Más derechos… ¿Menos libertad?
En los últimos años hemos asistido a la aprobación de más de una decena de leyes que reconocen derechos de diversa índole. Mayoritariamente se pueden calificar como derechos de autodeterminación de la persona vinculados a la dignidad humana -LGTBI, no discriminación, libertad sexual, menores, personas con discapacidad…-. Alguno ya ha sido declarado, incluso, como derecho fundamental por el TC -eutanasia y aborto-. Me gustaría reflexionar sobre el nivel de innovación que estos derechos incorporan a nuestro ordenamiento, así como sobre el tipo y grado de determinación de las facultades que otorgan. Estos aspectos son sintomáticos de dos problemas jurídicos muy relevantes a los que debemos prestar atención: la necesidad real de una inflación de leyes tuitivas que reconocen derechos y la evolución en la concepción misma de los derechos subjetivos.
En relación con el grado de innovación que estas leyes suponen para nuestro ordenamiento, se pueden apuntar las siguientes consideraciones:
i) Algunos de los derechos tienen un contenido innovador relativo, debido a que acogen facultades que ya eran ampliamente aceptadas. De hecho, alguna ley confiesa que incorpora, por “arrastre”, el contenido propio de los derechos fundamentales de los que traen causa -la Ley 15/2022, de 12 de julio, integral para la igualdad de trato y la no discriminación, es paradigmática-. En algún otro caso, el contenido es tan primario y consolidado en la sociedad, que resultaba superflua su previsión legal -por ejemplo, reconocer el derecho al deporte-.
ii) Una tónica general en estas leyes es reivindicar que suponen un cambio radical, una superación de la situación actual. Sin embargo, las leyes derogan otras anteriores en distintas materias, confirmando que facultades parecidas ya estaban recogidas en nuestro ordenamiento en bastantes ámbitos. También son frecuentes las remisiones a otras leyes que todavía siguen vigentes y que completan el régimen jurídico. Es decir, las nuevas leyes no transforman radicalmente un ordenamiento jurídico que, a la vista de sus exposiciones de motivos, parecería totalmente desadaptado. Por último, alguna ley fundamenta la necesidad de su aprobación en que, supuestamente, los derechos regulados no habrían logrado ser efectivos. Aunque esto sea discutible, lo que sí es evidente es que con este argumento se asume que los derechos ya estaban reconocidos en nuestro ordenamiento. Como regla general, por tanto, no se han configurado derechos sobre la nada.
iii) La falta de innovación también se debe a que las leyes adolecen del mal de la reiteración. Las redundancias se producen tanto dentro de una misma ley -son tan largas y profusas, que las lleva a repetirse-, como por relación con otras leyes: varias de estas leyes incluyen preceptos prácticamente iguales a los de otras -por ejemplo, son comunes los artículos sobre no discriminación, a pesar de haberse aprobado una ley integral y general al respecto que regula ampliamente esos mismos supuestos-.
No se deduzca de estas afirmaciones que las leyes no aportan gran cosa. No es así. Sucede que el contenido verdaderamente original no merecía ni tantas leyes, ni leyes tan largas. Esta apreciación se corrobora aún más a la vista de la indeterminación de buena parte de sus contenidos. Esto me lleva al segundo tipo de reflexiones que quería hacer en torno al grado de definición de las facultades otorgadas a los titulares de los derechos:
i) Son abundantísimos los preceptos que establecen obligaciones a los poderes públicos/las Administraciones competentes sin concreción -esto es, en genérico-. Es probable que la afirmación que más se reitere, incluso hasta la extenuación en alguna ley, sea “las administraciones públicas, en el ámbito de sus respectivas competencias” -o referencia similar-. En fin, las obligaciones impuestas se hacen “en bruto”, de modo que su definición requerirá de un “filtrado” competencial.
ii) Los artículos que establecen obligaciones a las Administraciones públicas utilizan tiempos verbales en futuro y expresiones con bajo nivel imperativo -garantizará, facilitará, promoverá, impulsará, desarrollará, orientará, procurará, fomentará, etc.- Esto relativiza bastante los mandatos legales.
iii) Una parte importante de esas obligaciones se concreta en la aprobación de estrategias, programas, protocolos, buenas prácticas, informes… En la mayoría de los casos, por tanto, se prevén actuaciones administrativas con relativo grado de prescriptividad -no son normas, no son actos…-.
iv) Todo lo anterior no significa que no haya facultades de tipo prestacional bien definidas -muerte digna, interrupción voluntaria del embarazo o modificación registral del sexo- o medidas e instrumentos de protección y defensa tajantes y con aplicación inmediata -nulidad de cláusulas contractuales, ampliación de la legitimación activa, inversión de la carga de la prueba-.
Conclusión: la concreción del contenido de los derechos queda, en gran parte, postergada. En buena medida sus facultades adolecen de una vaguedad considerable, que hace que las condiciones de su ejercicio permanezcan expectantes. Salvo algunas excepciones, los derechos tendrán una practicabilidad confusa y/o limitada a corto/medio plazo, y esto, frente al optimismo del legislador, puede generar una gran frustración.
En relación con el contenido de los derechos, quisiera prestar atención a un último aspecto. Tiene que ver con un tipo de relaciones jurídicas a que dan lugar y que, precisamente, es uno de los ámbitos donde la efectividad de los derechos se podrá materializar de forma inmediata. Creo, además, que es importante porque en esta cuestión se intuye un cambio en el paradigma liberal de los derechos.
