Entrevista a Adrian Vermeule (I)

Adrian Vermeule es profesor de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard y es, sin duda alguna, uno de los constitucionalistas más relevantes de EEUU. El año pasado publicó un libro titulado “Common Good Constitutionalism” (Polity Press, 2022) que está generando un considerable impacto en ese país, como ha señalado recientemente Bloomberg, tanto a nivel académico, como mediático e incluso jurisprudencial . En palabras del conocido profesor Jack Goldsmith, de la Universidad de Harvard y ex Fiscal General Adjunto de EE. UU, el libro de Vermeule es el “el libro más importante de teoría constitucional estadounidense en muchas décadas, un rayo inesperado que desafía por igual los paradigmas conservadores y progresistas del derecho constitucional. Está destinado a enfurecer y a reorientar”.

Tampoco han faltado las críticas negativas, como resulta natural. Se ha tildado la tesis de Vermeule, tanto desde la derecha neoliberal como desde la izquierda progresista, de banal e inespecífica, cuando no de integrista, autoritaria e iliberal (no hay que olvidar que Vermeule es una de las principales referencias del catolicismo académico en EEUU). Pero lo cierto es que para un lector imparcial estas críticas parecen bastante desproporcionadas, pues gran parte del planteamiento de esta obra puede ser compartido, con algunas matizaciones, por el republicanismo clásico.

Para enmarcar propiamente el debate es importante hacer una referencia al contexto en el que surge este ensayo. A nadie se le escapa que las luchas políticas partidistas entre conservadores y progresistas están colocando a la ciencia jurídica en una situación incómoda, no solo en EEUU, sino en la mayoría de los países occidentales, tanto para los juristas que la practican como para los ciudadanos que la observan y padecen. El Derecho, en lugar de cumplir una función equilibradora y moderadora entre los distintos conflictos e intereses en juego, como ha sido tradicional hasta hace relativamente poco tiempo, se ha convertido en el principal campo de batalla de esas luchas. Los actores en conflicto han transformado al Derecho de árbitro moderador a instrumento de combate, y no solo en relación al control de los Tribunales, sino en cuanto a la propia concepción del papel de la ciencia jurídica en una sociedad. Por supuesto, no les han faltado aliados entre los propios juristas, de uno y otro signo.

En EEUU el conflicto se plantea entre “originalistas”, apegados a una voluntad semi mítica del legislador, la mayor parte de las veces con el poco disimulado intento de restringir el poder del Estado; y “progresistas”, empeñados en liberar al individuo de los vínculos de la tradición en función de los nuevos principios desvelados por la élite iluminada del momento. Pero lo más relevante y significativo es que, en opinión de Vermeule, ambas posturas comparten un fondo común muy extenso, pese a las protestas de unos y otros, que necesariamente termina produciendo una visión distorsionada del verdadero papel del Derecho.

Ese fondo común se caracteriza por un individualismo positivista que desconfía de las posibilidades de la razón por alcanzar el interés general, o el bien común, en terminología de Vermeule. El individualismo también es divisa del progresismo, que tiene como objetivo liberar al individuo de cualquier carga no escogida, desde las sociales hasta las biológicas. Y el positivismo es corolario obligado de ambas, ya se trate del positivismo de la ley o de la decisión judicial (lo que alguna magistrada en España llama “constructivismo”), en ambos casos ligada a la voluntad especialmente esclarecida del legislador o del juez de turno. En el fondo de todo, lo que comparten es una concepción utilitaria y agregadora de la política, en el sentido de que no hay más bien común que el que resulta de agregar preferencias subjetivas identificables a través de la regla de la mayoría.

Frente a este planteamiento, Vermeule pretende recuperar la tradición jurídica romanista, hoy casi olvidada, que entiende que el Derecho rectamente entendido está ordenado a un bien común dotado de caracteres objetivos y que tal cosa forma parte de su naturaleza. Es decir, a la hora de interpretar un texto jurídico -por ejemplo, la Constitución- no se trata solo ni principalmente de averiguar la intención concreta de los padres fundadores a la hora de redactar el texto concreto, sino más bien de desentrañar la razón objetiva orientada al bien común que inspira la regulación y que, en opinión de Vermuele, esos padres fundadores tenían también muy presente.

Pero no se trata solo de aportar un enfoque interpretativo, sino de mucho más. Es importante precisar que la persecución del bien común tiene su método y sus objetivos. Estos últimos pueden enunciarse sucintamente al modo clásico tal como lo hizo Ulpiano (vivir honorablemente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo suyo) o como se hizo posteriormente tras la recepción del Derecho Romano (paz, justicia y abundancia). Pero tan importante como eso -en realidad, indisolublemente unido a eso, cabría añadir- es respetar el método adecuado para lograrlos. El más relevante es comprender que el bien común necesita determinación y que hoy en día no deben ser los tribunales los encargados directamente de especificarlo. La ley, y por su delegación la Administración, tienen en cuenta siempre un espectro más amplio de casos centrales, están normalmente apoyadas en una información más completa y en una base más imparcial de la que puede alcanzar un juez a través de un caso particular. Los tribunales deben delegar esa determinación en las autoridades mientras estas no actúen de manera irracional, arbitraria o fuera de su competencia, algo que tanto originalistas como progresistas rechazan abiertamente. El precio de la situación actual es que, en la práctica, son los tribunales los que terminan gestionando los asuntos públicos, como denunció hace tiempo Philip Howard y, entre nosotros, Alejandro Nieto.

Las críticas más acérrimas a la tesis de Vermuele suelen centrarse precisamente en este punto, como si el autor estuviese abogando por un Estado autoritario o “vertical”, máxime si lo combinamos con su crítica al liberalismo actual como un mero sistema de agregación de las preferencias mayoritarias. Sin duda Vermeule podía haber sido más específico en este punto, pero hay que tener en cuenta que -incluso desde una perspectiva tomista, no digamos republicana o neo romana- una legislación ordenada al bien común exige participación ciudadana con el fin de generar un debate serio y completo en aras a la mayor determinación posible de ese bien común. Esta idea arranca de Aristóteles, atraviesa la escolástica, específicamente la española y culmina en Vico. Un problema social no está debidamente analizado ni es posible determinar su relación con el bien común si no se observa desde todas las perspectivas, lo que hoy exige dar plenas oportunidades de participación social y política. Además, no podemos olvidar que los excesos a la hora de restringir el poder público suelen pagarse demasiado a menudo con una correlativa debilidad a la hora de controlar el privado, fuente de dominación social no menos preocupante.

Una crítica parecida ha merecido su tratamiento de los derechos subjetivos, en su opinión meros maximizadores de autonomía personal que funcionan a veces como patentes de corso (“trumps”), cuando deberían entenderse como lo que se debe a cada uno en función del bien común. No se trata de que este se imponga a aquellos, sino que los delimite en función de la justicia del caso. Pero esa invocación a la delimitación de los derechos ha desatado en EEUU críticas sobre su supuesto espíritu censor y autoritario, pese a que Vermeule insiste en que el bien común no es el bien del Estado, sino el de los ciudadanos que lo integran. Pero, quizás otra vez aquí, se echa un poco de menos en la obra un mayor énfasis en el valor nuclear de ciertos derechos (y de sus garantías) y en la mejor forma de equilibrarlos con el bien común, preocupación que, por ejemplo, estaba ya muy presente en nuestros escolásticos Francisco de Vitoria y, especialmente, Domingo de Soto, como nos ha recordado recientemente Annabel Brett.

En cualquier caso, dado el impacto que la obra está teniendo en EEUU y las evidentes conexiones con lo que ocurre en otros lugares, desde Hay Derecho hemos pensado que sería muy útil y conveniente publicar en nuestro blog una entrevista con el profesor Vermeule a fin de dar a conocer al público de habla hispana la dimensión del debate que está suscitando, a lo que muy amablemente ha accedido.

En la próxima entrega de este post publicaremos la entrevista traducida al español.

 

 

¿Es posible una reforma para evitar la repetición de elecciones?

Todo el mundo está de acuerdo en que la repetición de las elecciones como consecuencia de la falta de acuerdo de nuestros líderes políticos ha constituido un fracaso colectivo de primer orden. Por eso mismo, pienso que resulta interesante discutir si es posible diseñar una reforma que desincentive este comportamiento irresponsable en el futuro.

A continuación les propongo una sencilla posibilidad que pasa por dos reformas bastante simples, una legal y otra constitucional. Incluso la constitucional no sería ni siquiera necesaria si se llegase a un compromiso político en ese mismo sentido entre las cuatro principales fuerzas políticas.

La legal consiste en derogar la absurda regulación del Gobierno en funciones contenida en el art. 21 de la Ley 50/1997, caso único en la legislación comparada. El Gobierno en funciones debería tener las mismas competencias y facultades que un Gobierno ordinario, como pasa en todas partes, con la única salvedad de no poder disolver las Cámaras. Esto solventaría también el todavía más absurdo debate de si debe responder o no frente al Congreso o de si este puede o no pedir la comparecencia de los ministros durante esa fase.

La constitucional consistiría en añadir un inciso final al primer apartado del art. 99 de la Constitución para aclarar que el Rey solo podrá proponer un candidato si este cuenta con el respaldo de los portavoces de grupos que sumen, al menos, la mayoría simple del Congreso. Esta segunda reforma es necesaria para evitar críticas al Rey por acción o inacción, pero podría sustituirse por un simple pacto de caballeros entre los distintos líderes (preferiblemente antes de las elecciones). Por último, puestos a realizar esa reforma, habría que eliminar el famoso apartado 5 del art. 99 que ordena la disolución transcurridos los dos meses.

Ahora veremos el resultado de estas reformas.

Imaginemos que bajo esta normativa se produce un resultado electoral idéntico al que acabamos de experimentar. Mientras los distintos partidos negocian (o no negocian) el Gobierno sigue tomando decisiones y, correlativamente, el Parlamento puede pedirle cuentas. Lo único que ocurre es que el Gobierno no tiene por qué obedecer instrucciones que no comparte políticamente, porque el Parlamento siempre tiene la solución de nombrar otro. Pero, mientras no lo haga, el Presidente es Rajoy, que por supuesto no cesa (ni siquiera para continuar “en funciones”).

Del mismo modo, mientras no haya un acuerdo para sustituirle no empieza a contar plazo alguno, porque el Rey no puede proponer a nadie para perder, es decir, simplemente para que empiece a contar el plazo. ¿Que nos tiramos así cuatro años? Será porque sus señorías prefieren a Rajoy frente a cualquier otra alternativa. De una manera implícita le están confirmando en el cargo, y lo lógico es que siga. Por lo demás la tarea legislativa no debe resentirse, porque para sacar adelante leyes tendrán exactamente la misma dificultad que si hubiera nombrado Presidente a cualquier otro.

Pienso que simplemente la posibilidad de que la pasividad se interprete como confirmación de la Presidencia vigente en cada momento, sabiendo además que no existe la solución alternativa de las elecciones, generaría los incentivos necesarios para un acuerdo; incentivos que, en la situación actual, claramente han faltado.

¿Existe el populismo judicial?

El pasado 16 de febrero fui invitado por la Fundación Fide a una sesión denominada “Populismo judicial” compartiendo con Manuel Conthe la condición de ponente. Tal y como puede apreciarse en el anuncio, el objetivo se centraba en la crisis económica y en ciertas sentencias recientes en materia financiera. Conthe, experto en ésta, se centró efectivamente en el estudio de estas sentencias y pueden ver aquí sus reflexiones previas al respecto.

La hipótesis: la “politización autónoma o propia”

Sin embargo, aunque probablemente mis criticas a las sentencias sobre cláusulas suelo son las que me hicieron candidato a este seminario, yo prefería proponer una hipótesis más general sobre el tema, concretamente sobre la existencia del llamado “populismo judicial”, e intentar comprobar su veracidad, aprovechando así para sistematizar algunas ideas que he tenido oportunidad de expresar aquí y en otros sitios de una manera desordenada.

Ahora bien, como se hace en las llamadas hipótesis descriptivas en Ciencia Política, lo primero es proceder a una correcta definición de los conceptos clave. En este sentido, cabe decir que la palabra “populismo” ha tenido muchos significados en la historia, pero ahora es básicamente un adjetivo calificativo que se aplica grupos u opiniones que buscan soluciones fáciles a problemas difíciles con el objeto de seducir a mucha gente y así conseguir el poder o simplemente la atención o el reconocimiento popular. Desde este punto de vista, la actitud de la que yo quiero hablar no es criticable propiamente por populista, sino algo más amplio, por ser política, sea populista o plutocrática, cuando el poder judicial no está diseñado para hacer política sino a aplicar las leyes y, si acaso, controlar a la política.

