Los “riesgos” de la longevidad: internamiento y capacidad civil.

El aumento de la esperanza de vida provocado por los avances médicos está generando problemas jurídicos colaterales que, a mi juicio, no están recibiendo una respuesta adecuada por parte del legislador y son el origen de una gran conflictividad judicial.
Aunque lo deseable es que la longevidad venga acompañada de plenitud de facultades, lo cierto es que muchos llegan a cierta edad con un deterioro cognitivo severo y en España no se suele promover la incapacitación de estas personas. Como se señala en este estudio de campo en residencias geriátricas, solo un porcentaje mínimo (4% y 2%) de ancianos con deterioro cognitivo severo están incapacitados. Y ello a pesar de la amplia legitimación activa para promover la incapacitación[1].
La capacidad de obrar se presume en todas las personas, salvo que se trate de menores, hasta que no sea declarada la incapacidad por sentencia judicial. El incapaz natural puede actuar jurídicamente con una voluntad viciada, debiendo demostrarse su incapacidad para impugnar aquellas actuaciones jurídicas llevadas a cabo por él. Pero, con carácter general, dicha persona seguirá considerándose jurídicamente capaz hasta tanto no sea declarada judicialmente su incapacidad
Hasta que no recaiga tal sentencia, los actos jurídicos realizados por el sujeto que luego es incapacitado son válidos, salvo que se pruebe que en el momento de otorgarlos, el contratante se encontraba privado de sus facultades mentales, lo cual puede encontrar serias dificultades de prueba. La jurisprudencia del Tribunal Supremo insiste en el carácter constitutivo de la sentencia de incapacitación, de forma que sus efectos no tienen carácter retroactivo, no afectando la incapacitación a actos jurídicos realizados por el incapaz antes de la declaración judicial. Tras la misma, será el tutor u otra institución de guarda la encargada de la representación y cuidado del incapaz.
En el caso de los ancianos, dado que el deterioro cognitivo suele ser progresivo, es frecuente que no se encuentren incapacitados, por lo que los actos jurídicos realizados deben tenerse por válidos salvo que se demuestre lo contrario. A pesar de que la incapacitación es una medida diseñada para la protección del incapaz, que favorece la gestión de sus intereses patrimoniales y previene la adopción de decisiones inadecuadas o la ausencia de iniciativa alguna por su parte cuando le convenga adoptar alguna decisión, la verdad es que existe una reticencia “social” a la misma entre otras razones por el “encorsetamiento jurídico” que implica el régimen de la tutela, exigiéndose autorización judicial para la realización de numerosos actos del pupilo. La desconfianza de los familiares de enfermos a la intervención de los jueces, la deficiente coordinación con los servicios asistenciales de la Administración y la idea generalizada de que más que una medida de protección, es un ataque a la persona parecen justificar este divorcio entre la ley y la realidad y cuando esto pasa, creo que la ley es la que está fallando y el resultado es una absoluta desprotección de los ancianos.
Efectivamente, el riesgo de manipulación de la voluntad del anciano es alto en esta fase de su vida pudiendo comprometerse el destino de su patrimonio por la sucesión mortis-causa. Bien es cierto que si tales actos ser realizan en documento público, el notario autorizante verificará la capacidad del otorgante que queda, por tanto, “en sus manos”. Lo mismo sucede con la necesidad de consentimiento informado cuando se trata de actuaciones en el ámbito de la salud del paciente. Si no hay incapacitación legal y el médico responsable considera que el paciente no es capaz de tomar decisiones, el consentimiento a la intervención médica lo prestarán “las personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho” (art. 9 Ley 41/2002 de 14 de noviembre). Es decir, el médico es el que determina qué familiar decide. Si el anciano estuviera incapacitado, sería un representante legal nombrado con garantías el que decidiría. En otro caso, es al médico al que se le concede la responsabilidad de elegir, lo que no parece razonable.
Pero es que además, las excesivas cautelas que envuelven la regulación de la incapacitación parecen obviarse cuando se trata del internamiento “por razón de trastorno psíquico, de una persona que no esté en condiciones de decidirlo por sí”, contemplado en el art. 763 de la Ley de Enjuiciamiento Civil y que requiere autorización judicial por implicar una restricción a la libertad constitucionalmente protegida (art. 17).
Internamiento e incapacitación son figuras diferentes tanto por sus causas como por sus consecuencias y pueden presentarse por separado: un internamiento sin incapacitación y viceversa. Puede suceder que sea internado una persona que no esté incapacitada y no necesariamente al internamiento sigue un procedimiento de incapacitación. A pesar de los informes médicos requeridos para el internamiento por razones psiquiátricas, nuestras legislación no adopta ninguna cautela en torno a la capacidad civil del internado, lo cual me parece un auténtico despropósito. La autoridad judicial velará por la garantía de la libertad y seguridad del internado, pero no hay norma que conceda al juez competencias para intervenir caso de que el internado lleve a cabo actos jurídicos. Nadie se lo puede impedir. Puede un sujeto internado por trastorno psiquiátrico –anciano o no- hacer un “poder de ruina” a favor de otra persona, testamento, sin que el juez que autorizó el internamiento pueda hacer nada al respecto. Será el notario autorizante, en su caso, el que velará por la capacidad del otorgante. Si posteriormente se decreta la incapacidad, la sentencia no tendrá efectos retroactivos y la anulación de tales actos deberá ejercitarse probando la ausencia de capacidad.
No parece razonable que no exista ninguna disposición legal que permita controlar la capacidad civil del internado más allá de la intervención notarial que, a mi juicio, implica una sobrecarga de responsabilidad extraordinaria (así lo destacó Ignacio Gomá aquí  ) y deja fuera todos los actos jurídicos –que son muchos- que pueden hacerse en documento privado. Por ello propongo que la supervisión del juez que autoriza el internamiento se extienda a los actos jurídicos, a modo de suspensión temporal de la capacidad civil, por razón de las limitaciones psiquiátricas del internado que han justificado precisamente la restricción a su libertad que implica el internamiento. El médico forense y no otro es el que, en mi opinión, debería juzgar acerca de la capacidad para realizar el acto jurídico en cuestión y siempre bajo supervisión del juez que autorizó el internamiento.
Es preciso mentalizar a la sociedad de las bondades de una incapacitación “a tiempo”. Creo que se resolverían muchos problemas y se evitarían otros, entre ellos, muchas donaciones inoficiosas y nulidades testamentarias. No cabe duda que los actos jurídicos realizados por el internado no incapacitado podrían ser anulados en un procedimiento posterior, pero entiendo que con un control previo como el que propugno, no sería necesaria tal impugnación. Considero que incluso en los casos en los que no ha habido internamiento, sería deseable una dulcificación de la doctrina jurisprudencial que niega carácter retroactivo a la sentencia de incapacitación por su carácter constitutivo, lo cual favorece la seguridad del tráfico jurídico pero puede comprometer la protección del incapaz por cuanto supone entender válidos todos los actos anteriores a la sentencia de incapacitación, salvo que se pruebe en un procedimiento ad hoc la falta de capacidad anterior. No hay que olvidar que la incapacidad deriva directamente de su causa natural la cual es constatada en la resolución judicial pero no emerge de ella aunque ésta constituya el régimen de guarda y el estado civil de incapacitado.
La legislación debe evitar la conflictividad y no favorecerla, tal y como sucede con el rigor interpretativo de la institución de la incapacitación que puede volverse en contra de la finalidad para que fue creada, que es la protección del incapaz. Si un sujeto internado por razones psiquiátricas realiza actos jurídicos (por ejemplo, un poder para pleitos, un testamento o donaciones) y posteriormente es incapacitado, tales actos solo podrán ser anulados, en su caso, probada la incapacidad, en un procedimiento posterior, no pudiendo retrotraerse los efectos de la sentencia de incapacitación a tales actos que han podido provocar la ruina del incapacitado. Esto ha sucedido y me parece un efecto indeseable fruto de una rígida regulación que debe ser sometida a revisión en el contexto actual de aumento de la esperanza de vida.



[1] Están legitimados el presunto incapaz, el cónyuge o quien se encuentre en una situación de hecho asimilable, los descendientes, los ascendientes, o los hermanos del presunto incapaz” y también “Cualquier persona está facultada para poner en conocimiento del Ministerio Fiscal los hechos que puedan ser determinantes de la incapacitación. Las autoridades y funcionarios públicos que, por razón de sus cargos, conocieran la existencia de posible causa de incapacitación en una persona, deberán ponerlo en conocimiento del Ministerio Fiscal”. (Art. 757 LEC).