Los principios fundamentales del liberalismo imponen el respeto a toda persona. La tolerancia a la diferencia está en la base del liberalismo. Sin embargo, las nuevas leyes nos llevan a un nuevo escenario. Esto se debe a que buena parte de estas normas están imbuidas de la conocida como “Teoría” woke y, de hecho, han acogido sin reticencia el neolenguaje transformador que utiliza. Esta “filosofía” proclama que el liberalismo sirve para perpetuar la opresión sobre ciertos grupos cuya identidad se caracteriza por sus circunstancias personales -sexo, género, edad…-. El liberalismo -se afirma- instaura unas relaciones de poder que determinan lo que es “normal” y, por tanto, que explican y legitiman la desigualdad de lo que no es “normativo”. Las leyes aprobadas vendrían a subvertir esa situación. Por este motivo, sus preámbulos tienen una carga moralizante e ideológica muy alta y recurren a justificar la necesidad de generar y/o consolidar transformaciones de la mentalidad social.
Para lograr ese objetivo, se enfatiza algo fundamental. Los nuevos derechos no sólo acogen facultades y pretensiones frente a los poderes públicos, sino también, y, crecientemente, frente a personas físicas y jurídicas privadas -erga omnes-. Las relaciones jurídicas entre los titulares de los nuevos derechos y los particulares tienen algo en común. Estos derechos no sólo reivindican un ámbito de inmunidad y tolerancia frente al resto de personas. Exigen un deber general de reconocimiento y consideración. Se podría decir que las leyes reclaman una posición proactiva de apoyo. Procuran un cambio de actitud y de mentalidad, no sólo una suerte de “normalización”. La parte de la sociedad destinataria de ese deber general sería aquella que supuestamente ha dominado y discriminado a las personas que ahora, gracias al legislador, imponen su estatuto jurídico. Por eso encontramos en las leyes relaciones de conflicto a revertir o modificar, tales como las existentes entre hombres y mujeres; padres/madres e hijos menores de edad; curadores y padres y personas con discapacidad; personas “cisgénero” y personas trans; etc.
No hace falta decir que la garantía de cumplimiento de ese deber general es de difícil validación. Por ello, las leyes se encargan de imponerlo. El número de acciones o actitudes que son definidas como vulneraciones reprobables es francamente amplio. Su eliminación se pretende lograr de varias maneras: 1ª) Prohibiendo que se realicen determinados comportamientos y actividades, y fomentando -pero también imponiendo-que se hagan otras; 2ª) Con un régimen sancionador muy amplio y riguroso; por ejemplo, la posibilidad de que determinadas micro-actitudes sean consideradas como causantes de vulneraciones reprobables constitutivas de infracciones administrativas es real -incluso graves, con sanciones entre 10 mil y 40 mil Euros-; y 3ª) Para que todo esto se cumpla, se crean -o están pendientes de crearse- entidades de vigilancia y control -como la Autoridad Independiente para la Igualdad de Trato y la No Discriminación-.
La consecuencia de la juridificación de los nuevos derechos es, por tanto, muy relevante para otros ciudadanos. Los nuevos derechos incorporan una facultad de la que se puede dudar si limita desproporcionadamente los derechos ajenos. En primer lugar, no se admite la objeción de conciencia, salvo cuando está en juego la vida humana -aborto y eutanasia-. Segundo, las restricciones también podrán afectar a las libertades de expresión y de información. Por ejemplo, se sanciona la utilización de expresiones vejatorias. Esto es lógico; ahora bien, me pregunto si será vejatorio -por “humillante”-, que a una persona le moleste que no se utilice con ella el “lenguaje inclusivo” -u otras manifestaciones similares del fenómeno denominado misgendering-. Además, téngase en cuenta que las infracciones por discriminación incluyen cualquier manifestación o práctica “aparentemente neutral”, y no necesariamente intencionada, que pudiera generar una desventaja particular. Por último, también condicionarán el derecho a la producción y creación literaria y científica, así como el derecho a la educación. Por ejemplo, las leyes desconsideran algunos conocimientos científicos adquiridos y condicionan los futuros. Por ello, se prohíben ciertos tratamientos y terapias -gestación por subrogación, disforia de género-, al tiempo que se promueven otros y se fomenta la educación y la investigación, siempre con la directriz específica de cumplir los objetivos legales.
Concluyo. Resulta paradójico, pero la efectividad de los nuevos derechos no va a recaer en primera instancia, como razonable e ingenuamente se podría pensar, en las muchas obligaciones pendientes de los poderes públicos. No, esa eficacia recaerá sobre los ciudadanos. Para ellos el legislador sólo ha previsto una opción: cambiar de mentalidad y aceptar los deberes impuestos bajo amenaza de sanción. En definitiva, creo que los nuevos derechos a veces parecen derechos contra otros y, con más sentido que nunca, se puede afirmar que el derecho de unos es menos libertad para otros.
Jorge Agudo González es Catedrático de Derecho Administrativo de la UAM. Director del Centro de Estudios Urbanísticos, Territoriales y Ambientales “Pablo de Olavide”. Profesor invitado en universidades de Italia (Universidad Roma La Sapienza, Università degli Studi de Milán y Università degli Studi de Turín), Inglaterra (Center for Transnational Legal Studies de Londres y Universidad de Oxford Saint John’s College), Holanda (Universidades de Utrecht y Maastricht), así como de Suecia, Polonia, Colombia, México, Brasil, Chile, Perú y Argentina.