Congreso de los "Indultados".

La realidad y el deseo: reproducción de la Tribuna en el Mundo de Elisa de la Nuez

El mes transcurrido desde el 14-F y el levantamiento por el Parlamento Europeo de la inmunidad de los eurodiputados Puigdemont, Ponsatí y Comín el 9 de marzo ha dejado bien claro hasta qué punto el supuesto éxito de la operación Illa se ha quedado en un pío deseo frente a la tozuda realidad de que el independentismo catalán no es un aliado fiable. No ha habido ni el más mínimo de intento de acordar un tripartito supuestamente progresista (considerar progresista a un partido nacionalista reaccionario como ERC no deja de ser otro pío deseo) frente al interés claro de los partidos separatistas de seguir copando los cargos, los presupuestos y la maquinaria del poder en Cataluña, con o sin independencia a la vista, que esto empieza a no ser tan esencial. O más bien, es la excusa perfecta para excluir sistemáticamente del Gobierno y de las prebendas que en todas partes conlleva y en Cataluña probablemente más que en ninguna parte de España a la mitad de la población. En la democracia iliberal en la que se está convirtiendo Cataluña a ojos vistas las minorías políticas (incluso aunque sean la mayoría de la población) no cuentan en la medida en que se está laminando el sistema de contrapesos institucionales que debe protegerlas frente a los excesos de la mayoría. Por otro lado, las airadas reacciones del independentismo frente al levantamiento de la inmunidad de los eurodiputados fugados (recordemos que el PSOE en el Parlamento europeo votó a favor del levantamiento mientras que su socio de gobierno, Podemos, votó en contra) no auguran nada bueno para la estabilidad del Gobierno de coalición.

La realidad es que el pragmatismo y el sentido de Estado de Esquerra Republicana (tan alabado por el Gobierno a cambio de su apoyo) ha dejado paso a la tradicional pugna por los recursos de la Generalitat y por la primacía en el mundo independentista, con una subasta al alza en lo que se refiere a la retórica y a las amenazas de ruptura, no ya con el orden constitucional (que en eso consiste el programa independentista) sino con el Gobierno de coalición. Lo que, por cierto, era perfectamente previsible para cualquier espectador desapasionado. Así las cosas, los únicos acuerdos que parecen posibles son los que alcanzan entre sí los partidos independentistas con el apoyo de ese hallazgo que es la CUP, partido cuyos votantes no aprecian incoherencia alguna en ser, a la vez, los más antisistema y los de mayores ingresos del arco parlamentario catalán. Claro que cuando la revolución la hacen las clases más pudientes contra las más desfavorecidas todo resulta profundamente incoherente. De ahí que al Gobierno catalán le resulte tan complicado controlar los desórdenes callejeros o las movilizaciones a favor de figuras como la de Pablo Hasel cuando él mismo los alienta, al menos espiritualmente. Ya saben, es lo de sorber y soplar.

Tampoco el camino que propugnaba el PSC con un notable voluntarismo (o buenismo, si prefieren) tenía mucho recorrido. La vuelta a una supuesta Arcadia anterior a 2017 (borrada esta fecha fatídica del mapa político) en la que el catalanismo reinaba pacíficamente en la sociedad catalana y los extremos eran eso, extremos, sencillamente ya no es posible. Ahora sabemos que el consenso construido a base del silencio de la mayoría de los catalanes nunca fue tal. En todo caso, ha saltado por los aires y los dinamitadores han sido los nacionalistas: no parece que haya mucho que rescatar del oasis catalán, destrozado por sus propios creadores. La ciudadanía no nacionalista es muy consciente de que el Govern no la tiene en cuenta, en el mejor de los casos, o pretende silenciarlos vía coacción social y política en el peor. Todo está bajo cuestión: desde el pretendido éxito de la inmersión lingüística hasta la hegemonía de los medios de comunicación controlados por la Generalitat pasando por la actuación de los Mossos en los recurrentes episodios de violencia callejera en Barcelona. Y por buenas razones.

