La sentencia ‘in voce’ civil como medida de agilización procesal

Una sentencia in voce es una sentencia oral. Nuestra Ley de Enjuiciamiento civil reconoce la oportunidad de dictar resoluciones orales, pero la reserva para las decisiones distintas a las sentencias que se dictan en el curso de los actos orales. Las sentencias deben escribirse sin excepción y además deben ser claras, precisas y congruentes. Nuestra ley procesal civil nació con la oralidad como seña de identidad: en los juicios verbales, por la transcendencia de la vista; en el ordinario, por la importancia tras las alegaciones iniciales escritas de la audiencia previa y el juicio. Era -y es- una garantía para lograr la inmediación judicial y la concentración de trámites; también, para la agilidad del procedimiento. 

Con el paso del tiempo, el binomio oralidad-agilidad ha palidecido. Se da una situación curiosa, provocada por las últimas reformas procesales en el orden civil: la escritura, como medio de agilización, se impone a la oralidad. Un ejemplo: el juicio verbal –destinado a ventilar las reclamaciones de cuantía menor o de cognición más limitada- debería de llamarse juicio escrito, porque parece que la mejor forma de tramitarlo es evitando la celebración de la vista. No por una práctica indeseada, sino por voluntad del legislador. 

El moderno aprecio por la escritura parece que pudo ceder –en un determinado momento- cuando se presentó y tramitó en el Congreso de Diputados el Proyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal del servicio público de Justicia (PLMEP), cuyo artículo 20, apartado 35, modificaba la LEC 1/2000, de 7 de enero, art. 210, precisamente para incorporar un medio formalmente novedoso de resolución civil: el dictado de sentencias in voce u orales. 

El propósito era atrevido. En mi opinión, con los debidos límites, aceptable.  

Las bases –expresadas ahora de forma muy general- eran las siguientes: ( i ) limitar la sentencia oral al ámbito del juicio verbal cuando las partes intervengan con abogado; ( ii) dictarla en la misma vista como conclusión del acto en presencia de las partes; ( iii ) la expresión por el juez, a tenor de las pretensiones y pruebas practicadas, de los hechos que hayan resultado probados, y, a continuación, las razones y fundamentos de la decisión con expresión de las normas jurídicas aplicables; ( iv ) el ajuste del fallo a las previsiones clásicas para la exigencia escrita ( art. 209. 4ª LEC), expresando si es o no firme y los recursos que procedan; ( v ) la declaración de firmeza en el acto si todas las partes estuvieran presentes y expresaran su voluntad de no recurrir; en otro caso, el plazo para recurrir –pero solo cuando sea posible interponer recurso de apelación, es decir, por encima de 3.000 euros de cuantía procesal- comenzaría cuando a la parte se le notifique la sentencia mediante el traslado del soporte audiovisual que la haya registrado y el testimonio del texto redactado de la sentencia. 

Realmente, la idea no era novedosa. Con independencia de las propuestas doctrinales, el Consejo General del Poder Judicial aprobó un Plan de Choque para la Administración de Justicia tras el estado de alarma que incluía como medida el dictado de las sentencias orales en la jurisdicción civil. E incluso existe un precedente normativo en el orden civil: el Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril, de Medidas Procesales y Organizativas para hacer frente al Covid 19 en el ámbito de la Administración de Justicia -al que siguió la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, con el mismo título y objeto- en cuyo art. 5.7 preveía el dictado de sentencias orales en el procedimiento especial y sumario en materia de familia contemplado en su artículo 3, documentándose con expresión del fallo y una sucinta motivación.

Sin embargo, el Real Decreto-ley 6/2023, de 19 de diciembre, destinado a impulsar algunas medidas de agilización procesal omite su reconocimiento, como también omite otras necesidades sentidas. 

Se cuestionará que una sentencia oral deja de ser reflexiva, que exige un esfuerzo de congruencia y motivación difícil de cumplir, y, en definitiva, que se corre el riesgo de banalizar una garantía procesal fundamental. Mi opinión es la contraria. Creo que merece la pena recuperar la idea y espero que se haga –mejorando, si cabe, la redacción- cuando se acometa una decidida y definitiva reforma legal de la agilización procesal.  Confío en la preparación y la experiencia del juez español.

Hay perspectiva sociológica no desdeñable. La carrera judicial se está haciendo mayor -más de la mitad de los jueces en España, con cifras del año 2020, tenía más de 50 años- y las posibilidades de promoción, con carácter general, son muy limitadas. Por poner un ejemplo, a la Audiencia Provincial de Madrid, secciones civiles, todavía no han accedido jueces con más de treinta años de antigüedad. Jueces que desde entonces celebran juicios civiles por la mañana y redactan las sentencias por las tardes. Sentencias para las que, en la gran parte de las ocasiones, el juez ya ha deliberado consigo mismo tras la práctica de la prueba en juicio, posiblemente por su carácter repetitivo o por su falta de complejidad: juicios de reclamaciones por colisiones de tráfico de muy escasa cuantía, de reclamación de pago de suministros o de resarcimiento por la nulidad de una cláusula abusiva, con recurso generalmente vedado, pero que siguen empantanando los juzgados de primera instancia de nuestro país. Juicios para los que no existe siquiera –más allá de alguna materia concreta- un trámite extrajudicial de intento de composición previo a la vía judicial ( pero esto es otra cuestión). No estoy hablando, claro, de los casos difíciles ( ni menos de la discusión Hart-Dworking ), sino de los realmente fáciles compuestos por hechos caracterizados por su masificación y tratamiento legal y jurisprudencial conocido.

Me viene al recuerdo Calamandrei, que en su Elogio de los jueces escrito por un abogado revelaba un peligro: la pereza del juez sobrecargado, que le hacía superficial. Se revelaba contra ese mal admitiendo «a menudo una conciencia inevitable y excusable de la excesiva mole de trabajo que gravitaba sobre algunos magistrados».

A la realidad sociológica se añade la presencia de un elemento más inconsciente: un sesgo cognitivo. Queremos un juez Hércules, pero la necesidad de redactar innumerables sentencias que expresan una convicción sencilla, fundada en una discusión repetitiva en modo alguno compleja y sobre prueba muy limitada, allanan el camino a la fatiga cognitiva del juez, todavía más cuando separa –acuciado por el exceso- el tiempo de redacción del instante de celebración de la vista. El resultado no es inocuo: el ahorro cognitivo. Un sesgo inconsciente –aquí está el peligro- que lleva a una solución escasamente comprometida. Y el riesgo no está solo en ellos, está en su extensión: de los juicios sencillos a los complicados, del esfuerzo machacón por razonar sobre lo obvio al cansancio ya para afrontar lo complejo. Lo ha advertido Rodríguez Ramos: los sesgos incorporan juicios no reflexivos y responden a una tendencia a emitir conclusiones de forma precipitada, intuitiva, por medio de atajos que eluden agotar todos los estudios y verificaciones previas que requeriría una correcta concusión argumental. 

Las cifras de aumento vertiginoso de la litigiosidad civil no ayudan, quizás por la proliferación en masa de los asuntos relativos a la protección del consumidor y la tensión entre la industrial del litigio y la falta de reparación temprana del empresario o profesional. Repárese en un dato: con cifras del año 2022, los asuntos civiles ingresados en nuestros juzgados alcanzaron la cifra de 2.809.693. En el año 2013 eran 1.670.305. A su pesar, 1.814,394 se resolvieron en el año 2013 y 2.637.463 en el año 2022. Con razón se habla de un servicio público de justicia sostenible. 

Con señalar estas circunstancias no quiero perder el foco. Sé que, al final, el quid de la cuestión, el mayor recelo para permitir la opción por la sentencia oral, vendrá de las exigencias de la motivación. El miedo, como decía, a la decisión irreflexiva y escasamente motivada.

Asumo que el cumplimiento del principio de exhaustividad es un derecho del justiciable y un deber del juez. Pero no veo razón para concluir que solo es posible lograrlo mediante una sentencia escrita. No es menor el peligro de que la sentencia escrita se dilate por el exceso o que se camufle bajo la apariencia de exhaustividad por su extensión cuando lo que se hace es acarrear otras que poco añaden y mucho confunden, cuando lo determinante, sea la decisión escrita u oral, es que además de congruente, sea clara y precisa y exprese y explique – en este consiste la motivación- el proceso de razonamiento lógico judicial que le llevan a decidir en un u otro sentido y permita así su impugnación. El fundamento de la sentencia, más que en la ley, se encuentra en el criterio del juez que la aplica: la expresión del criterio es la motivación. El juez primero decide y luego razona o motiva.

Es cierto que una sentencia oral impone una exigencia motivación verbal y una inmediatez de juicio que en no pocas ocasiones serán fáciles de cumplir o requerirán de una técnica precisa. Por eso la ley debería permitir la opción, bajo unas condiciones generales, de su utilización; pero me niego a admitir que muchos de los supuestos que hoy en día adornan la vida laboral de los juicios civiles no sean abordables mediante este método de decisión. Diré más: escasos son los supuestos en que tras presenciar las pruebas de un procedimiento de escasa complejidad jurídica o probatoria el juez no haya formado por completo su convicción. Pero por desgracia la expresión de la decisión debe dilatarse para ser escrita. El resultado: demora, acumulación y fatiga. 

En fin, creo que incorporar una forma de resolución oral de las sentencias agilizaría la tramitación procesal y evitaría molestias innecesarias sin descender la garantía de la motivación. Por eso me parecen razonables las bases incorporadas en el PLMEP: la expresión de los requisitos formales –y de documentación- y de fondo, la limitación de la sentencia oral a los supuestos en que intervengan abogados para asegurar la formación de la voluntad de las partes sobre su posición o la decisión o no de recurrir y la eventual limitación a procedimientos de escasa cuantía o de mínima complejidad –incluso, inicialmente, a los juicios verbales que no tienen recurso de apelación-.

No es solo la amnistía

Cuenta SALUSTIO en su obra sobre la conjuración de Lucio Catilina del año 63 a.C. que, tras haberse postulado este para ser nombrado cónsul sin éxito, se había apoderado de él un irrefrenable deseo de hacerse dueño de la República, y que no le importaban nada los medios que tuviera que emplear con tal de conseguirlo.

Para garantizar el apoyo de sus fieles, Catilina les había prometido la anulación de los registros de personas con deudas, las proscripciones de los ricos, magistraturas, cargos sacerdotales, saqueos y todo aquello que lleva consigo el antojo de los vencedores. Catilina no reparaba en gastos, ni tenía en nada su honor, con tal de tenerlos adictos a su persona .

¿Qué le importaban a él la verdad, la decencia y la dignidad, haber dicho una cosa o la contraria, o que algo fuera justo o injusto, cuando lo que estaba en juego era su persona y su ambición de poder?

¿No habían abierto los sofistas siglos antes la posibilidad de justificar cualquier fin sosteniendo una cosa o su contraria con la mayor inteligencia, solvencia y elegancia?

En sus Dobles Razonamientos, PROTÁGORAS DE ABDERA ya había sostenido que lo falso y lo verdadero son lo mismo «porque se expresan con las mismas palabras», y «porque si las cosas ocurren tal y como dice el discurso, este es verdadero; y si no ocurren así, este mismo discurso es falso». Su conclusión fue que «el mismo hombre vive y no vive, y las mismas cosas existen y no existen; pues lo que existe aquí no existe en Libia, ni lo que existe en Libia existe en Chipre; y dígase lo mismo de las demás cosas. Por consiguiente, las cosas existen y no existen»

Ante este panorama, ARISTÓFANES escribió su famosa comedia Las nubes, en la que Estrepsíades pide a Sócrates que enseñe a su hijo el razonamiento adecuado para esquivar a sus acreedores y no tener que pagar las cantidades que adeuda: «Enséñale los dos razonamientos, el bueno, que poco me importa, y el malo, el que triunfa sobre lo bueno litigando lo falso. Al menos enséñale, al precio que quieras, el razonamiento injusto». Poco después, mirando orgulloso a su hijo, le dice: «¡Qué felicidad para mí, en primer lugar, el poder ver tu cara! Se puede leer en tu rostro la costumbre de negar y contradecir. En él se ve brillar claramente esta frase: ¿Qué dices tú? Ese descaro puede hacerte pasar como víctima, cuando se es evidentemente el ofensor» .

