Consenso, concordia y vinculación al Orden constitucional

Con frecuencia se escucha a representantes de los grandes partidos nacionalistas (CiU, PNV) o del PSC decir que ni el Tribunal Constitucional ni los demás Tribunales pueden cuestionar el contenido de las leyes aprobadas por las asambleas legislativas de Cataluña y el País Vasco. Tampoco de las Cortes Generales cuando aprueban normas relacionadas con esas regiones, como los Estatutos de Autonomía (siempre que su contenido sea el deseado por esos partidos). Y ello porque hacerlo sería atentar contra la voluntad “democrática” y “soberana” del pueblo de Cataluña o del País Vasco expresada a través de sus representantes.

Los Tribunales, al no ser “soberanos”, no podrían entrar a cuestionar ni las leyes autonómicas ni las decisiones de esos gobiernos autonómicos tendentes a desarrollar o a aplicar dichas leyes, aunque entraran en contradicción con normas de igual o superior rango, incluida la Constitución.

Tesis tan disparatadas han sido incluso sostenidas, en diversas ocasiones y con pequeños matices, por dos figuras preclaras del Derecho Constitucional español. Por nada menos que el Ministro de Justicia, Sr. Caamaño, catedrático de la disciplina, y por la Sra. Chacón, otrora profesora del ramo, hoy Ministra de Defensa del Gobierno de España (algún día tendrá que hacerse el análisis de cómo se llega aquí a catedrático, aunque algunas pistas se dan en “La tribu universitaria” de Alejandro Nieto y en las más lejanas páginas de Ramón y Cajal).

Más allá de la anécdota, esa actitud de los nacionalistas y de sus arietes pone de manifiesto su velado desprecio por el orden político nacido de la Constitución de 1978. Una Constitución que nació fruto del consenso, cosa que -según se dice- permitió “integrar” a los nacionalistas y que algunos de ellos votaran a favor de su aprobación.

Cabe preguntarse si ese consenso era fruto de la concordia, de la adhesión convencida a un proyecto común, compartido, de convivencia. Y más aún, si ese consenso comportaba una voluntad de cumplir y hacer cumplir el orden jurídico-constitucional surgido del mismo.

Pero, ¿qué es el consenso? Según la RAE, es el acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos. La expresión tiene una carga valorativa implícita: da idea de unanimidad, pero expresada de una manera tenue, poco tajante. Por eso, se hace uso frecuente de ella en política. Evita confrontaciones sin entrañar afirmaciones rotundas.

De alguna manera, la Constitución de 1978 -en particular su título VIII, aunque no solo él- es la formalización, hecha por consenso, de un disenso sobre la unidad y la estructura territorial de España. Alzaga habló, en un sentido parecido, del “compromiso indecisión”. Y Cruz Villalón, ex Presidente del TC, de la “desconstitucionalización de la estructura del Estado”. Para poder llegar a un acuerdo aplazaron la solución, esto es, la definición de la estructura del Estado, que sigue abierta. Y si ese aplazamiento pudo parecer un acierto en aquel momento inicial, hoy cada vez más voces piensan lo contrario. Treinta años después, cada vez está más cuestionada dicha estructura, así como el grado de observancia real por parte de todos, especialmente de los nacionalistas, del orden jurídico y político nacido de esa Constitución.

Pese a todo, los políticos del PP y PSOE siguen más preocupados de conseguir el consenso de los partidos nacionalistas en las decisiones que deben adoptarse que de procurar que esas decisiones se tomen sin demora, y que su contenido sea acertado y conveniente al interés general, aunque no las voten los nacionalistas.

Se ha mitificado el consenso. Sin embargo, contra lo que se cree, las democracias no se desenvuelven en torno a la idea del consenso, sino al juego de las mayorías y al principio de división de poderes. El consenso es deseable, sí, pero la necesidad permanente de su concurso bloquearía la toma de decisiones y haría imposible la dinámica de los regímenes democráticos. Por eso, la Constitución exige mayorías -y no consensos- para aprobar las leyes o los Estatutos de Autonomía o para elegir al Presidente del Gobierno. Además, se presume erróneamente que una decisión adoptada por consenso será más acertada que otra sin él. Y esto no es necesariamente así, sobran ejemplos que lo demuestran. La bondad intrínseca de una decisión no depende del método usado para su adopción (sea por consenso, sea por mayoría).

Lo habitual, en política y en la vida, es la ausencia de consenso. La convivencia plantea conflictos de intereses continuamente -la sociedad conflictual frente a la paz de los cementerios, como decía Montesquieu-. Pero puede haber concordia sin consenso. De hecho, eso suele ser lo habitual: la concordia no implica la unanimidad de todos en todo, o la ausencia de conflicto. Ni en la vida de las familias, ni de las instituciones, ni de los países que consideramos conviven en armonía existe tal unanimidad. La concordia es la voluntad de convivir -de vivir juntos, y compartir unos valores, unos elementos históricos, geográficos, culturales, sociales…comunes, por encima de muchas otras discrepancias- conforme a unas reglas de convivencia que se aceptan y se respetan. Incluso para quien no las comparta por completo, hay que respetar esas reglas y hacerlas respetar.

Por eso mismo resulta tan paradójica la actitud de quienes tratan de imponer su voluntad exigiendo consensos sobre los temas que les convienen, y desprecian la concordia, expresada en las reglas de la convivencia aceptadas por la mayoría, cuando no se acomodan a sus intereses particulares. La convivencia civilizada consiste, empero, en aceptar que, en democracia, la voluntad de la mayoría se impone a la minoría conforme a las reglas establecidas en la Constitución. Y en respetar la división de poderes, lo cual supone que las decisiones de los parlamentos, incluidos los autonómicos, y de los gobiernos, están sujetas al control del Tribunal Constitucional y de los Tribunales ordinarios. No son, por tanto, irreprensibles.

El hecho de que los partidos nacionalistas y algún ministro del Gobierno de España traten de condicionar el contenido de las sentencias (recuerden el caso del Estatut) o se rebelen públicamente contra las decisiones del TC o de los Tribunales tratando de forzar que no se ejecuten o que se rectifiquen, es un acto gravísimo de deslealtad constitucional. Y más grave aún es tratar de hacerlo con el argumento espurio de que los tribunales no son “soberanos” para revisar las decisiones de órganos elegidos democráticamente, sean leyes o reglamentos autonómicos.

En ese argumento subyace una voluntad consciente de confundir a la ciudadanía y de no someterse, en todo lo que perjudique sus pretensiones nacionalistas, a los principios básicos del orden político nacido de la Constitución. Un sarcasmo, cuando es precisamente en esas reglas del juego -en la Constitución, y no en otro lugar- donde se encuentra el fundamento de su régimen de autogobierno que -no lo olvidemos- es de “autonomía”, pero no de “soberanía” (STC 4/1981, de 2 de febrero).

¿“Autonomía” financiera o “libertinaje” autonómico?

Dejando de lado otros efectos o posibles defectos de la reciente reforma constitucional, voy a concentrarme en este post en analizar la oposición de los grupos nacionalistas a su contenido, concretada en la declaración/queja del Sr. Durán i Lleida de que la reforma “ataca” la autonomía financiera de las comunidades autónomas.

Desde la aprobación de nuestra Constitución de 1978 muchas son las vueltas que se han dado al concepto de “autonomía”. Una de las proclamas más reiteradas a este respecto es que no podía haber verdadera autonomía política si no existía al mismo tiempo autonomía económica. Ésta se cifraba en dos objetivos: recaudar autónomamente (País Vasco y Navarra habría conseguido el top autónomo) y gastar del mismo modo (“caiga quien caiga”). Como consecuencia se ha tratado de trasladar (hábilmente) al imaginario colectivo de la sociedad que por tanto autonomía “debía” equivaler a ausencia de límites, emulando así la visión un tanto adolescente y utópica de los años sesenta respecto a un concepto de libertad que debía llevar necesariamente a un mundo sin policía, sin cárceles e incluso sin leyes. De hecho este mensaje llegó a calar hasta en algunas sentencias del Tribunal Constitucional  que han venido interpretando restrictivamente el contenido determinados artículos de la Constitución que precisamente fijaban límites al desarrollo competencial de las CCAA. Aunque no todas afortunadamente pues, como ya se ha destacado en este blog, la sentencia del TC de 20 de julio de 2011 (recurso de inconstitucionalidad nº 1451/2002) ha rechazado precisamente que el principio de estabilidad presupuestaria afecte a la autonomía política y financiera de la Generalitat de Cataluña. En dicha sentencia se recuerda y concreta el concepto de autonomía política (posibilidad de realizar políticas propias en los ámbitos materiales de su competencia) y financiera (suficiencia de medios y autonomía de gasto), señalando sin embargo que ambos criterios deben plasmarse en unos presupuestos que respeten a su vez las competencias del Estado del art. 149.1.13 CE y su potestad de coordinación financiera.

