La renuncia de Rajoy

Estamos tan acostumbrados a la absoluta irresponsabilidad con la que se mueven nuestros líderes políticos que uno de los acontecimientos más graves de nuestra corta historia democrática –la renuncia del Sr. Rajoy a la propuesta del Rey de formar Gobierno realizada al amparo del art. 99 de la Constitución- ha pasado casi desapercibida, sin escándalo alguno y con escasas críticas. Verdaderamente, nos hemos habituado ya a casi todo.

Para sopesar la trascendencia de este hecho y el grave apuro en el que esta situación coloca a nuestro Jefe de Estado, debemos recordar someramente el procedimiento aplicable. El art. 99.1  atribuye al Rey, previa consulta con los representantes de los Grupos políticos, la facultad de proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno. El 99.2 señala que el candidato propuesto solicitará la confianza de la Cámara. El 99.4 que si no la obtiene se tramitarán sucesivas propuestas. Y, finalmente, el 99.5 señala que, transcurrido el plazo de dos meses desde la primera votación ningún candidato hubiera obtenido la confianza, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones.

La primera idea que hay que retener es que mientras no se produzca la primera votación no empieza a correr el plazo de dos meses para la disolución y estamos condenados a continuar de manera indefinida con un Gobierno en funciones, no legitimado plenamente para ejercer su función y con importantes limitaciones operativas.

Pues bien, lo cierto es que el Rey, después de un largo mes tras la celebración de las elecciones y de consultar con todos los representantes políticos, ha propuesto a la persona que las ha ganado, que durante todo este tiempo ha manifestado la intención de aceptar en primer lugar el encargo y además con el asentimiento para ello del resto de Grupos: al Sr. Mariano Rajoy. Para comprobar la realidad de esa propuesta leamos la nota publicada por la Casa Real y cuyo texto íntegro pueden consultar aquí:

“2. En el transcurso de la última consulta, celebrada con Don Mariano Rajoy Brey, Su Majestad el Rey le ha ofrecido ser candidato a la Presidencia del Gobierno. Don Mariano Rajoy Brey ha agradecido a Su Majestad el Rey dicho ofrecimiento, que ha declinado.”

Recapitulemos: el Rey le ha hecho una propuesta en cumplimiento de sus deberes constitucionales y el Sr. Rajoy la ha “agradecido” y luego la ha “declinado”. Y no se ha ido inmediatamente a su casa renunciando definitivamente a su candidatura, sino que dice que espera volver a intentarlo cuando fracasen todos los demás y le venga así un poco mejor… Pero para comprender adecuadamente la gravedad de este hecho tenemos que analizar el caso detalladamente.

Al analizar este artículo 99 nuestra doctrina constitucionalista se centra en el criterio debe seguir el Rey a la hora de hacer la elección.[1] Dada su obligación de neutralidad institucional, su margen de maniobra es prácticamente inexistente. Básicamente hay tres posibilidades: (i) Si alguien tiene mayoría absoluta poco hay que comentar; (ii) Si no hay mayoría absoluta, pero los representantes de los distintos Grupos que la suman le indican un candidato, tampoco hay nada que comentar; (iii) El problema se plantea, por supuesto, cuando no le indican nada. En ese caso hay práctica unanimidad en entender que el Rey debe proponer como candidato al líder del partido con más escaños. ¿Para que se estrelle? Quizás, pero lo fundamental es que el plazo empiece a correr. Y, sobre todo, que el Rey no tiene más opciones, so pena de abrasarse a sí mismo.

El Sr. Rajoy conocía esta circunstancia desde la noche del 20 de diciembre, y durante este último mes ha estado sentado tranquilamente en su sillón, que parece que es su técnica habitual de resolución de problemas. No ha hecho ninguna oferta programática al resto de partidos con la finalidad de llegar a un acuerdo. Ni siquiera ha llamado al Sr. Rivera, el único que había manifestado públicamente su disposición a dejarle gobernar. Se ha limitado a convocar al Sr. Sánchez para solicitarle su apoyo para continuar como Presidente, y cuando este le ha dicho que no, se ha quedado en su despacho con tiempo libre para leer la prensa deportiva y a disposición de los imitadores y humoristas de este país. Y no solo eso, sino repitiendo durante todo este tiempo que sería el primero en presentarse por responsabilidad. Concretamente, el jueves 21 de enero (¡el día antes!) según recogía un periódico tan poco sospechoso como La Razón (aquí), manifestaba

“que tiene “todas las fuerzas” para presentar su candidatura a ser investido de nuevo jefe del Ejecutivo y ha argumentado que lo bueno para España sería que este asunto estuviera resuelto en el plazo de 15 días (…) “Evidentemente, mi candidatura la voy a presentar. Nos han votado más de siete millones de españoles y sinceramente creo que en la situación en la que estamos, un poco de sensatez y de cordura viene bien”, ha añadido. (…) Al plantearle si hay razones para que en el PP puedan estar preocupados por una supuesta inacción suya para lograr un acuerdo, ha explicado que ha hablado con todas las personas con las que lo debía hacer y que este no es un momento para “dar espectáculos”, sino para ser serios. (…) Ya lo había adelantado esta mañana el portavoz del PP en el Congreso, Rafael Hernando, que informaba de que Rajoy le trasladará a Felipe VI en la reunión que celebrarán mañana, viernes, en el Palacio de la Zarzuela que iba a presentar su candidatura.”

Pero llega el viernes y Rajoy “declina”, que debe ser como en la política llaman a lo que El Gallo denominaba “la espantá” (aquí). Bien, ¿en qué situación deja al Rey esta “declinación”? En mi opinión en una bastante mala. Veámoslo.

En primer lugar retengamos que el plazo sigue sin correr y Rajoy continúa como Presidente en funciones. El Rey, en consecuencia, se ve obligado a iniciar una nueva ronda de consultas en la que ya no puede proponer a Rajoy si las circunstancias no cambian, por lo que, aplicando el criterio reglado anteriormente indicado, debe proponer como candidato al líder del PSOE, Pedro Sánchez, el siguiente en número de escaños. Pero por la misma razón, de forma totalmente justificada por el precedente, el Sr. Sánchez puede igualmente “declinar” el ofrecimiento, por no haber podido tampoco lograr el consenso necesario para la investidura que, señores, es algo no solo posible sino muy probable. ¿O es que acaso se tiene que inmolar el segundo antes que el primero?

Como Diógenes, el Rey sigue buscando un candidato con un farolillo mientras no solo no empieza a contar el plazo sino que el Gobierno en funciones tampoco puede disolver las Cámaras (art. 21.4 a de la Ley del Gobierno). Podemos seguir así 4 años, que quizás es lo que el Sr. Rajoy esté buscando. No lo sé, pero en cualquier caso no puede parecer que lo hace con la complicidad del Rey.

Por eso, al Jefe del Estado no le queda otro camino -especialmente si el Sr. Sánchez no puede aceptar su propuesta en un plazo muy breve por no reunir los consensos necesarios- que volver a ofrecer la candidatura al Sr. Rajoy, advirtiéndole que la tiene que aceptar obligatoriamente o irse a su casa de manera inmediata y desaparecer de la vida pública para siempre, que es lo que el viernes tenía que haber hecho de motu proprio, o el sábado bajo el clamor de la sociedad española, empezando por su propio partido. ¿Qué va a ser vapuleado si se presenta? Desde luego, pero eso no le inhabilita para volver a intentarlo si los demás fracasan y consigue al fin los consensos necesarios (art. 99.4). Lo que es intolerable es que se niegue a hacerlo cuando se le propone, por no pasar el trago y asumir el coste político, trasladándole la patata caliente al Rey. Y recordemos que el que haya otras opiniones diferentes de esta que acabo de exponer (como el que el Rey debe proponer sucesivamente al resto de representantes de los Grupos, o puede permanecer semanas sin proponer a nadie, o no puede obligar a ningún líder a aceptar la designación) no convierte en más sencilla su posición, sino todo lo contrario: las dudas al respecto no producen otro efecto que hacer saltar por los aires el papel reglado que ha querido darle la Constitución, recordemos que en su propio beneficio. Pienso que ya ha cometido un (disculpable) error dejando que Rajoy se le escape vivo. No puede cometer otro.

A todo esto ha abocado la irresponsabilidad de nuestro actual Presidente del Gobierno en funciones. Pero, efectivamente, a eso y a otras cosas casi peores ya estamos acostumbrados, verdaderamente.

[1] Para un análisis más detallado recomiendo el comentario al art. 99 de la CE de Joan Vintró Castells, profesor de la UB en Comentarios a la Constitución Española dirigida por María Emilia Casas y Miguel Rodríguez Piñero.

Un regalo envenenado (La Infanta y la doctrina Botín)

Afirma Montesquieu en El Espíritu de las Leyes que el principio necesario en una democracia es la virtud, mientras que en una monarquía puede bastar con el honor, atributo basado en un prejuicio: el de la respectiva condición dentro de la estructura social y política. Para la subsistencia de un cierto anacronismo como es una monarquía parlamentaria se necesitan, sin duda alguna, ambas cosas.

La cita viene a cuento por la elevada probabilidad de que en la fase previa del juicio por el caso Nóos, que ahora comienza, a la Infanta se le aplique la “doctrina Botín” y quede exonerada a las primeras de cambio. Esa doctrina deriva de una interpretación imaginativa del art. 782.1 LECrm efectuada por el Tribunal Supremo con ocasión de la imputación del famoso banquero. Conforme a ella, no es posible enjuiciar a una persona cuando no acusa ni el Fiscal ni el directamente ofendido por el delito (la acusación particular), pese a que sí lo haga la acusación popular.

En realidad –conforme a una matización posterior realizada para el caso Atutxa- el que se le aplique o no a la Infanta depende tan solo de dilucidar si el delito fiscal que se le imputa tiene un perjudicado concreto o afecta de manera general a toda la colectividad. Si fuese lo primero, dado que tanto el Ministerio Fiscal como la Hacienda Pública han pedido el sobreseimiento, su exoneración quedaría garantizada. En el segundo caso, sin embargo, la persistencia de la acusación popular ejercida por “Manos Limpias” bastaría para  impedirlo.

Es verdad que hay muchos argumentos técnico-jurídicos para defender la aplicación de esa doctrina en este caso (al fin y al cabo muy parecido al del propio Sr. Botín). La resolución del Tribunal estimándola en la fase preparatoria que ahora se inicia no podría nunca calificarse de arbitraria. Seguro que sería recibida con alborozo por la Infanta y sus abogados. Pero hasta qué punto esto constituiría una buena noticia para nuestro Estado de Derecho en general, y para la Corona en particular, es harina de otro costal. Al menos podemos presumir que a Montesquieu le hubiera inquietado bastante.

