Abuso sexual infantil: algunas reflexiones sobre el “Caso Valdeluz”

En el año 2013 un grupo de ex-alumnas y alumnas de un colegio de Madrid, el Valdeluz, decidieron denunciar a su profesor de música por abusos sexuales continuados. El hecho, hasta aquí triste pero no sorprendente, tornó en escándalo cuando se supo que, desde al menos el año 2007, presuntamente siempre, el Colegio y la Comunidad de Madrid habían tenido conocimiento de los hechos y no habían tomado ninguna medida.
Convención Internacional de los Derechos del Niño: el Artículo 19,  Protección del abuso, dice lo siguiente: “Los Estados Partes adoptarán todas las medidas legislativas, administrativas, sociales y educativas apropiadas para proteger al niño contra toda forma de perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación, incluido el abuso sexual, mientras el niño se encuentre bajo la custodia de los padres, de un representante legal o de cualquier otra persona que lo tenga a su cargo”.
El caso Valdeluz sigue dejándonos asombrados por la cantidad de incoherencias y despropósitos que hemos escuchado y el uso torticero de la Ley que parece haberse realizado. No sé si la sociedad es realmente consciente de la monstruosidad que supone que los delitos de un abusador de menores sean conocidos por las autoridades y no se produzca una denuncia automática, más teniendo en cuenta la alta tasa de reincidencia de este tipo de agresores.
En el caso Valdeluz, como en otros casos similares, a lo mejor primero hay que aclarar conceptos. La aparición de la palabra adolescente para denominar a esa etapa que hay entre la niñez y la etapa adulta, puede llevar a confusión a algunas personas y minimizar ante la sociedad la percepción de la gravedad de los delitos cometidos.
Recordemos, pues, que, según nuestra legislación, las personas que no han cumplido los 18 años son menores de edad y están sujetos a la tutela de sus progenitores y a la protección de todas las instituciones. Exceptuándose solamente aquellos casos en los que, por vía judicial, y nunca antes de los 16, el menor ha sido declarado menor maduro.
Que la adolescencia esté siendo adelantada por intereses espurios de la sociedad de consumo, no puede hacernos perder el Norte: una niña de 13 años maquillada y con tacones no pierde su condición de niña de 13 años. El mito de Lolita ampara y justifica a los pederastas y difumina la gravedad de un delito totalmente injustificable.
Hay que recordar también la definición de la O.M.S de año 1999 sobre maltrato a los menores: “El maltrato o la vejación de menores abarca todas las formas de malos tratos físicos y emocionales, abuso sexual, descuido o negligencia o explotación comercial o de otro tipo, que originen un daño real o potencial para la salud del niño, su supervivencia, desarrollo o dignidad en el contexto de una relación de responsabilidad, confianza o poder.”
 La introducción que, en principio, no parece excesivamente relacionada con el tema sobre el que deseo poner el acento, viene dada por el tratamiento informativo del caso Valdeluz y de otros similares, en los que la palabra adolescente amortigua de cara a la sociedad los hechos. Disculpen, pero la verdad descarnada es ésta: un profesor presuntamente ha abusado de un número de niñas a las que impartía clase y de las que era directamente responsable.
Las primeras noticias sobre el caso nos horrorizaron a todos, como siempre que se descubre un caso así: un profesor había sido acusado de abusar de un número indeterminado de niñas en un colegio de Madrid. La viva imagen del lobo entre los corderos. Pero las siguientes declaraciones nos espeluznaron aun más, sobre todo a los profesionales que trabajamos con personas que han sufrido abusos en la infancia.
En las primeras declaraciones, según los medios de comunicación, el director del Colegio y el Jefe de estudios afirmaron conocer los hechos, al igual que el psicólogo y el Centro Especializado en Abusos Sexuales a la Infancia (CIASI) de la Comunidad de Madrid, al que había sido derivada una de las menores en el año 2007. Me consta que todos sabemos matemáticas, estamos en el año 2014: hablamos de siete años de conspiración de silencio, en los que no se hizo nada y en los que, siempre presuntamente, se ha continuado abusando de niñas indefensas. Para los que nos dedicamos a esto, estaba claro que, de ser cierto, no sólo se había podido incurrir en un delito de encubrimiento, sino de complicidad, ya que quien tiene conocimiento de un posible delito futuro y no lo evita es cómplice. Todos aquellos abusos sucedidos con posterioridad al año 2007 no habrían sido posibles sin el silencio de todos los implicados.
Esto que, desde la lógica, la ética y la moral -valores todos tan escasos hoy en día-, habría sido, de mediar vergüenza, motivo de dimisión de todos los implicados y, de no mediarla, motivo de destitución fulminante, así como de imputación por parte de la Justicia, continuó con un vergonzoso ejercicio de relatividad moral y legal. Según los protagonistas, “la obligación de denunciar es de los padres”, “el secreto profesional no deja revelar una cosa así” y el absolutamente delirante “no denunciamos para proteger a los demás niños”. Rizando el rizo afirmaron que “la ley no lo deja claro”.
Parece mentira que yo, una simple ciudadana y psicóloga forense, tenga claro que la interpretación de la ley queda reservada a los jueces y sin embargo estos doctos señores no lo sepan. No obstante, como verán ahora, La Ley, con mayúsculas, lo deja muy claro, empezando por la Carta Magna. La Constitución española menciona de forma explícita la protección a la infancia en su artículo 39 apartados 2 y 4:“2. Los poderes públicos aseguran, asimismo, la protección integral de los hijos, iguales éstos ante la ley con independencia de su filiación, y de las madres, cualquiera que sea su estado civil. 4. Los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos”.
No obstante, creo que hemos estudiado distintas leyes, ya que la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en su artículo 262 es poco dada a ambigüedades: “Los que por razón de sus cargos, profesiones u oficios tuvieren noticia de algún delito público, estarán obligados a denunciarlo inmediatamente al Ministerio fiscal, al Tribunal competente, al Juez de instrucción y, en su defecto, al municipal o al funcionario de policía más próximo al sitio, si se tratare de un delito flagrante. Los que no cumpliesen esta obligación incurrirán en la multa señalada en el artículo 259, que se impondrá disciplinariamente.”
También la Ley Orgánica 1/1996 de protección jurídica del menor y de modificación del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal constituye un amplio marco jurídico de protección a la infancia que en el articulo 13 trata sobre la obligación de la denuncia y de mantener la confidencialidad: “1. Toda persona o autoridad, y especialmente aquellos que por su profesión o función, detecten una situación de riesgo o posible desamparo de un menor, lo comunicarán a la autoridad o sus agentes más próximos, sin perjuicio de prestarle el auxilio inmediato que precise (…)”.
 Y, por si fuera poco, la normativa específica de centros docentes también lo contempla. La obligación de comunicar aquellos casos de malos tratos de los que se tenga conocimiento está recogida en diferentes y numerosas legislaciones como, por ejemplo, en el caso de los profesores y centros docentes, el Real Decreto 732/1995, de 5 de mayo, por el que se establecen los derechos y deberes de los alumnos y las normas de convivencia en los centros, que en su Titulo II sobre los derechos de los alumnos establece en el artículo 18 que: “Los centros docentes estarán obligados a guardar reserva sobre toda aquella información de que dispongan acerca de las circunstancia personales y familiares del alumno. No obstante, los centros comunicarán a la autoridad competente las circunstancias que puedan implicar malos tratos para el alumno o cualquier otro incumplimiento de los deberes establecidos por las leyes de protección de los menores.”
Claro que, ante la avalancha de criticas y comentarios en las redes sociales, argumentaron que ellos se referían al Código Penal. Pues lo siento, pero el Código Penal también es bastante explícito en que los delitos contra menores son perseguibles de oficio, aunque si hubieran hecho su labor, que era poner en conocimiento de Fiscalía los hechos, ya se lo habría contado la propia Fiscalía.
Por su parte el psicólogo que se ampara en el “secreto profesional” también debería saber que nuestro secreto profesional no contempla ocultar delitos contra las personas. No somos abogados defendiendo a un cliente. Y que, ante cualquier duda ética, moral o de criterios de actuación. tenemos una organización colegial a la cual consultar. “Artículo 8.- Todo/a Psicólogo/a debe informar, al menos a los organismos colegiales, acerca de violaciones de los derechos humanos, malos tratos o condiciones de reclusión crueles, inhumanas o degradantes de que sea víctima cualquier persona y de los que tuviere conocimiento en el ejercicio de su profesión”.
Todos estos señores, además de mostrar un despreocupante desconocimiento de las Leyes (estoy obviando la interpretación de algo peor, que sería no preocuparse por los menores, los abusos, las consecuencias de los abusos y las posibles futuras víctimas) han provocado una consecuencia funesta. En estos momentos es posible que muchos directores, docentes, psicólogos o ciudadanos piensen que, efectivamente, no hay obligación de poner en conocimiento de las autoridades el conocimiento o la sospecha de los abusos a menores.
La respuesta de la Administración aclarando este punto, explicando las leyes y planteando la línea correcta de actuación para futuros casos está tardando. Un documento que fuera enviado a todos los centros decentes, públicos y privados, a los Colegio Profesionales para que los remitieran a sus colegiados y que fuera publicado en los medios de comunicación. Sinceramente no sé a que están esperando.
Claro que esto pondría contra las cuerdas al director, al jefe de estudios, al psicólogo y la Comunidad de Madrid, revelando que lo han hecho rematadamente mal. A lo mejor es por eso.

¿A dónde van los inmigrantes que entran en Melilla?

