Una primera aproximación al Anteproyecto de Ley de Acciones Colectivas

A principios de este año, el Ministerio de Justicia y el Ministerio de Consumo hicieron público el Anteproyecto de Ley de Acciones de Representación para la Protección de los Intereses Colectivos de los Consumidores[1] (en adelante, el “Anteproyecto”). A pesar de llevar la firma de los dos departamentos ministeriales por tratar sobre una materia transversal como es la protección de los consumidores, esta iniciativa legislativa regula cuestiones eminentemente formales, o lo que es lo mismo, de derecho procesal. De hecho, en caso de aprobarse, estaríamos ante una de las reformas más relevantes en materia procesal civil desde la aprobación de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (en adelante, la “LEC”).

Aunque ya en el título nos referimos a las acciones de representación como “acciones colectivas”, es importante aclarar que la regulación planteada dista mucho de parecerse a las “class action” americanas, lo cual no es sino la consecuencia de la clara intención del legislador comunitario de crear un sistema propio, diferenciado y, en todo caso, más conservador.

Como desgraciadamente viene sucediendo cuando se trata de incorporar normas comunitarias a nuestro Derecho, España llega tarde en la transposición de la Directiva (UE) 2020/1828 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25 de noviembre de 2020, relativa a las acciones de representación para la protección de los intereses colectivos de los consumidores (en adelante, la “Directiva”). Decimos esto porque la Directiva establecía el día 25 de junio de 2023 como fecha límite para que los Estados miembros comenzasen a aplicar las disposiciones normativas de trasposición (art. 22), pero entrado ya el mes de mayo, el Gobierno ni tan siquiera ha remitido a las Cortes un proyecto de ley para poner en marcha el procedimiento legislativo.

Entrando en cuestiones de contenido, hay que celebrar que por fin se esté planteando la creación de un sistema tutela colectiva de los intereses de los consumidores, sistematizado y dotado de un cauce procesal específico. El régimen actualmente vigente en esta materia, con una regulación dispersa e incompleta, se ha caracterizado principalmente por su total ineficacia práctica o escasísima aplicación.

Sin perjuicio de lo que luego diremos sobre el modelo elegido por el prelegislador y los aspectos mejorables del Anteproyecto, la reforma habrá merecido la pena si llega a tener como efecto reducir −en mayor o menor medida− el fenómeno de la litigación masiva. Tras una década en la que se han ido sucediendo varias oleadas de pleitos de esta naturaleza (participaciones preferentes, cláusulas suelo, gastos hipotecarios, etc.), ya nadie duda de que esta fórmula de tutela de los derechos de los consumidores es ineficiente, tanto para los justiciables como para la propia Administración de Justicia. Partiendo de una buena regulación y una vez haya transcurrido el tiempo de adaptación para que los operadores jurídicos (jueces, abogados, etc.) aprendamos a utilizar las nuevas herramientas, las acciones colectivas pueden constituir una magnífica alternativa a la actual realidad de la litigación de consumo.

Es importante destacar que el Anteproyecto apuesta decididamente por el modelo “opt-out” para la de tutela colectiva resarcitoria. Por tanto, la acción, el proceso y su resultado vincularán a todos los sujetos titulares de derechos o intereses lesionados por la conducta ilícita del empresario (con excepciones[2]), a no ser que estos soliciten expresamente su desvinculación. Frente a este modelo normativo, se encuentra el denominado “opt-in” o de inclusión voluntaria, en el que solo se hacen valer en el proceso los derechos e intereses de aquellos consumidores afectados que hayan manifestado expresamente su voluntad de adherirse y quedar vinculados por el resultado del pleito.

La polémica estaba servida fuera cual fuese el modelo elegido, dado que estamos ante un debate conceptual que enfrenta dos visiones de la cuestión totalmente irreconciliables. Ambos modelos caben en la directiva y cada estado miembro está transponiendo a su manera. Se argumenta a menudo que el modelo “opt-in” incentiva la calidad frente a la rapidez, y es que en un sistema “opt-out” quién interpone la demanda primero cierra el mercado para todos los demás. Por el contrario, los defensores del “opt-out” sostienen que la adhesión voluntaria dificulta en exceso la preparación de este de este tipo de procesos, convirtiendo en ineficaz la tutela de los intereses colectivos de los consumidores.

Sin pretender resolver aquí el eterno debate, si creemos que en un entorno jurídico como el español, totalmente primerizo en materia de acciones colectivas, puede que un sistema “opt-out” implique ciertos riesgos al inicio, por ejemplo, a la hora de garantizar que cualquier consumidor afectado tenga la posibilidad real de conocer la existencia del proceso y, por tanto, de optar en su caso aso a quedar excluido del mismo. En este y otros muchos aspectos, una regulación como la del Anteproyecto planteará retos enormes para todos los operadores.

Otro de los elementos clave en todo debate sobre esta materia, por no decir el quid de la cuestión, es sin duda el de la financiación del proceso por terceros o, lo que es lo mismo: quién puede costear el litigio, cómo y con qué límites en cuanto al retorno de la inversión. Respecto de este punto, el prelegislador ha optado por no regular exhaustivamente la financiación del litigio, más allá del establecimiento de mecanismos tendentes a evitar que se produzcan conflictos de intereses que puedan perjudicar a los consumidores. De este modo, dejando un amplísimo margen de libertad en cuanto a la remuneración del tercero financiador (incluyendo el pacto de cuota litis), se opta por el modelo menos intervencionista. En mi opinión, un asunto tan delicado como éste −y del que va a depender en buena medida el éxito o fracaso de la nueva regulación− no debería quedar en el aire. Es deseable que la futura ley incluya unas reglas de juego claras y precisas, por supuesto, al margen de la regulación procesal de la LEC.

También son muy relevantes las reglas de legitimación para el ejercicio de acciones colectivas. En este sentido, la Directiva opta por un sistema de acceso restringido, en el que únicamente tendrán legitimación para interponer este tipo de demandas determinadas entidades habilitadas y sujetas a supervisión (vid. arts. 4 y 5), a diferencia del modelo estadounidense, genuinamente abierto al ejercicio de acciones de representación por cualquier consumidor afectado. Conforme dispone el Anteproyecto, además del Ministerio Fiscal y ciertas entidades de derecho público (estatales, autonómicas y locales), tendrá legitimación las asociaciones de consumidores “habilitadas”. Entre otros requisitos, la habilitación requerirá “demostrar el desempeño de manera efectiva y pública durante un periodo mínimo de doce meses (…) de la actividad de su fin de protección de los intereses de los consumidores”].

Además de las cautelas mencionadas en cuanto a la legitimación, se prevé la creación de un Registro Público de Acciones de Representación, adscrito al Ministerio de Justicia, cuya función será fomentar la transparencia y el conocimiento de las acciones de representación en marcha, tanto en general, como por sus posibles beneficiarios. Sin duda, del buen funcionamiento y eficiencia de este registro público dependerá en buena medida el éxito o fracaso de la nueva regulación, toda vez que la publicidad −no meramente formal sino entendida como difusión efectiva al público− es la piedra angular del sistema.

Sobre estas y otras cuestiones, no cabe duda de que el Anteproyecto dará mucho que hablar en el sector legal durante los próximos meses y a buen seguro, generará opiniones encontradas. Está por ver qué pueda quedar de esta iniciativa una vez haya superado la tramitación parlamentaria. Y desde luego, no cabe esperar que la eventual reforma legislativa tenga efectos inmediatos. Más bien al contrario, creemos que la generalización del uso de los nuevos instrumentos procesales será lenta y requerirá de un profundo cambio cultural. Pero si al final del día conseguimos operar exitosamente ese cambio, las acciones colectivas pueden terminar por convertirse en un cauce procesal tremendamente eficiente, garantizando el derecho a la tutela judicial efectiva de los consumidores y, al mismo tiempo, ahorrando ingentes cantidades de recursos a la Administración de Justicia.

 

[1] https://www.mjusticia.gob.es/es/AreaTematica/ActividadLegislativa/Documents/Anteproyecto%20de%20Ley%20acciones%20representativas.pdf

[2] En el Anteproyecto se prevé que el Tribunal podrá optar por el sistema de “out-in” cuando la cantidad reclamada para cada beneficiario supere los 5.000 euros. Y al margen de lo anterior, en el caso de que los consumidores afectados por la acción de representación resarcitoria tuvieren su residencia habitual fuera del territorio español, establecerá el tribunal en todo caso el modo y el plazo dentro del cual habrán de manifestar su voluntad expresa de vincularse a aquella y, en consecuencia, al resultado del proceso.

Municipalismo Moribundo

“El lenguaje político está siempre impregnado de emociones religiosas, y deviene por ello simbología” (Eric Voegelin)

 

 

Esta breve entrada es fruto de un vano impulso: sensibilizar sobre la imperiosa necesidad de que lo municipal entre, de una vez por todas, en el debate político y legislativo. El estado actual del pulso político y normativo local es de encefalograma plano. Y nada advierte de que las cosas vayan a cambiar en un futuro.

Sorprende la vacuidad de los primeros pasos aún incipientes de esta larguísima campaña electoral para las elecciones municipales y de algunos otros gobiernos intermedios. Prácticamente, lo local está ausente. Se habla de todo, menos de lo local. Al menos, siendo como creo ser persona preocupada e inquieta por la política local, esa es mi percepción. La política nacional, si a eso se le puede llamar política, todo lo anega. Apenas hay reflejo de propuestas, alternativas, deliberaciones o programas municipales. Da la impresión de que solo se quiere que acudamos a las urnas para votar por unas siglas o por un bando, sin que nadie se haya molestado en cultivar nuestro ingenuo entusiasmo sobre el futuro de la ciudad en la que habitamos y sus más que innumerables problemas.

Cualquier ciudadano mínimamente informado sabe identificar algunas de las debilidades de su pueblo o ciudad y cuáles son los aspectos (al menos, algunos de ellos) a mejorar. Tiene, así, capacidad de discriminar sobre programas y propuestas, si es que los hay. Los mecanismos de participación ciudadana y de escucha activa no funcionan. Los actos de campaña (o, mejor dicho, de precampaña) están siendo actos de partido, más bien de cofrades o feligreses entusiastas aplaudidores diga lo que diga el oficiante político de turno. El común de los mortales permanece ajeno a tales manifestaciones de culto político-religioso. Y cuando arranque la campaña formal será todavía peor, el griterío ensordecedor de las consignas más burdas ahogará cualquier gramo de cordura.