Comencemos por el Estado de Derecho. El que en ciertos casos con acusados ilustres el Fiscal se empeñe en no acusar, el Abogado del Estado en no defender a su cliente y los jueces en forzar la interpretación de las normas (o considerar los delitos fiscales como delitos con perjudicado concreto) para negar legitimación a la acusación popular, pienso que nos debería suscitar a todos cierta preocupación. Ya de entrada nos indica que algo no funciona muy bien en nuestro entramado institucional: que nuestros altos funcionarios no gozan de la debida independencia o que por algún motivo los criterios de supuesta conveniencia política se imponen frente a los estrictamente jurídicos.

Además, la sutil distinción a estos efectos –consagrada por el juego combinado de las doctrinas Botín y Atutxa- entre los delitos que perjudican a uno solo (aunque como bien recordaba el juez Castro ese uno llamado Hacienda seamos todos) y los que no tienen perjudicado conocido, merece un comentario aparte. Hace más de dos mil quinientos años Solón, el creador de la democracia ateniense, negó expresamente que tal distinción pudiera tener ningún sentido en un régimen democrático. Si hubiera que destacar alguna de sus leyes, quizá la más relevante es la que atribuía a cualquier ciudadano la posibilidad de denunciar a quién hubiese cometido una ilegalidad, aunque el denunciante no hubiera sufrido ningún perjuicio personal, pues toda ofensa es un ataque a la ciudad, y, a través de ella, a todos y cada uno de los individuos que la integran. Si esto es cierto con carácter general, mucho más en un país como el nuestro, en el que gran parte de sus instituciones supuestamente independientes han sido capturadas por nuestras élites extractivas;  y mucho más en este caso, en el que están en juego intereses colectivos de primer orden, no solo por el bien lesionado, sino por el protagonismo y la preponderancia social de la autora. No olvidemos que si el Derecho vale algo en una democracia, es principalmente por constituir un freno al abuso de poder, que por definición siempre se ejerce por quien lo ostenta.

Esta última reflexión nos conduce a examinar el impacto que la exoneración de la Infanta por aplicación de la “doctrina Botín” puede tener para la Corona. El caso Nóos es sintomático de una forma de hacer negocios en España, y por eso no se limita al fraude fiscal, sino que gran parte de los imputados (entre ellos once cargos públicos) van a tener que responder de acusaciones tan graves como malversación,  prevaricación, falsedad, estafa, fraude a la Administración, blanqueo de capitales y tráfico de influencias. Presuntos delitos que han costado al contribuyente unos cuantos millones de euros. Y si hay algo absolutamente obvio, es que este caso no se explica sin la presencia  directa o indirecta de Urdangarín; es decir, de la Infanta; es decir, de la Corona. El que a la hermana del Rey le imputen únicamente un delito fiscal tiene relevancia solo para la interesada y solo desde la perspectiva penal. Para la sociedad española y su régimen político lo que está en juego es algo mucho más trascendente.

La abdicación del Rey Juan Carlos y los nuevos modos impuestos por su sucesor Felipe VI, incluida su decisión de retirar a su hermana el título de duquesa, han supuesto un paso muy importante para acompasar la institución a las nuevas exigencias de regeneración moral e institucional que, afortunadamente, dominan ahora en la política española. Por esto hemos salido ganando todos, pero principalmente la Corona. De ahí que la posible decisión de no enjuiciar a la Infanta -recordemos que por inacción de nuestras instituciones- puede tener un efecto mucho peor para nuestra monarquía parlamentaria que su absolución tras un juicio en condiciones o, incluso, que su condena. Sencillamente, porque así se habrá negado no solo la virtud, sino también el honor: el prejuicio habrá saltado por los aires, porque nadie en su sano juicio podrá a partir de ahora atribuir ciegamente a los miembros de la institución monárquica el voto de confianza que esta necesita para sobrevivir. Más bien cabe prever que sea sustituido por otro prejuicio contrario nacido de la frustración y de la sospecha.

Efectivamente, mal favor habrán hecho en ese caso a la Monarquía la Fiscalía, la Abogacía del Estado y los Tribunales; un regalo envenenado a nuestro Rey de digestión complicada, máxime cuando la eliminación de la Infanta del orden de suceder en la Corona no depende del Monarca sino de la propia interesada. Y no hay que presumir que el librarse in extremis de ser enjuiciada, aunque sea por motivos tan singulares, le vaya a mover a ello, si no lo ha hecho hasta ahora. Más bien lo contrario.

Este asunto constituye un buen símbolo de muchas cosas que han pasado y siguen pasando en nuestro país. Pero una de las más significativas es que demuestra hasta qué punto las componendas, atajos y manipulaciones institucionales bajo la socorrida invocación a la “razón de Estado” son nefastas para una democracia y para la credibilidad de sus instituciones. Esperemos que en la nueva época política que ahora se inicia las cosas vayan cambiando paulatinamente. Aunque me temo que para este caso será ya demasiado tarde.

Telegrama orgánico versus una monarquía verdaderamente parlamentaria

Podría decirse que ya se ha discutido bastante (por de pronto en este blog) sobre el dilema de monarquía-república y sobre la abdicación del Rey, pero en un asunto en el que nos jugamos mucho resulta importante que no nos dejemos cabos sueltos o algo en el tintero. Del debate del miércoles 11 en el Congreso hay mucho para olvidar, pero también algunas frases para recordar. Una que llamó mi atención fue la referencia de la portavoz de UPYD a la “Ley Orgánica-telegrama” como gran aportación del gobierno al Derecho constitucional. Yo iría algo más lejos y la denominaría directamente el “telegrama orgánico”. Debería figurar así en el art. 57.5 de la Constitución si lo que el texto constitucional pretende es, como interpreta el Gobierno, que la ley orgánica que recoge la abdicación de un rey sea un acto debido, es decir sobre el que las Cortes no puedan más que decir “sí” y sólo “sí”, como afirmó el (todavía) líder de la oposición en ese (pretendidamente) importante debate. En realidad, todos sabemos que el telegrama orgánico responde a una ficción jurídica y a una intención política: evitar cualquier debate peligroso sobre las aristas de la institución monárquica.
Y aquí viene mi segunda tesis (posibilista): los mayores enemigos de la monarquía no son los republicanos sino los monárquicos que, pretendiendo defenderla, lo que persiguen es aislarla de cualquier debate democrático, reduciendo así poco a poco su propia legitimidad. Ya he defendido en otros posts en este blog la tesis del enemigo interno (por ejemplo, aquí), con lo que no insistiré en ello, aunque basta mirar a lo que está ocurriendo en el PSOE para validarla. Tampoco abundaré en la tesis complementaria de que el mayor enemigo de la monarquía ha sido probablemente el propio Rey, el cual a partir de su actuación en el golpe del 23-F se sintió lo suficientemente seguro como para dedicarse a “otras cosas” ajenas al cargo, actitud que a la postre ha lastrado a la propia institución. Pues bien, de lo que se trata es precisamente de que el rey, si quiere serlo, no se sienta nunca del todo seguro en su cargo.
Hace años, cuando el Gobierno planteó la redacción de una propuesta de reforma constitucional al Consejo de Estado, una de las cuestiones que se incluían era acabar con la prevalencia del varón a la mujer en la Corona. Sobre este aspecto el consenso era total, pero no se quiso continuar adelante para evitar que un posible referéndum pivotase “solo” sobre esta cuestión, produciendo así un indeseable cuestionamiento de la propia institución. Los temerosos gobernantes, asesores y dirigentes que así opinaban decían querer proteger a la Corona. Y sin embargo, una reforma constitucional sobre este asunto hubiera obtenido un respaldo mayoritario de la población y los que defienden hoy que el pacto constitucional se ha quedado desfasado se encontrarían sin argumentos. Aquí se podría decir eso de que el que bien dice quererte te hará llorar, pero de rabia.  Consecuencia: hoy hay muchos menos realmente antimonárquicos que gente que quiere decidir con su voto la forma de Estado…, aunque sea para votar monarquía.
Un planteamiento paralelo por cierto se ha producido en torno al derecho a decidir. Se dice que Felipe González tuvo sobre su mesa una propuesta para convocar un referéndum en el País Vasco sobre la independencia, y acabar así con la (pretendida) legitimidad de ETA para seguir matando. Eran finales de los años 80. Pero no quiso ser el dirigente que pusiera en peligro el futuro de España convocando (graciosamente) un referéndum, máxime tras la experiencia del que tuvo lugar sobre la OTAN, que por cierto tal desgaste produjo que ha sido el último que se ha convocado en este país. Tal vez resulte fácil decirlo ahora (aunque algunos ya lo dijimos entonces), pero probablemente de haberse convocado dicho referéndum el debate actual secesionista y sobre el derecho a decidir no existiría, al menos en estos términos. Consecuencia de esa (cauta) manera de hacer política: a cada elección que se celebra sube el porcentaje de votantes nacionalistas. ¿Por qué se pasa más gente al secesionismo, sobre todo entre la gente joven? ¿Es porque España trata cada vez peor a esos territorios? No, es porque ha calado la idea de que “no nos dejan decidir” aunque sea para decir no al nacionalismo.
Pero volvamos a la monarquía. Tal vez el debate esté mal enfocado y el problema no sea entre monarquía o república, o monarquía o democracia (como también se dice) sino decidir sobre qué tipo de monarquía o república queremos. ¿Queremos una República presidencialista como la francesa o la norteamericana? ¿O más parlamentaria como la italiana o la alemana? Si un supuesto referéndum se fundamentara en estos términos (o se preguntara directamente a los prebostes republicanistas) la opción ganadora probablemente sería la segunda. Pero entonces, si al presidente de la República lo eligen las Cortes y no directamente los ciudadanos, la diferencia con la monarquía no es necesariamente de sufragio pasivo (quién lo elige) sino de sufragio activo (quién puede presentarse). Es decir, se trataría de decidir en realidad si preferimos que el candidato a jefe del Estado salga de las propias filas de los partidos políticos (o propuesto por ellos) o sea una persona alejada de la refriega política, y a la que hemos preparado específicamente (durante años) para serlo, introduciéndose así un criterio de meritocracia y neutralidad, que hoy en día (por cierto) comienza  a ser muy valorado por distintos expertos.
Claro que para que esto sea realmente así, algunas modificaciones (parciales) del Título II serían necesarias, salvo que se acepte la tesis de Jorge de Esteban de que todo puede hacerse por ley orgánica sin reformar necesariamente la Constitución. Es decir, que debemos hacer que la monarquía sea realmente parlamentaria porque todavía no lo es del todo. Así, debe quedar claramente establecido que la legitimidad de sangre es secundaria respecto a la legitimidad democrática. Por tanto, el heredero y el futuro rey no lo son de forma automática por razón de nacimiento, sino solo cuando reciben formalmente la aceptación activa de las Cortes y no la meramente pasiva de espectadores de un juramento pre-establecido. En segundo lugar, el mandato del rey no tiene por qué serlo de forma ilimitada y eterna, pudiendo someterse a revalidación (por ejemplo) cada diez años. Y a partir de una edad de jubilación (pongamos 70 años) solo lo podrá seguir siendo si recibe el apoyo expreso de las Cortes en tal sentido. En cuanto a la inviolabilidad ya se han pronunciado en este blog mejores expertos que yo, pero debería quedar claro que esa institución no equivale a irresponsabilidad en el ámbito penal o civil. Por ejemplo, si el rey mata a alguien es claro que debe responder por ello, solo que en este caso para ser juzgado (aunque sea por el Tribunal Supremo), antes debe dejar de ser rey, y esto lo deciden de nuevo las Cortes. 
En resumen, si no queremos repetir errores pasados y caer en los bandazos y excesos que caracterizan nuestro discurrir histórico, debemos aprender a recorrer la vía de en medio y a innovar más a que a repetir o imitar. Necesitamos líderes que piensen de forma estratégica (y no solo a corto plazo), capaces de innovar y asumir riesgos (sobre todo si son calculados o inevitables) porque la política no es un juego de suma cero. Tratemos de asombrar al mundo aportando iniciativas que conviertan a la monarquía en un régimen aceptable para el siglo XXI, antes de tirar por la borda todo lo andado o enzarzarnos en debates profundos y acalorados sobre si eran galgos o podenco