Lo cierto es que en el mundo real todos estamos sujetos a límites, algunos son puramente físicos pero otros son fijados por nuestras leyes, y son precisamente gracias a estos límites que podemos ejercer nuestra libertad. Lo más curioso es que los nacionalistas reclaman para sí un concepto de autonomía de la que no gozan ni siquiera los Estados-nación, como ellos llaman (y que tampoco existe en ningún  Estado federal). Así, todos hemos aceptado desde hace años (más concretamente desde el Tratado de Maastricht, aunque recientemente hayan cobrado nueva fuerza) que la UE pueda establecer controles y sanciones sobre los Estados que rebasen cierto porcentaje de déficit y deuda por el “bien común” del euro. Sin embargo, curiosamente, si un Estado trata de hacer lo mismo sobre sus regiones/nacionalidades supone al parecer la violación de un derecho natural a su autonomía financiera. Cabría tal vez comprender esta postura si proviniera de una Comunidad Autónoma que ejerce de modelo para las demás en rigor presupuestario y austeridad en el gasto, pero por el contrario es precisamente Cataluña la que ocupa en primer puesto en el ránking de administraciones derrochadoras, con el parlamento y políticos mejor pagados de España y con extravagancias tales como la creación de costosa embajadas cuya utilidad práctica es cercana al cero cuando no al ridículo. En efecto, además de que la protección consular sólo puede ser ejercida legalmente por el Estado español, ¿alguien cree que se fomenta la inversión extranjera clamando que Cataluña no es España? Bonita seguridad jurídica la que ofrecen.

En realidad, sería como si los bañistas de una playa clamaran que su autonomía individual les exige nadar sin límites, cuándo y cómo quieran, independientemente de cómo esté al mar, lo que curiosamente contrasta con la postura adoptada este agosto por el Consejero catalán de interior, Sr. Puig, quien amenazó con sanciones a los bañistas que violasen las prohibiciones de baño y se expusieran al peligro (y coste) de tener que ser rescatados [tomo el ejemplo del interesante artículo de Manuel Conthe “El (¿curioso?) incidente del artículo 135”, publicado el 5/09/2011 en la Revista Expansión].

Mala suerte la de este país (y sus regiones) que precisamente cuando peor nos va, dirigentes más irresponsables aparecen, ¿o será al revés?

¿Una oficina de colocación en el Tribunal Constitucional? (Sobre la modificación parcial del Reglamento de organización y personal del TC)

Cuando en un Estado de Derecho el propio Tribunal Constitucional actúa discrecionalmente, orillando las leyes de la función pública, y se convierte en algo parecido a una oficina de colocación para correligionarios y afines, poco puede esperarse del citado Tribunal, e incluso del Estado que lo mantiene, ya que cuando no se respetan los principios constitucionales de acceso a la función pública (igualdad, mérito, capacidad y publicidad), poco puede extrañar todo lo que después viene sucediendo…

El  Tribunal Constitucional tenía una plantilla de funcionarios y personal laboral. Los funcionarios procedentes de la Administración de Justicia, incluidos los Secretarios, que lo eran del cuerpo de Secretarios Judiciales. Existían Letrados de dos clases, unos que accedían por oposición, formando un Cuerpo al servicio del Tribunal, y otros Letrados de libre designación, pero que tenían que pertenecer a determinados cuerpos jurídicos del Estado, por lo que se aseguraba, al menos teóricamente, una formación mínima, y no se aumentaba la plantilla, ya que permanecían temporalmente al servicio del Tribunal Constitucional, quedando en situación de servicios especiales en sus cuerpos de origen: jueces, fiscales, abogados del estado, profesores titulares universitarios, etc.

Con la llegada del señor Sala, se ha aprobado una modificación parcial del reglamento de organización y personal del Tribunal Constitucional (BOE del 4 de abril de 2011, págs. 34506 a 513), por la que se consagran principios distintos de los enumerados  como forma de acceso al Alto Tribunal, se establecen cargos redundantes, se suprimen los plazos máximos de permanencia de los letrados de libre designación, se conceden “gratis et amore” complementos retributivos en determinados supuestos, etc. En resumen, todo un ejemplo de una determinada política de personal en la que se prima la confianza sobre los principios de mérito y capacidad, a cargo del contribuyente. 

Véanse los ejemplos:

1. Se crea un Gabinete para el Presidente, con su Jefe correspondiente, que “será nombrado libremente por el Presidente. El Jefe del Gabinete tendrá el carácter de funcionario eventual, con el mismo rango y retribuciones que los letrados”.

2. Se duplica la secretaría general: “El Pleno podrá elegir entre los Letrados del Tribunal un Secretario general adjunto… tendrá las retribuciones del Secretario general”. Es decir, habrá dos Secretarios Generales –aunque sólo hace falta uno- cobrando idénticas retribuciones.

3. Se abre la puerta para la contratación “a dedo” de amigos, parientes y correligionarios: “podrá nombrarse personal eventual al servicio del Tribunal Constitucional para el ejercicio no permanente de funciones de confianza o asesoramiento especial”. Es decir, pese a la existencia de letrados de dos tipos, por oposición y de libre designación, se necesita un tercer tipo de asesores, llamados asesores especiales…

4. “Las plazas de letrado se proveerán también en régimen de adscripción temporal… La designación de letrados de adscripción temporal se acordará libremente por el Pleno del Tribunal, a propuesta de tres Magistrados, por mayoría absoluta… La adscripción se hará por tres años y podrá ser renovada antes de su vencimiento, por períodos iguales…”. No se establece duración máxima de los nombramientos –a dedo, repito-, por lo que pueden pasarse toda la vida en el cargo. Es más, incluso se prevé como una de las causas de cese la jubilación.

5. Se crea un peculiar concurso-oposición para hacer fijos a los letrados nombrados a dedo, y en contra de su propia interpretación constitución que establece que la fase de oposición no puede valorarse en más de un 45% del total de la puntuación (STC 67/1989, de 18 de abril).

El Tribunal, vulnerando la interpretación que establece para los demás, pero no para sí, dice que: “El concurso se valorará en un 70 por 100 de la puntuación máxima total de ambas fases y para pasar a la de oposición será necesario obtener una calificación no inferior al 35 por 100 de la mencionada puntuación total”.

Exactamente al revés de su propia interpretación, que exige que primero se celebre la oposición, en la que hay que obtener un mínimo de cinco puntos sobre diez, es decir, haber aprobado, aunque sea por los pelos, y posteriormente se suman los puntos que se posean por méritos, en la fase de concurso…

6. Quienes hayan sido Secretario general o Secretario general adjunto durante tres o más años, y posteriormente sigan en el Tribunal como letrados “percibirán un complemento específico igual al que corresponda a los letrados Jefes de Servicio”. Total, que más da, si va a pagar el pueblo soberano, digo, los súbditos.

7. “El personal eventual será nombrado y cesado libremente”.

¿Comprenden ustedes porque no desanimo a mi hijo cuándo me dice que quiere irse a vivir a un país que funcione, como Estados Unidos, pese al dolor que como padre dicha decisión me produce?

