y no se fija en las condiciones personales de los intervinientes, sino únicamente en el equilibrio de prestaciones. Por ejemplo, en una compraventa solo importa si hay equilibrio entre el precio y la cosa. En la responsabilidad por daños ocurre lo mismo. Cuando el hijo del pobre rompe el cristal del rico, el padre debe pagar su valor íntegro, sin referencia alguna a la diferente fortuna entre uno y otro, o a cuestiones de distribución de la riqueza nacional. Quizás para el pobre supone un sacrificio tremendo y para el rico no significa prácticamente nada, pero la justicia conmutativa exige que se indemnice el valor íntegro del cristal.

La justicia distributiva es muy diferente. Es multilateral, en el sentido que tiene en cuenta los intereses colectivos, y por eso mismo, valora en gran medida las condiciones personales de los intervinientes. Cuando se trata de contribuir a las cargas principales de un país (desde el ejercito a la seguridad social) es de justicia que el rico contribuya mucho más que el pobre. Del mismo modo, cuando se trata de nombrar a un presidente de una empresa pública financiada con el dinero de todos, es de justicia que se atribuya el puesto a la persona más cualificada que lo solicite.

Para que funcione una sociedad de manera justa y adecuada, ambas justicias deben trabajar de manera coordinada, pero también independiente. El pobre pagará el cristal, pero el rico pagará la seguridad social del pobre. Pero cuando, como ocurre en la actualidad, ambos fenómenos se confunden (cuando el pobre no quiere pagar el cristal porque su sacrificio es mucho mayor o cuando el rico no quiere pagar la seguridad social porque él tiene un seguro privado) entonces surgen los problemas. Desgraciadamente, el origen de la confusión se encuentra en los mismos principios que dominan la Modernidad y por eso afecta exactamente igual a la izquierda y a la derecha.

En el caso de la izquierda es evidente, por su clásica tendencia a intentar resolver problemas colectivos interfiriendo en las relaciones privadas, pero también en el caso de la derecha liberal. Por ejemplo, el análisis económico del Derecho confunde sistemáticamente justicia conmutativa con justicia distributiva. El énfasis en la eficiencia económica es una cuestión de justicia distributiva, pues se entiende que una situación social es eficiente (óptimo de Pareto) siempre que no sea posible mejorar a alguien sin hacer sufrir a otro un perjuicio, de tal forma que un cambio hacia una nueva asignación en la que al menos se mejora la situación de un individuo sin hacer que empeore la situación de los demás es un incremento de la eficiencia (mejora de Pareto). Como consecuencia de ello, la teoría sostiene que deberían permitirse determinados incumplimientos contractuales, como el derivado de una doble venta cuando el precio ofrecido por el segundo comprador es superior, siempre que se indemnice adecuadamente al primer comprador, pues obligar a entregar en todo caso la cosa al primero no puede cumplir el criterio de la eficiencia de Pareto, dado que el precio es un indicador de la utilidad de los bienes. Lo mismo ocurre en el ámbito de la responsabilidad extracontractual, ya apliquemos la fórmula Learned Hand (la culpabilidad extracontractual sólo existe cuando el gasto de previsión es menor que el daño previsto multiplicado por la probabilidad que éste ocurra); o el criterio formulado por Calabresi del Cheapest cost avoider (la responsabilidad extracontractual corresponde a quién hubiera podido evitar la producción del daño a un coste más bajo).

Al objeto de comprobar esa curiosa sintonía de argumentos entre los extremos del arco político, el caso del control del precio del alquiler es bastante paradigmático. Si nos fijamos, los que utiliza la izquierda para exigir el control son esencialmente de la misma categoría (aunque simétricos) que los que utiliza la derecha para oponerse: argumentos de interés colectivo, tal como lo entiende y prioriza cada uno. La izquierda es favorable a fijar máximos al importe de las rentas de alquiler como una política de justicia distributiva para facilitar el acceso a la vivienda a la parte de la ciudadanía con menos recursos (Unidas Podemos propone congelar las rentas que estén por debajo de la media y forzar bajadas de precios hasta ese límite en los alquileres más altos). La derecha se opone, básicamente porque entiende que con esas medidas los propietarios preferirán no alquilar y/o renovar o mejorar sus viviendas, por lo que la carestía y el deterioro de calidad en el parque disponible se agravará mucho más, con el efecto de que el resultado será económicamente ineficiente. En esta línea de pensamiento, se atribuye a Friedman (aunque no he podido comprobarlo) la afirmación de que solo un bombardeo sistemático es peor para una ciudad que el control de alquileres. En conclusión, lo que se invoca por ambas posturas son razones de interés general. En uno y otro caso se piensa que el tratamiento jurídico de un contrato bilateral debe determinarse en función, no del interés exclusivo (y equilibrado) de los contratantes, sino de la colectividad. Y el resultado final para ambas posturas será, como resulta natural a la vista de los presupuestos comunes, genérico u omnicomprensivo: deben controlarse los precios de manera general, o no debe intervenirse en absoluto de manera general.