Donaciones a hijos y familias rotas por una herencia

Una de las “obsesiones” de todo aquél que tiene una familia bien avenida y que desea hacer disposiciones de última voluntad, es que la sucesión mortis causa que se abra tras su fallecimiento no provoque enfrentamientos entre los miembros de su familia. Y es que hay un hecho cierto: normalmente detrás de una familia que no se reúne a cenar el día de Nochebuena está una herencia que ha provocado que hermanos dejen de hablarse. Lamentablemente, cuando se enfrentan intereses económicos con relaciones personales, suelen (aunque no siempre) prevalecer los primeros: es triste, pero es así.
Nuestro Derecho de sucesiones no ayuda nada a evitar ese lamentable resultado. Me atrevería a decir que incluso lo facilita. Es una parte del ordenamiento jurídico muy compleja, en gran parte por el mantenimiento una muy restrictiva libertad de testar a través de un rígido sistema de legítimas que no hace sino generar una extraordinaria conflictividad. No voy a discutir sobre si “legítimas sí” o “legítimas no”, aunque ya adelanto que no soy partidaria del sistema vigente, aunque el tema de este post no es ese. De este tema ya se habló aquí .  Sí tengo claro que es preciso simplificar el Derecho de sucesiones. La sencillez no está reñida con la eficacia y es ésta una parte del Derecho Civil de la que nadie “se libra”.
En este post me quiero centrar en las letales consecuencias que puede tener un acto aparentemente inocuo, como es la donación a los hijos realizada por el testador. Toda donación tiene impacto en el derecho de sucesiones pues “nadie puede dar por donación más de lo que puede dar por testamento”. De hecho, toda donación a un hijo o legitimario, no es más que un “pago a cuenta” de lo que le corresponderá recibir en caso de fallecimiento del donante si concurre con otros legitimarios. Salvo que donante-testador disponga lo contrario, las donaciones son “colacionables”: lo que el donatario-legitimario ha recibido en vida del testador se le restará de lo que le corresponda en la herencia del donante tras su fallecimiento.
Así mismo, las donaciones se computan para el cálculo de la legítima, de manera que para calcular ésta (2/3 del caudal), se tienen en cuenta los bienes que dejó el donante-testador y además lo que donó en vida. Si, por ejemplo, dejó bienes por un millón de euros, y donó 200.000 euros a uno de sus hijos, su caudal será de 1.200.000 euros y sobre el mismo se calcularán las legítimas, de manera que al ser las donaciones   colacionables, el legitimario que recibió 200.000 euros ahora los cobrará de menos.
Se parte de la base de que el testador no quiso desigualar a sus hijos y, por tanto, el que recibió la donación no necesariamente tiene que ser “más beneficiado”, sino que lo recibido se imputa a su legítima.
Al margen de lo justo o injusto del resultado, lo cierto es que las donaciones colacionables son fuente de muchos litigios en materia sucesoria. Y ello principalmente por el problema que plantea su valoración. Donado un bien, por ejemplo, 10 años  antes de la muerte del donante, a la hora de computar dicho bien al abrir la sucesión testamentaria del donante, habrá que plantearse el criterio de valoración: ¿lo que valía el bien en el momento de la donación? ¿lo que vale en el momento de la muerte del donante? Es obvio que el transcurso del tiempo desde la donación a la sucesión puede haber provocado cambios de valor que pueden beneficiar o perjudicar al donatario, ya que cuanto más alto se valore el bien donado, menos recibirá de la herencia. El problema es que estos cambios de valor pueden también deberse al propio trabajo y esfuerzo del donatario.
El Código civil se refiere a esta cuestión en el artículo art. 1045 cuya redacción es todo menos clara. El criterio legal es que debe tenerse en cuenta el valor de los bienes donados en el momento en que se evalúen los bienes hereditarios, es decir, cuando se abra la sucesión para proceder a la partición hereditaria.  Y se añade en el párrafo segundo que “el aumento o deterioro físico posterior a la donación y aun su pérdida total, casual o culpable, será a cargo y riesgo o beneficio del donatario”. Ello significa que habrá que tener en cuenta el importe de la donación cuando se hizo, pero debidamente actualizado, por mor, esencialmente, al fenómeno económico de la inflación y el de la devaluación monetaria.
El valor de lo donado se proyecta a tiempo posterior al de la propia donación, obteniéndose un valor actualizado, que no es lo mismo que valor actual de mercado del bien en el momento de la partición. Por lo tanto, el criterio de valoración de las donaciones a efectos de colación no es el mismo que el de los bienes que dejó el causante, por cuanto no cabe negar que los bienes donados son propiedad del donatario, que no deja de serlo por la colación de los mismos en la sucesión del donante, por lo que es preciso excluir los incrementos de valor y mejoras imputables a la actuación exclusiva del donatario. La cosa se evaluará hoy tal y como se recibió entonces, esto es, en su contextura física del tiempo de la donación, y no de ahora, y por tanto sin tener en cuenta las transformaciones que haya podido experimentar desde aquel momento por obra de la actuación del donatario. Lo contrario implicaría un enriquecimiento injustificado del resto de coherederos. Así por ejemplo, donado un inmueble a un legitimario que luego construye en él, tal inmueble será valorado hoy en el estado en el que se donó entonces, detrayendo las mejoras imputables al propio donatario.
Este criterio puede servir cuando se trata de bienes que tienen consistencia física, pero puede no ser esclarecedor cuando, por ejemplo, los bienes donados son acciones de una sociedad anónima no cotizada. El cambio de valor de las mismas no obedece estrictamente a cambios físicos. Donadas unas acciones con un determinado valor nominal, ¿qué valor debe tenerse en cuenta a efectos de colación? ¿dicho valor actualizado con el IPC o el valor actual de dichas acciones? ¿Qué ocurre si el aumento de valor de dichas acciones se debe al trabajo y esfuerzo del donatario al dirigir esa sociedad? Si se valoran a precio actual, en el caso de que sea muy superior, el resto de los herederos se beneficiarían del mismo porque el donatario recibiría mucho menos del patrimonio hereditario. Si el valor de la acciones en el momento de la donación fuera, por ejemplo de 8 euros y en el momento de la partición las mismas valiesen 35 euros, es obvio que las diferencias son trascendentales para el donatario. Parece que habría que actualizar el valor monetario del que tuvieran en el momento de la donación siempre que su incremento sea imputable a la acción del donatario. Así lo ha mantenido recientemente el Tribunal Supremo[1]. Esta es la clave: muchas veces es complicado de demostrar que tales cambios de valoración obedecen a la actuación del propio donatario.
Sirvan estas líneas para poner de manifiesto los problemas que pueden plantear las donaciones hechas a legitimarios (cuando hay varios), pues la valoración de las mismas a efectos de colación es problemática. Si el testador no quiere que haya problemas con su herencia, lo mejor es no donar en vida o hacerlo a todos los legitimarios por igual. De lo contrario, el conflicto está servido…..
 



[1] Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de febrero de 2006

La nueva Ley para conceder la nacionalidad española a los sefardíes: un ciclo de 500 años se cierra

El 22 de noviembre de 2012, el ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, acompañado del ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, anunció en la Casa Sefarad-Israel, bajo una gran atención mediática, que los sefardíes podrán obtener la nacionalidad española por la vía de la naturalización. Poco más de un año después, el pasado 7 de febrero, el Consejo de Ministros aprobó el Anteproyecto de Ley en materia de concesión de la nacionalidad española a los sefardíes que justifiquen tal condición y su especial vinculación con España y por la que se modifica el artículo 23 del Código Civil. Se salda así una deuda histórica que España tiene para con sus antiguos súbditos, “españoles sin patria”, expulsados tras la promulgación del Edicto de Granada en 1.492, y de los que el profesor del Brooklyn College, Max A. Luria, diría en 1965:
“Casi no se puede creer que los descendientes de los expulsados de España hace varios siglos sigan conservando por ella un amor tan profundo y desinteresado (…)”
En esencia, y a la espera de su aprobación por las Cortes, esta ley viene a establecer un procedimiento exclusivo con el objetivo de facilitar, a los sefardíes que acrediten su condición, el acceso a la obtención de la nacionalidad española por carta de naturaleza.
No obstante, la carta de naturaleza es un instrumento legal que los sefardíes han venido utilizando desde la publicación del Real Decreto de 21 de diciembre de 1924, elaborado por el Directorio Militar de Miguel Primo de Rivera, el cual sin mencionar a los sefardíes explícitamente, se refiere a ellos en la Exposición de Motivos de la siguiente manera:
“(…) antiguos protegidos españoles o descendientes de éstos, y en general individuos pertenecientes a familias de origen español que en alguna ocasión han sido inscritas en Registros españoles y estos elementos hispanos, con sentimientos arraigados de amor a España, por desconocimiento de la ley y por otras causas ajenas a su voluntad de ser españoles, no han logrado obtener nuestra nacionalidad (…)”
Regulada en los artículos 21 y 23 del Código Civil como mecanismo discrecional para obtener la nacionalidad española, la carta de naturaleza exige acreditar por el solicitante la concurrencia de “circunstancias excepcionales”, que en el caso de los sefardíes es el hecho de ser descendientes de los judíos expulsados hace más de 500 años que conservan aún el idioma y las tradiciones de sus ancestros. El idioma en cuestión es el ladino o la hacketía, una reliquia lingüística en castellano medieval con aportaciones hebreas, griegas e incluso turcas; y por tradiciones, siempre se ha entendido la práctica del judaísmo con las costumbres y especialidades sefardíes.
La repercusión social y global de esta Ley es considerable. Así lo confirman la confusión y expectación levantadas por el anuncio del ministro de Justicia que han llevado a colapsar los consulados españoles en medio mundo, sobre todo en Israel. No es para menos, se calcula que actualmente existen dos millones de sefardíes, principalmente en Israel, Turquía, Bosnia y en toda Sudamérica.
Prologado con una Exposición de Motivos hermosa en su retórica, repleta de nostalgia y resarcimiento, el artículo 1.1 del Anteproyecto, que continúa contemplando la naturalización como mecanismo preferido para la obtención de la nacionalidad española, establece que para los sefardíes debe entenderse por “circunstancias excepcionales” su propia condición y una “especial vinculación con España”. La ley dispone, en el segundo punto del citado artículo, los siguientes instrumentos para acreditar la condición de sefardíes:

  1. Con un certificado expedido por la Federación de Comunidades Judías de España.
  2. Con un certificado de la autoridad rabínica competente, reconocida legalmente en el país de la residencia habitual del solicitante.
  3. Apellidos del interesado, idioma familiar u otros indicios que demuestren su pertenencia al colectivo sefardí.
  4. Que el peticionario o su descendencia hayan estado incluidos en las listas de familias sefardíes protegidas por España al que hace referencia el Decreto-ley de 29 de diciembre de 1948 o cualquier otra lista análoga; o bien, de aquellos otros que obtuvieron su naturalización por Real Decreto de 20 de diciembre del 1924.
  5. La vinculación o parentesco del peticionario con una persona o familia de las mencionadas en el apartado anterior.

