La ley de apoyo a las personas con discapacidad: una ley necesaria pero imperfecta

Desde diversos y variados sectores sociales y jurídicos se venía exigiendo desde hace tiempo la adaptación de la legislación española en materia de discapacidad a la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad de Nueva York, celebrada el 13 de diciembre de 2006, cuyo artículo 1 define el propósito de la norma, que no es otro que promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de su dignidad inherente. La Convención parte, por tanto, del respeto a la dignidad de las personas con discapacidad, lo cual debe guiar la actuación de los poderes públicos, incluidos los órganos judiciales. Nuestra legislación procesal y civil había quedado obsoleta y, en algunos casos, con una terminología contraria al espíritu de la Convención, en una época en la que cada vez hay más procedimientos judiciales de determinación de la capacidad de obrar, en parte por la existencia de una mayor cultura jurídica en la sociedad, en parte por el envejecimiento de la población en España.

Sin embargo, cada vez que en los últimos tiempos se ha abordado legislativamente la discapacidad, bien sea en materia educativa, electoral o, ahora, procesal y civil, percibo que cualquier modificación parte de una premisa errónea, cual es considerar al colectivo de personas con discapacidad como un grupo homogéneo. Existen tres tipos de discapacidad que pueden darse de forma conjunta o aislada: la física, la sensorial y la psíquica. La incidencia de cada una de ellas en la capacidad de autogobierno de la persona es muy distinta y, sin embargo, al tratar legislativamente las diferentes discapacidades como si fueran una única realidad produce, en mi opinión, un agravio comparativo para quien sufre grave discapacidad psíquica, la más difícil de homogeneizar. La segunda circunstancia que observo en el tratamiento reciente de la discapacidad es la consideración de los familiares más cercanos como ajenos a la persona con discapacidad, de quienes hay que defender a estos y de quienes se desconfía. Finalmente, y ya más específicamente en relación con la Ley 8/2021, de 2 de junio por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica, la nueva regulación ha complicado algunas situaciones que se podrían haber continuado tratando en la forma en la que tradicionalmente se ha hecho, si bien con puntuales mejoras legislativas que adaptasen la legislación a la Convención.

La Ley 8/2021 ha operado un cambio muy profundo en la legislación civil del derecho común eliminando instituciones tradicionalmente arraigadas desde el derecho romano y regulando de manera novedosa el consentimiento de las personas con discapacidad en todo tipo de negocios jurídicos incluyendo el sucesorio.

Retomando el inicio del artículo, lo cierto es que en España se ha abusado en muchos casos de la incapacitación judicial total para dar cobertura a situaciones jurídicas difíciles en casos en los que el afectado por la discapacidad tenía dificultades para el autogobierno. Dar el paso hacia un mayor respeto hacia la dignidad de la persona, es coherente con el artículo 10 de la Constitución y es adecuado al artículo 3 de la Convención que establece que son principios generales el respeto de la dignidad inherente, la autonomía individual, incluida la libertad de tomar las propias decisiones, y la independencia de las personas; la participación e inclusión plenas y efectivas en la sociedad; la igualdad de oportunidades; y la accesibilidad, entre otras cuestiones.

Aunque la reforma ha venido impulsada por la Convención de Nueva York, la necesidad de su acometida viene de lejos. La Recomendación del Comité de Ministros del Consejo de Europa a los Estados miembros, adoptada el 23 de febrero de 1999, sobre “Los Principios referentes a la protección jurídica de los mayores incapacitados” ya se basaba en el principio de flexibilidad en la respuesta jurídica a estas situaciones, estableciéndose que la legislación de cada estado miembro debía ofrecer medidas de protección que no restringieran necesariamente la capacidad jurídica de la persona, sin necesidad de designar un representante dotado de poderes permanentes. Teniendo en cuenta estos antecedentes legislativos era imprescindible cambiar el marco legal. La reforma ha traído mejoras en algunos aspectos importantes, cambios cosméticos o terminológicos en otros y regulaciones poco prácticas en otros.

Lo primero que es necesario apuntar es que se ha derogado la redacción del artículo 199 del Código Civil que aseguraba que nadie podía ser declarado incapaz sino por sentencia judicial. El legislador ha determinado, por tanto, que nadie es “incapaz” sino que, por mor de su discapacidad y en atención a lo que resuelva un juez, necesitará más o menos apoyos para su autogobierno. Este cambio de paradigma supone una igualación de todos los ciudadanos hacia una capacidad legal reconocida. El actual artículo 199 ha mutado su redacción para regular la tutela, estableciendo que la misma únicamente puede aplicarse a menores no emancipados en situación de desamparo o no sujetos a patria potestad, por lo que no cabe ya someter a tutela a las personas con discapacidad, una de las reformas más importantes de esta ley en la que no voy a detenerme, por exceder del objeto de este análisis.

