La unidad de mercado (que está por llegar) y la Commerce Clause norteamericana

El Gobierno anunció el pasado mes de mayo que “en un mes” (o sea, en junio) tendría listo un Proyecto de Ley para garantizar la “unidad de mercado” y eliminar las barreras que impiden la libre circulación de bienes y servicios en un mercado interior fragmentado, como es el de la España autonómica. Así lo afirmó, entre otros, el Secretario de Estado de Comercio, Sr. García Legaz. Como se ve, la promesa ha sido incumplida.

 

Tras el último Consejo de Ministros del mes de septiembre, el Gobierno ha reiterado que en los próximos meses presentará en las Cortes dicho Proyecto de Ley. Qué importan unos meses más o menos, después de haber asistido, indolentes, a varias décadas de progresiva fragmentación de nuestro mercado interior sin que ni los sucesivos Gobiernos, ni las Cortes ni el Tribunal Constitucional estuvieran a la altura de las circunstancias. Porque, no nos engañemos, la culpa de haber llegado hasta  aquí no es exclusiva de las autonomías, ni del nacionalismo disgregador, sino también de la pasividad y de la falta de perspicacia del Gobierno de la Nación, de las Cortes Generales y del Tribunal Constitucional, garante último de la Constitución.

 

Los grandes constitucionalistas norteamericanos coinciden en afirmar que una de las claves que han facilitado de manera más decisiva el funcionamiento eficaz de un estado descentralizado, como es el de los Estados Unidos, se encuentra en el precepto de su Constitución que enuncia la llamada “commerce clause”. Dice así:

 

“El Congreso tendrá poder para regular el comercio con las naciones extranjeras y entre los distintos Estados (miembros de la Unión) y con las tribus indias” (Artículo 1, Sección 8ª, ss 3).

 

El famoso juez Marshall, actuando como garante de la vigencia efectiva de la Constitución, dejó dicho ya en la sentencia “Gibbons v. Odgen”, de 1824, que “el poder de regulación” que dicho precepto concede a la Unión “no conoce otras limitaciones que las establecidas en la Constitución”, por lo que “el poder sobre el comercio está atribuido al Congreso de forma absoluta”  lo que impide que los Estados federados puedan interferir tal competencia. Además, Marshall señaló que el concepto de comercio no debía limitarse al intercambio de mercancías puesto que “comercio, indudablemente, significa negocios, pero es más que eso: significa tráfico en todas sus manifestaciones”. Y también precisó que el comercio entre los estados federados no podría definirse  en términos geográficos, sino orgánicos, y por tanto debería incluir cualquier actividad que, aun realizada dentro de un solo estado, estuviera dirigida al tráfico interestatal o internacional.

 

Sin esta “cláusula de comercio” -calificada por muchos de constitucionalistas americanos como “el título más importante de todos los poderes de la Unión”- y sin una interpretación tan firme (salvo alguna pequeña excepción) por el Tribunal Supremo americano, la prosperidad económica de los Estados Unidos no habría sido tan grande y tan continuada durante estos últimos siglos.

 

La Constitución española no contiene un precepto similar a la “commerce clause”. Pero sí contiene, de manera dispersa, numerosos preceptos que, de uno u otro modo, consagran el principio de unidad de mercado en todo el territorio nacional. El primero de ellos podría ser el art. 149.1.1ª  CE cuando establece la competencia exclusiva del Estado sobre “la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales”.

 

Otros artículos son los que garantizan la libertad de empresa (art. 38), la defensa de los consumidores (art.51) o el importante art. 139 CE cuando señala que “ninguna autoridad podrá adoptar medidas que directa o indirectamente obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes en todo el territorio español”.

 

Hay algunos apartados del art. 149.1CE  que reservan también al Estado la competencia exclusiva sobre la legislación mercantil (ap.6), o el régimen aduanero y el comercio exterior (ap.10),  o sobre la ordenación del crédito, banca y seguros (ap.11),  o sobre las bases de la actividad económica, o sobre la marina mercante, los transportes, o la energía.

 

El Tribunal Constitucional ha afirmado en algunas ocasiones, con enorme claridad y contundencia, la “exigencia de la unidad del orden económico en todo el ámbito del Estado” y las competencias que la Constitución reserva al Estado para garantizar que así sea (STC 1/1982, STC 96/1984, entre otras).

 

Pero ese mismo Tribunal Constitucional ha flaqueado en algunas otras ocasiones conduciendo a resultados disgregadores gravísimos por parte de las autonomías en el terreno económico. Ahí está, por ejemplo, la doctrina del TC que ha permitido la politización absoluta de las Cajas de Ahorro por parte de las Comunidades Autónomas (y su ruina en muchos casos), cuando no hay un solo precepto de la Constitución que se refiera, ni directa ni indirectamente, a la competencia de las Comunidades Autónomas sobre ellas, y sí a la competencia del Estado sobre la “ordenación del crédito” y sobre la “banca”, lo que evidentemente engloba a las Cajas de Ahorro.

 

Pero no toda la culpa la tiene el TC. Ahí están los políticos de autonomías y ayuntamientos que, con infracción de la legislación de contratos públicos y de la doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, llevan años favoreciendo a las empresas propias –y cerrando el mercado a las que no lo son- . ¿Cuántas empresas  no vascas o no catalanas son, por ejemplo, adjudicatarias de contratos del Gobierno Vasco o Catalán? Pocas.

 

Ojalá llegue pronto la anunciada ley sobre unidad de mercado.  Y ojalá que, cuando llegue, no se quede a medio camino (como suele hacer Rajoy), y aborde, de una vez por todas, un tema decisivo para la vertebración del Estado frente a los intereses identitarios o proteccionistas de muchas autonomías. Y ojalá que el Tribunal Constitucional esté, en ese momento, a la altura, como el juez Marshall.

El derecho de reunión y manifestación resumido para juristas y no juristas, Ministros del Interior incluidos.

Escuchando las declaraciones del Ministro del Interior sobre las manifestaciones celebradas el 25 de septiembre puede pensarse que no tiene muy clara la diferencia entre las que son conformes a nuestro ordenamiento constitucional-democrático y las que no. Aquí va un modesto resumen en 10 puntos:

 

1.- El ejercicio constitucionalmente adecuado de este derecho es, de acuerdo con una reiterada jurisprudencia constitucional (STC 170/2008, de 15 de diciembre, F. 3), una “técnica instrumental puesta al servicio del intercambio o exposición de ideas, la defensa de intereses o la publicidad de problemas o reivindicaciones, constituyendo un cauce del principio democrático participativo, cuyos elementos configuradores son, según la opinión dominante, el subjetivo -una agrupación de personas-, el temporal -su duración transitoria-, el finalístico -licitud de la finalidad- y el real u objetivo -lugar de celebración-.”

 

2.- Las reuniones y manifestaciones, de acuerdo con nuestra Constitución y la Ley Orgánica 9/1983, de 15 de julio, que desarrolla el derecho, no están sujetas “al régimen de previa autorización” (artículo 3 de la Ley) aunque “la celebración de reuniones en lugares de tránsito público y de manifestaciones deberán ser comunicadas por escrito a la autoridad gubernativa correspondiente por los organizadores o promotores de aquéllas, con una antelación de diez días naturales, como mínimo y treinta como máximo” (artículo 8.1 de la Ley).

 

3.- La celebración de concentraciones o manifestaciones sin previa comunicación podría implicar la aplicación del artículo 23.c) de la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, pero exigiendo la responsabilidad, en principio, tan solo a los organizadores o promotores, considerándose tales “a quienes de hecho las presidan, dirijan o ejerzan actos semejantes o a quienes por publicaciones o declaraciones de convocatoria de las reuniones o manifestaciones, por los discursos que se pronuncien y los impresos que se repartan durante las mismas, por los lemas, banderas u otros signos que ostenten o por cualesquiera otros hechos, puedan determinarse razonablemente que son inspiradores de aquéllas”. Por tanto, la ausencia de comunicación previa puede tener consecuencias sancionadoras para los organizadores o promotores, pero no para los meros participantes, que no tienen por qué conocer la inexistencia de esa notificación previa.

 

4.- “Para que los poderes públicos puedan incidir en el derecho de reunión, restringiéndolo, modificando las circunstancias de su ejercicio, o prohibiéndolo, es preciso que existan razones fundadas, lo que implica una exigencia de motivación de la resolución correspondiente en la que se aporten las razones que han llevado a la autoridad gubernativa a concluir que el ejercicio del derecho fundamental de reunión producirá una alteración del orden público o la desproporcionada perturbación de otros bienes o derechos protegidos por nuestra Constitución. Pero para ello no basta con que existan dudas sobre si el derecho de reunión pudiera producir efectos negativos, debiendo presidir toda actuación limitativa del mismo el principio o criterio de favorecimiento del derecho de reunión…” (STC 96/2010, de 5 de noviembre).

 

5.- El artículo 5 de la Ley Orgánica 9/1983 dispone que la autoridad gubernativa suspenderá y, en su caso, procederá a disolver las reuniones y manifestaciones en los siguientes supuestos: a) Cuando se consideren ilícitas de conformidad con las Leyes penales. b) Cuando se produzcan alteraciones del orden público, con peligro para personas o bienes.