Seguro que no poca gente se pregunta qué es lo que ocurre tras el supuesto final feliz en que acaba el drama humano de la inmigración, qué ocurre con esos subsaharianos que vemos en la televisión correr por las calles de Melilla exhaustos de alegría tras haber conseguido acceder a la Ciudad Autónoma, por fin, objetivo conseguido. Qué, en definitiva, pasa con la princesa y el príncipe del cuento tras haberse dado un beso y galopar juntos hacia el horizonte ¿Qué hay después de ese horizonte? ¿Qué es lo que esperan conseguir esas 80.000 personas que, según Delegación de Gobierno de Melilla, están esperando para entrar en la ciudad?
Pues bien, ahora que los asaltos a la valla de Melilla están tan de actualidad, quiero aprovechar este espacio para tratar de acercar al público en general, desde mi posición de magistrado que ejerce sus funciones en esta ciudad, la respuesta a la pregunta del título, que en su versión más corta se resume en la siguiente frase:
En su inmensa mayoría, estos inmigrantes acaban en la península ibérica y el resto de Europa.
Me explico.
Cuando un inmigrante entra en Melilla saltando la valla (o nadando, o en patera, o por la frontera oculto en un coche, o usando un pasaporte falso) lo hace ilegalmente y, por tanto, se convierte en un inmigrante ilegal. Tras ser identificado por la policía y darle de alta en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), el Gobierno inicia contra ellos un procedimiento que, en términos generales y para no complicar la explicación, llamaremos de expulsión, regulado en la Ley Orgánica 4/2000 sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España y su Integración Social.
Este procedimiento no es judicial, es administrativo. Es el poder ejecutivo tratando de devolver a un ciudadano que ha entrado irregularmente en Melilla a su país de origen. El poder judicial no dice nada. Y no intervendrá hasta que ese procedimiento administrativo de expulsión acabe, en el caso de Melilla siempre con una resolución de expulsión/devolución, pues entonces ésta puede ser (y es habitualmente) recurrida ante los tribunales de lo contencioso-administrativo.
Durante la tramitación del procedimiento de expulsión estos subsaharianos que corrían alegres al entrar en Melilla pueden seguir haciéndolo porque son libres. No están detenidos ni privados de libertad. Pueden ir y venir a donde les plazca. Dentro de Melilla, eso sí, porque su condición de ilegales no les permite adquirir válidamente un billete de barco o avión para cruzar a la Europa continental. Pero en Melilla son hombres libres, e incluso su estancia en el CETI es voluntaria. Si se quedan ahí es porque no tienen nada, y al menos en el CETI se les da un techo y tres comidas al día, pero realmente pueden dormir y comer donde quieran; o puedan. De hecho, dada la saturación del CETI, no son pocos los que en el pasado reciente han optado por construir chabolas y malvivir entre cartones y basura.
Ahora bien, esa libertad de la que gozan puede tener su fin si el Gobierno, durante la tramitación del procedimiento de expulsión, pide al poder judicial que autorice el internamiento del inmigrante en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) y el juez lo autoriza. Un CIE ya sí es un establecimiento donde los extranjeros están privados de libertad. Es, a todos los efectos prácticos, una cárcel.
Como decía, el procedimiento de expulsión no es judicial, es administrativo. Pero si la Administración quiere privar de libertad a alguien durante el proceso debe autorizarlo un juez, en este caso el juez que está de guardia. Al tratarse de la limitación de un derecho fundamental es necesario que un juez dé el visto bueno. Era típico en Melilla antes de la crisis que la policía trajese al juzgado de guardia entre 30 y 50 extranjeros a la semana para que el juez autorizase su ingreso en un CIE.
Pues bien, aquí se da la increíble circunstancia de que los inmigrantes están deseosos de estar entre esos 30 ó 50 que cada semana la policía lleva(ba) al juzgado para ingresar en un CIE ¿La razón? Pues que en Melilla no hay CIE, sino que están en su mayoría en la península (Madrid, Barcelona, Murcia, Málaga, Algeciras y Valencia), y es ahí donde quieren ir los inmigrantes. Porque no hay que perder de vista que cuando un ciudadano del África subsahariana cruza el desierto, atraviesa la selva, se enfrenta al hambre, supera enfermedades, sobrevive a los ladrones y luego tiene que lidiar con las mafias, no lo hace porque quiera ir a Melilla, no. Melilla es la seguridad, el techo y la comida, pero sobre todo, es la inminente y real posibilidad de cruzar a la Europa sin fronteras. Para qué va a querer quedarse en una ciudad de 12 kilómetros cuadrados cuando tiene a su alcance todo un vasto y civilizado continente.
¿Y qué dice el juez de guardia cuando el Gobierno le pide autorización para llevarse de golpe unos cuantos inmigrantes a un CIE de la península? Lo que siempre contestamos los jueces, salvo supuestos muy excepcionales, es que adelante con el internamiento. El Gobierno desea el internamiento porque quiere asegurarse que va a poder notificar al inmigrante la resolución de expulsión, y como no tiene la certeza de dónde va a estar éste cuando termine el procedimiento, pide que quede privado de libertad para garantizar su localización y tenerlo a mano cuando, por fin, se haga efectiva su expulsión. Y los jueces de Melilla, conscientes de que esta gente no tiene arraigo alguno en España y de que van a intentar por todos los medios posibles acceder a la península y evitar su expulsión, autorizamos su internamiento en un CIE.
Para alegría de ellos, como decía.
Porque lo que ocurre, y lo que ellos saben, es que el periodo máximo por el cual van a estar en un CIE es de sesenta días, porque así lo dice la Ley. Imposible retenerlos por más tiempo. Pero sobre todo, lo que ellos saben y con lo que cuentan es que el procedimiento de expulsión no va a culminar antes de que pasen esos sesenta días. Y es verdad, es muy difícil entrar dentro de ese plazo puesto que hay que averiguar de qué país es cada uno (lo que ellos suelen dificultar mucho al venir indocumentados y/o mentir sobre el lugar de su procedencia), hay contactar con las autoridades de dicho país, esperar que éstas lo reconozcan efectivamente como ciudadano suyo y, finalmente, que dichas autoridades consientan la devolución.
Resultado: en un elevadísimo porcentaje (muy alto) transcurren los sesenta días y aún no han terminado los trámites de expulsión, por lo que automáticamente quedan en libertad, pero ya en suelo peninsular, pudiendo ir donde les plazca. Sí, siguen incursos en un procedimiento de expulsión, pero en una Europa sin fronteras y con toda una sociedad de desarrollo a su alrededor, saben que va a ser casi imposible volver a dar con ellos.
Así que, de Melilla, los inmigrantes pasan a la península, y a partir de ahí el cielo es Schengen (España, Portugal, Francia, Bélgica, Grecia, Holanda, Alemania, etc.) Y luego Europa hace oídos sordos a este problema, no se entiende.
Por eso, cuando la policía nos trae al juzgado de guardia una tacada de subsaharianos para su internamiento en un CIE, éstos, irremediable y (no tan) sorprendentemente, siempre contestan que sí a la pregunta “¿estás de acuerdo con tu internamiento?”. Claro que sí quieren que les prives de libertad, cómo van a decir que no a ir a la península con altas probabilidades, tras un periodo de confinamiento, de quedar en libertad pero ya en suelo europeo, que es lo que de verdad quieren.
Dos precisiones. La primera es que el ritmo de internamientos en un CIE había bajado mucho con la crisis económica. Antes, como decía, cada semana nos pasaban por el juzgado de guardia entre 30 y 50 inmigrantes para su internamiento. Pero de un tiempo a esta parte, como ya no hay dinero para fletar tanto avión, hay semanas que no pasan ninguno, y muchas semanas nos presentan tan sólo unos pocos.
La segunda es que eso de que los inmigrantes no se quedan en Melilla es relativo. Por lo acabado de decir, que ya no internamos (o internábamos) a tantos. Y porque, bueno, desde hace unos meses entran en Melilla a un ritmo muy elevado. Mucho. Escribo esto cuando antes de ayer entraron unos doscientos inmigrantes y hoy mismo más de quinientos, en lo que es el mayor salto a la valla de la historia de la Ciudad Autónoma. Según datos oficiales, en dos meses y medio ha entrado en Melilla la mitad de “sin papeles” que en todo el año pasado, y ello sin contar estos últimos asaltos masivos. El CETI de Melilla da cobijo ahora mismo a 1.900 extranjeros, cuando su capacidad máxima es de 480 personas, el Ejército ha tenido que montar tiendas a su alrededor para subsanar relativamente esta falta de espacio y recursos, e incluso la Cruz Roja ha visto la necesidad de levantar un hospital de campaña.
Aquí en Melilla cada vez somos más, con todo lo que ello significa desde el punto de vista social, económico y humano. Y claro, entran tantos y tan deprisa que no es posible darles salida por los trámites normales.
Así que, para paliar en lo posible esta aglomeración de inmigrantes en Melilla y las consecuencias negativas de tener a miles de subsaharianos en una ciudad tan pequeña, no sólo se ha recuperado el ritmo de internamientos en CIEs de antaño (hemos vuelto a los 50 inmigrantes por semana), sino que me consta que se están haciendo traslados de extranjeros a la península sin seguir ningún tipo de procedimiento, ni de la Ley de extranjería ni, mucho menos, judicial. Quiero decir que directamente los están cruzando a la península porque aquí no caben, y supongo, seguro que sí, que una vez allí ya se siguen todos los trámites legales correspondientes, los mismos que se hacían en Melilla, pero ahora en territorio continental. Por supuesto, que nadie dude que los inmigrantes se van encantados.
¿Y las llamadas “devoluciones en caliente”? Bien, lo que se vio por la televisión (cruzan, les abrimos la puerta de atrás de la valla, y automáticamente otra vez en territorio marroquí) y que se da dado en llamar así, no está contemplado en la Ley. Sí es cierto que existe un convenio hispano-marroquí de 13 de enero de 1992 (que entró en vigor en diciembre de 2012) por el cual Marruecos se obliga a aceptar a los inmigrantes de terceros países que hayan entrado ilegalmente en Ceuta o Melilla desde su territorio, pero ello debe hacerse a través de un procedimiento, que aunque rápido y breve, exige el cumplimiento de una serie de requisitos tales como solicitud formal en plazo, identificación del inmigrante, aportación de datos referidos al modo en que entró y cualquier otra información sobre el mismo de que se disponga, sin que, además, se pueda olvidar cumplir con la Ley que, entre otras cosas, prevé la posibilidad de que estos inmigrantes pidan asilo. Entonces, cumplido todo esto, sí se puede conseguir que, de forma muy rápida y siempre que Marruecos los acepte, estos inmigrantes estén de vuelta al otro lado de la valla, un entrar y salir. ¿Cuál es la trampa? Pues que Marruecos casi nunca admite que estos inmigrantes hayan llegado a Melilla desde Marruecos (¿?), obligando a seguir los trámites ordinarios de expulsión ya señalados.
Ahora suenan cantos de sirena reformadores de la Ley, como respuesta a estos problemas. Como obra humana que es, toda ley puede mejorarse, por supuesto, y la Ley de Extranjería no lo va a ser menos. Pero me genera cierta intranquilidad que sean los titulares de los periódicos los que animen estos propósitos legislativos. Veremos a ver.
En fin, confío haber arrojado algo de luz sobre este controvertido y actual problema, que mezcla política interior, exterior y derechos humanos en un cóctel nada glamuroso.