La nueva regulación que afecta a las personas con discapacidad se encuentra en los nuevos artículos 249 y siguientes, integrantes del Título XI del Libro I, “de las medidas de apoyo a las personas con discapacidad para el ejercicio de su capacidad jurídica” y se centra en dos instituciones protectoras: la curatela y la guarda de hecho. El espíritu de la reforma impregna esta nueva regulación, obligando a establecer medidas de apoyo a las personas que las necesiten, respetando en todo momento su voluntad y capacidad y adecuando los apoyos que necesiten a las características del individuo, convirtiendo la resolución judicial que fije aquellos en un verdadero “traje a medida”. Hay que decir que no esto no es novedoso, aunque ahora se insiste de forma explícita en la necesidad de individualizar las medidas. El antiguo artículo 210 CC establecía que la sentencia judicial debía determinar “la extensión y los límites” de la incapacitación, algo que fue desarrollado jurisprudencialmente al albur de la Convención, determinándose que los mecanismos de protección que se fijasen debían ser acordes con la persona evitando regulaciones abstractas y rígidas de su situación jurídica (STS Sala Primera de 29 de abril de 2009). Los “apoyos” consisten conforme a esta nueva regulación en las medidas de apoyo de naturaleza voluntaria (los poderes notariales), la guarda de hecho, la curatela y el defensor judicial.

Centrándonos en la guarda de hecho y la curatela -sobre las medidas de apoyo de naturaleza voluntaria ya habló Fernando Gomá en el artículo del blog Hay Derecho “Los poderes preventivos en la ley de apoyo a las personas con discapacidad” y la figura del defensor judicial ya existía refiriéndose a los procesos judiciales exclusivamente-, la primera no es una verdadera novedad porque ya se encontraba regulada en los artículos 303, 304 y 306 CC, aunque sí lo es el reconocimiento de la capacidad de representar que se atribuye al guardador de hecho para situaciones excepcionales. En estos casos, para actuar en nombre de la persona con discapacidad, el guardador necesitará una autorización judicial obtenida a través del correspondiente expediente de jurisdicción voluntaria. No será necesaria dicha autorización para solicitar prestaciones económicas en beneficio del interesado, siempre que no supongan un cambio significativo en la forma de vida de la persona (artículos 263 a 267).

Lo verdaderamente novedoso es la consideración de la institución de la curatela como el mecanismo idóneo para la concesión judicial de apoyos a las personas con discapacidad (artículos 271 a 294). Lo primero que hay que destacar es, a mi juicio, que la reforma adolece en este aspecto de una dudosa técnica jurídica. En el ánimo de igualar a todas las personas con discapacidad al considerarlas como un todo homogéneo, se ha decidido someterlas al instituto de la curatela que, como todos los juristas saben, tiene por objeto complementar la deficiente capacidad de una persona. La curatela es una institución estable, pero de actuación intermitente, que se caracteriza porque su función no consiste en la representación de quién está sometido a ella, sino en complementar la capacidad de quien la posee, pero necesita un plus para la realización de determinados actos. Sin embargo, el legislador, para eludir mantener la tutela y la patria potestad rehabilitada o prorrogada en personas cuya discapacidad le impide totalmente el autogobierno, ha preferido desvirtuar la figura de la curatela para en casos “excepcionales” en los que “pese a haber hecho un esfuerzo considerable” no sea posible determinar la voluntad, deseos y preferencias de la persona, las medidas de apoyo “podrán incluir funciones representativas” (nuevo artículo 249). Un curador que representa no parece algo muy adecuado a la técnica jurídica, como tampoco lo sería una compraventa que no desplace la propiedad, por poner un ejemplo.

En mi opinión, la regulación de la nueva ley es, en general, positiva y por eso cuenta con el beneplácito de casi todos los colectivos que representan a las personas con discapacidad, pero tiene aspectos que creo que debieron regularse de otra manera. Uno de ellos es el que acabo de exponer: más allá de las buenas intenciones, eliminar las instituciones tutelares para las personas con discapacidad psíquica grave supone un problema para quienes se tienen que ocupar de ellas, colectivo al que se ha obviado y de quien el legislador parece querer proteger a sus familiares con discapacidad.