Sin embargo, este enfoque es muy discutible, al menos si mantenemos la distinción clásica entre los dos tipos de justicia. Desde el punto de vista defendido por la izquierda no me resulta comprensible la razón por la cual los propietarios deben contribuir a resolver el problema de la vivienda social mucho más, por ejemplo, que los grandes patrimonios mobiliarios. Vendría a ser algo semejante a afirmar que los supermercados deben bajar los precios para que la comida sea accesible a todo el mundo y sufrir ellos exclusivamente el coste correspondiente, sin repartirlo de manera equitativa entre toda la sociedad (de hecho, hace unos años se defendía el asalto a los supermercados por una parte de la izquierda). Semejante cosa puede o no respetar la justicia conmutativa (porque como veremos eso debe decidirse en función del caso) pero lo que resulta meridianamente claro es que no respeta la justicia distributiva, pese a que, paradójicamente, eso es teóricamente lo que se pretende.

Es obvio cuando una viuda se traslada a una residencia y alquila su piso en el centro de la ciudad, que en su día le costó mucho esfuerzo pagar y que en la actualidad vale bastante dinero. Gracias a eso se costea una residencia un poquito mejor. Sin embargo, ahora le vamos a decir que como el poder público no ha invertido nada en vivienda social en las últimas décadas (o ha cometido el disparate de vendérselas a sus inquilinos) y hay carestía y aumento de precios, ella tiene que asumir la principal responsabilidad para atender a ese fin social, en mayor proporción que la Sra. Botín. Es más, tiene que arrimar el hombro aunque su particular inquilino sea millonario, cosa que resulta ya francamente chusca. Pero es que, aunque el control del alquiler se limite a los “grandes tenedores de viviendas” (al margen de que si se hace así la medida no valdrá para nada) el problema de injusticia distributiva es exactamente el mismo. Por eso -ahora desde la perspectiva de la derecha- aunque la medida no generarse ineficiencias colectivas, seguiría siendo injusta (argumento que para ellos no procede desde el momento en que, al menos en la práctica, equiparan la justicia a la eficiencia).

Con todo esto no estoy defendiendo que todo contrato “libremente” concertado entre propietario e inquilino sea justo desde el punto de vista de la justicia conmutativa y que no proceda nunca ningún tipo de intervención. En absoluto. Por supuesto que, en determinados momentos y lugares, los precios pueden resultar abusivos y romper el equilibrio entre las partes. Pero a este problema uno no se puede acercar como un elefante en una cacharrería blandiendo el machete de la justicia distributiva, sino más bien con el bisturí, definiendo por un lado una auténtica política distributiva y, por otro, controlando la conmutativa.

En cuanto a la distributiva hay mucho por hacer, desde crear un parque público de viviendas en alquiler digno de ese nombre e incentivar la construcción privada para sostener la oferta, hasta diseñar una buena política fiscal, ya sea por el lado de la propiedad, gravándola de manera justa y adecuada (o incluso bonificándola, cuando acepte alquilar en determinadas condiciones), como, por el lado de los inquilinos, subvencionando al que lo necesita, tal como se hace en muchos países de Europa.

En cuanto a la conmutativa, controlando de manera mucho más intensa los abusos que pueden producirse. Se puede tomar como inspiración la práctica italiana (aquí) donde, en función de las características de cada sector y de las viviendas ofertadas, las asociaciones de propietarios y de inquilinos fijan de manera voluntaria precios mínimos y máximos, en combinación con determinados incentivos fiscales. No debería haber tampoco problema a que ciertos límites puedan fijarse legalmente, pero en función de las características particulares de cada situación, y no de manera general.

Por supuesto que ninguna solución es perfecta. Pero si queremos crear una sociedad un poco más justa deberíamos combinar las soluciones distributivas con las conmutativas. Pero, eso sí, sin mezclarlas. Confundirlas no solo distorsiona la responsabilidad de afrontar las correspondientes cargas, sino que facilita la delegación de responsabilidad por parte de los políticos, siempre dispuestos a adoptar medidas facilonas y populistas antes que trabajar en serio para encontrar soluciones útiles y justas.