 

 

 

Comentario al Proyecto de reforma del artículo 135 de la Constitución Española

En Boletín Oficial de las Cortes de 26 de agosto de 2011, se publicó la propuesta de reforma constitucional presentada conjuntamente por los Grupos Parlamentarios Socialista y Popular en el Congreso, dicha propuesta ha sido admitida a trámite hoy día 30 de agosto.
Las principales novedades introducidas en este precepto son, por una parte, la elevación a rango constitucional del principio de estabilidad presupuestaria que, hasta ahora, había sido recogido legalmente a partir, de la Ley 18/2001, de 12 de diciembre, General de Estabilidad Presupuestaria y, que en cualquier caso, ya formaba parte de nuestro ordenamiento jurídico interno desde su incorporación al acervo jurídico comunitario.
En ese sentido, el apartado segundo realiza una referencia concreta a lo que se entiende por estabilidad presupuestaria, concepto que habrá que interpretar conjuntamente con el que, actualmente, se encuentra recogido en la redacción vigente del art. 2.1.b) de la Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de financiación de las Comunidades Autónomas, o con el que pueda desarrollarse en la norma que está previsto que desarrolle el precepto constitucional objeto de la reforma. 
El apartado cuarto introduce los supuestos en los que circunstancias excepcionales pudieran permitir superar los límites de déficit estructural y volumen de deuda permitidos. Se trata de una redacción relativamente abierta, pues junto a una relación nominal de circunstancias (catástrofes naturales, recesión económica y situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado) se añade el requisito “político” de que se aprecie su carácter por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de Diputados.
El apartado sexto, refuerza la posición del Estado respecto de la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas, puesta en cuestión en las recientes reformas de los Estatutos de Autonomía y recogiendo de manera positiva la doctrina ya apuntada en las últimas sentencias del Tribunal Constitucional.
 
Por otro lado, la reforma introduce una serie de límites constitucionales a la capacidad de endeudamiento de las Administraciones Públicas matizando la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas recogida en el art. 156.1. Este punto constituye el aspecto principal de la reforma.

La preocupación por mantener controlada por el Estado la Deuda pública ha sido una constante en nuestra tradición constitucional e, históricamente, ya venía encontrando su reflejo en nuestros textos constitucionales. Así, por ejemplo, en el artículo 355 de la Constitución de Cádiz, en el artículo 87 de la Constitución de 1876, donde se expresaba que la deuda pública “está bajo la salvaguardia especial de la Nación”.

La Constitución de la II República, la primera sin una vocación claramente centralista, fue la que reguló con más detalle esta cuestión y, en sus artículos 111, 112 y 118, concretó preceptos tendentes tanto a mantener bajo control parlamentario la emisión de deuda pública, como a garantizar su cobro. Por otra parte, se limitó la capacidad de endeudamiento de las regiones autónomas que empezaron a surgir. Así, el Estatuto de Cataluña de 15 de octubre 1932, en su artículo 17 permitía a la Generalitat emitir Deuda interior, pero expresamente señalaba que “ni la Generalitat ni sus corporaciones locales podrán apelar al crédito extranjero sin autorización de las Cortes de la República…”

En el Derecho constitucional comparado, esta preocupación por mantener un control centralizado sobre la capacidad de endeudamiento de las regiones se manifestaba, asimismo, en las primeras constituciones de carácter federal, donde también se limitaba la capacidad de endeudamiento de los Estados que integran una federación. Así, por ejemplo, la Constitución de México de 1917, en su art. 117.8, expresamente prohibía a los Estados integrados en los Estados Unidos Mexicanos la emisión de deuda pública fuera del territorio nacional o pagadero en moneda extranjera o contraer obligaciones a favor de sociedades o particulares extranjeros y limitaba su capacidad para celebrar emprésitos “sino para la ejecución de obras que estén destinadas a producir directamente un incremento en sus respectivos ingresos”.

En un sentido semejante, aunque menos riguroso, se pronunció la Constitución alemana de Bonn de 1949 que, actualmente y tras la reforma de 2001, en su art. 109 (4) establece que “para evitar una perturbación del equilibrio global de la economía, una ley federal que requiere la aprobación del Bundesrat puede: 1. determinar las cantidades máximas, condiciones y orden cronológico de los créditos que se concedarán a las corporaciones territoriales y las mancomunidades locales y, 2. obligar a la Federación y a los Länder a tener depósitos que no devenguen intereses en el Banco Federal Alemán (reservas de compensación coyuntural).” Y, en su artículo 115 (1) establece que “La obtención de créditos y la prestación de fianzas, garantías u otras clases de seguridades que puedan dar lugar a gastos en ejercicios económicos futuros, necesitan una habilitación por ley federal que determine o permita determinar el monto de los mismos. Los ingresos provenientes de créditos no podrán superar la suma de los gastos para inversiones previstos en el presupuesto, no admitiéndose excepciones sino para contrarrestar una alteración del equilibrio global de la economía. La regulación se hará por una ley federal”

Sin embargo, en nuestro país, al momento de aprobarse la Constitución, no se llegó a prever la dimensión que alcanzaría en el futuro el recurso al endeudamiento, tanto por parte de las Comunidades Autónomas, como de las restantes administraciones locales. Así el artículo 135 vigente, y que ahora se pretende modificar, se centraba en la prioridad que el pago de la deuda pública debía de tener en los presupuestos generales de cada año, al señalar que “el Gobierno habrá de estar autorizado por Ley para emitir Deuda Pública o contraer crédito”, y que “los créditos para satisfacer el pago de intereses y capital de la Deuda Pública del Estado se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de los presupuestos y no podrán ser objeto de enmienda o modificación, mientras se ajusten a las condiciones de la Ley de emisión”.

Nada se dijo entonces respecto a la capacidad de endeudamiento de las Comunidades Autónomas y fue la Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades Autónomas, la que en su artículo 14 facultó a las Comunidades Autónomas tanto para realizar operaciones de crédito por plazo inferior a un año, con objeto de cubrir sus necesidades transitorias de tesorería; como para concertar operaciones de crédito por plazo superior a un año, cualquiera que sea la forma como se documenten, siempre que el importe total del crédito sea destinado exclusivamente a la realización de gastos de inversión y que el importe total de las anualidades de amortización, por capital e intereses, no exceda del 25% de los ingresos corrientes de la Comunidad Autónoma. En estos casos, si sería necesaria la autorización del Estado para concertar operaciones de crédito en el extranjero (es decir, fuera de la Unión europea) o cuando se constate el incumplimiento del objetivo de estabilidad presupuestaria. También la Legislación reguladora de las Haciendas Locales (art. 53 del Texto Refundido) ha venido facultando a las administraciones locales a recurrir al endeudamiento como fórmula ordinaria de financiación.

Las Comunidades Autónomas, en sus estatutos, han consolidado esta posibilidad de endeudamiento. Así, el Estatuto de Cataluña vigente establece en su artículo 213 que: “la Generalitat puede recurrir al endeudamiento y emitir deuda pública para financiar gastos de inversión dentro de los límites que la propia Generalitat determine y respetando los principios generales y la normativa estatal” añadiendo que dichos títulos gozan de los mismos beneficios y condiciones que los que emite el Estado. En términos semejantes se pronuncian los Estatutos de Autonomía de la Comunidad Valenciana (art. 77), de Galicia (art. 47), de Andalucia (art. 187), etc.

En la práctica, con la crisis, la tendencia ha supuesto una utilización excesiva de este recurso de financiación ante la caída de la recaudación tributaria y, si bien al menos sobre el papel, el Gobierno de la Nación tenía mecanismos suficientes para poder paralizar determinadas operaciones de crédito de aquellas administraciones públicas que ya no reunían los requisitos previstos para poder seguir endeudándose, sin embargo en la práctica, desde el exterior se percibe que no es así y, para mantener la confianza en nuestro crédito exterior, resulta necesario reforzar el control del Estado sobre la capacidad de gasto y de endeudamiento de la Administración periférica, tanto autonómica como local. Así, la reforma constitucional propone aplicar el principio de reserva de ley orgánica a la regulación de esta materia, de manera que el régimen jurídico del principio de estabilidad presupuestaria requerirá una mayoría cualificada para su reforma.

En definitiva, al margen de que podamos considerar que se trata de una reforma incompleta y que existen muchos otros preceptos constitucionales susceptibles de ser revisados, entiendo que se trata de una reforma necesaria, pues el nivel de descentralización administrativa en España es tal que, solo adoptando este tipo de medidas puede garantizarse que exista una unidad de criterio a la hora de imponer una disciplina presupuestaria efectiva en las diversas administraciones públicas.

Se ha venido alegando que elevar a rango constitucional el principio de “estabilidad presupuestaria” pudiera poner en peligro la continuidad del Estado de bienestar en España. Sin embargo, dado el grado de madurez que tiene éste en nuestro país, lo importante no es tanto obtener recursos para nuevas inversiones (qué es la finalidad permitida para recurrir al crédito a largo plazo por las CC.AA. y entidades locales), sino en conseguir mantener las enormes exigencia de recursos, en términos de gasto corriente, a que nos obligan las actuales infraestructuras y las carteras de servicios. La sostenibilidad del estado social exige que la extensión e intensidad del mismo se ajuste a los recursos de los que disponen realmente las Administraciones públicas. Asumir que el endeudamiento es una vía ordinaria de financiación de un estado de bienestar en constante expansión es el camino más corto para que, a corto o medio plazo, se produzca su quiebra y consiguiente desaparición.