La refutación de lo verdadero y lo justo mediante sólidas técnicas retóricas ya se inventó hace veinticinco siglos, y muchos de los que desde entonces han pretendido alterar la paz pública o acceder o mantenerse en el poder a toda costa han pretendido justificar con sutiles pretextos que lo hacían por el bien común.

Del mismo modo, la llamada «Proposición de Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña» pretende justificarse, según su Exposición de Motivos, en la «búsqueda de la mejora de la convivencia y la cohesión social». Sin embargo, todos sabemos que la ratio legis o alma de la ley no ha sido esa, sino la permanencia en el poder de unos políticos. Los españoles hemos sido testigos del espectáculo poco edificante de cómo los mismos que defendieron la ilegalidad, la inmoralidad y la inconveniencia de la amnistía hasta las elecciones generales del 23 de julio de 2023 pasaron a defender exactamente lo contrario a partir del día siguiente, cuando se dieron cuenta de que esa amnistía sería la condición necesaria para su permanencia en el poder.

A la vista de estos hechos inequívocos -facta concludentia-, se puede escribir que la amnistía es para favorecer la convivencia, para garantizar la paz en el mundo o para luchar contra el cambio climático, pero da igual lo que se escriba o lo que se diga, porque los hechos son elocuentes, hablan por sí solos y desmienten cualquier interpretación ex post facto contraria a los hechos concluyentes de los que todos los españoles hemos sido testigos.

Ya explicó con brillantez Jean-François REVEL que la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira, y que la ideología exime a la vez de la verdad, de la honradez y de la eficacia, dando lugar a una triple dispensa: la dispensa intelectual, la dispensa práctica y la dispensa moral . La primera consiste en retener solo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso tergiversándolos, y en negar y ocultar todos los demás. La segunda consiste en suprimir el criterio de la experiencia y quitar todo valor de refutación a los fracasos. Finalmente, la tercera abole la noción del bien y el mal, porque lo que es crimen, delito o vicio para cualquiera no lo es para el actor ideológico, para quien el servicio a la ideología sustituye el lugar de la moral.

Las sólidas razones jurídicas, morales y prácticas que desaconsejan esta amnistía, en virtud de la cual unos políticos amnistían los delitos de otros a cambio de que estos faciliten la permanencia en el poder de aquellos, constan muy claramente expuestas en diversos artículos recopilados en el número 108-109 de la revista jurídica «El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho» y en la obra colectiva «La Amnistía en España. Constitución y Estado de Derecho» .

La amnistía representa el triunfo de la arbitrariedad y del interés particular de una minoría privilegiada frente al interés general. Si en su inmortal oración fúnebre por los atenienses muertos en la guerra del Peloponeso PERICLES explicó que al régimen político de Atenas se le dio el nombre de democracia porque servía «a los intereses generales de la mayoría, y no de unos pocos» , y en la Roma republicana la Ley de las XII Tablas prohibió las leyes que establecieran privilegios para una persona o grupo de personas (Privilegia ne inroganto), en España observamos con preocupación cómo la actividad política se desenvuelve al albur de intereses personales, penales y penitenciarios de políticos sin el menor interés ni vocación alguna por defender el interés general de España.

Desde el punto de vista de la organización y funcionamiento de nuestro Estado de Derecho, la amnistía es el resultado más reciente de un problema persistente que afecta a nuestra organización jurídico-política, de acuerdo con el cual el partido más votado que no obtiene mayoría absoluta solo puede gobernar a base de transferir a las fuerzas nacionalistas recursos, funcionarios y competencias para lograr su apoyo parlamentario. La novedad es que a este insufrible proceso de transición indefinida y desguace del Estado que sufrimos desde 1978 -sin justificación alguna desde el punto de vista de la organización racional del Estado Autonómico- se han sumado ahora nuevas medidas arbitrarias de gracia y privilegio como los indultos o la amnistía.

Además, esta amnistía -groseramente impuesta por la conveniencia personal de ciertos políticos- acentúa la deriva arbitraria de un poder político que se ha convertido en un gran Leviatán frente al cual el ciudadano se encuentra cada vez más indefenso. Si el español medio va perdiendo la confianza en el Estado de Derecho por la proliferación de miles de normas de dudosa necesidad que casi nadie lee ni comprende -en ocasiones, ni los que las redactan, sin la formación necesaria para ello-, esta falta de confianza se multiplica al observar cómo los principios jurídicos más básicos, que los ciudadanos sí entienden -como el principio de igualdad ante la ley- son vulnerados sin contemplaciones cuando no convienen al poder político.

Cada vez es más difícil para el ciudadano lo que -en palabras de Konrad Hesse- hizo del Derecho Privado el «baluarte de la libertad» : la preservación y la garantía de la personalidad del hombre para su autodeterminación y responsabilidad propia.

Es conocido que el poder de la autonomía privada encuentra su fundamento en el reconocimiento de la dignidad de la persona a la que se refiere el artículo 10 de la Constitución, porque solo se reconoce la dignidad de la persona si se la permite autorregular sus marcos de intereses .

Sin embargo, esta autonomía privada -y consecuentemente la dignidad de la persona- está siendo arrinconada desde hace tiempo por la progresiva desprotección del derecho a la propiedad privada, la proliferación de toda clase de normas imperativas que rigen hasta el más insignificante aspecto de nuestras vidas y una concepción de la democracia que no admite la existencia de lindes no traspasables ni de ámbitos ajenos a la actuación y decisiones del poder político .

El problema inmediato y más amplio al que nos enfrentamos los españoles, por tanto, y al que habrá que dar cumplida respuesta, no es tanto o no es solo la amnistía, sino la desnuda arbitrariedad de las decisiones del poder político concretada legislativamente en lo que WIEACKER calificó como un Derecho de intereses impuesto por mayorías tácticas . El ordenamiento jurídico se empieza a percibir como una simple aglomeración de normas particulares sin conexión de sentido, fruto de la arbitrariedad impuesta por los intereses personales de ciertos políticos y de un positivismo degenerado que amenaza todos los resortes de la libertad y la autonomía del individuo.

Este proceso va acompañado de una progresiva infantilización de la sociedad bajo un poder paternalista, minucioso y tutelar del que ya advirtió TOCQUEVILLE hace casi doscientos años . La huida de la responsabilidad, resultado de delegar en el sistema tanto las responsabilidades colectivas como las individuales, a la que se ha referido Rodrigo TENA , termina en lo que Pablo de LORA ha denominado la «legislación santimonia del Estado parvulario» , en la que lo fundamental es que el legislador declare sus buenas intenciones. De esta forma, aunque las consecuencias de una norma sean nefastas o contraproducentes, la misma se podrá justificar porque la intención fue buena y el legislador tenía buenos sentimientos.

A la vista de los retos constitucionales y vitales que la historia presenta a nuestra convivencia común en libertad, la pregunta pertinente es si esta vez los españoles conseguiremos estar a su altura, o si la indiferencia, la resignación y la comodidad podrán con nosotros.

Cualquiera que sea la respuesta, nada está escrito, y en los últimos tiempos estamos asistiendo al espectáculo formidable de la defensa del Estado de Derecho frente a la arbitrariedad, del mismo modo que se atisba un rearme moral, intelectual y jurídico frente a la hegemonía cultural de las ideas nacionalistas que, desbocadas en su insolidaridad reaccionaria y sin apenas control alguno, nos han llevado al borde del desastre.

Sin el respeto a la soberanía del pueblo español no hay convivencia posible, y si se rompiera el Pacto Constitucional, se volvería -así hay que decirlo- al Estado de naturaleza. En palabras de Benigno PENDÁS, «en el plano superior de la legitimidad gozamos del derecho a ser españoles que nos hemos ganado con el esfuerzo colectivo de muchas generaciones».

Venecia y la amnistía desnuda

Como en el cuento de Andersen de El traje nuevo del emperador, en el que el niño señaló al emperador evidenciando su desnudez, la Comisión de Venecia ha levantado el velo con el que se pretendía cubrir la proposición de ley de amnistía al procés catalán: frente a la pomposa afirmación de la exposición de motivos de esta iniciativa legislativa que proclama que se trata de un paso «valiente y reconciliador» que pretende «garantizar la convivencia», el prestigioso órgano consultivo del Consejo de Europa ha advertido con meridiana claridad que este proyecto de amnistía ha generado «una profunda y virulenta división en la clase política, en las instituciones, en el poder judicial, en la academia y en la sociedad española» y, en consecuencia, ha formulado importantes reparos a su redacción y tramitación. La Comisión de Venecia no juzga la constitucionalidad de las medidas que adopta un país, ni la validez de las mismas de acuerdo con el Derecho de la Unión Europea, pero emite unos dictámenes en los que analiza la conformidad de las iniciativas objeto de examen a la luz de los estándares europeos e internacionales en relación con el Estado democrático de Derecho. Sus informes no son vinculantes, pero la autoridad y prestigio de los miembros de este órgano le otorgan un indudable valor.

Por ello, en la medida que el Gobierno de España y la mayoría parlamentaria que le acompaña no sólo han desoído las recomendaciones de la Comisión de Venecia, sino que se han esforzado por tergiversarlas vendiendo que hay una suerte de aval a la amnistía que promueven, conviene acercar nuestra mirada a ese emperador que se empeña en seguir usando ese traje nuevo que no cubre sus vergüenzas.

Así las cosas, la Comisión de Venecia reconoce -algo que nadie discute- que las amnistías forman parte del acervo de los Estados democráticos. Y que razones de «reconciliación social y política» pueden justificar la adopción de una medida de gracia de este tipo. Ahora bien, su legitimidad depende, por un lado, de que respete la ordenación dada por cada Constitución nacional y, por otro, de que se cumplan una serie de exigencias para preservar los postulados básicos del Estado de Derecho: entre otras, que las mismas no afecten a graves crímenes internacionales ni a serias violaciones de derechos humanos, que no minen la posición del Poder Judicial y que no puedan catalogarse como autoamnistías, que se respeten las exigencias de taxatividad y previsibilidad derivadas del principio de legalidad y que su tramitación responda a un proceso participativo, transparente y democrático, y, en última instancia, el principio de igualdad ante la ley reclama que se fijen unos criterios generales e impersonales en los que sea clara la conexión con la causa que justifica la amnistía a la hora de definir quiénes se pueden terminar beneficiando por la misma. 

Pues bien, como se ha empezado señalando, en el análisis en concreto de la propuesta de amnistía al procés, lo primero que llama la atención de la Comisión de Venecia es que una medida que se justifica en su vocación conciliadora está resultando ser profundamente divisiva. Por esta razón, la Comisión de Venecia insiste en que para que la amnistía pudiera ser coherente con la finalidad perseguida debería adoptarse por una «amplia mayoría cualificada», aunque la Constitución no lo exija -incluso, desliza que convendría que se reformara la Constitución cuando sea posible para regular esta cuestión expresamente-. Adicionalmente, también cuestiona el procedimiento que se ha seguido para su tramitación (por vía de urgencia, recurriendo a la proposición de ley para evitar informes de órganos consultivos…). Por ello, la Comisión de Venecia apela a que las «autoridades españolas y las demás fuerzas políticas se tomen el tiempo necesario para afrontar un diálogo serio con espíritu de leal cooperación entre las instituciones del Estado y entre la mayoría y la oposición, para poder alcanzar una reconciliación social y política, y que consideren explorar procedimientos de justicia restaurativa». Y pide al Parlamento español que afronte cómo va a lograr la normalización en Cataluña con una amnistía que, por el momento, ha generado esta profunda división. Nada de ello se ha hecho y, por lo que parece, tendremos una ley de amnistía aprobada como un trágala de la mitad del Congreso de los Diputados frente al resto de la oposición y con una amplia mayoría del Senado en contra. A mayores, los llamamientos de la Comisión de Venecia a que se establezcan mecanismos de justicia restaurativa que presuponen «la asunción de responsabilidad por los autores» de los actos ilícitos que se van a amnistiar son también papel mojado cuando los beneficiarios de esta amnistía están manifestando de forma reiterada no sólo su falta de arrepentimiento, sino su voluntad de volver a reivindicar una autodeterminación que no tiene encaje constitucional. 