El aforamiento del Rey

El Partido Popular ha introducido en una Ley Orgánica en trámite, dedicada a la racionalización del sector público, el aforamiento del Rey don Juan Carlos en el Tribunal Supremo para todo tipo de asuntos civiles y penales. Y lo ha hecho a través de un conjunto de enmiendas muy interesantes.
En primer lugar ha enmendado la Exposición de Motivos para -ya que el Pisuerga pasa por Valladolid- aclarar el alcance que para ¿el legislador? tiene la ya pretérita inviolabilidad de don Juan Carlos. Concretamente señala que  “conforme a los términos del texto constitucional, todos los actos realizados por el Rey o la Reina durante el tiempo en que ostentare la Jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad.” Ya comenté en otro post (aquí) que si esa circunstancia no se aclara expresamente en una Ley Orgánica dictada al amparo del 57.5 de la CE, lo normal es entender que el ex Rey pierde la inviolabilidad a todos los efectos, pasados, presentes y futuros. ¿Basta para evitarlo esta referencia de refilón en la Exposición de Motivos de una Ley Orgánica y no en su articulado? ¿Una referencia, además, sobre un supuesto efecto constitucional ya existente y no sobre un efecto legal que se quiere establecer de intento? (Por eso he puesto “el legislador” entre interrogantes). Bueno, gracias al aforamiento que se introduce en esta Ley –este sí de manera muy firme- ya lo decidirá en su caso el Tribunal Supremo…. Pero a mí me chirría por todas partes. Y –pensarán ustedes- ¿por qué no aclararlo de una vez de manera expresa? Porque, queridos amigos, nuestros políticos no quieren mojarse ni aun cayéndose al rio.
Pero pasemos a lo importante, al aforamiento. Sobre este tema la Exposición de Motivos indica que “al no estar contemplado en la normativa vigente el régimen que debe aplicarse al ex Jefe del Estado en relación con las actuaciones procesales que le pudieran afectar por hechos posteriores a su abdicación, se precisa establecer su regulación en la Ley Orgánica del Poder Judicial. En este sentido, el nuevo artículo que se introduce atribuye el conocimiento de las causas civiles y penales que contra él se pudieran dirigir por los referidos hechos al Tribunal Supremo, atendiendo a la dignidad de la figura de quien ha sido Rey de España, así como al tratamiento dispensado a los titulares de otras magistraturas y poderes del Estado. Y similares razones concurren en la necesidad de dotar de idéntico aforamiento ante el Tribunal Supremo a la Reina consorte o al consorte de la Reina y a los Príncipes de Asturias, así como al consorte del Rey o de la Reina que hubiere abdicado.” (Los subrayados son míos).
“Se precisa”. ¿Y por qué se precisa? Por dos razones, según parece indicarse: por la dignidad de la figura, así como en comparación al tratamiento dado a los titulares de otras magistraturas y poderes del Estado.
Esto no convence ni jurídica ni políticamente. No convence técnicamente porque no es acorde con la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional. Cuando nuestro legislador negativo ha tenido que vérselas con el problema del aforamiento (como consecuencia de la diarrea aforamental que ha afectado durante años a nuestra clase política) se ha visto obligado a explicar cuáles son las causas que lo justifican. Y lo cierto es que sólo ha indicado una de mínimo peso (pobrísimo, además, porque en realidad únicamente sería aplicable a la inmunidad, que es un tema completamente distinto): la salvaguarda de la independencia institucional. Véase al efecto la sentencia 22/97 que pueden consultar aquí.
Pues bien, pese a que no pongo en duda que don Juan Carlos es una figura de mayor dignidad que la mayoría de nuestros parlamentarios nacionales o autonómicos, desde el punto de vista técnico jurídico no existe comparación posible que justifique el aforamiento en este caso, mucho menos uno de tamaña extensión que afecte a todo tipo de asuntos, incluidos los estrictamente privados. Un ex monarca no tiene independencia institucional que proteger, porque no tiene ninguna función institucional que desempeñar (tampoco su consorte). Salvo que pensemos que todavía tiene alguna posibilidad de ejercer de manera efectiva como Capitán General de los ejércitos (en cualquier caso parece que nunca su consorte). Todo ello al margen de recordar que esa sentencia del TC subraya, además, la interpretación restrictiva que debe prevalecer en materia de fueros y privilegios, y que obliga a entender que la prerrogativa de aforamiento especial se circunscribe al período de ejercicio del mandato correspondiente.
¿Significa todo esto que el aforamiento integral que se le concede, por asuntos civiles o penales, vulneraría el principio de igualdad consagrado en el art. 24 de la CE? Y ello pese a lo paradójico que resulta que aquí este aforado hasta el Tato. ¿O el art. 57,5 de la CE es una “delegación constitucional en blanco” suficiente para ampararla? Interesante cuestión que probablemente nunca decidirá el TC, porque, ¿quién tiene 50 diputados o 50 senadores para planteársela?
Pero tampoco convence políticamente, y esto es mucho más importante. En un mini mini debate que tuvimos en Telemadrid sobre este tema el ex vicepresidente del Tribunal Constitucional, Ramón Rodríguez Arribas, y el que suscribe, el ex vicepresidente alegó una serie de argumentos a favor del aforamiento que no pude contestar en antena, simplemente porque dada la brevedad de nuestra intervención no tuve la oportunidad.
El primero es que el aforamiento no es un privilegio, porque no se alteran las reglas procesales sino únicamente la sede judicial en donde deben ventilarse estos asuntos.
Como ya hemos tenido ocasión de comentar en otro post (aquí) este argumento es completamente falaz, como demuestra además la numantina resistencia de nuestros políticos  de cara a mantener sus aforamientos. Gracias a un Consejo General del Poder Judicial capturado por los partidos, estos tienen la capacidad de influir en la selección de los magistrados de los Tribunales superiores que van a a conocer de sus causas. A mi eso me parece un privilegio colosal.
El segundo es que en este país al que interpone en los juzgados una demanda o una querella infundada no le pasa nada.
Quizás es verdad, pero la respuesta del legislador no es descontarlo e intentar salvar de la quema a unos cuantos privilegiados (legisladores incluidos) que gracias a un Consejo General del Poder Judicial politizado pueden influir de alguna manera en la receptividad de los jueces que han de enjuiciar esas querellas, sino resolver el problema en beneficio de todos los ciudadanos.
El tercero es que ante una querella el juez debe realizar una mínima investigación con el fin de apreciar el fundamento de la pretensión y eso implica ya pena de banquillo.
¿Y en las instrucciones realizadas por los tribunales superiores donde acuden los aforados no se investiga nada? Vaya, o sea que cuando se interpone una querella contra un aforado el instructor del TS no realiza ninguna investigación para apreciar el fundamento de la pretensión. Bueno es saberlo.
El cuarto es que es normal que haya aforamientos en España dada la existencia de la acusación popular, mientras que en otros países es normal que no los haya dado que siempre acusa el fiscal.
Este argumento está vinculado con el primero (al que acusa infundadamente no le pasa nada). Pero, además, en España el verdadero problema es que, o hay acusación popular, o en demasiadas ocasiones no hay acusación. Recordemos el caso de la Infanta, con un fiscal y una fiscalía anticorrupción empeñados en no acusar. La dependencia jerárquica y la falta de autonomía, funcional y presupuestaria, del Ministerio fiscal, hace que en los casos políticamente sensibles la acusación popular sea imprescindible. Ya hay propuestas para acabar con ella (aquí), pero en esa misma propuesta no se ha incluido la de acabar con los aforamientos. Vaya sorpresa.
Y el quinto es que como aquí hay diez mil aforados resulta evidente que también lo debe estar el Rey. Un argumento muy convincente. Como si se dice que ya que discriminamos a los judíos resulta evidente que hay que hacer lo propio con los gitanos. Yo sinceramente preferiría no discriminar a nadie. Y deberíamos empezar por predicar con el ejemplo a la primera oportunidad que tengamos.
Por eso, el principal argumento político en contra del aforamiento del Rey don Juan Carlos descansa, precisamente, en la ejemplaridad. Su precipitado aforamiento viene a ratificar una vez más el mantra con el que nos golpean incesantemente desde hace años: “Ojito, que los jueces de instrucción son seres ambiciosos y/o incompetentes y/o vengativos que buscan la primera oportunidad para salir en las noticias. Pero no os preocupéis que aquí está el superministro Gallardón para meterles en cintura y gracias a la instrucción colegiada acabar con estos abusos insoportables (aquí).
Yo por mi parte creo que en los jueces de instrucción y en los de primera instancia descansa la poca esperanza que nos queda en este país de salvar al Estado de Derecho. Y que el vertiginoso aforamiento del Rey sea considerado como un instrumento elemental e indiscutido para su “protección jurídica” no es precisamente un espaldarazo a su, en términos generales, extraordinaria labor (con sus inevitables sombras, como es obvio).
Quiero terminar aclarando mi enorme respeto por don Juan Carlos. Creo que ha prestado grandes servicios al país. Pero que nuestra clase política piense que ésta, precisamente, es la forma de agradecérselo, no le hace ningún favor, ni a él, ni a nuestra clase política (al menos a su imagen) ni, por supuesto, a nosotros.
 