Por otra parte, el hecho de que PSOE y PP hayan conseguido consensuar una norma de esta naturaleza, constituye un interesante precedente que rompe por fin un tabú y abre la puerta a que, el interés general de la nación en su conjunto se imponga a los objetivos tácticos a corto plazo de los partidos políticos. Es posible que, en la legislatura que se iniciará tras las elecciones del 20-N, se acometan otras reformas constitucionales también necesarias que definan de una vez por todas el modelo territorial del Estado y tiendan a corregir la tendencia confederal en la que nos hemos visto inmersos en los últimos años.

Desde este punto de vista, dado el carácter puntal y eminentemente técnico de la reforma y dado que la misma no afecta a derechos fundamentales de los ciudadanos ni a ninguno de los supuestos en los que la propia Constitución exige la celebración de un referéndum, no entiendo por qué debería agravarse su tramitación con el sometimiento de la reforma a una consulta popular. A mi juicio, la mayoría parlamentaria con la que, previsiblemente, se va a aprobar la reforma garantiza la legitimidad democrática de la reforma.

En este sentido, no está de más recordar lo que LOEWENSTEIN se preguntaba respecto al referéndum constitucional como conclusión al análisis de su evolución histórica desde que surgiera en el ámbito de la Revolución francesa (Loewenstein, Kart: Teoría de la constitución, Ed. Ariel Derecho, 2ª ed. Barcelona, 1976, pag. 181) “¿puede el elector medio emitir realmente un juicio razonable sobre un documento tan complicado como es una moderna constitución, o su criterio en el referéndum estará tan determinados emocionalmente que sea imposible una decisión auténtica de su voluntad?”. La experiencia vista en los últimos tiempos con los infructuosos intentos de aprobar en referéndum una Constitución europea es significativa a este respecto.

El Estado sin territorio: el nuevo libro de Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes

En esta situación de zozobra en que nos encontramos, da la impresión de que de nuevo la clase política parece querer ocultarse a la opinión pública la gravedad de los diagnósticos que permitirían afrontar verdaderas soluciones. En relación con el del problema de la inviabilidad de nuestra organización territorial, tan solo ha surgido la cuestión de las Diputaciones, que ya ha tratado Elisa de la Nuez aquí, sin plantearse el ir en serio a la raíz. Por eso, en esta ceremonia de la confusión, tenemos que agradecer las reflexiones que encontramos en el nuevo libro del profesor Francisco Sosa Wagner, escrito en colaboración con Mercedes Fuertes, “El Estado Sin Territorio, cuatro relatos de la España autonómica”, publicado por Marcial Pons este mismo año.
En un primer capítulo, llamado “nuevo feudalismo e improvisación”, los autores nos ofrecen unas reflexiones generales que nos aparecen como plenamente justificadas cuando, a continuación, nos exponen en forma de relatos, cuatro ejemplos salidos de polémicas cotidianas que desde hace tiempo están en los titulares de los medios informativos: el problema del almacenamiento de los residuos nucleares (el relato del cementerio), el de la instalación de redes de alta tensión (el relato de la luz), el de los espacios naturales protegidos, que como consecuencia otra desgraciada jurisprudencia del Tribunal Constitucional han pasado a las Comunidades Autónomas aun cuando se extiendan sobre varias de éstas (el relato de los bosques), y el de la gestión de los ríos (el relato del agua). No cabe duda de que cada una de esas cuestiones daría para varios posts.
La gravedad de lo expuesto a lo largo del libro no es sin embargo obstáculo para que, como en otros relatos de Sosa Wagner, el humor tenga su debida cabida. De hecho, el sarcasmo inteligente que, a partir de situaciones realmente esperpénticas, sazona toda la obra no sólo hace de ella una lectura amena y divertida, propia incluso para las vacaciones de quien aún pueda disfrutarlas, sino que incluso nos ayuda a desentrañar claves esenciales de los problemas que se exponen.
Para los autores, la nobleza feudal parece haberse reencarnado en la clase política autonómica y municipal actual, embarcada “en un proceso de apartamiento particularista e insolidario de la estructura común del estado”. Y frente a ello el Estado parece abocado a una situación de parálisis que le incapacita para un cumplimiento efectivo de sus funciones. Los autores señalan varios factores, alguno de los cuales puedo aquí apuntar con el deseo de incitar la debida curiosidad de los lectores potenciales.
La distribución de constitucional de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas es extremadamente defectuosa. No se siguió el modelo de los Estados federales, con una lista federal de competencias correspondiendo el resto a los estados miembros. Ni tampoco el sistema de los Estados regionalistas, con una lista de competencias regionales y entendiéndose las restantes como propias del Estado. Se prefirió un sistema tan original como complejo, “con competencias exclusivas del Estado y de las Comunidades, competencias compartidas, con unas “bases” que en teoría corresponden al Estado pero que nadie sabe ni hasta dónde llegan ni quién es el encargado de formularlas, y a un concepto de “ejecución” al que damos vueltas y más vueltas”.
Como ni los ulteriores desarrollos estatutarios ni la jurisprudencia constitucional (en especial la Sentencia 31/2010 sobre el Estatuto de Cataluña) han contribuido a la claridad, nos encontramos con un “embrollo que ha conducido a situaciones extravagantes”. Como ejemplo, el del pretendido Sistema Nacional de Salud, que tiende a configurarse como un sistema desarticulado y de creciente heterogeneidad, en evolución hacia diecisiete sistemas sanitarios, y que incluso está “haciendo nacer una nueva modalidad de turismo para obtener una determinada prestación”.
Además, permitir que a partir de 2004 cada Comunidad Autónoma procediera a aquellas modificaciones de su texto estatutario que considerara pertinentes “sin existir un acuerdo previo de conjunto acerca de cuestiones fundamentales como las competencias, la financiación, las relaciones institucionales etc., es algo peor que una imprudencia: es un desatino que carece de parentesco alguno con los modelos descentralizadores conocidos”. “Pero es que además, y como guinda del despropósito, este irreflexivo proceso de reforma de los Estatutos se puso en marcha sin preguntarse previamente nadie qué estaba funcionando bien y qué mal en nuestros servicios públicos, dando por buenas siempre las pretensiones de los gobernantes regionales…”. Y ello a pesar de las serias señales que desde instancias foráneas se vienen recibiendo sobre el deterioro de muchos de esos servicios descentralizados. “Los informes PISA sobre nuestra realidad educativa descentralizada son demoledores; por su parte, nuestras Universidades, tan autónomas y democráticas, ni por casualidad aparecen en lugares destacados cuando de su valoración mundial se trata. Y hasta el Parlamento europeo ha atizado una buena resplandina a las autoridades urbanísticas españolas poniendo en cuestión el modelo sobre el que se asientael desarrollo de ciudades y costas, todo él descentralizado…”
Los autores se hacen una pregunta esencial: “la época que estamos viviendo ¿cuenta de verdad con un modelo de gestión pública? ¿O simplemente se va haciendo esto o aquello en función de la coyuntura o de las vigilias propiciadas por los votos en tal o cual ocasión parlamentaria?”… “De momento lo que tenemos es el navío averiado de una Administración ineficaz y cara, de un Estado cada vez más inerme, rebajado al deslucido papel de coordinador de territorios que ganan músculo, fuerza y potencia. Un Estado fragmentado y esqueletizado” lo que se agrava “por el hecho de que la misma fragmentación que afecta al Estado se advierte claramente ya en los partidos políticos… que gobiernan España”.
Buena prueba de lo certero del diagnóstico han sido los efectos demoledores de la crisis, que deberían servir para meditar acerca del tipo de Estado que estamos construyendo. “¿No es suficientemente serio el deterioro económico y el despilfarro como para extraer alguna conclusión apta para revisar viejos postulados? Pues no ha sido así; antes al contrario, nos hemos empeñado en continuar avanzando por la senda de la descentralización… fervorosos de este nuevo dogma teológico que surge en este tiempo sin dogmas”.
En cada uno de los relatos se nos ponen los pelos de punta al descubrir cómo en ese ecosistema se comportan gran parte de nuestros responsables políticos. Su frivolidad e irresponsabilidad, su incapacidad para tomar decisiones, por necesarias que sean, cuando puede tener un coste de opinión pública, la subordinación de cualquier política efectiva y resolutiva a cuestiones casi cosméticas de imagen, y a devociones particularistas. Y todo ello, mucho nos tememos, desde hace tiempo no ha hecho sino ir a más.
Concluyo transcribiendo otra reflexión de calado de los autores que no puede dejarnos indiferente. “A todo ciudadano consciente deberían preocuparle las patologías de la res pública aun sabiendo que extirparlas no es tarea fácil, pues se cuenta con obstáculos poderosos: de un lado, la animadversión de una buena parte de la clase política que, por ser muy conservadora, rechaza hablar de enfermedades y de medicinas; de otro, la indiferencia de una población que se limita a contemplar el tiovivo –entre carnavalesco y religioso- de los procesos electorales y a descalificar sin matices a sus protagonistas”.
De nuevo, muchas gracias a los autores.
FRP.
PD: Con motivo de la reciente reforma constitucional, que se ha comentado en extenso en este blog, los nacionalistas han puesto el grito en el cielo y, en concreto, CiU acusa a los partidos mayoritarios de quebrar el consenso constitucional. Un consenso que, obviamente, sin que se les pueda ello reprochar, siempre han interpretado a su favor.
No me voy a detener aquí, ya lo ha hecho gran parte de la prensa escrita, en apuntar las veces que los nacionalistas han atentado de verdad contra la Constitución. La cual, por otra parte, tampoco debe ser considerada sagrada e intocable, como si fuera la verdad revelada.
Como bien os ha explicado Elisa aquí, en realidad la reforma en sí tampoco es tan importante: pocas nueces. Lo realmente importante es que, por primera vez, los partidos mayoritarios se han puesto de acuerdo para una reforma, sin dejarse amilanar por las amenazas de nuestros particulares particularistas. Y lo que de verdad temen estos es que ese acuerdo, tan necesario como escaso hasta ahora, pueda extenderse a otras reformas que sí son de verdad necesarias, como las dirigidas a construir un orden territorial más racional y eficaz.
Como los autores nos dicen respecto a los procesos de reforma estatutaria, en España se ha vivido “en la peligrosa inopia de considerar a nuestro país como un país integrado, armónico, en el que las partes que lo conforman creen en el todo que las aglutina. Desgraciadamente, éste no es el caso”. De haber confiado a esas fuerzas disgregadoras la estabilidad de políticas y gobiernos ante la incapacidad de las dos fuerzas absolutamente mayoritarias de establecer consensos básicos entre ellas, son éstas las mayores responsables. Y la consecuencia de la sobredimensionada fuerza de arrastre de aquéllas explica una parte importante de los problemas que nos cuentan los autores. Yo quiero tener esperanzas de que el temor de los nacionalistas no sea infundado, y los acuerdos entre las fuerzas políticas que creen en el Estado vayan a continuar.