Unas cuestiones procedimentales que afectan a la sustancia más íntima de la amnistía que se pretende aprobar al poner de manifiesto la absoluta precariedad de sus fundamentos.  Difícilmente podrá reconciliar lo que nace dividiendo y malamente puede servir a preservar la «convivencia dentro del Estado de Derecho» cuando se perdona a quienes no reconocen la gravedad de la infracción cometida. Todo lo contrario. Ya lo advirtió el Tribunal Constitucional en relación con las amnistías fiscales: «Viene[n] así a legitimar como una opción válida la conducta de quienes, de forma insolidaria, incumplieron su deber de tributar de acuerdo con su capacidad económica, colocándolos finalmente en una situación más favorable que la de aquellos que cumplieron voluntariamente y en plazo su obligación de contribuir» (STC 73/2017). Cuánto más podríamos decir ahora.

De hecho, la Comisión de Venecia ha ido más allá en sus objeciones a esta ley y, a lo largo de su dictamen, plantea la cuestión de que nos encontramos con una autoamnistía concedida para beneficiar a unas personas en concreto a cambio de sus votos. De ahí que la Comisión haya señalado que para evitar arbitrariedades que supondrían una ruptura del principio de igualdad ante la ley deberían redactarse de forma más precisa el ámbito temporal y material de la amnistía y se debería definir de forma más clara la relación de causalidad entre quiénes van a poder beneficiarse de la amnistía y las razones que la justifican. En este sentido, llama la atención de la Comisión de Venecia los diferentes retoques que se han ido introduciendo a la ley a lo largo de la tramitación, que no tienen justificación objetiva. En el recordatorio que incluye el dictamen de la Comisión de que los «criterios para su aplicación no deben diseñarse para cubrir a personas específicas» está implícita una dura crítica a que la misma se haya venido redactando al dictado de su principal beneficiario, el señor Puigdemont. Todo lo cual comporta, como señala la Comisión de Venecia, un riesgo añadido para la separación de poderes, ya que esta indeterminación genera una inseguridad en su aplicación que dará lugar a futuros choques entre el poder judicial y el legislativo.

La Comisión de Venecia también observa que habrá que ser cuidadosos a la hora de aplicar la amnistía a delitos de terrorismo para que no se vean afectadas conductas que pudieran haber supuesto una violación grave de derechos humanos. Y, aunque considera que el hecho de que la amnistía se proyecte sobre procesos judiciales en curso no afecta a la separación de poderes, y que los jueces estarán obligados a aplicarla, también señala que las medidas incluidas en la misma para forzar su inmediata aplicación no pueden terminar privando de efectos prácticos a los mecanismos de control judicial. Asimismo, de forma muy contundente la Comisión de Venecia rechaza también los intentos de supervisión política de la actividad judicial a través de comisiones parlamentarias, por considerarlos contrarios al principio de independencia judicial. 

De esta manera, suaviter in modo, el informe de la Comisión de Venecia resulta concluyente: tal y como se ha tramitado esta amnistía, es imposible que cumpla con el objetivo que la justifica y adolece de graves carencias que no se han subsanado de acuerdo con los estándares de un Estado democrático de Derecho. Además, a todo ello podríamos añadir argumentos adicionales en el ámbito de su constitucionalidad para reprochar la misma aún más. Como tuve ocasión de advertir en unos análisis anteriores, esta amnistía sitúa a nuestra democracia en una pendiente muy resbaladiza.

Qué es la Comisión de Venecia

Origen y composición

La Comisión Europea para la Democracia a través del Derecho, más conocida como la Comisión de Venecia, es el órgano consultivo del Consejo de Europa en materia constitucional. Fundada en 1989, tras la caída del muro de Berlín, por el jurista italiano Antonio La Pergola, su papel original fue brindar asesoramiento jurídico a los Estados del Este de Europa para cubrir el vacío institucional que siguió al derrumbe de los regímenes comunistas. La Comisión les ayudó a establecer ordenamientos jurídicos sólidos para sostener sus transiciones a la democracia sobre los valores democráticos y constitucionales.

Pronto su actuación se hizo extensiva a todos los miembros del Consejo de Europa, y ha ido aumentando su ámbito de actuación, fuera del Consejo, hasta alcanzar los sesenta y un miembros actuales, que incluyen también a Estados americanos, de África del Norte y Asia Central y del Este, aunque su labor no se limita a sus miembros y puede incluir también a, los Estados observadores y otros países que soliciten asistencia.

Sus miembros son nombrados intuitu personae por cada uno de los Estados miembros entre especialistas en derecho constitucional e internacional. Los miembros son independientes, actúan a título individual y no pueden recibir ni aceptar instrucciones. La independencia se procura con un mandato renovable de cuatro años que solo puede interrumpirse por el fallecimiento o la dimisión del miembro y que no puede ser revocado por su Gobierno. Además, los miembros no votan sobre los dictámenes que se refieren específicamente al Estado que les ha nombrado o del que son nacionales.

El trabajo de la Comisión de Venecia

Su labor se concentra en ayudar a los que soliciten su colaboración a adecuar sus estructuras jurídicas e institucionales a los estándares europeos y a la experiencia internacional en los campos de las instituciones democráticas, los derechos humanos, la justicia constitucional, el Estado de derecho y las elecciones, referéndums y partidos políticos, ofreciendo su asesoría en la elaboración de constituciones, la realización de reformas constitucionales o el acompañamiento de la tarea legislativa en los ámbitos de las instituciones democráticas y los derechos fundamentales.

Esta labor se realiza a través de opiniones, informes de caso siempre a solicitud de las instituciones de los distintos países, de los que hasta la fecha ha realizado más de un millar; estudios, más de ciento cincuenta, sobre materias específicas tan diversas como, por ejemplo, el voto dual de personas que pertenecen a minorías, el derecho de voto de las personas residentes fuera de su país de origen, o el papel de las tecnologías digitales en las elecciones —de los que un buen número terminan convertidos en documentos de referencia—; estas opiniones y estudios cristalizan en compilaciones que reflejan la posición de la Comisión de Venecia en temas como la justicia constitucional, las campañas electorales, la libertad de expresión, los partidos políticos, los medios de comunicación o el defensor del pueblo; o la realización de amicus curiae a solicitud de distintos tribunales. Para hacerlo busca el equilibrio entre particularidad y universalidad y también lleva a cabo la sistematización de buenas prácticas de los Estados en relación con sus temas centrales. Así, ha emitido códigos de buenas prácticas en materia electoral o de referéndum, los principios referentes a la institución del Defensor del Pueblo o los criterios de verificación sobre el Estado de derecho o sobre la oposición parlamentaria en las democracias.

Mientras que los estudios suelen realizarse por solicitud de sus expertos, o de otros organismos internacionales como la Unión Europea, OSCE o la OEA, las opiniones se realizan a petición de los órganos del Consejo de Europa (el Comité de Ministros, la Asamblea Parlamentaria, el Secretario General, el Congreso de Autoridades Locales y Regionales; e incluso el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que puede presentar solicitudes de amicus curiae) o de los Estados miembros, donde tienen que ser solicitadas por una institución del Estado, habitualmente antes de su aprobación definitiva (recientemente en Chile con las dos propuestas de constitución o en México con las reformas de los poderes electorales), aunque pueden realizarse a posteriori.

La forma de trabajo de la Comisión

La elaboración de estos estudios y opiniones se basa en ir construyendo acuerdos en distintas fases:

Una vez recibido el encargo la Comisión controla el procedimiento, tanto en su aceptación como en los plazos, que tratan de responder a las necesidades del encargo, y aunque suele remitirse a las cuatro sesiones plenarias anuales, también puede ser adoptado de urgencia al margen de las mismas, realizándose su tramitación por escrito.

La Comisión encarga la ponencia a un grupo de expertos normalmente entre sus miembros, aunque se pueden incluir otros expertos especialistas en la materia, que suelen visitar el país para reunirse con las instituciones, los tribunales, las partes interesadas y representantes de la sociedad civil, y donde en ocasiones de especial tensión política la Comisión trata de ejercer una acción parecida a la mediación.

Después el secretariado de la Comisión unifica y perfila el texto y se somete a las autoridades del país solicitante para debatir sobre el mismo, presentando sus alegaciones, así como al resto de miembros de la Comisión, excluidos los miembros del país afectado, que pueden presentar enmiendas. El texto va así cambiando durante su elaboración hasta el momento de su aprobación definitiva.

Finalmente, en la sesión plenaria se invita a los representantes de las autoridades del país en cuestión a aportar aclaraciones y presentar sus argumentos en respuesta a los desarrollados en el proyecto de dictamen. Debates que suelen reflejarse en el dictamen que será finalmente aprobado.

Una vez adoptado, el dictamen se hace público inmediatamente: se envía a las autoridades nacionales y a cualquier organismo que lo haya solicitado, y se publica en la web de la Comisión.

El resultado es un informe jurídico de carácter técnico, redactado en un lenguaje diplomático que trata de evitar expresamente ser utilizado políticamente, lejos de juicios categóricos de aval o rechazo suele incluir valoraciones y recomendaciones vinculadas a estándares de Estado de derecho, dejando al margen el control de constitucionalidad (que corresponde a los organismos constitucionales nacionales) y los juicios de oportunidad, de carácter netamente político.

Una referencia internacional

Aunque las opiniones son consultivas se han consolidado como una referencia internacional en el respeto a la democracia y al Estado de derecho en un buen número de países. Con ejemplos como el de Ucrania donde un grupo de expertos de la Comisión participó en el proceso de creación del marco electoral de este país desde el año 2014; el proceso de elaboración de la Constitución de Túnez tras 2012, donde la Comisión fue consultada en varias ocasiones sobre una serie diversa de temas de su nueva Constitución o el proceso constituyente en Chile, donde se han elaborado opiniones sobre cada uno de los proyectos de nueva constitución.

Así se han convertido en referencia imprescindible ante reformas constitucionales y legislativas, así como apoyo al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), que utiliza sus informes en más de cien sentencias, y otros tribunales constitucionales estatales. Se pone así de manifiesto la aportación de la Comisión al patrimonio constitucional común que une a todos los Estados democráticos y que justifica su creciente influencia en instituciones internacionales. Aunque la Comisión de Venecia no pretende imponer soluciones, ni tiene poder para hacerlo, con el paso del tiempo ha ido adquiriendo suficiente autoritas para que la gran mayoría de sus dictámenes hayan producido efectos a nivel nacional. Además, sus dictámenes son utilizados a menudo por los organismos internacionales en el marco de los procedimientos de control del cumplimiento de las obligaciones internacionales del Estado, principalmente por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, pero también por su Secretario General. La Comisión Europea también recurre a menudo a los dictámenes de la Comisión de Venecia en el marco de las negociaciones de estabilización y asociación y también ha reconocido el papel de experto y asesor de la Comisión de Venecia en el nuevo marco de la UE para reforzar el Estado de derecho, donde sus dictámenes ocupan un lugar destacado en sus informes anuales sobre el Estado de derecho. También, los dictámenes de la Comisión de Venecia han sido utilizados por los órganos de la Unión Europea en procedimientos de infracción por violaciones del Estado de derecho, como los desarrollados contra Hungría y Polonia. Por último, es frecuente que los tribunales constitucionales nacionales soliciten dictámenes amicus curiae a la Comisión de Venecia.

