Dos modelos de capitalismo (y quizás pronto solo uno)

El dominio absoluto del modelo capitalista en todo el mundo no nos puede hacer olvidar la existencia actual de dos versiones significativamente diferentes, la liberal y la autócrata, que responden a un distinto origen, pero que amenazan con aproximarse tanto como para que a medio plazo podamos hablar de un único modelo.

El desarrollo del capitalismo liberal ha ido vinculado al de la libertad política, y eso hace que se caracterice por su regulación a través del imperio de la ley democrática y de la división de poderes que caracteriza al Estado de Derecho. Por el contrario, el capitalismo autócrata ha surgido de la debacle del sistema comunista (China, Rusia, Vietnam…), y mantiene la regulación típica de esos regímenes, encarnada en un líder o en una burocracia fuerte y poderosa que actúa en función de las circunstancias sin sujeción a norma o control alguno. La diferencia descansa, por tanto, en el papel del Estado en la economía, pero no entendido en el sentido de que en el sistema autócrata el Estado tenga una mayor participación de capital (en China no llega al 20% de la producción industrial y es ya del 0% en la agrícola) sino solo en que, como señala Branco Milanovic (Capitalismo, nada más), en el sistema liberal el Estado tiene un papel facilitador y pasivo, y en el autócrata activo y directo.

En cuanto a tipos ideales, la distinción parece nítida, pero en la práctica las fronteras empiezan a desdibujarse como consecuencia de las pulsiones comunes propias de todo capitalismo. El sistema autócrata pretende blindar a su burocracia de la influencia directa del capital (de los poderosos hombres de negocios) para garantizar una dirección autónoma enfocada en el interés general del desarrollo económico del país. Pero la realidad demuestra que tal cosa es una quimera. La ausencia de imperio de la ley obstaculiza lograr esa impermeabilización haciendo borrosa la distinción entre burócratas y capitalistas, como prueba la brutal corrupción existente en este tipo de sistemas, todavía mayor de la que existe en el liberal. Según esta noticia de The Economist de 2013 (aquí) mientras que los 50 congresistas más ricos de EEUU “valían” 1.600 millones de dólares en total, los 50 miembros más ricos del Congreso nacional del pueblo chino alcanzaban la asombrosa cifra de 94.700 millones de dólares, es decir, sesenta veces más. Y desde entonces la diferencia no ha hecho más que aumentar. La secular debilidad del Derecho privado chino (especialmente en contratos y propiedad) y la carencia de un sistema judicial independiente (en cuanto subordinado a la burocracia estatal), facilita la connivencia entre los capitalistas y los burócratas para abusar de sus posiciones de poder sin que haya ninguna posibilidad de verdadero control (que solo puede ser el que ejercen los ciudadanos desde abajo, y no el remoto derivado de los órganos de disciplina del partido). Por eso, aunque no se trate de corrupción “dura” (que la hay, y mucha), la “blanda” derivada de la íntima conexión entre política y capital en el modelo autócrata es innegable.

La conexión entre política y capital en el sistema liberal es tradicional, como es obvio, pues el capital depende necesariamente para ser tal y, para su defensa de cualquier amenaza de la protección del Estado, pero en las últimas décadas esa conexión ha abandonado cada vez más la vía transparente del proceso democrático/burocrático y ha acudido a otro tipo de vías un poquito más opacas: lobbies, financiación de los partidos políticos, puertas giratorias, captura del regulador y, por supuesto, corrupción. Ya sea de forma legal (como en EEUU) o ilegal (como en España), cuando el capital da dinero a los partidos lo hace siempre a cambio de algo, como resulta del todo punto evidente. Es asombroso que para muchos el escándalo de la caja B del PP descanse en si se ha pagado no a Hacienda por los sobresueldos o incluso por el impuesto de sociedades (!) cuando la verdadera cuestión está en la influencia pagada. Por otra parte, no podemos olvidar tampoco el papel de los grandes bancos de inversión y de los despachos de abogados, principalmente anglosajones, en el blanqueamiento del dinero corrupto generado en el otro sistema (y en el propio), así como en el diseño de instrumentos legales que, como bien han explicado Katharina Pistor (The Code of Capital) y J.A. Winters (Oligarchy), buscan preservar y defender el capital de los súper ricos frente a cualquier amenaza, incluidas las impositivas. Su innegable éxito solo se explica por la connivencia de los Estados del sistema liberal y lleva implícita una inevitable erosión de los mecanismos de control propios del Estado de Derecho. El resultado es un modelo de capitalismo clientelar cada vez más corrupto (que analizamos aquí en su momento). El auge actual de los populismos, con su tendencia a menospreciar las reglas y los procedimientos a fiarlo todo del “resultado”, busca solo disfrazar una realidad cada vez más difícil de ocultar.