Mucho ruido y pocas nueces: más sobre la reforma constitucional y la regla fiscal

Sigue estos días el ruido en torno a la reforma constitucional, sin que falten los minuciosos relatos en los medios de los detalles del acuerdo PP-PSOE, sin omitir los debates sobre quien lidera o no lidera, quien gana o quien pierde, a quien beneficia electoralmente o a quien perjudica, esas cosas. En fin, noticias que de nuevo interesan sin duda mucho a los partidos y bastante menos a los ciudadanos. Sabido es que nuestros políticos se mueven mucho mejor en la sombra y en los gabinetes que en el Parlamento (y eso que tienen la claque asegurada) y no digamos ya dando explicaciones ante los ciudadanos. Pero parece que muchos de nuestros periodistas están también más cómodos entre las bambalinas y analizando cotilleos que analizando con seriedad en qué consiste la modificación constitucional, si sirve para algo, si debe de hacerse por este procedimiento o no, qué supone o puede suponer para los ciudadanos, etc, etc. Aunque hay que reconocer que también hay excepciones y que algunos se esfuerzan –en todo caso más que los políticos- por aclarar de qué estamos hablando, e incluso han entrevistado y citado a nuestros amigos de Nada es Gratis copiosamente, si bien con una cierta confusión en los cargos y en las Universidades donde enseñan, pero bueno, todo no se puede tener.

El ruido se hace todavía más ensordecedor si nos vamos a las reacciones de los dirigentes autonómicos, particularmente los de las nacionalidades históricas, que obviamente viven en otro mundo, cuyas preocupaciones parecen bien distintas de las que tiene el BCE o en general nuestros acreedores. Solo así se explican manifestaciones como las de algún dirigente del PNV en el sentido de aprovechar el viaje para incluir también en la reforma constitucional el “derecho a decidir” (algún día habrá que hacer un post sobre esta maravillosa figura jurídica) o de los de CIU para ofrecer su voto a cambio de la reducción de la contribución catalana a las arcas comunes (y este tema vaya si merece un post también).

No solo esto, se alzan las voces preocupadas por la “autonomía fiscal” de las CCAA. En ese sentido, algunos dirigentes manifiestan su disposición a incorporar la regla fiscal pero siempre que sean sus respectivos Parlamentos los que dicten las reglas y supervisen su cumplimiento. Pero claro, es que esto es precisamente lo que no quieren “los mercados”, porque para este viaje sobran estas alforjas. Puede que me equivoque, pero por lo que he leído una parte muy significativa de la desconfianza que genera España a sus acreedores tiene su origen en el descontrol del déficit autonómico y en la manifiesta falta de instrumentos y/o de voluntad política para controlarlo por parte del Gobierno central. Y eso que afortunadamente los acreedores no conocen en detalle como funciona nuestro Estado autonómico, porque entonces estarían todavía mucho más preocupados..

Hasta aquí lo que se refiere al ruido. Pero ¿y las nueces? Pues por ahora no parecen muchas. Más allá del dato –relevante por lo insólito- de que los dos grandes partidos consigan ponerse de acuerdo en algo, aunque sea en llevar la regla fiscal a la Constitución en 20 días y con el Parlamento a punto de disolverse, sin explicaciones, debate ni nada que se le parezca, parece que entre las abortadas tentativas de motín en las propias filas, las prisas y los pasillos la regla fiscal se ha ido devaluando hasta quedarse en algo más parecido a una declaración de intenciones que necesita de un desarrollo normativo por Ley Orgánica para conocer “la letra pequeña”. Hasta tal punto es así que alguna lumbrera ha explicado que no tiene sentido hacer un referéndum si no se sabe muy bien que va a decir la Ley Orgánica, que es donde está “la chicha”. Reconozcamos que el argumento tiene su punto y que si no fuera surrealista hasta es más respetuoso con los ciudadanos que el de que es una cuestión muy técnica que las masas no entenderíamos.

Efectivamente, cuando nos vamos a la letra pequeña del borrador del nuevo art.135 de la Constitución que al fin y al cabo es lo que debería importar resulta que no hay letra pequeña, o no la hay muy diferente de que la que ya estaba en la Ley de Estabilidad de Presupuestaria de 2001, que por cierto era de tan obligado cumplimiento como la Constitución o como una ley orgánica. Resulta que los “detalles”, entre ellos los relativos a la cifra del déficit (ya se sabe que Rubalcaba “no quiere números en la Constitución”) o los muy relevantes desde el punto de vista de la imperatividad de las normas de qué sanciones se prevén para caso de incumplimiento, se quedan para una Ley Orgánica que debe dictarse antes de junio de 2012, aunque luego se nos dice que se van a dar prisa y va a estar en diciembre.

Es decir, se hace el gesto y se sale en la foto (sobre legislar para la foto ha hablado largo y tendido este blog) y probablemente hasta se consigue que el BCE compre más deuda española, por eso de que los alemanes tienden a pensar que los demás son como ellos y que cuando se reforma una Constitución aunque sea a toda pastilla es porque se va en serio. Pobres. Pero si el propio sr. Zapatero ha dicho (a su partido, no a los ciudadanos claro está) que introducir la regla fiscal en la Constitución era menos costoso que hacer otros sacrificios más inmediatos y probablemente más efectivos, como reformar de una vez en profundidad el mercado laboral o dejar de indexar los salarios con el IPC. Como venimos denunciando en este blog a estas alturas nuestro Derecho positivo ya está superpoblado de normas bienintencionadas que no se cumplen sin que pase absolutamente nada. Hasta el punto de que la falta de sanción por incumplimiento de las normas empieza a ser una de las características más preocupantes de nuestro Estado de Derecho, unida a la permanente diarrea legislativa que padecemos desde hace unos años. Y si el incumplimiento de una norma no produce ninguna consecuencia cabe dudar de si estamos en presencia de una norma imperativa o simplemente de una norma desiderativa, es decir, de un deseo puro y duro, se redacte el precepto como se redacte.