Los medios probatorios son los asumidos desde hace tiempo para los sefardíes y hasta ahora han sido válidos para acreditar sus “circunstancias excepcionales”. Sin embargo, pese a las novedades que introduce, el procedimiento a implantar es a veces reiterativo y consta de requisitos que adolecen de indeterminación.
En este sentido, según establece el artículo 2, cuando el solicitante reúna uno o varios de los elementos probatorios anteriores, deberá presentarlos al encargado del Registro Civil en España, o de la misión diplomática o consular correspondiente, que a la vista de lo aportado, y bajo su discreción, certificará su condición de sefardí y su vinculación con España.
Una vez obtenido el certificado, el peticionario tiene un plazo de dos años, que puede prorrogarse un año más por acuerdo del Consejo de Ministros, para formalizar la solicitud. Dicha solicitud, que consistirá en un modelo normalizado aprobado por Orden del Ministerio de Justicia, detallará también los documentos necesarios, que supuestamente serán los requeridos para todo trámite de extranjería: certificado de nacimiento, certificado de antecedentes penales, copia del pasaporte, etc. además de todos aquellos probatorios de su condición de sefardí.
Hasta ahora, este segundo paso era el único y común que los sefardíes debían practicar para solicitar la nacionalidad por carta de naturaleza. Mediante este nuevo procedimiento, el solicitante debe acreditar dos veces su condición. Si supuestamente el objetivo de la ley es abrir una puerta directa a la obtención de la nacionalidad española para los sefardíes de todo el mundo, el trámite debería reducirse.
Sin embargo, a tenor de lo que expone el artículo 2 del anteproyecto, la solicitud, que podrá presentarse a través de cualquiera de las vías indicadas en la Ley 30/1992, así como en el Registro Civil Consular del interesado, la resolverá la Dirección General de Registros y Notariado (DGRN) y, en consecuencia, será la que declare, con la facultad de poder recabar informes de las instituciones -la autoridad rabínica competente, por ejemplo- que puedan atestiguar sobre la realidad de las condiciones, el derecho del solicitante a obtener la nacionalidad española. Otorgando esta potestad a la DGRN y no al Consejo de Ministros, se agiliza inequívocamente el tiempo de resolución de la solicitud de carta de naturaleza para los sefardíes.
Contra la resolución de la DGRN se entiende que caben, como en los casos que se deniega la nacionalidad española por alguna causa, el recurso de reposición y ante la desestimación de este, el recurso contencioso-administrativo.
Por otra parte, el gran foco de indeterminación de la ley, recogido en el artículo 2.3, reside en la exigencia de una “especial vinculación con la cultura y las costumbres españolas” teniendo en cuenta para acreditar este requisito, “los estudios del interesado, sus actividades benéficas o sociales, y cualesquiera otras circunstancias que reflejen dicha vinculación”. Si la voluntad de la ley es facilitar y agilizar la concesión de la nacionalidad española a los sefardíes, se torna lógico que habría que suprimir el término “vinculación” por redundante, ya que al ser sefardíes, esa vinculación está de sobra explicada en la Exposición de Motivos. Si el solicitante ha acreditado que es sefardí, y tiene el certificado expedido por el Registro o por la oficina diplomática o consular correspondiente, está de más que se atienda a circunstancias como sus estudios o actividades filantrópicas o sociales como objeto de consideración para probar la vinculación con España. En todo caso, debería ser una vinculación cultural, como así refleja dicha Exposición de Motivos en referencia al mantenimiento de la lengua y las costumbres.
A pesar los aspectos que incurren en reiteración e indeterminación, este Anteproyecto posee, además de otorgar a la DGRN la potestad de resolver la solicitud, importantes novedades a considerar en relación a la carta de naturaleza ordinaria.
La primera y más reseñable, por la que se modifica el artículo 23 del Código Civil, es que los sefardíes que adquieran la nacionalidad española no tendrán que renunciar a su anterior nacionalidad, acabando con el recelo que muchos de los potenciales solicitantes tenían a la hora de optar por la naturalización.
En segundo lugar, tal como reza el artículo 1, esta ley se extenderá no sólo a los judíos sefardíes, sino a “cualesquiera de estos sin distinción de ideología, religión o creencia.” Algo que sin duda agradecerán todos los descendientes de los sefardíes expulsados que no practican el judaísmo y que por justicia histórica deben ostentar el mismo derecho.
Sea como fuere, y más allá de sus imperfecciones, la aprobación de esta nueva Ley supondrá un momento cumbre en la historia de España. Esta norma supone la reconciliación definitiva de España con sus sefardíes, y relega para siempre a los libros de historia las palabras del Edicto de Expulsión:
Acordamos de mandar salir todos los judíos y judías de nuestros reinos y que jamás tornen ni vuelvan a ellos ni alguno de ellos.
Desde Caracas hasta Tel Aviv, pasando por Montreal, Los Ángeles o Estambul, los sefardíes que no olvidaron su vinculación con España, opten o no por la naturalización, tendrán el reconocimiento legal de su patria ancestral.

Un posible fraude de ley en las subastas judiciales de inmuebles hipotecados

La figura del fraude de ley es una de las instituciones más conocidas del mundo del Derecho.  La famosa frase “hecha la ley, hecha la trampa” tiene uno de sus principales ejemplos en ella.  El fraude de ley consiste en la utilización de una norma para evitar las consecuencias jurídicas de otra imperativa que sería aplicable al caso.  No se trata sino de colocar un escudo que impida ver la realidad a través de la denominada “norma de cobertura”.  El ejemplo más típico, que es precisamente a través del cual se explica en las universidades el fraude de ley, es el de utilizar la figura de la venta con pacto de retro para ocultar un verdadero préstamo con garantía real.  Como en caso de impago del préstamo la ley no permite que el acreedor pueda retener la cosa sino únicamente solicitar su ejecución, se usa el contrato de compraventa haciendo suya la cosa hasta que es satisfecha la deuda, momento en el que la devuelve al deudor en virtud de ese pacto de retro.
La consecuencia jurídica del uso de una norma en fraude de ley es simple y consiste en sancionar a quien hace un uso indebido de la norma con las consecuencias que la ley prevé para aquélla que hubiera pretendido eludir.  En el ejemplo que hemos señalado, se aplicarían las normas reguladoras del préstamo y no las de la compraventa.
Los ámbitos donde quizá más se empleen tales normas de cobertura son el administrativo y fiscal pues la superproducción de normas en esas ramas del derecho facilita el poder encontrar disposiciones en las que ampararse para esquivar situaciones no deseadas para quien las usa.
Tal circunstancia hace que en los juzgados de primera instancia, dedicados a la materia civil, no sea una figura que suela apreciarse habitualmente.  Sin embargo, de un tiempo a esta parte, sí he podido observar en ellos una práctica que, desde mi punto de vista, cumple todos los requisitos de la figura del fraude de ley y que tiene consecuencias importantes en los desgraciadamente habituales procedimientos de ejecución hipotecaria.
En nuestro ordenamiento, el sistema de ejecución hipotecaria es tremendamente sencillo.  El acreedor que no ve satisfecha una deuda asegurada por medio de hipoteca plantea una demanda; se requiere de pago al deudor en el caso que no lo haya hecho previamente el propio acreedor y, para el caso que no hubiera pagado o no se oponga por algunas de las muy limitadas causas de oposición reguladas, el bien hipotecado sale a subasta con el fin de tratar de liquidar la deuda, o parte de ella, a través de su venta.
Llegado el momento de la subasta, la ley regula supuestos distintos partiendo de distinguir que existan o no postores.  Si los hay, a su vez existen varias opciones: que sea el propio deudor quien pueda hacerse con ella o presentar un tercero que la adquiera, que lo haga el ejecutante o que un tercero que acuda por libre se haga con ella.  Los precios son distintos según los casos.  Con carácter general y salvo contadísimas excepciones, mientras tanto el deudor como el tercero que él presente o el acreedor se pueden hacer con el bien por el setenta por ciento de su valor, el tercero que acude por libre puede hacerlo por el cincuenta por ciento.  Ahora bien, si a la subasta no concurre ningún postor –como ocurre en casi todos los casos tras el fin de la burbuja inmobiliaria- el ejecutante sólo puede hacerse con el bien por el sesenta por ciento de su valor o el setenta, si fuera vivienda habitual.  Como vemos, la situación más privilegiada, después de la del deudor que en el noventa y nueve por ciento de los casos no puede comprar el bien, es la del tercero.
Pues bien, como antes señalaba, de un tiempo a esta parte he observado la presencia en las subastas de empresas que intervenían como terceros en las mismas.  Tales empresas eran, casualmente, las inmobiliarias creadas por la entidad que ostentaba la posición acreedora en el procedimiento.  El resultado, obvio, la inmobiliaria de turno se hacía con el bien por el cincuenta por ciento del valor de subasta.  La consecuencia, el bien pasaba a formar parte del patrimonio de una sociedad que pertenecía al grupo de empresas de la entidad ejecutante.  Es decir, el acreedor finalmente se hacía con la casa por el cincuenta por ciento del valor de subasta eludiendo el pago del sesenta o setenta por ciento al que vendría obligado en caso de que no hubieran existido postores.  El deudor, que podía haber visto reducida su deuda en una importante cantidad, sufre un gravísimo perjuicio.  Por ejemplo, si el valor de subasta de una finca era de 120.000 euros, el deudor obtendría, si la subasta se hubiera desarrollado por los cauces normales, 84.000 euros mientras que si aparece la inmobiliaria que se hace con ella, no obtendría más que 60.000.  El perjuicio es fácilmente cuantificable.
Acreditar la identidad subjetiva entre ejecutante e inmobiliaria es relativamente sencillo requiriendo a la segunda para que aporte las escrituras de su constitución y posteriores modificaciones.  Generalmente, existe sometimiento a un mismo régimen de consolidación fiscal, misma sede, similar imagen corporativa, etc; extremos que permiten apreciar tal identidad y, por tanto, la ausencia de un verdadero tercero en la subasta.
En tales casos entiendo que, al concurrir un claro fraude de ley, no se debería permitir que sociedades pertenecientes al grupo de empresas de la parte ejecutante (generalmente las inmobiliarias creadas por los bancos) participaran en las subastas hipotecarias por no tener la verdadera condición de tercero y, para el caso que ya se hubiera celebrado y existieran indicios de tal situación, se diera cuenta por parte del Secretario Judicial –al ser quien se ocupa de tales materias- al Juez para que, tras analizar la cuestión, pudiera declarar el fraude de ley y exigir la aplicación de la norma supuestamente burlada; es decir, la que regula la figura de la subasta sin postores y que obligaría al ejecutante a pagar el sesenta o setenta por ciento del valor de subasta so riesgo de ver archivado el procedimiento.