¿Por qué los regeneracionistas confian en el nuevo Rey?

El otro día me comentaban algunos amigos de Twitter (en concreto de Piedras de papel) que no entendían el que algunos regeneracionistas tan señalados como Luis Garicano aquí o alguno de los colaboradores de este blog  defendieran la continuidad de la monarquía no ya como garantía de estabilidad –esto es lo que dice el establishment- sino más bien como garantía de cambios importantes en el Régimen (así, con mayúsculas). Me comentan que puesto que el rey reina pero no gobierna no se entiende muy bien qué reformas puede impulsar y mucho menos imponer. En ese sentido, tienen toda la razón: constitucionalmente no le corresponde al nuevo rey promover reformas constitucionales, como no le corresponde nombrar ministros o presidentes de empresas del Ibex. Por cierto, que tampoco está previsto que haga de agente comercial para estas mismas grandes empresas -con o sin retribución- pero uno de los éxitos que se le atribuyen al rey padre es precisamente la cantidad de contratos que ha conseguido en sitios como Emiratos Arabes para las empresas españolas. En todo caso, no conviene olvidar sus importantes funciones simbólicas (art.56 de la Constitución). Como señala Fernando Rey en este interesante artículo no estamos ante una magistratura de “potestas” sino de “auctoritas”
Pero es que el rey no solo realizan actos formales o simbólicos (como refrendar las leyes o presidir el desfile de las Fuerzas Armadas) sino también muchas otras actuaciones más “informales”. Y parece que en un país tan informal como España estas últimas no han dejado de tener mucho peso e influencia. En este sentido, me acuerdo de una anécdota que me contaron hace algunos años. Al parecer, en la toma de posesión de un alto cargo de la Administración el anterior rey se fijó en que era una señora bastante guapa. Cuando hubo cambio de Gobierno (del mismo signo) el rey comentó al nuevo Ministro del ramo que sería una pena “que cambiara a esa chica tan mona”. Conclusión: la señora en cuestión permaneció en el cargo a pesar de que en el Ministerio se la daba por cesada.
Con esto no quiero decir que me parezcan bien estos usos y costumbres de nuestra Corte; simplemente quiero decir que existen o existían y que tenían su importancia. Como tenía importancia que los gustos del anterior monarca fueran muy caros (del tipo navegar en yates lujosos, cazar osos o elefantes) hobbies que no están al alcance de todo el mundo, por lo que el tipo de personas con las que se coincide es muy determinado, sobre todo si además tienen que financiarlos. De la misma forma, la falta de transparencia y de una regulación más rigurosa de los ingresos y gastos del rey y de su familia ha generado una cierta confusión entre los límites de lo público y lo privado, perfectamente ejemplificados en el caso Urdangarín, donde al yerno del rey se le pagaba dinero público (y privado también) a cambio de humo suponemos que para quedar bien con su suegro. Porque parece que con el rey había que quedar bien. La pregunta obvia es ¿por qué tiene un Presidente de una Comunidad Autónoma o un Presidente de una empresa del Ibex necesidad de quedar bien con un rey con tan limitadas competencias jurídicas? Da que pensar.
A lo mejor sencillamente la explicación es  simplemente que muchas personas –todas ellas con poder o/y dinero- pensaban que era importante llevarse bien con el rey “por si las moscas”. ¿Por qué colocan la Caixa y Telefónica respectivamente a la hija y al yerno del rey? No parece que fuera por motivos profesionales ni por el bien de la institución. En el segundo caso,en particular. Además siempre se descartaba oficialmente que hubiera habido presiones, peticiones o interferencias por parte de la Casa Real. Pero a estas alturas ya sabemos que la mejor forma censura es la autocensura…
En definitiva, como han puesto de relieve muchos autores la monarquía española hasta este momento se ha caracterizado no por ser un anacronismo, eso lo son todas, sino por otros rasgos singulares. En primer lugar por su gran personalismo –probablemente inevitable, dadas las circunstancias históricas en las que D. Juan Carlos llegó a ser rey de España- que ha concedido al rey un gran protagonismo, para lo bueno y para lo malo. En segundo lugar por haber permanecido prácticamente al margen de cualquier regulación –pese a la previsión constitucional- de manera que hemos llegado hasta aquí sin disponer ni siquiera de una ley orgánica en condiciones para regular la abdicación y la situación del monarca dimisionario que ha habido que improvisar a toda prisa y con los problemas que ya comentamos aquí.  En tercer lugar, por haber permanecido prácticamente blindada  frente a cualquier crítica hasta hace muy pocos años. Quizá por eso cuando se tuvo que enfrentar casi de la noche a la mañana con la imputación de la Infanta por un Juez de instrucción se reaccionó con tanta torpeza, dejando bien claro a todos los españoles que la justicia -pese al solemne discurso del rey diciendo lo contrario- no es igual para todos. De paso se llevó por delante la credibilidad de la Fiscalía, de la AEAT y hasta de la Abogacía del Estado.
En definitiva, la voluntad política de eludir el debate y de blindar la institución –probablemente para no levantar la liebre del republicanismo sentimental de muchos ciudadanos y de muchos diputados- la ha dejado al margen de cualquier regulación, de cualquier crítica y de cualquier exigencia de ejemplaridad, provocando una serie de riesgos que han devenido en siniestros prácticamente todos a la vez.
En todo caso, esta forma de funcionar parece que toca a su fin. En primer lugar, aunque tímidamente, la Casa Real avanza hacia una “convergencia” regulatoria con respecto al resto de instituciones. Por ejemplo, está sujeta a la Ley 19/2013 de 9 de diciembre de Transparencia y Buen Gobierno, aunque mantiene algunas peculiaridades.  El blindaje mediático se ha terminado, para bien o para mal. Además  parece que el carácter, los gustos y las amistades del nuevo rey son menos “peligrosas”. Eso en sí mismo ya parece relevante, y permite pensar –por lo menos a los que somos más optimistas- que podemos estar ante un cambio de los mensajes o señales que se envían desde la institución a la sociedad.  Efectivamente conviene no olvidar el papel que juegan los ejemplos o modelos en una sociedad tan mediática como la nuestra y el jefe del estado -máxime en una monarquía- es por definición una persona que tiene una enorme capacidad para predicar con el ejemplo. En ese sentido, no es lo mismo que tener gustos como la caza mayor que tener gustos más modestos.  Por último. hay que tener en cuenta el momento mismo en el que se produce la abdicación –y sus causas, cuyo análisis nos llevaría muy lejos-  y que su solo anuncio ha mejorado la popularidad de la institución, que estaba en mínimos históricos.
En definitiva, de una forma probablemente  más emocional que racional los ciudadanos españoles de talante reformista perciben -percibimos- que el cambio de generación y de rey es un símbolo de un cambio de ciclo y que con el rey Juan Carlos I termina un periodo histórico con sus luces y sus sombras, que las generaciones futuras juzgarán en su justa medida mejor que los contemporáneos . Por eso comprendo –y comparto al menos en parte- las expectativas que el relevo en la Corona ha levantado entre el sector “regeneracionista”. Pero más allá de las alabanzas cortesanas y del “marketing” de los grandes medios, lo cierto es que el nuevo rey va a tener que ganarse a pulso la confianza de una ciudadanía muy escarmentada y que sospecha de todas y cada una de sus instituciones,  Me parece esencial cambiar los mensajes y el entorno –hablando en plata, menos plutocracia y más meritocracia, menos “establishment” y más sociedad civil parece una buena idea- y regular la Corona y la Casa Real con seriedad y con absoluta transparencia.
En mi opinión, de estas primeras semanas o meses dependerá fundamentalmente que la ciudadanía visualice un cambio claro con respecto al reinado anterior, identificado ya para la Historia con la Transición española

La inviolabilidad y el aforamiento de don Juan Carlos de Borbón (o el Rey como excusa)