Tras varios años con compromisos institucionales, académicos y profesionales con el entorno local, me entristece sobremanera su gradual pérdida de pulso en la política nacional. Desde la equivocada reforma local de 2013, que la oposición entonces declaró unánimemente su vocación de derogarla una vez que llegara al poder (lo que nunca hizo), no ha habido en diez años una propuesta legislativa mínimamente seria que intente reforzar la institucionalidad local, que sigue anclada en los estándares de gasto público sobre el total del sector público propios de los primeros pasos del régimen constitucional, inclusive con una tendencia descendente a partir de los años de la crisis de 2008-2010 (en torno al 12 %, como estudió en su día Juan Echániz: Los gobiernos locales después de la crisis, FDGL, 2019). Los niveles locales de gobierno han quedado además preteridos por una voracidad autonómica que apenas les deja espacio decisional al ámbito local de gobierno y, en fin, con unas competencias, con excepciones, débilmente garantizadas y una financiación pendiente siempre de revisión. Eso sí, circunstancialmente, con la caja llena y el corazón vacío. Sin apenas nervio, cuando lo local debería tener hoy día un protagonismo creciente en un entorno institucional tan volátil e incierto.

No he visto últimamente un debate, una entrevista, un reportaje ni siquiera columnas de opinión, que de esto hablen en los medios de comunicación. Estamos ya inmersos en el mes de mayo. El día 28 se nos convocará a las urnas. ¿Para que votemos qué? ¿Un modelo de ciudad o unas listas de partido? ¿Qué nos ofrecen realmente? ¿Para qué nos llaman a las urnas? ¿Qué quieren? Se lo digo de inmediato: Ganar las elecciones y poder así reforzar su poder para seguir haciendo lo mismo o preparar, en su caso, un presunto cambio. Nadie parece aterrizar en lo que la ciudadanía necesita. Las propuestas transformadoras son escasas. La política cada día es más endogámica. Y si eso pasa también en la política de proximidad por excelencia, que es la local, no quiero ni imaginarme que será en el resto.

 

 

Extrañados

Con independencia del crédito que se le quiera conceder a las informaciones contradictorias según las cuales el rey emérito Juan Carlos I no sólo no habría pedido autorización para viajar a España la semana pasada, sino que ni siquiera habría informado de ello a Zarzuela, frente a otras que sostienen que la Casa Real estuvo informada al minuto de ese regreso, lo cierto es que todo lo que rodea a este exilio regio se asemeja cada vez más, como tragedia, a la farsa que supuso aquel otro protagonizado por su tatarabuela a partir de 1868.

Parece indiscutible que ambos Borbones comparten el disgusto de hallarse fuera de España por razones ajenas a su deseo y podría decirse también de los dos monarcas lo que Antonio Rubio, marqués de Valdeflores, refería de Isabel II, al describir a la reina extrañada como «española, españolísima, no acierta a estar, no diré fuera del Trono, sino fuera de España».

Ahora bien, en las dos figuras y, en particular, en sus análogas coyunturas vitales, concurre asimismo el indisimulado deseo de muchos de mantenerlos alejados de España. El mismísimo general Serrano, durante tantos años favorito de la Reina, ofreció a los Borbones radicados en el parisino Palacio de Castilla la posibilidad de regresar a España cuando el nuevo rey fuese elegido por las Cortes Constituyentes en 1869… «menos a uno». Antonio Cánovas, arquitecto del proyecto restaurador, nunca ocultó que la presencia de la Reina en España constituía un obstáculo para su propósito político, dejándolo por escrito en una célebre carta dirigida a la propia Isabel. Ni la aristocracia veía con buenos ojos la vuelta de la soberana, con sonoros inconvenientes de personajes tan significados como los marqueses de Salamanca o Bedmar.

En paralelo, cada vez que se anuncia un viaje del rey Juan Carlos I a España, la incomodidad, cuando no el expreso rechazo brota por doquier en medios, opinión pública y clase política, en una gradación trasunto de las divergencias entre los moderados y progresistas decimonónicos y, en ambos siglos, arguyendo como motivo fundamental un estilo de vida personal que habría afrentado el prestigio de la institución. Resulta sensacional advertir como las analogías incluso se extienden en el desfavorable efecto que una repatriación supondría para los titulares de la corona, esforzándose Cánovas en proteger la imagen del nuevo rey «liberal, culto, saludable, católico y soldado», un perfil acentuadamente parecido al de un Felipe VI, primer interesado en desvincularse de las taras del reinado anterior.

En cualquier caso, como Juan Carlos la pasada primavera, Isabel II volvió España en julio de 1876, y la experiencia fue, en primer lugar, dolorosa para la desterrada, a quien no se le permitió residir en Madrid (como hogaño a su tataranieto), debiendo trasladarse a los Reales Alcázares sevillanos, donde tuvo que someterse a una malencarada y humillante supervisión a cargo de los Montpensier. Al año siguiente intentó viajar a Cádiz para tomar los baños, resultando igualmente degradante la indisimulada incomodidad de las autoridades gaditanas con la anunciada presencia regia. Después de aquel primer viaje, la Reina Madre disfrutó de estíos en La Granja, Comillas, Ontaneda, San Sebastián y Azcoitia, y aún volvió alguna otra vez a Madrid, no sin maliciar alguna travesura tan propia de su personalidad, como cuando le confesó al embajador francés en Madrid que le entraban ganas, entonces que estaba en la capital de España, de quedarse: «sería una mala pasada, y no lo haré mas que en el caso de que no me traten bien». En segundo término, fue una experiencia perturbadora para el ecosistema político y la que se pretendía fuera la restaurada institución monárquica y, finalmente, inane, pues en nada importó su oposición al enlace del Rey con Maria de las Mercedes, la hija de su enemistada hermana, como tampoco fue tenida en cuenta en las gestiones para el nuevo matrimonio con María Cristina tras la temprana muerte de la joven Orleans.

Sería muy deseable que las evidentes identidades de Juan Carlos I con sus predecesores exiliados no se extendieran también a sus finales. A diferencia de Carlos IV, Isabel II y Alfonso XIII, el saldo vital del rey emérito es abrumadoramente favorable en lo que respecta a su gestión política, a diferencia de los muy nocivos reinados de los tres citados y, consecuentemente, es razonable pensar que se ha ganado el derecho a elegir el lugar en el que pasar sus últimos días, como las autoridades españolas la obligación de remover los obstáculos para que así sea.

Razones para la huelga de jueces

El pasado 24 de abril, tres de las cuatro asociaciones judiciales y dos de las tres de fiscales anunciaron la intención de iniciar una huelga indefinida a partir del 16 de mayo. Sólo si en la convocatoria de la mesa de retribuciones prevista para el 3 de mayo obtenían alguna propuesta concreta y un verdadero propósito de negociar sus retribuciones por parte del Ministerio de Hacienda, se podría evitar el parón. Este anuncio se produjo una semana después del comienzo de la huelga de funcionarios de los cuerpos generales que, a su vez, había seguido a la de los Letrados de la Administración de Justicia producida durante los meses de febrero y marzo. Una justicia endémicamente colapsada está enfilando el camino de la implosión. No hay sistema que soporte tres huelgas seguidas.

Los motivos de la huelga son fundamentalmente económicos –aunque no exclusivamente–, algo que comprensiblemente produce especial rechazo entre la ciudadanía, aunque de forma infundada. La crisis económica actual puede hacer parecer la medida de presión como inoportuna. Para otros la inconveniencia se predica del periodo preelectoral en el que nos encontramos. Analizaremos estas cuestiones.

La independencia del Poder Judicial es algo de lo que se habla mucho sin que en muchas ocasiones se sepa en qué consiste exactamente. La reformadísima Ley Orgánica del Poder Judicial, además de prever una forma objetiva de acceso a la Carrera Judicial a través de la superación de una oposición libre, establece diversos mecanismos para garantizar la independencia judicial: la inamovilidad, que impide “quitar” y “poner” jueces a criterio de los poderes públicos; las incompatibilidades y prohibiciones, que limitan la libertad de los jueces, obligándoles a una dedicación prácticamente en exclusiva en el ejercicio de la jurisdicción; la inmunidad, que permite el ejercicio seguro e imperturbable de la función jurisdiccional, impidiendo la detención policial; el derecho a pertenecer a asociaciones judiciales profesionales como mecanismo para compensar su ausencia de derecho a sindicarse; la obligación de apartarse de determinados asuntos mediante el instituto de la abstención y de la recusación; y la independencia económica, regulada entre los artículos 402 a 404 bis de la Ley.

Lógicamente, un régimen de incompatibilidades y prohibiciones tan extenso, la limitación de algunos derechos fundamentales –como el de sindicación o el derecho a pertenecer a partidos políticos–, y la alta responsabilidad que la función jurisdiccional supone, llevó al legislador a prever que la independencia judicial fuera asegurada por un sueldo que garantizase la independencia económica. Con esa finalidad se elaboró la Ley 15/2003, de 26 de mayo, reguladora del régimen retributivo de las carreras judicial y fiscal cuya Disposición Adicional Primera dispone que:

Al objeto de facilitar la adecuación periódica de las retribuciones de los miembros de las carreras judicial y fiscal a los fines establecidos en esta ley, se constituirá́ una comisión formada por tres representantes del Ministerio de Justicia y tres del Ministerio de Hacienda, designados por los titulares de los departamentos respectivos, y tres representantes del Consejo General del Poder Judicial, designados por el Pleno de este, y un representante de la Fiscalía General del Estado. Asimismo participarán en este órgano tres representantes de las asociaciones profesionales de las carreras judicial y fiscal. La comisión se reunirá́ quinquenalmente al objeto de elevar al Gobierno, a través del Ministerio de Justicia, propuestas de revisión de las retribuciones adecuadas a los principios contenidos en esta ley.

A pesar de que la denominada “Mesa de Retribuciones” debe reunirse cada cinco años, desde 2003 únicamente se ha reunido en 2010 y en 2018, amabas de forma infructuosa, ya que no se elevó al Gobierno propuesta de revisión alguna. Los jueces y fiscales se han convertido en empleados públicos en tierra de nadie, ya que su regulación específica impide revisar sus salarios con el resto de empleados públicos que sí han visto modificados sus sueldos en alguna medida en los últimos veinte años. Ni que decir tiene que se lleva pidiendo la convocatoria de la Mesa reiteradamente sin obtener respuesta. La última, el pasado mes de octubre, donde el Gobierno desconvocó la reunión pocos días antes de su celebración, lo que llevó a las asociaciones judiciales y fiscales a interponer en diciembre de 2022 una demanda contra el Ministerio de Justicia por incumplir la ley.