El letrado común para los dos cónyuges en los pleitos matrimoniales

El fundamental derecho de defensa formulado en el art 24 C.E. se hace efectivo a través de la asistencia letrada por abogado colegiado. Tratándose de partes en conflicto, es natural al derecho de defensa que cada una de ellas cuente con su propio abogado. En Derecho de Familia existe una especialidad procesal por la cual dos partes con intereses contrapuestos pueden alcanzar una resolución jurisdiccional de eficacia plena a través de un proceso en que las dos han sido asistidas y representadas por un mismo abogado y procurador. Está recogida en el art 750.2 LEC para las separaciones y divorcios de común acuerdo, y es aplicable aunque concurran menores e incapacitados o se liquide a la vez el régimen económico matrimonial. Como norma procesal, de competencia exclusiva estatal, es aplicable en toda España.
La norma procede de D.A. 6ª, IX, de la ley del divorcio de 1981. Se justificó entonces, como norma provisional “en tanto no se modificara la LEC”, en la simplificación y ahorro de costes, pensando también en que la ley estaba llamada a aplicarse al principio en muchos casos a separaciones de hecho antiguas y de efectos jurídicos ya asentados, en que la separación o el divorcio pretendía esencialmente regularizar el verdadero estado civil de las partes o permitir ulteriores matrimonios. Se insistió entonces, además, que el asesoramiento letrado era indispensable en todo caso para salvaguardar el equilibrio negocial entre los cónyuges, en relación a la facultad del juez de rechazar cualquier pacto “gravemente perjudicial” para cualquiera de ellos.
La vigente L.E.C. confirmó la figura, si bien su excepcionalidad ha planteado varias cuestiones, siendo la más delicada y frecuente la relativa al conflicto de intereses sobrevenido. Los divorcios amistosos encubren en muchas ocasiones conflictos latentes, en que una de las partes -o las dos- aceptan inicialmente por distintos motivos unas consecuencias personales y económicas con las que están en radical desacuerdo; además, generalmente el acuerdo inicial implica obligaciones de tracto sucesivo o aplazadas en el tiempo durante décadas o incluso vitalicias, lo que ocasiona durante su vigencia incumplimientos y pretensiones de modificaciones, muchas de las cuales tienen que ventilarse judicialmente. En todos estos casos el abogado inicialmente único puede incurrir en conflicto de intereses si pasa a defender a una cualquiera de las partes contra la otra. Algunos datos ilustran la situación:
– Las reformas procesales posteriores a la ley del 81 han recogido la desconfianza del legislador hacia la figura. La LEC del año 2000 consolidó una norma introducida casi veinte años antes con carácter provisional, pero lo limitó mediante el párrafo 2º del art. 750.2, al establecer que si el juez rechazaba “alguno de los pactos propuestos por los cónyuges” bajo letrado único, el procedimiento debía paralizarse para ofrecer a las dos partes un plazo de 5 días a fin de deliberar acerca de la modificación de lo rechazado, a través del mismo letrado común o bien cada uno con el suyo propio. Parece que, salvo consentimiento de las partes, la incompatibilidad podría afectar al letrado respecto de los dos clientes originarios. La situación del juez de familia es delicada, sobre todo teniendo en cuenta lo reducido del ámbito de los operadores jurídicos especializados, pues el rechazo de cualquier cláusula, aunque haya sido redactada con arreglo a las instrucciones de las partes, puede implicar que el abogado pierda a uno o a los dos clientes.
La reforma procesal del 2009 ha limitado aún más el supuesto, estableciendo  en el art 750.2 i.f. LEC que en todo procedimiento de ejecución del convenio regulador, el Secretario debe obligatoriamente requerir a la parte ejecutada para que nombre a su propio abogado, aunque el título ejecutivo se hubiera alcanzado en procedimiento de mutuo acuerdo y bajo abogado único.  La norma no resuelve si la parte ejecutante puede seguir representada por el letrado originariamente común, pese al posible conflicto de intereses, y el eventual vicio de nulidad de actuaciones no suele ser apreciado de oficio por el Juez.
– En Cataluña, los pactos de regulación de la crisis familiar adoptados tras la separación de cuerpos sin asistencia letrada independiente para cada cónyuge pueden anularse unilateralmente sin alegación de causa alguna (art 233-5-2 CCCat).
– la Junta de gobierno del ICAM alcanzó un acuerdo en la reunión de 17 de Julio de 1986, elaborando una norma interpretativa del concepto de conflicto de intereses aplicado a este supuesto: “En los casos en que el abogado haya iniciado su intervención como letrado de los dos cónyuges o bien haya llegado a tener una actuación procesalmente relevante en interés de ambos, debe considerarse como un indefectible indicio de haber sido, en algún momento, letrado de los dos cónyuges, en el que ambos han tenido depositada su confianza, y por ello, no podrá continuar su intervención posterior en contra de cualquiera de las partes”. Esta recomendación no ha trascendido expresamente a las normas deontológicas básicas de la abogacía.  (Estatuto General R.D. 658/2001 de 22 de Junio, Código Deontológico -Plenos CGAE de 27-11-2002 y 10-XII-2002 – y Código Deontológico Europeo 6-XII-2002.)
– El incumplimiento de la norma procesal que restringe la intervención del abogado común puede dar lugar a nulidad de actuaciones, a instancia de cualquiera de las partes por no ser plenamente aplicable la doctrina de los actos propios, y tanto de cualquiera como del Fiscal si el convenio aprobado afecta a menores. La jurisprudencia y la doctrina constitucional son restrictivas acerca de la nulidad procesal, pero esta cuestión afecta al derecho fundamental de defensa. La SAP Barcelona (Sección 12ª) de 5 de Abril de 2012 (rec. 460/2011) declara dicha nulidad de actuaciones por no haber emplazado la juez a las partes a designar abogado propio en un caso de no aprobación del convenio regulador.
En relación a las recientes reformas legales en materia de familia, la figura del letrado común suscita algunas cuestiones.
En cuanto a la mediación familiar, regulada con carácter general en la Ley 5/2012 de 6 de Julio, se plantea el problema del abogado-mediador, cuyo posible ámbito de actuación coincidiría sustancialmente con el del letrado “procesal” común. Está fuera de duda que el abogado, cumpliendo en su caso los requisitos  reglamentarios de especialización, titulación, registro y seguro, puede actuar como mediador. La cuestión es si, alcanzado el consenso a través de su actuación mediadora tramitada con arreglo a la Ley, puede el mediador-abogado, ahora en su condición de asesor letrado, redactar el documento jurídico en el que se plasma el acuerdo de mediación, a efectos de obtener un título ejecutivo mediante su elevación a escritura pública (art.25) o su homologación judicial. El principal inconveniente no está en la configuración de la mediación como facilitativa o como evaluativa: la ley no distingue. Se encuentra en el posible conflicto de intereses contemplado en el art 13.5.b de la Ley, que prohíbe actuar como mediador a quien tenga “cualquier interés directo o indirecto en el resultado de la mediación”. La norma impediría al letrado de una de las partes actuar como mediador entre su cliente y la otra. Pero el art 750.2 LEC dispensa del conflicto de intereses respecto al letrado aceptado desde el inicio por los dos, y se trata de una norma que opera en un ámbito, como el jurisdiccional, con más rigurosas exigencias de garantía de imparcialidad. Quizá el problema debe ser enfocado desde otro punto de vista: el relativo a si la mediación incluye como ingrediente institucional el asesoramiento sobre la materia mediada, y como consecuencia, si el mediador, abogado o no, puede redactar el acuerdo de mediación del art. 23, separadamente del acta final de la mediación del art 22.  La Ley catalana 15/2009 de 22 de julio, de mediación intenta evitarlo en su art. 15.3, pero será la práctica la que termine fijando criterio.
El Anteproyecto de Ley de Jurisdicción voluntaria de 31 de Octubre de 2013 atribuye a los notarios la función de formalizar en escritura pública las separaciones y divorcios, y la totalidad de sus efectos, siempre que exista mutuo acuerdo y no concurran menores ni incapacitados (art. 82 y 87 CC).  De las 110.000 rupturas anuales, cerca de dos tercios son amistosas, y en aproximadamente la mitad hay hijos menores: el campo de aplicación de la reforma comprendería menos de 35.000 casos al año. El fundamento no parece estar por tanto en descongestionar los juzgados, sino en razones de economía, eficacia y ampliación de opciones, tras lo que se encuentra la configuración normativa del matrimonio como contrato y no como institución.
El ámbito de la competencia compartida entre juzgados y notarías vuelve aquí a ser coincidente con el de actuación del abogado único. La formalización notarial no excluye el asesoramiento letrado, con abogado común o distinto para cada parte, sino que el Proyecto recoge expresamente la posibilidad de concurrencia en el art. 82. La Asociación Española de Abogados de Familia (AEAFA) considera que el notario no puede asesorar a los dos cónyuges, ni a uno solo de ellos, ni a nadie, porque la AEAFA opina que el asesoramiento jurídico no forma parte de la función notarial (aquí).  Los vientos legislativos parecen de momento soplar en otra dirección, concretamente en la de suprimir la obligatoriedad de la asistencia letrada justo en el ámbito de actuación del abogado común, y en la línea expresada por representantes de la judicatura (aquí, párrafo último) y por la opinión pública (aquí)
El asesoramiento notarial, caso de optarse por el divorcio extrajudicial, no es potestativo, sino inherente a la función, debiendo ser extensivo a las dos partes, o a todas ellas si también otorgan el convenio hijos mayores dependientes de sus padres. Ese asesoramiento ha de ser imperativamente neutral y equilibrador. Art. 147.4 Reglamento Notarial: “Sin mengua de su imparcialidad, el notario insistirá en informar a una de las partes respecto de las cláusulas (…) propuestas por la otra, (…) y prestará asistencia especial al otorgante necesitado de ella. También asesorará con imparcialidad a las partes.”  Por lo mismo, no habrá conflicto de intereses, sino, al revés, estricto cumplimiento de la función, en que el mismo notario asesore a todas las partes del convenio (igual que en el art. 231.20.3 CCCat).  Tampoco lo habrá respecto a posteriores actos notariales de una de las partes respecto a la otra u otras, aunque vayan dirigidas a su modificación. Lo confirma la redacción actual del Anteproyecto al ampliar al margen de autonomía de la voluntad de las partes en las notarías respecto a los juzgados. Caso de apreciarse un aspecto del convenio que pudiera resultar lesivo, el juez puede imponer a las partes su modificación; el notario no: debe respetar su capacidad de autorregulación como manifestación de la libertad civil, exigiéndosele en ese caso un deber de asesoramiento reforzado. Art 90.2.3 CC en el APL: “solo procederá el otorgamiento de la escritura pública si, tras advertir a los cónyuges o a los hijos mayores de edad o menores emancipados que comparecieran sobre aquéllos acuerdos que pudieran ser dañosos o gravemente perjudiciales para uno de los cónyuges o para los hijos afectados, expresamente los consintieran”.
El anterior intento de regular la jurisdicción voluntaria fracasó de manera deplorable.  Veremos qué pasa esta vez.
 