La abdicación del Rey plantea desde el punto de vista jurídico dos interesantes cuestiones, cuyas implicaciones políticas son evidentes. La primera es si don Juan Carlos conserva el privilegio de la inviolabilidad por los actos personales realizados mientras era rey. La segunda es si resulta o no razonable su aforamiento.
La inviolabilidad
El art. 56, 3 de la Constitución señala que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65, 2.”
La mayor parte de la doctrina constitucionalista entiende que la mención explícita a “la persona” del Rey implica una exoneración total de responsabilidad en todos los órdenes, ya sean penales, civiles, laborales, fiscales, etc., por cualesquiera actos realizados. Pese a que el inciso final parece vincular esa inviolabilidad con el refrendo de sus actos (de tal manera que sólo sería irresponsable por los actos refrendados o realizados en el ejercicio de sus funciones públicas) la mención a su persona y la tradición constitucional en este punto nos conducen a defender una interpretación extensiva.
Ahora bien, una vez que deja de ser rey, ¿qué ocurre? En esta intervención que les enlazo (aquí) nuestra vicepresidenta del Gobierno (y abogado del Estado) da por sentadas dos conclusiones:
1.- Que don Juan Carlos deja de ser inviolable.
2.- Que deja de serlo sólo para el futuro, porque conserva la inviolabilidad por los actos realizados mientras era rey.
Sin embargo, mientras lo primero es evidente, lo segundo resulta mucho más discutible, porque se plantea la duda de si conserva ese privilegio respecto de todos sus actos, o únicamente respecto de los refrendados.
El que tal cosa sea discutible se desprende de la opinión de algunos de los juristas consultados con ocasión de ese prodigio de concisión jurídica que es el Anteproyecto de ley Orgánica  que “regula” la abdicación. Dichos juristas sugirieron aclarar este punto expresamente, explicitando con ello el temor de que pudieran dirigirse acciones civiles o penales contra el Rey en base a actos correspondientes a su esfera privada de actuación realizados durante su reinado. En esta misma línea se pronuncia José Manuel Serrano Alberca en este interesante artículo (aquí), destacando lo absurdo que resulta que la Ley Orgánica regule lo que no es necesario regular (la abdicación) y no regule precisamente este tema. En cualquier caso, la sugerencia no carece en absoluto de fundamento, dado que las opiniones doctrinales al respecto son variadas. Véase, por ejemplo, este interesante artículo (aquí) publicado por el Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo, Francisco Bastida Freijedo, en el que niega que la inviolabilidad por esos actos pueda conservarse tras la abdicación, y del que les extracto lo siguiente:
“Considero que esta concepción funcional exige una interpretación estricta de la inviolabilidad del Rey. Esto no significa reducir su irresponsabilidad, pero debe entenderse que esta exención total de responsabilidad está vigente mientras es Rey, esto es, mientras su persona es Rey. Si el Rey abdica o se inhabilita para el cargo (arts. 57.5 y 59.2 CE), deja de ser Rey. Por tanto, su persona deja de ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado, deja de ser Jefe del Estado y garantía de su estabilidad y continuidad. En consecuencia, carece de sentido constitucional afirmar que, no siendo ya Rey, su persona sigue siendo inviolable. La justificación constitucional de su inviolabilidad desaparece. De este modo, se le podrían exigir responsabilidades por los actos realizados antes de su reinado y durante su reinado, excepto por aquellos que, por tratarse de actos de Jefatura del Estado, su responsabilidad ya hubiese sido asumida por el órgano refrendante.”
Esta postura parece bastante lógica, como demuestra el caso de las demandas de paternidad (aquí). Es decir, desde esta perspectiva criticada, si uno continúa siendo padre biológico tras la abdicación –como obviamente no puede ser de otra manera-, ¿no se le puede reclamar esa paternidad porque el “acto” que la originó se realizó siendo rey? ¿Y si fue antes? Este absurdo nos pone ante la evidencia de que es muy forzado admitir el carácter pretérito y no presente de una inviolabilidad, porque esta medida está siempre pensando en negar una suerte de legitimación pasiva -imponiendo un escudo frente a la agresión judicial- y no en consagrar una especie de “memory hole” temporal y sustantivo por los actos cometidos. Por eso, una vez que desaparece el escudo, tiene que desaparecer para todo, lo presente y lo pasado (menos para los actos refrendados). Es cierto que al amparo del art. 57.5 una Ley Orgánica podría tratar de imponer otra solución, pero me temo que al menos debería dejarlo muy clarito.
Pero pasemos ahora a otro tema, relacionado con lo anterior, que sin duda presenta mucho más interés político y jurídico.
El aforamiento
Sobre este escandaloso tema hemos hablado largo y tendido en este blog (aquí y aquí). El aforamiento es un privilegio defensivo de nuestra clase política con la finalidad de intentar controlar lo mejor posible a los jueces que deben instruir sus abundantes causas penales. El que a un político le pueda pasar lo que a la Infanta Cristina con el juez Castro causa horror y pavor, porque, como dice un colaborador del blog, “es que aquí se ha delinquido mucho”. Mejor asegurarse de que te juzga un Tribunal amigo (o por lo menos influenciable) que el aguerrido Juez de Instrucción de Palma de Mallorca, o cualquier otro del mismo tipo. Recordemos cómo se nombra a los magistrados del TS o a los de la Sala Civil y Penal de los TSJ de las CCAA, y entenderemos enseguida la querencia por el aforamiento de nuestros políticos y gestores públicos. Por eso España cuenta con más de 10.000 aforados, frente a otros países de nuestro entorno en los que no hay ninguno o apenas unos pocos.
Lo que ocurre en un escenario como el descrito es que a cualquiera que se le deja fuera parece que se le está discriminando gravemente. No es de extrañar que, a la vista de semejante número de aforados, hacer lo propio con el Rey se asuma como algo casi inevitable. Esta impresión ha calado tanto, que hasta la prensa progresista es capaz de titular “el Rey se quedará sin protección jurídica durante unos meses” (EP, 7/6/2014, p.10). Ya saben, en España los ciudadanos de a pie circulamos por la calle sin protección jurídica de ninguna especie. A lo mejor es verdad y es algo tan peligroso como tener relaciones sexuales sin preservativo. Y nosotros sin saberlo. En cualquier caso, y parafraseando a Klemperer, esta generalizada impresión es un verdadero triunfo de la LPI (Lingua Partitocraticus Imperii) y de ese Ministerio de la Verdad en el que se ha convertido nuestro Ministerio de Justicia.
Los que todavía pensamos que vivimos en un Estado de Derecho (aunque muy deteriorado, sin duda) lo que deseamos es contribuir a arreglarlo, y no a terminar de destruirlo. Y esto es precisamente lo que se pretende ahora, aprovechando que el Rey pasaba por ahí. Porque, evidentemente, donde se dice “protección jurídica”, se piensa en “blindaje judicial”, pero no para él, que es lo de menos, sino para apuntalar bien el de los que tan rápido han salido a protegerle.
El Gobierno está decidido a elaborar una Ley Orgánica lo más rápidamente posible para solucionar esta grave discriminación (aquí). Se prevé turbulenta, pero al albur del ruido mediático que sin duda se producirá, el ministro de Justicia va a aprovechar para colocarnos una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial destinada a solucionar otros asuntos todavía más interesantes para nuestros políticos. Por eso, aforar al Rey tiene el efecto indirecto de legitimar de alguna manera ese pernicioso principio de que los jueces de Instrucción son gente peligrosa y vengativa: elementos incontrolados que presentan cierta utilidad para sacar a los drogadictos y a los rateros de las calles, pero en los que no se puede confiar cuando tratamos de cosas serias.
No nos dejemos engañar. Hoy los jueces de a pié, especialmente los de instrucción, son los principales garantes de nuestro Estado de Derecho. Desmontadas y colonizadas nuestras grandes instituciones de control, fiscalía incluida, constituyen, sin duda, la última línea de trinchera. Como ellos caigan ya nos podemos ir olvidando de regenerar el sistema desde dentro. Pero nuestro Gobierno parece decidido a que tal cosa sea imposible, aún a costa de dar a Podemos todavía más oxígeno. Vete a saber, hasta a lo mejor es una interesante y meditada estrategia electoral.
La nueva Ley en proyecto está destinada a consolidar los privilegios de nuestra clase política por la vía de desactivar todavía más a nuestros jueces. Sobre estos peligros vamos a hablar con detenimiento en próximos post. Pero ahora baste apuntar lo curioso que resulta que, pese a dejar de ser rey, don Juan Carlos no haya perdido su carácter de símbolo. Lo que resulta una verdadera pena es que, con su aforamiento, ese símbolo pretenda ser utilizado no para la ejemplaridad, como debería suceder, sino para escamotear una vez más la imprescindible regeneración del país.

La sucesión: una oportunidad para las reformas y para la esperanza

Ante el nuevo escenario planteado por el resultado de las elecciones europeas en el que la ciudadanía ha manifestado su disconformidad con la evolución económica y social de la sociedad española mediante un cambio trascendente en la orientación de su voto y, mientras el PSOE sigue inmerso en su laberinto y el Partido Popular, aparentemente se atrinchera en el discurso del “aquí no ha pasado nada”, la Corona ha vuelto a reaccionar con los reflejos para valorar las oportunidades cruciales que en su día la caracterizaron. Así, mientras el Rey da un paso atrás, la institución que representa ha dado un paso adelante.
Seguro que recordando las palabras pronunciadas por su propio padre cuando, a su vez, renunció a sus derechos, en contra de lo que parecían ser sus iniciales intenciones y asumiendo lo que a todas luces puede considerarse un gran sacrificio personal, el Rey  ha decidido abdicar la Corona de España a favor de su hijo Felipe. Puede afirmarse sin ambages que en nuestro país ha concluido un periodo histórico y que a partir de ahora se inicia otro.
Mirando la vista atrás, y sin perjuicio de que en el ámbito social no son posibles las utopías perfectas, nadie puede negar sin caer en la más ramplona demagogia que durante estos últimos treinta y nueve años en el marco de la monarquía constitucional encarnada por Don Juan Carlos I, España ha vivido “un largo periodo de paz, libertad, estabilidad y progreso”. Ese mérito por mucho que se intente desvirtuar ahora por determinados sectores ya solo queda pendiente del juicio de la historia.
Sin embargo, cuando como es el caso, la sociedad se enfrenta a una crisis política, institucional, ética, económica como a la que ahora afecta a España, el mero recuerdo de logros pasados pesan poco a la hora de legitimar una forma política de Estado como es la monarquía constitucional. Efectivamente, aún resuenan los ecos de las palabras de nuestro monarca cuando ya se alzan no pocas voces proclamando un cambio de régimen y se convocan manifestaciones en la Puerta del Sol, rememorando otros momentos históricos cuya repetición debería intentar eludirse.
Debatir acerca de qué forma política de gobierno es, en teoría, mejor para una sociedad, es algo tan antiguo como estéril. Podemos remitirnos, cuando menos hasta Aristóteles y anda que no ha llovido desde entonces. Monarquía y republica se han ido alterando a lo largo de los tiempos y en su seno se han podido desarrollar indiferenciadamente -siguiendo la primigenia clasificación aristotélica-,  tanto formas puras de gobierno como tiranías, oligarquías y demagogias varias. Así, mientras unos podrán mentar con razón al decimonónico Fernando VII como ejemplo de monarca despótico, otros podrían recordar no menos verazmente las milenarias y sangrientas proscripciones de Sila en la república de Roma o que Adolf Hitler, perdón por no poder resistirme a citar este ejemplo, comenzó por ser un lustroso primer ministro de la República de Weimar elegido en unas elecciones democráticas.
Del mismo modo, ambas formas de gobierno admiten numerosas variantes y modalidades intermedias. Así, en la historia reciente podemos encontrar democracias republicanas que mediante el recurso a las ampliaciones sucesivas de mandatos se convierten en una suerte de monarquías electivas (por ejemplo, la Venezuela bolivariana de Chávez), o repúblicas nominales en las que la Presidencia se hereda de padres a hijos (Corea del Norte, Siria…). Desde otro enfoque, también podría alegarse que con nuestra monarquía constitucional, siguiendo una dialéctica hegeliana, bien pudiera haberse conseguido alcanzar la síntesis de ese histórico conflicto entre monarquía y república en el que se habrían logrado combinar lo mejor del modelo aristocrático con el democrático.
En cualquier caso, para afrontar la cuestión en estos momentos, a mi juicio, la mejor postura debería partir de abandonar prejuicios y recurrir a una solución práctica que nos permita avanzar en una senda de desarrollo en vez de internarnos en una espiral autodestructiva. En ese sentido, consideramos que la opción contenida en la Constitución de 1978 optando por una monarquía constitucional pretendió –y en buena medida lo consiguió- aunar a las características propias de un sistema democrático la garantía de estabilidad que ofrece la existencia de un poder moderador que trasciende la confrontación política diaria de los partidos políticos. Ese poder moderador lo tenemos en la Corona como institución, e intentar prescindir de él, cuando más necesario es encontrar un ámbito que trascienda la lucha entre los partidos, parece poco útil. También desde el punto de vista de la cuestión territorial, la monarquía es útil como elemento aglutinador de la unidad nacional al constituir un “símbolo de la unidad y permanencia” del Estado.
Pero no es menos cierto, que la evolución de la crisis entendida en sentido amplio y la pésima gestión con la que hasta ahora se le ha hecho frente: haciendo recaer el peso de la misma en las clases medias, incrementando las desigualdades hasta extremos no recordados y, menoscabando el Estado de Derecho, favoreciendo la percepción de que existen “castas” económicas y políticas que se consideran por encima de la población, ha provocado que existen razones suficientes para que, no solo la opinión pública, sino también las masas normalmente alejadas del debate político se cuestionen la razón de ser de nuestras instituciones políticas y reclamen un cambio sustancial en las mismas, dejándose llevar muchos de ellos por opciones radicales y demagógicas, tan atractivas y fáciles de exponer  por un buen comunicador, como inviables en la práctica.
Esta situación hace necesario abordar un periodo de profundas reformas institucionales que restablezcan la eficacia del Estado de Derecho, la independencia de los poderes del Estado, que garanticen una equitativo reparto de la riqueza y que cierre de una vez por todas nuestro modelo territorial, de manera que con ellas pueda renovarse la confianza y el respeto entre el pueblo y sus dirigentes. Para ello, probablemente sea preciso afrontar una reforma constitucional que habría de ser aprobada en un nuevo referéndum nacional, el cual volvería a renovar la imprescindible legitimidad de nuestro sistema político durante esta etapa que iniciamos.
Aunque las circunstancias sean algo diferentes, ahora igual que hace casi cuarenta años, el papel de liderazgo del sucesor de la Corona, como nuevo Jefe del Estado en este proceso, y siempre dentro de lo que son sus funciones constitucionales, será determinante para que esas reformas lleguen a buen puerto y sean entendidas y refrendadas por una mayoría suficiente y permitan que durante el próximo reinado volvamos a repetir un nuevo periodo de “paz, libertad, estabilidad y progreso”. No va a ser fácil pues, puede que Don Felipe tenga aún menos capacidad de maniobra que su padre entonces, pero con sabiduría, habilidad, arrojo y firmeza no es tarea imposible. Seguro que tampoco estará solo en el intento. Todos, sin excepción, nos jugamos mucho en este empeño. No solo nuestro futuro, también el de nuestros hijos.