La dejadez con la que, en general, se atiende al sector público es patente. Es difícil establecer qué sector es el peor tratado, porque los servicios públicos, por su propia naturaleza, son esenciales para el mantenimiento de la democracia. Sin la cobertura pública de la sanidad, la educación o la policía, difícilmente podríamos hablar de un estado social y democrático de derecho. Sin embargo, hay elementos diferenciales de la Carrera Judicial que deberían preocuparnos a todos, más allá de recurrir a achacar de corporativista el actuar de los jueces como forma de cerrar cualquier tipo de discusión.

Los jueces llevamos veinte años sin una adecuación específica de nuestras retribuciones, a pesar de los cambios sociales ocurridos en España, el aumento de la litigiosidad y el impacto en los Juzgados y Tribunales de dos graves crisis económicas que han afectado a trabajadores, empresas y consumidores. Apenas hay estudios sobre litigiosidad y comparativas con otros países, pero contamos con el realizado por la profesora Virginia Rosales, de la Universidad de Granada quien publicó en “Papeles de Economía Española” (Funcas, 2017) un informe donde aseguraba que España era la tercera economía más litigiosa de la OCDE, solo por debajo de Rusia y de la República Checa, estudio coincidente con uno anterior de 2013 realizado por el Banco de España. Lo que sí sabemos es que somos uno de los países con menos jueces y fiscales por habitante de Europa (11,24 jueces y 5,37 fiscales por cada 100.000 habitantes frente a los 17,60 y 11,10 respectivamente de media, según datos del Consejo de Europa de 2020) y resolvemos asuntos con una duración dentro de la media del conjunto de Europa, pese al sentir generalizado de la lentitud de nuestro sistema judicial. La Justicia española es más ágil que la de Francia, Italia o Portugal, por ejemplo, según datos ofrecidos por la Comisión Europea en 2022.

Por tanto, se da lo que yo llamo la “paradoja española”: menos jueces, más litigios y, sin embargo, tiempos de respuestas razonables en el conjunto de Europa. Esta fórmula solo es posible con una sobrecarga de trabajo de los órganos judiciales que, en gran medida, repercute en la salud de los jueces.

Por tanto, la crisis no puede ser la excusa para no revisar las retribuciones de los jueces, como tampoco puede serlo para no dotar de medios personales y materiales a la justicia, no pagar bien y a tiempo a los abogados del turno de oficio o no crear más unidades judiciales y medios de apoyo (equipos psicosociales, gabinetes de apoyo a las víctimas, servicios de mediación, etc.). Precisamente, por la crisis, debería dotarse a la justicia con el fin de que esta pueda paliar lo antes posible y en la medida de sus posibilidades, sus efectos. Una justicia sin medios no puede garantizar los derechos de los ciudadanos.

No podemos olvidar que en 2010, con ocasión de la gravísima crisis económica que asoló a España entre 2008 y 2014, se redujeron los salarios de todos los funcionarios públicos en un 5 % de la masa salarial del sector público pero, en el caso de los jueces, la rebaja fue superior a la de la mayoría de los cuerpos funcionariales, de hasta un 9,73 % de las retribuciones básicas. Los empleados públicos recuperaron ese 5 % con posterioridad, pero los jueces no conseguimos rescatar el 4,73 % de exceso que fue detraído. Según un estudio de 2018 realizado por el CGPJ, los jueces y magistrados españoles habíamos perdido más de un 14 % de poder adquisitivo desde 2004. Extrapolados los datos al año 2022, podemos cifrar la pérdida en más de un 15 %. La subida salarial acordada para toda la Función Pública en el año 2022, del 9,5% en los próximos tres años, se queda muy lejos de recuperar el diferencial con el IPC.

A este respecto, es interesante el pronunciamiento del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) en la Sentencia de la Gran Sala de 27 de febrero de 2019 en materia de independencia económica y su relación con la independencia judicial, para un caso portugués, donde, si bien se determinó que no se vulneraba el derecho de la Unión por aplicar medidas excepcionales de “recortes” a funcionarios públicos (incluidos jueces y magistrados), también se señalaba que la garantía de independencia, que es inherente a la misión de juzgar, no sólo se impone en el ámbito de la Unión –jueces y abogados generales del Tribunal de Justicia y a los jueces del Tribunal General–, sino que también obliga a los estados miembros en lo que respecta a sus jueces y tribunales nacionales. Para el TJUE la noción de independencia supone, entre otras cosas, que el órgano en cuestión ejerza sus funciones jurisdiccionales con plena autonomía, sin estar sometido a ningún vínculo jerárquico o de subordinación respecto a terceros y sin recibir órdenes ni instrucciones de ningún tipo, cualquiera que sea su procedencia, de tal modo que quede protegido de injerencias o presiones externas que puedan hacer peligrar la independencia de sus miembros a la hora de juzgar o que puedan influir en sus decisiones. Pues bien, al igual que la inamovilidad de los miembros del órgano en cuestión (véase, en particular, la sentencia de 19 de septiembre de 2006, Wilson, C-506/04, EU:C: 2006:587, apartado 51), el hecho de que éstos perciban un nivel de retribuciones en consonancia con la importancia de las funciones que ejercen constituye una garantía inherente a la independencia judicial.

Es evidente que España no cumple con lo que se manifiesta por parte del Tribunal Europeo cuando un magistrado cobra por servicio de guardia de permanencia semanal (siete días con disponibilidad de 24 horas, día y noche, sea festivo o no) entre 0,35 y 1,83 euros brutos la hora. Alguien que tiene bajo su responsabilidad la libertad de un detenido, el otorgamiento de una orden de protección o la autorización de una entrada  y registro cobra entre 58,8 y 307,44 euros por semana de disponibilidad y guardia, dependiendo de si es juzgado único o no lo es.

Existen mil y una razones más que legitiman las reclamaciones históricas de la Carrera Judicial. Muchas de ellas tienen más que ver con condiciones laborales que con retribuciones. Como se ha dicho, la sobrecarga de los juzgados es palmaria. El CGPJ ha evaluado que más de 750 juzgados españoles tienen una sobrecarga superior al 150 %, alcanzando algunos de ellos entre el 240 y el 260  %. Las administraciones prestacionales (CC.AA. y Ministerio de Justicia, según los casos) no dotan a los juzgados de medios suficientes para desarrollar la función jurisdiccional con independencia y solvencia, lo que acaba repercutiendo en el trabajo diario de los jueces, con la fatiga psicológica añadida que ello comporta.

El hecho de que la huelga se convoque dentro de la campaña electoral de las autonómicas y municipales no puede ser tampoco un elemento de disuasión. Desde 1977 se han celebrado más de 200 sufragios en España, entre generales, autonómicas, municipales, europeas y referendos, alcanzando lo que algunos autores han calificado de “fatiga electoral”. Lo cierto es que lo que no se negocie antes de verano de 2023 no tendrá cabida en los Presupuestos Generales del Estado para el próximo año, ya que su aprobación presumiblemente se realizará en octubre-noviembre.

Finalizo esta exposición aclarando que, en mi opinión, los jueces sí tenemos derecho a la huelga, en la medida en la que el legislador constituyente no limitó este derecho reconocido en el artículo 28 CE, como sí hizo con el derecho de sindicación o de pertenencia a partidos políticos. Tampoco se hace referencia a él en la Ley Orgánica del Poder Judicial. Nuestra naturaleza de Poder del Estado se mantiene intacta en cuanto al ejercicio de la jurisdicción, pero existe una obvia relación de dependencia económica y de condiciones laborales que nos equiparan al resto de la función pública. Sin este instrumento de presión se nos estaría privando de una herramienta laboral imprescindible, cuya limitación debería en su caso recogerse en una Ley Orgánica específica, sin que pueda privarse de su ejercicio a quien no lo tiene prohibido. El Gobierno de Pedro Sánchez que surgió de la moción de censura en la anterior legislatura así lo creyó cuando, en la cuarta huelga que hicimos los jueces el 21 de noviembre de 2018, se detrajeron los emolumentos correspondientes, en un claro reconocimiento de nuestro derecho.

Razonamientos primigenios (3): los procedimientos en racimo en el seno de los contratos administrativos y los actos “Troceables”

De nuevo retomo un asunto del que ya traté hace unos años, pero que sigue estando de actualidad. Me refiero a todos los actos ligados a un contrato administrativo, y que podrían ser denominados como “actos en racimo” al provenir de una misma cepa como es un contrato.[1] Estamos acostumbrados a tratar los actos administrativos como si fuesen unidades indivisibles al más puro estilo de Demócrito con sus átomos (lo cual fue una increíble muestra de la capacidad del pensamiento humano cuando no existían medios para comprobar tal conjetura). El acto administrativo es, además, el protagonista, por excelencia, cuando se trata de acudir a la Jurisdicción contencioso-administrativa, como así se dice en el artículo 25.1 de la LJCA:

“El recurso contencioso-administrativo es admisible en relación con las disposiciones de carácter general y con los actos expresos y presuntos de la Administración pública que pongan fin a la vía administrativa, ya sean definitivos o de trámite, si estos últimos deciden directa o indirectamente el fondo del asunto, determinan la imposibilidad de continuar el procedimiento, producen indefensión o perjuicio irreparable a derechos o intereses legítimos.” [2]

El acto administrativo, aparece aquí como “uno e indivisible”, ya sea expreso o presunto, pero esto no siempre es así porque en la práctica (y doctrinalmente) existe toda una gama de posibles actos administrativos, como puedan ser los siguiente (sin pretender agotar el catálogo):

– Por la forma de su producción: expresos, tácitos y presuntos.

– Por razón de los efectos jurídicos de su contenido: actos definitivos y de trámite.

– y por razón de sus efectos sobre su destinatario: actos favorables y actos desfavorables o de gravamen

Ya traté de esa “rara avis” que son los actos tácitos,[3] de modo que, ahora, voy a detenerme en el último de los criterios citados (actos favorables/desfavorables), porque no resulta infrecuente encontrar actos administrativos cuyo contenido abarca tanto un tipo de efecto como el otro. Es el caso, de la designación de aprobados en un examen, ya que para quienes no figuran en la lista se trata, claramente de un acto desfavorable pero no así para quienes figuran en ella. Y lo mismo sucede, aunque con mayor complejidad, con los actos y actuaciones que tienen lugar en el seno de un contrato administrativo que, en el fondo, no es más que un conjunto de actos encadenados (desde la adjudicación del contrato hasta su liquidación).

Porque, lo primero que cabría preguntarse es qué clase de procedimiento es el que tiene lugar con la adjudicación de un contrato y cuándo se produce el acto que pone fin al mismo. Tarea nada sencilla, puesto que a partir de la adjudicación del contrato se producen toda una serie de actos definitivos (y, como tales recurribles) que se encuentran hilvanados entre sí siguiendo diferentes secuencias. Quiero decir, por ejemplo, (y tomando como referencia los contratos de obra) que por una parte se encuentra la secuencia relativa al objeto del contrato (que parte del proyecto inicialmente aprobado), por otra la relativa al plazo del mismo, y así con el resto de las actuaciones que alteren lo inicialmente pactado.