En este blog hemos hablado por extenso de la pulsión de politización externa o heterónoma, que es la que proviene del poder político y que actúa sobre ascensos, sanciones y la carrera de los jueces (particularmente en los tribunales superiores, no en los del día a día) y mediante el reparto partidista de los órganos rectores de la justicia encargados de regir sobre la carrera profesional de los jueces. No voy a reiterar aquí ni las causas ni las consecuencias. Pero la que me interesa plantear aquí como hipótesis de trabajo es otra: la posibilidad de que haya una tendencia a la politización autónoma, una autopolitización, que no es inducida, sino que nace de las propias convicciones y que consiste en la creación de un cierto tipo de juez activista o comprometido con valores superiores y que los aplica con independencia de las normas legales que debería estar obligado a aplicar. Y con un complemento paradójico en los tribunales superiores: el deseo que esa resolución judicial “democrática” tenga además el mismo valor que la ley que se omite.

Todo eso tiene dos consecuencias importantes:

  • La tendencia a debilitar el principio de legalidad y de jerarquía normativa en aras de la búsqueda de una solución pretendidamente más justa, con merma de la seguridad jurídica.
  • La tendencia a incrementar por la vía de hecho el poder de las decisiones jurisprudenciales de los órganos superiores que tienen a convertirse, contra el papel que reserva la Constitución y el Código civil a la jurisprudencia, que no es el de fuente de Derecho sino el de complementaria del ordenamiento jurídico

A modo de verificación de la hipótesis, voy a poner unos pocos ejemplos de las dos tendencias que mencionaba y que se puedan encontrar en este blog, advirtiendo de antemano que se trata de una hipótesis no aplicable a toda la judicatura –como es obvio- pero si constatable, al menos probabilistamente en muchos casos. Veámoslo.

Verificación de la hipótesis

  1. La tendencia al debilitamiento del principio de legalidad.

Sí parece que hay numerosos casos que han merecido nuestra atención que apoyan esta idea. Obsérvese por ejemplo la corriente jurisprudencial que ha cambiado el principio de no hay responsabilidad sin culpa por la regla “que todo daño quede reparado” y que yo mismo he tenido oportunidad de glosar en con relación a la responsabilidad notarial; también puede citarse el conocido auto de la Audiencia Provincial de Navarra, que exonera al deudor de la deuda restante tras la ejecución que, por muy lógico que sea, va contra ley; por supuesto, las de la Sala Primera del TS que se salta el esquema de las acciones de cesación para anular todas las cláusulas suelo (aquí) y luego se da cuenta de que las consecuencias pueden ser graves y se inventa la retroactividad limitada (aquí y aquí)

Estoy seguro que a ustedes se les ocurren muchos más en el ámbito civil, en el que quizá la tendencia ha sido proteger al débil más allá de la ley; pero no cabe olvidar el ámbito penal que también hemos tratado aquí y en el que nos encontramos más frecuentemente la figura del juez estrella (aquí, aquí y aquí), la del acusado poderoso que genera doctrinas ad hoc (aquí y aquí) o también jueces comprometidos (sentencia sobre los “manifestantes” en el parlamento catalán –ver aquí y aquí– o sobre los escraches)

  1. La tendencia hacia la “jurisprudencia vinculante”

Me ha emocionado un poco encontrar este post llamado A Dios pongo por testigo (sobre las “normas” jurisprudenciales) en el que mi padre, recientemente fallecido, daba en el clavo de este punto que estamos denunciando. A él me remito: baste traer aquí la idea de que observaba la tendencia del Tribunal Supremo, ejemplificada con numerosos casos, de que cuando aborda una cuestión sobre la que han recaído con anterioridad varias decisiones de la misma Sala contradictorias o, al menos, divergente, da por zanjada la cuestión declarando que el punto de vista que adopta en esta su sentencia constituye el criterio definitivo e inamovible al que habrán de sujetarse todas las controversias que se susciten sobre el mismo asunto, actitud que considera ajena a nuestro Derecho, inserto en el modelo continental.

En ocasiones la cosa es más grave porque no se trata simplemente que diga que no va a variar de criterio, lo que podría considerarse un voluntarismo inútil, sino que emite una sentencia que tiene todos los visos de una norma general, como cuando declara nulos con carácter general las cláusulas suelo, que en principio considera válidas, con independencia de las circunstancias que hayan concurrido en su contratación y luego se inventa la retroactividad limitada a una fecha, contra lo que dispone la ley y las reglas generales (ver posts sobre cláusula suelo anteriormente enlazados) o simplemente dispone que un interés de demora que sea dos puntos por encima del remuneratorio es nulo, sin tener en cuenta circunstancia alguna (ver aquí).

Lo malo es que esa idea de la “jurisprudencia vinculante” ha sido reclamada por alguna personalidad como el expresidente del CGPJ Hernando en 2005 y ha aparecido en algún Anteproyecto de la LOPJ.

Qué consecuencias tiene

Sin lugar a dudas, sobre esta cuestión sobrevuelan preguntas de calado como cuál ha de ser el valor de la jurisprudencia, cómo se logra la uniformización de criterios en caso de discrepancia, hasta qué punto el precedente ha de vincular, etc. Los jueces ya no son, lo sabemos, la mera boca de la ley de la que hablaba Montesquieu, pero, ¿cuáles son los límites de su actuación? Las dos tendencias de la autopolitización (actuar según valores y la doctrina vinculante) son en cierto sentido contrapuestas, una a modo contrapeso de la otra, pero su interacción puede ser muy nociva. El debilitamiento del principio de legalidad tiene el grave inconveniente de la disolución de la objetividad del Derecho en un voluntarismo subjetivista, con la correspondiente inseguridad jurídica para los ciudadanos.

En cuanto a la “jurisprudencia vinculante” de facto o legal, no cabe duda de que puede tener un efecto positivo (quizá compensador, como decía, de la subjetividad del juez comprometido): la uniformización de soluciones judiciales, pues la disparidad de los tribunales inferiores genera enorme inseguridad jurídica y agravios comparativos. Pero quizá la jurisprudencia vinculante no sea la solución porque priva de independencia y favorece la politización y supone cambiar nuestros sistema jurídico sin los contrapesos que pudieran tener otros. El anteproyecto de LOPJ fue muy criticado por De la Cuesta Rute y por Jesús Villegas por esas mismas razones (ver pág. 45 de su libro).

Por qué ocurre esto: hacia la hipótesis explicativa

  1. La aparición de Constituciones y normas de rango superior.

Comentaba Aragón Reyes, en su artículo “La vinculación de los jueces a la ley”, que se observa en la ciencia jurídica actual, quizá por influencia norteamericana, una tendencia a sobrevalorar la Constitución e infravalorar la ley, a la que los jueces europeos siguen sujetos, por lo que ni pueden inaplicar las normas por inconstitucionalidad sino usar la vía de la cuestión de constitucionalidad. Eso lleva a considerar el ordenamiento como un sistema material de valores y a entender que los derechos no dependen de la ley sino de instancias superiores. Ello socava el equilibrio de nuestro sistema y tiene una enorme carga deslegitimadora del sistema parlamentario. Vean aquí un resumen extenso que hice de ese artículo.

  1. La crisis institucional.

Seguramente, una segunda razón de estas tendencias, es la crisis institucional que padecemos que hace que el legislativo y el ejecutivo se vean incapaces de afrontar con la suficiente celeridad los retos que exige la ciudadanía, máxime en un contexto de crisis económica en el que el sufrimiento se reparte de una manera no muy equitativa y en el que ese mismo sufrimiento hace ver las cosas desde una perspectiva no muy reposada y equilibrada por la opinión pública. Y quizá el poder judicial se ve en la necesidad de remendar lo que los demás poderes del Estado no hacen o hacen mal. Y esta es la gran pregunta que hemos de hacernos: si esta solución es viable o si es importante que cada institución resista en el papel que le corresponda.

  1. La crisis del Derecho. La posmodernidad jurídica e individual.

O quizá ello es una consecuencia lógica de la posmodernidad, a la que no es ajeno el Derecho. Hoy se busca una justicia material obtenida más bien con métodos intuitivos y empíricos, y se rechazan formas y procedimientos que de alguna manera encorsetan la justicia material; del mismo modo que individualmente eso significa la liberación de los roles tradicionales, de la tiranía de las normas y todo ha de ser líquido y no sólido, quizá todos nos vemos más libres de buscar la Verdad y la Justicia sin someternos a entorpecedores requisitos, buscando esa ética de la autenticidad de la que hablaba Taylor en que lo que vale es manifestarnos a nosotros mismos en aquello que consideramos justo y en el que las indicaciones exteriores son más bien sugerencias pero no límites imperativos.

Qué hacer

Lo primero, tomar conciencia de esta cuestión y ver si es importante; en segundo lugar, enmarcarla en una crisis institucional general en la que el equilibrio de poderes constitucionales y el Estado de Derecho en General se encuentra en una posición muy inestable, con continuas inmisiones entre ellos, por lo que parece claro que la solución a esta cuestión, si se considera digna de atención, deberá venir de la mano de una reforma más global.

En todo caso, quizá, como señalaba en su día Alejandro Nieto nuestra justicia está en el desgobierno porque no se ha terminado de ensamblar dos tipos ideales: el “liberal”, que tiene la virtud de la meritocracia y el riesgo del corporativismo; y el “democrático”, comprometido con los valores pero con riesgo de politización (lo copio de Villegas). Y que si queremos cambiar de aquél a este, habrá que cambiar el sistema jurídico para adoptar los controles y contrapesos que tienen los sistemas judiciales distintos, como los anglosajones. Sirva esta hipótesis que expongo para alertar de los riesgos de los cambios sin control de los sistemas jurídicos.

 

La renuncia de Rajoy

Estamos tan acostumbrados a la absoluta irresponsabilidad con la que se mueven nuestros líderes políticos que uno de los acontecimientos más graves de nuestra corta historia democrática –la renuncia del Sr. Rajoy a la propuesta del Rey de formar Gobierno realizada al amparo del art. 99 de la Constitución- ha pasado casi desapercibida, sin escándalo alguno y con escasas críticas. Verdaderamente, nos hemos habituado ya a casi todo.

Para sopesar la trascendencia de este hecho y el grave apuro en el que esta situación coloca a nuestro Jefe de Estado, debemos recordar someramente el procedimiento aplicable. El art. 99.1  atribuye al Rey, previa consulta con los representantes de los Grupos políticos, la facultad de proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno. El 99.2 señala que el candidato propuesto solicitará la confianza de la Cámara. El 99.4 que si no la obtiene se tramitarán sucesivas propuestas. Y, finalmente, el 99.5 señala que, transcurrido el plazo de dos meses desde la primera votación ningún candidato hubiera obtenido la confianza, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones.

La primera idea que hay que retener es que mientras no se produzca la primera votación no empieza a correr el plazo de dos meses para la disolución y estamos condenados a continuar de manera indefinida con un Gobierno en funciones, no legitimado plenamente para ejercer su función y con importantes limitaciones operativas.

Pues bien, lo cierto es que el Rey, después de un largo mes tras la celebración de las elecciones y de consultar con todos los representantes políticos, ha propuesto a la persona que las ha ganado, que durante todo este tiempo ha manifestado la intención de aceptar en primer lugar el encargo y además con el asentimiento para ello del resto de Grupos: al Sr. Mariano Rajoy. Para comprobar la realidad de esa propuesta leamos la nota publicada por la Casa Real y cuyo texto íntegro pueden consultar aquí:

“2. En el transcurso de la última consulta, celebrada con Don Mariano Rajoy Brey, Su Majestad el Rey le ha ofrecido ser candidato a la Presidencia del Gobierno. Don Mariano Rajoy Brey ha agradecido a Su Majestad el Rey dicho ofrecimiento, que ha declinado.”

Recapitulemos: el Rey le ha hecho una propuesta en cumplimiento de sus deberes constitucionales y el Sr. Rajoy la ha “agradecido” y luego la ha “declinado”. Y no se ha ido inmediatamente a su casa renunciando definitivamente a su candidatura, sino que dice que espera volver a intentarlo cuando fracasen todos los demás y le venga así un poco mejor… Pero para comprender adecuadamente la gravedad de este hecho tenemos que analizar el caso detalladamente.