 

6.- Lo que sean concentraciones ilícitas penalmente viene definido en el artículo 513 del Código Penal: “Son punibles las reuniones o manifestaciones ilícitas, y tienen tal consideración: 1.- Las que se celebren con el fin de cometer algún delito. 2.- Aquéllas a las que concurran personas con armas, artefactos explosivos u objetos contundentes o de cualquier otro modo peligroso”. Para que concurra el supuesto 1 sería necesario que existiera una concreción y planificación del supuesto delito; el supuesto 2 exige que sean los promotores o asistentes los que lleven las armas u objetos, no personas ajenas a la reunión.

 

7.- La noción de alteraciones del orden público “con peligro para personas y bienes” se refiere a una situación de hecho, el mantenimiento del orden en sentido material en lugares de tránsito público, no al orden como sinónimo de respeto a los principios y valores jurídicos y metajurídicos que están en la base de la convivencia social y son fundamento del orden social, económico y político, puesto que, como recuerda la STC 301/2006, de 23 de octubre, “el contenido de las ideas sobre las reivindicaciones que pretenden expresarse y defenderse mediante el ejercicio de este derecho no puede ser sometido a controles de oportunidad política”.

 

8.- La STC 66/1995, de 8 de mayo, concreta cuándo nos encontramos ante un desorden público con peligro para personas o bienes: es una “situación de desorden material en el lugar de tránsito público afectado, entendiendo por tal desorden material el que impide el normal desarrollo de la convivencia ciudadana en aspectos que afectan a la integridad física o moral de personas o a la integridad de bienes públicos o privados. Estos son los dos elementos que configuran el concepto de orden público con peligro para personas y bienes consagrado en este precepto constitucional. Ciertamente, el normal funcionamiento de la vida colectiva, las pautas que ordenan el habitual discurrir de la convivencia social, puede verse alterado por múltiples factores, que a su vez pueden afectar a cuestiones o bienes tan diversos como la tranquilidad, la paz, la seguridad de los ciudadanos, el ejercicio de sus derechos o el normal funcionamiento de los servicios esenciales para el desarrollo de la vida ciudadana; sin embargo, sólo podrá entenderse afectado el orden público al que se refiere el mentado precepto constitucional cuando el desorden externo en la calle ponga en peligro la integridad de personas o de bienes… [y] no cualquier corte de tráfico o invasión de calzadas producido en el curso de una manifestación o de una concentración puede incluirse en los límites del artículo 21.2 CE…” (F. 3).

 

9.- La celebración de concentraciones de manera habitual, si las mismas son notificadas y discurren sin actos de violencia, implica el uso del espacio urbano como un ámbito de participación y su reiteración, por sí misma, no es motivo suficiente para su prohibición y/o disolución en tanto no se impida el acceso a determinadas zonas o barrios de la ciudad.

 

10.- La actuación de las Autoridades ante una concentración no ajustada a derecho debe siempre regirse por el principio de proporcionalidad, lo que significa que si la concentración es pacífica pero no ha sido notificada con anterioridad se puede requerir a los participantes para que pongan fin a la misma y abrir, en su caso, un expediente por una posible infracción administrativa de acuerdo con lo previsto en la Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero, sobre protección de la seguridad ciudadana, pero no ha lugar a un desalojo violento que suponga una utilización desproporcionada de la fuerza. Y, como ha dicho en reiteradas ocasiones el Tribunal Supremo (Sentencias de 30 de abril de 1987, 6 de febrero de 1991, 16 de octubre de 1991,…), debe valorarse el comportamiento de los manifestantes, su permanencia en la situación y la forma de reaccionar frente a la presencia de las Fuerzas de Seguridad.

 

El derecho de secesión y sus límites. El ejemplo Canadiense.

 

Este post se publicó hace algunos meses. Los recientes acontecimientos nos han animado a actualizarlo y completarlo.

 

La pasada manifestación de la Diada ha puesto de manifiesto el fuerte incremento del deseo secesionista entre muchos catalanes. Simultáneamente esa sensación de rechazo hacia lo español genera como reacción comprensible un apoyo creciente a dicha secesión entre el resto de los españoles, que sienten un creciente hartazgo hacia las reclamaciones nacionalistas y ya consideran que no merece la pena seguir juntos con quienes no quieren, o exigen condiciones especiales y de privilegio para ello.

 

Esta situación se ha agudizado con la crisis debido a ese creciente y difuso pesimismo o incluso derrotismo respecto a España y sus posibilidades, que se ha visto favorecido por la dirección de los asuntos públicos en manos de unos líderes manifiestamente mejorables. Y, además, los nacionalistas catalanes han buscado el camino fácil de atribuir la responsabilidad de esa misma crisis, especialmente grave en las cuentas públicas catalanas, a un presunto expolio fiscal por parte del resto de España. Que la Administración catalana se haya convertido en un enorme Leviathan devorador de recursos, que supone un gasto por catalán de más de 6.500 € al año, más del doble que los Landers alemanes por cierto, es un dato que parece haber pasado inadvertido.

 

Se trata de un problema que se ha ido incrementando con el paso de los años, y aunque algún político destacado haya calificado irresponsablemente sus últimas manifestaciones de “barullo”, sin duda es ya una grave amenaza a la convivencia.

 

Las soluciones al problema territorial español por la vía de concesiones sucesivas a los nacionalistas se han demostrado fallidas, y además han contribuido de forma notable a nuestra gravísima crisis económica con la hipertrofia autonómica generada por ese impulso de emulación padecido por el resto de las administraciones regionales. Por ello ha llegado el momento de afrontar la situación de forma diferente, y considerar incluso la posibilidad de plantear la posibilidad de una secesión territorial y sus condiciones. Esa opción, aunque se abre paso en una creciente opinión pública, es algo aún tabú en nuestra clase política nacional. Pero no por hacer como que no existen los problemas éstos desaparecen. Los desafíos de altura requieren también soluciones del mismo nivel.

 

La posibilidad de la secesión se ha abordado hasta ahora, en general en una forma muy dogmática por ambas partes, tanto nacionalistas como unionistas. Si los nacionalistas desplegaban el estandarte de un al parecer ilimitado “derecho a decidir”, que por definición no existe en el mundo jurídico, derivado de su “identidad como pueblo”, los unionistas demasiadas veces han contestado de forma tosca, simplemente alegando el principio constitucional de indisoluble unidad, y la correspondiente ilegalidad de tales pretensiones. La Constitución, por tanto, se ha querido utilizar como argumento y como valladar, como si fuera un muro intocable, cuando no es esa su función. Las leyes, constituciones incluidas, no son sino un mero instrumento de regulación de la convivencia. Y, por tanto, deben ser tan flexibles y adaptables como los problemas cambiantes que surjan lo vayan exigiendo.

 

Un vistazo a otras experiencias de tratamientos de problemas territoriales en el mundo puede darnos lecciones de cómo abordar política y jurídicamente estas aspiraciones y necesidades de otra forma, para que no se vayan pudriendo con el peligro de llegar a generar situaciones explosivas. Frente a nuestro “estilo dogmático”, a mí, particularmente, me gusta mucho más el enfoque pragmático anglosajón. El caso canadiense de Quebec es, en este sentido, paradigmático.

 

La provincia canadiense de Quebec es la única de mayoría francófona en un país mayoritariamente anglófono. Esa población de habla francesa se ha sentido tradicionalmente discriminada respecto de la mayoría. Así, en los años sesenta surge un fuerte movimiento nacionalista, agrupado en torno al Partido Quebecois, que no ocultó su deseo de convocar un referéndum para la secesión pacífica de la provincia. Este partido alcanza el poder provincial en 1976 y en 1980 organiza un primer referéndum en el que se solicita a los ciudadanos quebequeses autorización para negociar, no una independencia pura, sino una fórmula más ambigua de soberanía-asociación. Tal vez porque lo mismo que pasa aquí y en Escocia, al final los secesionistas no lo son tanto cuando se ponderan consecuencias económicas o incluso futbolísticas. Esa primera propuesta fue rechazada por casi el 60% de los votantes.

 

Pero el mismo partido, de nuevo en el poder después de unos años, convoca un nuevo referéndum en 1995, en el que también planteaba otra fórmula de soberanía, no de pura y necesaria secesión como país independiente. Aunque también el voto fue negativo, esta vez lo fue por un escasísimo margen de décimas. El futuro, por lo tanto, parecía entonces bastante oscuro para los partidarios de un Canadá unido, ante la eventualidad de un futuro tercer referéndum exitoso.

 

El Gobierno Federal canadiense decidió entonces acudir en consulta al Tribunal Supremo, que en ese país, como en muchas otras democracias maduras, tiene funciones de interpretación de la Constitución sin necesidad de un tribunal constitucional diferenciado. La solicitud se refería a que el TS aclarara tanto las condiciones de un posible tercer referéndum como las de un eventual proceso de secesión. Y TS emitió su famoso dictamen de 1998, que puede resumirse en los siguientes puntos:

 

-Recoge la doctrina internacional clásica respecto al derecho de autodeterminación, que legitima una declaración unilateral de independencia en casos perfectamente tasados, como las situaciones coloniales, alejados todos ellos del quebequés y, podemos añadir, de nuestras propias regiones. Atributos particulares de un grupo de ciudadanos, como la lengua, la cultura o la religión, no atribuyen un derecho unilateral a la secesión en un Estado democrático.