La confluencia entre los dos sistemas es lógica desde el momento en que el fundamento que comparten (búsqueda del lucro como único criterio para medir el éxito personal, empresarial y nacional) prevalece frente a cualesquiera otros valores, cada vez más desprestigiados (autonomía, libertad, participación), y a los que la opinión pública en todo el orbe es cada vez menos sensible. Las normas se valoran por su capacidad de atender a ese único interés, y por tanto cada vez son más líquidas y adaptables. Así ocurre, por supuesto, en el sistema autócrata, donde por definición son laxas y se aplican a conveniencia, pero de manera cada vez más semejante en el liberal, por su indeterminación y flexibilidad, pero también a través de la crucial capacidad de la que disponen los agentes fuertes del sistema de elegir la ley del Estado que más les convenga, ya sea societaria, fiscal o contractual, con la consiguiente competencia perversa o desleal entre aquellos. Cuando la única restricción al afán de lucro (que se considera la virtud por excelencia) son normas legales cada vez más etéreas e inconsistentes, el resultado previsible es que los dos sistemas terminen fusionándose en uno solo al servicio de una élite mundial verdaderamente globalizada y corrupta.

Puede defenderse que el resultado no tiene por qué ser necesariamente malo. Se alega que quizás pueda servir para relajar las tensiones entre los dos sistemas y evitar cualquier posible conflicto demasiado caliente, pero sinceramente lo dudo. El compartir el mismo sistema capitalista-colonialista no impidió a las potencias europeas embarcarse en el siglo pasado en el conflicto más sangriento de la Historia, sino que más bien incentivó la lucha por las diferentes áreas de influencia en el reparto del pastel. Así que me temo que las noticias no son buenas, porque el aumento radical de la desigualdad interna que está motivando la actual evolución de los dos sistemas, con los correspondientes conflictos añadidos, no va a ser compensada con ninguna distensión internacional.

La lógica conclusión es que el deterioro de las instituciones y del Estado de Derecho, el único freno posible a esta tendencia aparentemente imparable, tiene un claro perdedor, y ese somos nosotros, los que formamos parte del 99% restante. El Estado de Derecho no solo sirve, ni tampoco principalmente, al desarrollo económico capitalista (aunque la Historia demuestra que le ha sido muy útil), sino a ciertos valores fundamentales, entre los que destaca la libertad, la igualdad y la dignidad del ciudadano, que han constituido desde siempre el corazón del ideario republicano. Por eso, resulta verdaderamente asombroso la complicidad con la actual deriva anti institucional de la izquierda intelectual (y no tanto de la izquierda política, que forma parte con toda conciencia del establishment capitalista-clientelar). Perdonar la captura de las instituciones, desde la judicatura a los organismos reguladores, y la utilización partidista y clientelar de las Administraciones, simplemente porque quienes capturan son “los buenos”, los “verdaderos representantes del pueblo”, constituye no solo una traición a un sistema (el del Estado de Derecho sólido, con sus controles y su división de poderes) que amparó la gran época de la socialdemocracia europea, sino una enorme ingenuidad. Pensar que de esa carrera hacia el fondo del pozo institucional pueda resultar algo distinto del triunfo absoluto del capital globalizado y homogéneo, es verdaderamente tierno, aunque, en relación a algunos especialmente avispados, de tan tierno que es resulta sospechoso…