Al analizar este artículo 99 nuestra doctrina constitucionalista se centra en el criterio debe seguir el Rey a la hora de hacer la elección.[1] Dada su obligación de neutralidad institucional, su margen de maniobra es prácticamente inexistente. Básicamente hay tres posibilidades: (i) Si alguien tiene mayoría absoluta poco hay que comentar; (ii) Si no hay mayoría absoluta, pero los representantes de los distintos Grupos que la suman le indican un candidato, tampoco hay nada que comentar; (iii) El problema se plantea, por supuesto, cuando no le indican nada. En ese caso hay práctica unanimidad en entender que el Rey debe proponer como candidato al líder del partido con más escaños. ¿Para que se estrelle? Quizás, pero lo fundamental es que el plazo empiece a correr. Y, sobre todo, que el Rey no tiene más opciones, so pena de abrasarse a sí mismo.

El Sr. Rajoy conocía esta circunstancia desde la noche del 20 de diciembre, y durante este último mes ha estado sentado tranquilamente en su sillón, que parece que es su técnica habitual de resolución de problemas. No ha hecho ninguna oferta programática al resto de partidos con la finalidad de llegar a un acuerdo. Ni siquiera ha llamado al Sr. Rivera, el único que había manifestado públicamente su disposición a dejarle gobernar. Se ha limitado a convocar al Sr. Sánchez para solicitarle su apoyo para continuar como Presidente, y cuando este le ha dicho que no, se ha quedado en su despacho con tiempo libre para leer la prensa deportiva y a disposición de los imitadores y humoristas de este país. Y no solo eso, sino repitiendo durante todo este tiempo que sería el primero en presentarse por responsabilidad. Concretamente, el jueves 21 de enero (¡el día antes!) según recogía un periódico tan poco sospechoso como La Razón (aquí), manifestaba

“que tiene “todas las fuerzas” para presentar su candidatura a ser investido de nuevo jefe del Ejecutivo y ha argumentado que lo bueno para España sería que este asunto estuviera resuelto en el plazo de 15 días (…) “Evidentemente, mi candidatura la voy a presentar. Nos han votado más de siete millones de españoles y sinceramente creo que en la situación en la que estamos, un poco de sensatez y de cordura viene bien”, ha añadido. (…) Al plantearle si hay razones para que en el PP puedan estar preocupados por una supuesta inacción suya para lograr un acuerdo, ha explicado que ha hablado con todas las personas con las que lo debía hacer y que este no es un momento para “dar espectáculos”, sino para ser serios. (…) Ya lo había adelantado esta mañana el portavoz del PP en el Congreso, Rafael Hernando, que informaba de que Rajoy le trasladará a Felipe VI en la reunión que celebrarán mañana, viernes, en el Palacio de la Zarzuela que iba a presentar su candidatura.”

Pero llega el viernes y Rajoy “declina”, que debe ser como en la política llaman a lo que El Gallo denominaba “la espantá” (aquí). Bien, ¿en qué situación deja al Rey esta “declinación”? En mi opinión en una bastante mala. Veámoslo.

En primer lugar retengamos que el plazo sigue sin correr y Rajoy continúa como Presidente en funciones. El Rey, en consecuencia, se ve obligado a iniciar una nueva ronda de consultas en la que ya no puede proponer a Rajoy si las circunstancias no cambian, por lo que, aplicando el criterio reglado anteriormente indicado, debe proponer como candidato al líder del PSOE, Pedro Sánchez, el siguiente en número de escaños. Pero por la misma razón, de forma totalmente justificada por el precedente, el Sr. Sánchez puede igualmente “declinar” el ofrecimiento, por no haber podido tampoco lograr el consenso necesario para la investidura que, señores, es algo no solo posible sino muy probable. ¿O es que acaso se tiene que inmolar el segundo antes que el primero?

Como Diógenes, el Rey sigue buscando un candidato con un farolillo mientras no solo no empieza a contar el plazo sino que el Gobierno en funciones tampoco puede disolver las Cámaras (art. 21.4 a de la Ley del Gobierno). Podemos seguir así 4 años, que quizás es lo que el Sr. Rajoy esté buscando. No lo sé, pero en cualquier caso no puede parecer que lo hace con la complicidad del Rey.

Por eso, al Jefe del Estado no le queda otro camino -especialmente si el Sr. Sánchez no puede aceptar su propuesta en un plazo muy breve por no reunir los consensos necesarios- que volver a ofrecer la candidatura al Sr. Rajoy, advirtiéndole que la tiene que aceptar obligatoriamente o irse a su casa de manera inmediata y desaparecer de la vida pública para siempre, que es lo que el viernes tenía que haber hecho de motu proprio, o el sábado bajo el clamor de la sociedad española, empezando por su propio partido. ¿Qué va a ser vapuleado si se presenta? Desde luego, pero eso no le inhabilita para volver a intentarlo si los demás fracasan y consigue al fin los consensos necesarios (art. 99.4). Lo que es intolerable es que se niegue a hacerlo cuando se le propone, por no pasar el trago y asumir el coste político, trasladándole la patata caliente al Rey. Y recordemos que el que haya otras opiniones diferentes de esta que acabo de exponer (como el que el Rey debe proponer sucesivamente al resto de representantes de los Grupos, o puede permanecer semanas sin proponer a nadie, o no puede obligar a ningún líder a aceptar la designación) no convierte en más sencilla su posición, sino todo lo contrario: las dudas al respecto no producen otro efecto que hacer saltar por los aires el papel reglado que ha querido darle la Constitución, recordemos que en su propio beneficio. Pienso que ya ha cometido un (disculpable) error dejando que Rajoy se le escape vivo. No puede cometer otro.

A todo esto ha abocado la irresponsabilidad de nuestro actual Presidente del Gobierno en funciones. Pero, efectivamente, a eso y a otras cosas casi peores ya estamos acostumbrados, verdaderamente.

[1] Para un análisis más detallado recomiendo el comentario al art. 99 de la CE de Joan Vintró Castells, profesor de la UB en Comentarios a la Constitución Española dirigida por María Emilia Casas y Miguel Rodríguez Piñero.

Los referendos catalanes y la reforma constitucional

La independencia de Cataluña (o de cualquier otra Comunidad Autónoma) requiere en todo caso una reforma constitucional. El necesario referéndum en el correspondiente territorio podría realizarse antes de esa reforma (el denominado consultivo en el artículo 92 de la CE) o después (en el caso de articularse al amparo de una ley de claridad estilo canadiense). En este post vamos a tratar los pros y contras de ambos escenarios.

El referéndum “consultivo”

El art. 92.1 señala que “las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”.

Esta competencia aparece reservada al Estado en el art. 149.1.32 CE, pero se discute si sería posible su delegación a una Comunidad Autónoma al amparo del art. 150.2 CE (la Generalitat siempre ha defendido que sí). En cualquier caso, y a nuestros efectos, el tema no es muy relevante, porque la cuestión a debatir es si el Estado podría organizar un referéndum de independencia en solo una Comunidad sin reformar previamente la Constitución.

Aunque el artículo 92 no establece ningún límite material al respecto, el PP y el PSOE consideran que un referéndum consultivo sobre este asunto no podría realizarse únicamente en un Comunidad Autónoma, sino que tendría que ser nacional, frente a la postura contraria, que sostiene su perfecta constitucionalidad, mantenida por la Generalitat y defendida por algunos especialistas como Rubio Llorente. No voy a resumir los argumentos de unos y de otros, pero lo que parece claro es que solo podría ser admisible si el referéndum es genuinamente “consultivo”, es decir, si no implica efecto jurídico alguno, lo cual tampoco está muy claro, como veremos enseguida.

Pero admitamos como hipótesis su constitucionalidad. Para convocarlo se necesita que, a petición del Presidente del Gobierno, el Congreso apruebe la convocatoria por mayoría absoluta (arts. 2.3 y 6 de la Ley Orgánica 2/1980). No se requiere la intervención del Senado para nada, por lo que en la actualidad, pese a la oposición del PP y de Cs, el resto de grupos podría aprobar esa convocatoria.

Bien, imaginemos que lo hacen y que el referéndum tiene como resultado un sí a la pregunta de si se desea que Cataluña sea independiente. ¿Qué ocurre entonces?

Aquí es donde empiezan los verdaderos problemas. En primer lugar no sabemos exactamente qué efecto tendría este resultado. El carácter “consultivo” del referéndum previsto en el art. 92 CE no tiene un alcance pacífico en la doctrina constitucionalista. De hecho, ni siquiera lo tenía para los “padres de la Constitución” si nos fijamos en los trabajos parlamentarios de la Comisión (ver en este sentido el trabajo de Joan Oliver al respecto). De ahí que para algunos no vincule en absoluto (Alzaga), para otros solo cuando el resultado sea concluyente (Santamaría), mientras que para unos terceros vincularía en todo caso (Jorge de Esteban y López-Guerra). Controversia razonable, porque por muy consultivo que pueda ser un referéndum no deja de plantear dudas que la decisión del pueblo (titular último de la soberanía nacional) no vincule a sus representantes de alguna manera. Claro, que siempre cabría alegar en este caso que los catalanes no son aquí “todo el pueblo”, por lo que su carácter meramente consultivo y no vinculante quedaría reforzado.

Pero de nuevo, por razón del argumento y como mera hipótesis, imaginemos que adoptamos la tercera postura (o la segunda y el resultado es concluyente): ¿Qué implicaría esa “vinculación”? Pues en realidad poca cosa, desde el momento en que ejecutar ese mandato exige una reforma constitucional. Que esa reforma es imprescindible lo reconoce hasta la propia Generalitat en su informe de abril de 2015 sobre el “proceso” (aquí) y resulta obvio en cuanto pulveriza el Título VIII de la Constitución en un determinado territorio. El hecho de que su Título Preliminar no enumere las CCAA podría evitar una reforma agravada, pero en cualquier caso no la ordinaria.

Pues bien, en este escenario la previsible oposición del PP es insoslayable, tanto por su mayoría en el Senado como por su minoría de bloqueo en el Congreso. Sencillamente porque, aunque admitamos esa “vinculación” a los poderes públicos (que ya es mucho admitir), esta no puede conllevar que por una vía indirecta se alteren las precisas normas que para la reforma constitucional consagra el Título X.

¿Qué conclusiones entonces deducimos en el caso de seguir este procedimiento? Pues en mi opinión nos veríamos condenados a un absoluto desastre desde todos los puntos de vista. Veámoslo con un poco de detalle:

En primer lugar, un referéndum previo consultivo sin efectos decisorios genera todo tipo de incentivos perversos y conductas estratégicas (free rider), tanto para votantes como para partidos políticos. Como saben que su voto no será decisivo, es posible que, pese a no desear como primera opción la independencia, cedan unos y otros a la tentación de votar por el sí con la finalidad de mejorar su respectiva posición negociadora de cara al futuro. De tal manera que con un referéndum de este tipo ni siquiera sabríamos realmente cual sería la verdadera opinión de los catalanes.

En segundo lugar, este proceso generaría una enorme conflictividad política y jurídica, pues la convocatoria sería impugnada por los disidentes de manera inmediata ante el Tribunal Constitucional, al que una vez más se le obligaría a resolver la patata caliente política, para desprestigio de nuestras instituciones, que no están precisamente para servir de instrumento a las estrategias políticas de nuestros partidos.

Pero en tercer lugar, y esto es lo verdaderamente importante, esta vía totalmente muerta (en cuanto condenada a chocar con una reforma constitucional no negociada a priori) produciría una enorme frustración social que, sinceramente, creo que no nos podemos permitir en este momento de nuestra historia.

Todo ello aconseja aceptar (Sr. Iglesias) que, si somos serios, el único referéndum posible, en el caso de desear de verdad hacerlo, sería el decisorio que se celebre después de la reforma constitucional y no antes.

Los referendos decisorios derivados de una Ley de Claridad

Conforme a esta línea de actuación existirían dos referendos, uno nacional y otro autonómico.

En primer lugar habría que realizar una reforma constitucional con la finalidad de incluir en el Título VIII una opción de salida a la canadiense, siempre que se siguiese un determinado procedimiento y se cumpliesen unos determinados requisitos fijados por el Tribunal Constitucional de ese país, sobre los que hemos hablado en este blog en varias ocasiones (por ejemplo aquí y aquí). Así pues, la “Ley de Claridad” podría ser esa misma reforma sin necesidad de ulterior desarrollo legislativo, aunque no hay ningún inconveniente a que la reforma exija luego ese desarrollo.