Limites jurídicos a los recortes del Estado del bienestar (II)

Tal y como anticipamos, y debe reiterarse por su importancia que los derechos sociales recogidos en el capítulo III del título I de la Constitución no deben ser contemplados aisladamente entre sí sino también puestos en conexión con los valores superiores que tienen necesariamente que inspirar la actuación de los poderes públicos.
 
Al tiempo, no pueden dejar de señalarse que por mucho que se valoren los principios de economía y eficacia estos no pueden anular derechos humanos básicos, pues ni siquiera aquellos están a un nivel de principios programáticos de toda la Constitución, haciendo que los que verdaderamente lo son y la dignidad de las personas operan a modo de condiciones básicas y constituyan una garantía constitucional que ni el legislador, que no es soberano, puede disponer.
 
Junto a la exigible dignidad que ha de reconocerse a toda persona (y que se quiebra cuando en su vulnerabilidad se le deja aún más expuestas) habría que apelar a otros elementos como la exigible asignación equitativa de los recursos y el gasto públicos, la interdicción de la arbitrariedad, la seguridad jurídica, la confianza legítima y la irretroactividad, la no discriminación o la ponderación y la justificación de las medidas que respondan auténticamente a la exigencia inexcusable por la crisis económica y no por otras razones ni ideológicas ni de pésima gestión sin haber introducido previamente los elementos correctores e incluso de responsabilidad cuando esa gestión haya afectado gravemente a los recursos públicos, acudiendo a estas vías antes de hacer soportar unas fuertes cargas sobre la población, particularmente la más débil.
 
 
Por último, destacar que hay un concepto proveniente de los países nórdicos y que aquí se ha importado fragmentariamente: la noción de “sostenibilidad”. Incluso hay una norma referida precisamente a la sostenibilidad económica enla Ley2/2011. Sin embargo hay otro concepto que consideramos de gran valor: la sostenibilidad social. Ciertamente, el principio de estabilidad presupuestaria introducido, siguiendo la senda alemana, en la vertiginosa reforma constitucional de 2011 del artículo 135 obliga, pero éste no puede hacerse prevalecer de modo tan rotundo sobre otros principios y preceptos que, incluso, por lo expuesto, tienen más fuerza jurídica constitucional.
 
Así,  junto a la sostenibilidad económica, la sostenibilidad social no es ni mucho menos un valor menor, incluso al contrario pues está vinculado a los principios y valores expuestos y su consagración no solo a nivel de fines del Estado sino que también son abordados, de una manera interrelacionada, en el Título I dela Constituciónque es más que una columna, un auténtico pilar del modelo de Estado que nos dimos.
 
La muestra de que este no es un debate puramente teórico lo tenemos en actuaciones concretas que han llegado a resolverse por los Tribunales que van marcando una pauta. Así, merece traerse a colación el Auto de 5 de marzo de 2013 del TSJ de Castilla La Mancha que de modo ampliamente razonado argumentaba sobre su decisión de suspender el cierre de los servicios de urgencia en varias zonas de salud. Ese interesante Auto, confirma otro anterior, en la ponderación de los intereses concurrentes, haciendo prevalecer (al anular la decisión de la Junta) la protección de la salud pública sobre los intereses económicos.
 
Es muy explícita la Sala cuando afirma que “Ni un ahorro económico como el que se persigue (5,1 millones) ni los fines con que esa concreta concreción del gasto se pretenden alcanzar, son por si sólos, equiparables a los serios riesgos con origen en tales medidas para la salud y la vida humana, ni a la importancia de la que hace de la que se hace merecedor el principio rector del artículo 43 de la CE en relación con el artículo 15 que recoge el derecho fundamental a la vida y a la integridad física y moral de la persona humana”. Y añade que “No se puede juzgar y evaluar exclusivamente desde el punto de vista de la ortodoxia presupuestaria y de su carácter puramente transitorio y coyuntural sin ponderar en el otro lado de la balanza las consecuencias perversas que de la adopción de tales medidas se pueden derivar para la población afectada, alguna de ella especialmente necesitada de protección, y en los daños definitivos e irreversibles que se pueden ocasionar cuando los riegos son tan ostensibles”.
 
De muy poco antes es el también importante y reciente Auto del Tribunal Constitucional 239/2012, de 12 de diciembre en el que se señala que “El derecho a la salud y el derecho a la integridad física poseen una importancia singular en el marco constitucional que no puede verse desvirtuado por la mera consideración de un eventual ahorro económico” o también cuando afirma que “Los intereses generales y públicos vinculados a la promoción y garantía del derecho a la salud, son intereses asociados a la defensa de intereses constitucionales particularmente sensibles”. A nivel comunitario, merece citarse el Auto del Tribunal de Justicia de la UE de 12 de julio de 1996 sobre el asunto de las vacas locas.
 
Estos casos especialmente referidos al final de estas reflexiones jurídicas en materia de la salud, son igualmente susceptibles de considerarse en otros ámbitos: supresión ayudas a la dependencia, cierre de centros escolares, el derecho a la vivienda, etc.
 
 

Límites jurídicos a los recortes del Estado del bienestar (I)

La reciente resolución del Tribunal de Justicia de la Comunidad de Madrid paralizando el proceso de privatización de varios hospitales, suscita varias cuestiones jurídicas. Así, el poder de los jueces, como instrumento de control de la actuación de la Administración, para suspender decisiones político-administrativas mediante las medidas cautelares en las que se puede valorar  los intereses concurrentes y la previsión de que si se continuase el proceso la decisión final sería inviable o también el debate sobre el modo más adecuado acerca de las formas de gestión de lo que tradicionalmente se consideraban -y lo son, pese a algunos gobernantes no les den ese valor- servicios públicos.
 
Este asunto, al hilo del tema puntual mencionado, debe ser la oportunidad para que se introduzca o, al menos, se actualice, la reflexión del carácter jurídico acerca de la intangibilidad de los derechos sociales y, por tanto, los límites o sus recortes.
 
La crisis que estallaría en 2008 -y las decisiones tomadas frente a ella- está produciendo unas consecuencias inmensas en lo que es el modo de vida de millones de españoles. Son constantes los datos sobre las crecientes y alarmantes cifras de personas que viven bajo el umbral de la pobreza, el número de hogares con todos sus miembros en paro, el de ejecuciones hipotecarias de personas que han perdido sus viviendas, el número de hogares sin ingresos o el gran incremento del número de parados de larga duración sin prestación que alivie su situación ni apenas expectativas de volver a la vida laboral, etc.
 
Esta realidad viene siendo generadora de amplios debates y reflexiones desde enfoques políticos y también, y primordialmente, económicos y, en algo menor medida (hasta que los datos a las situaciones descritas han llegado a ser alarmantes), a los de carácter social, aunque ya esta perspectiva está adquiriendo mayor relieve dado que las decisiones están generando unos alarmantes datos de empobrecimiento y de ensanchamiento de la brecha y desigualdad social.
 
Pero algunos en el ámbito del Derecho echamos en falta otra perspectiva sobre la cual apenas se ha reflexionado, y que constituye un prisma absolutamente fundamental pese a su preterición. Me refiero al estudio acerca del análisis jurídico y el tratamiento legal de cómo se están abordando las respuestas normativas o administrativas ante la crisis cuyas soluciones  están construidas, en buena parte, sobre la base de recortes sociales y medidas de otro tipo que tienen por afectados solo a las cada vez más decreciente clase media y a los que están en situaciones muy de vulnerabilidad y, en ocasiones, en clara posición de exclusión social.
 
Es cierto que la crisis económico financiera a gran escala requería y requiere respuestas que, en algunos casos, pudieran no ser las más deseables desde una perspectiva social. Sin embargo, estas decisiones tomadas por los poderes políticos legítimos no exime a éstos de observar lo que es el Derecho como norma de convivencia y que consolida un sistema y modelo jurídico que, desde la raíz constitucional, tiene que ser respetado, a riesgo, en otro caso, del estallido del Derecho entendido en la forma expresada.
 
Lo que entre nosotros no han sido abundantes trabajos, entre los que destacan los de hace tres lustros ya elaborase Parejo Alfonso, requieren ser completados como perspectiva fundamental para un debate más completo. Recientemente, merece destacarse la aportación, desde el Derecho Administrativo, de Juli Ponce sobre “El derecho y la (i) reversibilidad limitada de los derechos sociales de los ciudadanos” (INAP).
 