Ideas para una reforma constitucional de la Corona

 
El 59% de los ciudadanos (aquí) y el 81 % de los políticos (aquí) son partidarios de reformar la Constitución, porcentajes que nunca antes se habían alcanzado en sus 35 años de vida. La cuestión llegó a figurar en el programa del partido ganador de las elecciones del 2004 y fue objeto de un brillante dictamen del Consejo de Estado de 2006, avalándola y planteando alternativas legales. Sin embargo, los únicos dos retoques realizados hasta ahora han venido impuestos desde fuera: exigencias jurídicas del Tratado de Maastrich en la de 1992, y exigencias políticas alemanas de control presupuestario en la del art. 135 del 2011. No hay precedentes de iniciativas internas para modificar la ley principal.
Especialistas y opinión pública coinciden en señalar las dos cuestiones más necesitadas de urgente reforma: modelo territorial y forma de Estado. Lo primero no parece que pueda abordarse en este momento pues las posiciones de partida nunca han estado más distantes. La encuesta antes citada refleja que sólo el 13% es partidario de mantener el actual sistema, frente a una mayoría del 45% partidaria de la recentralización y un 35% que prefiere mayores competencias para las autonomías. Sólo habría consenso en cuanto a la necesidad de cambios, pero las dos posiciones polares implican usar el mecanismo de reforma de la Constitución para destruirla. La iniciativa exige un acuerdo básico de los dos grandes partidos, pero el federalismo oportunista de unos y la indefinición neocentralista de otros hace improbable, hasta que los hechos obliguen, ninguna iniciativa conjunta.
En contraste, la revisión del estatuto constitucional de la monarquía no se puede aplazar más.  Es innegable el desgaste de legitimidad y autoridad moral. Que corra turno la dinastía no parece solución: ninguna campaña de imagen restablecería en el sucesor la credibilidad perdida en el período anterior. El siguiente turno estaría infectado de interinidad, pues todos los actos se escrutarían de manera hipercrítica, esperando que se cometieran los mismos errores del pasado y encontrar en ello confirmación de las opiniones partidarias del cambio de sistema. El Estado – y la situación- no pueden permitirse la inestabilidad derivada de someter a su jefatura a algo así como una última oportunidad, y su titular no podría soportar ni en lo privado ni en lo institucional semejante presión.  Y, mientras tanto, la biología apremia….
Las razones que llevaron al constituyente del78 apreferir un sistema parlamentario sobre otro presidencialista siguen vigentes. Dentro de aquél, la monarquía actual puede convenir a los intereses generales.  Razones: La erosión que ha padecido la Corona tiene más que ver con conductas personales que con disfunciones de la institución; algunos episodios se han podido vincular en la percepción social con el clima de corrupción y golfeo común a toda la vida pública, pero las obligaciones del cargo no han dejado de cumplirse más o menos dentro de parámetros de responsabilidad institucional. Los argumentos ontológicos contra la monarquía han envejecido mal: la visión mítica de la república como instrumento revolucionario y expresión auténtica de la soberanía popular, y el que el monarca sea el último cargo público en activo designado por el anterior régimen pueden seguir excitando conciencias, pero no parece que tengan hoy una ideología de respaldo que justifique reabrir el debate de la forma de Estado al coste de una quiebra institucional. La fobia contra esta dinastía como responsable de supuestos agravios históricos territoriales es deseable que se desactive al mismo ritmo que las pulsiones separatistas
Y entonces, ¿qué?, y sobre todo, ¿cómo y cuándo?
Para que esta monarquía pueda volver a prestar un servicio a la sociedad que la acogió hace 35 años, quizá deba recargar su bagaje de legitimidad social. Para eso no basta con adaptar el régimen de su sucesión al principio de igualdad; haría falta algo más. Como novelar es gratis y en este blog le dan cabida, nos podemos imaginar lo siguiente.
Primero. Por vía de reforma constitucional, parte de las actuales funciones arbitrales y de moderación dela Corona podrían ser asumidas o controladas por otra institución, reservando a la jefatura del Estado las simbólicas y de representación institucional (arts. 56.2, 63…) . Las primeras le fueron atribuidas a la Corona en el proceso constituyente por influencia de sistemas republicanos, como la Ley Fundamental de Bonn de 1949, o abiertamente presidencialistas como la Constitución Francesa de 1958, y no tienen paralelo exacto en las otras monarquías parlamentarias. Implican en las acciones, y quizá más en las omisiones, un cierto grado de responsabilidad política, y es respecto a ellas donde la desconfianza o el desgaste reciente pueden ser más acusados.
Para ello cabría rescatar de la Ley de Reforma Política de 1977 la figura del Presidente de las Cortes, distinto del de cada una de las dos cámaras, y que procede del art 74 de la Constitución republicana de 1931, que sin embargo era unicameral. Concurre una situación histórica parecida a la de la transición: la jefatura del Estado padece un déficit de legitimidad que aconseja incrustar una instancia entre ella y los tres poderes que emanan de la soberanía popular.  En la presidencia de las cortes (con ese o con otro nombre, p. ej “Presidente del Estado”) recaerían parte de las funciones propias de los presidentes de las repúblicas parlamentarias, como Italia. Entre estas atribuciones estarían las más visualmente políticas y las netamente parlamentarias del art. 62 b, c, d y e CE. Es decir, la disolución de las cámaras y la convocatoria de elecciones y referenda con arreglo al actual sistema, proponer al Congreso el Presidente del Gobierno, previas las deliberaciones con los representantes de los grupos electos, y la de nombrar y separar a los miembros del Gobierno a propuesta de su Presidente. Podría tener, entre otras, facultades institucionales en el ámbito del poder judicial, como el nombramiento del presidente del Tribunal Supremo y del Fiscal General del Estado (igual que el Presidente en el art. 97 CE 1931) y la facultad de indulto (art. 102.2 CE 1931). En función del calado neorrepublicano que se quisiera imprimir a la reforma se articularían el mecanismo (sufragio universal o, mejor, colegio de compromisarios…) y el plazo de nombramiento (superior o coincidente con el de las Cortes…).
Segundo. El Estatuto jurídico privado de la familia y casa real se regularía, en paralelo a lo anterior, mediante una ley orgánica, de la que existe redactado borrador. Se confirmaría la financiación de la casa mediante partida presupuestaria de libre distribución, se daría respaldo legal a la titularidad personal de patrimonio y de los ingresos resultantes de su explotación, la sujeción al pago de impuestos de lo anterior y un discreto régimen especial de fiscalización parlamentaria del mismo. Se determinaría la extensión de las obligaciones de trasparencia de la institución, el ámbito personal del aforamiento de la familia, y los privilegios de derecho civil y procesales que se consideraran de interés público. Aparte, el monarca conservaría, además de la jefatura del Estado, el titulo de rey y los restantes de la legitimidad histórica, la jefatura de la nobleza y grandeza de España y la facultad de conceder títulos nuevos.
No se trataría de un nuevo proceso constituyente, sino de un ejercicio de gatopardismo para cerrar la transición de una vez en este tema y hacer útil a la institución monárquica para el futuro bajo el eslogan de su “actualización”. Para quien quisiera verlo así, España parecería una monarquía hacia fuera y una república hacia dentro.
¿Cómo?
Por si sola, la supresión de la ley semisálica que recoge el art 57.1 CE ni exige ni aconseja una reforma constitucional. En el título I y en su capítulo de los derechos y libertades fundamentales se encuentra el art. 14, que proclama la igualdad por razón de sexo. Por tanto, en cualquier hipótesis de posible aplicación del criterio sálico, podría provocarse una declaración institucional dela Corona, por sí o en sesión parlamentaria conjunta del art 74,1 CE, proclamando a la primogénita del actual príncipe como heredera de los derechos dinásticos. La declaración sería sometida al control del Tribunal Constitucional, y hay pocas dudas de que este órgano emitiría una resolución “interpretativa” (del tipo dela STC 108/86 sobre la elección parlamentaria de los miembros del CGPJ, o la 198/2012 del sobre matrimonio homosexual) reconociendo la prevalencia de la norma garantista sobre la reguladora de la sucesión al trono. Ésta quedaría así en letra muerta sin necesidad de derogación formal y sin tener que afrontar el delicado tema de su retroactividad.
Frente a eso, las dos modificaciones antes apuntadas exigirían sin remedio acudir al mecanismo de la reforma constitucional. El art. 168 CE recoge el procedimiento agravado para la reforma total y las parciales de mayor trascendencia, entre las que está entero el Titulo II, que regula la Corona. El mecanismo es de una rigidez extrema, pues exige aprobación de la iniciativa por 2/3 de las dos cámaras, disolución de las cortes y celebración de elecciones generales, aprobación de la reforma por 2/3 de cada una de las nuevas cámaras y aprobación en referéndum.  Someter a consulta popular una reforma que afecte exclusivamente al Título II es indeseable, pues equivaldría a un plebiscito sobre la monarquía. Una elevada abstención o una aprobación ajustada escenificarían el rechazo o el desapego de parte de la población a la institución o a la familia que la encarna, lo que se traduciría en una pérdida de legitimidad más grave que la que se pretende remediar.
Ninguna alternativa es buena. Salvo la relativa al modelo territorial, es dudoso que el resto de las reformas constitucionales pendientes (régimen electoral, sistema de partidos, elevación al rango de fundamentales de determinados derechos sociales, referencia al derecho europeo, etc) tuviera tirón plebiscitario suficiente como para disolver en una reforma más amplia las preferencias de los ciudadanos sobre la monarquía.  Mayor rechazo inspira la opción por una reforma encubierta. Se trataría de regular la figura del Presidente de las Cortes y el estatuto de la familia real por medio de sendas leyes orgánicas, forzando la  interpretación de su ámbito de aplicación recogido en el art. 81 CE, y rediseñando con ello indirectamente parte de las funciones constitucionales del monarca. Pero el conflicto con el artículo art. 62 llegaría en un momento o en otro al Tribunal Constitucional, lo que en sí mismo y cualquiera que fuese la resolución, crearía una apariencia de enjuague totalmente contradictoria con la finalidad de regeneración que se pretende.
Se ha planteado facilitar la reforma del Título II, incluso sólo a los efectos de derogar la discriminación sálica, acudiendo al otro mecanismo de reforma constitucional, el procedimiento simplificado del art 167. Exige apoyo de 3/5 en las dos cámaras, y a falta de él, mayoría absoluta en el Senado y 2/3 del Congreso sobre la propuesta de una comisión interparlamentaria. Solo necesitaría aprobación en referéndum si lo pide un 10 % de diputados o senadores en el breve plazo de 15 días.  Para ello se ha propuesto recuperar un mecanismo cercano al fraude que procede de la tradición histórica: reformar el precepto que regula la reforma. O sea, usar el mecanismo simplificado del art. 167 para reformar el art. 168, que regula el procedimiento agravado, puesto que éste no está protegido en cuanto a su propia reforma por la misma rigidez que él establece para la reforma total o la de otros preceptos concretos.
Facilitar la reforma dela Carta Magna con carácter general no parece adecuado en estos momentos. Reservar al ámbito parlamentario el mecanismo de reforma, escamoteando la consulta ciudadana, puede resultar peligroso con referencia al principal factor de desestabilización que amenaza la norma vigente: la tensión territorial.  Resulta más prudente una solución intermedia: reformar el art. 168 utilizando el mecanismo parlamentario del 167, pero exclusivamente para excluir de su ámbito el Título II.  O sea, la alternativa monarquía-república equivaldría a una reforma constitucional total y exigiría tramitarse por el mecanismo reforzado del 168 con inevitable referéndum; el resto de las reformas del Titulo dela Corona, incluyendo la que entonces se emprendiera, podrían abordarse por el mecanismo simplificado del 167, que en caso de mayoría parlamentaria aplastante (90%) podría excluir el referéndum.
La hoja de ruta podría ser parecida a lo siguiente.(En presente de indicativo desde aquí). La iniciativa de la reforma parte dela Casa Real y es conjunta cómo mínimo de los dos grupos políticos mayoritarios (el Reglamento del Congreso exige dos grupos o 70 diputados). Se lleva a las Cámaras pocos meses antes de las siguientes elecciones generales para simultanear éstas con el posible referéndum, por si no hubiera más remedio que celebrarlo. La propuesta se tramita íntegramente al amparo del art 167, incluyendo de modo unitario la reforma limitada del art 168 que hemos apuntado y las que se consideraran adecuadas sobre redistribución de competencias entre la Corona y el Presidente de las Cortes; a la vez se tramita el Proyecto de Ley Orgánica Reguladora del Estatuto dela Familia y Casa Real.
Si los apoyos parlamentarios en las dos cámaras alcanzan el 90%, puede quedar excluido el referéndum. El sector social contrario tiene cauce democrático para expresar su malestar con la forma y el fondo de la reforma en las elecciones generales inmediatas, votando a los grupos que no hubieran asumido la iniciativa, pero el valor plebiscitario de dichas elecciones respecto a la monarquía queda difuminado en las urgencias de orden económico y de crisis territorial en las que se celebrarán previsiblemente esas elecciones. O sea, igual que el referéndum de 1978. El nuevo régimen jurídico dela Corona comienza desde entonces a funcionar con el actual monarca o su sucesor, y va quedando engrasado para ser refrendado de manera definitiva en el plebiscito que seguramente haya de abordar en el futuro próximo la revisión del modelo territorial.
La clave está en el porcentaje de apoyo parlamentario: varias combinaciones de nacionalistas (ojo al PSC) e izquierda radical representan más del 10% en una u otra cámara, y es previsible que el bipartidismo quede debilitado en las siguientes elecciones.  Si ese porcentaje de diputados o senadores está en condiciones de exigir la celebración de referéndum, entonces todo lo expuesto debe replantarse. O bien, quizá llegados a ese punto la responsabilidad histórica exija al actual monarca un último acto de servicio a la nación: abdicar en su hijo, una vez clarificado su estatuto privado, con ocasión de la aprobación de la reforma. El plebiscito se celebraría conjuntamente con las siguientes elecciones mediante una tercera urna, centrándose así en refrendar un monarca nuevo, sin lastres, y una regulación nueva, más “republicana”. Puede que sea la única manera de ganarlo. Puede que el principal interesado así lo prefiera.
Un dato final: la anterior jefatura del Estado duró entre el 28 de septiembre de 1936 y el 20 de Noviembre de 1975, es decir 39 años, 1 mes y 22 días. La presente alcanzará la misma duración el día el 14 de enero de 2015.  Si Dios quiere…
 