Por comenzar con un ejemplo claro, la secuencia relativa al objeto da lugar a tantos actos definitivos (y recurribles, por tanto) como Modificados resulten aprobados. Del mismo modo, la secuencia relativa al plazo se integra por todas las prórrogas que sean acordadas por la Administración, pero de esta “cadena” de actos (que más bien son actuaciones) pueden formar parte, también, los Modificados si en ellos se recoge una ampliación del plazo, con lo cual tiene lugar un “entrecruzamiento” de secuencias que viene a complicar mucho las cosas.

Así, cuando tienen lugar “reajustes de anualidades” (o sea, pasar recursos asignados a un año a otro u otros posteriores para la ejecución del mismo contrato) o se ordena la realización de obras sin tramitar el correspondiente Modificado, lo normal es que el contratista plantee, en algún momento, una reclamación a la Administración o Entidad contratante por los perjuicios o mayores costes que tiene que asumir como consecuencia de ello. También es normal que la Administración no se digne en contestar, con lo cual queda abierto el plazo para interponer el correspondiente contencioso administrativo (lo que es bastante lamentable, porque no se impone sanción alguna a este incumplimiento del deber de dictar resolución expresa).

Supongamos ahora, que las obras finalizan y la Administración levanta la correspondiente Acta de Recepción de las mismas, expidiendo, seguidamente, la Certificación Final (CFO) que, al tener la consideración de acto administrativo, contiene el correspondiente pie de recurso. Y si en esa CFO no se recogen los mayores costes o perjuicios sufridos por el contratista (por los que ya ha reclamado) pero contiene un saldo positivo a favor del mismo, las preguntas que surgen son las siguientes:

–     ¿Resulta obligatorio (so pena de incurrir en acto consentido) impugnarla si lo que se reclama nada tiene que ver con el contenido de la CFO (como puedan ser los mayores costes por “alargamiento” del contrato)?

–       Y ¿puede impugnarse la CFO sólo por lo que se refiere a lo que no se reconoce o, por el contrario, debe impugnarse la totalidad de la CFO?

La respuesta a la primera cuestión es, claramente, no, porque si nada tiene que ver la CFO con lo reclamado (por alargamiento del plazo) no veo que pueda existir consentimiento alguno por parte del contratista. Y respecto a lo segundo, debe aclararse que la cuestión es importante, porque en el caso de tener que impugnar toda la CFO (como si se tratase de un acto “indivisible”), el contratista, muy probablemente no cobrará el saldo reconocido en la misma. Cosa que no tiene por qué ser así si únicamente se impugna la CFO, por no reconocer lo ya reclamado, o, dicho de otro modo; si se admite que la CFO es un acto complejo que comprende tanto un saldo favorable como una denegación tácita de lo reclamado.

Aclaro, porque resulta pertinente hacerlo, que las dos cuestiones anteriores no vienen referidas al mismo supuesto de partida ya que, en el primer caso, se trataría de reclamaciones por “alargamiento” del plazo del contrato, y en el segundo de reclamaciones por obras no reconocidas por la Entidad contratante.

Demócrito diría que los actos (como los átomos) son indivisibles pero los físicos modernos argumentarían que los actos también están compuestos de otras partículas más pequeñas (los quarks) que pueden ser objeto de tratamiento aparte. Es decir, el acto administrativo es “troceable” y descomponible en sus elementos positivos y negativos, de tal modo que pueden recurrirse de forma separada estos últimos sin necesidad de recurrir los primeros. Entre otras cosas, porque el viejo principio “pas de grief pas de recours” lo impide, al carecer de todo sentido impugnar aquello que nos favorece.[[4]

Y aquí y en estos términos es donde se plantean los problemas cuando un contratista tiene que reclamar frente a la Administración o Entidad pública contratante, dado que se encuentra prisionero de una serie de actos “encadenados” como el inmortal Prometeo lo estaba a la montaña. Y cuando el contratista irrumpe o interrumpe esa cadena con una reclamación, el carrusel de actos encadenados continúa impasible, colocándole en una situación de paradoja de “doble lazo” en donde si no reclama, pierde (por incurrir en acto consentido) y si reclama, puede perder también.[5][3]

Me permito un pequeño excurso teórico antes de abordar la cuestión expuesta ya que la doctrina y, especialmente, Giannini, hace tiempo que puso de relieve cómo la Administración Pública no actúa normalmente mediante actos aislados, sino a través de “constelaciones de actos”. Esta actuación está integrada por una “cadena” de actos/actuaciones de distinto contenido e importancia que constituyen otros tantos trámites internos a través de los cuales se va formando la voluntad administrativa, la cual adquiere forma “definitiva” mediante el acto resolutorio del expediente.

Por ende, sólo el último eslabón de la cadena, el acto resolutorio o definitivo, es externo y contiene la voluntad de la Administración. Los actos de “trámite”, por el contrario, permanecen en la esfera interna de aquélla, pero revisten una singular importancia, pues, así como una cadena resulta inservible si falla un eslabón, también el acto resolutorio resultará viciado si es defectuoso alguno de los actos de trámite de preceptiva intervención para que se integre el acto compuesto.

Pues bien, una “cadena” similar tiene lugar en el seno de los contratos administrativos (recordando lo dicho anteriormente) en donde se suceden actos y actuaciones (o actos de trámite), pero también hay que añadir a esto posibles reclamaciones del contratista, con lo cual se complica la cosa. Esas reclamaciones (normalmente relativas a mayores costes o perjuicios imputables a la Administración contratante) inciden sobre la cadena de actos-actuaciones como si se tratase de la colisión de una partícula sobre una cadena de átomos, dando lugar a una especie de “fisión” de los elementos que componen esa cadena.

Con todo lo anterior quiero llegar a la cuestión antes apuntada (pero con mayor bagaje de partida): para comenzar, los contratos administrativos no dan lugar a un solo procedimiento sino a varios entrelazados entre sí, que se reúnen en la liquidación del contrato. Se trata, por tanto, de un conjunto de procedimientos más que de una simple “constelación de actos” en forma secuencial, tal y como se ha dicho anteriormente.

Y si se presenta una reclamación por el contratista antes de que se apruebe la CFO y la reclamación no ha sido contestada, surge otro problema (por si no había ya suficientes): ¿habrá que impugnar también la CFO por entender que deniega tácitamente lo reclamado? Entiendo que sí y que tal impugnación podrá limitarse a la parte del acto aprobatorio de la CFO en donde, por omisión, no se reconoce lo reclamado, pero tampoco podrá imputarse acto consentido al contratista si no lo hace, en cualquier caso. Y me explico.

En todo acto/actuación de los que integran la cadena de un contrato hay dos partes diferenciadas: lo que explícitamente se dice y lo que tácitamente se deniega (que es lo que no se recoge en ese acto/actuación). Así, en los actos aprobatorios de un Modificado es apreciable la existencia de nuevos precios contradictorios o de unidades de obra que se suprimen, pero también abarca las unidades que el contratista haya pedido que se incluyan o excluyan del mismo. Esto último (lo pedido por el contratista y no admitido) puede no ser recogido de forma explícita, pero es indudable que resulta afectado por el acto que aprueba el Modificado.

Por acudir a un ejemplo claro: si yo solicito una ayuda/subvención por X euros y se me concede esa ayuda/subvención por menos importe, es claro que se me está denegando la totalidad de lo solicitado, en cuyo caso podré impugnar el correspondiente acto, pero …solo en cuanto a la parte que me es denegada, pudiendo percibir lo que se me reconoce. El principio de conservación de los actos (art. 51 de la Ley 39/2015) viene a avalar esta conclusión que también ha sido reconocida por la jurisprudencia, como pueda ser el caso, entre otras de la STS de 9 de abril de 2014, RJ\2014\2312, en donde se sostiene la siguiente doctrina:

“El principio de conservación de los actos administrativos debe hacer que se mantenga la validez de los actos administrativos posteriores al de aprobación de las bases. Tal proceder es conforme con la jurisprudencia constitucional, de la que se desprende que las sentencias de los Tribunales Contencioso Administrativos sobre bases de pruebas selectivas o concursos –tanto de ingreso como de traslado- pueden limitar su fallo a la nulidad de las que contradicen el ordenamiento, sin que esa anulación afecte a quienes realizaron las pruebas y las superaron, como tampoco a quienes se aquietaron ante las instrucciones y ante el resultado del procedimiento selectivo.»

Lo mismo sucede con los actos/actuaciones que integran el contrato: comprenden un contenido positivo y explicito junto con otro negativo tácito (lo que no reconocen). Y si el contratista ha reclamado antes algo que pudiendo ser recogido en ese acto/actuación no lo ha sido estamos en presencia de una denegación tácita de lo reclamado. Esto es justamente, lo que he denominado como el “troceamiento” de los actos cuando media, entre ellos, una reclamación del contratista que puede incidir sobre el contenido de esos actos/actuaciones.

Es decir, si el contratista reclama el reconocimiento de nuevas unidades de obra y se aprueba un Modificado sin tenerlas en cuenta cabrá entender que ese acto deniega tácitamente lo solicitado. Sin embargo, si el contratista reclama daños por dilación en la ejecución del contrato, el Modificado nada tiene que ver con eso (pertenece a otra secuencia de actos) y, por tanto, no cabrá entender que hay acto consentido (respecto de su reclamación) por el hecho de no recurrir el acto aprobatorio del Modificado, ni tampoco el de aprobación de la CFO.[6]

En suma, los actos dimanantes de un contrato son susceptibles de impugnación parcial (en la parte que tácitamente, no reconocen respecto a lo solicitado) y sólo pueden ser impugnados cuando el contenido de los mismos guarde coherencia con lo que previamente haya reclamado el contratista y en cuanto a lo que no se recoge en ellos. Por otra parte, si se trata de obras no reconocidas como tales y previamente reclamadas, esto afecta tanto a la aprobación de la CFO como a la de los Modificados, así como a la aprobación de la Liquidación del contrato. Si, por el contrario, lo que se reclama son mayores costes por “alargamiento” del contrato, ni la CFO ni la aprobación de Modificados tienen nada que ver con esto y no existirá acto consentido si no son impugnadas.

No obstante, y como las Entidades contratantes parecen tejer auténticas telas de araña para que el contratista quede atrapado en las mismas, mi recomendación es que en todo aquel acto que no se recurra, el contratista deje constancia (al firmar su conformidad) de su reserva de acciones para reclamar por otros conceptos, sin que esa conformidad implique renuncia a cualesquiera acciones jurídicas a las que pueda tener derecho.