La última fase de ese procedimiento de reforma constitucional (ordinaria) es un referéndum nacional siempre que lo solicite una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras (art. 167.3 CE). No cabe duda razonable de que ese requisito va a concurrir en ese caso, por lo que el primer referéndum decisorio sería el nacional, con el fin de que el pueblo español en su totalidad, depositario último de la soberanía nacional, se pronuncie sobre su oportunidad.

Aprobada la correspondiente reforma, la Comunidad Autónoma que reúna los requisitos previstos en esa “Ley de Claridad” podría solicitar la celebración de otro referéndum autonómico, que sería –este ya sí- totalmente vinculante. Aquí no cabrían conductas estratégicas de ningún tipo. El referéndum sería el último paso de un largo proceso y no el primero (con todos los inconvenientes que tal cosa plantea) y en el caso de que el resultado fuese afirmativo conllevaría la independencia de manera inexorable.

Claro que para ello habría que lograr variar la oposición del PP, Cs y PSOE en este tema, sin cuyo acuerdo no hay reforma constitucional que valga. Pero con ser eso siempre necesario (sigamos una vía u otra) hay que recordar dos cosas: que en esto consiste precisamente la democracia y el Estado de Derecho, y que las casas no se construyen por el tejado.

 

Serie sobre la reforma constitucional (y IX): el guardián de la Constitución

A lo largo de toda esta serie que hoy termina he pretendido seguir el mismo método: identificar primero los problemas que la experiencia de los últimos años ha puesto de manifiesto, para examinar luego las soluciones ideales a los mismos que la mayor parte de nuestros partidos nos ofrecen en sus programas. Digo la mayor parte porque el favorito en las encuestas, el Partido Popular, ni ve problemas significativos ni, en consecuencia, propone ninguna solución. Eso sí, opinará en su momento, nos dice. Ahora bien, en qué línea lo hará, es un misterio para todos.

Pero en cualquier caso parece que cabe ser optimista, porque los partidos que se han molestado en proponer algo a los votantes identifican con un elevado grado de unanimidad los mismos problemas, y eso es extraordinariamente importante. Las propuestas de los partidos nos deben servir precisamente para eso: para saber qué quieren solucionar y en qué dirección desean hacerlo. Luego la letra mediana y pequeña deberá ser fruto de la discusión y del inevitable consenso que toda reforma constitucional exige. Será imposible alcanzar el sistema electoral, el órgano de gobierno de los jueces o a la concreta distribución competencial que cada uno tiene en mente, pero todos podrán afirmar que han avanzado significativamente en la dirección que en su momento –en el de las elecciones- cada uno de ellos ofreció a los electores.

Quizás no hay una reforma más simbólica que la del Tribunal Constitucional, el guardián de la Constitución, en donde reside con mayor énfasis que en cualquier otro lugar la aporía fundamental de todo sistema político: ¿quién vigila al vigilante? Porque si deseamos que la Constitución –objeto de reflexión de toda esta serie- sea una norma jurídica de verdad y no mero papel mojado, es imprescindible que el órgano que debe velar por su cumplimiento reúna dos condiciones fundamentales: que sea independiente del legislativo, y que tenga capacidad para resolver en un tiempo razonable las cuestiones que se le plantean. Pues bien, acabamos de identificar someramente los dos principales problemas que afectan hoy a nuestro guardián, pues como el resto de órganos de nuestro sistema institucional ha sido capturado por la partitocracia y se encuentra demasiado desbordado para ejercer un control eficaz.

En un artículo publicado en el diario El Mundo hace unos meses (“Los jueces filósofos y legisladores”) comentaba que la ideología es inseparable del ser humano –también del que adopta la forma de juez- y en todas partes se asume ese imponderable con total normalidad: en EEUU designando los presidentes a jueces de su cuerda ideológica, y en Alemania hasta a los militantes de sus propios partidos. Pero el problema en España es que aquí la tensión partitocrática ha llegado hasta tal punto que ha sido la fidelidad al partido, casi a su aparato, lo que –con loables excepciones- ha determinado la elección de los magistrados, más que cualquier genérica orientación “progresista” o “conservadora”. Por eso nosotros necesitamos ahora levantar un cerco sanitario más riguroso que el que existe en otros países, y lo cierto es que los programas del PSOE, de Cs y de Podemos, apuntan en esa línea.

Como hemos ya comentado en relación a otros órganos constitucionales, el PSOE propone “la convocatoria pública de las vacantes a cubrir, la evaluación de la competencia e idoneidad de los candidatos por un Comité Asesor de composición profesional variable cuyos informes se harán públicos, la celebración de sesiones de audiencia en las correspondientes comisiones del Congreso y del Senado y la elección final por parte del Parlamento”.

Podemos propone despolitizar el Tribunal Constitucional implantando un procedimiento de “cuotas de rechazo” (propuesta 232): “la negociación de los nombramientos partirá de la conformación de un amplio listado de todas las personas técnicamente cualificadas para acceder a él. A partir de esta propuesta, cada uno de los partidos solo podrá ir si descarta de esa lista un número proporcional a la cuota que le corresponde en función de su entidad parlamentaria. Tras sucesivos procesos de descarte, acabarán quedando solo los que menos rechazo generan. No estarán designados por nadie, ni en deuda con nadie.”

Por su parte Ciudadanos pretende fortalecer la independencia del TC reforzando la posición de los magistrados que lo integran: “Al tal fin, proponemos la modificación del artículo 179 de la Constitución en los siguientes términos: a. Se exigirá veinticinco años de ejercicio profesional para poder ser designado magistrado, estableciendo asimismo un estricto sistema de incompatibilidades que garanticen su independencia, entre ellas una prohibición de haber desempeñado cargos orgánicos en un partido o cargos representativos o ejecutivos en parlamentos o gobiernos, durante los cinco años anteriores a su nombramiento. b. Se establecerá un periodo de mandato de 12 años, pero fijándose la jubilación a los 75 años. La renovación parcial se realizará cada cuatro años (3+3+3+3). Tras el cese como magistrados pasarán a la situación de jubilación con incompatibilidad para el desempeño de cualquier empleo público o privado.”

Como ven, nada que impida que puedan ponerse de acuerdo llegado el momento.

Sin embargo, en cuanto al colapso del Tribunal -sin duda un problema tan importante como el anterior- apenas se apunta nada. Una justicia constitucional que resuelve sobre la constitucionalidad de las normas años después de plantearse el correspondiente recurso resulta inoperante, cuando no perturbadora. Especialmente cuando se trata de enjuiciar normas habilitantes de otras normas, como ocurrió con el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Para cuando recae la sentencia la floresta autonómica creada es ya tan densa que no hay machete que pueda con ella. Por otra parte, un Tribunal que desestima sistemáticamente la admisión de los recursos de amparo por la absoluta imposibilidad de resolverlos sirve de muy escasa garantía a los derechos de los ciudadanos.

El único que detecta este problema es Cs, cuando señala que imprescindible conseguir “una justicia constitucional rápida y eficaz. Las dudas de inconstitucionalidad y los conflictos de competencia no pueden dilatarse en el tiempo, vulnerando de facto el derecho a la tutela judicial efectiva. Deberá fijarse un plazo perentorio para que el Tribunal se pronuncie, que no podrá superar los 90 días cuando estén afectados derechos fundamentales. La resolución de protección de estos derechos no puede dispensar una menor garantía que cuando se trata de la que resuelve la impugnación de los proyectos de Estatutos de Autonomía que se ha de dictar en el plazo de 6 meses desde la interposición de los recursos. Los ciudadanos no pueden percibir menor protección que los territorios.”

Está muy bien, pero lo complicado es realizar las modificaciones pertinentes que faciliten cumplir esos objetivos. Cuando llegue el momento se pondrán sobre la mesa algunas soluciones que los especialistas llevan tiempo sugiriendo. Una es la atribución de los recursos de amparo a una sala especial del TS. Otra es acabar con el sistema kelsesiano de control concentrado de la constitucionalidad de las leyes (pensado para Estados menos complejos que los actuales) cuyo principal defensor es el profesor Santiago Muñoz Machado (especialmente en su “Informe sobre España”). Sugiere  introducir en el Título IX de la Constitución una norma que habilite expresamente a los jueces ordinarios para inaplicar leyes contrarias a la Constitución, ya sea por confrontación directa o por vulneración del reparto competencial consagrado en la Constitución. La inaplicación no tendrá efectos al margen del litigio en el que se decide, y obligará al juez después de adoptada su decisión a presentar la correspondiente cuestión de inconstitucionalidad con la finalidad de que el TC siente el criterio definitivo para el futuro. Pero ni siquiera sería necesario plantear esa cuestión en los casos en los que decida sobre prevalencias en materia de competencias, el TC se haya pronunciado ya sobre un caso idéntico, o la contravención sea lo suficientemente clara conforme a los criterios para considerarlo así fijados al respecto por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

En cualquier caso, y como conclusión de toda esta serie, me gustaría insistir en que lo importante no es que haya consenso en las soluciones, sino en los problemas. Una vez identificados correctamente, el debate, la discusión y el trabajo científico abrirán las correspondientes vías para que el consenso final en las soluciones sea también posible. Porque lo que está meridianamente claro es que, sea cual sea el resultado electoral del próximo domingo, no será el final o la culminación de nada, sino el principio de un largo camino -que nos puede llevar incluso varias legislaturas- en el difícil tránsito de un Estado clientelar como el que tenemos a otro verdaderamente avanzado y moderno.

 

Anteriores entregas:

1.- Introducción

2.- Proponer o no proponer:That is the question

3.- El procedimiento de reforma

4.- El sistema electoral, (y aparte una opción que no requeriría reforma constitucional)

5.- ¿Qué hacemos con el Senado? 

6.- El gobierno de los jueces

7.- El reparto competencial entre el Estado y las CCAA

8.- La inclusión de nuevos derechos sociales (especialmente el “derecho” a la vivienda)

Serie sobre la reforma constitucional (VIII): la inclusión de nuevos derechos sociales (especialmente el “derecho” a la vivienda)

Este tema de la inclusión de nuevos derechos fundamentales y de derechos sociales en la Constitución es sin duda el más complejo técnicamente. Tratarlo en un único post es prácticamente imposible, así que comienzo por justificar dos autolimitaciones:

  1. No voy a tratar ninguna propuesta de inclusión de nuevos derechos fundamentales que implique modificar la sección primera del Capítulo segundo (De los derechos fundamentales y de las libertades públicas), pese a que ciertas propuestas electorales puedan exigirla (expresamente en el caso de Cs y quizás implícitamente en el caso del PSOE y Podemos). Sencillamente, porque esa modificación implica una reforma agravada, tal como expliqué en la tercera entrega de esta serie, y su evidente dificultad la hace muy poco probable.
  2. Me voy a limitar a las propuestas de “elevación de rango” de ciertos derechos sociales –nuevos o que ahora están consagrados en el Capítulo tercero (De los principios rectores de la política social y económica)- y que quieren trasladarse a la sección segunda o a una nueva tercera del Capítulo segundo (Derechos y libertades); ciñéndome especialmente al derecho a la vivienda (porque si ahora estamos hablando de todo esto es en gran parte debido a la movilización ciudadana consecuencia del terrible impacto de la crisis en este “derecho”).

Hoy el derecho a la vivienda aparece consagrado en el art. 47 del Capítulo tercero con el siguiente tenor:

Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.

Como ha aclarado la doctrina constitucional, este “derecho a la vivienda” no es un auténtico derecho, sino un mandato a los poderes públicos para que actúen en un sentido determinado, siendo el control de su pasividad de muy difícil instrumentación jurídica. Así resulta con meridiana claridad del art. 53.3, cuando dice que

El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo tercero informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen.

Este apartado tercero consagra una diferencia de trato muy importante con los auténticos derechos consagrados en el Capítulo segundo, que sí son invocables directamente ante la jurisdicción, ya estén consagrados en la sección primera o en la segunda. Por supuesto, si están incluidos en la primera tienen una protección especial (pues disfrutan de un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional) pero todos son invocables. Por eso, ese apartado tercero anteriormente transcrito consagra lo que la doctrina alemana denomina “la cláusula del miedo”, destinada a evitar que los órganos judiciales entren con criterios propios en las materias de política social amparando demandas fundadas exclusivamente en el reconocimiento constitucional de esos derechos.