Estrategias equivocadas. Tribuna en El Mundo de la coeditora Elisa de la Nuez

Esta vez parece que los abogados de la Infanta Cristina se han dado cuenta de que recurrir el manual de Derecho procesal que, según sus propias palabras, ha escrito el juez Castro a instancias de la Audiencia Provincial de Palma para conseguir imputarla no es una buena estrategia. Efectivamente, ahora es bastante más complicado repetir que la imputación no está suficientemente fundada jurídicamente o que el juez de Instrucción le tiene tirria a la Infanta por ser ella quien es, aunque no dejará de haber voces que así lo sostengan. Lamentablemente –al menos mientras se les puedan pagar los servicios prestados– nunca faltarán los corifeos de turno dispuestos a recurrir a los argumentos ad hominem (algunos tan mezquinos como los relativos a la apariencia física o a la forma de vestir) para desacreditar a esos jueces valientes que están dispuestos a cumplir con su deber. Deber que en este caso y en tantos otros que afectan a personas muy relevantes de la sociedad española, políticos y ex banqueros incluidos, es el de aplicar la Ley. Ley que es exactamente igual para todos y que no admite excepciones ni privilegios, aunque conviene no desconocer las ventajas que tiene en la práctica contar en una instrucción penal con el asesoramiento de los más importantes bufetes, abogados y lobbyistas. En todo caso, la igualdad ante la Ley es una de las conquistas fundamentales del Estado de Derecho, de la misma forma que la igualdad política de los ciudadanos es un pilar fundamental de las democracias modernas.
Ahora la nueva estrategia pasa por convencer a la opinión pública –más que al juez– de que la Infanta va a ir a declarar «voluntariamente» después de dos imputaciones «por vocación de servicio» y, en paralelo, por intentar alegar una nueva eximente desconocida hasta ahora en nuestro Derecho penal, que sería algo así como una eximente por amor, a no confundir con la tradicional de la enajenación mental transitoria. En esta línea cabe incluir las últimas declaraciones públicas del presidente Rajoy que está convencido de que la Infanta es inocente y de que «le irá bien». Sus razones o más bien sus fiscales e inspectores de Hacienda tendrá para creerlo así.
La estrategia también incluye las consabidas invocaciones al «calvario procesal», al «juicio mediático», a la «pena de banquillo» que suelen utilizar nuestros políticos cuando les imputan y no tienen más remedio que comparecer, normalmente en los Tribunales Superiores de justicia o en el Tribunal Supremo si tienen la suerte de estar aforados por ostentar cargos electos, a diferencia de la Infanta que tendrá que hacerlo ante un simple juzgado de Instrucción. Lo que está claro es que si eres un personaje público es más que probable que tus peripecias procesales adquieran también trascendencia pública, publicidad que no suele molestar, por cierto, cuando reporta aplausos, votos o beneficios. Como los que le reportó a Iñaki Urdangarin que consiguió enormes cantidades de dinero público a cambio de humo de unas Administraciones Públicas –y empresas privadas– que no se lo podían negar «por ser quien era» (Jaume Matas dixit).
En todo caso, estos calvarios tan largos podrían acortarse sensiblemente recurriendo al sencillo expediente de colaborar con la Justicia y de no recurrir cada paso que da el juez instructor. Recursos, además, que aquí se han multiplicado por tres, dado que no sólo la Infanta dispone de los servicios de un prestigioso bufete de abogados privado, sino que también ha dispuesto hasta el momento (con cargo a los contribuyentes) del bufete del Estado –a alguien se le ha debido olvidar que la abogacía del Estado está personada para defender los intereses del Estado y la Hacienda pública– y, ya puestos, de los servicios de la propia Fiscalía del Estado, que ejerce la acusación en este tipo de procesos. De hecho, me comentan que no se conoce ningún otro caso –salvo el reciente de la mujer del presidente de la Comunidad de Madrid, qué casualidad– en que la Fiscalía haya recurrido un auto de imputación. Circunstancias que han motivado que el juez de Instrucción haya tenido que escribir un auto de una longitud inverosímil y cuya lectura revela un comportamiento muy poco ejemplar por parte de la Infanta.
Al parecer, la siguiente estrategia procesal consistiría en esperar que no se abra juicio oral contra la Infanta, en base a la denominada doctrina Botín (el nombre ya es muy revelador) que no permite a la acusación popular –la única que por ahora está haciendo de acusación en el caso de la Infanta– pedirlo. Más allá de las disquisiciones técnicas sobre si sería aplicable o no en este caso, o si sería aplicable a todos los delitos que se le imputan a la Infanta la pregunta del millón es ¿por qué no va a pedir la Fiscalía o/y la Abogacía del Estado la apertura de juicio oral contra una persona si realmente hay motivos suficientes para hacerlo? Porque si la contestación es porque es Infanta de España, esta contestación no sirve desde un punto de vista jurídico, dado que la Ley no diferencia entre infantes y ciudadanos de a pie.
Pero incluso si la contestación –que tendría que darse de instancias políticas y no jurídicas– es que se han dado instrucciones a Fiscalía y a Abogacía del Estado para no pedir la apertura del juicio oral contra la Infanta para no dañar más a la institución monárquica, resulta que esta contestación tampoco resulta razonable desde un punto de vista político. Para demostrarlo ahí están las encuestas que reflejan lo desacertado de la estrategia seguida hasta ahora por la Casa Real y el Gobierno en la que la utilización de las instituciones (incluso la propia Agencia Estatal de la Administración Tributaria) para evitar que la Justicia sea igual para todos, en contra de lo manifestado por el Rey en su ya famoso discurso de Nochebuena, que se ha vuelto como un búmeran contra los estrategas. Y es que si la Justicia no es igual para todos, no es Justicia, y si la Ley no es igual para todos y las instituciones que deberían garantizarlo no lo hacen, no hay Estado de Derecho.
¿ Cuál es entonces la estrategia razonable? Sinceramente creo que si se quiere salvar la institución monárquica al menos ante la opinión pública –y parece difícil que una institución tan peculiar y tan anacrónica pueda sobrevivir con la opinión pública en contra, por mucho que la sostengan los viejos partidos– convendría retomar el tema de la renuncia de la Infanta a sus derechos dinásticos, cuanto antes mejor. Sería sorprendente el saludable efecto que esta decisión produciría dado lo poco acostumbrados que estamos los españoles a que alguien tan relevante asuma sus responsabilidades. A continuación, habría que proceder de manera inmediata a regular la institución monárquica, desarrollando el escueto título II de la Constitución, y el status jurídico de los familiares del Rey –por consanguineidad y por afinidad– evitando la situación actual de limbo jurídico en el que es posible confundir los intereses privados de las personas con los de la institución de una manera que no resulta nada aconsejable ni para las personas ni para la institución. No pretendo con esto sugerir que los miembros de la Casa Real deban de ostentar privilegios o estar por encima de la Ley; lo que quiero decir es que su posición jurídica debe de estar prevista y regulada, de manera que quienes ya formen parte de ella o entren a hacerlo tengan claros sus derechos y obligaciones.
Y para concluir hay que regular de una forma ordenada la posibilidad de la abdicación del Rey en su sucesor, un asunto que se ha considerado hasta ahora tabú –como tantos otros que rodeaban a la Monarquía– pero que convendría abordar cuanto antes, aprovechando no sólo la existencia de una mayoría parlamentaria favorable al mantenimiento de la institución sino lo que es más relevante, de una opinión pública que valora todavía positivamente la figura del Príncipe de Asturias. Probablemente esta decisión, por sí sola, produciría una revitalización y adaptación de la institución a los nuevos tiempos que corren que resulta imprescindible y que por múltiples razones, entre ellas las biológicas, ya no es posible que pueda realizar el Rey por mucho que se empeñe él y sus asesores. Retirarse a tiempo y pasar el testigo a la siguiente generación nunca resulta fácil, incluso aunque se trate de los propios hijos, pero cuando hacerlo puede ser imprescindible para la supervivencia de la institución es un deber para quien pretende ser su servidor. No vayan a seguir también en este asunto la estrategia equivocada y a los muchos problemas institucionales que tiene España, tengamos que añadir el de la forma del Estado, cuando es el propio Estado y su organización territorial lo que se está poniendo en cuestión.