 

-Sin embargo, por aplicación de los principios constitucionales, si el Gobierno de Quebec, en un nuevo proyecto por su independencia, somete a referéndum de su población una pregunta clara (requisito no cumplido en los dos referéndums anteriores), a la que respondiera favorablemente una clara mayoría de quebequeses, existiría una obligación constitucional de negociar las reformas legales que permitieran abrir ese camino. Hay medios que un Estado democrático no debe emplear para retener contra su voluntad a una determinada población concentrada en una parte de su territorio.

 

-En todo caso, ese resultado debería conseguirse a través de un proceso de negociación basado en la buena fe y el respeto a la democracia y al Estado de derecho. Y tal negociación tendría que comprender cuestiones sumamente difíciles y complejas. Entre otras, una posible nueva definición de las fronteras. En el caso de que determinadas poblaciones concentradas territorialmente en Quebec solicitaran claramente seguir formando parte de Canadá, debería preverse para ello la divisibilidad del territorio quebequés con el mismo espíritu de apertura con el que se aceptaba la divisibilidad del territorio canadiense. Pensemos que podría ser el caso de importantes territorios, o incluso tal vez de la capital su zona metropolitana.

 

Recogiendo estas conclusiones, el Parlamento de Canadá aprobó el 29 de junio de 2000 la llamada “Ley sobre la Claridad”, que convierte a Canadá en el primer gran Estado democrático que admite expresamente por ley la posibilidad de su propia divisibilidad. La Ley, recogiendo las conclusiones de la Sentencia, precisa las circunstancias en las que el gobierno de Canadá podría entablar una negociación sobre la secesión de una de las provincias. Y prohíbe entablarla a menos que la Cámara de los Comunes haya comprobado que la pregunta del referéndum aborda claramente la cuestión de la secesión.

 

No valdrían por tanto ambigüedades como la fórmula de soberanía-asociación, frecuentemente encubridora de un buscado estatuto de privilegio, y a las que tan aficionados son algunos nacionalistas, como los escoceses y los nuestros. Frente a esa pretensión de determinar unilateralmente y a su conveniencia su estatus, se les dice: “Si quiere usted asociarse, primero independícese usted, y luego ya veremos si nos asociamos o no y cómo”.

 

La Ley sobre la Claridad también precisa qué elementos deben figurar necesariamente en la agenda de negociación: repartición de activo y pasivo, modificaciones de la frontera del territorio que se separa y la protección de los intereses de las minorías, entre otros.

 

¿Qué efectos ha tenido esta actuación legislativa en el viejo problema territorial Canadiense? Nos lo contó hace unos años en una visita a España el político francófono canadiense Stéphane Dion : “En el caso de Canadá este ejercicio de clarificación ha tenido un efecto beneficioso para la unidad nacional. Precisamente, si hay una conclusión que puede extraerse, de manera rotunda, encuesta tras encuesta, es que en respuesta a una pregunta clara, los quebequeses eligen un Canadá unido. La gran mayoría de los quebequeses desean seguir siendo canadienses y no quieren romper los vínculos de lealtad que los unen a sus conciudadanos de las otras regiones de Canadá. No desean que se les obligue a escoger entre su identidad quebequesa y su identidad canadiense. Rechazan las definiciones exclusivas de los términos “pueblo” o “nación”, y desean pertenecer al mismo tiempo al pueblo quebequés y al pueblo canadiense, en este mundo global en el que el cúmulo de identidades constituirá más que nunca una ventaja para abrirse a los demás”.

 

De hecho, ni se ha intentado el tercer referéndum, ni el nuevo gobierno nacionalista ha manifestado su intención de intentarlo, ni la negociación de “contrapartidas por quedarse” está ya en las agendas políticas. ¿No podríamos aprender nosotros algunas lecciones?

Las regiones ricas quieren independizarse

En la sociedad española hay una creciente percepción  del modelo autonómico español como un modelo fracasado. Podemos encontrar varios problemas en la redacción del Título VIII de nuestra Ccnstitucion que han desembocado en la actual situación, pero probablemente la verdadera causa haya que buscarla en la puerta siempre abierta que deja el artículo 150 para que las Comunidades Aautónomas asuman nuevas competencias, aun cuando la Constitucion las haya declarado exclusivas del Estado. Si esta posibilidad se combina con el poder que la actual ley electoral otorga a los partidos nacionalistas como partidos bisagra en la gobernabilidad del estado español, encontramos fácilmente la raíz de la deriva autonómica.

 

Pero más allá de esta causa raíz, los artículos 156 y 157, dedicados a la financiación de las autonomías, son los que probablemente hayan causado mayores estragos en la configuración de nuestro modelo de estado. La ambigüedad y escasa concreción sobre la forma como las autonomías debían financiarse ha conducido a una situación en la que la siempre creciente reclamación de más dinero por parte de las autonomías, y la escasa percepción de las Comunidades Autónomas como entidades que no solo gastan dinero, sino que también recaudan, han conducido a una situación  insostenible.

 

Probablemente a muchos nos gustaría volver al punto de partida del diseño del modelo autonómico, y replantear todo el sistema actual partiendo de cero. Dada la dificultad de este enfoque, tendremos que buscar alternativas más realistas. En este post nos conformaremos con algunas reflexiones sobre el debate sobre la financiación, a la luz de la petición del pacto fiscal catalán.

 

El modelo de Concierto Económico del  País Vasco y Navarra es el objetivo perseguido por el nacionalismo catalán mediante el denominado pasto fiscal. El Concierto Económico responde a un modelo de estado confederal que difícilmente puede encontrar similitud en ningún otro estado democrático moderno. Cada estado confederado recauda sus propios impuestos y aporta una cantidad para la financiación de los gastos comunes. Este modelo de financiación favorece notablemente al País Vasco y Navarra, regiones ricas que se benefician de un mercado único, abierto y fácilmente accesible, sin por ello tener que contribuir económicamente al desarrollo de las regiones más pobres (por la subestimación de los gastos comunes y su escasa contribución a los fondos de solidaridad interterritorial). La extensión del modelo confederal a Cataluña plantea no pocas cuestiones sobre la sostenibilidad financiera de la propia nación española. Es interesante recordar que no hay precedentes de estados confederales que hayan tenido éxito. Todo ellos acabaron disgregados, o acabaron evolucionando hacia un modelo de estado federal.

 

Si intentamos analizar las alternativas factibles, encontramos que el modelo más ampliamente adoptado en el mundo desarrollado es el modelo federal. Si revisamos el modelo alemán, que tantas veces se cita como referencia, encontramos que sorprendentemente su financiación no es muy diferente al actual modelo autonómico español. La constitución alemana sí recoge los impuestos que recaudan cada uno de los niveles de la administración alemana, pero la principal aportación (aproximadamente el 75% de los ingresos) se obtienen de los tres impuestos más importantes: renta, impuesto de sociedades e IVA. Para estos impuestos, el modelo alemán contempla un reparto entre las tres administraciones que guarda cierta similitud en sus porcentajes con el actual modelo español.

 

También en Alemania hay debates sobre el modelo de financiación. Pero una vez despojado de los lamentos y agravios nacionalistas, el debate sobre la financiación se centra en el tema clave en cualquier estado federal: cuánto aportan las regiones ricas para igualar el nivel de financiación per cápita de las regiones más pobres. Este es un debate central en cualquier estado federal, y es un debate que no debería escamotearse. Esconderlo en el caso español ha permitido a los nacionalistas explotar los agravios sobre la financiación para reforzar el sentimiento nacionalista.

 

El cálculo de las balanzas fiscales, complejo por la dificultad de regionalizar tributos como el IVA o el impuesto de sociedades, y que admiten diferentes criterios y metodologías con resultados muy dispares,  ha sido la baza clave de las reclamaciones nacionalistas catalanas. En los cálculos que habitualmente manejan los nacionalistas se utilizan siempre los criterios más favorables, incorporando todos los ingresos de IVA y sociedades de empresas catalanas como ingresos propios, independientemente de donde se haya devengado, se subestiman los gastos comunes (política exterior, defensa,…) bajo los más variados argumentos, y se contabiliza la deuda en una forma realmente imaginativa (ver aquí). Todo en aras de conseguir una cifra que permita hablar del expolio fiscal que el estado central realiza sobre Cataluña.

 

El debate sobre la solidaridad es un debate necesario. La solidaridad entre regiones es un principio básico en cualquier nación, pero también es cierto que una solidaridad mal gestionada desincentivará a las regiones ricas, al ver como se transfieren sus esfuerzos económicos a las regiones pobres, y desincentivará a las pobres, al obtener ingresos similares sin mayores esfuerzos. En Alemania también las regiones ricas, como es el caso de Baviera, denuncian el exceso de recursos que deben transferir a las regiones pobres, y exigen un límite menor en estas transferencias. Allí también existen partidos independentistas que abogan por una Baviera independiente, que no tenga que hacer estas aportaciones de solidaridad. Pero allí estos partidos tienen un respaldo mínimo, y el debate transparente sobre el nivel de solidaridad permite llevar los términos del debate a un área racional.