En estas materias donde las declaraciones generales son sencillas pero la aplicación práctica suele resultar compleja, el softlaw puede resultar particularmente útil, al proporcionar el mejor formato para facilitar el margen necesario para determinar cuando se está produciendo una conducta contraria a los estandares internacionales. De este modo, desde su creación la Comisión ha contribuido a la creación de un sistema de reglas y principios jurídicos transnacionales en países que aspiran a compartir un patrimonio constitucional común, adscribiendo su contribución al constitucionalismo transnacio­nal, en sintonía con el concepto de Orden Legal Transnacional (OLT), definido por Halliday y Schaffer como: «un conjunto de normas jurídicas formalizadas y organizaciones y actores aso­ciados que, basándose en criterios de autoridad, ordenan las interpretaciones y prácticas jurídicas en diversas jurisdicciones nacionales». En ese marco conceptual, la Comisión de Venecia aparece como un actor que juega un papel transnacional importante en la difusión de normas jurídicas relativas a la democracia, los derechos humanos y el Estado de derecho.

En resumen, como señalábamos en su 30 aniversario, «la Comisión de Venecia hoy goza de prestigio internacional como institución comprometida con la promoción de los valores y principios democráticos, que brinda su apoyo a instituciones nacionales e internacionales que lo requieran. Su labor se extiende mucho más allá de las realidades políticas que propiciaron su origen y responde a nuevas amenazas que, lejos de desaparecer, encuentran a día de hoy, en contextos populistas y neoautoritarios, nuevas manifestaciones.»

Reparar y castigar: la atenuante de reparación del daño y el ‘caso Dani Alves’

Como toda sentencia mediática, la recientemente dictada por la Sección 21 de la Audiencia Provincial de Barcelona (caso Dani Alves) ha hecho aflorar al debate público diversas cuestiones relacionadas con nuestro Derecho Penal; la ley temporal aplicable al caso, la concreta determinación de la pena, la valoración de la prueba y algunas otras entre las que destaca la siguiente: Pese a que los hechos probados no recogen mención alguna a esta cuestión, en el fundamento décimo primero de la sentencia se expone que «Consta acreditado que con anterioridad a la celebración del juicio la defensa ha ingresado en la cuenta del Juzgado la cantidad de 150.000 euros para que fueran entregados a la víctima, sin ningún tipo de condicionante». Y acto seguido el tribunal nos dice que este acto «expresa una voluntad reparadora que tiene que ser contemplada como una atenuante», si bien considera que esa voluntad aun siendo cierta es relativa puesto que, en resumidas cuentas, el condenado gana mucho dinero «…tampoco supone demasiado esfuerzo reparador». Aprecia en consecuencia una atenuante de carácter simple y no la muy cualificada que solicitaba la defensa (con los consiguientes efectos penológicos). 

El lego en derecho entiende pues que pagar dinero a la víctima parece que atenúa mucho, poco o al menos en algo, la pena. Y esto es así pero no necesariamente. Voy a intentar explicar qué es esto de la atenuante de reparación del daño, los requisitos que tiene y como la vienen interpretando nuestros tribunales. Sin ninguna pretensión dogmática, más bien con carácter divulgativo, pero con la carga para el lector, ineludible y habitual en mis tareas de escribidor, de tener que leer alguna referencia histórica.

Efectivamente, nuestro Código Penal contiene un listado de circunstancias que agravan la pena y otro de circunstancias que la atenúan. Dentro de éstas leemos en el art. 21.5 que es circunstancia atenuante «la de haber procedido el culpable a reparar el daño ocasionado a la víctima, o disminuir sus efectos, en cualquier momento del procedimiento y con anterioridad a la celebración del acto del juicio oral». Por lo tanto, reparar un daño causado a la víctima o al menos disminuir sus efectos (ojo, no necesariamente pagar dinero), siempre que concurran determinados requisitos temporales, atenúa la pena. Si me rompen un faro del coche y el vándalo autor me abona el precio de la reposición se le puede atenuar la pena, si me sustraen el móvil pero me lo devuelven intacto se puede también atenuar.

La primera pregunta que surge es: ¿y por qué? ¿Qué razón hay para que una pena sea más benigna por esta causa? En general, se suele predicar de esta atenuante un fundamento meramente utilitarista, por razones político criminales, por un interés en que la víctima logre un resarcimiento del daño. Una fundamentación, pues, victimológica. De tal modo que, prevaleciendo ese interés, no suele haber inconveniente en aplicar la atenuación incluso si la reparación se produce dentro ya de las sesiones del juicio como «atenuante de análoga significación» (21.7 CP). Tan importante se ve en nuestro Código la reparación a la víctima que todo el dinerito que se le pueda intervenir a un condenado se destina en primer lugar (con preferencia a la multa, las costas etc.) a reparar a la víctima (art. 126).

El fundamento de la atenuación no tiene por lo tanto una base subjetiva. Es más bien objetiva: repara y te atenuamos. Se rompe desde el Código Penal de 1995 con la tradición española de que esa aminoración del daño fuera producto de un «arrepentimiento espontáneo». El tormento moral del autor y su final decisión ética son ahora irrelevantes. El mero interés por tener una pena rebajada puede ser motivo perfectamente legítimo para la atenuación. Pero …,¿ qué es exactamente reparar el daño? Antes puse un par de ejemplos muy facilones. Pero la cosa se complica en determinados delitos. Vamos a aproximarnos a ese concepto echando un vistazo a otros lugares en los que el Código Penal nos habla de «reparar el daño». Y vemos que aparece floridamente por todo el Código: la pena de trabajos en beneficio de la comunidad puede consistir en reparar el daño causado por el delito (art. 49), la ejecución de una pena se puede suspender o no teniendo en cuenta el parámetro del «esfuerzo reparador»(arts. 80 y 84), participar en programas de reparación a las víctimas influye también en la concesión de la libertad condicional (art. 90); como responsabilidad civil derivada del delito reparar el daño se configura como una obligación (art. 109). Y el art. 112 nos da pistas sobre el contenido real de esto de reparar el daño: «La reparación del daño podrá consistir en obligaciones de dar, de hacer o de no hacer que el Juez o Tribunal establecerá atendiendo a la naturaleza de aquél y a las condiciones personales y patrimoniales del culpable, determinando si han de ser cumplidas por él mismo o pueden ser ejecutadas a su costa». Alguna pista tenemos, pero seguimos con dudas: ¿cómo se repara el daño en una agresión sexual? ¿y en un homicidio? ¿y en unas calumnias? El Código nos da más pistas, pero no nos soluciona todas nuestras dudas. Nos dice que en un delito de calumnias la reparación del daño necesariamente debe incluir «también» (es decir, además de otras cosas) «…la publicación o divulgación de la sentencia condenatoria, a costa del condenado» o que en el delito de impago de pensiones la reparación «comportará siempre el pago de las cuantías adeudadas». Esta indefinición ha hecho establecer tal vez una identificación (un tanto simple pero tentadora por su sencillez) entre reparación y pago de la responsabilidad civil derivada del delito. A ello contribuye una praxis un tanto «mercantilizada» en los acuerdos acusación-acusado que dan lugar a sentencias de conformidad. 

Si bien es cierto también que cada vez es más frecuente leer cosas como que «…la reparación del daño causado por el delito o la disminución de sus efectos… debe entenderse … en un sentido amplio …que va más allá de la significación …que se refiere exclusivamente a la responsabilidad civil» (STS 94/2017 de 16 de febrero). Y ahí es donde empiezan los problemas: en una agresión sexual es obvio que el daño no se arregla con el pago de una indemnización. El Tribunal Supremo ha llegado a sugerir incluso que el efecto atenuante debe estar supeditado a la aceptación de la víctima: «…tiene que estar plenamente justificada, adecuadamente razonada, e incluso de alguna manera admitida por el perjudicado o víctima del delito». Por lo tanto podemos tener más o menos claro que sea la reparación que justifica una atenuación, pero todo se vuelve más complejo cuando el delito cometido no es neutralizable en sus efectos con, por ejemplo, un mero pago o, lisa y llanamente, es imposible de neutralizar: el daño no tiene arreglo, nada lo puede reparar. Lo dejo aquí por el momento para hacer una pequeña digresión histórica: cuando se nos habla de Derecho Penal medieval (vaya salto he dado) uno piensa inmediatamente en sádicos castigos, torturas, mutilaciones etc. 

Sin embargo, y asimétricamente con estas penas, el derecho penal medieval tenía unos anchísimos espacios de impunidad. Uno de los motivos de dicha impunidad era la vigencia (diría que casi universal) de la posibilidad de compensar el daño abonando una cantidad de dinero o de bienes: en el Derecho escandinavo la ley fijaba en tablas «el precio del delito»; un monumento del Derecho bajomedieval, el serbio Código de Dusan, permite compensar económicamente incluso delitos como el asesinato y las referencias son también muy numerosas en derecho germano, en Francia (las leyes sálicas de los francos contienen una mareante regulación de las formas de compensar el daño) y en nuestro Derecho histórico. Con diversos nombres (busse, fredus, bannus o nuestras caloñas forales) se instituyó en Europa un precio de paz, que gustosamente fomentaron los diferentes poderes cuando empezaron a apropiarse de una parte de esa compensación, como en la Carta de Bruselas de 1229, en la que un tercio del pago iba a la comunidad y el resto al Duque. Toda esta compleja y tarifada trama de indemnizaciones mezcladas con multas tenía en realidad como consecuencia que el rico pagaba por su delito con dinero y el pobre con su cuerpo. Un observador tan perspicaz como Weber se refería a esas «tarifas grotescas» que permitían preguntarse si cometer el delito «valía la pena». En la Edad Media, el delito se compra, se verifica y se abona el precio después. Volvemos ahora a nuestra atenuante: salvando las distancias una cosa parece enteramente lógica: evitar cualquier aroma medieval en la apreciación de la atenuante de reparación del daño. 

No tiene ningún interés político criminal y atenta contra elementales razones de justicia que el rico pueda atenuar su pena por el mero hecho de serlo, sin que el pago que realice suponga un esfuerzo relevante. No tiene sentido penológico alguno que, al igual que el rico caballero medieval hemos dicho que podía comprar el delito, el rico del tercer milenio pueda comprar la rebaja. La propia sentencia de la Audiencia Provincial advierte de ese peligro, sobre el cual ha disertado en varias ocasiones el Tribunal Supremo. Por lo tanto parece que hace falta algo más o algo diferente para apreciar la atenuación en casos como el de Dani Alves. Pero qué contenido tenga ese algo más o ese algo distinto es algo de difícil determinación. En delitos como los relativos a la libertad sexual, el Tribunal Supremo ha reiterado que las resoluciones en lo relativo a la reparación del daño deben ser «enormemente restringidas y calibradas» (sentencia 1112/2017 que cita la propia Audiencia Provincial de Barcelona). Y ello es así porque no hay propiamente posibilidad de reparación de algo irreparable. No hay una identificación real entre el daño y cualquier actividad tendente a aminorar el mismo. Con cita de la Sentencia del Tribunal Supremo 273/2023, dice la propia sentencia del caso Dani Alves que para apreciar la atenuación «…no puede bastar la sola consignación económica del importe en el que se ha cuantificado el daño moral. Debe reclamarse, también, la exteriorización de una conducta comprometida con la idea de la reparación integral de la víctima, en la que pedir perdón, reconociendo el daño causado, puede adquirir un rol y un valor muy destacado». Definir ese plus o ese extra es algo en lo que tal vez los tribunales no hemos terminado de dar con la tecla, sin que tampoco sea tarea sencilla para la doctrina. Como nos dice la profesora Enara Garro en un excelente trabajo sobre esta materia «…sería preciso y urgente poner nombre a ese plus, determinarlo, de tal forma que la rebaja de pena se pueda mover en unos parámetros de previsibilidad». Aquí suele haber coincidencia en que no puede ser una materia plenamente objetivable (por ejemplo, que el pago de la responsabilidad civil diera automáticamente lugar a la apreciación) pero tampoco llevar el fundamento victimológico de la atenuación a extremos subjetivistas en los que de facto (o peor aún, de iure) sea la víctima la que determine cuando se siente o no reparada. En parte puede tener que ver con la propia actitud procesal del acusado: de nuevo con Enara Garro, una disponibilidad y compromiso para asumir su responsabilidad por el menoscabo que causó contribuye a lanzar un mensaje estabilizador, contrafáctico al hecho del delito. Esto se puede entrever si hay una verdadera voluntad de reparación (independientemente de la capacidad económica) que se traduzca en un esfuerzo real, significativo de reparación y que la haga especialmente creíble. 