A nivel de razonamiento, aunque insuficiente por sí mismo, no puede en modo alguno despreciarse, como punto de partida esencial, lo que supone la proclamación de España como “un Estado Social y Democrático de Derecho” tal y como hace la Constitución de 1978 en el artículo 1.1. Es esta la base capital para realizar un análisis más completo e interdisciplinar (y no solo economicista) que debe ser completado con otros enfoques jurídicos  concretos desgranados a lo largo de la Constitución y que en su configuración conjunta impregnan un modelo jurídico que no puede modificarse de cualquier modo ni, menos aún,  ignorarse, a riesgo de quiebra del Derecho con unos efectos devastadores en ese caso.
 
Al igual que la muy desmedida utilización en estos dos últimos años del mecanismo normativo de los Decretos leyes para poner en marcha medidas legislativas inmediatas,  reservadas para los casos de “extraordinaria y urgencia y necesidad” (art 86.1), podemos afirmar que, en efecto, la situación financiera justificaba en diversos casos la utilización de este instrumento jurídico. Sin embargo, también es más que evidente que con la excusa de la crisis y querencia del gobernante por la inmediatez, este instrumento legislativo ha sido utilizado en materias ajenas a la crisis económica y donde los requisitos constitucionales mencionados son inexistentes en la práctica.
 
Con este símil, queremos poner de relieve que ni todo lo que son derechos y prestaciones (son conceptos jurídicos diferentes) sociales son intangibles e inmutables y que en modo alguno pueden ser restringidos. Pero con idéntica razón y honestidad intelectual y jurídica debe rechazarse el axioma que parece imperar entre nuestros gobernantes que parecen considerar que no hay materia en el ámbito de los derechos de carácter social que pueda ser intocable. Además, se está evidenciando que algunas decisiones regresivas en materia social no tienen en verdad tanto por finalidad hacer frente de modo inmediato, mediante medidas presupuestarias, a la crisis financiera sino que responden más bien a la puesta en marcha -legítima democráticamente desde una perspectiva formal- de una ideología que no está muy asentada sobre postulados sociales sino ultraliberales que desprecian al modelo de “Estado Social” que la Constitución configura.
 
La supresión de prestaciones o recorte de derechos deben, en primer lugar, tener un fundamento sólido, justificado y proporcionado y no responder a un planteamiento puramente político. Además, deben tener un grado admisible de razonabilidad e incluso de equidad a la hora de priorizar qué restricciones se van a llevar a cabo y sobre quienes va a impactar, debiendo hacer que los sectores más vulnerables sean los últimos (y no los primeros, como está sucediendo) en soportar las restricciones.
 
En todo caso, es fundamental subrayar que existen unas líneas rojas que ni por razones económicas  pueden legitimar jurídicamente restricciones fundamentales a servicios públicos Así, pues, puede afirmarse que el gobernante, e incluso el legislador, no son completamente libres al definir cómo y en qué materias se pueden aplicar medidas restrictivas de derechos de carácter social. A los límites señalados y para los casos en que puedan admitirse, debe añadirse y subrayarse lo anteriormente  apuntado: hay ámbitos de derechos sociales que por su contenido son intangibles y sobre los cuales no se puede afectar negativamente.
 
Esto es, existe un núcleo básico indisponible en materia de derechos sociales cuyo rompimiento supondría quebrar el modelo constitucional y dinamitar lo que supone la configuración de España como “Estado Social y Democrático de Derecho”. Esto engarza con la proclamación como valores superiores (artículo 1.2) de la “justicia e igualdad”. Esta última resulta claramente quebrada cuando, por las medidas de los gobernantes, se ahonda la brecha de la desigualdad.
 
Asimismo, deben encenderse también luces rojas cuando como consecuencia de decisiones que se toman  se está llevando en ciertos grupos sociales a unos bordes mínimos la “dignidad” de las personas, la cual constituye “fundamento del orden político y de la paz social” (artículo 9.1 CE). Esto es claramente visible cuando se  observan los datos alarmantes en nuestro país sobre malnutrición infantil, perdida de prestaciones por personas en situación de dependencia, exclusión de atención sanitaria a extranjeros (personas) sin papeles (como el Consejo de Europa ha denunciado), etc.
 
Existe un régimen público que la Constitución asegura como una garantía institucional indisponible que ha de ser preservado. En este sentido, resulta fundamental considerar que nuestra Constitución  contiene derechos que no son meras declaraciones programáticas o de contenido genérico (como algunos argumentan) sino auténticos derechos exigibles jurídicamente.
 
En el siguiente post,hablaremos de la garantía constitucional y de esos principios esenciales.
 
 Ver el siguiente post.

Hollande y la falacia de la zapatilla

Se ha aireado mucho en los medios que el Presidente francés, François Hollande, podría haber mantenido una relación con una joven actriz y que, ante la noticia, su compañera sentimental se ha llevado un buen disgusto, hasta el punto de tener que ser ingresada en un hospital.
¿Qué juicio merece esta información, desde un punto de vista jurídico? Pues para mí no ofrecía dudas. Hace años comenté una Sentencia de nuestro Tribunal Supremo sobre un caso similar. Luego mi vida profesional ha tomado otros derroteros, pero creo que no me equivoco si digo que nuestros Jueces y probablemente también los franceses condenarían este tipo de intromisiones. La vida de un ciudadano es un santuario, que solo se puede profanar por razones poderosas, y el caso de los personajes públicos no es una excepción. Ser artista o político no equivale a una renuncia a la privacidad, salvo en la medida en que el sujeto lance, con su propia conducta, el mensaje contrario. Es el caso del famoso que vende las vicisitudes de sus amoríos. O el del político que predica un programa que luego conculca en privado.  Verbigracia, el anti-abortista que manda a su hija a Londres a interrumpir su embarazo o el revolucionario que explota a su empleada de hogar. Mas la libertad de información no es una patente de corso para husmear en cualquier aspecto de la vida de los personajes públicos. El interés público no debe confundirse con el interés o la curiosidad, más o menos sana, del público. En particular, en el caso de los gobernantes, solo está justificada la intromisión cuando el asunto que se desvela está relacionado (normalmente choca) con la tarea de gobierno del personaje en cuestión, pues de esta manera se pone de manifiesto que el tipo está engañando al electorado.
Ahora bien… ¿y si el político no ha engañado directamente a sus votantes, sino a su profesor o a su socio o, como Hollande, a su pareja? Pues me ha sorprendido la tesis de este artículo de EL PAÍS, que he leído con mucho interés. Según el autor, también en ese caso puede y debe la prensa denunciar y, lo que es más importante, debe el afectado dimitir, pues no se puede “gobernar así”. La razón sería esta: “quien engaña (…) en lo privado, ¿por qué no va a engañar en otros asuntos más o menos trascendentes?” Debo reconocer que la idea es incisiva. Si Hollande pensaba alegar que su vida sexual no guarda relación con la pública, este argumento parece desarmarle. Viene a significar: usted “es” mentiroso y si miente, lo hará en todas partes, en la cama y en la tribuna. Una vez que alguien encaja en el concepto de “tramposo”, ya no hay vuelta de hoja: esa etiqueta le persigue a todos los efectos.
El tema tiene dos vertientes: la jurídica y la política. En cuanto a lo primero, admito que de facto, hoy en día, en un mundo globalizado, es harto difícil defenderse contra este género de ataques. Para empezar, la agresión puede proceder de un país donde sea legal.  Ciertamente, el ordenamiento francés, como el nuestro, no recoge la exceptio veritatis: si la divulgación de un hecho privado es ilegítima, será perseguible, incluso penalmente, aunque el dato sea cierto. Pero en los países anglosajones sí se admite el test de verdad y será difícil que un tribunal francés, por ejemplo, pueda actuar contra un periódico británico. En cualquier caso, a través de Internet es fácil difundir estas informaciones de modo anónimo y con impunidad.  Así pues, la de la protección jurídica es una batalla ardua, si no perdida. ¿Pero y la política? ¿Debería Hollande, contrito, renunciar a su cargo de Presidente de la República francesa?
Aquel artículo lo propugna con vehemencia e invoca en su apoyo un libro del colaborador de este Blog, Javier Gomá, Ejemplaridad pública. En este sentido, presenta el caso de algunos grandes líderes (como Churchill, De Gaulle o el propio Felipe González), que reputa ejemplares. También menciona, como era de esperar, el affaire de Clinton con la famosa becaria y apunta que en aquella ocasión lo que repelía al público anglosajón no era tanto (o solo) la inmoralidad de la relación sino el hecho de que el Presidente americano la negara. De nuevo, la mentira.
Pues bien, yo también creo, como Javier Gomá, que los titulares de cargos públicos deben ser ejemplares. Aunque suene elitista decirlo, al pueblo hay que educarlo y como mejor se enseña es con el ejemplo. Ahora bien, cuando se pide ejemplaridad, a lo mejor podemos conformarnos con que el estadista tenga alguna virtud grande, que lo haga imitable. Tampoco hace falta que reúna el surtido completo, que lo lleve al Cielo. No voy a mantener que Hollande obró bien. Si quería cambiar de pareja, podía haber manejado el tempo y las formas con más tino. Al no hacerlo, se la jugado a su chica. Pero eso no significa que sea un traidor a la patria.
Comprendo que el ensanchar el ámbito de los conceptos es tentador. Esto de buscar patrones con los que clasificar la realidad es un rasgo muy humano. Hace poco tiempo leía el magnífico libro de Leonard Mlodinov, The Drunkard’s walk, que nos advierte que el ojo humano tiende a encontrar patterns donde solo hay randomness, sentido en lo que es fruto del azar. Precisamente el autor pone como ejemplo el hecho de que veneramos a muchos personajes públicos cuando lo que les diferencia de otros tantos fracasados desconocidos es solo una pizca de suerte, que les hizo ganar el Match Point de Woody Allen. He dado en pensar que hay una razón darwiniana detrás de esa tendencia: está ahí porque representa una ventaja evolutiva, porque en nuestro devenir como especie nos fue provechosa. Y, en efecto, ayer escuchaba en la radio que nos gustan los automatismos mentales por la sencilla razón de que de esa manera ahorramos energía: al cerebro le resulta menos costoso tirar de rutinas.
Ahora bien, esta afición a los atajos, a los principios mágicos que resuelven antinomias y colman lagunas, a los grandes “sistemas” (que por cierto algo tienen que ver con las religiones y las ideologías),  con ser útil, no se debe llevar al extremo. Eso es lo que llamo “la falacia de la zapatilla”. Sabido es que no es oro todo lo que reluce, ni es Cenicienta todo lo que se calza la zapatilla que apareció en las escaleras de palacio, ni deja de serlo quien no se la puede calzar. ¡A lo peor su hermanastra se ha recortado los dedos o igual Cenicienta ha engordado! Precisamente, si queremos madurar como especie, debemos poner los conceptos en cuarentena y no ser sus esclavos cuando aquellos, como tantas cosas que nos ha legado la evolución, son contra-producentes. Habría que dejar de ser Homo Conceptualis y empezar a ser de verdad más Sapiens.
Volviendo al tema, la máxima de “lapidemos (civilmente) al infiel porque nos mentirá a todos” no resiste el stress test de confrontarla con la historia. Por poner un ejemplo,  he “googleado” para saber algo de la vida privada de uno de los líderes antes mencionados, Winston Churchill. No le he encontrado renuncios en su rol de marido, pero sí en el de padre.  Se dice en esta biografía que descuidó a sus hijos. Y no en vano, de cuatro que tuvo, tres llevaron vidas torcidas: una se suicidó y dos anduvieron enzarzados con el alcohol. De haber trascendido este defecto, los británicos podrían haberse preguntado: “¿cómo va a cuidarnos quien ni siquiera saca adelante a sus propios retoños?” Afortunadamente no lo hicieron. Churchill sería mal padre, pero gobernó bien. En cuanto a Hollande, habrá que juzgarle por su desempeño en economía y política y no por sus correrías nocturnas. Más bien, cuando se pierde el tiempo con esas historias, se esconde el verdadero debate. Hay que estar en guardia contra el peligro de convertir la política en el arte de descubrirle al otro los trapos sucios de su vida íntima, que no vienen a cuento.  Si no, nos gobernará el que arme un mejor ejército de espías y cotillas, en lugar del más apto.
 