En este situación, la vía del diálogo, palabra mágica con la que se envuelve la invitación a volver al statu quo de dominio político nacionalista pero sin sobresaltos y con el beneplácito de los dominados me parece que tiene poco recorrido, más allá de la gesticulación y tacticismo. De hecho, mientras los independentistas negocian entre ellos en Cataluña sin dar opción alguna al partido más votado, el PSC, el Congreso aprueba por una mayoría de 187 diputados una moción de ERC en la que se insta al Gobierno a reunirse, de manera inmediata, en la mesa de diálogo y negociación bilateral con el Govern que se constituya para avanzar «en la resolución del conflicto político entre Catalunya y el Estado español». El PSOE ha votado a favor, aunque desde el partido aseguran que la negociación se hará dentro de la Constitución y las leyes. Difícil cuadratura del círculo cuando una parte quiere negociar el marco constitucional y legal.

La propuesta de ERC es la de siempre: el reconocimiento del derecho de autodeterminación y ahora también la amnistía de los que considera «presos políticos». La única novedad es que ahora se pretende que sus exigencias sean el resultado de concesiones hechas en una mesa de diálogo y poco más. El que se trate de un diálogo entre dos sujetos (Cataluña y el Estado español) que no son equiparables, dado que uno es una comunidad autónoma del otro o en el que el objeto de la negociación sea el Estado de Derecho, la Constitución y la propia soberanía nacional (que hoy por hoy y salvo que se modifique la Constitución reside en el conjunto del pueblo español) no parece que alarme demasiado al Gobierno. Por no hablar de aquellos a quienes ya nadie representa, ni la Generalitat ni el Gobierno, y que pueden sentirse olvidados: los ciudadanos no nacionalistas de Cataluña. En conclusión, en el marco de un Estado democrático de Derecho esta mesa de negociación tiene muy difícil encaje, dado que estas cuestiones sólo se pueden abordar en el marco de una reforma constitucional para la que los negociadores no disponen de mayoría suficiente. Que la mesa de negociación se reúna para concluir que hace falta una reforma constitucional para acomodar las pretensiones independentistas (suponiendo que la voluntad mayoritaria sea acabar con la soberanía nacional y la unidad territorial, lo que es mucho suponer) no creo que sea la idea de sus promotores.

Para enfangar aún más la situación, el Gobierno de coalición tiene dos almas en una cuestión tan trascedente como es la propia existencia de un Estado de Derecho y una democracia plena en España. Cuando Unidas Podemos vota en contra (junto a la ultraderecha europea, por cierto) de levantar la inmunidad a los diputados independentistas fugados no podemos olvidar que está asumiendo el discurso o el relato, si prefieren, de que España no es una democracia homologable con otras europeas y que no tiene un Estado de Derecho digno de tal nombre. Cosa que, por otra parte, ha dicho públicamente el aún vicepresidente Pablo Iglesias, por lo que tampoco es ninguna sorpresa.

Con esos mimbres, avanzar en la solución del conflicto catalán no parece posible. El choque de identidades, conseguido a base de esfuerzo nacionalista para incompatibilizar la identidad catalana con la española y hacer de todo lo español un enemigo externo a derrotar, con la consiguiente fractura de la sociedad catalana, no es fácil de reparar. La soledad de los votantes no nacionalistas por incomparecencia de las instituciones, empezando por la del Estado, que debería defenderles es flagrante. El lento declive económico, social y, sobre todo, moral de Cataluña no parece, hoy por hoy, fácilmente reversible. Pero si una lección podemos extraer de este desastre es que ignorar que las leyes en Cataluña son optativas (por lo menos para los gobernantes nacionalistas) no es una buena idea. Mirar para otro lado cuando se conculca el Estado de Derecho en una autonomía no parece muy buena idea. Los resultados, a la vista están. Quizás podríamos empezar por exigir a todos, gobernantes y gobernados, nacionalistas y no nacionalistas el respeto estricto de las reglas del juego.

Quizás el único rayo de optimismo es el que proviene de las instituciones europeas. Que el independentismo no haya conseguido imponer su relato salvo entre los diputados ultras y euroescépticos, por muchos que sean, no deja de ser una muy buena noticia. En ese sentido, tenemos que entender y hacer entender que lo que tenemos en Cataluña, a pequeña escala, es el mismo modelo de democracia iliberal que tanto preocupa a la UE en otros Estados miembros como Polonia y Hungría. Que la UE entienda que también es importante luchar contra el iliberalismo a nivel regional me parece una cuestión primordial. Y evitar que este modelo se exporte a otras regiones de España también. En esta tarea debemos utilizar todas las herramientas que el Estado de Derecho pone a nuestra disposición.