 

En la historia reciente, aun cuando muchos pueblos puedan tener la ambición de independencia, son los argumentos económicos los que realmente extienden los sentimientos nacionalistas. Solo los territorios ricos buscan la independencia. Los territorios más ricos pagan más impuestos, al igual que las personas más ricas pagan más impuestos. Tergiversar esta realidad para convertirlo en un agravio es uno de los grandes logros del nacionalismo. Lo que resulta sorprendente es que partidos que hacen bandera de defender la progresividad de los impuestos, y la necesidad de que los ricos aporten más, cuando se trata de territorios, que agrupan personas, parece que no rige el mismo principio.

 

Llegados a este punto, podemos asumir que solo caben tres opciones: la evolución hacia un modelo federal más racional, la independencia de los territorios históricos o la evolución a un modelo confederal asimétrico (el pacto fiscal catalán). El modelo federal ha sido la solución más ampliamente adoptada en naciones con problemáticas similares a la española. La independencia o el modelo confederal asimétrico son modelos que perfectamente podemos plantear, pero lo mínimo que debemos exigir es que no nos tomen el pelo.

 

Como perfectamente describió Fernando en el post sobre la Ley canadiense de Claridad, las condiciones deben ser claras. La fórmula de estado libre asociado, es una evolución aún más refinada del modelo de concierto económico, con la virtud de conseguir todas las ventajas de la independencia, y evitarse todos los inconvenientes. Sin duda pueden tener derecho a plantearlo, pero al igual que en el caso del modelo confederal que plantea el pacto fiscal catalán, no solo es una cuestión de si ellos quieren mayoritariamente ese modelo, sino también si el resto de los españoles que vivimos en otras regiones queremos ese modelo de asociación o confederación.

 

Toda región tiene derecho a plantear su independencia, de acuerdo con la doctrina internacional clásica respecto al derecho de autodeterminación, pero debe ser un planteamiento claro de verdadera independencia con todas sus consecuencias. Los modelos de libre asociación, o los conciertos económicos, en ningún caso pueden ser solo decisiones de los territorios que lo plantean, sino también de los restantes territorios que se verán afectados por esas decisiones, claramente ventajosas para esas regiones.

Un grave error constitucional del Rey

La Constitución de 1978, que tanto esfuerzo nos costó conseguir como norma de convivencia democrática asumida por todos, es ya un papel muy amarillo. Como algunas personas que por circunstancias diversas ofrecen en  muy breve tiempo un aspecto envejecido, así ocurre con la España de los últimos dos años. Pero en apenas seis meses  nuestro país y nuestra ley fundamental se han visto tan deteriorados que parece que las costuras pueden provocar una gran fractura social. La Constitución ya esta más que rota. Y ello tiene unos responsables: los políticos que en los últimos años han dirigido el Estado y las Comunidades Autónomas y  demás entidades cuyo despilfarro atroz e irresponsabilidad ha contribuido a que esta crisis mundial sea aquí algo muchísimo más grave.

 

En los últimos meses el deterioro institucional y constitucional es intenso. La forma constante de legislar por el Gobierno donde el Parlamento solo vale para jalear e insultar; los recortes sociales que mas allá de un sacrificio convierten en papel mojado los Derechos Fundamentales del Título I o la consideración de que somos (¿o eramos?) un “Estado social y democrático de Derecho” (artículo 1.1 dela Constitución), donde lo social ya no existe; el Estado autonómico del título VIII, afectado por los despilfarros locales, ha quedado anulado desde el poder central; la afirmación de que la “soberanía nacional reside en el pueblo español” (artículo 1.2) ha quedado sin sentido cuando las decisiones que se  toman vienen impuestas desde el exterior del país y ejecutadas por unos títeres, el anterior y el actual.

 

Pero ese resquebrajamiento no solo viene de nuestros políticos, sino como una metástasis, se ha extendido a numerosas instituciones. El desprestigio del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional u otras instituciones es demoledor. Pero hay otra institución capital que no se ha quedado atrás: la monarquía.

 

Son varios los acontecimientos que en el último año han producido un desgaste grande de la Corona y una desafección del pueblo. Son muy públicos y evidentes pero no voy a tratar esas actuaciones personales y familiares sino otro hecho reciente que, desde la perspectiva del Derecho Constitucional, es un gran error.

 

Me refiero al hecho de que el pasado viernes el Rey presidiese uno de los Consejos de Ministros más impactantes de nuestra historia democrática. Solo muy excepcionalmente, y siempre con un valor simbólico, esto ha acontecido así en escasísimas ocasiones, como la primera reunión del Gabinete tras el golpe de Estado del 23-F.

 

Formalmente, ahora se ha querido diferenciar en dos partes de la sesión del Consejo de Ministros, una previa en Zarzuela con foto solemne de lo que era una reunión del Gobierno y otra después, en Moncloa, donde oficialmente se tomarían las decisiones que han generado el mayor recorte social de la democracia. En todo caso, da igual, pues en una sucesión de acto, lo que queda de ese día es la foto de un Jefe del Estado respaldando inequívocamente a un gobierno en unas más que polémicas decisiones.

 

Sobre ellas, aunque el PP tiene (tras las elecciones de hace meses que concurrió con unas promesas radicalmente diferentes a cómo actúa ahora) mayoría absoluta en el Parlamento, el resto de los grupos políticos rechazan con contundencia esas medidas. Pero eso, es la dimensión política porque la social están millones de ciudadanos que padecen una realidad muy dura para sobrevivir y que ven que el túnel del futuro esta lleno de oscuridad.

 

Con las durísimas medidas tomadas, además, sin trasmitir ningún tipo de sentimiento o compasión por su presidente, el sufrimiento de una gran mayoría de ciudadanos será grande. Y si eso lo decide un partido político en solitario, encabezado por su presidente, allá ellos con su responsabilidad ante la historia y en las siguientes elecciones. Allí rendirán cuentas y los ciudadanos pasarán sus facturas.

 

Por eso, ¿por qué involucrarse el Jefe del Estado, poniéndose al frente de ese gobierno justo ese día? Desde luego, desde el punto de vista de la imagen y desafección del pueblo hacia la monarquía, es un despropósito más de la Casa Real. Pero hay otra dimensión: la constitucional. Y esta quiebra con la actuación del Monarca.

 

La Constitución califica al Estado español como una “monarquía parlamentaria”. Eso significa que radicando “la soberanía nacional en el pueblo español” (art 1.2) y siendo las Cortes Generales quienes “representan al pueblo español” (art. 67) son éstas las que en la función legislativa, usurpada cada vez más por el gobierno, deben ejercitar sus poderes.

 

Y si hay una parte importante de los representantes del pueblo que no están nada de acuerdo con esas medidas, ¿por qué el Jefe del Estado encabeza esa reunión del Gobierno? Ciertamente el artículo 62.g) de la Constitución contempla que pueda “ser informado de los asuntos de Estado y presidir, a estos efectos, las sesiones del Consejo de Ministros, cuando lo estime oportuno a petición del Presidente del Gobierno”. Me resulta difícil de aceptar que el Presidente del Gobierno utilizase a su Majestad para dar mas fuerza a estas decisiones tan graves y que el Monarca no tuviese libertad para considerarlo inoportuno.

 

Ni el ex Presidente Zapatero lo hizo con sus recortes (mínimos al lado de de los actuales) ni el ex Presidente Aznar para su grave y también polémica decisión sobre Irak. Mariano Rajoy será historia antes o después como lo han hecho Zapatero y otros predecesores, pero la monarquía debería actuar por la función que representa, con sentido de futuro, responsabilidad y unidad de todos los españoles.

 

El artículo 56 de la Constitución señala dos características dela Monarquía: “es símbolo de la unidad y permanencia del Estado” y que “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. Con su gesto del pasado viernes, además de dispararse a si mismo, quiebra el sentido constitucional  de su configuración. El papel de árbitro es muy importante en el Jefe del Estado y su imparcialidad debe ser exquisita. Por sí mismo y por España. Así, no vota en las elecciones y no toma partido.

 

Pero ahora si que lo ha hecho. Ha encabezado a aquellos que han tomado unas decisiones que además de crear sufrimiento en muchos españoles, son solo una parte del sentir político y ciudadano. Nadie pide que el rey se ponga al frente de los mineros, pero tampoco debe asumir y respaldar públicamente unas decisiones cuya responsabilidad corresponde exclusivamente al gobierno.

 

Es muy lejana la imagen de un monarca convocando a TODOS los lideres políticos y sindicales ante la crisis (muchísimo menor que ahora) de los setenta para hacer unos pactos, los de la Moncloa, que permitiesen implicar a la totalidad de los representantes parlamentarios y sociales en la adopción de medidas que nos salvasen entonces.

 

La Constitución se va  quedando desbordada y agrietada y con ella, todo lo que contempla. Cada vez son más los españoles (lejanos a los partidos políticos) que son partidarios de que en un futuro se revisen, una vez roto el espíritu de pacto de 1978, numerosas instituciones, desde el poder Judicial o las autonomías, pero también otras.

 

¡Que pena de España!