El seguimiento de determinados programas de justicia restaurativa, con la correspondiente asunción del daño llevado a cabo, sin caer en una baremación meramente ética que nos lleve al antiguo «arrepentimiento espontáneo» abren líneas interesantes en la delimitación de la atenuante, pero no sé si son las más adecuadas o efectivas en supuestos como este. La conclusión de todo lo anterior es la propia dificultad de concluir nada. Creo que el tribunal expone correctamente todas las dificultades que plantea la apreciación de la atenuante, y previene contra el automatismo pago igual a reparación, pero finalmente choca con una realidad: el pago de una cifra tan elevada, que se corresponde con lo solicitado como indemnización por las acusaciones y que supera notoriamente la cuantía de muchas indemnizaciones que se dan en este tipo de delitos, ese pago, en fin, es difícil considerar que no haya al menos mínimamente reparado el daño causado. Más aún en el marco de una praxis de los tribunales (diaria) en la que se suele apreciar la atenuante de reparación cuando se abona la responsabilidad civil. La solución dada es de difícil valoración. Desde luego en esta materia parece que hay un límite evidente: el intento de reparación no puede ser humillante u ofensivo para la víctima. Me voy a otro ejemplo muy extremo que nos deja la Historia: no es infrecuente leer sentencias de hace unos cincuenta o sesenta años en las que consta que los letrados defensores de acusados de violación pedían la aplicación de la circunstancia atenuante de reparación o disminución del daño a impulsos de un espontáneo arrepentimiento por el hecho de ofrecerse en matrimonio a la víctima. Es difícil imaginar algo más retorcido, algo más sangrante para una mujer violada. Afortunadamente se rechazaban tales pretensiones, propias de una moralidad afortunadamente caducada. 

En la Sentencia del Tribunal Supremo de 9 de marzo de 1962 encontramos este párrafo: «… se ha mostrado dispuesto a contraer matrimonio con la ofendida, no puede pretender con ello reparar el mal causado, de difícil reparación dadas las circunstancias personales de la ofendida, a la que repugna la brutal conducta del procesado». El ejemplo es exagerado y ciertamente poco pertinente, pero me lleva a unas últimas consideraciones. 

En su fundamento décimo primero y como antes dije, el Tribunal sentenciador del caso Alves hace una esfuerzo honesto para intentar centrar los parámetros de la atenuación, y después de recalcar que el abono de la responsabilidad civil no es suficiente para apreciar la atenuación (con la cita de las sentencias del Tribunal Supremo antes referidas), establece que la cantidad consignada es muy elevada y notoriamente superior a las indemnizaciones frecuentemente establecidas en este tipo de delitos, y aprecia sin más la atenuante, reconociendo pocas líneas después que dicha cifra en atención al patrimonio del acusado «tampoco supone demasiado esfuerzo reparador». Es aquí donde se entremezclan, aun cuando no aparezca esta cuestión en los hechos probados, algunas cosas ocurridas durante el proceso. La víctima sufrió un cierto hostigamiento por parte del entorno del acusado, se llegó a publicar por la madre de éste un video ofensivo con imágenes de la perjudicada, en fin, no parece que el contexto general haya sido el de una voluntad de reencuentro con el derecho sino que de facto se ha sido hostil con la víctima. En ese contexto la cantidad de dinero aportada es ciertamente muy elevada pero no deja de tener un aroma enrarecido de gesto de suficiencia económica. Un «te voy a dar guerra durante el proceso, pero por si acaso aquí tienes la pasta» que me recuerda vagamente a ese intento de reparación retorcida que veíamos antes. Es fácil así sostener lo que dijo el profesor Nicolás García Rivas, «aunque no sea exactamente así, da la impresión de que Dani Alves compró año y medio de prisión, algo que resulta sumamente ofensivo en términos de perspectiva de género».

Así pues, dos fuerzas contrapuestas dificultan extraordinariamente resolver si Daniel Alves era o no acreedor a esa atenuante: la objetiva aportación de una muy relevante cantidad de dinero frente a esa sensación de que una persona con gran capacidad adquisitiva ha comprado una rebaja de la pena, como hacían los medievales delincuentes a los que me he venido refiriendo.

Queda claro que los caminos del Derecho Penal son intrincados y las cuestiones que se plantean son muchas veces muy complejas. Queda un ligero mal sabor de boca con el resultado final, pero el tribunal ha llevado a cabo un esfuerzo motivador relevante sobre una cuestión extraordinariamente difícil: qué sea reparar el daño cuando el daño es irreparable y cuando la vía económica parece sencilla para el acusado. Sigue siendo tarea de doctrina y tribunales acabar de perfilar los complicados matices de esta circunstancia atenuante, y tarea complejísima para el tribunal de apelación decidir sobre esta cuestión.

El greenwashing y la nueva Directiva (UE) 2024/825

El pasado 6 de marzo de 2024, se publicó en el Diario Oficial de la Unión Europea, la nueva Directiva (UE) 2024/825 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 28 de febrero de 2024, por la que se modifican las Directivas 2005/29/CE y 2011/83/UE en lo que respecta al empoderamiento de los consumidores para la transición ecológica mediante una mejor protección contra las prácticas desleales y mediante una mejor información (en adelante, la “Directiva”).

Con esta nueva norma, el Legislador comunitario establece reglas específicas para proteger a los consumidores contra una tipología de prácticas comerciales desleales muy extendidas hoy en el mercado y que están relacionadas con las decisiones de consumo sostenibles. Esto incluye prácticas como la obsolescencia temprana de productos, afirmaciones medioambientales falsas (conocidas como “ecoimpostura”), información engañosa sobre aspectos sociales de productos o empresas, o las etiquetas de sostenibilidad poco transparentes y poco creíbles.

Aquí nos centraremos en un aspecto concreto. La “ecoimpostura”, más comúnmente conocida como greenwashing o “blanqueo ecológico”, consistente en trasladar al mercado y a los consumidores el mensaje de que una empresa, o un producto o servicio determinado, es más sostenible o respetuoso con el medio ambiente de lo que en realidad es, exagerando sus bondades u omitiendo información relevante sobre su impacto medioambiental. Nos encontramos, en definitiva, ante conductas publicitarias que persiguen influir en el comportamiento de los consumidores mediante mensajes engañosos o poco claros sobre los beneficios para el medio ambiente o, en su caso, sobre la inexistencia de impactos negativos.

Resumiéndolo en una frase, pintarse la cara de verde para vender más. Solo por citar algún ejemplo, de entre las muchas prácticas que podrían entenderse comprendidas, podemos referirnos al uso de etiquetas engañosas en los productos (con referencias a fórmulas como “natural” o “ecológico”), la publicidad en la que se exagera sobre sobre el compromiso medioambiental de una empresa o el uso de términos vagos o confusos como “sostenible” o “amigable con el medio ambiente”, en relación con un producto o servicio. Lógicamente estas manifestaciones no constituyen blanqueo ecológico per se, sino sólo cuando potencialmente inducen a engaño al consumidor.

Ante la aprobación de esta nueva Directiva, la pregunta obligada es: ¿hasta ahora estaban permitidas estas prácticas? La respuesta es no, y es muy importante tenerlo en cuenta respecto de las prácticas comerciales que se están desarrollando hoy en el mercado y también aquellas que hayan tenido lugar en el pasado. La legislación vigente ya prohibía las declaraciones o afirmaciones medioambientales engañosas. En concreto, en el ámbito de nuestro derecho nacional, las prácticas de greenwashing tienen encaje, en tanto que posible publicidad engañosa y actos de competencia desleal, en los artículos 5 y 7 de la Ley de Competencia Desleal (en adelante, “LCD”), referidos a los “actos de engaño” y “omisiones engañosas”.

Las referidas normas nacionales son fruto de la transposición a nuestro Derecho de la Directiva 2005/29/, relativa a las prácticas desleales de las empresas con los consumidores en el mercado interior (en adelante, la “DPCD”), cuyos artículos 6 y 7 sancionan las acciones y omisiones engañosas. Es importante destacar, además, que ya desde el año 2021, contamos con la Guía sobre la interpretación y la aplicación de la Directiva 2005/29, en la que se ofrecen una serie de pautas concretas sobre cómo y en qué medida una declaración ambiental puede constituir una práctica engañosa.

Por tanto, independientemente de la suerte que corra la transposición de la nueva Directiva (que habrá de producirse antes del 27 de marzo de 2026), las autoridades nacionales ya cuentan con las herramientas necesarias para sancionar las conductas de greenwashing que se produzcan en el mercado y puedan constituir actos de actos de competencia desleal. Desde esta perspectiva, podría decirse que nos encontramos ante una reforma legislativa en cierto modo superflua, en la medida en que no introduce cambios verdaderamente sustanciales en la materia que regula.

En concreto, la Directiva introduce modificaciones en tres preceptos de la DPCD, el artículo 2 (“Definiciones”) y los artículos 6 y 7, que regulan las “acciones engañosas” y las “omisiones engañosas”, respectivamente. Así como el Anexo I, donde se incluye el listado de prácticas comerciales que se consideran desleales en cualquier circunstancia.

La modificación del artículo 2 de la DPCD tiene por objeto la introducción de una serie de definiciones relacionadas con las afirmaciones medioambientales y sobre sostenibilidad. Así, por ejemplo, se proporciona una definición amplia de afirmación medioambiental, que incluiría “todo mensaje o representación que no sea obligatorio […], en cualquier forma, incluida la representación textual, pictórica, gráfica o simbólica, tales como los distintivos, los nombres comerciales, los nombres de empresas o los nombres de productos, en el contexto de una comunicación comercial, y que indique o implique que un producto, categoría de productos, marca o comerciante tiene un impacto positivo o nulo en el medio ambiente, es menos perjudicial para el medio ambiente que otros productos, categorías de productos, marcas o comerciantes, o ha mejorado su impacto a lo largo del tiempo”.

Los términos amplios con los que se define la afirmación medioambiental implican que cualquier declaración, signo distintivo o incluso imagen relacionada directa o indirectamente con el medioambiente, podrá ser considerada una alegación medioambiental.

En consonancia con lo anterior, se modifica el Anexo I de la DPCD, con el objeto de incluir ciertas condutas dentro del catálogo de prácticas prohibidas, tales como (i) “realizar una afirmación medioambiental sobre la totalidad del producto o sobre toda la empresa del comerciante cuando solo se refiera a un determinado aspecto del producto o a una actividad específica de la empresa”, o (ii) “afirmar, basándose en la compensación de emisiones de gases de efecto invernadero, que un producto tiene un impacto neutro, reducido o positivo en el medio ambiente en términos de emisiones de gases de efecto invernadero”, entre otras.

El artículo 6 de la DPCD sanciona toda práctica comercial “que contenga información falsa y por tal motivo carezca de veracidad o información que, en la forma que sea, incluida su presentación general, induzca o pueda inducir a error al consumidor medio” cuando recaiga sobre uno de los elementos enumerados en el propio precepto. La nueva Directiva modifica el apartado b) para hacer referencia específica a las “características medioambientales o sociales” y “los aspectos de circularidad, como su durabilidad, reparabilidad o reciclabilidad”.

Asimismo, en el apartado 2 del artículo 6, donde se regulan las prácticas engañosas por confusión (ap. a) y por incumplimiento de códigos de conducta (ap. b), se incorporan dos nuevas conductas constitutivas de engaño: (i) “hacer una afirmación medioambiental relacionada con el comportamiento medioambiental futuro sin compromisos claros, objetivos, disponibles públicamente y verificables establecidos en un plan de ejecución detallado y realista que incluya metas mensurables y acotadas en el tiempo y otros elementos pertinentes necesarios para apoyar su aplicación, como la asignación de recursos, y que sea verificado periódicamente por un tercero experto independiente, cuyas conclusiones se pongan a disposición de los consumidores” y (ii) “anunciar beneficios para los consumidores que sean irrelevantes y que no se deriven de ninguna característica del producto o de la empresa” (por ejemplo, como se dice en el considerando 5, afirmar que una determinada marca de agua embotellada no contiene gluten).