 

El interés del menor: superior… ¿a qué?

El  “interés superior del menor” es un concepto procedente del derecho anglosajón que se ha introducido en nuestro ordenamiento a través de la ratificación de determinados instrumentos internacionales.
En la Inglaterra del s. XVIII la relación jurídica del padre con sus hijos pertenecía al ámbito de los derechos de propiedad.  En las separaciones matrimoniales, el padre conservaba legalmente la titularidad de los derechos de custodia, y podía recuperar la posesión de sus hijos en poder de las madres ejercitando judicialmente el habeas corpus. Los repertorios de jurisprudencia recogen unos pocos casos en que el tribunal denegó el habeas corpus basándose en que ello parecía “lo mejor para el menor”: Rex v. Delaval, 1763, Rex v. De Mannenville, 1804, y sobre todo, el caso Blissets de 1774. Ése parece ser el origen del concepto. En Rex v. Greenhill (1836), el padre había abandonado la familia para irse a vivir con su amante; exigió la custodia, que le fue reconocida judicialmente, lo que motivó que la madre se expatriara con sus tres hijos. El caso dio lugar a la reforma de la Ley de Custodia de Menores de 1839, que consagra en el common law la “doctrina de los años tiernos” (tender years doctrine): se concedían facultades a los tribunales para presumir que la custodia de la madre correspondía al mejor interés del menor de siete años. La presunción se amplió hasta los 16 años en 1873.
En EEUU, la recepción de la doctrina de los años tiernos se produce aproximadamente a partir del caso Commonwealth v. Addicks (Pennsylvania, 1813): la madre custodia vivía en concubinato porque la ley le prohibía casarse con su nueva pareja en tanto viviera su esposo. Se extiende desde entonces a toda la Unión por vía de práctica judicial, o incluso en los estados fronterizos mediante leyes explícitas, y está vigente hasta el último cuarto del s. XX.
El 8 de agosto de 1973, la jueza del Tribunal de Familia del estado de Nueva York, Sybil Hart Kooper dicta la sentencia del caso Watts v. Watts (aquí). En ejercicio del control de constitucionalidad que allí corresponde en sistema difuso a los tribunales de instancia, la sentencia declara que cualquier preferencia presuntiva en favor de la custodia materna viola el derecho del padre a la equal protection establecida en la 14ª Enmienda. Paralelamente, también en 1973 se reforma el Código Civil de California para suprimir la preferencia materna. El carácter discriminatorio de la preferencia de género fue declarada por otras resoluciones de tribunales estatales: King v. Vancil, Illinois 1975; Devine v. Devine, Alabama, 1981, ésta, derogando regulación expresa. Es desde entonces, matizada con el criterio del cuidador prioritario (primary caregiver), la doctrina jurisprudencial dominante, lo que explica la inexistencia en ese país de un mayor número de leyes estatales sobre custodia compartida.
Esta última doctrina es la que se ha terminado identificando con el nombre de “el interés superior del menor” (“best interests of the child”). Interesa de ella destacar dos datos. Uno, que se trata de una norma de eficacia procedimental más que sustantiva: disciplina la actuación de los tribunales al desplazar como criterio decisorio, sin alterarla, la titularidad de los derechos sustantivos de parentalidad que correspondan a los padres. Dos: normativamente, se mueve en el ámbito del principio de competencia y no en el de jerarquía. O sea, de ninguna manera implica que los derechos de los niños sean superiores o de mayor rango que los equivalentes de los adultos (ej., la vida), sino que a la hora de resolver determinados conflictos que les afectan hay que considerar aquéllos con preferente atención.
La protección internacional de los derechos de la infancia se remonta a la Declaración de Ginebra de 1924, que no tenía carácter vinculante y no alude al “interés del menor”. La influencia anglosajona en el tema se materializa en la Convención de la ONU sobre los Derechos de Niño de 1959 (aquí), que recoge la doctrina entonces vigente de los “best interests”, entendida en los conflictos familiares como preferencia por la custodia materna durante los años tiernos. Aparece en sus principios 6º:”salvo circunstancias excepcionales no deberá separarse al niño de corta edad de su madre”, y 2º: “al promulgar leyes con este fin (el desarrollo integral del menor), la consideración fundamental que se atenderá será el interés superior del niño”.
La ONU quiso dar un paso más añadiendo carácter vinculante a una nueva declaración de derechos. Las negociaciones duraron más de diez años, resultando derrotada en ellas la ponencia polaca que defendía en este tema mantener la redacción maximalista de la declaración del 59. La Convención de la ONU sobre los Derechos de Niño de 20 de Noviembre de 1989 es tributaria de la doctrina jurídica norteamericana vigente desde los 70: degrada respecto al texto del 59 el valor del interés superior del menor, al dejar de ser la “consideración fundamental” para pasar a ser sólo “una consideración primordial” más (art. 3.1). Desaparece la preferencia por razón de sexo y recoge en su art. 18 el principio de coparentalidad.
En España, la Convención de 1989 forma parte del ordenamiento interno desde su ratificación y publicación en el BOE de 31 de diciembre de 1990. (aquí). La doctrina importada relativa al “interés superior del menor” ha impactado profundamente tanto el plano legislativo como el jurisprudencial.  Son características comunes a los dos ámbitos el mantener una concepción sustantiva y jerárquica del concepto, en lugar del procesal y competencial, como más bien correspondería a su origen histórico y a su directo entronque anglosajón. En el campo normativo, esta concepción se hace explícita en el art. 2 de la L.O. 1/1996 de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor: “En la aplicación de la presente Ley primará el interés superior de los menores sobre cualquier otro interés legítimo (sic) que pudiera concurrir”. Son múltiples las manifestaciones de la misma concepción en su aplicación por los tribunales, especialmente en el campo de las atribuciones de custodia. En otras materias destacan las SSTTSS (1ª) de 18 Feb. 2013 (rec. 438/2011), y 5 Febrero 2013 (rec. 1440/2010). La primera resuelve una demanda de protección de la intimidad por la publicación de unas imágenes robadas de un conocido aristócrata junto con sus dos hijos menores en Kenia. La sentencia condena a indemnizar sólo a los niños, por considerar sólo su derecho a la imagen jerárquicamente superior al derecho a la información. La segunda declara la nulidad de un contrato de trabajo entre un futbolista menor de edad y el FC Barcelona, amparándose en el “componente axiológico del interés superior del menor” para cargarse explícitamente nada menos que el principio de autonomía de la voluntad y el de representación legal de los hijos por sus padres.
El Anteproyecto de Ley de Corresponsabilidad Parental de 19 de Julio de 2013 (aquí) responde a esta concepción del “interés superior del menor”, elevándolo a criterio rector de la regulación de las atribuciones de custodia en los conflictos familiares. Pero añade a lo anterior el importantísimo matiz de que, sin llenar de contenido el concepto en el concreto ámbito que regula, atribuye sin embargo al juez en el art 92.bis.1 CC competencias discrecionales para adjudicar la custodia, incluso contra la voluntad de los dos padres, con tal de que lo ampare formalmente en su personal interpretación del “interés superior del menor”. El art. 96. 1 y 2 traslada el  mismo esquema a la asignación de la vivienda: “el Juez resolverá lo procedente(¡)”.
No se trata de un concepto jurídico indeterminado, sino de algo peor. Puesto que la Ley proyectada no dice cual sea el estándar de “interés superior del menor” en materia de custodia (el art 92.3 i.f. menciona factores a valorar, pero no criterios de valoración), la discrecionalidad judicial se reconduce a una apelación no explícita a la equidad como criterio resolutorio.  Esto encaja con los sistemas anglosajones de creación judicial del Derecho, de donde procede la doctrina, pero entre nosotros está vetado por el art 3.2 del Código Civil, norma que, puesto que afecta al sistema de fuentes del Derecho, tiene relevancia constitucional.
Además, la ausencia de criterios legales sustantivos aboca a una dispersión decisoria total entre los distintos juzgados, que no sería susceptible de unificación jurisprudencial: el tribunal superior sólo podría controlar el mecanismo decisorio (la consideración al “interés del menor”), pero no el contenido de la decisión.  No sólo se estaría hurtando al Tribunal Supremo su función jurisdiccional unificadora y violando el esquema de fuentes del Derecho de los art 1.6 y 1.7. del CC, trasunto del principio constitucional de legalidad (art 9 CE).  Más allá de eso, se estaría vaciando de contenido sustantivo la posibilidad de recurso contra las decisiones de los tribunales inferiores, generando en los menores y en sus progenitores una indefensión contraria al art .24 CE.
Para ampararse en la legalidad internacional a nuestro legislador le bastaría con revisar las normas de desarrollo de los tratados ratificados por España. Los criterios “auténticos” de interpretación de la Convenciónde 1989 están recogidos en la “Observación general Nº 14 sobre el derecho del niño a que su interés superior sea una consideración primordial, emitida el 28 de Mayo de 2013 por el Comité de los Derechos del Niño (aquí). En materia de conflictos familiares aclara que la opción del Tratado es identificar el interés superior del menor con la coparentalidad. Apartado 67: “El Comité considera que las responsabilidades parentales compartidas suelen ir en beneficio del interés superior del niño.(…) Es contrario al interés superior que la ley conceda automáticamente la responsabilidad parental a uno de los progenitores o a ambos. Al evaluar el interés superior del niño, el juez debe tener en cuenta el derecho del niño a conservar la relación con ambos progenitores, junto con los demás elementos pertinentes para el caso”.
En la misma línea, la Carta Europea de los Derechos del Niño de 1992, (aquí), declara: Parágrafo 14. En caso de separación de hecho, separación legal, divorcio de los padres o nulidad del matrimonio, el niño tiene derecho a mantener contacto directo y permanente con los dos padres, ambos con las mismas obligaciones, incluso si alguno de ellos viviese en otro país, salvo si el órgano competente de cada Estado miembro lo declarase incompatible con la salvaguardia de los intereses del niño. 
Si se quiere salvaguardar la constitucionalidad de un proyecto de ley que aumenta sin precedentes el arbitrio judicial en contra de principios esenciales de nuestro sistema jurídico, ese contenido sustantivo debería ser incorporado al Código Civil como criterio decisorio. Hasta ahí, el Derecho; aparte, está la ideología.