Porque, al fin y al cabo y como bien dijo alguien, más valen cien “porsiacaso”, que un “yopenseque”.[7]  De modo, que a pensar y buen puente a todos …

 

[1] Me refiero al post publicado el 4 de diciembre de 2019 bajo el título LOS PROCEDIMIENTOS EN RACIMO EN EL SENO DE LOS CONTRATOS ADMINISTRATIVOS Y LOS ACTOS “TROCEABLES” que puede leerse en el siguiente link: https://www.linkedin.com/pulse/los-procedimientos-en-racimo-el-seno-de-contratos-y-villar-ezcurra/

[2] Por supuesto, también pueden impugnarse disposiciones generales de naturaleza reglamentaria, pero esto nada tiene que ver con lo que ahora se trata. Dejo aparte, también, y para otro día, la vía de hecho y la inactividad de la Administración de lo que trata el apartado 2 de este mismo artículo.

[3] En cuanto a los actos tácitos me remito a lo dicho en mi último post RAZONAMIENTOS PRIMIGENIOS (2): EN BUSCA DEL ACTO PERDIDO EN LAS DECLARACIONES RESPONSABLES que puede leerse en el siguiente link: https://www.linkedin.com/pulse/razonamientos-primigenios-2-en-busca-del-acto-perdido-villar-ezcurra/?trackingId=vq8E%2F6cbSPCukYoYO%2BPU1g%3D%3D

[4] Este aforismo surge en el Derecho francés y sigue siendo aplicado por los Tribunales bajo la siguiente fórmula; “la nullité d’un acte de procédure ne peut être prononcée pour vice de forme qu’à la charge pour celui qui l’invoque de prouver le grief que lui cause l’irrégularité commise”.

[5] Sobre las paradojas de “doble lazo” me remito a mi artículo:” LAS PARADOJAS JURÍDICAS Y LAS ZONAS DIFUSAS DEL DERECHO” en el siguiente link: https://www.linkedin.com/in/jose-luis-villar-ezcurra-62180422/detail/recent-activity/posts/

[6] Así lo ha entendido, además, la jurisprudencia, como es el caso, entre otras muchas de la STS de 5 febrero de 2018 [RJ\2018\346] al expresarse en los siguientes términos: “… ya que a tenor de lo dispuesto en el artículo 1204 del CC para que una obligación quede extinguida por otra que la sustituya es preciso que así se declare terminantemente, o que la antigua y la nueva sean de todo punto incompatibles. Como recuerda la recurrente, a tenor de lo dispuesto en el artículo 146.1 del TRLCAP: “Serán obligatorias para el contratista las modificaciones en el contrato de obras que, con arreglo a lo establecido en el artículo 101, produzcan aumento, reducción o supresión de las unidades de obra o sustitución de una clase de fábrica por otra, siempre que éste sea una de las comprendidas en el contrato”. Es decir, para que la aceptación de un modificado suponga una renuncia a los derechos al resarcimiento de daños sufrido ha de darse la circunstancia de que conste expresamente dicha renuncia o se infiera de una interpretación los hechos razonables”. Añadiendo, más adelante, en términos que no dejan lugar a dudas, que, “en consecuencia, el modificado no resulta incompatible con la indemnización de los daños y perjuicios derivados de la mayor duración de la realización de la obra por las causas invocadas por la recurrente en la instancia”.

[7] Frase atribuida a Fernando Gamboa González.

La ‘ley del sólo sí es sí’ y la vaguedad de la violencia en el ámbito sexual

En su trabajo “De lo que quieren las víctimas… Y de lo que puede darles el Derecho penal”, la Prof. Dra. Enara Garro Carrera señala que «cuando las consideraciones estrictamente jurídicas sobre un término se solapan con interpretaciones y entendimientos de ese mismo término mucho más extendidos que forman parte del acervo social y cultural mayoritario, la dificultad para delimitar el ámbito de operatividad exclusivamente jurídico de algunas instituciones deviene una tarea especialmente ardua», de manera que estos términos quedan envueltos en una peligrosa vaguedad, «a merced de vaivenes interpretativos en función de la perspectiva valorativa de la que se parta». El anterior es, en mi opinión, un análisis acertado del efecto contaminante de factores extrajurídicos; y obliga a concluir que, aun cuando el Derecho penal puede ser una herramienta eficaz para lograr cambios conductuales, en ningún caso deberá ser la vía elegida para alcanzar cambios conceptuales o expresivos.

Es el caso de la Ley Orgánica de garantía integral de la libertad sexual (a partir de aquí, LO 10/2022), conocida popularmente como la ‘ley del sólo sí es sí’, sobre la que me pronunciaré en estas líneas a propósito de la reciente conflictividad surgida tras la aprobación parlamentaria de la Proposición de Ley Orgánica llamada a modificarla.

El eje central de la discordia radica en el regreso de una cualificación cuyo tenor literal reza: «si se cometiere empleando violencia o intimidación». Esto, en apariencia, colisiona frontalmente con la conceptualización de los delitos contra la libertad sexual que mantienen los impulsores de la LO 10/2022, toda vez que cualificar un tipo delictivo por razón de que en su comisión concurra violencia implica asumir que dicha violencia no es intrínseca a la propia naturaleza del tipo básico. En definitiva, la problemática está, al menos en los términos en que se plantea, en considerar si todo acto sexual sin consentimiento es por naturaleza violento, ya que, si es así, la cualificación que la nueva proposición de ley trae de vuelta perdería todo sentido y atentaría contra uno de los grandes principios que rigen nuestro sistema penal: non bis in idem. Pero ¿dónde entra aquí la defensa del consentimiento que tanto se arrogan los impulsores de la LO 10/2022? Veámoslo con más detenimiento.

En aras de hacer efectiva la conceptualización antes expuesta (la consistente en que en todo acto ejecutivo típico que atente contra la libertad sexual concurre violencia), la LO 10/2022 suprimió el delito de abuso sexual regulado en el artículo 181.1 y 2 del Código Penal. Algo coherente si atendemos al tenor literal del precepto, que comienza de la siguiente manera: «El que, sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento, realizare actos que atenten contra la libertad o indemnidad sexual de otra persona (…)». En línea con esta idea, tras la entrada en vigor de la LO 10/2022, la figura de la agresión sexual pasó a recoger en su seno, como elemento objetivo, «cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento». Como puede comprobarse, la falta de consentimiento en un acto de contenido sexual es ahora la única circunstancia de preceptiva concurrencia en el delito de agresión sexual, quedando la violencia y la intimidación relegadas a meros indicativos de la inexistencia de consentimiento: «se consideran en todo caso agresión sexual los actos de contenido sexual que se realicen empleando violencia, intimidación (…)». Y ello es considerado por el legislador como respaldo jurídico-argumental suficiente para afirmar que se produce un reforzamiento del consentimiento, la conversión del «modelo penal del no» al «modelo penal del sí».

Descrita ya la posición favorable a la LO 10/2022, deben ahora apuntarse una serie de observaciones.

 

En primer lugar, es importante definir qué se entiende por violencia y, en ese sentido, debe traerse a colación lo señalado por la Prof. Dra. Enara Garro Carrera. Ya se ha explicado la conceptualización que el legislador mantenía al innovar nuestro ordenamiento jurídico-penal con la LO 10/2022. Aquella que presenta la violencia o la intimidación como la expresión más elevada de una violencia sexual ampliamente considerada que, sin embargo, comienza mucho antes de llegar a ese extremo: desde la inexistencia de consentimiento. No entraremos a valorar tal conceptualización, pues no es ese el objeto del presente artículo, sólo nos limitaremos a señalar que, frente a ella, existe una tradicional conceptualización jurisprudencial del concepto de «violencia» en el ámbito sexual que se aleja notablemente de aquella. El resultado es, como expone la Prof. Garro, un solapamiento de interpretaciones que deviene en una evidente dificultad para delimitar el ámbito de operatividad exclusivamente jurídico de esta institución. ¿Qué es «violencia» en el ámbito sexual? La respuesta sencillamente dependerá de quién sea el intérprete.

Cabe, así mismo, señalar que esta posición favorable parte de una premisa errónea, ya que enmarca como consecuencia necesaria algo que, en mi opinión, no tiene que darse necesariamente de esa manera: aislar el consentimiento (de la violencia o la intimidación) no comporta un blindaje del mismo, pues ello sería así sólo en caso de que el consentimiento, antes de la entrada en vigor de la LO 10/2022, no se hubiera configurado ya como el elemento central del desvalor de los delitos contra la libertad sexual. Si esta posición central hubiese estado anteriormente ocupada por la violencia o la intimidación, la LO 10/2022, al removerlas, centralizaría efectivamente el consentimiento, pero existe sobrada jurisprudencia que permite demostrar que no es así. El consentimiento está y siempre estuvo en el centro y la definición (o aclaración) del mismo que el legislador incluye en el artículo 178.1 CP no supone descubrimiento alguno, siendo del todo punto innecesaria.

Otra consideración a destacar es que la LO 10/2022 no ha hecho posible que, por fin, la sola falta de consentimiento permitiese activar el reproche penal, dado que antes de que aquella desplegase efectos jurídicos ya se contemplaba la tipificación de esta conducta en la figura del abuso sexual. Ahora es la agresión sexual la figura encargada de tipificar esta clase de actos, pero en el plano fáctico la consecuencia de tal cambio es más simbólica (si se quiere, conceptual) que real. Lo mismo ocurre con la proposición de ley orgánica de reciente aprobación parlamentaria, que viene a crear aún más confusión terminológica agravando una agresión sexual por razón de que en su comisión concurra violencia, es decir, que nos obliga a asumir sinsentidos tales como que existe agresión sin violencia. Todo lo anterior como resultado del peligroso ejercicio legislativo consistente en contaminar ámbitos de operatividad jurídica mediante la imposición de corrientes socialmente dominantes que atienden exclusivamente al plano expresivo, y no al conductual, siendo (al menos, debiendo ser) este último el único plano de interés jurídico-penal.

Por último, parte de la doctrina ha hecho acertado hincapié en una cuestión no menor: una interpretación objetiva del tenor literal del artículo 178.1 CP (tipo básico de agresión sexual) implica la tipificación de conductas que, aun siendo reprochables, no parecen en absoluto merecedoras de una sanción penal, de acuerdo con el principio de proporcionalidad o el de intervención mínima, que sitúa la pena como última ratio. El elemento objetivo del precepto, constituido por la realización de actos de contenido sexual sin consentimiento, abre un abanico muy amplio de posibles conductas susceptibles de ser subsumidas en tal supuesto de hecho y que entrañan una muy variada carga lesiva. Sin embargo, la calificación jurídica será la misma para todas ellas, de manera que la consecuencia jurídica únicamente podrá variar dentro de los límites del marco penológico previsto.