Y si no hay una sanción jurídica por incumplimiento, la que sea, no hay nada que hacer. Porque lamentablemente ya sabemos que en este país responsabilidad política no hay. No se responde políticamente jamás, ni por estar imputado ni por estar sentenciado a no ser que te inhabiliten para un cargo público, pero siempre te pueden repescar para un cargo en la ejecutiva del partido de turno. ¡Pero si hemos estado a punto de tener un Presidente autonómico confeso de un delito! Y si no se responde por delinquir en el ejercicio de cargo público, lógicamente mucho menos se responde políticamente por una mala gestión o hasta por quebrar una Administración territorial. No solo eso, sino que algún preclaro dirigente autonómico que ha dejado su Comunidad Autónoma sin un euro dice que no se arrepiente de nada y que lo volvería a hacer. Con estos impresionantes antecedentes tengo especial curiosidad en saber qué tipo de sanciones va a prever la futura Ley Orgánica para imponer de manera efectiva el cumplimiento de la regla fiscal. Como ha dicho algún comentarista de este blog las sanciones efectivas deberían de ser automáticas (nada de eternas discusiones en los Tribunales de Justicia, por favor) y del tipo de la que les importan realmente a los políticos, la disolución inmediata del Parlamento autonómico (o de las Cortes Generales) manirrotos, pero también se me ocurre, puestos a dar ideas, la inhabilitación para ejercer un cargo público para siempre jamás o para ir en las listas electorales o hasta para ocupar un cargo en el partido. Pero me da que no van a ser de este tipo.

Total, que parece que hay que esperar a ver que dice la Ley Orgánica famosa y sobre todo a ver si se aplica. Mientras tanto que quieren que les diga…Los antecedentes no son buenos. ¿por qué van a cumplir ahora las CCAA autónomas, Ayuntamientos o incluso el Estado la regla fiscal? ¿Porque esté en la Constitución y no en una Ley Ordinaria como hasta ahora? ¿Porque el Gobierno central se va a poner serio de verdad con las CCAA incumplidoras en vísperas de unas elecciones?¿Porque el Gobierno que salga de unas elecciones, con o sin mayoría absoluta lo va a hacer? Mi opinión personal es que si hemos llegado hasta donde hemos llegado no ha sido tanto por un problema de déficit de instrumentos jurídicos para imponer el cumplimiento de la regla fiscal o de cualquier otra norma que imponga un gobierno ordenado de las finanzas públicas -particularmente por parte de las CCAA- sino ante una falta de voluntad política dados los costes –políticos- que este tipo de decisiones tiene. Acuérdense si no de las sucesivas capitulaciones de la Sra Salgado (especialmente en época electoral) ante el endeudamiento de los Ayuntamientos, los déficits autonómicos, etc, etc.

Pues eso, mucho ruido y pocas nueces.

¿La reforma constitucional de los mercados?

Pido de entrada perdón por el titulo del post, más propio de nuestros medios de comunicación o incluso del movimiento 15M que de un jurista con muchos años de ejercicio, pero no lo he podido evitar. La última sorpresa (por ahora) de este mes de agosto consiste nada más y nada menos que en reformar la Constitución española en 20 días, previo acuerdo de los partidos mayoritarios en los pasillos (es un decir, me imagino que también utilizarán despachos) con opacidad total y sin dar explicaciones a nadie, con algunas reuniones “secretas” de por medio.  Todo un prodigio de transparencia y confianza en las instituciones y en la ciudadanía. Que no les den explicaciones a los diputados, que al fin y al cabo responden a la voz de mando de sus jefes de filas (pese a las últimas noticias sobre “malestar” en las filas socialistas, ya me gustaría a mí ver quien rompe la disciplina de voto a dos minutos de ser incluido o no en las listas electorales) todavía se puede entender, pero que no nos las den a los ciudadanos es realmente muy preocupante. Me hace pensar que si los ciudadanos no confiamos en nuestra clase política, mucho menos confía ella en nosotros. Con bastante menos fundamento, a mi juicio.

Hace unos días publicamos un post con un video del Sr. Fuentes Quintana dirigiéndose por TVE en plena crisis económica de finales de los años70 a los ciudadanos españoles, a los que hablaba como a ciudadanos adultos, responsables y muy capaces de comprender lo que se les estaba diciendo, explicándoles los sacrificios que iba a haber que hacer para salir entre todos de la crisis. Produce nostalgia y una cierta envidia sana ver ahora el video. No se si aquella crisis fue mayor o menor de la que ahora sufrimos, pero la talla de los políticos que dirigían el país era muy distinta. Había de entrada algo tan insólito hoy en día como  políticos dispuestos a dirigirse a los conciudadanos para pedirles su confianza y su apoyo en momentos difíciles, y también sacrificios por el bien de todos, con una honestidad y un rigor que hoy es sencillamente inimaginable. Creo que este último acto de esta apresurada reforma constitucional dictada por carta (suponemos), por los mercados, el BCE o la Sra. Merkel, a cambio de la compra pública de deuda española, marca el punto álgido –esperemos- del declive de nuestras instituciones, y en particular de nuestra clase política. Sinceramente, no creo que se pueda tener un final más penoso para la obra comenzada hace algunas legislaturas con tanta ilusión por la sociedad española, aunque sea imprescindible o inevitable. Entre otras cosas porque España, desgraciadamente, no tiene más proyecto que el europeo. No hay un proyecto de convivencia nacional propio y sin Europa no somos nada.

En ese sentido, vaya por delante que no es mi propósito ni mucho menos discutir las bondades de la regla fiscal ni siquiera de su introducción en la Constitución si con eso conseguimos seguir en el proyecto europeo. En cuanto a la regla fiscal en si misma por lo que he leído hasta ahora, parece una regla de sentido común: algo así como un principio de buena administración, no gastar excesivamente en épocas de bonanza y tener cierto margen para épocas de recesión, cosas que muchas empresas y muchas amas/amos de casa aplican de forma natural sin tenerla que poner en los estatutos de su sociedad o en el felpudo de su casa. En cualquier caso, nuestros admirados amigos de Nada es Gratis llevan varios días publicando unos interesantísimos posts sobre el tema cuya lectura es muy recomendable para formarse un criterio, lo que resulta bastante más difícil leyendo los periódicos y no digo ya oyendo a los políticos o siguiéndoles en las redes sociales.

Pero sobre lo que creo que podemos y debemos opinar como ciudadanos es sobre la conveniencia y la legitimidad de introducir a toda pastilla un cambio constitucional de esta forma, y lo que esto supone de desprecio y de falta de confianza en la sociedad española. Nuestros políticos no se dignan no ya a convocar un referéndum, que obviamente dadas las fechas de las elecciones generales y las prisas ya no hay tiempo de celebrar (por no hablar de las posibilidades de perderlo) sino ni siquiera dar explicaciones a los ciudadanos ni a sus representantes en el Parlamento, por aquello de que sirvan para algo y al menos se ganen el sueldo de vez en cuando como dice la Sra. Rosa Diez.  Explicaciones sobre por qué hay que hacer esta reforma constitucional ahora precisamente y con estas prisas, que ponen en entredicho la legitimidad de todo el proceso y de paso la tan cacareada dificultad de las reformas constitucionales, sobre su contenido, sus consecuencias, en fin, estas explicaciones que se consideran o se consideraban inevitables y necesarias  en las democracias en épocas de crisis. Explicaciones tanto más urgentes cuando hasta hace media hora el partido en el Gobierno sostenía que una regla de este tipo no solo era innecesaria, sino lo que es peor, ineficiente y hasta ridícula.