Pues bien, Podemos propone en su propuesta 135, titulada “Garantía constitucional de los derechos sociales”, modificar el artículo 53 de la Constitución española para equiparar los derechos económicos, sociales y culturales a los derechos civiles y políticos (en definitiva, suprimir la “cláusula del miedo”). Por su parte Ciudadanos, en su propuesta 4 titulada “Nueva sección de derechos sociales en la Constitución”, propone incluir una sección tercera en el capítulo segundo consagrada a los derechos sociales que contenga –entre otros derechos como el derecho a la salud, a los servicios sociales, a la buena Administración, de los consumidores y usuarios, etc.- el derecho a la vivienda. Y, por último, el PSOE propone en su propuesta de reforma constitucional – al margen de reconocer como derechos fundamentales los derechos a la protección de la salud y a la protección por la Seguridad Social, incluyendo el reconocimiento del derecho a una renta o ingreso mínimo vital ante situaciones de carencia- dotar de contenido al derecho a la vivienda mediante la previsión de obligaciones concretas para los poderes públicos, especialmente en casos de desahucio.

Así que, por una vía o por otra, los tres partidos quieren elevar el rango de ese “derecho” para convertirlo en un auténtico derecho, y por tanto susceptible de fundamentar el petitum de una demanda o una sentencia judicial, al margen de otros efectos que ahora veremos. Muy bien, ¿y eso qué significa? ¿Es algo bueno o malo?

Antes de contestar a esas preguntas no estaría de más recordar esa aguda advertencia de Montesquieu en El Espíritu de la Leyes, acerca de que “no es adecuado ordenar por principios de Derecho político lo que depende de principios de Derecho civil”, o dicho de otra forma, también con sus mismas palabras: “No han de resolverse por las leyes de la libertad lo que solo han de decidir las leyes que conciernen a la propiedad” (XXVI, 15).

No digo que en este caso tenga razón, sino simplemente constato que estos “avances” tienen sus pros y sus contras, y que antes de decidirse a darlos hay que ser muy consciente de ellos, tanto para valorar el “sí” como el “cómo”. Por eso, dado que cada uno de esos derechos plantea sus problemas, voy a circunscribirme a partir de ahora solo al de la vivienda, sin perjuicio de que este análisis nos pueda servir también de piedra de toque con relación a los demás.

Pienso que para comprender adecuadamente lo que ha movido a estos tres partidos a proponer esa “elevación de rango” del derecho a la vivienda es preciso darle un poco a la moviola y situarnos en 1978 en el momento de la redacción de este art. 47, porque las preocupaciones de estos partidos no son exactamente las mismas que las del constituyente cuando decide incluir ese artículo. Si leemos las Exposiciones de Motivos de las leyes del suelo que se gestaron durante esa época, comprobaremos que la obsesión del legislador es atajar un problema de precio. La revolución industrial y tecnológica ha conseguido abaratar la mayor parte de los bienes de primera necesidad, salvo este de la vivienda. Por la propia naturaleza de las cosas, pero especialmente por las condiciones normativas imperantes en ese momento en España, el suelo es un bien escaso, lo que motiva su elevado precio, y lo que se necesita es aumentar la oferta. Solo así garantizaremos un derecho a la vivienda, que se entiende sobre todo como un derecho a “acceder” a una vivienda digna y adecuada (ahora vuelvan a leer el art. 47).

No me voy a molestar en explicar o justificar el fracaso de esta política. Está a la vista de todos. Pero el caso es que, tras constatar la inutilidad de los esfuerzos, llega un momento en el que los gestores públicos se rinden, y abordan otra perspectiva para garantizar el derecho a la vivienda. No importa el precio. Lo que importa es si puedes pagarlo. ¿Qué más da que los precios suban si alguien te financia la adquisición en cómodos plazos? Tú estas contento, el Banco está contento, el Ayuntamiento está contento y el Fisco está contento. Lo importante es que todo el mundo pueda acceder a la vivienda, aunque no sea porque los precios bajen. Y vaya si todo el mundo accedió, aunque fuese al coste de seguir disparando los precios, evidentemente.

Tampoco me voy a molestar en explicar el resultado. Está a la vista de todos. Solo que ahora, como efecto ineludible, nos hemos dado cuenta de que garantizar el derecho a la vivienda no plantea solo problemas de “acceso”, sino fundamentalmente de “conservación”. Y es entonces, a la vista de la absoluta incapacidad de nuestro Ordenamiento jurídico para resolver satisfactoriamente este problema de conservación, con dramáticos resultados sociales, y a la vista de la total inoperancia de nuestro partido mayoritario por importar soluciones de conservación que funcionan magníficamente en otros países y que hasta han sido recomendadas por entes tan poco sospechosos como el FMI y el Banco Mundial (inembargabilidad parcial de la vivienda, segunda oportunidad, ficheros positivos de solvencia, tasación actualizada al tiempo de la ejecución hipotecaria, sanción al préstamo irresponsable, control de la abusividad durante la ejecución, etc.), es entonces, como digo, cuando los nuevos partidos, y hasta alguno antiguo que quiere renovarse, han planteado que el art. 47 está muy bien, pero que se necesita la especial garantía que proporciona la inclusión de este derecho en el Capítulo segundo. Si se fijan, esta es la retórica que utiliza continuamente Pablo Iglesias: “otros hacen propuestas, nosotros ofrecemos garantías de inclusión constitucional”. ¿Tienen razón? ¿O la tiene Montesquieu? ¿Nos estamos dejando arrastrar por la retórica de los chamanes, como diría Víctor Lapuente, con el único efecto real de incrementar la frustración colectiva? ¿O realmente eso tiene sentido técnico, al margen del puramente electoral?

Para dilucidar esta cuestión, tenemos que examinar detenidamente, a la luz de nuestra doctrina y jurisprudencia constitucionales, qué implica la inclusión de este derecho en el Capítulo segundo, aunque no sea en su sección primera. Pues bien, sus implicaciones son las siguientes:

1.- El derecho a la vivienda pasará a ser un derecho fundamental. Esto es lo primero que conlleva incluirlo en el Capítulo segundo, en cualquiera de sus secciones. Se convertirá en un derecho directamente exigible, no en un mero principio programático. Ello no solo trae consigo que ese derecho pueda fundamentar una demanda o una excepción, sino que los órganos judiciales deben interpretar la legalidad en el conjunto del Ordenamiento jurídico conforme al mismo (efecto de “irradiación” recogido, entre otros, en el ATC 382/1996), incluidas, por supuesto, las relaciones jurídico privadas, como las que pueden existir, sin ir más lejos, entre un acreedor y un deudor. Empezamos a entender ahora las implicaciones de poner el punto de mira no tanto en el “acceso” (frente a los poderes públicos), como en la “conservación” (frente a los poderes privados).

Ahora bien –no se alegren o se asusten todavía- como ha señalado expresamente el Tribunal Constitucional (STC 15/1982), su exigibilidad no tiene “más excepciones que aquellos casos en que así lo imponga la propia Constitución o en que la naturaleza misma de la norma impide considerarla inmediatamente aplicable”. Por “aquellos casos que así lo imponga la propia Constitución” debemos entender tanto la propia modulación que haga el texto constitucional a la hora de consagrarlos (delimitación del derecho), como las limitaciones que se derivan de la necesaria convivencia con otros derechos fundamentales (como el derecho de propiedad o la libertad de empresa). Por la “naturaleza misma de la norma” se refiere a las limitaciones presupuestarias que impone el reconocimiento de los llamados “derechos fundamentales de prestación”, que evidentemente no pueden exigirse si existe imposibilidad material de satisfacerlos (ATC 256/1988). El primer límite parece más adecuado a las relaciones privadas (“conservación”) y el segundo a las públicas (“acceso”).

2.- El derecho a la vivienda solo podrá ser regulado por ley, como consecuencia del principio de reserva de ley consagrado en el art. 53.1 (y específicamente de Ley Orgánica para los de la sección primera, conforme al art. 81). Ello implica que no sería posible una regulación sobre ese derecho utilizando otras normas, al menos una que pretendiese establecer una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley (salvo que se refiriese a aspectos secundarios y auxiliares). En definitiva, cualquier injerencia que limite y condicione el ejercicio de ese derecho precisa una habilitación legal (STC 49/1999). Pero es que, además, es necesario respetar el siguiente límite:

3.- Cualquier regulación por ley del derecho a la vivienda deberá respetar su contenido esencial. Lo afirma así expresamente el art. 53.1, encomendado su tutela al Tribunal Constitucional a través del recurso de inconstitucionalidad. Por contenido esencial debemos entender lo que lo hace reconocible como tal y respeta los intereses que dicho derecho está llamado a proteger. Además, la injerencia debe ser en todo caso proporcional, en el sentido de que sea adecuada para obtener el objetivo buscado, no haya una alternativa mejor, y el resultado final sea armónico o equilibrado.

No cabe duda de que la consagración del derecho a la vivienda como un derecho fundamental conlleva efectos positivos, al atribuirle una mayor protección –frente a los particulares, frente a los poderes públicos y frente al mismísimo legislador- tal como hemos visto, pero también conlleva una serie de riesgos de los que debemos ser conscientes:

1.- Un claro riesgo de inseguridad jurídica. La eliminación de “la cláusula del miedo” supone ampliar exponencialmente la discrecionalidad judicial a la hora de resolver conflictos privados, emancipando al juez (aunque solo en cierto modo) del estricto control del legislador, y –ojo- sin que por ello incurra necesariamente en arbitrariedad. Hoy constatamos que a la vista de nuestras deficiencias legislativas, algunos jueces han tirado por la calle de en medio y pretenden hacer Justicia al margen de la ley, con resultados peores de los que ya tenemos. Precisamente porque eso es arbitrariedad, todavía no son muchos los que incurren en ese vicio. Pero si eliminamos “la cláusula del miedo” al juez se le ofrece un instrumento poderoso para escapar de la ley sin hacerlo del Derecho. No digo que eso esté mal de por sí, solo que va a incrementar enormemente la inseguridad jurídica.

Recordemos un interesante caso que analizamos hace tiempo en este blog y por el que se interesó la propia Reina Letizia: los suegros de una maltratada con niños pequeños deseaban recuperar el piso que facilitaron en precario al matrimonio, lo que implicaba dejar a la mujer literalmente en la calle. Tras la hipotética reforma constitucional que ahora analizamos, el juez competente no podría aplicar la ley sin más, sin ponderar el choque entre dos auténticos trenes (los derechos fundamentales de propiedad y vivienda). Una cuestión nada fácil. Pero es que sería difícil hasta para el propio Tribunal Constitucional a la hora de resolver recursos y cuestiones de inconstitucionalidad, al menos si quiere evitar convertirse en un legislador “positivo” (y no solo negativo como debería ser). Imaginen el incremento en el volumen de trabajo de todos nuestros tribunales, incluido el Constitucional, y la dificultad de fijar criterios claros para controlar esa explosión de litigiosidad.

2.- El riesgo denunciado por Montesquieu. Efectivamente, el riesgo anterior es tributario de otro más profundo, que es el que implica trastocar por arriba las reglas tradicionales del Derecho privado, sin respetar sus principios y métodos. Las técnicas de solución del problema de “conservación” de la vivienda, que antes hemos indicado (segunda oportunidad, ficheros de solvencia, inembargabilidad parcial, etc.) también aparecen recogidas en los programas de los partidos emergentes, con especial rigor en el caso del Anexo 1 del programa de Cs. Estas técnicas encajan perfectamente con los principios del Derecho privado, nadie puede cuestionarlo. Pero la duda es si la inclusión de un derecho en forma de “libertad” o de “poder subjetivo”, por su carácter expansivo e incondicionado (al menos en su contenido esencial), puede incardinarse sin fricciones en la delicada estructura de nuestro Derecho civil patrimonial, construido sobre la propiedad, con el consiguiente peligro para los intereses públicos.

¿A qué conclusiones llegamos entonces después de valorar los pros y los contras?