En íntima conexión con lo anterior, parece acertado señalar que la respuesta legislativa frente a un comportamiento susceptible de tanta gradación únicamente puede ser la calificación jurídica graduada, algo que venía lográndose mediante la institución de la «violencia». El trasfondo de esta nueva problemática suscitada por la LO 10/2022 está, en mi opinión, en el hecho de haber suprimido una gradación necesaria omitiendo la preceptiva sustitución por otra institución que cumpliese esa misma función. En línea con su propia conceptualización de la violencia en el ámbito sexual, el legislador podría haber especificado el tipo de violencia que, sin ser intrínseca a la propia naturaleza de la agresión sexual (p.ej.: violencia física), pudiese ser configurada como circunstancia agravante.

Se han expuesto sólo algunos de los interrogantes que la Ley Orgánica de garantía integral de la libertad sexual plantea. Interrogantes sobre los que, a mi juicio, la Proposición de Ley Orgánica llamada a modificarla no profundiza, toda vez que se limita a corregir algunos de los defectos técnicos de los que aquella adolece. Sólo queda lamentar que un debate abierto haya terminado por cerrarse a la fuerza en aras, por un lado, de saciar unas ansias retribucionistas carentes de toda fundamentación y, por otro, de paliar unos eventuales daños electorales que de ello pueden derivarse. El resultado, una vez más, es la regulación urgente de uno de los tipos delictivos más complejos y la ausencia de un debate interdisciplinar sosegado.

¿Qué es «violencia» en el ámbito sexual? La respuesta es hoy un «depende», y por ahora así se mantendrá.

El Parlamento en el foco: El veto presupuestario como amenaza para la función legislativa del Parlamento

La fragmentación parlamentaria característica de las últimas legislaturas de las Cortes Generales ha dado lugar a la revitalización de determinados institutos constitucionales que hasta el momento habían experimentado un limitado uso. Un ejemplo notorio de ello lo constituye el empleo por parte del Gobierno de la manifestación de disconformidad con la tramitación de proposiciones de ley que supongan aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios, esto es, el conocido como veto presupuestario previsto en el artículo 134.6 de la Constitución Española (CE). A través de la potestad que la Constitución otorga al Gobierno pretende garantizarse que una vez que el Parlamento aprueba la Ley de Presupuestos Generales del Estado, durante su vigencia anual, el Gobierno «pueda desarrollar plenamente sus potestades sobre la ejecución del gasto, y, en suma, su propia acción de Gobierno (art. 97 CE)», como señala la STC 44/2018, de 26 de abril (FJ. 4).

En términos prácticos, centrándonos en el Congreso de los Diputados, la aceptación por la Mesa del eventual veto presupuestario opuesto por el Gobierno comporta la no celebración del debate de toma en consideración de la proposición de ley; impidiendo en consecuencia que los grupos políticos puedan pronunciarse sobre la oportunidad de la propuesta planteada y que se produzca, en su caso, el inicio del iter legis de la proposición.

Antes de la irrupción de la fragmentación parlamentaria en el Congreso de los Diputados en el año 2016, en la I legislatura (1979-1982) el respectivo Gobierno manifestó su disconformidad con la tramitación de veintitrés proposiciones de ley por entender que su aprobación podría suponer aumento del gasto público y/o disminución de los ingresos presupuestarios. En veintidós ocasiones se opuso el veto presupuestario durante la II legislatura (1982-1986) y en veintitrés durante la IX (2008-2011). Salvando estos precedentes, la preferencia del Gobierno siempre había sido articular el rechazo a las proposiciones de ley de la oposición mediante el voto contrario de su grupo parlamentario a la toma en consideración, permitiendo así, al menos, el debate de oportunidad política de la iniciativa. Durante la XII legislatura (2016-2019) la tendencia general dejó de ser la señalada, registrándose un inédito número de proposiciones de ley vetadas por el Gobierno bajo el argumento de su eventual repercusión en los Presupuestos Generales del Estado. Durante aquel periodo el veto presupuestario se opuso hasta en sesenta y ocho ocasiones. Sesenta y siete de estos vetos fueron manifestados por el Gobierno presidido por Mariano Rajoy antes de la aprobación de la moción de censura en junio de 2018. Más allá de la significativa dimensión cuantitativa, en términos cualitativos una revisión de las proposiciones de ley vetadas permite aproximar el uso del veto presupuestario llevado a cabo en aquel tiempo al abuso, puesto que con frecuencia la disconformidad expresada soslayaba lo establecido por la jurisprudencia constitucional en el año 2006, concretamente en lo referido a la necesidad de que el veto se refiriese al Presupuesto en vigor en cada momento (SSTC 223/2006, de 6 de julio y 242/2006, de 24 de julio).

De manera concreta, en múltiples ocasiones el veto recayó sobre proposiciones de ley que diferían la entrada en vigor de las medidas con repercusiones financieras a ejercicios presupuestarios futuros. La extensión del ámbito temporal al que debe ceñirse la potestad del art. 134.6 CE no solamente desnaturalizó de facto esta, sino que comprometió el derecho de los parlamentarios a que las proposiciones puedan ser sometidas al debate de toma en consideración ante el Pleno (STC 10/2016, de 1 de febrero, FJ. 5). En estos términos, la razón que a nuestro juicio explica la utilización del veto presupuestario llevada a cabo, con la aceptación de la Mesa salvo en dos ocasiones, es la falta de mayoría parlamentaria para rechazar con comodidad la toma en consideración de propuestas legislativas de la oposición, empleándose en este sentido la disconformidad presupuestaria como instrumento alternativo.

En este contexto, a raíz de dos conflictos de atribuciones que el Gobierno planteó contra el Congreso por no aceptar este dos vetos presupuestarios, y de varios recursos de amparo, el Tribunal Constitucional (TC) ha tenido en los últimos años la oportunidad de aclarar, ampliar y concretar su doctrina sobre los límites constitucionales a los que debe ajustarse el ejercicio de la disconformidad por razones presupuestarias. Sin profundizar en los casos concretos, se ofrece a continuación una síntesis de esta doctrina, a partir de los fundamentos jurídicos de la STC 34/2018, de 12 de abril. En cuanto al alcance objetivo de la prerrogativa del Gobierno reconocida por el art. 134.6 CE, el TC la ciñe «a los ingresos y gastos que estén efectivamente reflejados en el mismo presupuesto», esto es, «a aquellas medidas cuya incidencia sobre el presupuesto del Estado sea real y efectiva». En cuanto al alcance temporal del veto presupuestario, «la conformidad del Gobierno ha de referirse siempre al presupuesto en vigor en cada momento», de modo que «el veto presupuestario no podrá ejercerse por relación a presupuestos futuros». En la misma línea garantista y protectora de los derechos fundamentales de los parlamentarios y de la potestad legislativa del Parlamento, el TC exige que el Gobierno motive su disconformidad, precisando «adecuadamente los concretos créditos que se verían directamente afectados, de entre los contenidos en el presupuesto en vigor», y permitiendo un «pronunciamiento de la Mesa sobre el carácter manifiestamente infundado del criterio del Gobierno».

La doctrina reiterada del TC no parece haber contribuido a frenar la proliferación del veto presupuestario. En la actual XIV legislatura, el Gobierno lo ha esgrimido treinta veces. Lo preocupante, desde un punto de vista cualitativo, se aprecia en el hecho de que al menos en cuatro ocasiones se han vetado proposiciones de ley que expresamente difieren la entrada en vigor de las medidas con repercusiones presupuestarias a ejercicios futuros (122/000207, 122/000209, 122/000260, 122/000302), como ya ocurrió durante el primer Gobierno de la legislatura XII. A la luz de la interpretación sostenida por el Alto Tribunal debe objetarse el empleo por el Gobierno del veto presupuestario en estos casos, reclamando la necesidad de que el Ejecutivo actúe de acuerdo con el principio de lealtad institucional, teniendo siempre presente que su disconformidad despliega una incidencia directa sobre la función legislativa del Parlamento. No solo al Gobierno hay que reclamar una actuación ajustada a los límites señalados por el TC, sino también por parte de la Mesa del Congreso, que en supuestos como los indicados, por razones de legalidad, debe rechazar la disconformidad del Gobierno cuando la prerrogativa no se ejerza conforme a los requisitos constitucionales.

Así las cosas, en materia de veto presupuestario se hace necesaria una actualización del artículo 126 del Reglamento del Congreso que recoja la doctrina del TC, acotando los márgenes en los que ha de moverse el Gobierno y la Mesa de la Cámara; un mayor esfuerzo de transparencia por parte del Congreso posibilitando (como hace el Senado) la consulta de los escritos de disconformidad del Gobierno o las resoluciones de las eventuales solicitudes de reconsideración a las que da lugar la aceptación del veto por la Mesa; y la actualización de la motivación formalista que emplea la Mesa del Congreso para aceptar los vetos del Gobierno. No obstante, la eficacia de lo anterior depende de que el Gobierno de cada momento sea consciente de las perjudiciales consecuencias que para la genuina función legislativa del Parlamento y para los derechos de sus miembros se derivan de un empleo fraudulento del veto presupuestario, y de que la Mesa adopte sus decisiones de acuerdo con criterios estrictamente técnicos, tomándose en serio el deber de considerar la jurisprudencia del TC como parámetro para calificar los escritos de disconformidad presupuestaria del Gobierno, aprovechando el margen que el Tribunal le ha concedido para operar en defensa de la institución parlamentaria.

La guarda de hecho y el necesario cambio de mentalidad de los bancos

A dos años de la publicación de la Ley 8/2021, de 2 de junio, de reforma de la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica (LAPD) podemos analizar cómo ha recibido la sociedad en general y los juzgados y tribunales españoles en particular el cambio de paradigma de la discapacidad.

De las numerosas resoluciones dictadas destacamos la primera Sentencia del Tribunal Supremo, de 8 de septiembre de 2021, por la influencia que ha tenido sobre la jurisprudencia menor al resolver, cinco días después de su vigencia, que, en determinados casos, la autoridad judicial puede imponer apoyos a una persona con discapacidad, aunque los rechace, contrariamente al criterio del Comité de Derechos de las Personas con Discapacidad.

Pero, a los efectos que nos ocupan, resaltamos la sentencia del Alto Tribunal de 23 de enero pasado, absolutamente oportuna para comenzar a sentar jurisprudencia sobre el verdadero alcance de la figura estelar (junto con las medidas voluntarias) de la reforma, la guarda de hecho, y sobre la delimitación de los principios de necesidad y proporcionalidad propugnados en el artículo 249 CC.