 

Cenicienta, el matrimonio homosexual y el Estatut

Hace ya siete años que el Partido Popular interpuso recurso de inconstitucionalidad contra la Ley 13/2005, de 1 de julio, promovida por el Gobierno del PSOE, que equipara el matrimonio homosexual al heterosexual.  El diario EL PAÍS pronostica que la Sentencia del Tribunal Constitucional llegará en breve y será favorable a la Ley. Creo que la mayoría de los ciudadanos, incluidos muchos votantes y militantes del  PP, así lo preferirían. Yo también. Me alegraré por las personas que conozco y han hecho uso de esta posibilidad legal. Pero confieso que lo que más interesa del tema es el fundamento teórico de la futura Sentencia. Se le presenta a nuestro Tribunal Constitucional una magnífica oportunidad para sentar cátedra sobre lo que es un concepto jurídico y, me atrevería a decir, cualquier concepto. Y no sé si lo hará, pero para redondear su argumentación, el Alto Tribunal bien podría apelar a su propia Sentencia sobre el Estatut de Catalunya y traer a colación el cuento de Cenicienta. Explicaré por qué.

 

El recurso del PP defiende que la admisión del matrimonio entre personas del mismo género no es una exigencia constitucional. Probablemente en esto tiene razón. También apunta que, ante un eventual conflicto entre el deseo de los homosexuales de casarse y los derechos de los menores, habrían de prevalecer los segundos. De nuevo esto es correcto: si se probara que es pernicioso para el desarrollo de los niños tener padres homosexuales, habría que prohibirlo. Sin embargo, el recurso no se arremanga para analizar esta cuestión. No apela a estudios científicos que abonaran,  si los hubiera, la tesis de que daña al hijo criarse entre padres homosexuales. Es más, el recurso constata que la Ley no prohíbe a un homosexual soltero adoptar a un hijo y no reacciona ante este hecho como parece que debería para ser consecuente: eso habría que prohibirlo, pues si fuera malo tener dos padres homosexuales, casi sería peor tener solo uno… No, los recurrentes no van por ese camino sino por el contrario. A la postre no rechazan el matrimonio homosexual por sus implicaciones prácticas para los menores, sino que más bien razonan a la inversa: dicen que la unión homosexual no “es” matrimonio y por eso no es buena para los niños. En una versión light, que a menudo se escucha en la calle, esto último se matiza y solo se reclama que el legislador hubiera utilizado una palabra distinta para referirse a las nuevas parejas. El recurso va más allá: cree que el legislador podría haber concedido efectos jurídicos a la convivencia more uxorio entre homosexuales, pero no todos y no desde luego no los más señeros. En cualquier caso, lo que me importa destacar es que su crítica a la Ley no se apoya en un estudio sociológico o psicológico, sino en la “naturaleza de las cosas”: dar cabida en el matrimonio a las parejas gays altera o quiebra la institución  “más allá de lo que su propia naturaleza y fundamento tolera”.

 

Ahora bien, ¿quién determina lo que es la auténtica “naturaleza” del matrimonio?

 

Un candidato para esta tarea era el Diccionario de la Real Academia Española. Mas la Academia, al fin y al cabo,  no es más que otro “legislador” y de hecho ¿por casualidad? acaba de modificar la definición de matrimonio, para recoger sin mayor problema la acepción homosexual. La impugnación del PP sugiere en algún momento que es la propia Constitución la que acota el matrimonio admisible, pero su argumento es débil. El art. 32 CE se limita a establecer que “El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica”. Como apuntaba al principio, el recurso argumenta y quizá con razón que esa redacción solo consagra el derecho de hombre y mujer a casarse “entre sí”. Pero eso no significa que el legislador constitucional prohíba lo que no salvaguarda: desde luego su letra no proscribe que la Ley pueda acoger dentro del paraguas del matrimonio otras formas de convivencia como la homosexual. Para que así fuera, habría que argumentar bastante más. Habría que probar que el espíritu de la institución la hace incompatible con todo lo que no sea el matrimonio clásico. En diciendo “espíritu”, viene a la mente el argumento religioso. Pero los recurrentes tampoco se atreven a echar mano de la autoridad eclesial. Así las cosas, a falta de otros valedores, al redactor del recurso solo se le ocurre invocar la “imagen comúnmente aceptada de la institución”, “la imagen que de la misma tiene la conciencia social”. O sea, la tradición, el uso y, a poco que se rasque, el prejuicio.

 

Y aquí es donde acude Cenicienta en apoyo del intérprete. Ando empeñado (véase este post anterior y este otro) en resaltar el valor epistemológico de su historia y el presente ejemplo viene al dedillo a estos efectos. El cuento ensaña que un concepto teórico es algo eminentemente práctico: el dilema entre teoría y praxis es en buena medida falso. El concepto se inventa por un motivo bien tangible, alguna necesidad de la vida cotidiana: verbigracia, el Príncipe busca una esposa y reina. Para lograr ese objetivo, el estudioso se apoya en un indicio, un medio que tiene una conexión lógica con el fin de que se trate: presume que la zapatilla que la chica perdió es la mejor manera de volverla a cazar. Obsérvese el orden: primero es el fin; luego se detecta el medio que coadyuva a su consecución. El concepto no se construye en abstracto, en el cielo, y luego se determina con ese pie forzado quiénes o qué cosas o situaciones lo llenan, aunque ello comporte consecuencias absurdas o dolorosas. Eso solo tiene sentido cuando en verdad el intérprete se apoya en una supuesta revelación metafísica. Pero la racionalidad no compartimenta la realidad con prejuicios apriorísticos: las clasificaciones se apoyan en un objetivo práctico, de modo que son buenas si lo promueven y malas si estorban.

 

En nuestro caso, el quid de la cuestión es precisamente lo que el recurso del PP solo apunta pero luego soslaya: el bien del menor. En tanto el mismo no padezca, en tanto el compromiso de convivencia y protección y apoyo de los padres o madres baste para promover el bienestar físico y psicológico de los hijos, lo demás es irrelevante: son cuestiones accesorias a estos efectos; adherencias insustanciales y prescindibles.

 

Ciertamente, esto significa que Cenicienta es un bien fungible. En efecto, este es uno de los aspectos más llamativos del cuento. Al Príncipe le vale cualquier jovencita que cumpla la función que de ella espera. No le vale cualquiera, ciertamente. En los posts anteriores resaltaba que es peligroso pensar que la zapatilla es suficiente, en todo caso y bajo cualquier condición: a menudo la verdad solo resulta de la combinación de distintos instrumentos, de complejas ecuaciones. No es Cenicienta todo lo que encaja en la reluciente zapatilla, si no cumple el fin propuesto. Pero ahora procede poner de manifiesto la otra cara de la moneda: cuando sí se cumple el fin de que se trate, sí es Cenicienta todo lo que se calza el zapato. No hay que rasgarse por esto las vestiduras: caben en nuestra Constitución y en el concepto jurídico de familia y matrimonio tantas formas, tantas variaciones como uno quiera imaginar, siempre que hagan felices a los cónyuges y a los menores de cuyo desarrollo aquellos se responsabilizan.

 

Cuestión diversa es que una distinción que es irrelevante en un plano puede serlo en otro. Evidentemente, los homosexuales no pueden reproducirse mediante el sexo. He aquí una diferencia biológica. Quien le encuentre a este rasgo diferencial una utilidad práctica, que la explote y establezca una distinción conceptual, útil para sus fines. Pero esa noción quedará en la esfera privada. Será como la proclamación de Cataluña como Nación que hizo el Preámbulo del Estatut: un concepto de uso personalísimo, que ni tiene ni pretende tener efecto jurídico.

La política por otros medios: sentencia del Tribunal Constitucional en el caso Sortu

Hoy en día, en que tan de moda está hablar del impacto de las instituciones en el desarrollo económico de los pueblos, quizá no está de más recordar el consejo de Maquiavelo relativo a que las instituciones de la república deben reforzarse y renovarse con la finalidad de evitar su corrupción antes de que ésta haya comenzado, porque una vez que lo ha hecho esa renovación se convierte en tarea imposible. Sencillamente, porque para regenerarlas se necesita el concurso de los que han provocado esa corrupción y se encuentran afectados por ella. Pues bien, no cabe duda de que una institución se ha corrompido  cuando no cumple estrictamente la función que le ha sido encomendada.

 

Es interesante destacar que en este planteamiento del florentino está implícita la primera formulación de la doctrina de la separación de poderes, pues el fundamento último de la misma, como luego volvería a destacar John Adams un par de siglos más tarde, no es técnico, sino moral. Las funciones legislativas, ejecutivas y judiciales tienen que estar separadas con la finalidad de evitar el riesgo de parcialidad, en definitiva, de que uno pueda ser juez de su propia causa.

 

Esta sentencia del TC sobre el caso Sortu, que se puede consultar aquí, es simplemente un ejemplo más de este tipo de corrupción tan extendida en España, que encuentra su origen en la voluntad de los partidos políticos que controlan nuestra partitocracia de utilizar a su servicio el resto de las instituciones del Estado. Con algunas de ellas les resulta un poco más difícil, como ocurre con el TS, pero con otras es mucho más sencillo, porque sobre ellas ejercen un control directo y no meramente indirecto. Sin duda, el ejemplo paradigmático es el Tribunal Constitucional.