En mi opinión es necesario aproximarse a este tema con mucha cautela. El reconocimiento del derecho a la vivienda como un derecho fundamental puede atribuir al juez un adecuado instrumento para salir puntualmente al paso de ciertos abusos que se cometen hoy en día al amparo de normas civiles mal diseñadas (algunos de los cuales, por cierto, los hemos analizado extensamente en este blog). Ofrece al juez una opción argumentativa respetuosa con el pluralismo jurídico en materia de fuentes que caracteriza los Ordenamientos modernos, que, ejercida con prudencia, puede facilitar su labor de hacer justicia razonable y no arbitraria con pleno respeto al Derecho vigente (no olvidemos tampoco que la seguridad jurídica no es el único valor por el que debe velar el Derecho). Supone, además, un claro mandato al legislador para legislar en beneficio de ese derecho fundamental, pues su reconocimiento como tal conlleva un deber de protección más acusado del que resulta del art. 47, a la vez que consagra un núcleo irreductible de protección que hasta el legislador debe respetar. Pero considero que para minimizar los riesgos antes apuntados, es imprescindible que su reconocimiento constitucional no se limite a su mero enunciado, dada la inseguridad que algo así podría implicar. Es necesario delimitarlo con claridad, perfilándolo de tal manera que se fijen pautas claras de interpretación del ámbito protegido por el mismo. Estas pautas deberían ir dirigidas a evitar su efecto disruptivo y sin compensación en las relaciones jurídico-privadas.

 

Próxima y última entrega: el Guardián de la Constitución

Anteriores entregas:

1.- Introducción

2.- Proponer o no proponer:That is the question

3.- El procedimiento de reforma

4.- El sistema electoral, (y aparte una opción que no requeriría reforma constitucional)

5.- ¿Qué hacemos con el Senado? 

6.- El gobierno de los jueces

7.- El reparto competencial entre el Estado y las CCAA

Serie sobre la reforma constitucional (VII): El reparto competencial entre el Estado y las CCAA

La Constitución de 1978 no plasmó un modelo de Estado bien definido. Debido a las naturales dificultades del momento, se limitó a reconocer un derecho a la autonomía y a aplazar para más adelante la decisión de concretar su existencia en cada territorio y fijar su naturaleza política o administrativa. En esa época no estaba claro ni el número de Comunidades Autónomas que podían terminar surgiendo, ni su composición, ni siquiera si todas ellas alcanzarían el máximo nivel competencial permitido por el art. 149.1. Por ese motivo tampoco se fijaron reglas precisas para regular las relaciones entre el Estado stricto sensu y sus distintas partes, recurriéndose en su sustitución a criterios, como el de atribuir al Estado la legislación básica en determinados puntos, que han terminado por resultar un completo fracaso.

Es más, el desarrollo de ese complejo panorama inicial ha venido decantándose a lo largo de estos años en base a acuerdos coyunturales al socaire de mayorías frágiles. Muchos de ellos expresos, pero algunos tácitos, bajo la forma de negativa a interponer recursos contra normas manifiestamente inconstitucionales o retirando los ya interpuestos. Todo ello bajo la vigilancia de un Tribunal Constitucional muy politizado, abrumado por una carga y responsabilidad excesivas, obligado a resolver por la puerta de atrás papeletas que nuestros representantes políticos no estaban dispuestos a asumir de frente. En cualquier caso, no tiene mucho sentido en un Estado federal que las competencias de los Estados federados se fijen en las Constituciones de esos Estados (en nuestro caso en los Estatutos de Autonomía) y no en la Constitución federal.

El natural resultado de todo ello es una situación de caos que ha generado una comprensible retahíla de agravios entre el Estado y las CCAA en el que resulta difícil decidir en cada caso quién tiene razón. Hoy en día todos los expertos coinciden en que ha llegado el momento de poner orden, no solo para salir al paso de la confusión, ineficiencia, conflictividad (tanto política como jurídica) y desperdicio de recursos que algo así implica, sino porque nuestra organización territorial y su correspondiente financiación constituye uno de los obstáculos fundamentales para transitar de un Estado clientelar como el que tenemos en la actualidad a otro moderno, homologable al de las democracias más avanzadas. El conflicto, las duplicidades y el descontrol normativo y presupuestario integran el caldo de cultivo idóneo para tejer y consolidar las redes clientelares que han apuntalado a nivel territorial nuestro sistema partitocrático. En esto tampoco constituimos ninguna singularidad. Como explica muy bien Fukuyama, allí donde el fenómeno democratizador surgió de manera simultánea a la propia formación del Estado o a su diseño sustancial, el clientelismo ha hecho acto de presencia.

En su programa de reforma constitucional el PSOE apuesta decididamente por el federalismo, pero lo cierto es que decir esto es decir poco porque, quiera admitirse o no, España ya es un Estado de corte federal. Lo que necesitamos es precisar su diseño. En este sentido y entrando en detalle, el PSOE propone (yendo a lo sustancial):

1.- Racionalizar, clarificar y completar el sistema de distribución competencial, incluyendo la delimitación, al máximo posible, de los ámbitos respectivos en las competencias compartidas y enunciando de manera precisa los títulos competenciales de carácter horizontal del Estado.

2.- Reconocer las singularidades de distintas nacionalidades y regiones y sus consecuencias concretas: lengua propia; cultura; foralidad; derechos históricos; insularidad; ultraperificidad; organización territorial o peculiaridades históricas de derecho civil.

3.- Atribuir al Estado la garantía de la igualdad de todos los españoles en sus condiciones básicas de vida, en el disfrute de los servicios básicos esenciales, en el ejercicio de los derechos y libertades y en el cumplimiento de los deberes, así como la igualdad en el territorio en el que se resida.

4.- Establecer los elementos fundamentales del sistema de financiación de las Comunidades Autónomas conforme a los principios de certeza, estabilidad, y equilibrio en el reparto de los recursos públicos y los de autonomía financiera, suficiencia, corresponsabilidad, coordinación, solidaridad y equidad interterritorial.

Sin utilizar exactamente el término y pese a la ambigüedad de la propuesta, parece que el PSOE se apunta a cierto federalismo “asimétrico”. Por un lado quiere clarificar, lo cual está muy bien, pero por otro parece apostar por reconocer diferentes techos competenciales entre las CCAA en función de ciertas particularidades (sin perjuicio de reconocer al Estado capacidad de intervención para igualar condiciones de vida). Efectivamente, la expresión “reconocer sus consecuencias concretas” no tiene otra lectura. Entre dichas peculiaridades cita la “foralidad” y los “derechos históricos”. Estos son dos términos técnicos que nos remiten al País Vasco y Navarra y que no tienen otro contenido real que el concierto fiscal -ya reconocido- y que de esta manera el PSOE propone mantener. “Lengua propia”, “insularidad”, “ultraperificidad” y “peculiaridades históricas de derecho civil”, remiten a datos objetivos que solo concurren en determinadas CCAA, pero cuyas peculiaridades y consecuencias concretas ya existen en nuestro texto constitucional. Por el tenor de la propuesta parecería que quieren ampliarse. Ahora bien, lo de “organización territorial” y –especialmente- “cultura”, es un verdadero arcano. “Cultura” hay en todas partes y no se entiende muy bien por qué la de unos debe implicar más competencias que la de otros.

En fin, parece que con esta propuesta el PSOE abre la puerta a negociar un trato especial para Cataluña, ya sea fiscal y/o competencial, pero sin que sepa explicarlo adecuadamente, y dándose todo ello un poco de tortas con toda la retórica “federal” que la precede.

Por su parte Ciudadanos (propuestas 23, 24 y 25 de su programa de reforma constitucional) propone clarificar el modelo de distribución de competencias de la forma siguiente (yendo a lo sustancial):

1.- Elaborar un listado de competencias exclusivas del Estado del art. 149 de la CE, excluyendo la posibilidad que hoy permite el art. 150.2 de su transferencia o delegación a las CCAA.

2.- Elaborar un listado de competencias compartidas entre el Estado y las CCAA. La Constitución establecerá las reglas de relación para evitar los conflictos sobre la base de la supletoriedad y la prevalencia de la legislación del Estado.

3.- Incluir una cláusula residual que atribuya el resto de materias a la competencia de las Comunidades Autónomas.

4.- En todo caso, el Estado podrá legislar con eficacia jurídica plena y directa cuando sea necesario para garantizar las condiciones de vida equivalentes en todo el territorio nacional.

5.- La financiación territorial debe garantizar la igualdad básica de todos los ciudadanos con independencia de su lugar de residencia. A tal fin, proponen: a. La elaboración de una cartera de servicios cuya garantía estaría constitucionalmente respaldada por la financiación del Estado. b. El compromiso a favor de la armonización fiscal de ámbito europeo que elimine excepciones territoriales (en definitiva, el concierto vasco y navarro). c. Mientras ello ocurre, al menos es necesario revisar el actual sistema del cupo. Se debe hacer un cálculo razonable de la contribución vasca y navarra a la Hacienda estatal con el fin de evitar desigualdades. d. Las Comunidades que deseen incrementar los servicios prestados respecto de los garantizados podrán, en virtud del principio de responsabilidad fiscal, sufragarlos mediante el incremento de las cargas tributarias que recae sobre los ciudadanos que serán los que, en última instancia, deberán valorar la conveniencia de tales incrementos.

Si examinamos el texto con detalle veremos que lo que propone (aunque la verdad es que podía haber sido un poco más preciso) es atribuir una gran competencia residual de carácter general a las CCAA, no solo por la citada clausula residual, sino por la distribución que hace de las competencias compartidas, que me parece lo más interesante de todo. En la actualidad, en materia de competencias compartidas vivimos en la total confusión derivada de la imposible convivencia entre una supuesta legislación básica atribuida al Estado y una de desarrollo a las CCAA. Eso no es compartir, sino repartir (mal). Como ocurre en el resto de los países federales, en el ámbito de las competencias compartidas las CCAA deberían poder legislar con completa libertad. Simplemente se atribuye al Estado la posibilidad de intervenir en supuestos excepcionales (tal como ocurre en Alemania, por ejemplo) para asegurar la creación de condiciones de vida equivalentes en todo el territorio nacional cuando esta equivalencia se encuentre en peligro, o para salvaguardar el mantenimiento de la unidad jurídica y económica, garantizándose la prevalencia de su legislación en estos casos. En otros, por el contrario, su legislación queda subordinada a la autonómica allí donde exista (así cuando se establezca una legislación estatal para aquellas CCAA que no hayan decidido legislar sobre una determinada materia). De ahí los términos de “supletoriedad” y “prevalencia” utilizados en el programa, que a primera vista podrían parecer un poco crípticos.

A la vista de ello no termino de entender bien la crítica que hace Roger Senserrich a esta propuesta en un post publicado en Politikon bajo el título “Arreglando el problema equivocado”, al señalar que no se necesita tanto la claridad como el blindaje de las competencias autonómicas. Pienso que el programa de Cs atiende perfectamente a esta cuestión, porque “claridad” aquí no es solo sinónimo de “comprensibilidad”, sino también de “orden” (en su tercera acepción de regla para hacer las cosas).

Como coinciden todos los expertos y también el propio Tribunal Constitucional, la idea de asimetría está embebida en el propio concepto de autonomía, sin duda alguna. Si nuestro Estado es autonómico, nuestro Estado es asimétrico. Pero Cs solo la admite como cuestión de posible resultado y no de principio, a diferencia del PSOE. Ambos programas prevén instrumentos para evitar que esa asimetría pueda llegar a ser excesiva, reconociendo mecanismos de intervención del Estado que, parece, deberían ser más intensos del que ahora mismo le atribuye el art. 149.1.1. Pero mientras Cs admite que todas las Comunidades puedan llegar –asumiendo cada una el coste de su financiación-  hasta el tope que la Constitución les permite (reconociendo así una sustancial igualdad de partida), el PSOE parece admitir la posibilidad de precondicionar ese tope ya de entrada. Por último, no se precisa de manera específica qué materias exactamente se van a incluir en cada una de las listas, exclusivas y compartidas, aunque realmente un buen sistema de competencias compartidas y de intervención del Estado para atender desigualdades reduce la importancia de esta cuestión.

Por su parte, el programa de Podemos es bastante parco en esta materia, ventilando la cuestión en solo dos párrafos. En el primero (propuesta 277) se centra en el derecho a decidir, pero no termina de rematar con claridad. Propone abrir un debate sobre la materia y sobre las experiencias del Reino Unido y Canadá, pero no nos indica cuál va a ser su postura en ese debate, lo cual me parece un poco sorprendente. En cualquier caso resulta interesante que gracias a Podemos se plantee en campaña electoral una discusión política en torno a una posible reforma constitucional con la finalidad de dar cabida en nuestro país a una Ley de Claridad a la canadiense, que, por cierto, no es meramente permitir un referéndum de independencia, sino algo mucho más complejo, como hemos analizado en este blog en infinidad de ocasiones.

El segundo párrafo (propuesta 279) se refiere a la financiación, pero la verdad es que está lleno de vaguedades. No obstante, en alguna intervención Pablo Iglesias ha defendido la subsistencia del concierto vasco y navarro, aunque recalculado, parece.