Sobre la absurda criminalización de los nacionales de algunos países

Una de las disfunciones importantes de la Administración española –una más- en su constante huída del liberalismo y su creciente afán intervencionista exhaustivo de toda actividad económica que se desarrolle en nuestro país, o que tenga algún punto de conexión con él, es la utilización de algunos criterios realmente absurdos, uno de los cuales -tal vez el más destacado- es el establecimiento de rigurosos controles y numerosas trabas administrativas a ciertas personas sólo por el hecho de su origen, residencia o nacionalidad.
 
En ciertas materias delicadas, como la actividad bancaria o la prevención del blanqueo de capitales, el Estado, en un reconocimiento explícito de su absoluta ineficiencia en la represión de determinadas conductas delictivas, ha decidido adoptar medidas de control absoluto hacia todos los ciudadanos de determinadas nacionalidades, sin distinción alguna, que se asemejan a hacer pasar de forma indiscriminada todas sus actividades por un cedazo para encontrar -tal vez y con suerte- alguna pepita de oro que recaudar, en expresión afortunada usada hace tiempo por el editor de este blog Fernando Gomá.
 
En una reciente visita institucional que realicé como Vicedecano del Colegio Notarial de las Islas Baleares al actual Presidente de esta Comunidad Autónoma, y tras preguntarnos a la Junta Directiva del Colegio por la actividad actual de las notarías baleares, le contamos al Molt Honorable Don José Ramón Bauzá el notable descenso de la contratación notarial en los últimos años, sólo paliado en parte por algunas compraventas de ciudadanos extranjeros. Nos contestó amablemente que su Gobierno estaba haciendo un esfuerzo importante por aumentar las visitas de turistas, tanto vacacionales como residenciales, y citó varias veces el incremento del mercado ruso como uno de sus objetivos primordiales, con el fomento del establecimiento de nuevos vuelos directos a varias ciudades de aquel país para atraer a su pujante clase media, que suspira por unas cálidas vacaciones mediterráneas. Fue en ese momento de la conversación cuando a mí se me ocurrió comentarle al Presidente que eso estaba muy bien, pero que si querían que la clase media rusa invirtiera en Baleares o en el resto de España, lo primero que tenía que hacer la Administración española era dejar de tratarles a todos como a unos presuntos o potenciales criminales, ya que la simple apertura de una cuenta corriente por un ciudadano de esa nacionalidad produce la activación en su oficina bancaria de todas las alarmas de la normativa de prevención del blanqueo de capitales, alarmas que luego se reactivan y confirman si se les ocurre aparecer por cualquiera de las notarías del país. Y le añadí, con cierta sorna, que doscientos millones de habitantes no pueden ser todos delincuentes, por lo que era altamente conveniente afinar un poco más en los criterios utilizados por la asfixiante y omnipresente normativa española de prevención del blanqueo. Y en ese momento el Presidente manifestó su perplejidad, indicándonos a todos los presentes que eso no podía ser así. Pues es así, Señor Presidente, le contestamos los ocho notarios que estábamos en la sala, acentuando su expresión de asombro, que pronto pasó a ser la nuestra ante su desconocimiento del funcionamiento real de todos estos temas a pie de calle.
 
Eso que les estoy contando no sucede sólo en la esfera pública. Muchos medios de comunicación, algunos siempre tan cercanos al sensacionalismo, utilizan con gran facilidad -tal vez por influencia del cine de acción o de algún best seller de temática criminal internacional- asociaciones de ideas tan absurdas como ruso/mafioso, colombiano/narcotraficante, checheno/comerciante de armas u otras similares, que acaban criminalizando injustamente, y por inexplicables razones, a la generalidad de los ciudadanos de determinadas naciones o regiones que podríamos denominar “malditas” en el conjunto de la comunidad internacional. Y ello sucede mientras los procedentes de otros lugares, carentes de esa fama pero potencialmente igual de peligrosos, tienen sorprendente “carta blanca” para circular libremente e invertir lo que quieran y donde quieran hacerlo.
 
Y, sorprendentemente, tampoco es ajena a esas absurdas asociaciones de ideas la propia Administración de Justicia. En una macro-investigación por presunto blanqueo de capitales promovida hace unos años a bombo y platillo por la Fiscalía Anticorrupción de Baleares, llegó a abrirse una pieza separada denominada pomposamente “Cártel de Cali” sólo porque la elegante esposa de un destacado hombre de negocios británico, investigado fiscalmente por una importante inversión inmobiliaria realizada en la isla de Mallorca, había nacido en esa ciudad colombiana, aunque se había educado y casado en Inglaterra, donde residía desde hacía más de veinte años. Tiempo después, y comprobado el espectacular “patinazo”, esa pieza separada fue cerrada en falso con abundante pena y escasa gloria, y ante el estruendoso silencio de los medios de comunicación que habían magnificado y jaleado el inicio de la investigación.
 
En definitiva, en España tenemos muchísimas cosas que mejorar aparte de nuestra dramática situación económica. En una época en la que hay que reactivar la economía y estimular la inversión, especialmente la foránea dada la penosa situación actual de la mayoría de los inversores nacionales, habría que afinar bastante más en la elaboración de nuestra restrictiva y controladora legislación sobre inversiones procedentes del extranjero. Y si hay que incrementar la colaboración internacional, que se realicen todos los esfuerzos en ese sentido, pues cualquier otra solución resulta impropia de un Estado de Derecho del siglo XXI. El hecho de que algunas decenas de delincuentes internacionales, procedentes de determinados países, haya buscado acomodo o residencia en ciertas zonas de nuestro país no debe llevarnos a la solución cómoda y facilona (muy típica de la abúlica e ineficiente Administración española, a la que, a pesar de su elefantiasis, le encanta que le hagan otros su trabajo) de penalizar “por si acaso” a todos los posibles inversores de la misma procedencia. Legislar con el penoso objetivo de buscar con un cedazo la pepita de oro entre un montón de arena, o con el de matar moscas -o incluso alguna avispa- a cañonazos no sólo ha demostrado sobradamente que es muy poco eficaz. Es, simplemente, y más aún en los tiempos que corren, de estúpidos.
 

Criminalización de la hospitalidad

El Derecho Penal es la rama de nuestro ordenamiento jurídico que tiene como finalidad defender aquellos intereses y valores, que por su importancia y trascendencia, nuestra sociedad decide que deben ser protegidos de los ataques más violentos que puedan sufrir.
 