 

Como decía Clausewitz del arte de la guerra, la jurisprudencia constitucional es hoy en España una manera de hacer política por otros medios. Unos medios sin duda muy convenientes, porque permiten hacerla sin asumir ningún tipo de responsabilidad por ello. Esta es la clave de la cuestión. La decisión política queda revestida de un manto de juridicidad que deja a sus inspiradores últimos a salvo de cualquier crítica política. El mantra es siempre el mismo: se podrá estar de acuerdo o no con su contenido, pero hay que respetarlo porque se trata de una decisión técnica, con independencia de que sea más o menos acertada.

 

No, definitivamente no. La institución se ha corrompido y no sólo no cumple su función, sino que está pervirtiendo las reglas del juego democrático al colocarse al margen, tanto de la rendición de cuentas que debe estar implícita en toda decisión política, como de la voluntad de los ciudadanos a la hora de marcar una línea política a sus representantes.

 

Pasemos ahora a demostrarlo con un brevísimo comentario de esta sentencia.

 

El Auto recurrido de la Sala Especial del TS se limitaba a aplicar el art. 5.6 de la Ley Orgánica de Partidos Políticos que prohíbe la constitución e inscripción de un partido político cuando ese partido “pretenda continuar y suceder la actividad de otro declarado ilegal y disuelto”. Recordemos que esta Ley ha sido declarada constitucional y tiene el amparo del TEDH, y recordemos también que la ilegalización del partido político Batasuna fue declarada constitucional por una sentencia de 2003 y de nuevo ratificada por el TEDH. Tras una minuciosa apreciación de la prueba concurrente (y la verdad es que para el común de los mortales que leen los periódicos tampoco se necesitaba que fuese muy minuciosa), el TS considera probada esa continuidad en el caso de Sortu y rechaza su inscripción.

 

Pues bien, el Tribunal Constitucional tiene otra opinión al respecto. Pero no referida exactamente a la existencia de esa continuidad, aunque para vestir el muñeco no tiene más remedio que negarla, sino, en realidad, si uno lee bien la sentencia, sobre la conveniencia de que Sortu, un partido que manifiesta rechazar la violencia, pase a formar parte de nuestro entramado de partidos políticos legales.

 

Supongo que no sólo el TC, sino que casi todos los españoles tendremos una opinión política al respecto, todas muy respetables. Pero así como a mi particularmente me interesa mucho conocer la de mis compatriotas, o al menos las de los más significados, me importa un bledo la del TC. Porque este Tribunal no está para hacer política, sino para dictar sentencias de amparo e inconstitucionalidad en supuestos y con arreglo a procedimientos muy tasados. Y, en este concreto caso, lo que se le pedía únicamente a través de ese recurso de amparo, era que decidiese si el Auto de la Sala Especial vulneraba derechos constitucionales por el improcedente instrumento de deducir de la prueba practicada, utilizando para ello conclusiones no debidamente fundamentadas o irracionales, esa continuidad entre Batasuna y Sortu. Esto implica que si la inferencia era suficiente y coherente debía rechazarse el recurso, pues como reiteradamente tiene declarado el propio TC, no es posible en esta sede entrar en una revisión de las pruebas practicadas ni de la valoración de las mismas que haya hecho el TS, so pena de incurrir en un exceso de jurisdicción (SSTC 2/2004 y 31/2009).

 

Así lo alegaron el Abogado del Estado y el Ministerio Fiscal y lo reiteran los votos particulares. Por todos les incluyo el clarísimo de Aragón Reyes (aquí).

 

Pero el TC parte de un planteamiento completamente distinto. Claramente considera que el cambio de estrategia llevado a cabo por el entramado de Batasuna manifestando su intención de desarrollar su actividad de manera exclusivamente pacífica con rechazo de la violencia es merecedora de una oportunidad. Lo que pasa es que como eso no es de su competencia, tiene que acudir (fundamento décimo) al sorprendente pero no por eso menos patético subterfugio de negar la existencia de esa continuidad entre Batasuna y Sortu -pese a ser evidente para todos lo que tenemos ojos en la cara- por el simple dato de ese rechazo explícito de “todo tipo de violencia” contenido en sus estatutos.

 

En conclusión, como ya hemos manifestado reiteradamente en este blog con ocasión del análisis de otros casos semejantes, este tipo de política por otros medios es un atentado frontal contra el Estado de Derecho, porque, al vulnerar el principio de separación de poderes, convierte en Derecho lo que es política, construyendo así, frente a la advertencia de Maquiavelo y Adams, un grave fraude moral que no hace más que fomentar situaciones de impunidad. El problema verdaderamente grave es que, como advertía el primero de ellos, quizá ya sea demasiado tarde para ilusionarse con una reforma.

 

De la redistribución de competencias

Hay que tomar impulso desde esta grave crisis económica y afrontar la necesaria redistribución de competencias entre las Administraciones públicas. Que la crisis es una oportunidad para el cambio no puede quedarse en un lugar común, al estilo de los “tontos tópicos” que bien disecciona Aurelio Arteta en su último libro. La inestabilidad económica es grave y, por ello, debe preocuparnos. Pero más pavor da advertir que contamos con unas instituciones públicas cuyos vicios ocultos se han puesto de manifiesto de manera grosera.

 

Durante años hemos ido levantando un edificio público permitiendo que se adosaran reformas sin mayor reflexión. Se aprobaban leyes de transferencias y decretos de traspaso; se modificaban los Estatutos de Autonomía sin ninguna idea común, de conjunto; y, lo que es peor, sin analizar qué es lo que se había conseguido para los ciudadanos y para la buena gestión de la hacienda pública. En cualquier sentido, ya fuera positivo o negativo. Se repetía “que el modelo autonómico había funcionado razonablemente bien”. Otro tonto tópico. Había que “romper los techos”, siguiendo con el mismo símil arquitectónico, sin saber si la estructura del edificio se podría mantener en pie. Y ahora padecemos una grave crisis y nos cuesta desafiarla con una construcción tan deficiente. Es más, las propuestas de los responsables políticos nos dejan a algunos atónitos porque se pretenden recortar servicios públicos y se quieren “devolver competencias” como si aquí no hubiera pasado nada. ¿Se incurrirá de nuevo en los mismos errores que nos han traído a esta situación?  Esto es ¿se tratará de modificar la estructura del Estado de manera desordenada, sin tener en mente el proyecto común deseado, de forma precipitada y sin ningún análisis de cómo se están prestando los servicios públicos?

 

Y es que esos tres errores son, a mi juicio, algunos de los vicios que han contribuido al deterioro del edificio. De ahí que proponga actuar atendiendo a las virtudes opuestas a esos vicios.

 

Así, en primer lugar, frente a la falta de evaluación de cómo se han ejercido las competencias autonómicas, de cómo se ha actuado, sería preciso analizar con rigor la situación actual: cuán diferentes son los derechos de los ciudadanos, sus garantías, cuánto cuestan los servicios públicos y de qué recursos disponemos. En segundo lugar, frente a la fragmentación que caracterizó la anterior reforma estatutaria, abórdese un estudio común y único sobre la redistribución de competencias, porque hay que saber que la actuación de todas las Administraciones públicas debe integrarse de manera adecuada para evitar disfunciones y despilfarro de recursos. Y tercero, frente a la complejidad de diseño que generó una enmarañada originalidad de competencias exclusivas, blindadas, compartidas, concurrentes, alternativas, disyuntivas… y otras confusiones, búsquese la sencillez y claridad.

 

En este sentido contamos, como en otras ocasiones, con el esquema que nos ofrece la última reforma federal de la Constitución alemana. También allí las denuncias de ineficiencia en la prestación de servicios públicos y de complejidad en la actuación de las Administraciones fructificaron y dieron lugar a una reforma constitucional hace unos pocos años. Ahora los artículos 70 y siguientes de ese texto fundamental redistribuyen las atribuciones entre el Bund y los Länder de manera más sencilla. En resumen, hay competencias exclusivas del Bund y otras materias en las que, en principio, también se reconoce la competencia legislativa de los Länder pero con tres precisiones que me parecen bien relevantes. Es la primera la afirmación de que los Länder tienen la facultad de legislar mientras el Bund no haya dictado una ley sobre esa materia. Es decir, que la legislación federal desplaza otras previsiones. Una segunda precisión reconoce que en determinadas materias el Bund puede dictar una ley para garantizar condiciones de vida equivalentes en todo el territorio federal o el mantenimiento de la unidad jurídica y económica. ¿No son esos los dos objetivos, la calidad de vida de los ciudadanos y la unidad jurídica y económica lo que justifica tanta institución pública? Y la tercera precisión: se admite que en materias muy específicas puedan los Länder aprobar algunas regulaciones diversas. Pero si se lee el precepto sin los lentes de prejuicios se advierte, no sólo su brevedad, sino la concreción de estos aspectos sobre los que pueden existir previsiones singulares, muy reducidos y la mayoría “ocupados” por el Derecho europeo.