Indiscutiblemente, todas estas cuestiones terminarán sobre la mesa en una negociación post electoral, que necesariamente debe incorporar a la mayor parte de los partidos nacionalistas. Pero incluso a los independentistas que no quieran participar, una buena oferta de reforma constitucional en este ámbito (es decir, un buen coctel de propuestas) les podría dejar bastante descolocados. Sencillamente porque podría ser atractiva para parte de sus potenciales electores. Veremos si existe el talento y la habilidad suficiente para ello.

 

Anteriores entregas:

1.- Introducción

2.- Proponer o no proponer:That is the question

3.- El procedimiento de reforma

4.- El sistema electoral, (y aparte una opción que no requeriría reforma constitucional)

5.- ¿Qué hacemos con el Senado? 

6.- El gobierno de los jueces

 

 

Serie sobre la reforma constitucional (VI): El gobierno de los jueces

Si hay algo claro en este tema del gobierno de los jueces es que tan peligroso es entregarse a los políticos como a los propios jueces. Por la primera vía caemos en la politización y en la destrucción de la división de poderes. Por la segunda, en el corporativismo y en la falta de responsabilidad (al margen del peligro derivado de conferir excesivo protagonismo a unas asociaciones judiciales que no representan a todos los miembros de la carrera judicial). Antes de la reforma de la LOPJ de 1985 ensayamos la sartén de los jueces, y tras ella el fuego de los políticos, con resultados calamitosos. ¿Acaso tertium non datur?

Sin necesidad de reformar la Constitución se podría avanzar algo en favor de esa tercera vía. De hecho, este blog lo ha propuesto en infinidad de ocasiones. Por ejemplo, en este post de 2012: El poder judicial no es propiedad ni de los jueces ni de los partidos. Dados los estrechos límites que deja la Constitución, una posible vía de actuación pasaría por aprovechar la falta de mención en el art. 122.3 de cómo se eligen los doce miembros que tienen que ser jueces o magistrados (de ello se aprovechó el PSOE en 1985 para imponer que también los designase el Parlamento). La propuesta consistiría en privar de ese nombramiento a los políticos para entregárselo, no solo a los jueces, sino también a los fiscales, abogados y letrados de la Administración de Justicia, que, aun eligiendo a jueces, tendrían incentivos suficientes como para exigirles responsabilidades en caso de que incurriesen en excesos corporativos, con la ventaja de que estos no deberían nada a los políticos (al menos directamente, porque siempre existe el riesgo de la captura de las correspondientes asociaciones profesionales por los partidos). Esta es la propuesta que presentó UPyD en su programa de 2011.

Otra posibilidad que no requiere una reforma de la Constitución es la que incluye el PSOE en su programa (curiosamente llamado de reforma constitucional) para estas elecciones, aunque lo hace indirectamente al referirse de manera genérica a todos los órganos constitucionales:

“Fortalecer la actuación imparcial e independiente de los órganos constitucionales y organismos reguladores mediante el establecimiento de un sistema para el nombramiento de sus miembros en el que se prevea la convocatoria pública de las vacantes a cubrir, la evaluación de la competencia e idoneidad de los candidatos por un Comité Asesor de composición profesional variable cuyos informes se harán públicos, la celebración de sesiones de audiencia en las correspondientes comisiones del Congreso y del Senado y la elección final por parte del Parlamento.” (Al margen de esto solo se refiere al CGPJ en la p. 10 del programa para afirmar sin mayor concreción que se garantizará su independencia).

En este mismo sentido se manifiesta el profesor de Derecho Administrativo, Mariano Bacigalupo, en un interesante artículo al respecto (aquí). Sin embargo -y aunque la música suena muy bien con carácter general- esta propuesta solo puede funcionar en este concreto tema del gobierno de los jueces si antes se produce un radical cambio de cultura en nuestra clase política (y en nuestra ciudadanía). La convocatoria pública está fenomenal –aunque si no hay garantía de objetividad la gente no se anima-, lo del Comité Asesor también -¿pero quién lo designa?, ¿cómo conseguir que se le haga caso?, ¿cómo evitar  aun así el nefasto reparto de cuotas entre los partidos? – y de la transparencia qué vamos a decir –que estamos aprendiendo por experiencia que no es tan clara como nos la habían prometido. En fin, la experiencia nos dice que no podemos confiar casi nada ni en nuestros políticos ni en nuestras principales asociaciones judiciales: recordemos la repartija.

Por su parte Podemos (al menos según esta noticia) propone que sea la “ciudadanía” quien elija “directamente” a los “15 miembros” (se reducirían cinco vocales de los 20 que establece la Constitución). Así, los “jueces y magistrados, fiscales, secretarios judiciales y juristas de reconocido prestigio con al menos 10 años de experiencia en este ámbito” que deseen entrar en el Consejo tienen que ser “avalados por asociaciones, sindicatos o plataformas ciudadanas”. Esta propuesta implica una reforma constitucional, aunque no tanto porque elijan los “ciudadanos”, sino por la reducción del número y la ampliación de la condición de los elegibles.

La elección directa de los consejeros de un órgano constitucional por los ciudadanos es algo inédito en el Derecho comparado y le veo bastantes inconvenientes. En primer lugar, es un poco impreciso (¿Vamos a hacer un referéndum para eso? ¿O los elegimos a la vez que los diputados?). En segundo lugar, es evidente que los ciudadanos no pueden estar informados de la competencia técnica de los candidatos, ni por tanto están en condiciones de juzgar por si solos. Lo normal es que no tengan más remedio que fiarse de lo que les aconsejen a este fin los… sí, lo han adivinado: los partidos políticos, con lo cual volvemos al vicio que pretendíamos erradicar (al margen de la dificultad de evitar el efecto the winner takes it all).

El PP por su parte propuso en su programa de 2011 volver al sistema anterior a 1985, conforma al cual a los consejeros los designaban los jueces. Lo verdaderamente asombroso es que su reforma de 2013 no solo no fue fiel a esta propuesta, sino que realizó otra en un sentido radicalmente distinto, profundizando en la captura de nuestros jueces por el partido dominante (supongo que apremiado por razones urgentes bastante comprensibles, como analicé en este blog y en el periódico semanal Ahora). Por eso no creo que en su programa de este año tengan la osadía de proponer nada al respecto. En estos casos se suele agradecer un discreto silencio.

Por último, Ciudadanos ha lanzado una propuesta (la número 10 de su programa) que ha causado gran controversia y que exige necesariamente una reforma constitucional: Se trataría de suprimir el Consejo y sustituirlo por un órgano unipersonal (cuyo titular ostentaría la condición de Presidente del Tribunal Supremo, como ocurre en la actualidad con el Presidente del Consejo) elegido por el Congreso con el voto a favor de dos terceras partes de sus miembros. El candidato tendría que reunir una serie de requisitos (magistrado del TS con veinte años de ejercicio y sin vinculaciones políticas), su mandato duraría seis años y no sería reelegible.

Las asociaciones de jueces han criticado unánimemente esta solución, considerando que la concentración de poder en una sola persona favorecería conductas absolutistas y dictatoriales que agravarían, más que mitigarla, la politización de la Justicia (en este sentido véanse estos artículos de Margarita Robles –magistrada del TS y ex vocal del CGPJ, y de Jesús Villegas –magistrado y secretario de la Plataforma Cívica por la independencia Judicial-).

Frente a estas críticas otros expertos han alegado que esta propuesta no puede valorarse de manera aislada desconectada de la siguiente (la número 11) en donde se indica que “como complemento imprescindible” la provisión de todas las plazas se llevará a cabo a través de procedimientos reglados, “sin discrecionalidad alguna” (véanse a estos efectos los artículos de los catedráticos Francisco Sosa Wagner y Andrés Betancor y de la coeditora de este blog Elisa de la Nuez). La idea de fondo, como explica perfectamente Sosa en su artículo, es que si al órgano le suprimimos las facultades discrecionales que ahora tiene (fijémonos en el art. 326.2 de la LOPJ), entonces tres serán multitud, pero no digamos veinte. Y en cuanto al riesgo derivado de la unipersonalidad, sin poder efectivo no hay dictadura ni ley de hierro que valga.

La verdad es que el debate es interesante y, se adopte o no esta solución, puede ofrecer mucha luz sobre la mejor forma de abordar los problemas que hoy plantea el órgano de gobierno de los jueces. Veámoslo con un poco más de detenimiento. Los críticos alegan que este planteamiento de Cs puede estar bien en el papel, pero casa mal con la práctica diaria. Así, afirman que también la actual Ley en su art. 326.1 dice que la mayoría de las plazas se cubrirán por concurso con arreglo a mérito y capacidad, y sin embargo… ya sabemos lo que pasa. Y también los expedientes disciplinarios están sujetos a ley y por tanto a revisión judicial, y sin embargo… meten mucho miedo, quién lo duda. Recordemos un dato pavoroso: los españoles son los jueces europeos que lideran la respuesta afirmativa a la pregunta de si los nombramientos y promociones se hacen en base a criterios distintos a los de capacidad y experiencia (nada menos que un 83% contesta que sí); los jueces españoles son los que más responden en sentido afirmativo – después de los de Albania y Letonia- a la pregunta de si han estado sometidos durante los dos últimos años a alguna presión inadecuada.

Bien, en esta confesión está el quid del asunto, asumámoslo de una vez. Ese funcionamiento arbitrario, ineficiente y caprichoso es el principal problema que debemos resolver. Por eso, debería ser la propuesta 10 la complementaria de la 11, más que a la inversa. Todo el mundo ha puesto mucho énfasis en la primera (probablemente hasta Cs) cuando lo importante está en la segunda. Y cuando afirmo que la 10 debe ser complementaria, no me refiero solo a su importancia, sino a su carácter meramente instrumental. En definitiva, la cuestión a resolver debería ser la siguiente: si lo principal es reducir la arbitrariedad derivada de un exceso de discrecionalidad a la hora de realizar los nombramientos, ¿cuál es el mejor diseño institucional para conseguirlo?

Pienso que cualquier especialista en Public Choice nos diría que desde luego el mejor no un órgano de 20 miembros. Si los elegimos bien podríamos reducir riesgos, sin duda, pero aun así cada uno de los 20 consejeros querrá opinar e influir de manera diferente a los demás para justificar su cargo. Este es el ABC de la Teoría de la Elección Pública. Por mucho que cerremos las grietas al exceso de discrecionalidad, 20 consejeros son demasiada presión como para que sea fácil impedir que esas grietas se vayan ensanchando paulatinamente. Lo que necesitamos es un guardián de la independencia judicial cuyo único objetivo sea velar por la selección conforme a mérito, designado por una mayoría cualificada de parlamentarios que -precisamente por el carácter unipersonal del órgano en cuestión- no podrán repartirse nada entre ellos. ¿Un súper ministro de Justicia, como dicen algunos? Bueno, recordemos que en muchos países de la UE el control disciplinario de los jueces reside en el Ministerio. Pero, en cualquier caso, sería un “ministro” desconectado del Gobierno y del partido mayoritario con únicamente dos competencias: promover y sancionar conforme a reglamento.

Esperemos que el debate continúe y que este tema de la Justicia asuma en campaña el protagonismo que en justicia merece.

 

Anteriores entregas:

1.- Introducción

2.- Proponer o no proponer:That is the question

3.- El procedimiento de reforma

4.- El sistema electoral, (y aparte una opción que no requeriría reforma constitucional)

5.- ¿Qué hacemos con el Senado? 

 

Una ley electoral proporcional que no requiere reforma constitucional

Tal como anunciaba Rodrigo Tena la semana pasada, en su entrada sobre la ley electoral de su ciclo sobre la reforma constitucional, presento aquí una propuesta de ley electoral que permita resultados proporcionales sin cambiar la constitución.

Resumen

Quienes deseamos una ley más proporcional, aspiramos a modelos “ideales” que requieren un cambio constitucional, que a su vez es difícil lograr por el desigual reparto de fuerzas que arroja la actual ley electoral… Para salir de ese círculo vicioso, hay que pasar por un “second best” sin reforma constitucional que logre resultados proporcionales (aunque no resuelva otro problemas menos importantes).

El modelo propuesto mantiene los 350 escaños, la circunscripción provincial y que cada elector deposita un único voto. La mitad de los escaños se asigna en un primer cupo a los ganadores de cada provincia (como ahora), pero la otra mitad sirve para lograr la proporcionalidad a nivel nacional al ir “repescando” los mejores candidatos -que no hayan salido elegidos en el primer cupo- para los partidos que hayan quedado infrarrepresentados.