Este conjunto de normas impone duras penas que, como las privativas de libertad, pueden llegar a tener consecuencias muy deshumanizadoras. Siendo por ello que, en cualquier sociedad madura democráticamente, solo se acude a esta rama del ordenamiento jurídico en  último lugar y para el caso de que  los restantes recursos de los que dispone la sociedad no sirvan para dar respuesta a estas graves conductas.
 
Existe un consenso general en castigar por esta vía determinadas acciones, como por ejemplo las que atenten contra la vida o integridad física de las personas (homicidios, lesiones….),  contra su libertad (secuestros…), o contra su integridad moral (tortura…), las que atentan contra su libertad sexual o contra la propiedad privada y el patrimonio….
 
Sin embargo, debemos preguntarnos si el abultado catálogo de delitos que contiene nuestro Código Penal, con sus 597 artículos, más los de la reforma que se anuncia, se perciben por el pueblo soberano como  conductas que deban ser, todas ellas, constitutivas de delito. Incluso convendría reflexionar acerca de si determinadas acciones, como por ejemplo las que tienen que ver con la ingeniería financiera, puedan ser percibidas socialmente como muy graves aunque no figuren como delictivas.
 
Quizá, en estos tiempos de indecencia y decadencia,  sería apropiado que, con la finalidad de robustecer el músculo de la democracia, estemos alerta, no vaya a ser que nuestro Código Penal esté también siendo utilizado para beneficio de esas clases opulentas que constituyen una evidente minoría.
 
Y así, tal vez debamos preguntarnos si existe un consenso del pueblo en que sean castigadas acciones que tienen que ver con la utilización por la  ciudadanía de aquellos instrumentos de los que disponen para controlar al poder político y sus decisiones (como lo son las huelgas, las manifestaciones, el derecho de reunión…).
 
Estas reflexiones podrían ser completadas con consideraciones a propósito, por ejemplo, de por qué el Código Penal castiga más duramente una escasa defraudación a la Seguridad Social, que una importante defraudación contra la HaciendaPública, no fuera a ser que llegáramos a encontrarnos con un código penal de clase, implacable con los desposeídos y compasivo con los poderosos.
 
Este camino de parada y reflexión colectiva puede resultar extremadamente útil e importante para la toma de conciencia de que las heridas del Estado social no pueden ser curadas a base de código penal. E, incluso, me atrevo a aventurar que, en una sociedad madura, el devenir del código penal no puede ser otro que la progresiva reducción y sustitución de sus normas por otras formas de resolución de conflictos que no empleen violencia alguna. Entiendo que cualquier utilización perversa del código penal merma nuestro estado democrático, al producir una grave colisión entre los intereses y valores que el pueblo respeta,  frente a la consideración por parte de las autoridades, de estas conductas como criminales.
 
Puede ser que esto sea lo que ocurra si la modificación del artículo 318 bis del código penal, propuesta en el Anteproyecto de octubre de 2012,  es llevada a término.
 
La inclusión de este artículo en el ordenamiento supondría castigar, con pena de hasta dos años de prisión, a todas aquellas personas que, con generosidad y desinterés, dan cobijo a quienes transitan por nuestro país “sin papeles”. Pero, además, supondría castigar con la misma pena, e igualmente como delincuentes, a aquellas personas que, por ejemplo, les alquilen una habitación u ofrezcan alimentos previo pago.
 
Es quizá éste, uno de los casos en los que pudiera palparse el alejamiento entre la ciudadanía, que considera estas conductas loables, respetadas y apreciadas, y los poderes fácticos, que convierten en criminales a quienes alivien el hambre, la sed, el frío o la soledad de los extranjeros y extranjeras” “sin papeles”.
 
Podríamos preguntarnos, por tanto, si nuestra sociedad está dispuesta, en estos tiempos de desahucios y límites de prestaciones sociales, a que se conculque el derecho de los ciudadanos a la decencia, a la fraternidad y a la solidaridad, y a que se les prohíba a éstos aliviar las necesidades de los migrantes pobres entre los pobres.
 
Esta forma de convertir el tradicional solidario en criminal, se recoge en el Anteproyecto de Código Penal presentado en octubre, blanco sobre negro bajo esta fórmula:
 
Art. 318.bis “1. El que intencionadamente ayude a una persona que no sea nacional de un Estado miembro de la Unión Europea a entrar en el territorio de otro Estado miembro o a transitar a través del mismo vulnerando la legislación de dicho Estado sobre entrada o tránsito de extranjeros, será castigado con una pena de multa de tres a doce meses o prisión de seis meses a dos años.  El Ministerio Fiscal podrá abstenerse de acusar por este delito cuando el objetivo perseguido sea únicamente prestar ayuda humanitaria a la persona de que se trate. Si los hechos se cometen con ánimo de lucro se impondrá en su mitad superior.
 
2.- El que intencionadamente ayude, con ánimo de lucro, a una persona que no sea nacional de un Estado miembro de la Unión europea a permanecer en el territorio de Estado miembro de la Unión Europea, vulnerando lo legislación de dicho Estado sobre estancia de extranjeros será castigado con una pena de multa de tres a doce meses o prisión de seis meses a dos años.”
 
Vista la redacción del tipo penal pretendido, podríamos preguntarnos qué tiempos son estos que permiten que, de modo expreso, sin rodeos ni indirectas, se faculte al Ministerio Fiscal (en una suerte de principio de oportunidad) a acusar por el “delito” de prestar ayuda humanitaria.
 
La criminalización de la hospitalidad en el Código Penal nos interpela con sus múltiples preguntas:
 
¿Qué hacemos, entonces, con el migrante pobre que pasa hambre? ¿Qué hacemos con el migrante “sin papeles” que no tiene techo bajo el que guarecerse? ¿Qué hacemos con el migrante que careciendo de autorización para residir en nuestro país quiere reunirse con su familia en algún lugar de nuestro territorio? ¿Está la sociedad dispuesta a renunciar y cerrar las puertas de las casas que son lugares de acogida? ¿Qué hacemos con nuestra moral hospitalaria? ¿Qué hacemos con nuestros brazos abiertos?
 
Reflexionemos, pues, sobre los peligros de un Código Penal, que alejado de sus propios fines, pueda convertirse en un instrumento que multiplique a los clandestinos del hambre, de la sed, del frío, de la fraternidad, de la hospitalidad y del cobijo.
 
 
 

Lincoln y los secesionismos: un ejemplo de integridad

“Debemos resolver esta cuestión ahora: si en un sistema de gobierno libre la minoría tiene el derecho de disolver el gobierno cuando le plazca”. Abraham Lincoln, Presidente de los Estados Unidos de América, mayo de 1.861, al mes de comenzada la Guerra de Secesión.
 
La excelente película de Steven Spielberg, magistralmente protagonizada por Daniel Day Lewis, sobre el más querido de los Presidentes norteamericanos pone de actualidad su figura en nuestro país, figura de la cual podemos extraer no pocos ejemplos para la presente situación española. Abraham Lincoln fue un adelantado a su tiempo y, con toda seguridad, un insospechado ejemplo para la España actual. Convencido de la necesidad de la fortaleza de la Unión, negó que los territorios del Sur tuvieran su “derecho de autodeterminación”(concepto entonces inexistente), y se opuso con firmeza a que los Estados libremente asociados en un régimen democrático tuvieran derecho a desasociarse de forma unilateral. Y esa fue la verdadera causa dela Guerra Civil norteamericana, que afrontó con dolor y con enormes presiones de todo tipo (hasta familiares), aunque la cuestión de la esclavitud haya trascendido a la posteridad, de forma no demasiado rigurosa históricamente, como argumento central de la Guerra de Secesión. El objetivo de la guerra no fue en sí la liberación de los esclavos, sino la preservación de la Unión. Ya avanzada la contienda, Lincoln adoptó la emancipación, que llevaba meses preparando y tenía guardada en un cajón -como se refleja espléndidamente en la película- como medio para debilitar al Sur y reforzar la causa unionista en el país y ante las potencias europeas. Y la preservación de la Unión, junto con la proclama antiesclavista, consiguieron el verdadero objetivo del entonces Presidente, que no era otro que dirimir el verdadero significado de la libertad y consolidar el destino de los Estados Unidos de América como la gran nación que ha llegado a ser.
 
En mi opinión, el ejemplo de Abraham Lincoln es doble, y realmente muy parecido, -casi equiparable salvando las diferencias del momento y el cargo que ocupó cada uno- al de otro político asesinado que fue justamente homenajeado hace pocos días en este blog: Gregorio Ordóñez. Por un lado, puso de manifiesto una enorme firmeza en la defensa de sus ideas y de las soluciones que creía mejores para la supervivencia dela nación. Lincoln tuvo el coraje político de afrontar una Guerra Civil en la que hubo 600.000 muertos, y de resistir hasta conseguir una clara y contundente victoria final, manteniéndose firme en sus convicciones pese a sufrir un enorme desgarro interior -apreciable en su propio deterioro personal-, y pese a las presiones de su entorno y de buena parte de la siempre acomodaticia opinión pública, que le pidieron reiteradamente que cediera y acordara un rápido armisticio dejando las cosas como estaban para “evitar más muertes”. Pocos políticos hubieran resistido con tanta dignidad esas presiones y ese enorme dolor. La inmensa mayoría se hubiera dejado atraer por los abrumadores cantos de sirena que le rodeaban, y encontrado el fácil atajo de las componendas, los acuerdos ambiguos y la búsqueda de una fácil satisfacción a la siempre voluble opinión pública, lo que hubiera supuesto “parchear” la situación para aguantar unos años, buscar una gloria efímera y luego….. dejar la patata caliente del problema del Sur al próximo que ocupara su sillón. Y no se decantó precisamente por la solución más cómoda. No hace falta que les pregunte, amigos lectores, qué creen ustedes que hubieran hecho en su lugar nuestros excelsos políticos actuales, fueren del partido que fueren….
 