Resulta particularmente relevante el punto (i) anterior, por cuanto obliga a respaldar cualquier compromiso medioambiental futuro con un plan de ejecución completo (incluyendo los hitos temporales y los recursos presupuestarios que se destinarán a su consecución), que deberá ser verificado por un tercero independiente y cuyas conclusiones habrán de hacerse públicas. Esto significa que los compromisos en materia medioambiental deberán estar ampliamente detallados y verificados en aras de evitar el riesgo legal.

La nueva Directiva modifica también el artículo 7 de la DPCD para añadir un elemento adicional en el listado de información fundamental cuya omisión puede hacer que una práctica comercial se considere engañosa: “cuando un comerciante preste un servicio que compare productos y proporcione al consumidor información sobre las características medioambientales o sociales o sobre aspectos de circularidad, como la durabilidad, reparabilidad o reciclabilidad, la información sobre el método de comparación, los productos objeto de la comparación y los proveedores de dichos productos, así como las medidas impuestas para mantener dicha información actualizada, se considerarán información sustancial.”

Sin duda, nos encontramos ante un ámbito normativo que dará mucho que hablar durante los próximos años, tanto en el ámbito de la litigación como del derecho de la competencia desleal. En este sentido, basta con asomarse al mercado y echar un vistazo rápido para constatar que las declaraciones medioambientales son omnipresentes en la publicidad de nuestros días. En este contexto, la nueva Directiva constituye una llamada de atención (desde luego, no la primera) para que las empresas revisen con lupa sus políticas publicitarias y de comunicación, a fin de evitar prácticas de blanqueo ecológico de las que puedan derivarse riegos legales y reputacionales.

Independientemente de lo tarde o temprano se produzca la transposición de la Directiva a nuestro derecho interno, conviene no dormirse. Porque, como apuntábamos (esta es quizás la idea más importante a destacar), desde hace tiempo, las autoridades disponen de las herramientas jurídicas necesarias para sancionar las prácticas de greenwashing que se produzcan en el mercado, como de hecho ya venido sucedido en algunos países de nuestro entorno, como Holanda o el Reino Unido.

El artículo 4 de la Ley de Amnistía: ¿de verdad hay que levantar las medidas cautelares?

El artículo 4 de la Ley de Amnistía es la clave de bóveda de su pretensión de eficacia inmediata. No cabe discusión acerca de que, si se plantean cuestiones de inconstitucionalidad o europeas sobre la decisión misma de amnistiar (arts. 1 y 11 de la ley), la amnistía no se aplicará, mientras tanto, a las causas concretas en que se planteen. Pero se quiere que sea obligatorio para el juez levantar, mientras tanto, las órdenes de búsqueda o cautelares, tal vez con el fin de provocar efectos irreversibles, al menos desde un punto de vista social, dejando para el futuro los problemas que pueda plantear una posible anulación de la ley.

Ya dije en un post anterior (¿Es posible la suspensión cautelar de la ley de amnistía?, Blog Hay Derecho, 13 diciembre 2023) que el propio artículo 4 puede ser cuestionado, por vicios propios, en el mismo auto en que, en su caso, se cuestione el artículo 1 de la ley y, con ello, quedar suspendida la aplicación al caso de ambos; de modo que el juez no estará obligado a levantar, mientras tanto, las medidas.

Lo que voy a analizar ahora es la forma en que las enmiendas a la ley pretenden apuntalar la finalidad de levantamiento inmediato de medidas.  Y concluir con la inutilidad de estos intentos, pues parecen desconocer que el legislador español simplemente no tiene capacidad para desactivar los mecanismos de cautela que el Derecho Europeo tiene establecidos para imponer su primacía. Cosa que, por cierto, acaba de confirmar la Comisión de Venecia en su informe de 18 de marzo de 2024, cuando dice que solo puede ser compatible la amnistía con  la separación de poderes cuando la decisión sobre los beneficios individuales de la amnistía sea tomada por un juez sobre la base de  los criterios de la ley, y el levantamiento del arresto, detención y medidas cautelares sea una consecuencia de dicha  decisión judicial.  De modo que no puede obligarse al juez a levantar medidas antes de que haya declarado aplicable la amnistía al caso, cosa que no hará mientras tenga planteada una cuestión de inconstitucionalidad o prejudicial europea. Pero atendamos a la ley

En primer lugar, se modifica la exposición de motivos, poniendo otra piedra en ese gran monumento a la tergiversación (MANUEL ARAGÓN). Se dice, por ejemplo, que el carácter de ley singular deberá conllevar que los órganos judiciales alcen de inmediato las medidas restrictivas de derechos que hubieran sido adoptadas (non sequitur, una cosa no significa necesariamente la otra); que cualquier limitación del ejercicio de los derechos y libertades debe respetar la CE, el CEDH y la Carta de la UE (nada que objetar); que esta previsión es coherente con el régimen establecido para la cuestión de inconstitucionalidad del artículo 163 CE y la cuestión prejudicial del artículo 267 TFUE (es justo lo contrario); y que cabe recordar que el eventual planteamiento de los mecanismos regulados en esos preceptos no afecta a la vigencia o eficacia de las leyes (nada que objetar tampoco, pero se está confundiendo, obviamente de manera interesada, el efecto suspensivo general, que está descartado, con el singular para el procedimiento en que se vaya a aplicar la ley, que es obligado). Se añade en la exposición de motivos este (especialmente) curioso párrafo: “Es, por tanto, la fuerza normativa de los derechos la que obliga, de conformidad con el principio de legalidad, a que el mantenimiento de cualquier medida restrictiva de derechos acordada por los órganos judiciales debe contar, en todo momento -y por tanto, también durante la pendencia en su caso, de los citados procedimientos- con el debido sustento legal”; de nuevo, no cabe estar más de acuerdo con ello, y recordar que todas las medidas de busca y cautelares adoptadas en las causas vigentes lo son con perfecto respaldo legal, e incluso, en algún caso, como el de la Euroorden, respaldo de la legalidad europea: si el juez plantea una cuestión prejudicial sobre este artículo 4 y no lo aplica, las medidas adoptadas se mantendrán, fundadas en las leyes que las sustentan, que seguirán siendo perfectamente aplicables a su causa y que, por ahora, no han sido derogadas.

En cuanto al propio artículo 4, ya era en su redacción original un peculiar y desordenado amasijo de reglas inconstitucionales y poco coherentes entre sí. Tras el paso por el túnel de las enmiendas la cosa ha empeorado, sin que en realidad sus autores hayan avanzado significativamente en la dirección pretendida.

Se encabeza el artículo con la expresión “Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 163 de la Constitución y en el artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea”. No sabemos muy bien si esto juega a favor o en contra de la pretensión que se persigue, pues, si todo lo que viene a continuación, en el precepto, es “sin perjuicio” de esos artículos, podemos tenerlo por no puesto, ya que tales preceptos, y su desarrollo legal e interpretación por el TC y TJUE, conducen a consecuencias totalmente distintas de las que el legislador persigue.

En el párrafo a) del artículo 4 se cambia la palabra “beneficiadas” por “beneficiarias”. En la justificación de la enmienda se dice que “Se sustituye la referencia “personas beneficiadas por la amnistía”, por “personas beneficiarias de la amnistía”, evitando así usar el participio “beneficiadas”, que presupone que ya ha habido una acción de aplicación de la amnistía efectiva”. Los autores de la ley se han dado cuenta de que, con la redacción anterior, mientras el juez no aplique la amnistía, no tiene por qué levantar las medidas, y que, si plantea una cuestión prejudicial, no aplicará la amnistía hasta que se resuelva. No obstante, parece que los autores no han tenido tiempo de consultar el DRAE, donde “beneficiario” es el que “resulta favorecido por algo”; y, de nuevo, nadie resulta favorecido, en el esquema de la ley de amnistía, hasta que el juez no lo declara. Es más, en el  párrafo b) los autores parecen haberse ya olvidado de la novedad y hablan de “las personas a las que resulte de aplicación esta amnistía”, y, de nuevo, solo tras la decisión judicial de aplicarla puede saberse si les es aplicable, o no, decisión que queda en suspenso en caso de planteamiento de cuestiones.

También en el párrafo a) se introduce que el juez “acordará el inmediato alzamiento de cualesquiera medidas cautelares de naturaleza personal o real que hubieran sido adoptadas por las acciones u omisiones comprendidas en el ámbito objetivo de la presente ley”, como queriendo decir que, con solo que se plantee la posible aplicación de la ley al caso, el juez debe alzar las medidas, aunque aún no haya decidido sobre la efectiva aplicación de la ley al caso. Se olvida el pequeño detalle de que la ley no tiene un “ámbito objetivo”, pues la definición de los delitos amnistiados se hace sobre la base de un ánimo subjetivo. ¿Cuál es el ámbito objetivo de la ley? ¿Todos los delitos cometidos en Cataluña en las fechas que se mencionan?

El apartado d) parece querer insistir en esa perspectiva al decir “La suspensión del procedimiento penal por cualquier causa no impedirá el alzamiento de aquellas medidas cautelares que hubieran sido acordadas con anterioridad a la entrada en vigor de la presente ley y que implicasen la privación del ejercicio de derechos fundamentales y libertades públicas”. Pero como esto hay que interpretarlo, según el encabezamiento del precepto, “Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 163 de la Constitución y en el artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea”, es claro que la norma no puede incluir las suspensiones que deriven del planteamiento de cuestiones de inconstitucionalidad o europeas.

En cualquier caso, sea como fuere, seguimos observando un dato capital: tanto la aplicación de la amnistía, como el levantamiento de medidas, dependen del juez. Y así tendrá que seguir siendo, como exige el proyecto de informe de la Comisión de Venecia que recientemente hemos conocido.

Es por ello que será inútil cualquier redacción que se dé al artículo 4, pues el juez, antes de aplicar la amnistía, y también antes de aplicar este artículo 4, podrá plantear una cuestión de inconstitucionalidad o europea sobre ambos, y no aplicarlos mientras tanto. Con lo cual ni aplicará la amnistía, ni levantará medida alguna.

Al no aplicará, mientras tanto, ni la amnistía ordenada por el art. 1 y 11, ni losí pues, antes de dar el traslado a las partes a que el juez está obligado según el art. 11.2 de la ley, para luego declarar, en su caso, el sobreseimiento de la causa, el juez puede dar el traslado sobre posible planteamiento de cuestión de inconstitucionalidad o europea (art. 35 LOTC o art. 43.bis LEC), y ello tanto respecto del art. 1 y 11 de la ley (amnistía) como respecto del art. 4 (levantamiento de medidas), con lo cual no aplicará, mientras tanto, ni la amnistía ordenada por el art. 1 y 11, ni los levantamientos de medidas ordenados por el art. 4.

Ya ese traslado a las partes provocará, de inmediato, la suspensión de la aplicación de ambos preceptos, como señala el auto del Tribunal Constitucional 272/1991 (FJ 2º), que ratifica la decisión del juez que, suspendiendo la decisión a tomar, dejó de aplicar provisionalmente la norma a su asunto concreto hasta que se resolviera la cuestión planteada; el TC señala que, pretender que el juez que plantea la cuestión deba dictar, no obstante tal planteamiento, la resolución en la que se aplique la norma cuestionada, es algo “incongruente con la regulación contenida en la LOTC y con la práctica universal de la cuestión de inconstitucionalidad en todos aquellos ordenamientos que la prevén”; si hubiera que aplicar en el proceso la ley cuestionada, entonces, dice el TC, la institución de la CI “quedaría desnaturalizada, reducida a una especie de recurso en interés de la Constitución, sin consecuencia alguna para las partes del proceso a quo, cuyos derechos fundamentales quedarían así definitivamente hollados si la norma aplicada fuese efectivamente contraria a la Constitución”.

Por otro lado, si el juez da ese traslado el mismo día de la entrada en vigor de la ley, se ahorrará cualquier posible imputación de estar inaplicando las órdenes de levantamiento inmediato de medidas…suponiendo que del caótico artículo 4 realmente se derive que existe esa obligación, pues, como se ha dicho en los párrafos anteriores, la interpretación en ese sentido no es ni mucho menos clara.