Se cumple la constitucionalidad dado que todos los candidatos se eligen en las provincias, pero la proporcionalidad a la que se atiende es a nivel nacional.

Se muestra un ejemplo para el Congreso (para el Senado sería similar) sobre los resultados de 2011, donde por ejemplo el PP con su 45% de votos ya no habría obtenido en consecuencia mayoría absoluta sino 158 diputados, mientras que partidos muy infrarrepresentados obtendrían mejores resultados (IU-LV, 25 en vez de 11; UPyD, 17 en vez de 5; Equo, 3 en vez de 0). Los demás partidos tendrían cambios menores.

Justificación

Intentaré explicar dos aspectos: por qué considero deseable una ley lo más proporcional posible, y por qué creo debe plantearse una reforma legal que no exija cambio constitucional.

Sobre la deseable proporcionalidad, la razón principal es la legitimidad que concede el desactivar las mecánicas perversas del “voto útil” y asegurarse que cada voto vale igual (me remito al artículo de Rodrigo Tena para una explicación más amplia). Es cierto que podría suponer un lastre a la gobernabilidad, pero creo que es peor que los ciudadanos se sientan mal representados. De todas formas, en el escenario de cuatro partidos importantes que tenemos, la gobernabilidad ya no va a depender solo de uno. Es más, las “primas de representación” que genera el sistema, ante resultados tan empatados, pueden resultar tan aleatorias que rompan la “ordinalidad” (a más votos, más escaños, aunque no sean proporcionales) hasta entre los partidos grandes (ya pasaba entre los pequeños de índole nacional frente a los nacionalistas). Por ejemplo, la última encuesta de Metroscopia mostraba un escenario donde el 2º partido en votos era el 3º en escaños, y viceversa.

Sobre proponer cambios que no necesiten reformar la constitución. El sistema que preferiría sería uno similar al alemán, basado en circunscripciones uninominales, del que habla Rodrigo Tena o la propuesta de Más Democracia, en la que he colaborado. Introduciría solo una pequeña variante (que creo corrige parte de las acertadas críticas de Pablo Simón) para que la proporcionalidad no se lograra con una “lista nacional” o autonómica sino repescando entre los propios candidatos de las circunscripciones uninominales (lo cual tiene otros problemas que me hizo ver Eduardo Vírgala, pero creo que compensa de todas formas). Pero no me extiendo ahora, porque todas esas propuestas tienen el inconveniente de necesitar una reforma de la constitución, que sería muy difícil precisamente porque necesita mayorías ante las que podría bloquear algún gran partido perjudicado por una ley más proporcional (sin duda el PP, que jamás ha hablado de proporcionalidad). Lo explica muy bien Rodrigo Tena al hablar del procedimiento de reforma en esta misma serie. Aludí a ello también en El Español intentando explicar que una reforma constitucional requiere antes una ley electoral más proporcional.

Así pues, hay que salir del círculo vicioso de aspirar a una ley electoral “ideal” (aunque todas tienen sus pegas de diversa índole) pero que necesite un cambio de constitución, que no se logra precisamente porque el reparto de fuerzas resultante de la ley electoral actual lo impide… Hace falta un “second best” que permita adoptar una ley electoral que mejore mucho la proporcionalidad, pero no necesite una reforma constitucional sino “solo” mayoría absoluta en el Congreso.

Propuesta (para el Congreso)

Se mantienen los 350 escaños, las circunscripciones provinciales y los electores siguen depositando un solo voto (evita la complicación del doble voto del sistema alemán).

Un primer cupo de la mitad de los escaños (podría ser un poco más, pero es una cuestión menor) se reparten en las provincias con un sistema similar al actual (de paso se puede sustituir d’Hondt por un método que dé resultados más proporcionales, pero esto también es secundario).

Un segundo cupo con la otra mitad de escaños se reparten también en las provincias pero buscando la proporcionalidad a nivel nacional, compensando a los partidos infrarrepresentados en el primer cupo. Los escaños se asignan “repescando” los candidatos más votados (con la normalización correspondiente al censo de cada provincia) que no hubieran salido elegidos directamente en el primer cupo.

Es decir, que si IU ha sacado por ejemplo solo 8 diputados en el primer cupo, y ha tenido un 5,1% de votos, le tocarían otros 10 a cargo del segundo cupo. Se iría calculando un “índice de infrarrepresentación”: % de votos del partido sobre el censo en la provincia, menos % de escaños atribuidos hasta ese momento en ambos cupos respecto al total de la provincia. Y se iría cogiendo -entre todos los partidos y provincias- el índice más alto y asignando un escaño, hasta que cada provincia y partido vaya cubriendo sus escaños. Este índice permite además asegurar la ordinalidad.

Sería deseable añadir listas desbloqueadas, porque de otra manera al haber circunscripciones con hasta 18 escaños en el primer cupo (la mitad de los que corresponden a Madrid en el 20-D), los grandes partidos seguirían teniendo “escaños seguros” (tal como explica Kiko Llaneras en El Español). Pero su poder clientelar se ejerce en un cupo menor, y además, hasta en las circunscripciones más pequeñas los candidatos tendrían interés en ganarse al electorado, ya que aunque tengan difícil entrar en el primer cupo, pueden lograrlo en el segundo si sitúan entre los mejores de su propio partido a nivel nacional.

Este sistema de “repesca” del segundo cupo entre los no elegidos para el primero puede utilizarse también para dar prioridad a candidatos (con frecuencia serán candidatas) de manera que se logre la paridad. Incluso puede exigirse que si los partidos quieren acceder al segundo cupo han de proponer listas cremallera, y 50% de cada sexo como cabezas de circunscripción. Asimismo, los partidos “clones” pueden intentar desactivarse con criterios que limiten el acceso al segundo cupo, aunque es difícil evitar cualquier ángulo muerto para la “picaresca”.

Constitucionalidad

Esta solución está emparentada con las de “distribución de restos a nivel nacional” (al que alude el informe del Consejo de Estado, pág. 195-8), pero con una novedad importante, que creo es la que permite adoptar una ley proporcional sin cambiar la Constitución.

Que yo proponga que el cupo de escaños para asignar los restos sean la mitad (175), y no 50 adicionales hasta los 400 hace el informe del Consejo de Estado es solo una diferencia de intensidad. Lo propongo porque 50/400= 1/8 puede quedarse corto para compensar falta de proporcionalidad, así que mejor 1/2; y porque aunque con 400 se logra mejor proporcionalidad que con 350, la diferencia no es tan importante y, tal como está al ambiente, creo que si se propone que haya más diputados, la opinión pública puede centrarse en eso -a pesar de que el derecho comparado muestre que 400 tampoco sería exagerado-.

En cualquier caso, eso son cuestiones de grado. La novedad es el sistema de “repesca” entre los mismos candidatos que han optado al primer cupo, es decir, donde los diputados que se asignan para lograr proporcionalidad a nivel nacional lo son entre los candidatos por alguna de las provincias, y no en una lista nacional. Esta última solución es la que de pasada parecía sugerir el último párrafo de ese apartado de “reparto de restos” del informe del Consejo de Estado (p. 198), pero que muchos critican -creo que acertadamente- como incompatible con la 1ª parte del 68.3 que dice “La elección se verificará en cada circunscripción”.

Con la actual propuesta de “repesca”, todos los candidatos lo son de entrada por una circunscripción provincial, luego solo pueden ser elegidos en esa circunscripción, con lo cual se salva ese problema de la verificación de la elección en la circunscripción. Y, además -y aquí mi argumentación sí coincide con la del Consejo de Estado- se respeta la 2ª parte del 68.3 -“atendiendo a criterios de representación proporcional”- al interpretar esta proporcionalidad no en la provincia sino en el conjunto nacional.

Más exhaustivamente:

– respecto al artículo 68.2 de la Constitución está claro que nada cambia, ni respecto a “la circunscripción electoral es la provincia” ni sobre “la ley distribuirá el número total de diputados, asignando una representación mínima inicial a cada circunscripción y distribuyendo los demás en proporción a la población”;

– el 68.3 es un poco más delicado, veamos su literalidad: se compone de dos cláusulas: 1ª- “La elección se verificará en cada circunscripción” (lo dicho antes, cada candidato lo es en una provincia), 2ª- “atendiendo a criterios de representación proporcional” (aquí está la miga: esta 2ª parte siempre se ha interpretado como “representación proporcional… en la provincia”, pero no se precisa y se puede admitir pues que la proporcionalidad a “atender” sea a escala nacional).

En resumen: todos los candidatos siguen presentándose y siendo elegidos por una provincia, pero el sistema de reparto busca que el resultado sea proporcional a nivel nacional no provincial.

¿Y para el Senado?

El Senado tiene la complicación de dar actualmente resultados aún menos proporcionales al haber solo cuatro puestos en todas las provincias (salvo las islas, Ceuta y Melilla), con un sistema de reparto donde el mayor se lleva casi seguro tres. Este último elemento puede cambiarse por ley electoral; los cuatro senadores por provincia están sin embargo inscritos en la Constitución. Pero en grandes líneas se podría utilizar el mismo sistema de los dos cupos (quizá el primero hubiera de limitarse a un escaño, no a dos).

¿Y la europea?

Más allá de la broma… nada hay que decir, las elecciones al Parlamento Europeo precisamente son muy proporcionales al basarse en una única circunscripción nacional.

Simulación numérica

Se propone un cálculo para el Congreso sobre los resultados de 2011, donde la falta de proporcionalidad era muy destacada porque el 3º y 4º a nivel nacional (IU y UPyD) estaban muy penalizados. En 2015 debería ser más fácil lograr la proporcionalidad, ya que se partirá de resultados más empatados.

¿Cómo cambiarían los resultados? El ajuste se podría dar en provincias de todos los tamaños. En 2011, quedaron sobrerrepresentados en particular PP y PSOE, e infrarrepresentados IU y UPyD. Esto implicaría que en el segundo cupo se irían dando más escaños sobre todo a estos partidos. Así por ejemplo, en una provincia de 4 escaños que con el sistema actual pudiese quedar 2 PP y 2 PSOE; con el nuevo sistema, se habrían repartido 2 escaños con el 1er cupo (PP y PSOE), y el 2º cupo (junto con el de las demás provincias) serviría para lograr la proporcionalidad.

Las mayores diferencias se darían lógicamente en las provincias más grandes, que ahora son las más proporcionales pero solo en sí mismas, mientras que con la propuesta servirían también de variable de ajuste nacional. Manteniéndose por cierto la “ordinalidad”, es decir, nunca un partido en una circunscripción dada va a sacar menos escaños que otro partido que tenga menos votos, pero la diferencia de escaños puede ser menor o incluso llegar a empatar, mientras que sistema actual va concediendo una pequeña ventaja al 1º o al 1º y 2º en cada circunscripción, que acaba haciendo el resultado total poco proporcional a escala nacional.

Hay varias formas posibles de elegir en qué provincia se “repescan los restos”, es decir siguiendo con el ejemplo, en qué provincias se eligen antes los candidatos de IU y UPyD (y llegados un punto, algunos adicionales también incluso para PP y PSOE o los demás). Se propone el citado más arriba “índice de infrarrepresentación”, pero en todo caso, pueden producir alguna diferencia por provincia, pero lo importante es buscar una fórmula que respeta las citadas proporcionalidad (a nivel nacional) y ordinalidad (en cada provincia).

Los resultados varían un poco según se determine un umbral fijo (por ejemplo, el 3% actual, o bien el que determine el partido más pequeño que logre escaños con el 1er cupo: en 2011, Geroa Bai). Utilizando el segundo criterio y limitándonos a los diez partidos más votados, las diferencias serían:

Partido

Escaños obtenidos

Escaños propuestos

PP

186

158

PSOE

110

102

IU-LV

11

25

UPyD

5

17

CiU

16

15

Amaiur

7

5

PNV

5

5

ERC

3

4

Equo

0

3

BNG

2

3

 

Se puede ver más detalle de los resultados y operativa aquí. La asignación por provincias del 2º cupo no se muestra porque al ser un método iterativo, en una “photo finish” de la hoja de cálculo no se comprendería el proceso. Se ha preferido indicar el ejemplo de cómo se asignaría el 1er escaño de ese 2º cupo, y se iría procediendo sucesivamente recalculando el máximo “índice de infrarrepresentación” y asignando escaños al correspondiente partido y provincia.

Gracias a los editores de “Hay Derecho” por el interés, y a los lectores por señalar cualquier pega o error.