Uso de la vivienda familiar y convivencia extramatrimonial con un tercero

La atribución del uso de la vivienda familiar es una de las cuestiones más conflictivas en los procesos de crisis matrimoniales, sobre todo en el contexto actual de crisis económica.
Al margen de quien sea el cónyuge propietario del inmueble, el art. 96 del Código Civil (Cc), dispone que el uso de la vivienda familiar y de los objetos de uso ordinario “corresponde a los hijos y al cónyuge en cuya compañía queden”. Puede con ello suceder que siendo la vivienda privativa de uno de ellos o común, el uso de inmueble se atribuya al cónyuge al que se le conceda la custodia de los hijos menores. Y además tal uso es “gratuito” por lo que, independientemente de su capacidad económica, el cónyuge custodio, podrá vivir “gratis” en el inmueble. Si, como suele ser habitual, el cónyuge propietario hubiera solicitado un préstamo hipotecario para adquirir la vivienda, deberá ocuparse de abonarlo, así como los gastos de comunidad y el impuesto sobre bienes inmuebles (IBI). Se trata de cargas derivadas de la propiedad y sólo el dueño deberá abonarlos, tal y como ha aclarado la jurisprudencia del Tribunal Supremo y que ya analicé aquí.   Si la vivienda es común, tales cargas deberán se abonadas por ambos cónyuges.
Son muchos los problemas que esta norma plantea y que, obviamente, no pueden ser tratados en su integridad aquí[1].  El hecho de que el uso de la vivienda pueda atribuirse a uno de los progenitores al margen de la titularidad real del misma, sin que exista ningún tipo de compensación para el propietario, conduce a resultados injustos. De hecho,  peleas por la custodia en realidad encubren disputas por el uso de la vivienda. En otros ordenamientos, como el caso de Francia, el juez puede atribuir el uso al cónyuge no propietario, pero a cambio de una contraprestación (arrendamiento forzoso), atendida la situación financiera de cada uno de los esposos.
También en Valencia  expresamente se prevé una compensación por la pérdida del uso y disposición de la misma a favor del progenitor titular o cotitular no adjudicatario teniendo en cuenta las rentas pagadas por alquileres de viviendas similares en la misma zona y las demás circunstancias concurrentes en el caso.
Por el contrario, en la regulación contenida en el Código Civil es irrelevante que el cónyuge usuario tenga o no capacidad económica. Puede tener importantes ingresos y, sin embargo, no abonar ninguna contraprestación al cónyuge propietario que, además de hacerse cargo de todos los gastos de la propiedad, debe financiarse un nuevo alojamiento. La situación de desequilibrio es evidente y constituye un estímulo negativo a la salida convencional de la crisis. De nada vale postular la mediación como mecanismo de resolución de conflictos, si el acudir a un procedimiento judicial le supone a uno de los cónyuges indudables ventajas.
En el Anteproyecto de Ley sobre ejercicio de la corresponsabilidad parental en caso de nulidad, separación y divorcio, se modifica el art. 96 del Código Civil en su totalidad ( no solo para los supuestos de custodia compartida),   y sólo introduce la posibilidad de que la atribución del uso de la vivienda se pueda tener en cuenta para fijar, en su caso, la pensión compensatoria del cónyuge que haya padecido un desequilibrio económico y la pensión de alimentos a favor de los menores. También los gastos de comunidad los deberá abonar el cónyuge usuario. La regulación proyectada es, a mi juicio, insuficiente: debe concederse al juez la posibilidad de fijar una compensación patrimonial para el cónyuge no titular, en función de la capacidad económica del usuario.
Hasta que el texto (espero que con oportunos cambios) se convierta en ley, el sistema actualmente vigente en materia de uso de vivienda plantea serios problemas cuando el progenitor custodio convive maritalmente con un tercero ¿Tiene esta situación alguna repercusión en las medidas adoptadas en el proceso de divorcio? Si, por ejemplo, la vivienda fuera privativa del ex marido, ¿debe éste abonar el pago del préstamo hipotecario, los gastos derivados de la propiedad mientras un tercero vive gratis en su vivienda con su ex mujer y sus hijos? Siendo el derecho de ocupación gratuito de la vivienda una medida de protección de los menores ¿puede beneficiarse un tercero ajeno al matrimonio, sin posibilidad alguna de acción por parte del marido, propietario o cotitular de la vivienda? Pues parece que según lo dispuesto en el art. 96 CC, sí. La situación es humillante y puede despertar “instintos” nada deseables en el cónyuge titular.
El problema que planteo no es infrecuente y ha recibido una respuesta parcial en algunas normativas autonómicas. Así, el Código Civil catalán, prevé la extinción del derecho de uso en caso de inexistencia de hijos comunes, “por matrimonio o por convivencia marital del cónyuge beneficiario del uso con otra persona”. En el Código Civil la convivencia marital no es causa de extinción del uso sobre la vivienda ni siquiera si no hay hijos comunes. Solo está prevista para la extinción de la pensión compensatoria (art. 97 CC).
Configurado el derecho de uso de la vivienda familiar en el Código Civil como una medida de protección de los menores, la mera convivencia marital del progenitor custodio con un tercero en la vivienda no justificaría, según la jurisprudencia mayoritaria, una modificación de las medidas acordadas en el proceso de divorcio. Por lo tanto, el menor no tiene que abandonar la vivienda por el mero hecho de que su madre haya rehecho su vida.
No han faltado algunas resoluciones judiciales contrarias a este planteamiento[2] que han permitido la extinción del derecho de uso por entender que sobre la base de la protección del menor “no debe beneficiarse un tercero ajeno al matrimonio, sin posibilidad alguna de acción por parte del marido, cotitular de la vivienda. Si el cónyuge a quien se atribuye el disfrute de una vivienda ganancial desea fundar con tercera persona una familia, o unirse establemente a ella, lo oportuno es que, consumando la liquidación de gananciales, forme nuevo hogar renunciando al privilegio del que, en atención a su anterior situación, venía disfrutando”.
A mi juicio, la forma óptima de cohonestar todos los intereses en juego en materia de vivienda familiar es que el cónyuge al que se le atribuya el uso de la vivienda familiar compense económicamente al que se ve privado del derecho a ocupar una vivienda que es total o parcialmente suya. Sólo en supuestos de incapacidad económica del cónyuge usuario el juez debería exonerarle de pagar tal compensación que puede traducirse en el pago de una renta (como sucede en Valencia) o que tal uso sea valorado, en caso de que rigiera la sociedad de gananciales, en su liquidación como activo que se adjudica a uno de los cónyuges.
El “gratis total” actualmente existente genera situaciones conflictivas entre los progenitores que son las que realmente perjudican al menor y convierte la pelea por el uso de la vivienda (y en ocasiones de la custodia de los menores al que va vinculado) en el centro de los pleitos matrimoniales. De esta forma, si el progenitor custodio rehace su vida (algo a lo que también tiene derecho) conviviendo maritalmente con un tercero en la vivienda, al menos el propietario habrá recibido alguna compensación económica.
Lo que, a mi juicio, no es admisible es que al amparo de una norma (art. 96 CC) que pretende proteger a los menores, puedan terceros enriquecerse a costa del propietario de la vivienda, solo por haber iniciado una relación con una persona separada o divorciada que tenga la custodia de sus hijos. Si se genera una nueva unidad familiar, o bien se procede a una desafectación de la vivienda familiar o se compensa económicamente al propietario.
 



[1] Los trato más extensamente en mi trabajo, “Régimen jurídico de la vivienda familiar”, Tratado de Derecho de la familia (t. III).
[2] Destaca en este sentido la sentencia de la Audiencia Provincial de Almería de 19 de marzo de 2007.

Reforma del Código Penal, accidentes de circulación y letra pequeña: ¿Cui prodest?