En relación con esto, quiero destacar que el legislador no ha tenido en cuenta, por ejemplo, que una persona que nace con una enfermedad congénita o una patología incapacitante que obliga a sus padres a asistirle en todas las actividades básicas de la vida diaria más allá de su mayoría de edad necesita una protección tan elevada que no puede por sí mismo prestar ningún tipo de consentimiento, por lo que es imprescindible que alguien lo haga por él o ella. Estas personas, dependientes desde su nacimiento, hasta ahora eran sometidas a la patria potestad prorrogada (o rehabilitada) de sus padres, por la que se seguían comportando en el tráfico jurídico como menores de edad pese a no serlo. La patria potestad prorrogada tenía la enorme ventaja de ser permanente hasta el fallecimiento de los padres o hasta que estos devinieran incapaces para hacerse cargo del hijo, en cuyo caso pasaban a una institución tutelar. Otra gran ventaja era que los padres no estaban obligados a rendir cuentas anuales ante el juez, aunque sí necesitaban la autorización de este para enajenar o gravar bienes del hijo. Con la nueva regulación y la eliminación de la patria potestad prorrogada, los padres pasan a convertirse en curadores de sus hijos con funciones representativas pero con la obligación de hacer inventario ante el juez (artículo 285 CC), aunque se permite a la autoridad judicial no imponerles la obligación de rendir cuentas (artículo 292 CC).

Pero el peor escollo para mí en estos casos lo constituye la obligación legal de revisar todos los apoyos en un plazo de tres años o, si el juez lo considera necesario, en un plazo de seis años como máximo, sin excluir los casos en los que científicamente es obvio que la persona con discapacidad no va a mejorar. Un trámite judicial y burocrático que pesa sobre los padres y familiares de los grandes dependientes con patologías psíquicas severas.

Desde el punto de vista procesal, sin embargo, creo que la reforma es positiva en su integridad, aunque va a traer mucho trabajo a los juzgados con competencias en esta materia y dudo mucho de que se vaya a invertir dinero para paliar la avalancha de procedimientos que se nos avecina. Con total lógica se han reconducido estos litigios hacia los expedientes de jurisdicción voluntaria, flexibilizando el procedimiento y evitando el estigma que supone que los familiares tengan que demandar en un procedimiento contencioso a aquellos a quienes quieren regular su situación jurídica. Solo en caso de oposición de la persona con discapacidad se archiva el expediente y se reconduce al procedimiento contencioso de determinación de la capacidad de obrar. Otra gran ventaja de la nueva regulación es la introducción de la figura del “facilitador”, un profesional experto que realiza tareas de adaptación y ajuste necesarias para que la persona con discapacidad pueda entender y ser entendida (nuevo artículo 7 bis de la Ley de Jurisdicción Voluntaria). La creación de esta figura era algo demandado desde la propia judicatura, por constituir un amigable punto de conexión entre las personas con discapacidad y la fría administración de Justicia, por lo que no podemos más que aplaudir su regulación, a la espera de cómo se plasme en la realidad algo en lo que, obviamente, hay que invertir. Unido a esto, se ha establecido también la obligación de los tribunales de emplear lenguaje comprensible y adaptado a estas personas, regulándose en el nuevo artículo 7 bis de la Ley de Enjuiciamiento Civil una serie de ajustes para personas con discapacidad, lo que incluye la elaboración de resoluciones judiciales de lectura fácil.

Es importante destacar también que la ley obliga a que la “entrevista” judicial (se ha eliminado el término “exploración” judicial) entre el juez y la persona con discapacidad se reproduzca en todas las instancias, no bastando con la realizada y documentada en primera instancia, debiendo repetirse en apelación. En el mismo sentido, es obligatorio un segundo examen médico forense y una segunda audiencia de parientes (nuevo artículo 759 LEC).

Como he apuntado anteriormente, ninguna resolución judicial que fije apoyos para una persona con discapacidad tendrá carácter permanente, debiendo establecerse por la autoridad judicial el periodo de tiempo en el que deban revisarse dichos apoyos que puede ser cada tres años o, motivadamente, cada seis años como máximo (nuevo artículo 268 CC).

Finalizo esta exposición aludiendo a la confusa regulación de las disposiciones transitorias de la Ley que, por un lado, establecen que a partir de su entrada en vigor, las meras privaciones de derechos de las personas con discapacidad o de su ejercicio quedarán sin efecto (DT 1ª) mientras que, de forma contradictoria, se establece el plazo de un año a partir de la entrada en vigor para solicitar la revisión de las sentencias ya dictadas o, caso de no hacerlo, el plazo de tres años para la revisión de oficio (DT 3ª), algo de difícil encaje, ya que las sentencias judiciales de incapacitación no dejan de ser en sí mismas una privación abstracta de derechos. ¿Qué disposición transitoria es de aplicación?

Como colofón me realizo la pregunta de cómo piensa el ejecutivo sufragar el refuerzo que, obviamente, necesitaremos los juzgados con competencia en esta materia. A los casos nuevos que nos lleguen hay que unir la revisión en el plazo de tres años de todas las sentencias ya dictadas, así como volver a tramitar cada tres o seis años las nuevas resoluciones que se dicten conforme a la nueva ley, además del refuerzo imprescindible en las Audiencias Provinciales para volver a examinar todo en segunda instancia. Las leyes a coste cero han demostrado ser leyes con buenas intenciones y deficiente puesta en funcionamiento. Veremos.