No solo eso, incluso partiendo de que la situación de la deuda española y la falta de confianza que inspiran nuestros gobernantes dentro y fuera de nuestras fronteras haga imprescindible colocar en el frontispicio de la Carta Magna una declaración de intenciones en el sentido de que a partir de ahora vamos a ser menos derrochadores y más serios, se me ocurre que hay otras muchas reformas constitucionales que pueden ser igual de urgentes y bastante más efectivas. Más que nada, por intentar conseguir la efectividad de la propia regla fiscal, que si no puede tener el mismo futuro que aquella declaración tan simpática de la Constituciónde 1812 sobre que “los españoles deberán ser justos y benéficos”. Porque parece que introducir la regla fiscal en la Constitución no garantiza sin más su cumplimiento, puesto que no hay sanción jurídica alguna capaz de imponerlo, más allá de que no se deje emitir deuda a los incumplidores, y ya sabemos como funcionan en nuestro país estas cosas con varias CCAA en “rebeldía fiscal”, otras en quiebra y otras responsabilizando como siempre a Madrid de sus problemas o solicitando el mismo trato privilegiado que las Comunidades de Derecho foral. Eso sin contar con que, a la misma velocidad con que se ha introducido esta regla fiscal, y con la misma alegría, se puede sacar de la Constitución si los partidos mayoritarios se ponen de acuerdo. Por ejemplo,  porque así no se puede gobernar (se pierden las elecciones)  o porque los nacionalistas que tradicionalmente condicionan los gobiernos sin mayoría absoluta exigen su supresión por aquello de atentar a su sacrosanta soberanía, ya lo ha dicho Mas Collel, si lo dice el Parlament vale, si lo dice la Constitución española no.

Lo que sí podría tener una cierta efectividad, y dar mayor confianza, por lo menos a los ciudadanos (no se si a los acreedores y al Banco Central Europeo que probablemente no conocen suficiente los asuntos domésticos como para exigirlo, pobres) son las reformas constitucionales estructurales tendentes a introducir mecanismos que permitan hacer que la regla fiscal tenga alguna posibilidad de cumplirse, más allá de la buena voluntad y la capacidad de nuestros gobernantes de turno para respetarla. Me refiero, en particular, a la maltrecha estructura territorial del Estado, en particular a la autonómica, pero también a la local y a la restauración del sistema original de “checks and balances”, hoy tan maltrecho que permite que los partidos políticos fagociten todas las instituciones y el país en la práctica sea ingobernable (si, aquí “país” equivale a España). Qué buen momento para plantearse cosas, como suprimir las diputaciones provinciales de las que hablábamos hace un par de días, para hacer la reforma municipal de una vez por todas, para repensar la estructura autonómica y el reparto de competencias, dado que es económicamente inviable y responsable de una gran parte de las disfunciones que padecemos. Y podemos seguir hablando de la independencia del Poder Judicial, del Tribunal Constitucional, del Ministerio Fiscal, de la desaparición del nefasto Consejo General del Poder Judicial, de la organización interna de los partidos políticos, del funcionamiento de los sindicatos, de los funcionarios…. tantas y tantas cosas que a estas alturas sería conveniente debatir y muy probablemente reformar. Probablemente algunos de estos temas ni siquiera exigen una reforma constitucional. Y la regla fiscal tampoco, pero parece que es preciso llevarla a la Constitución para infundir confianza a los mercados y a los acreedores. ¿Por qué no aprovechar entonces para recuperar un poco la confianza de los ciudadanos y abrir de una vez un debate con altura de miras y con generosidad sobre estos temas? De verdad pienso que la sociedad española está preparada.

¿Ciencia ficción? Puede ser, pero prefiero ser optimista. Aprovechemos la oportunidad y aunque sea con la excusa de que el proyecto europeo lo exige, abordemos de una vez estas cuestiones. Ya hemos visto que se puede hacer. A lo mejor merece la pena escribir una carta de los ciudadanos españoles al Banco Central Europeo para que la próxima vez que haya que comprar deuda española tengan claro lo que tienen que pedirle a los responsables políticos.

¿Por qué lo llaman Derecho si quieren decir política? Algunas reflexiones sobre la sentencia del TC en el caso “Bildu”

(Con Rodrigo Tena)

A petición de algunos lectores vamos a hacer unas breves reflexiones sobre la reciente STC sobre el caso Bildu. Nos disculpamos de antemano por la extensión del post, pero recuerden que es domingo y tienen tiempo de leer, además de que el asunto realmente lo merece.|

La primera consideración que queremos hacer es muy obvia; no es habitual que pueda preverse con esta precisión la sentencia que va a dictar un Tribunal en función de la procedencia de los nombramientos de sus miembros. La segunda es igualmente obvia; la celeridad en dictar las dos sentencias, aunque se trate de un tema fundamental y en el caso del recurso de amparo electoral los plazos sean lógicamente muy breves, dado que si no el recurso pierde su finalidad; pero convendría pensar en cuantas veces ocurre eso, y si no que se lo digan a los recurrentes en amparo en general (claro que no son partidos políticos sino ciudadanos de a pie).  La tercera es un poco menos obvia y es la que intentamos explicar aquí: no es habitual que el Tribunal Constitucional entre a revocar una sentencia de la Sala Especial del  Tribunal Supremo prevista en el Art.61 LOPJ en base a su incorrecta valoración de las pruebas presentadas por las partes. Tan incorrecta era, al parecer, esta valoración, que suponía la vulneración del derecho fundamental reconocido en el art. 23 de la Constitución, de manera que el TC le da la vuelta a la tortilla. Recordemos que el párrafo primero del art. 23 reconoce el derecho a participar en los asuntos públicos y el segundo a acceder a las funciones y cargos públicos

También, y no es un detalle menor, hay que subrayar que la Abogacía del Estado y la Fiscalía eran los promotores del recurso para impugnar la proclamación de las candidaturas de Bildu ante el Tribunal Supremo, es decir, los órganos técnicos especializados de la Administración del Estado consideraban que las pruebas presentadas ante el Tribunal Supremo eran suficientes para demostrar la vinculación de Bildu con ETA y, por tanto, para solicitar del Tribunal Supremo la anulación de estas candidaturas. Y así lo considera también el Tribunal Supremo en su sentencia de 1 de mayo de 2011.

En general, como venimos comentando en este blog, prever la sentencia de un Tribunal de Justicia no es asunto fácil, dado que cada uno resuelve cómo y cuando le parece, normalmente en función de la interpretación de las normas vigentes que le parece más adecuado al Juez o al Ponente de turno en relación con la justicia del caso concreto.  La jurisprudencia en España (entendiendo por jurisprudencia la doctrina que emana de las resoluciones del Tribunal Supremo) no es un criterio altamente fiable de previsibilidad de las resoluciones judiciales, dado que, además de cambiar con cierta frecuencia, también es desconocida con demasiada frecuencia por los órganos inferiores, unas veces por ignorancia y otras sencillamente porque no están de acuerdo o porque les parece que no se adecua a la justicia del caso  que tienen que resolver. Lo que, en cualquier caso, no creo que extrañe a nadie que esté en contacto con nuestra Administración de Justicia, dado que como decimos en otro post, todo esto sale gratis. Este tema también lo hemos tratado en este blog en un post muy interesante de Ignacio Gomá. Y si eso es así con carácter general, imagínense ustedes cuando se trata de sentencias que se basan en la valoración de pruebas.

Sin embargo, en el caso Bildu, los “insiders” y hasta los medios generalistas han sido capaces con bastante precisión de saber qué sentencia iba a dictar el Tribunal Constitucional, y no precisamente en función de su jurisprudencia, sino de quienes habían nombrado a los Srs. Magistrados, descontando además el que algún Magistrado, pese a haber sido nombrado por uno u otro  “bloque” (ya saben, “bloque conservador”, “bloque progresista”), tiene la mala costumbre de preferir el Derecho a los intereses de sus “mandantes”. En cuanto a los mandantes, los partidos políticos que han nombrado a unos y a otros (ya saben “progresistas”, PSOE más nacionalistas y “conservadores”, PP él solito) y, en particular en este caso, el partido en el Gobierno no se han cortado precisamente a la hora de expresar públicamente sus preferencias por el resultado de la sentencia. En cuanto a partidos como el PNV, mejor no hablar. Sus declaraciones serían inconcebibles en países que no sean la Italia de Berlusconi, la Venezuela de Chaves u otros sitios parecidos donde no se concibe una Administración de Justicia independiente y así se manifiesta abiertamente por sus dirigentes políticos sin ningún rubor.

Y por supuesto no menciono las declaraciones de Bildu y afines porque sería descender demasiado en la escala del la degradación de nuestro Estado de Derecho, pues no lo respetan ni siquiera cuando les favorece (como prueban sus declaraciones afirmando que la sentencia del TC que les permite presentarse a las elecciones es ”política”, aunque por una vez tengan razón). Si creen que estamos exagerando, compruébenlo releyendo las noticias y las declaraciones en torno a las sentencias, la Wikipedia tiene una entrada en que las resume de forma muy cómoda en el apartado “reacciones” (aquí).