En el actual Código Penal, ocasionar lesiones como consecuencia de un accidente de circulación, siempre que no sea imprudencia grave o conducción bajo influencia de bebidas alcohólicas o estupefacientes, está tipificado como falta en el artículo 621.3 y 621.4, lo que implica que el perjudicado, simplemente interponiendo una mera denuncia ante la jurisdicción penal con relación sucinta de los hechos, provoca la iniciación del correspondiente procedimiento de juicio de faltas donde será citado por el médico forense, facilitado por el Juzgado, quien emitirá un Informe de Sanidad sin coste alguno, y de conformidad con el mismo se hará la correspondiente valoración económica de las lesiones, para proceder a reclamar la indemnización en el acto del juicio.
En el supuesto que se dicte una sentencia absolutoria o se ponga fin al proceso penal por archivo o por cualquier causa, el juez dictará una resolución que se denomina “auto de cuantía máxima”, regulado en el art. 13 de la Ley Sobre Responsabilidad Civil y Seguro en la circulación de vehículos a motor , en la cual se establecerá la cantidad máxima a indemnizar en favor del perjudicado con cargo a la compañía o compañías  aseguradoras intervinientes en el siniestro con el límite del aseguramiento obligatorio.
Dicho auto tiene la condición de título ejecutivo, que se ejecutará en vía civil, pudiendo oponer la aseguradora además de las tasadísimas causas de oposición previstas en la Ley para los Títulos Ejecutivos (caducidad, pago, transacción, etc…),  la existencia de: a) culpa exclusiva de la víctima donde se exige que se dé la íntegra atribuibilidad de la causación del resultado lesivo a la propia víctima; b) concurrencia de culpas y c) fuerza mayor extraña a la conducción o al funcionamiento del vehículo (invasión de la calzada de piedras como consecuencia de las circunstancias meteorológicas, por ejemplo).
De ello se deduce que en la legislación referida al uso y circulación de vehículos a motor y su aseguramiento obligatorio el perjudicado en accidente de circulación que haya padecido lesiones está protegido por la Ley, ya que únicamente no percibiría indemnización en el supuesto de la existencia de culpa exclusiva y fuerza mayor ajena a la conducción que, de conformidad con la interpretación jurisprudencial se da en muy pocas ocasiones, y en el caso  la concurrencia de culpas, alguna cantidad se le concederá al ponderar la cuantía indemnizatoria de conformidad con el grado de participación en el siniestro; además, tendrá acceso gratuito a los tribunales de justicia y contando con que el médico forense realice un Informe de Sanidad por el que analice el alcance de sus lesiones y así poder hacer una valoración económica de las mismas, y en base a ello formular la reclamación en el acto del juicio de faltas.
Sin embargo, con la reforma del Código Penal, que se prevé que en breve entre en vigor, la situación cambia ostensiblemente en detrimento del perjudicado, ya que, como se anuncia en la Exposición de Motivos, se suprimirán de las faltas, pasando algunas a ser “delitos leves” como lesiones dolosas, coacciones, amenazas, pero las lesiones derivadas del accidente de circulación por imprudencia simple quedarían despenalizadas, y únicamente se tramitarían como delito cuando sean por conducción etílica o consumo de sustancias estupefacientes o por grave infracción de las normas de tráfico.
Esto implica que el perjudicado en lugar de presentar una simple denuncia ante el Juzgado de Instrucción por el que obtendría un Informe Médico emitido por el médico forense sin coste alguno, y proceder a reclamar en acto del juicio la indemnización, tendrá que ejercer la acción civil por responsabilidad  extracontractual interponiendo la correspondiente demanda ante la jurisdicción civil, con todas sus consecuencias, para obtener un resarcimiento de los daños y perjuicios padecidos.
De momento supondría: a) el pago de la Tasa Judicial si la cuantía excede de los 2.000€ que sería 300€ de fijo más el variable que es el 0,1% de la cuantía del procedimiento en 1ª Instancia y en Apelación 800€ de fijo más el 0,1% de variable; b) Igualmente si excede de 2.000€, además de estar asistido de Abogado, tener que estar representado por Procurador; c) Tener que contratar a su coste a un Perito Médico para que realice un Informe Pericial sobre el alcance de sus lesiones para poder hacer la valoración económica para aportarlo en la demanda y dado el rogativismo del procedimiento civil especificar en el Suplico de la Demanda la cuantía que se reclama.
A todo esto añadir el riesgo que conlleva si se llegase a dictar una sentencia desestimatoria de la demanda, puesto que si la cuantía supera los 2.000€, se le impondrían las costas al demandante, es decir, al perjudicado, debiendo hacerse cargo de los aranceles del procurador y honorarios del letrado contrario, cuando por el contrario en un juicio de  faltas, al no ser preceptiva la intervención de letrado ni procurador no habría costas en caso de dictarse sentencia absolutoria. Con el actual Código Penal sólo habría costas en el caso que finalizado el procedimiento penal por Sentencia absolutoria o archivo por cualquier causa, se dictase el “auto de cuantía máxima”, y ejecutado éste en vía civil, cuyo ejercicio no devenga el pago de tasa judicial, fuese estimada la oposición alegada por la compañía aseguradora, pero al ser una responsabilidad objetivizada, sólo se daría en casos puntuales de culpa exclusiva de la víctima o causas ajenas a la conducción, como ya se ha expuesto y que se concede en limitadas situaciones. No obstante en este supuesto como ya se cuenta con un procedimiento penal finalizado, se puede valorar con toda la prueba obrante las posibilidades de que se dé esa circunstancia.
Lo más importante de la Reforma del Código Penal es que la Ley que regula al “auto de cuantía máxima” y que deja al perjudicado protegido ante la Ley no sería de aplicación puesto que dicha resolución se dicta cuando se pone fin a un procedimiento penal derivado de accidente de circulación en el que ha habido daños personales, bien por Sentencia absolutoria o por Archivo, pero si se despenalizan las faltas quedas obligado a acudir a la Jurisdicción civil, iniciando el correspondiente procedimiento declarativo donde procesalmente no cabe esta opción.
Curiosamente hace dos años en un congreso de responsabilidad civil coincidí con un abogado de una aseguradora y ya empezó a comentar que se debería despenalizar este tipo de falta, y que lo propio era acudir directamente a la vía civil, y por tanto el mencionado auto de cuantía máxima no tenía ninguna finalidad. Me hace sospechar que disponía de una información privilegiada ya que el anteproyecto del Código Penal se publicó al año siguiente.
Conclusión: siempre que hay una reforma hay alguien quien se le perjudica y alguien a quien se beneficia. Y en ésta es patente que el gran perjudicado es el ciudadano que padezca lesiones en un accidente de circulación, y las grandes beneficiadas serán las compañías de seguros ya que abonarán menos indemnizaciones puesto que hasta el momento siempre que acaecía un siniestro con lesiones prácticamente seguro que algo tendrían que abonar de indemnización, salvo en los casos limitados de culpa exclusiva o fuerza mayor ajena a la conducción. Otros que se beneficiarán serán los miembros del gremio de la medicina, en tanto en que para interponer el procedimiento civil se necesitará un Informe Pericial/Médico que el demandante tendrá que contratar, que en el proceso penal al contar con el Informe del Forense casi nunca se necesitaba, únicamente en casos específicos de valoraciones técnicas.
Y lo malo es que todo esto podrá dar lugar a que muchos perjudicados se sigan queriendo beneficiar de las ventajas del art. 13 de la Ley sobre Responsabilidad Civil y Seguro en la circulación de vehículos a motor y acudan a la vía penal interponiendo una denuncia calificando el hecho como “delito leve” considerando que es una imprudencia grave, y de sobreseerse porque el Instructor entienda que el hecho no es constitutivo de infracción penal, solicitar ante el juzgado de instrucción que se dicte el auto de cuantía máxima a que se refiere el mencionado art. 13 al haberse puesto fin el proceso penal por archivo, previo a ser visto por el médico forense para que emita el informe de sanidad, y si acaso ejecutarlo en vía civil.
Si con esta reforma lo que se pretende es desatacar los juzgados de instrucción al despenalizar determinados hechos que hoy están tipificados como infracción penal, lo que se conseguirá es saturar los Juzgados de 1ª Instancia ya que se acudirá masivamente a la Jurisdicción civil, es decir, lo que no entra en un lado entrará por otro, y si no se da el último caso es porque el acceso a los Tribunales de Justicia quedará reducido por el coste que implica iniciar un procedimiento civil.
Así que tomen ustedes nota.

Una ley no aplicada es peor que la ausencia de ley. Sobre la Ley de lucha contra la Morosidad.

 La Ley 11/2013, de 26 de julio, de medidas de apoyo al emprendedor y de estímulo del crecimiento y de la creación de empleo, concretamente en su Capítulo segundo, Artículo 33 “Modificación de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales” ha introducido diversos cambios relevantes en la legislación antimorosidad.
La mencionada Ley 11/2013 ha incorporado a nuestro derecho interno diversas normas dictadas por la Directiva 2011/7/UE de 16 de febrero de 2011, y que han supuesto una serie de cambios sustanciales en la Ley 3/2004, de 29 de diciembre. La nueva norma que versa sobre el Artículo 4 la “Determinación del plazo de pago” establece que el plazo de pago que debe cumplir el deudor, si no hubiera fijado fecha o plazo de pago en el contrato, será de treinta días naturales después de la fecha de recepción de las mercancías o prestación de los servicios. Por otro lado, la nueva legislación ratifica que los plazos de pago no podrán ser ampliados mediante pacto de las partes por encima de los 60 días naturales, tal como estableció la Ley 15/2010, de 5 de julio. No obstante, estudios recientes de la  Plataforma Multisectorial contra la Morosidad (PMcM) revelan que el plazo medio de pago en España se encuentra en torno a los 94 días y que en los últimos cuatro años apenas ha disminuido. El motivo es que muchos compradores siguen imponiendo plazos de pago de 90 días a sus proveedores ya que no existe control estatal a estas prácticas abusivas.
El filosofo René Descartes, que era matemático, físico y licenciado en derecho por la Université de Poitiers, escribió: “Los Estados mejor organizados son los que dictan pocas leyes, pero de rigurosa observancia”. En otro orden de cosas el insigne jurista Federico de Castro y Bravo expresó en una ocasión la siguiente máxima: “En España, la abundancia de leyes se mitiga con su incumplimiento”. La profundidad y sutileza de los textos del profesor de Castro han influido a varias generaciones de juristas. Sus teorías han sido objeto de amplios trabajos por parte de la doctrina jurídica. La mayoría de su pensamiento jurídico está ya tan asumido por la doctrina y la jurisprudencia que se ha convertido en cultura legal común de la mayoría de letrados.
El hecho de que uno de los primeros juristas españoles del siglo XX pronunciara esta lapidaria sentencia nos lleva a pensar que el profesor Federico de Castro estableció una irónica regla no escrita de derecho; las leyes se publican en el BOE pero luego nadie se encarga de realizar una función coercitiva para asegurar el cumplimiento de la norma jurídica.  En nuestro siglo el Estado Español legisla cada vez más sobre cuestiones implicadas en la actividad empresarial. Cada año en España se produce un aluvión legislativo imposible de asimilar incluso para el jurista más docto, a menos que tenga memoria fotográfica para recordar la apabullante cantidad de normas promulgadas. Como muestra un botón: solamente a lo largo del año 2012 se promulgaron 7 leyes, 29  Reales Decretos Leyes, 1.744 Reales Decretos, casi 3.000 órdenes y decenas de millares de normas de rango menor. Así las cosas, en España hay en vigor unas 100.000 leyes y normas.
Otro punto es que el preclaro político Álvaro de Figueroa y Torres –más conocido como Conde de Romanones–, que fue  Presidente del Congreso de los Diputados, ministro y tres veces Presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII, dijo en una ocasión : “Señorías, hagan ustedes las leyes y déjenme a mí los reglamentos”. El célebre político liberal sabía por experiencia que el poder legislativo tiene su espacio haciendo las leyes pero el ejecutivo puede reservarse la última palabra mediante los reglamentos. Un Reglamento bien redactado es decisivo para que se pueda implementar en la práctica una ley promulgada.
En 1540 el escritor galo François Rabelais escribió: “las leyes son como las telas de araña, puesto que las mosquitas y las pequeñas mariposas quedan atrapadas pero los grandes tábanos dañinos las rompen y atraviesan”. El mismo pensamiento fue expresado por Jonathan Swift, que escribió la siguiente máxima: “Las leyes son como las telas de araña, que atrapan a las moscas pequeñas, pero dejan pasar a través de ellas las avispas y abejorros”.  Honoré de Balzac manifestó la misma idea a través de este adagio: “Las leyes son como las telas de araña, a través de las cuales pasan libremente las moscas grandes y quedan enredadas las pequeñas”.
Ahora bien nuestra legislación antimorosidad vigente padece el síndrome de la tela de araña y además el acuñado por el profesor de Castro; nos encontramos ante una importante carencia jurídica que impide que se implante el plazo máximo de pago de sesenta días; en particular para las grandes corporaciones empresariales.
Para solucionar esta situación de incumplimiento de la Ley, y parafraseando al Conde de Romanones, hay que hacer un reglamento para que se cumpla la Ley, ya que una norma jurídica no aplicada es sin duda algo peor que la ausencia de norma. Por tanto, un punto de vital importancia para combatir la morosidad en la práctica empresarial es la promulgación de un Régimen Sancionador que penalice el incumplimiento de la Ley. Los estudios realizados por la PMcM han llegado a la conclusión de que sin penalizaciones administrativas a las empresas insumisas, será imposible conseguir el cumplimiento efectivo de la legislación antimorosidad. Consecuentemente, sería deseable que cuanto antes el Gobierno plasme en un reglamento el régimen sancionador.