El préstamo del Rey

Hace tiempo que tengo ganas de cortar algunas cabezas, a modo de sacrifico ritual, como expiación de nuestros pecados y modo de aplacar a los dioses. Están pasando muchas cosas y pesa sobre nuestra mente la idea de que aquí no paga quien tiene que pagar. Y quisiéramos ver nuestro anhelo de venganza debidamente satisfecho.
Pero creo que yo todavía no he perdido la mía y creo que en un Estado de Derecho, lema, guía y fin de este blog, no debemos arremeter contra molinos indiscriminadamente. La cosa viene a cuento del préstamo que ha hecho el Rey a la Infanta en ésta escritura pública de 2004 por importe de un millón doscientos mil euros.
Quizá el rey haya hecho cosas indebidas jurídica o moralmente, no lo sé, pero lo que sí sé es que debemos juzgar actos concretos y no personas en causas generales. Sin lugar a dudas el asunto Urdangarín es feo y cabe hacer muchas suposiciones, y en otros casos -por ejemplo en el tema de Bárcenas- yo mismo, lo sé, he abogado por una especie de “presunción política de culpabilidad“. Pero ello no significa que todo lo que se aproxime a Urdangarín sea necesariamente sucio.
Este mismo miércoles, por la mañana, se me ha ocurrido hacer unos cuantos tuits sobre esta cuestión y ante el éxito obtenido los coeditores me han pedido que haga un post con ellos. Ahí va.
Lo primero que hay que decir es que los actos y contratos deben interpretarse y calificarse en primer lugar en función de las declaraciones expresadas en el documento. Por tanto, si las partes han calificado el documento como préstamo y el resto de las cláusulas son coherentes con ello, debemos atenernos a esa declaración, máxime cuando ha concurrido la intervención de un notario que ha redactado el contrato de acuerdo a la voluntad manifestada, y además en este caso muy pulcramente, como puede verse, con expresión de la finalidad y todo. Y el art. 1281 del Código civil dice eso, que si los términos del contrato son claros, “se estará al sentido literal de sus cláusulas”.
El préstamo, aunque sea sin interés, no es una donación -acto dispositivo según la mayoría de la doctrina- sino un contrato; lo que hay es que existen contratos onerosos y gratuitos o que pueden ser ambos a la vez, según tengan o no remuneración: el depósito, el mandato… y el préstamo, respecto del cual el art. 1740 del Código civil dice que “el simple préstamo puede ser gratuito o con pacto de pagar interés”, a diferencia del comodato (préstamo cosa no fungible), que es esencialmente gratuito.
Por tanto, el préstamo ha de tributar como tal, y en general están exentos; y  los préstamos concedidos por particulares en ningún caso, cualquiera que sean las condiciones y se pacte o no retribución por cesión del capital pueden quedar sujetos al Impuesto de Sucesiones y donaciones  por el concepto de donación, tal y como resulta de la sentencia del Tribunal Supremo de 8 de junio de 2001 y ha sido recogido por las consultas de la DGT de 26 de noviembre de 2002, 19 de abril de 2004 y 28 de junio de 2007. No obsta para ello el hecho de que las partes en parientes, como acertadamente un tuitero nos recordaba aquí.
Piénsese que de la escritura pública de préstamo resulta un derecho de crédito a favor del acreedor que es exigible ejecutivamente (con embargo inmediato, vamos, y sin entrar en más consideraciones), con lo cual el deudor, por mucho que diga que es donación, siempre tiene la espada de Damocles de la ejecución. Es más, la deuda se traspasa a los herederos, en su caso, y el crédito se puede ceder por el acreedor a un tercero, el cual se reiría en la cara del deudor ante su alegación de que tal préstamo es una simulación.
Por supuesto, se señala, todo esto siempre que se trate de un verdadero préstamo, en el que se estipule la obligación de devolver al prestamista la cantidad entregada. Es evidente, si no se estipula tal cosa no sería préstamo, sería otra cosa. Y aunque se estipule, si la intención es otra y tal cosa se demuestra, estaríamos ante una donación que debería tributar como tal. No ha sido infrecuente la simulación por razones fiscales, a la vista de la diferente tributación de actos como la donación y la compraventa, lo que inducía, tiempo ha, a formalizar esta cuando se quería aquella, dando lugar a numerosos estudios sobre lo que se llamaba “donación encubierta” que, aparte de problemas fiscales en caso de ser descubierta, daba lugar a otros muchos civiles (la ganancialidad de lo comprado y privatividad de lo donado; la colación de lo donado y la no colación de lo comprado en la herencia del donante…). También ocurre con el préstamo (exento) y la donación (tributación muy alta en 2004), en el que evidentemente se exacerban los problemas civiles.
Lo que pasa es que tal simulación es muy difícil y ha de ser probada cumplidamente, máxime, perdonen el autobombo, si tal cosa ha sido consignada en una escritura pública en la que el notario tiene obligación de constatar que se han cumplido las formalidades exteriores y los rasgos generales del acto que se declara querer (por ejemplo, que se consigne esa obligación de devolver) e incluso que existe una regularidad material (no autorizar el acto si paladinamente te están diciendo que quieren hacer otra cosa o hay sospechas vehementes de que es así). Es cierto que el art. 16 de la LGT que permite a la administración declara por si la simulación a efectos exclusivamente tributarios, cosa que, dicha sea de paso, me parece un exceso; pero en cualquier caso serán los jueces quienes tendrán la última palabra con las pruebas correspondientes.
En el caso presente hay un indicio de simulación: que al parecer Urdangarín ha declarado que él lo consideraba donación. Aparte de la previsiblemente insuficiente formación jurídica de este señor, no es un argumento consistente que el deudor de una cantidad declare que él lo creía regalo. Si fuera así, voy a notificárselo al banco de mi hipoteca, a ver si cuela. Por otro lado, hay datos que desmienten ese indicio, pues parece ser que en la declaración de patrimonio de la Infanta de 2012 se computaron 150.000 euros de devolución que, aunque no era toda la cantidad debida, sí demuestran la voluntad de devolver. Ya, ya sé que Urdangarín pudiera tener otras motivaciones, pero la regla general es la dicha y como proclama el art. 1282 del sapientísimo y prudente Código civil, “para juzgar de la intención de los contratantes, deberá atenderse principalmente a los actos de éstos, coeténeos y posteriores al contrato”. Tampoco procede alegar aquí, como se me ha indicado en twitter, la posible procedencia oscura de dinero del dinero prestado o de la devolución: eso no afecta a la naturaleza del acto (salvo, lógicamente, que todo ello formara parte de una trama ilegal, como blanqueo o algo así).
Además, las llamadas “economías de opción” no son tampoco ningún delito: es decir, escoger entre las diversas opciones que da la ley la opción más favorable fiscalmente no es en absoluto fraude ni simulación y no es imposible que padre e hija deseen hacer en principio un préstamo que quizá luego se pueda convertir en donación mediante la posterior condonación, en cuyo caso se le aplicarían las reglas de esta vigentes en el momento de la condonación. Es cierto que a veces Hacienda abusa del principio de calificación que contiene el art. 2.1 del TR LTPO y AJD para atajar como fraude estas economías de opción, pero no hay que darle la razón siempre a Hacienda, que ya se sabe cómo es (véase STS 24 de mayo de 2003).
Conclusión, vamos a respetar un poquito las formas y las leyes y a no condenar trayectorias sino actos. Viviremos todos más seguros.