No solo eso: una vez planteada la cuestión, el juez podrá incluso adoptar nuevas medidas cautelares, como deriva del Auto del Tribunal Constitucional 313/1996, de las recomendaciones del TJUE para el planteamiento de cuestiones prejudiciales (DOUE de 08/11/2019) o de la STJUE de 17 de mayo de 2023, asunto C-176/22.

Y es que el legislador está pretendiendo conseguir cosas que, simplemente, están fuera de su alcance; como, por cierto, es propio de cualquier Estado de derecho y de cualquier democracia digna de tal nombre.

El caso Tsunami y la Fiscalía General del Estado

Últimamente se acumulan los hechos que ponen de manifiesto que la Fiscalía General del Estado tiene graves problemas internos que impactan negativamente en la imagen que de esta institución tienen los ciudadanos. No se trata solo de la tradicional y conocida politización del nombramiento del fiscal general del Estado (que designa el Jefe del Estado a propuesta del Gobierno) llevada al extremo con el nombramiento como fiscal general del Estado de una ex Ministra de Justicia. Esta es la punta del iceberg en la que se suelen fijar los informes europeos que abordan la cuestión, que recomiendan desvincular el nombramiento del fiscal general del del ciclo electoral para dotarle de una mayor autonomía en el ejercicio de sus funciones. Recordemos que la Fiscalía General del Estado se integra dentro del Poder Judicial, y se rige por el principio de legalidad y el de imparcialidad, además de por los de jerarquía y unidad de criterio de acuerdo con el art. 2 del de la Ley 50/1981, de 30 de diciembre, del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. Sus funciones son promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley.

Esta normativa institucional queda en entredicho desde el momento en que la cultura política española (como dice la nueva Presidenta del Consejo de Estado, Carmen Calvo) considera normal la ocupación de todas y cada una de las instituciones de contrapeso por los partidos políticos, o dicho de otra forma, su instrumentalización partidista. No puede sorprender que el Presidente del Gobierno presuma de tan anómala situación con una pregunta retórica al estupefacto presentador de un programa de radio: ¿De quien depende la Fiscalía? O que el exministro del Interior del PP Jorge Fernández-Diaz afirme rotundo que «esto te lo afina la Fiscalía».  Para nuestros partidos políticos la Fiscalía es una herramienta más de su lucha partidista cuando, como es frecuente, se desarrolla en los tribunales de justicia. Aunque esto, obviamente, solo ocurre con los casos muy mediáticos y de gran impacto político. Por supuesto, la actuación de la Fiscalía en la inmensa mayoría de los procedimientos es totalmente profesional y neutral. 

El problema, claro está, es que estos casos tan mediáticos y tan politizados contaminan y mucho. Basta recordar «el caso Urdangarín» en el que el fiscal desempeñó más bien el papel de abogado defensor de la infanta Cristina, hasta el más reciente de Tsunami Democratic donde el criterio técnico de la fiscalía cambia en función de quien lo emita. 

Esto tiene una explicación. Para entender bien cómo funciona la cadena de trasmisión que trae consigo que el criterio técnico de un profesional pueda adaptarse a las necesidades políticas del gobierno de turno hay que fijarse, de nuevo, en el fiscal general del Estado. Incluso aunque no se trate de una ex Ministra del Gobierno o de un fiscal general (como el actual) condenado por desviación de poder por el TS -casos sin duda extremos incluso para los estándares españoles- lo cierto es que cualquier fiscal general, por impecable que sea su nombramiento, ostenta un poder prácticamente omnímodo sobre la carrera profesional de sus subordinados sin que existan contrapesos dignos de tal nombre. 

Por tanto, no puede extrañar en absoluto que haya fiscales que prefieran llevarse bien con quien sobre los puestos de carácter discrecional de la carrera fiscal, que son siempre los más interesantes y los mejor remunerados, o con quien puede no renovarles cuando termina su mandato o abrirles un procedimiento disciplinario. O no concederles esas pequeñas ventajas en formas de viajes, cursos, licencias acceso a organismos internacionales o demás favores. Si pensamos por tanto que, como tantas veces hemos denunciado, las carreras funcionariales y políticas están profundamente imbricadas en España entenderemos mejor lo que ocurre.

Ese «llevarse bien» requiere, en más de una ocasión, modificar o adaptar un criterio técnico a las necesidades políticas del fiscal general del Estado y del gobierno que lo nombra. Por eso era tan previsible el informe técnico de Mª Angeles Sánchez Conde -número dos de la Fiscalía y mano derecha del actual fiscal general- sobre el «caso Tsunami».

En suma, el hecho de que la carrera profesional de muchos profesionales honestos y eficientes esté en manos de políticos (aunque lleven toga) es lo que explica que criterio técnico pueda depender o pueda cambiar no en base a razonamientos y argumentos en derecho, lo que es perfectamente normal, sino en base a otro tipo de consideraciones que tienen más que ver con la carrera profesional de quien lo emita. Como no soy penalista ni conozco directamente el caso concreto de Tsunami Democratic, más allá de lo que publican los medios de comunicación, desconozco si puede haberse cometido o no un delito de terrorismo, y quien o quienes pueden ser los posibles implicados. Para decidirlo (de acuerdo con criterios técnicos y no políticos) están precisamente los jueces, los fiscales y las partes personadas. Pero como ciudadana me inquieta, y mucho, que en un caso de extraordinaria importancia política del que puede depender la supervivencia del propio Gobierno no podamos estar seguros de si los fiscales van a seguir criterios técnico-jurídicos o más bien van a intentar agradar al Gobierno y al fiscal general de turno. Y no, el principio de jerarquía no cubre esta actuación aunque se intente presentar así.

En ese sentido, una vez que el fiscal del caso, Álvaro Redondo -aparentemente- cambió de criterio técnico en cuanto a la existencia de un delito de terrorismo y a la supuesta implicación de Puigdemont (siendo imposible saber si lo hizo por decisión propia o inducido por las ventajas que podía acarrearle) la mayoría de los Fiscales del Tribunal Supremo, incluidos varios «progresistas»,  opinaron lo contrario. Recordemos que de los 15 Fiscales del Tribunal Supremo reunidos 12 votaron a favor de la existencia de un delito de terrorismo y 11 señalaron que había indicios suficientes para poder investigar al líder de Junts.  No obstante, al existir discrepancias se elevó el informe final a la número dos de la Fiscalía, el sentido de cuyo dictamen era absolutamente previsible no ya dada la postura del fiscal general del Estado -que ha evitado pronunciarse y de paso que se pronuncie el Consejo Fiscal que sería el competente para hacerlo- en todo lo concerniente a la ley de amnistía sino, sobre todo, dada la postura del presidente del Gobierno manifestando su convicción sobre que la amnistía cubriría a todos los llíderes del procés. Lo que recuerda a la convicción del expresidente Mariano Rajoy sobre la inocencia de la infanta en el «caso Urdangarín», inocencia que después se confirmó en sede judicial, por cierto y en la que probablemente pesó la postura del fiscal Horrach. 

En todo caso, no se nos puede escapar que los hechos que acabamos de describir están lejos de cualquier normalidad democrática en un Estado de derecho avanzado. No puede ser que cuando hay un interés político de primera magnitud en un caso judicial la Fiscalía funcione como un agente político y no como lo que debe de ser, una institución neutral y profesional que debe promover, como recuerda el art. 1 de su Estatuto, la defensa de la Justicia, el principio de legalidad, el interés público y los derechos de los ciudadanos. Por supuesto que existe un principio de jerarquía y de unidad de criterio, pero existen precisamente para salvaguardar esos mismos principios y derechos y para solventar las discrepancias técnicas que legítimamente puedan surgir, no para lo contrario. 

Este problema tiene una solución facilísima: acabar con la potestad omnímoda del fiscal general del Estado sobre la carrera profesional de los fiscales. En este caso, daría bastante igual quien lo nombrara, el periodo por el que se nombrara o la persona concreta. Lo que sorprende es que se exija una oposición muy difícil para acceder a la carrera fiscal y luego la carrera profesional se deje al albur de decisiones discrecionales basadas en el intercambio de favores, la cercanía, la afinidad o simplemente la arbitrariedad. Lo que redunda en beneficio para los políticos, descrédito para la institución e inseguridad para los ciudadanos. 

Artículo publicado originalmente en El Mundo.

EDITORIAL: Cinco razones por las que nos oponemos a la amnistía al ‘procés’

PRIMERA.- Porque, lejos del propósito de reconciliación con el que se trata de justificar esta ley de amnistía, la misma resulta profundamente divisiva, habiendo dado lugar a «una profunda y virulenta división en la clase política, en las instituciones, en el poder judicial, en la academia y en la sociedad española», como ha destacado la Comisión de Venecia. A este respecto, debe subrayarse que un presupuesto que debería respetar toda amnistía para resultar legítima, en tanto que se trata de una decisión con valor cuasi-constitucional, es que sea adoptada por un parlamento con mayorías cualificadas muy amplias, como también ha indicado la Comisión de Venecia. Sin embargo, esta ley va a ser aprobada en España con una exigua mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, con el voto en contra del Senado y con la oposición de al menos 11 presidentes autonómicos, así como del principal partido de la oposición.

SEGUNDA.- Porque se ha adoptado sin una base constitucional expresa, desconociendo que el constituyente en 1978 rechazó una enmienda que proponía reconocer a las Cortes Generales la facultad de aprobar amnistías. Por ello, consideramos que, para aprobar una amnistía, habría sido conveniente seguir la recomendación de la Comisión de Venecia que ha propuesto reformar la Constitución española para darle adecuado fundamento constitucional a una medida de tal importancia.

TERCERA.- Porque la amnistía que se pretende aprobar resulta arbitraria, afectando gravemente al principio de igual sujeción de todos a la ley, al haber sido redactada al dictado de quienes promovieron una de las rupturas más graves de la convivencia democrática en nuestro país, sin que, además, se hayan previsto fórmulas de justicia restaurativa para la compensación, como ha propuesto la Comisión de Venecia. De hecho, esta amnistía puede ser catalogada como una forma de autoamnistía, por dos razones. En primer lugar, porque los votos de sus beneficiarios han sido imprescindibles para su aprobación. Además, porque la razón última por la que el PSOE se ha prestado a su concesión ha sido para conseguir los votos para su investidura. De forma que, si se consideran contrarias a los principios del Estado democrático de Derecho aquellas autoamnistías en las que quien ostenta el poder político pretende blindarse garantizándose su inmunidad jurídica, debemos reputar que igual censura merece cuando quien está en el Gobierno garantiza la impunidad de sus socios a cambio del apoyo parlamentario.

CUARTA.- Porque, tal y como se está desarrollando la tramitación de la ley de amnistía y a la vista de los acuerdos de investidura, esta amnistía pretende menoscabar la autoridad de los jueces y tribunales. Así ocurre, por un lado, cuando se han ido introduciendo enmiendas a la ley para dificultar el control judicial de la misma, con el objeto de evitar que se puedan plantear recursos eficaces para cuestionar su validez a nivel interno y europeo. Y, por otro lado, se ha atacado directamente la independencia judicial, especialmente con la propuesta de comisiones de investigación dirigidas a cuestionar políticamente las actuaciones judiciales.

QUINTA.- Porque se está siguiendo un procedimiento para su tramitación por vía de urgencia, iniciado como proposición de ley eludiendo así importantes informes de órganos consultivos, sin consulta pública y sin respetar, por tanto, todas aquellas exigencias procedimentales que, de acuerdo con la Comisión de Venecia, resultan imprescindibles en un Estado democrático para que una medida de esta naturaleza pudiera satisfacer la finalidad de lograr una reconciliación social y política.

La complicada situación de las pymes en España

El otro día aparecía publicada esta noticia en la que se alarmaba de la situación en la que se encuentran las pymes en España aportando datos, cuando menos llamativos, respecto a la recaudación del impuesto de sociedades. Es oportuno detenerse en la situación que atraviesa este colectivo empresarial porque, guste o no, hablar de pymes es hablar de empleo y de crecimiento económico.