Un segundo ejemplo es el del coraje y la dignidad, llevados hasta el punto de asumir costes personales, incluso arriesgando la propia vida. Así lo hizo Abraham Lincoln, que murió asesinado en un palco del teatro Ford de Washington a manos de un fanático sudista seis días después de acabar la guerra, y así lo hizo nuestro admirado concejal donostiarra, como bien ha puesto de relieve en su emocionante y reciente post en este mismo blog mi compañero Fernando Rodríguez Prieto. Como decía Lincoln a los que, en su entorno, vaticinaban su muerte viendo su hábito de cabalgar sólo por Washington, su política de tener abiertas las puertas de la Casa Blancaa toda clase de personas y su poca afición a vivir rodeado de escoltas, “dudo que alguien quiera matarme, y si lo hace, sólo puede matarme una vez”. Realmente estremecedor. Cualquier comparación con la realidad política del siglo XXI es, sencillamente, insultante, con la honrosa excepción de muchos héroes anónimos, casi todos ellos alejados de los focos y la notoriedad que, al igual que Gregorio Ordóñez, han arriesgado su vida en el País Vasco en defensa de la libertad.
 
Todo lo anterior no significa, en absoluto, que Lincoln fuera un ser angelical alejado de las artes de la política: extraordinario orador –tal vez uno de los mejores de la historia- y conocedor de las interioridades de la lucha de partidos, la película muestra de forma muy gráfica sus maniobras, no todas demasiado ortodoxas, para conseguir los escasos votos que le faltaban para que la Cámara de Representantes aprobara la 13ª Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América, que abolía definitivamente la esclavitud. El Congresista Stevens (fantásticamente interpretado por el gran Tommy Lee Jones), uno de los protagonistas del debate parlamentario, lo resume con maestría: “es la medida política más importante del siglo XIX aprobada gracias a la corrupción organizada por el hombre más puro de América”. Pero todo ello no obedecía a razones espúreas, como las que mueven hoy en días a nuestros esperpénticos “Bárcenas” locales, sino a la búsqueda de un fin superior: que la esclavitud quedara abolida en la Constitución, lo que confería a la abolición un carácter histórico y definitivo.
 
La tentación fácil del momento fue descalificar a Lincoln, “causante” de la guerra, tachándole de dictador o de tirano que se dedicaba a cercenar las “libertades” del Sur, en una palpable demostración de las volubles interpretaciones que se pueden dar a la palabra “libertad”. Descalificaciones parecidas las hemos escuchado muchas veces en España ante atisbos de actitudes firmes o resueltas de algún político en algún asunto espinoso. El propio asesino de Lincoln, John Wilkes Booth, saltó al escenario del Teatro Ford, tras descerrajar un tiro en la nuca del Presidente, gritando el lema en latín del Estado de Virginia “Sic semper tyrannis”(así siempre a los tiranos), tomado de la frase que pronunció Bruto al apuñalar a Julio César. La finalidad de tales descalificaciones siempre es la misma: confundir maliciosamente firmeza con imposición, determinación con tiranía, claridad de ideas y expresiones con totalitarismo. Y sin embargo, el principal objetivo del asesinado Presidente fue siempre la reconciliación. Así ordenó a su General en Jefe Ulysses S. Grant, en escena que reproduce la película, que la paz no supusiera represalias con los vencidos, tal como le exigían los vencedores ante el enorme número de bajas ocasionadas por la contienda. “No quiero ejecuciones. Que entreguen las armas y se marchen con sus familias, a sus granjas, a sus negocios”… Y ya lo había anunciado en el discurso de su segunda toma de posesión, pronunciado en la colina del Capitolio el 4 de marzo de 1.865, un mes antes del fin de la guerra, y con el que termina en “flash back” la estupenda película de Spielberg: “Sin atentar contra nadie, compasivos con todos, firmes en la ley emanada de Dios para discernir el bien, sigamos trabajando en la labor que hoy nos ocupa: restañar las heridas de la nación, honrar al que luchó por ella cuidando de su viuda y huérfanos, hacer todo cuanto esté en nuestra mano por una paz justa y duradera entre nosotros y entre todas las naciones…”. Es difícil dejarlo más claro, y esa voluntad conciliadora, frente al afán vengativo con los “rebeldes” de buena parte de los vencedores -según muchos estudiosos- es la que realmente acabó costándole la vida.
 
Quiero terminar este post con una frase que escribió el genial periodista José Luis Martín Prieto en un artículo publicado hace unos años en el diario El Mundo, realizando la crítica de un libro publicado sobre la batalla de Antietam, que fue la más decisiva en el devenir de la Guerra de Secesión norteamericana. Escribió Martín Prieto, tras glosar la figura del asesinado Presidente, su complicada vida política, personal y familiar, y las terribles circunstancias de todo tipo que le tocó vivir, que “hay momentos en la vida en que hay que plantearse el doloroso dilema de Abraham Lincoln y tener el valor de decir que no”.

Revocación de donaciones

Este post es un complemento de otro que escribí hace ya unos cuantos meses, “Donaciones de padres a hijos”, y que sigue siendo muy consultado. Una preocupación lógica de los padres cuando hacen regalos -donaciones- es saber si hay algún mecanismo legal por medio del cual pudieran en algún caso recuperar lo donado, o dicho más castizamente, deshacer el regalo si el hijo se porta mal, si se arrepienten por cualquier otra causa o simplemente si les vendría bien lo que han donado para vivir y desearían recuperarlo. Pues bien, ese mecanismo existe pero no para todos los casos. No vale simplemente que el donante se arrepienta (que se lo hubiera pensado antes, dirá el que se ha beneficiado). Hace falta que se produzcan una serie de circunstancias.
 
El Código Civil –nos vamos a referir siempre al Derecho Común- prevé tres causas de revocación de las donaciones. La primera y quizá más interesante es que el donatario (receptor de la donación) incurra en lo que legalmente se denomina causa de ingratitud. Así, el artículo 648 del Código Civil dice que podrá ser revocada la donación, a instancia del donante, por causa de ingratitud en los casos siguientes:   Si el donatario cometiere algún delito contra la persona, el honor o los bienes del donante. Si el donatario imputare al donante alguno de los delitos que dan lugar a procedimientos de oficio o acusación pública, aunque lo pruebe; a menos que el delito se hubiese cometido contra el mismo donatario, su cónyuge o los hijos constituidos bajo su autoridad. Y también si le niega indebidamente los alimentos.
 
Puede observarse de la simple lectura de este artículo que las causas de revocación por ingratitud del receptor de la donación son muy pocas y están tasadas. Llama mucho la atención la idea de que una de las causas de revocación sea que el donatario impute algún delito al donante ¡incluso aunque lo pruebe!  Puede parecer verdaderamente extraño, dado que aparentemente choca de manera frontal contra el deber cívico de todo ciudadano de poner en conocimiento de las autoridades aquellas actuaciones que podrían ser constitutivas de delito. Interpretado de manera literal, si mi padre me dona una plaza de garaje pero se dedica a maltratar a mi hermana y yo lo denuncio, parece que tendría derecho a revocarme la donación, por la causa, atención, de no haber sido agradecido con él (?). En general se entiende que el deber cívico de denunciar está por encima, y que solamente podrá revocarse cuando, además de denunciar, el donatario interpusiera él mismo la acción penal.
 
La  última causa de revocación por ingratitud, como hemos visto, es que se le niegue al donante alimentos, de manera indebida. La expresión “alimentos” tiene un significado jurídico preciso: cuando una persona se encuentra en estado de necesidad, puede pedir legalmente a ciertos familiares cercanos que le ayuden para sustentarse, tener un sitio donde vivir, vestido y asistencia médica. A esa institución se le llama genéricamente “alimentos”. Si el donante tiene esa necesidad y el donatario le niega esa prestación, puede revocar la donación que le hubiera hecho (y con toda la razón, añado yo).
 
No hay más causas de revocación por ingratitud, y esto conviene tenerlo en cuenta. Si nuestro hijo es un maleducado, no nos visita o  llama por teléfono, no nos invita a su casa o le cae mal nuestro cónyuge actual y no se esfuerza mucho por disimularlo, eso no es ingratitud legal ni causa de revocación.  Si no quiere llevarse un disgusto al comprobar que un familiar es desagradecido, lo mejor es que no le ofrezca esa oportunidad…
 
La segunda causa de revocación también depende, como la primera, del comportamiento del donatario, beneficiario de la donación y se produce cuando este donatario no cumpliera alguna condición que le hubiera impuesto el donante (art. 647). Por ejemplo, un padre dona a un hijo la casa del pueblo del abuelo, con la condición de que la restaure para que en el plazo de dos años sea habitable.  La obligación no tiene por qué referirse a lo donado: donación de un piso con la obligación de destinar todos los meses una determinada cantidad a una ONG. En este tipo de disposiciones condicionadas no hay más límites que la ley y las necesidades particulares de cada cual.
 
Hay una tercera causa de revocación que ya no depende del comportamiento del donatario, y se refiere a circunstancias del donante: Que el donante tenga, después de la donación, hijos, aunque sean póstumos o que resulte vivo el hijo del donante que éste reputaba muerto cuando hizo la donación (art. 644)
 
Las donaciones se revocan por medio de demanda judicial en la que se alega la causa de revocación, a menos naturalmente que el donatario reconozca la existencia de dicha causa y acepte voluntariamente prestar su consentimiento a la revocación. En este caso simplemente se otorgará el correspondiente documento, que habitualmente será una escritura pública notarial.
 
En cuanto a la tributación fiscal de la revocación de las donaciones, y como documento para expertos, enlazo este trabajo de la siempre recomendable web Notarios y Registradores.