El “caso Prestige”: ¿Puede causar una injusticia una sentencia ajustada a Derecho?

No debe ser verdad que hasta las cosas ciertas puedan probarse, porque en este procedimiento, después de casi 10 años de instrucción y 9 meses de juicio oral sólo se han probado aspectos adjetivos de lo ocurrido, pero no los sustanciales desde la perspectiva del Derecho penal” (folios 164/165 de la Sentencia).

El accidente, y otros accidentes

El 26 de octubre de 2012 publicamos aquí unas breves líneas sobre el accidente del “Prestige” desde la óptica del Derecho marítimo, al comenzar la vista oral, exactamente un decenio del inicio del accidente. El 13 de noviembre de 2013, la Sección Primera de la Audiencia Provincial de La Coruña, en los autos de procedimiento “abreviado” 38/2011, ha dictado su Sentencia (263 folios, 145 de los cuales describen el proceso y las posiciones de las partes) y, apenas minutos después de su resumida lectura pública, hemos padecido otra marea negra, pero de tinta, de opiniones sobre la misma, que, como era de esperar, van desde quien manifiesta que ya había previsto ese resultado hasta quien se ha quedado perplejo y dice que se trata de una injusticia palmaria.
He pedido, pues, a los editores del blog que me concedieran un poco de “parsimonia” en el sentido romano, pues los Magistrados se han esforzado, al menos, en ser claros, hasta con notas explicativas a pie de página, para que la puedan entender el texto no expertos en la materia.
El lector atento sabrá que, antes del “Prestige” (13/11/02) en Europa tuvimos otro gran siniestro similar, el “Erika”, acaecido el 12/12/99 frente a las costas de Bretaña, Francia. La sentencia de primera instancia del Tribunal de Grande Instance de París tiene 278 folios y fue dictada el 16 de enero de 2008, nueve años más tarde del siniestro. La sentencia de Apelación se dictó el 30 de marzo de 2010 (487 páginas) y la sentencia de Casación el 25 de septiembre de 2012 (319 páginas).  Es decir, en 13 años se han ventilado tres instancias de proceso, frente a los 11 de nuestra primera instancia.  La Corte de Casación francesa ha condenado como responsables por imprudencia a la sociedad clasificadora del Erika (Registro Italiano Navale, RINA), al fletador por viaje, cargador y trader  de la carga del buque (TOTAL,SA), al Sr. Savarese, (accionista principal del armador, Tevere Shipping, levantando el velo) y al Sr. Pollara (Presidente de Panship Management Services, operador del buque). En el caso del “Erika” hubo 15 procesados, de los que sólo los anteriores son condenados y declarados responsables civiles. El Tribunal de Apelación español considera que no se ha probado la causa del siniestro ni negligencia grave o dolo, exigidos por el tipo penal, de ninguno de los tres procesados.
Las sentencias francesas declaran la compatibilidad de los Convenios Internacionales con la legislación francesa y que los tribunales penales franceses tienen jurisdicción sobre las reclamaciones civiles. Impuso multas de 425.000 Euros y condenas indemnizatorias de más de 200 millones de Euros a las partes civiles personadas, indicando que el Fondo IOPC no está vinculado por no haber sido parte en el proceso. La sentencia española no declara responsabilidades civiles, pues no aprecia delito.
Por otra parte, el Reino de España instó acciones contra la clasificadora del buque American Bureau of Shipping en Nueva York, que tras avatares procesales sumamente peculiares finalizaron con la Sentencia de 29/08/12 de la Corte de Apelaciones del Segundo Circuito (34 folios), que concluye que, en efecto, los daños al demandante (España) son enormes, pero no ha conseguido probar que ABS actuó negligentemente. Nuestros Gobiernos parecen haber gastado 30 millones de dólares en sus propios abogados y unos 40 en costas de los contrarios en este procedimiento.
Item más: en Sentencia homologadora de Laudo Arbitral de  22/10/2013, la Queens Bench Division de la Corte Comercial de Londres declaró que la República Francesa y el Reino de España están obligados por el laudo arbitral promovido por el P&I del buque y que, en rebeldía de ambos Estados, declaró que, bajo las Reglas del P&I las reclamaciones civiles están sometidas a arbitraje, que dicho P&I ha reconocido su responsabilidad hasta el límite establecido en el CLC 92 y que el P&I no será responsable más que hasta la suma de 1.000 millones de USD (establecida como límite máximo de responsabilidad para la contaminación por hidrocarburos del llamado Grupo Internacional de P&Is). En su fallo, la Audiencia de La Coruña dice que el P&I ni siquiera se ha dignado a comparecer, pero que debe ser oído, si quiere personarse, sobre el destino de los 22,7 millones de fondo de limitación depositado, sin perjuicio de las medidas cautelares que emprendan las partes sobre dicha suma. Es claro que el P&I se acogerá a su laudo arbitral y la sentencia que lo homologa.
Tampoco debe olvidarse la jurisprudencia previa española en los accidentes del “Urquiola”, “Aegean Sea” y “Cason”, que no podemos resumir aquí por razones de espacio.
¿Por qué España demandó a la sociedad clasificadora ABS en Nueva York en vez de incluirla como imputado (a sus Directores o inspectores) y responsable civil en el procedimiento penal? Esta es una de las posibles claves del resultado final. La sentencia de la Audiencia de La Coruña  dice al folio 196: “En este caso el control estaba encomendado a la entidad ABS que, (…) se trata de una empresa privada que controla nada menos que la posibilidad de navegación mercante en gran parte del mundo. Es una actividad sumamente lucrativa, que gestione un enorme poder y que ha de responder en consecuencia”. La Sala considera que no se ha probado que ninguno de los imputados y menos la clasificadora, actuase con negligencia “GRAVE” (sic), requerida por el tipo penal.

¿Por qué España, a la inversa de lo que hizo en Nueva York, no se personó en el arbitraje instado en Londres por el P&I que ahora ha sido homologado por la Corte Comercial de Londres?

La contaminación por hidrocarburos en el Derecho marítimo internacional

Hace más de un año explicábamos que el Derecho marítimo internacional no está carente de regulación en materia de daños por contaminación por hidrocarburos, sino que, fruto de la experiencia de los distintos siniestros, se han ido confeccionando y ratificando convenios internacionales que regulan la responsabilidad, objetiva y limitada, y los supuestos en que no cabe tal limitación. Se trata de los Convenios de Limitación (CLC) y “del Fondo”. Su explicación detallada resulta prolija y no cabe en un post, por lo que nos remitimos a estas webs: http://www.iopcfunds.org/ , http://www.itopf.com/ y http://www.igpandi.org/ , ya que, por disposición expresa del art. 3.5.a) y Anexo VI de la Ley 27/2007 de 23 de Octubre, de responsabilidad medioambiental (que, aunque posterior, consagra el Derecho ya vigente en 2002 cuando los hechos del “Prestige” acaecieron) se reconoce que dichos convenios son “lex specialis” en la materia. La Sentencia reconoce la aplicabilidad de los citados Convenios y por tanto, la limitabilidadad de las indemnizaciones pero no procede a distribuir los fondos por aplicación de los arts.109 a 122 del Código penal. La sentencia no entra en la quiebra del límite de responsabilidad porque declara que  no se ha probado negligencia grave o dolo, es decir, declara lo contrario que las sentencias francesas, pero sobre la base de la evaluación conjunta de las pruebas practicadas. Se podrá o no discrepar, pero el criterio del “tribunal a quo es superior al de las partes” como dice nuestra jurisprudencia en materia de valoración de la prueba.
Estas responsabilidades, límites y fondos, funcionan, en la práctica, a la manera “concursal” y por “capas”: se constituye un fondo de limitación por el armador o su seguro, los perjudicados se personan ante el mismo, presentan su caso en la oficina que el FIDAC abre en el País afectado (la abrió en La Coruña, desde luego), y se distribuye el haber entre los perjudicados en proporción a la cuantía de su reclamación y naturaleza de la misma. Si procede declarar que el armador del buque y sus aseguradores (o terceros) no tienen derecho a acogerse a limitación, responden con todos sus bienes presentes y futuros, lo que, en el caso de sociedades mercantiles, depende del derecho aplicable a la misma. Los aseguradores, evidentemente, no pueden ser declarados responsables por sumas mayores de la “suma asegurada”, y terceros responsables, por ejemplo el gestor de un buque, sus tripulantes, su sociedad clasificadora sólo son responsables del daño en la medida en que exista causalidad directa entre su conducta o el daño.
No es cierto que no se hayan modificado las normas jurídicas internas, Europeas e internacionales desde estas catástrofes marítimas , antes bien, es lo cierto que se han mejorado el convenio general sobre contaminación marítima, llamado MARPOL, el CLC y el Fondo del 92 con Protocolos, que ha entrado en vigor un Convenio sobre preparación y respuesta en siniestros marítimos (OPRC 90) (cfr. aquí). También ha habido mejoras en los medios materiales de prevención.
Ya el 22/11/2002 el Gobierno de entonces dictó el Real Decreto-Ley 7/2002 sobre medidas reparadoras seguido de otros, entre los que el RDL 4/2003 de 20 de junio establecía que con cargo al ICO se pagaran a quien lo aceptase hasta 160 millones de Euros conforme a las normas del FIDAC, subrogándose el Estado  en la posición del indemnizado.
Las preguntas, entonces son: ¿Es normal un plazo de 11 años para tramitar un asunto como este? La respuesta es sí, dadas las circunstancias de nuestra Justicia y que los españoles no hacemos mareas negras (de togas, de ciudadanos) para defenderla con el mismo ahínco que las “mareas verdes” y las “mareas blancas” que defienden otros “pilares” del denominado Estado del Bienestar. Ya se ve que, como sociedad, consideramos más el bienestar que la Justicia. Peculiar. ¿Es admisible en un Estado democrático moderno? La respuesta es no. Un perjudicado no puede tener que esperar 11 años a ser indemnizado.  Si bien en nuestro caso, quien quiso pudo obtener antes su indemnización, cosa que nadie dice, del ICO y FIDAC.
Desde la óptica estricta del Derecho marítimo, la sentencia de la Audiencia Provincial de La Coruña es prácticamente impecable. Desde la óptica de otras ramas del Derecho, ¿es posible que no haya responsables penales en la navegación de un buque substandard causadora directa de una catástrofe histórica? ¿Puede condenarse sin pruebas?¿O es que, dado un determinado volumen de pruebas (300 periciales) lo que es imposible es entender nada?