Frente a la desconfianza del sistema anterior, el modelo actual parte de que la realidad demuestra que normalmente la persona con discapacidad está adecuadamente asistida en la toma de decisiones y el ejercicio de su capacidad jurídica por un guardador de hecho, generalmente un familiar.

Se trata de una figura espontánea, que “no precisa de una investidura judicial formal que la persona con discapacidad tampoco desea” porque se basa en la confianza y asistencia diarias. Así, la exigencia de acreditación, formalización o judicialización de la guarda de hecho atenta contra su propia naturaleza; por ello resulta improcedente el requerimiento de documento formal alguno que la constituya.

Conviene resaltar que esta muestra de confianza en la nueva guarda de hecho no es una mera cuestión terminológica, pues, en la práctica, impedirá la designación de otra medida judicial si funciona eficazmente (arts. 250-4º, 263 y 269-1º CC), aunque las necesidades de apoyo sean extremadamente intensas.

La guarda de hecho es principalmente asistencial, si bien el legislador opta por otorgarle directamente funciones representativas en dos supuestos: para solicitar una prestación económica a favor de la persona con discapacidad, si no supone un cambio significativo en su forma de vida; o para realizar actos jurídicos de escasa relevancia económica (artículo 264 CC). Se trata así de facilitar la vida de las personas con discapacidad y agilizar y desjudicializar las funciones de gestión cotidianas al guardador de hecho.

Por ello, a diferencia de las demás actuaciones que requieran representación, (concretamente, las señaladas en el artículo 287 CC), en los dos casos precitados se exime al guardador de la obligación de solicitar autorización judicial; se trata de una atribución de funciones representativas ex lege. Así, quien le impida ejercer esas funciones en nombre de la persona asistida incumple directamente la ley.

La fiabilidad de la guarda de hecho queda garantizada por la fijación de salvaguardas (artículo 265 CC) garantes del respeto del guardador a la voluntad, deseos y preferencias de la persona asistida y el sometimiento de su actuación al control que únicamente corresponde a jueces y fiscales.

Pues bien, la confianza del legislador no es asimilada por ciertas entidades bancarias u organismos públicos que impiden el ejercicio de las funciones representativas otorgadas ex lege al guardador, ejecutando una labor de fiscalización que no les compete.

La ley obliga a revisar las sentencias de incapacitación anteriores a la LAPD. Igualmente, impide la designación de figuras judiciales de apoyo si existe guarda de hecho suficiente. Esto supone que antiguos tutores dejan de ser representantes legales de sus tutelados para pasar a ser sus guardadores con las facultades mencionadas, tras la revisión exigida. Además, si la persona cuenta con apoyo informal (guarda de hecho) suficiente no se podrá designar medida judicial distinta (caso habitual de padres que cuidan a sus hijos con discapacidad menores y continúan haciéndolo tras la mayoría de edad).

Como hemos apuntado, eludiendo el mandato del legislador, algunas entidades bancarias y algunos órganos administrativos no asumen el cambio legal negándose sistemáticamente a reconocer la guarda de hecho por falta de acreditación documental. Así, se ha convertido en práctica habitual para las familias la recepción de comunicaciones bancarias del tipo siguiente: “… nos han indicado que D./Dña.XXX ostentaba la guardia y custodia del entonces menor D.YYYY y que éste tiene una discapacidad del 89% declarada …. pero, no se ha acreditado que D./Dña.XXX ejerza medidas de apoyo (curatela, guarda de hecho…) respecto a D.YYYY, conforme a la Ley 8/2021…. por lo que conviene que solicite la adopción de una medida de apoyo judicial que constituya a su padre/madre, como curadores o guardadores de hecho y les otorgue expresamente facultades representativas para disponer sus posiciones de manera que pueda tener atribuida la gestión patrimonial de la cliente con discapacidad, dado que el artículo 264 CC, que regula la guarda de hecho, no contempla la posibilidad de que los guardadores de hecho dispongan de las cuentas corrientes del guardado…”. Seguidamente, la práctica generalizada es el bloqueo de las cuentas y la prohibición de acceso a estas a los guardadores.

La postura enconada y contraria a la ley de los bancos comienza a derivar en una perversión del nuevo modelo que, de no frenarse, terminará convirtiéndose en una generalizada “judicialización de la desjudicialización”, salvo que los juzgados opten por desestimar solicitudes de acreditación de guarda de hecho cuya única finalidad sea el reconocimiento judicial de lo ya reconocido por ley.

A esto apuntaba el Auto del Juzgado de Primera Instancia nº 5 de Córdoba de 7 de febrero de 2022 cuando indicaba que “Conscientes del cambio legislativo esta Juzgadora podría desestimar la solicitud formulada, declarar que D.ª no precisa de una resolución judicial por virtud de la cual se declare la guarda de hecho respecto de su hermana … y que no necesita autorización judicial para cancelar la cuenta en la entidad bancaria Cajasur, ni para solicitar los atrasos que corresponden a su hermana por la pensión de orfandad que tiene reconocida por el INSS, ni para disponer de la cantidad que le corresponde a ésta por el seguro de defunción de Mapfre porque el C.civil, norma de obligado cumplimiento para todos, establece que la guarda de hecho no precisa de una investidura judicial formal para la guarda de hecho ni para los actos descritos. Pero pongámonos en el lugar de los guardadores de hecho a los que no les queda más opción que acudir al Juzgado con el único fin de obtener una resolución judicial en virtud de la cual se les reconozca aquello que ya tienen reconocido por ley. E interpretemos la ley: la guarda de hecho `no precisa de una resolución judicial´. No precisaría de resolución judicial si el guardador de hecho no se enfrentara a los obstáculos descritos”.

El broche de cierre a las resoluciones situadas en esta línea lo encontramos en la STS de 23 de enero de 2021 que, pormenorizadamente explica el fundamento y alcance de la nueva guarda de hecho, ratificando la posición aquí defendida.

Resulta indiscutible que la guarda de hecho no requiere de ningún documento que formalmente la constituya y su exigencia constituye un claro obstáculo al correcto funcionamiento de la medida de apoyo a la persona con discapacidad. Por lo tanto, los requerimientos efectuados por los bancos y otros organismos públicos y privados en el sentido antes transcrito son contrarios a la ley y perjudican claramente a la persona con discapacidad a quien, justamente deben proteger.

Actualmente no existe ninguna Instrucción de la Fiscalía sobre la aplicación de la LAPD en general ni sobre este tema en particular, pero, desde hace meses se mantienen reuniones entre la Fiscalía General del Estado y la banca cuyo resultado puede conducir por fin el necesario “cambio de mentalidad” en este sector.

Entre tanto, las soluciones al problema de la acreditación de la guarda de hecho no pueden pasar por la vulneración de las leyes ni de los derechos de las personas con discapacidad, sino por la búsqueda de soluciones imaginativas que permitan a las personas que tienen este tipo de apoyo intervenir en el tráfico jurídico ágilmente y en igualdad de condiciones con los demás. No es competencia del banco ni de otros organismos resolver si quien se persona ante la entidad es o no guardador de hecho, ni tampoco pretender el impulso de medidas judiciales de apoyo absolutamente innecesarias y contrarias al sistema; su función debe limitarse a permitir que quien se persona como tal pueda desempeñar sus funciones correctamente y realizar las gestiones que tanto la ley como la jurisprudencia le han reconocido.

Cierto que existe el riesgo de que quien se presente invocando tal cualidad, en realidad, no la tenga y eso dé lugar a abusos y expoliaciones en el patrimonio de la persona con discapacidad que, de ser detectadas, deben comunicarse a Fiscalía. El riesgo se puede mitigar mediante mecanismos más ágiles como la propia presencia de la persona asistida con el guardador ante la entidad bancaria, si fuera posible, una declaración responsable del supuesto guardador, o la presentación de otros indicios documentales que evidencien la existencia de tal condición: libros de familia, certificados del Registro civil acreditativos de la relación de parentesco, certificados de convivencia, actas de notoriedad, informes sociales, etc. Pero quizá, lo más relevante, sea la propia conducta mantenida a lo largo del tiempo por el guardador ante la entidad bancaria. No tiene sentido defender que el progenitor que ha gestionado regularmente la cuenta del hijo menor con discapacidad no pueda seguir haciéndolo cuando este es adulto, las circunstancias sonlas mismas, no existe oposición ni perjuicio alguno a la persona con discapacidad y la negativa o bloqueo directo de cuentas derivan exclusivamente en un claro perjuicio para esta.

Impedir al guardador hacer lo que la ley no prohíbe o compeler a la persona a la que apoya a iniciar un procedimiento no querido, injusto o innecesario es ilegal y puede causar daños a la persona con discapacidad de los que deberá responder civilmente su causante, es decir, el banco.

La enfermera y el poder

Quizás uno de los aspectos más preocupantes de la deriva iliberal que padecemos -no sólo en España- es la utilización arbitraria del poder contra los más débiles. Este fenómeno es más acusado en Cataluña, donde la utilización partidista de las instituciones por parte del Gobierno independentista en áreas tan delicadas como la educación y la sanidad es pública y notoria. El programa independentista exige para construir la nación identitaria inexistente -aunque sea tendencialmente, a la vista del fracaso del procés- la supresión o al menos el silenciamiento de la sociedad plural realmente existente y para eso el instrumento elegido ha sido la lengua catalana, dado que, pese a algún intento vergonzoso, no hay otros elementos étnicos, religiosos o de otra índole a los que agarrarse para diferenciar a los catalanes de verdad (los nacionalistas) de los de pega (el resto).

De paso, con la expulsión del castellano de la Cataluña oficial se consigue blindar a la competencia el mercado laboral oficial -es decir, los puestos en las Administraciones Públicas, incluidos por supuesto los de la sanidad y la educación- a los profesionales procedentes de otras partes de España por muchos méritos que acumulen y aunque les resulte perfectamente posible comunicarse con los ciudadanos a los que deben de atender en castellano, a diferencia de lo que ocurre con un médico indio o español en el Reino Unido que no hable inglés. Por cierto, que el castellano además de la lengua oficial en España es también la lengua cooficial en Cataluña y existe la obligación constitucional de conocerlo (art.3) lo que no debería olvidarse. En todo caso, existe una abundante jurisprudencia sobre los supuestos en que pueden establecerse el conocimiento de la lengua autonómica cooficial con carácter obligatorio no ya como mérito sino como requisito obligatorio para acceder a una plaza determinada de la Administración pública  que intenta evitar que se utilice como herramienta para discriminar a algunos aspirantes o simplemente para impedir el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad.