 

Ahora que un sueño de verano nos ha despertado de la pesadilla que nos abrumaba al creernos sin fuerzas para modificarla Constitución, deberían las Cortes Generales promover las iniciativas para que, tras un estudio riguroso, se elaborara la reforma del título VIII dela Constitución. En especial, una nueva redacción clara siguiendo el esquema del texto alemán para redistribuir las competencias entre las Administraciones públicas. Y para dejar claro que no es necesario reformar los Estatutos de Autonomía, reiterar la cláusula derogatoria dela Constitución, acaso con alguna precisión complementaria.

 

El horizonte para salir de la crisis es indubitado y ese sería un camino adecuado ¿por qué no transitarlo?

 

El debate sobre la reforma territorial del Estado

Uno de los rasgos reveladores de inmadurez que ha caracterizado a nuestro sistema político ha sido la aceptación tácita, no ya sólo por la clase política cómodamente instalada en él, sino incluso por muchos líderes de opinión, de límites al debate. Con una excesiva docilidad hemos aceptado dogmas y principios inatacables, barreras infranqueables y líneas rojas, al amparo de las cuales han crecido como floresta ineficiencias diversas. Uno de esos jardines echados a perder es nuestro modelo territorial.

 

Han causado por ello revuelo, y en algunos medios incluso escándalo, las declaraciones de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, propugnando un adelgazamiento de las estructuras de la administración regional. La propuesta era la asunción de algunas de las competencias hoy autonómicas por parte de los ayuntamientos y, sobre todo, de otras importantes como justicia, educación y sanidad, por parte del Estado central. Al margen de la opinión que se tenga de Aguirre y de su gestión política, el que por fin se haya “mencionado esa bicha” dentro de uno de los partidos que constituyen el núcleo de nuestro régimen, me parece una buena noticia.

 

La cuestión ya ha sido estupendamente analizada desde el punto de vista jurídico en esta blog por José Luis Ezcurra . Yo quisiera continuar aquí con este análisis para destacar las inmensas dificultades legales que existen para que ésta o cualquier otra propuesta de racionalización de nuestro Estado pueda llevarse a efecto.

 

Efectivamente, la reforma del Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid exigiría una mayoría nada menos que de dos tercios de su Asamblea. Algo imposible, incluso en una situación de hegemonía tan amplia como la actual del PP, ni siquiera contando con el apoyo de UPyD, partido comprometido con este tipo de reformas.

 

Además, ni siquiera en una situación excepcional en la que alguna comunidad pudiera alcanzarse la mayoría reforzada exigible, ello podría servir, puesto que la reforma hacia un nuevo diseño más eficiente debería ser global y afectar al menos a la mayoría de las actuales autonomías.

 

Si echamos un vistazo a los diferentes Estatutos de Autonomía, vemos que esa exigencia de una mayoría reforzada, a veces de 2/3, otras veces de 3/5, es generalizada para reformas sustanciales que afecten a las competencias. En algunos casos, como Asturias, nos encontramos con la previsión de que el refuerzo sólo se exige para perder competencias, pero no para ganarlas. Se plasma así en papel legal ese prejuicio largamente cultivado de que el destino natural de cualquier administración regional es crecer en competencias mientras el Estado adelgaza, y nunca lo contrario.

 

Como por la naturaleza doble de los Estatutos de Autonomía no cabe su reforma unilateral por norma estatal, nos encontramos con un verdadero problema. Cualquier iniciativa debería contar con el consenso de la otra fuerza política nuclear, el Partido Socialista, y si hoy por hoy resulta difícil imaginar al PP acometiendo reformas sustanciales en el sistema, y ahí están las últimas declaraciones de Rajoy en defensa del mismo, mucho menos podemos imaginarlo en el partido de la oposición, todavía entusiasta del proceso que nos ha llevado a esta situación, y además siempre condicionado por las exigencias cuasinacionalistas de su federación catalana (el PSC).

 

Desde un punto de vista de filosofía del Derecho, existe un verdadero problema de legitimidad de estas exigencias de mayorías reforzadas que petrifican de hecho cualquier organización. Podría admitirse algún tipo de cautelas en favor de la estabilidad del sistema, para evitar que cualquier mínima mayoría ocasional pueda modificarlo, como la necesidad de un referendum de ratificación para el cual se exigiera una participación sustancial (al contrario de lo que pasó en Cataluña), o la exigencia de que la propuesta hecha durante una legislatura fuera también aprobada por la Asamblea que surgiera de las siguientes elecciones. Pero esa exigencia de mayoría reforzada en todo caso supone un verdadero despropósito. Una mayoría apabullante de un 66%, por tanto ampliamente respaldada por una contundente mayoría social, podría estar deseando un cambio, y no poder hacerlo por estar rehén de una mera minoría del 34%, y así lustro tras lustro.

 

Claro está que estos Estatutos de Autonomía tienen a quién parecerse, pues el mismo sistema de mayorías reforzadas, junto con otros requisitos adicionales, se prevé en la Constitución para su propia reforma.

 

Hay que decir que esos sistemas cerrados a su propia reforma tampoco tienen por eso mismo una garantía de supervivencia. Desde el Siglo XVIII en Europa el Antiguo Régimen trató de oponerse al principio de soberanía popular desde el dogma legitimista de que el poder de los monarcas era una delegación directa del de Dios. Y ya sabemos lo que duró. Desde entonces muchos otros sistemas políticos que han pretendido alterar el principio democrático de soberanía en beneficio de ciertas minorías han sido también arrumbados a los cajones de la Historia, ya hayan querido basar ese privilegio en motivos socioeconómico (sistemas de sufragio censitario o restringido), racial (como el Apartheid) o sexuales (sufragio masculino). No se ve por qué el privilegio concedido a los partidarios de un Estado centrífugo, aun por encima de la mayoría social, habría de tener mejor suerte. En general, ordenamientos jurídicos con mecanismos rígidos de reforma no suelen conseguir su propósito de evitar los cambios, sino sólo que éstos se produzcan de forma más traumática.

 

Sin duda la Señora Aguirre es consciente de las dificultades del procedimiento de reforma del sistema, al cual por cierto ella y su partido han contribuido decididamente. Por ello, probablemente lo que haya tratado es plantear un debate que, a pesar de las renuencias de la mayor parte de la clase política, es ya no solamente necesario, sino urgente. Nuestro modelo territorial no ha conseguido el objetivo de integrar a los nacionalismos disgregadores, y sus excesos han ocasionado duplicidades administrativas, despilfarro, y propensión a la irresponsabilidad e indisciplina presupuestaria. El montaje de redes clientelares en beneficio de las oligarquías gobernantes ha primado en demasiadas ocasiones sobre los objetivos de eficiencia.

 

No podemos hoy extendernos en las razones que avalan esa urgencia y necesidad del debate. Basta con echar un vistazo a cualquier medio nacional o internacional. Ahora mismo nuestro modelo territorial se contempla por los analistas internacionales como la principal dificultad en la lucha contra el déficit público, y es causa esencial de la desconfianza de los inversores en nuestras cuentas públicas. Causa bien fundada, por cierto. La actual situación de emergencia económica se ha visto además agravada casi hasta el colapso cuando se ha visto que, a través del proyecto de presupuestos, el Gobierno prefería recortes en inversión que perjudicarán aún más al crecimiento que un recorte en los ingentes gastos corrientes que el sistema exige. Y no faltan incluso analistas que piden que cesen las intervenciones del Banco Central Europeo, para obligar a nuestros dirigentes a unos cambios contrarios a sus propios intereses partidistas, pero imprescindibles para nuestro futuro como sociedad.

 

Probablemente la solución tenga que pasar hoy por plantearse no sólo una reforma de los Estatutos de Autonomía, sino también de la propia Constitución, en cuyo título VIII se encuentra el origen de esta situación. Mercedes Fuertes, con su habitual lucidez, proponía el otro día en un artículo  la creación de una comisión de expertos que estudie con rigor cómo deben distribuirse las competencias, para evitar duplicidades, disfunciones y despilfarros, y para diseñar un modelo idóneo de prestar los servicios públicos a los ciudadanos. Pues es éste el propósito de cualquier administración pública, y no el convertirse, como demasiadas veces ha ocurrido a nuestras Comunidades Autónomas, en fines en sí mismas. Probablemente la comprobación por los inversores de que los políticos españoles abordan el problema en vez de eludirlo ya tendría un gran efecto tranquilizador en los mercados.

 

Añado que para conseguir estos objetivos es preciso hacer el esfuerzo de limpiar al debate de cualquier carga emocional en uno u otro sentido. Yo personalmente creo que el objetivo no pasa necesariamente por un absoluto vaciado de competencias de las regiones, y también que hay que admitir que ciertas competencias radiquen en ellas. Pero no por motivos “patrióticos” o emocionales, sino de pura eficacia. No creo que se deban responder los dogmatismo y prejuicio proautonómicos que hemos padecido estas décadas con dogmatismos y prejuicios de signo contrario.

 

Las posibles conclusiones a las que se llegaran podrían ser objeto de otros posts. Por ahora, de lo que se trata es de poder abrir el debate. Frente a una clase política en su mayoría miope y renuente a él,p más preocupada por asegurar su status, los medios de comunicación y, más modestamente, blogs como éste deben ir creando un estado de opinión que fuerce a introducir esta materia en el centro del debate político. Y a los partidos mayoritarios a plantearse la necesidad de reformas. Un poco como los salones de la sociedad parisina durante la Ilustración. Ya lo estamos haciendo.