Entrando ya en el asunto de la valoración de las pruebas, les resumo brevemente la cuestión desde un punto de vista jurídico: el Tribunal Constitucional no es un tribunal de apelación que revise la valoración de las pruebas de un Tribunal inferior. Es más, el Tribunal Supremo es de conformidad con el art.123 de la Constitución el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo precisamente en lo que se refiere a las garantías constitucionales. En ese sentido, al Tribunal Constitucional le corresponde (art.161.1. b. de la Constitución) el conocimiento de los recursos de amparo por vulneración de los derechos y libertades fundamentales reconocidos en la Constitución. En el mismo sentido se pronuncia el art.49 LO 5/1985 de Régimen Electoral General. Por tanto, lo que correspondía al TC  era dilucidar si la sentencia del Tribunal Supremo de 1 de mayo de 2011, había realizado una valoración de las pruebas presentadas por las partes capaz de producir una vulneración del derecho fundamental reconocido en el art. 23 de la Constitución.  La sentencia del TS y su valoración de las pruebas pueden consultarla aquí. La sentencia del TC y su revisión de esta valoración la pueden ver aquí.

Pero como ustedes bien saben, como lectores avispados que son, lo que acabamos de comentar es lo de menos. No estábamos hablando de Derecho, aunque así lo digan ahora los partidos políticos que exigen respeto a las sentencias de los Tribunales, eso sí, solo cuando esas sentencias les convienen, porque hay que oírles cuando no les gustan.  Estábamos hablando de política. No es la primera vez ni será la última que los partidos políticos prefieren que sea un tribunal domesticado el que les saque las castañas del fuego. Se recurre una cosa (la proclamación de las candidaturas de Bildu) para que un Tribunal las anule, pero se quiere lo contrario, de manera que así se puede quedar bien con todo el mundo, con los electores, con las víctimas, con los que te apoyan en el Parlamento vasco y de paso con los que te tienen que ayudar a llegar al final de legislatura. Lástima que por el camino se queda el prestigio del Tribunal Constitucional (si es que le quedaba algo después de la maniobra similar con el Estatuto de Cataluña aprobado por el Parlamento para que el Tribunal Constitucional hiciera lo que los políticos no tuvieron el valor de hacer) es decir, las instituciones básicas del Estado y el propio Estado de Derecho.

En un interesantísimo artículo publicado en el último número de la revista Claves de Razón Práctica, Roberto Blanco Valdés comenta el problema fundamental que debe resolver todo ordenamiento que incluya un Tribunal Constitucional que vele por la integridad de la Constitución: ¿quién vigila al vigilante? Es decir, ¿cómo podemos evitar que el Tribunal se convierta en una nueva cámara legislativa que decida por criterios políticos y pierda así toda su legitimidad?

El camino para conseguirlo pasa por una doble vía. Por un lado, los destinatarios de la jurisprudencia constitucional, las cámaras, gobiernos y partidos políticos, deben mantener una actitud de respeto por la institución. La presión, la manipulación y la crítica no pueden llegar hasta el extremo de hacer imposible la actividad del Tribunal. Pero, por otra parte, los magistrados que lo componen no pueden prestarse fácilmente a incurrir en el juego político, porque con ello no harán otra cosa que fomentar y agravar las futuras presiones cuando la ocasión lo propicie.

Por eso, el caso Bildu es un ejemplo paradigmático de lo que no se debe hacer.  Si el Gobierno consideraba adecuado que este partido estuviese en las instituciones, que no hubiese recurrido. Políticamente era una opción legítima, los autores de este post pensamos que equivocada e inútilmente arriesgada, pero legítima. Sin embargo, la opción se convierte en ilegítima en el momento en que se oculta, y se pervierte el funcionamiento de un Tribunal, con la decidida colaboración de la mayoría de sus miembros, para obtener por una vía torcida (y técnicamente incorrecta, como creemos haber demostrado) lo que políticamente no se quiso defender ante los ciudadanos. Por el camino se queda nada más ni nada menos que el Tribunal Constitucional. ¿Quién vigila al vigilante?, y, sobre todo, ¿quién vigila ahora al legislador?

La excepción del soberano

El Gobierno decretó el sábado 4 de diciembre el estado de alarma por primera vez en nuestra democracia. Resumidamente porque consideró que con la actuación de los controladores del viernes anterior había una paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad que producía una calamidad pública (sic) y una situación de desabastecimiento de productos de primera necesidad. El estado de alarma está expresamente previsto en la Constitución en su artículo 116 y ha sido desarrollado por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio. Conforme a esta legislación, la valoración de los hechos objetivos y subjetivos que determinan el estado de alarma le corresponde en la declaración inicial al Gobierno y en la prorroga primeramente a éste mediante acuerdo del Consejo de Ministro, pero posteriormente al Congreso, cuya autorización es imprescindible para que sea efectiva.

En relación con la declaración inicial, como se ha dicho hasta la saciedad, es difícil considerar que se reunían los presupuestos de hecho habilitantes para decretar el estado de alarma. Inciertamente la paralización de los aeropuertos pueda ser considerada como una calamidad o catástrofe, que en la Ley están referidas a lo que se conoce como emergencias naturales, que son políticamente neutras. Igualmente precario es considerar que esa paralización suponga el desabastecimiento de un producto de primera necesidad, por más que en una sociedad moderna los viajes y las vacaciones puedan considerarse un servicio público esencial. Lo que realmente ocurrió fue una alteración del orden público por un conflicto laboral, que tenía graves repercusiones políticas para el Gobierno, ya que ponía de manifiesto una cierta incapacidad de gestión pública. Pero, como pasa con los Decretos Leyes, y dado que es indudable que había un problema real (aunque a mi juicio generado por el propio Gobierno), la existencia o no de ese presupuesto habilitante de la declaración del Estado de Alarma podía ser dudosa.

Otra cuestión es la prórroga de esa situación, que el Gobierno solicitó y consiguió del Congreso la semana pasada. En el Acuerdo remitido a esa Cámara la justificó porque “la comunidad (….) aún teme que hechos similares puedan reproducirse de inmediato” y porque el funcionamiento del espacio aéreo es tan complejo que la alteración – que sufrió por unas horas – exigirá semanas de esfuerzo para restablecer la normalidad. Una justificación insuficiente, meramente subjetiva. En su lugar debió determinar el alcance actual de la catástrofe, calamidad o desabastecimiento del servicio de primera necesidad: medidas ordinarias adoptadas para el restablecimiento del servicio que permitieran superar las excepcionales y, en su caso, por qué no las han podido ejecutar, conversaciones mantenidas con los controladores y sus consecuencias, demostración fehaciente o al menos pruebas razonables de que estos seguirían con su voluntad contumaz de parar el servicio incumpliendo el 28.2 de la constitución y cuáles eran las alteraciones de la navegación aérea que, unas horas de paro del funcionamiento del servicio aéreo, exigían semanas de trabajo, entre otras. Además debió probar el por qué del tiempo de duración de la prorroga. Claro que como no se dijo qué medidas se están tomando y cuáles se van a tomar, es imposible enjuiciar si habrá tiempo o no suficiente con la prórroga hasta el 15 de enero o si se podía acortar su duración. Aunque suene exagerado, el Congreso voto y autorizó la prórroga a ciegas. Una medida que puede ser inconstitucional por ausencia de presupuesto habilitante, además de por la autoridad competente nombrada y la movilización en términos militares de los controladores.

El Gobierno ha evitado de nuevo enfrentarse a un problema político mediante los instrumentos ordinarios del estado de derecho. Con la prórroga no se trata, como en el Decreto inicial, de resolver un problema real sino de mantener un estado excepcional para evitar políticamente tener que enfrentarse a las medidas ordinarias que podían resolver el conflicto, por ejemplo mediante una Ley de Huelga que regulase los servicios mínimos. Pero que evidentemente dejarían mal al Gobierno porque demostrarían su funesta gestión pública.

Carl Schmitt decía que “es soberano quien decide sobre el estado de excepción”. Me temo que alguno le ha leído y está jugando a ser soberano a través de la excepcionalidad del estado de alarma. Una pena, porque éste será recordado como un fracaso de nuestra renqueante democracia.