La sentencia

Puesto que ya me manché de chapapote en su día, creo que no me importa nada mancharme de nuevo y dar una opinión personal: la sentencia es sensata y congruente, especialmente en la parte (folio 250 y siguientes) dedicada a la responsabilidad civil. Que sea una sentencia sensata y congruente, bien fundada en Derecho, puede parecer llevar a una injusticia material (daño no resarcido), pero el resultado final no deriva tanto del Derecho aplicable, sino de cómo se ha politizado (por unos y otros) este caso, que no sólo contaminó las costas españolas y francesas, sino que ha manchado igualmente el prestigio de España como nación marítima de primer nivel. Hemos sido insultados en foros internacionales hasta por detener al Capitán e imponerle una fianza de 3 millones de Euros, aunque en el caso Mangouras el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dio la razón a España.
El debate está ahora en cómo proceder: ¿recurso de casación ante el Tribunal Supremo?¿Demandas civiles? ¿Reformas legislativas? También hay opiniones para todos los gustos. Cuestiones de prescripción y caducidad aparte, la solución está en el propio Derecho marítimo, no en el penal. Existan o no responsabilidades penales, la responsabilidad civil puede exigirse en procedimiento separado (ya que no hay responsabilidad penal) por virtud del art.3 de la Ley de Enjuiciamiento criminal. ¿Dónde? Pues miren Uds. hay disponibles  22,7 millones de Euros disponibles del fondo de limitación del Convenio del 92, depositados por el P&I, y la sentencia declara que el armador (o sea, el P&I en la  práctica) responde hasta 136 millones de Euros (pag.258) y el FIDAC responde hasta otros 310 milllones de USD y, finalmente, el P&I responderá, en determinadas condiciones, hasta la suma total de 1.000 millones de Dólares (“Group-excess-of-loss-reinsurance”).  Los P&Is y el Fondo están acostumbrados a pagar reclamaciones válidas (incluso multas) de modo expeditivo, como ya hemos visto en el desastre de la plataforma “Deepwater Horizon” (a la que no se aplican los Convenios, porque no es un buque, pero si la Oil Pollution Act 1990 de los EE.UU.) en el Golfo de Méjico, donde se han transado multas y reclamaciones de miles de millones de dólares en menos de tres años.

Conclusión

Este caso lo han ganado en La Coruña, Nueva York y Londres quienes han tomado en cuenta el Derecho marítimo, que ha sido rectamente aplicado, y lo han perdido quienes han generado confusión política, mediática y jurídica. Lo han ganado quienes han puesto orden en sus actuaciones procesales, y perdido quienes han confundido los cauces. Es por ello que en el caso “Erika” hay condena e incluye a la clasificadora y a los responsables últimos de las empresas, con levantamiento del velo, y en el “Prestige” no, aunque en La Coruña se han manejado 300.000 folios de información (o desinformación) en una vista que ha durado lo que un embarazo. Si los denunciantes hubieran actuado con más cabeza sus legítimas demandas hace tiempo que estarían parcialmente resarcidas, al actuar con las tripas, el resultado es que tienen que empezar de nuevo.
Para finalizar, les informo de que el día 10 de diciembre haremos un cóctel-coloquio de la Asociación Española de Derecho Marítimo, en el que podrán apuntarse los interesados en debatir sobre este asunto, y que en junio de 2014 el Congreso de Derecho Marítimo tendrá como tema, por razones obvias, los accidentes marítimos.
Mientras tanto, el anteproyecto de Ley de Navegación Marítima sigue sin pasar el trámite del Consejo de Ministros desde 2003, como también explicamos aquí .

Ley de emprendedores y segunda oportunidad (II): ¿a quién se le perdonan las deudas?

En otro post ya adelanté algunos de los inconvenientes que presenta la Ley de Apoyo a los emprendedores (LE), refiriéndome al escaso ámbito de aplicación que iba a tener remisión de las deudas a la persona física insolvente, que tiene que abonar una cantidad de pasivo extraordinariamente alta para poder beneficiarse de esta media. En esta segunda (y última) entrada sobre el tema, pretendo poner sobre la mesa otras graves disfunciones que genera la regulación de esta importante excepción a un principio fundamental como es el de responsabilidad patrimonial universal.
La primera de ellas es la referente al deudor que se va a beneficiar de este “perdón”. Lo lógico sería que se tratara del que los americanos denominan “honest but unfortunate debtor” (deudor honesto pero desafortunado), un deudor víctima de la mala suerte, que deviene insolvente por circunstancias que no puede controlar (paro, enfermedades, divorcios etc..), pero nunca un deudor cuya conducta sea reprochable derivada de una gestión patrimonial negligente. Se trata de evitar que el caradura, el moroso profesional se beneficie de esta medida.
La LE no exige la buena fe en el deudor insolvente para que pueda beneficiarse del fresh start. Basta que el concurso sea fortuito y que no haya condena penal por delitos como el del art. 260 CP y otros “singularmente relacionados con el concurso”. Pero, a mi juicio, no todo el que no es un delincuente merece que le perdonen las deudas. La buena fe en este terreno, no puede equivaler a ausencia de dolo o culpa grave (que es lo que se exige para el concurso culpable), pues hay una zona gris, un comportamiento imprudente que si bien no nos conduce al concurso culpable sí nos debe llevar a denegar la exoneración. El legislador español debería haber incluido una cláusula de cierre que le permitiera al juez valorar en el caso concreto la actuación del deudor en aras a determinar si es o no merecedor de la exoneración. La LE ata de pies y manos al juez: o se declara culpable el concurso o se exoneran las deudas. No hay término medio.
Además en el proceso concursal no hay prejudicialidad penal (art. 189 LC) y, a su vez, el juez penal no está vinculado por la calificación del concurso, por lo que un concurso puede ser fortuito y, sin embargo, que haya condena penal del concursado. ¿Qué pasa si concluido el concurso hay abiertas diligencias penales? ¿Podrá el juez mercantil exonerar al deudor del pasivo pendiente, dado que no hay condena penal o deberá esperar a que concluya el proceso penal? A mi juicio, el juez mercantil debe esperar al pronunciamiento penal.
En España se permite la exoneración “directa” tras la liquidación del patrimonio del deudor, sin un adecuado control del comportamiento del deudor, lo que convierte a nuestra regulación en un “coladero”. Ni siquiera se establece un requisito común en la mayoría de los países de nuestro entorno y es que haya transcurrido un determinado período de tiempo desde que se obtuvo la última exoneración y que suele fijarse en 8 años. En cambio y, sorprendentemente, el art. 231.4 LC impide acudir al procedimiento extrajudicial al deudor que hubiera alcanzado un acuerdo extrajudicial en los tres años anteriores a la solicitud!!. Se ponen más obstáculos al acuerdo que a la exoneración de deudas, lo que es ciertamente insólito.
Por otro lado, aunque se pretende dar una segunda oportunidad al deudor, lo cierto es que la nueva regulación no aporta novedades que traten de paliar el problema del sobreendeudamiento hipotecario, auténtico problema de muchas familias. Sigue sin poderse paralizar la ejecución de la hipoteca que grava la vivienda habitual del deudor a diferencia de lo que sucede con bienes afectos a su actividad empresarial. No es exonerable la deuda hipotecaria (ni aquí ni en ningún país), en tanto que es deuda garantizada, pero ejecutada la hipoteca antes o durante el proceso concursal, si queda pasivo pendiente, será crédito ordinario y podrá exonerarse. A estos efectos, hay que tener en cuenta el art. 579 LEC que establece otra exoneración para la deuda pendiente tras la ejecución de la hipoteca (si el deudor en 5 años paga el 65% de la deuda, se le exonerará el 35% y si en 10 años paga el 80% de la deuda, se le exonera el 20%), que nada tiene que ver con la recogida en el art. 178.2 LC. El art. 579 LEC no exige buena fe, ni incapacidad económica (se le perdona la deuda aunque le haya tocado la lotería al deudor)….., norma que será difícil de conciliar con la segunda oportunidad concursal que opera con principios distintos.
Por último, cabe preguntarse lo que acontece con los fiadores, avalistas y coobligados solidarios del concursado. Si éste se beneficia de una exoneración de deudas ¿podrá el acreedor dirigirse contra los sujetos que garantizaban el crédito precisamente en caso de insolvencia del deudor? La lógica aconsejaría que sí. De hecho en la mayoría de los países de nuestro entorno así se establece expresamente: el acreedor no podrá reclamar la deuda pendiente al concursado, pero sí a los garantes. A legislador español se le ha olvidado decirlo al modificar el art. 178.2 LC. Sí se acordó de hacerlo cuando reguló el efecto de las quitas y esperas del convenio concursal (art. 135 LC) y también en el nuevo art. 240 LC cuando trata del efecto del acuerdo extrajudicial de pagos, permitiendo a los acreedores que puedan dirigirse contra los garantes a los que no les afectaban las quitas. Pero ¿qué pasa con los fiadores si hay una exoneración de deudas decretada judicialmente por imperativo legal? Si no dice nada expresamente el legislador, según los principios generales contenidos en el Código Civil, extinguida la obligación del deudor principal cae la del fiador (art. 1847 CC) y lo mismo para la propagación de efectos de la quita de la totalidad de la deuda hecha a uno de los codeudores solidarios (art. 1143 CC). Si esto es así, el acreedor no podrá reclamar su crédito exonerado al deudor principal ni a los garantes y esto sí que es un auténtico despropósito que desnaturaliza las garantías personales y que puede tener un impacto extraordinariamente negativo en el mercado crediticio.
Como se puede apreciar, el tema da para mucho (estudio el tema más extensamente en un artículo que saldrá publicado en el próximo número del Anuario de Derecho Concursal). Excepcionar el principio de responsabilidad patrimonial universal para la persona física insolvente provoca efectos en “todo el sistema” y por ello esta regulación se tenía que haber realizado con extraordinaria cautela y teniendo a la vista lo que acontece en otros países, en los que esta medida está vigente desde hace mucho tiempo. El legislador español parece que afronta el problema de la insolvencia de la persona física (y hay que aplaudirlo) pero lo hace de manera inadecuada: no habrá segunda oportunidad para el que realmente la necesitan y la tendrán los deudores que no la merecen.