 

 

¿Es posible la devolución de competencias al Estado por parte de las CCAA?

 La Presidenta de la Comunidad de Madrid ha puesto sobre el tapete una cuestión que  incomoda a muchos partidos políticos (incluido el suyo propio) pero cuya puesta en práctica puede llegar a producir un ahorro de unos 48.000 millones de euros, según ha manifestado la propia Esperanza Aguirre. Carezco de datos fiables para comprobar esta cifra, pero dada la seriedad mostrada en otros asuntos por quien la ofrece, no la pongo en duda y la acepto como buena, así como la idea que propone sobre la devolución de competencias al Estado, por parte de las CC.AA. en materias como sanidad, educación y justicia. La cosa no para ahí porque, en sus declaraciones, alude también a la trasferencia de competencias a los Ayuntamientos en aquellas materias que puedan gestionar mejor que las propias Comunidades Autónomas. Para poder hacernos una idea de la magnitud de este ahorro, baste con decir que es muy superior al previsto en el Proyecto de Presupuestos Generales del Estado (unos 30.000 millones de euros), lo cual invita, cuando menos, a reflexionar sobre la idea sin descartarla de antemano, como así han hecho la mayoría de los políticos. Porque, hasta el momento, nadie ha desmentido esta cifra y los políticos de todos los colores  han actuado como el conocido aforismo de Confucio (“cuando el dedo señala a la luna, el necio se pone a mirar el dedo”).

 Las razones de este rechazo frontal por parte de nuestra clase política puedo suponer -sin temor a equivocarme mucho- que obedecen, sustancialmente, a dos tipos de motivos. El primero afecta tan sólo a los partidos nacionalistas que, ante semejante propuesta, temen que quede frustrada su carrera hacia la independencia de los territorios autónomos en donde se desenvuelven a sus  anchas (País Vasco y Cataluña). El segundo, es aplicable a toda la clase política -incluidos los partidos nacionalistas- que temen por la permanencia en sus cargos sin tener en cuenta que están exigiendo enormes esfuerzos a toda la población y que, poco a poco, van perdiendo legitimidad porque no se los exigen a ellos mismos ni a los de su cuerda. Pero estoy de acuerdo, no obstante, con que una devolución de competencias ahora en manos de las CC.AA. debe ser también abordada en clave política, aunque no lo estoy con el hecho de que tal condicionamiento conduzca a negar a priori y de forma tajante esta posibilidad. Dejo, no obstante, la vertiente política de la propuesta (que podría conducir a la ruptura del “café para todos”) y me ocupo de los problemas jurídicos que comporta que, en definitiva, es lo mío.

Bajo una perspectiva estrictamente jurídica, el primer problema viene planteado por la dispersión de vías mediante las cuales se han realizado las trasferencias de competencia a las diversas Comunidades Autónomas. Como sabe cualquier especialista en Derecho constitucional o administrativo, el camino para la formación y dotación de competencias a las diferentes Comunidades Autónomas ha sido largo, muy tortuoso y no ha seguido, exactamente, los cauces previstos en nuestra Constitución. Esto ha dado lugar a un complejo mosaico de situaciones jurídicas, aunque las competencias en materia de Sanidad, Educación y Justicia se encuentran ahora reconocidas como competencia exclusiva de las CC.AA. en la gran mayoría de los correspondientes Estatutos. Sin embargo, y lo digan como lo digan los diferentes Estatutos de Autonomía (el de Cataluña merece mención aparte) las competencias sobre estas materias deben ser ejercitadas de conformidad con la legislación básica del Estado sobre las mismas. Quiere ello decir que el Estado no ha perdido -a pesar de las transferencias realizadas- competencia para regular estas materias (aunque sólo a nivel de legislación básica). Esto es, al menos, lo que se desprende de diversos apartados del artículo 149.1 dela Constitución que guardan relación con estos temas, aunque el problema surge, entonces, desde el momento en que los conceptos de Sanidad, Educación o Justicia son susceptibles de ser encuadrados en varios de estos apartados.

No voy a tratar de los soportes normativos en los que se sustentan cada uno de los conceptos mencionados, ni en dónde se encuentra la línea divisoria entre la competencia del Estado para dictar legislación básica y la que corresponde a las CC.AA, porque ello conduciría a un debate demasiado técnico y complejo que ha traído de cabeza a muchos juristas y al propio Tribunal Constitucional. Lo que sí quisiera poner de manifiesto es que, en mi opinión, no resulta jurídicamente inviable que reviertan al Estado todos o la gran mayoría de los niveles competenciales en materia de Sanidad, Educación y Justicia, como ha sugerido Esperanza Aguirre. A tal efecto, conviene tener en cuenta una serie de consideraciones que  trataré de explicar de la manera más sencilla  posible (aún a riesgo de resultar simplista).

En primer lugar, ha de quedar claro que el Estado no puede, por sí sólo, forzar a las CC.AA. a devolverle las competencias transferidas porquela Constitución no prevé ninguna clase de mecanismo para ello (dejando aparte el cauce excepcional previsto en el artículo 155 que conduce a otra cosa). Lo único que puede hacer -en la línea ya anunciada- consiste en sentar unas bases de obligado cumplimiento para las CC. AA en materias tales como Sanidad y Educación al amparo, entre otros, del apartado 1º del artículo 149.1 dela Constitución (que reconoce, como competencia exclusiva del Estado “la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el  ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales”).

La consecuencia de lo anterior es que la “devolución” de competencias ha de partir de las propias Comunidades Autónomas  para lo cual supongo que existen varias vías posibles, junto con otras claramente inviables desde una perspectiva jurídica. Así, por ejemplo, no cabría utilizar el mecanismo de los denominados “Convenios de Colaboración” (regulados en la Ley 30/1992, conocida como LRJ-PAC) porque el artículo 8.1 de la misma prohíbe que, mediante estos Convenios, se renuncie a las competencias propias de las Administraciones intervinientes. Sin embargo, hay que tener en cuenta que toda norma -incluida la propia Constitución- puede ser derogada, siguiendo los mecanismos correspondientes, porque ya ha pasado el tiempo de las normas inmutables. Teniendo en cuenta, por tanto, que las actuales competencias de las CC.AA. se encuentran recogidas en sus correspondientes Estatutos de Autonomía, no hay nada que impida, jurídicamente, la modificación de tales Estatutos por el procedimiento establecido en los mismos. Y bajo esta premisa (posibilidad de modificar los Estatutos de Autonomía) caben, a mi juicio, dos posibles alternativas.

La primera de ellas consistiría en que en el nuevo Estatuto no se recogiesen como propias las competencias que van a ser objeto de devolución al Estado (en materia de Sanidad, Educación y Justicia), con lo cual la Comunidad Autónoma no contaría ya con soporte jurídico alguno para ejercitar esas competencias. Advierto que los Estatutos de Autonomía (aunque opinen otra cosa algunos políticos) son, ante todo, normas estatales por lo que no existe inconveniente para que puedan derogar otras normas del Estado (como son las que, en su día, transfirieron determinadas competencias). La segunda consiste en que la modificación  del Estatuto incluya solamente la posibilidad de devolver competencias al Estado mediante Ley aprobada por el correspondiente Parlamento autonómico (lo cual podría requerir alguna clase de mayoría reforzada, de forma similar a las leyes orgánicas del Estado). Mediante este sistema la devolución de competencias se realizaría en una doble fase: i) la correspondiente a la modificación del Estatuto de Autonomía, y ii) la correspondiente a la aprobación de la Ley de devolución de competencias. Esta última alternativa, que puede parecer más lenta, tendría no obstante como ventaja la posibilidad de realizar devoluciones de competencias posteriores, de forma escalonada, (si se considerasen convenientes) sin necesidad de modificar, nuevamente, el correspondiente Estatuto, lo cual dotaría de agilidad cualquier proceso de trasferencias de competencia a la inversa (de la Comunidad Autónoma al Estado). Además, en cualquiera de los casos, habría que determinar qué niveles de competencia han de ser objeto de devolución ya que, no necesariamente, han de ser devueltos al Estado todos los niveles (lo cual conduce a otro tipo de problemática en términos de eficiencia del gasto público).

 Confieso, no obstante, que las soluciones apuntadas me parecen algo así como dibujos inacabados, porque para pasar el tamiz de lo jurídicamente correcto sería necesario realizar un estudio en profundidad de la cuestión. Sin embargo, si hay algo que me parece claro, ya desde ahora, es que el sistema actual de reparto de competencias entre el Estado y las CC.AA. no es inmutable y que existen cauces para realizar devoluciones de competencias sin necesidad de reformar la Constitución. Otra cosa, insisto, es que el diseño jurídico, político y económico para realizar tales devoluciones haya de ser objeto de análisis profundos y que esto lleve tiempo  y esfuerzo, pero la idea está ahí y el baile tiene que comenzar antes de que sea tarde. Advierto, también, que hay otras soluciones a la cuestión diferentes de las apuntadas, (todas ellas dependen de las propias Comunidades Autónomas) pero su exposición -como diría el gran matemático Fermat- ocuparía un espacio y una dedicación del que no dispongo aquí ni ahora.