Efectivamente, en España, las pymes suponen el 99,9% de las empresas, representan más del 64% del Valor Añadido Bruto (VAB) y el 70% del empleo empresarial total. Esto debería implicar que cualquier política orientada a la mejora del posicionamiento de nuestro país en el entorno económico global, las tomara en consideración de forma prioritaria dándoles el máximo apoyo.

En Europa, las pymes desempeñan un papel fundamental en el crecimiento económico y el fomento de la competitividad. El 99% de las empresas que existen en la Unión Europea son pymes, que dan empleo a 100 millones de personas y generan más de la mitad del valor añadido del tejido empresarial. Las microempresas y las pequeñas y medianas empresas crean dos de cada tres empleos del sector privado.

Volviendo a España, si comparamos los datos de nuestras empresas con los de otros países, observamos que abrimos más compañías que la media de la Unión Europea, pero aun así nuestro tejido productivo es menor en densidad y en tamaño. Solo la mitad de las empresas sobreviven más de tres años después de nacer y la mayoría no logran crecer, quedando relegadas al tamaño de microempresa.

Nuestras empresas son, en promedio, más pequeñas que en países de nuestro entorno. Y esto no es bueno porque implica una serie de consecuencias negativas para la economía y el conjunto de la sociedad: salarios más bajos, inestabilidad en el empleo y menor capacidad de exportación y de innovación. Mientras la empresa media española ocupa a 4,7 personas, el promedio de la UE es un 28% mayor (6 ocupados/empresa). En Alemania o Reino Unido, por ejemplo, el tamaño medio de las empresas duplica al de España. Tener una estructura de pymes fuertes y consolidadas es clave para asegurar el crecimiento económico de nuestro país.

Si observamos los datos, referidos a empresas con asalariados, que se extraen de las estadísticas de “Empresas inscritas en la Seguridad Social”, en diciembre del año 2018, había en España 1.341.932 pymes con asalariados (1-249 asalariados). En enero de 2024, cinco años después, hay 1.313.796. Estamos hablando de 28.136 empresas menos. Si bien las Pequeñas (10-49 asalariados) han crecido de 156.242 a 165.643, y las Medianas (50-249 asalariados) de 24.559 a 26.478, el descenso se ha producido en las Microempresas (1-9 asalariados) que han pasado de 1.161.131 a 1.121.675, lo que supone 39.456 menos. Respecto a la gran empresa hemos pasado de 4.697 a 5.531.

Por otra parte, las pymes con asalariados en enero de 2024 dieron empleo a 9.327.126 asalariados, y las grandes empresas a 6.535.537. En diciembre de 2018 a pesar de existir más empresas, pero de menor tamaño, las pymes dieron empleo a 8.504.671 personas y las grandes empresas a 5.427.071.

En cuanto a la evolución de la afiliación de trabajadoras y trabajadores autónomos, ha crecido en un total de 294.027 desde su cifra más baja en diciembre de 2013.

Las cifras no engañan, y a pesar de que las pymes se han visto afectadas por las crisis en los últimos años (la COVID-19, la guerra de Ucrania, la crisis energética, el aumento de la inflación o las limitaciones de suministro y encarecimiento de costes) tenemos más pequeñas, medianas y grandes empresas que antes de las crisis. La situación real, según los datos oficiales, es esta, y además tenemos récord de cotizantes a la Seguridad Social. Las microempresas han sido las más afectadas por su menor capacidad para sobrevivir al disponer de menos recursos y debemos centrarnos en ayudarlas a ser viables y que sigan generando empleo.

Según el  barómetro del Consejo General de Gestores Administrativos 700.000 pequeños y medianos negocios cerraron en pérdidas en 2023, unos 600.000 siguen con serios problemas de liquidez, y el 26% ha aumentado el endeudamiento durante ese año, frente a un 39% de los negocios que lo ha reducido. El 26% ha facturado menos que en 2022, y sólo el 13% han solicitado Fondos Europeos Next Generation. Un 47% ha facturado más, un 23% cerró el ejercicio 2023 con pérdidas, y el 64% lo cerró con beneficios.

EL 56% de los Gestores Administrativos reconocen que cuentan con clientes que hubieran necesitado solicitar Fondos Next Generation, pero que no lo han hecho bien por falta de información transparente, porque consideran que los trámites son muy complicados o bien porque no cumplían con los requisitos exigidos.

La mayoría considera que 2023 ha sido un buen año, aunque los problemas de liquidez son persistentes y se incrementa el endeudamiento de muchos de los negocios, en el mismo porcentaje de los que han facturado menos. El nivel de resistencia de muchos de ellos está al límite y 2024, con las incertidumbres que se nos están planteando, puede ser la puntilla para muchos de ellos.

Como he comentado antes, debemos centrarnos en proponer soluciones para las microempresas y para ese porcentaje de negocios que no levanta cabeza, en torno al 23%, pues en caso de desaparecer muchos trabajadores irán al paro. También es fundamental buscar fórmulas que permitan que los fondos europeos lleguen en mucho mayor porcentaje a las pymes y autónomos de nuestro país.

La presión fiscal, el aumento de las cotizaciones sociales, y el encarecimiento de las materias primas han disparado en un 19,3% los gastos totales en los últimos dos años, poniendo contra las cuerdas a las pymes y las micropymes. Para hacer frente a esta situación muchas pymes, y especialmente las micropymes, acuden a la financiación. Sin embargo, con las progresivas subidas de los tipos de interés en la eurozona hasta el actual 4,5% se dificulta su acceso al crédito por la debilidad de sus balances y carga anterior de deuda. Una de las soluciones implementadas por el gobierno, respecto a la financiación, se ha hecho a través del Instituto de Crédito Oficial (ICO) que, con un esquema de colaboración público-privada, en 2023 financiaron 12.100 operaciones de autónomos y pymes por importe de 2.521 millones de euros.

España está a la cola en competitividad fiscal dentro de los países de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE). Según el Índice de Competitividad Fiscal Internacional de 2023, elaborado por el centro estadounidense de política fiscal, Tax Foundation, España ocupa el puesto 31 de 38 estados analizados, mientras que, solo tomando en consideración a los miembros europeos de la OCDE, es el sexto país menos competitivo fiscalmente.

Si queremos que nuestras pymes sean competitivas debemos abordar este tema de manera urgente, además de la baja productividad y el absentismo laboral desbocado. Debemos reflexionar si con el impuesto sobre sociedades actual con un tipo del 25% podemos competir en un mercado global. Igual sería más apropiado bajarlo y hacerlo atractivo para que también vengan más empresas extranjeras y recaudar más. Bajando el tipo de gravamen se conseguiría atraer capital, y que lo que ganen las grandes empresas en España lo tributen aquí, disminuyendo el incentivo de llevarse los beneficios a países con menor carga tributaria.

Otro reto para aumentar la recaudación pasa por mejorar la eficiencia en la lucha contra el fraude fiscal, reduciendo la economía sumergida que en España es muy superior a la del conjunto de la UE (22% vs 13%, respectivamente según el FMI).

La SBA,(Small Business Act), marco político de actuación para las pymes por parte de la Comisión Europea, en 2008 nos marcó el camino a seguir con su lema, “pensar primero en pequeño”, cuyo principal objetivo era mejorar el entorno en favor de las pymes, eliminando todos aquellos obstáculos que no permitieran su desarrollo. Se trataba de hacer leyes pensando en los pequeños para que se puedan hacer grandes. Siguiendo ese marco de actuación, varias son las batallas que se están librando en este momento, y que afectan enormemente al futuro de nuestras pymes para que puedan competir en igualdad de condiciones con la gran empresa. Esto es fundamental para impulsar su competitividad y resiliencia, y reforzar la equidad en el entorno empresarial.

Una se está librando en Europa con el nuevo Reglamento para luchar contra la morosidad en las operaciones comerciales y que aborda los retrasos en los pagos, una práctica desleal que compromete el flujo de caja de las pymes y obstaculiza su competitividad. La propuesta introduce un límite máximo de pago de treinta días, y garantiza el pago automático de los intereses devengados y las tasas de compensación. Esta iniciativa es fundamental para nuestra economía, pues una de cada tres quiebras de empresas es consecuencia de la morosidad. En este sentido, los lobbies de las grandes corporaciones están utilizando su influencia para poder seguir pagando a las pymes y autónomos en los plazos que les dé la gana.

Otra batalla que se libra desde hace varios años es para conseguir que las pymes tengan voz propia e independiente en el Diálogo Social, como ocurre en el resto de los países de Europa. Los que ostentan el monopolio de la representatividad empresarial, y que defienden las posiciones de dominio de las grandes empresas, están utilizando toda su artillería pesada para impedirlo, pero pienso que es cuestión de tiempo que se consiga. La democracia se abrirá paso y ocuparemos el puesto que nos corresponde en la representación institucional acorde a nuestro peso en la economía.

En los tribunales se ha conseguido una gran victoria el pasado mes de enero, pues la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo ha anulado el Real Decreto 1027/2022, de 20 de diciembre, que reguló la concesión directa de subvenciones para la digitalización del sector productivo, en el marco del Plan de recuperación financiado por la UE, y en cuantía total máxima de 30,6 millones de euros, a CEOE, CEPYME y UGT. Esto significa que a partir de ahora todas las subvenciones deben otorgarse en concurrencia competitiva, lo que abre la puerta a que multitud de organizaciones, que no están vinculadas a la gran patronal, puedan acceder a esos fondos que hasta ahora se asignaban a dedo.

Otra cruzada importante es la de conseguir que se creen las condiciones que faciliten que las empresas de menor dimensión puedan tener mejor acceso a la compra pública. A pesar de que suponemos el 99,9% del tejido empresarial, los cambios regulatorios que introdujo el Gobierno para fomentar la participación de las pequeñas y medianas empresas en la contratación pública no han resultado suficientes, pues a las pymes apenas se les adjudica una cuarta parte de los contratos públicos licitados por el Estado.

Competir con las grandes corporaciones que operan en régimen de oligopolio en todos los sectores se hace imposible, ante la evidencia de que hay una colusión en el funcionamiento de los concursos públicos. Por ejemplo, todas las grandes constructoras han estado implicadas en casos de corrupción en los últimos años, con efectos especialmente dañinos para la sociedad, ya que afectaron a miles de concursos convocados por Administraciones Públicas españolas.

Las multas que impone la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) son irrisorias en comparación con los extraordinarios beneficios que consiguen a costa de amañar concursos. Y como consecuencia, a través de este sistema de contrataciones de empresas privadas que forman un cártel, lo público es capitalizado por un puñado de empresarios que contribuyen al desmantelamiento del estado del bienestar. Hay multitud de casos, como el de las industrias lácteas, que habían participado en conductas anticompetitivas que infringían la legislación de competencia.

Y no puede faltar un adecuado régimen de insolvencia que permita una mayor exoneración del crédito público que es el que más afecta a los empresarios persona física. Sobre esta cuestión se pronunciará en breve el Tribunal de Justicia de la UE ya que hay varias cuestiones prejudiciales planteadas respecto a la limitada exoneración del crédito público que se ha recogido en la actual legislación concursal.

Si hay algo claro e indiscutible es que las pymes españolas debemos afrontar grandes retos en el entorno económico actual, por lo que es vital que se las apoye en todo su ciclo de vida. Y a pesar del gran poder que ejercen los monopolios y oligopolios con posiciones de dominio en toda Europa, estamos asistiendo, con las manifestaciones de los agricultores que luchan por la viabilidad de sus negocios, a una batalla por una economía inclusiva, pues el capitalismo sin competencia no es capitalismo, es explotación. Es necesario seguir defendiendo esta lucha contra las posiciones de dominio de mercado y contra los oligopolios de rentas excesivas, que lastran la productividad, eliminan competencia y, por tanto, redunda en una economía de mercado abusiva, que perjudica no solo al mayor tejido productivo, las pymes y autónomos, sino también a la ciudadanía en general a través de una formación de precios injusta.