Es en ese contexto de creciente iliberalismo, tribalismo desenfadado y desprecio por los valores de la democracia representativa liberal que exigen el sometimiento del poder a límites (empezando por los establecidos en la Constitución y siguiendo por los recogidos en el resto del ordenamiento jurídico) en el que hay que situar la historia de la enfermera gaditana Begoña Suárez, que desafió al sistema grabando un vídeo en Tik Tok en el que se reía de la necesidad de tener un título formal (C1) para acreditar un alto nivel de competencia en catalán para acceder por oposición una plaza de enfermera que, por cierto, ya estaba ocupando sin el título en cuestión y que tienen los chicos que terminan el bachillerato en Cataluña por el hecho de estudiar allí.

Claro está que aquí lo interesante no es que una enfermera joven y “de fuera” se atreviera a señalar (como el niño del famoso cuento de Andersen “el traje nuevo del emperador”) que el rey va desnudo sino la reacción furibunda que se ha desencadenado. Mientras que en el cuento clásico los cortesanos y el pueblo dan la razón al niño y se empiezan a reír del rey, que tiene que salir corriendo avergonzado, en la historia real es la enfermera la que tiene que salir corriendo. Lo que dice mucho de un gobierno incapaz no ya de tolerar la crítica -aunque sea en tono de humor, o sobre todo cuando es en tono de humor- sino de tolerar la pura y simple verdad: que la imposición de la obligatoriedad del catalán con un nivel tan avanzado como el C1 como requisito obligatorio para acceder a plazas en Cataluña de enfermera (o de médicos) supone una barrera de entrada muy importante para personas que proceden de otras CCAA pero que podrían desempeñar perfectamente el puesto de trabajo en cuestión. Incluso pueden resultar perjudicados los propios pacientes al tener menos profesionales disponibles o menos profesionales competentes para atenderles. Porque no nos olvidemos que a la enfermera de nuestra historia le habían ofrecido acceder a una plaza fija, luego tan mal no debía de hacer su trabajo aunque fuera en castellano.

En todo caso, lo importante es la reacción del Poder, con mayúsculas. Que empiezan en twitter, eso sí, que lo antiguo de la reacción de fondo (se va a enterar, quien se habrá creído que es) no empaña lo moderno de las formas, una característica de los medios rusos y sus afines que ha sido exportada con éxito al resto del mundo y que supone que la caspa de toda la vida se empaqueta de la manera más “cool” posible. Efectivamente, desde el consejero de Sanidad, hablando de la necesidad de una investigación para aclarar no sabemos bien el qué, pasando por sindicalistas al parecer más preocupados por la lengua en la que hablan los trabajadores que por el mantenimiento de sus puestos de trabajo y llegando hasta el portavoz del Hospital Vall d´Hebron señalando tajantemente que “No podemos tolerar que dentro de nuestras instalaciones, en horario laboral y con el uniforme de la institución, se hagan vídeos que no tienen nada que ver con la actividad asistencial”. Porque al parecer el problema es ése y no las declaraciones como habíamos pensado todos, empezando por el Consejero del ramo.

Y aquí es donde querría subrayar que este tipo de historias -que se van añadiendo a muchas otras, algunas tan tristes como la del niño de Canet- son muy preocupantes. No ya por el catalán, por el video, o por las manifestaciones de tirios y troyanos sino, sencillamente, porque ponen de relieve que gobernantes democráticos no tienen ningún problema en utilizar el poder en contra de los ciudadanos que se atreven a cuestionarlo, y cuya situación de inferioridad es patente.  En ese sentido, probablemente la enfermera de nuestro cuento pensó que no corría riesgo alguno subiendo su video a Tik Tok, y así debería de ser en un Estado democrático de Derecho digno de tal nombre donde la crítica, la zafiedad o el mal gusto no están penalizados y donde se respeta la libertad de expresión aunque sea en horario laboral y con el uniforme de trabajo. Se equivocó. Y muchos aprenderán de su error y no se atreverán a hacer cosas que son perfectamente admisibles en una democracia avanzada. Es más, que son sanas para una democracia avanzada que cree de verdad en el pluralismo y en la tolerancia como valores en los que fundar su convivencia.

Los que nos dedicamos a reflexionar sobre las democracias y los riesgos que les acechan sabemos que si hay una señal a la que conviene prestar mucha atención es a de la utilización arbitraria del poder frente a sus ciudadanos, y en particular frente a los más débiles. La arbitrariedad de los poderes públicos está expresamente proscrita en nuestra Constitución, y con mucha razón, dado que se trata de una expresión del poder autoritario por definición. En una democracia liberal representativa el poder siempre tiene que estar sujeto a controles, a límites y a contrapesos. Y por supuesto a la rendición de cuentas. Si esto no sucede, y el gobernante de turno puede iniciar investigaciones, abrir expedientes disciplinarios, cesar a personas “non gratas” en sus puestos de trabajo, utilizar los medios de comunicación y las redes sociales para señalar a un particular, etc, etc, hay motivos muy serios para preocuparse. E insisto, no es la primera vez que pasa, y me temo que tampoco será la última.

También querría recordar que estos principios constitucionales debemos de aplicarlos siempre, tanto a los nuestros como a los adversarios políticos. Es muy humano sentir con especial intensidad la injusticia, la discriminación o el acoso contra personas que consideramos por motivos ideológicos, afectivos o sociales más cercanas a nosotros, pero el doble rasero nunca está justificado. Por eso resulta tan irritante cuando nuestros políticos y nuestros medios lo utilizan con desenfado; vulnera nuestro más elemental sentido de justicia. Pero es importante que salgamos también a criticar estos mismos comportamientos cuando se trata de personas por las que no sentimos tanta empatía; es más, cuanta menos empatía sintamos, más necesario es.

En definitiva, no podemos normalizar este tipo de actuaciones por parte de nuestros gobernantes sean por las razones que sean. Eso también sería una señal muy preocupante porque en una democracia el uso arbitrario del poder no puede ser lo normal.

Publicado en El Mundo

La facultad del testador de delegar en un tercero la distribución de cantidades entre ciertas personas (art. 671 CC)

Decíamos en un anterior artículo: “los más de 400 artículos que el Código Civil dedica al derecho de sucesiones contienen multitud de instituciones y posibilidades, y algunas de ellas se encuentran muy olvidadas, cuando quizá podrían tener una utilidad práctica interesante”.

En ese artículo hablamos de la promesa de mejorar o no mejorar. Hoy vamos a hablar de la posibilidad legal que tiene el testador de delegar en otra persona la determinación de cómo distribuir cantidades entre ciertas personas. Es decir, que no sea el testador el que tome la decisión final, sino quien señale él para hacerlo.

Pero, ¿el testamento no era un acto personalísimo y por tanto indelegable? Pues sí, así lo proclama con toda solemnidad el artículo 670: “El testamento es un acto personalísimo: no podrá dejarse su formación, en todo ni en parte, al arbitrio de un tercero, ni hacerse por medio de comisario o mandatario. Tampoco podrá dejarse al arbitrio de un tercero la subsistencia del nombramiento de herederos o legatarios, ni la designación de las porciones en que hayan de suceder cuando sean instituidos nominalmente.”

Sin embargo, no es conveniente fiarse de este tipo de declaraciones tan tajantes del CC porque pueden tener excepciones, como pasaba con la promesa de mejorar o no mejorar respecto de la prohibición de pactos sucesorios y pasa con ésta. Así, en el siguiente artículo, el 671, ofrece una excepción a ese carácter personalísimo: podrá el testador encomendar a un tercero la distribución de las cantidades que deje en general a clases determinadas, como a los parientes, a los pobres o a los establecimientos de beneficencia, así como la elección de las personas o establecimientos a quienes aquéllas deban aplicarse.”

Es un precepto que apenas se utiliza en la práctica, pero que puede tener más interés del que parece, porque a pesar de su apariencia de referirse a pequeñas cantidades, casi simbólicas, lo cierto es que el artículo no pone límites cuantitativos, pueden ser cantidades muy importantes y relevantes en el conjunto de la herencia. Lo que exige es que se apliquen a “clases determinadas”, pero además una de ellas son los propios parientes, lo que ofrece muchas posibilidades, como veremos más adelante. La lista de clases que cita el art 671 no es númerus clausus, pueden ser cualesquiera: los alumnos de una escuela, los compañeros del despacho, los más necesitados del pueblo, etc. Adicionalmente, la doctrina entiende que no se trata solamente de dinero sino de otros bienes identificables, como colecciones de cuadros u otros objetos, o joyas.

Respecto del tercero a quien el testador encomienda esa tarea, cabe que nombre a cualquiera. La STS de 1 de diciembre de 1989 admite que se encargue a un albacea la distribución de cantidades que recompensen como mejor estimen a las personas que le sirvieron.

Como decíamos, dado que los parientes son una clase determinada, expresamente mencionada además en el propio artículo 671, las posibilidades que ofrece su aplicación son muchas más de las que parecen; en especial en estos tiempos en los que hay dobles o múltiples matrimonios, hijos de varias relaciones, y en ocasiones las relaciones entre padres e hijos –por razón de segundos matrimonios de aquéllos, o por otras causas- se deterioran, o pasan por periodos mejores o peores.

Todo ello, unido a que la expectativa de vida ha aumentado muy notablemente, con lo que las situaciones familiares pueden ser muy variadas a lo largo del tiempo.

Así, un padre, que se ha casado en segundas nupcias, puede legar a sus hijos cantidades, incluso cantidades importantes, y establecer que su cónyuge sea el que las distribuya como desee, en función de cuál ha sido su trato con el matrimonio. No deja de ser un modo de incitar a los hijos a tratar bien a su progenitor y su nueva pareja.

O por ejemplo una persona de edad, que vive en una residencia o está en su casa, que encomiende a un albacea que el dinero que posea se distribuya entre los familiares que le vayan a visitar y se interesen por ella. Hay que tener en cuenta que, quizá al final de su vida, esa persona ya no tenga de facultades mentales suficientes, pero necesite asistencia personal y también el cariño y el cuidado de sus familiares.

En estos casos indicados, el matiz consiste en que el premio del legado lo reciben quienes se porten bien con el testador, es una forma de incitarles a tener ese comportamiento. Obviamente, siempre han de respetarse las legítimas que pudieran corresponder.

Nombrar albacea para determinar el reparto será lo más adecuado en la mayoría de las ocasiones, puesto que el Código Civil lo regula en una serie de preceptos, lo que permite dar seguridad y solventar ciertas dudas que podrían plantearse. Así, el albacea puede tener ser particular, es decir, serlo para un encargo específico, como es este caso (894 y 902), tiene un plazo de actuación prefijado (904 a 906), es indelegable salvo autorización expresa del testador (909) y es gratuito salvo que el testador disponga otra cosa (908).