El anuncio de un proyecto de reforma –o de contrarreforma- de la normativa penal sobre el aborto ha vuelto a poner de actualidad un tema que, como se puede apreciar leyendo los comentarios a un post sobre esta cuestión publicado recientemente en este blog (Aborto, conceptos y dolor), provoca siempre una fuerte controversia, en la que fácilmente se llega al enfrentamiento personal y a la descalificación. Para algunos, esto por sí solo, es decir, la existencia de tanto desacuerdo y contradicción, ya sería motivo suficiente para justificar el absentismo del Estado y en concreto de la ley penal en esta materia.
Yo no creo que deba ser así. Por lo menos para mí, la existencia de discrepancia sobre lo que sea correcto o no en una materia tan grave como esta no debería llevarnos necesariamente a la relativización del asunto o a la opción por la tesis más laxa, sino más bien a un esfuerzo adicional de convencimiento, lo que a mi juicio pasa por una clarificación intelectual de los argumentos en liza, tanto de los contrarios como de los propios.
Algo de esto ya intenté hace unos años con ocasión de la reforma que por entonces estaba promoviendo el gobierno de Rguez. Zapatero. (Sobre el aborto, El Notario del siglo XXI n.º 23, enero-febrero de 2009).
La idea fundamental de ese artículo era que la relación conciencia social-ley no es unidireccional, en el sentido de que las convicciones sociales vigentes son las que determinan lo que debe ser el contenido de la legalidad, sino más bien bidireccional. Y ello porque la legalidad vigente influye y mucho en la configuración de la conciencia social dominante, en la determinación de lo que socialmente se considera correcto y aceptable. Precisamente, lo que ha sucedido en España a partir del año1985 ha sido que la despenalización parcial del aborto justificada en el excepcional conflicto moral que plantean ciertos casos extremos nos ha llevado, gracias a los términos tan vagos en que se formuló alguna de las excepciones (en especial el “grave peligro para la salud psíquica de la embarazada”), a una aplicación cada vez más relajada de la norma, con la consiguiente pérdida de toda noción social de criminalidad, o de simple ilicitud o incorrección moral. Ello ha llevado a su vez a una “normalización” social de las prácticas abortivas y a una progresiva trivialización o banalización de las mismas, con el resultado de unas cifras cada vez más ingentes de abortos practicados cada año. De acuerdo con ello, la promulgación de una ley más permisiva, que despenalizase completamente el aborto practicado durante un determinado plazo, no podía producir otro efecto que un incremento del número total de abortos.
Con posterioridad a la publicación de ese artículo, el anuncio de reforma se convirtió en un proyecto de ley, que mereció un dictamen favorable del Consejo de Estado, y que terminaría plasmándose en la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, actualmente vigente.
Mi reflexión sobre el asunto no terminó con el citado artículo. En el mismo número de la revista se había publicado otro artículo del profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante Manuel Atienza, que sostenía la posición favorable a la reforma. Después de leer nuestros respectivos textos, ambos convinimos que el asunto podía dar más de sí y nos enzarzamos en un debate epistolar primero privado y que luego se colgaría en la web del Observatorio de Bioética y Derecho dela Universidadde Barcelona (http://www.ub.edu/fildt/revista/RByD16_art-atienza.htm.)
La reflexión adicional que supuso ese debate me llevó a una reelaboración más extensa de mi posición (ya a la vista del proyecto de ley y del dictamen del Consejo de Estado) que plasmé en el texto de una conferencia (ver aquí esas Reflexiones sobre el aborto) que pronuncié en un foro universitario a finales del año 2009. En este post voy a exponerles sólo algunas de las ideas que desarrollo en ese texto más amplio.
En primer lugar, les quiero recordar cómo a la vista del proyecto de lo que luego sería la citada Ley del año 2010 se generó mucho estruendo mediático en relación con una cuestión completamente secundaria: si las embarazadas menores de edad necesitaban o no el consentimiento de sus padres para abortar. Esto hizo que quedase en un segundo plano la cuestión de fondo más relevante, la de más significado jurídico: el paso de un sistema que -al menos en la teoría- era de exención de responsabilidad penal de determinados supuestos excepcionales en un marco general de punición, a un sistema en que la decisión de abortar, por lo menos durante un determinado plazo, se convierte en el ejercicio de un derecho subjetivo de la mujer, como el simple reverso del también derecho subjetivo a la maternidad, el “derecho a la maternidad libremente decidida” (sic en el art. 3.2 de la Ley).
Este cambio de óptica legal supone una evidente y radical ruptura con la doctrina que había construido el TC en su sentencia de 11 de abril de 1985 para justificar la constitucionalidad de la primera ley de supuestos.
La doctrina sentada hasta la fecha por nuestro TC se condensa en estas tres ideas:
1.- Sólo los nacidos son titulares del derecho fundamental constitucional a la vida, pero como la vida humana es un continuo que comienza con la concepción, la vida intrauterina es también vida humana y por tanto es un valor protegido por la Constitucióny en consecuencia el Estado está obligado por la Constitucióna proteger esa vida. “…Si la Constitución protege la vida con la relevancia a que antes se ha hecho mención, no puede desprotegerla en aquella etapa de su proceso que no sólo es condición para la vida independiente del claustro materno, sino que es también un momento del desarrollo de la vida misma; por lo que ha de concluirse que la vida del nasciturus, en cuanto éste encarna un valor fundamental -la vida humana- garantizado en el art. 15 de la Constitución, constituye un bien jurídico cuya protección encuentra en dicho precepto fundamento constitucional.” (FJ 5).
2.- En segundo lugar, este deber de protección supone no sólo que el Estado debe adoptar medidas educativas, asistenciales, de apoyo económico, etc. para que no se produzcan abortos, sino que debe emplear la ley penal para reprimir las prácticas abortivas y disuadir de su realización. “…Esta protección que la Constitución dispensa al nasciturus implica para el Estado con carácter general dos obligaciones: La de abstenerse de interrumpir o de obstaculizar el proceso natural de gestación, y la de establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida, incluya también, como última garantía, las normas penales.” (FJ 7).
3.- Y en tercer lugar y por último, existen algunos casos en los que, excepcionalmente, ese valor protegido de la vida del concebido puede entrar en conflicto con algún otro valor también constitucionalmente protegido, fundamentalmente la propia vida o salud de la gestante, o la dignidad y autonomía de ésta cuando el embarazo es el resultado de una violación. En esos casos, la continuación o no del embarazo plantea un conflicto tan difícil y delicado que el Estado puede justificadamente abstenerse de intervenir con su ley penal, porque en esos casos la conducta que sería normalmente correcta no resulta, sin embargo, exigible bajo sanción penal. “Las leyes humanas contienen patrones de conducta en los que, en general, encajan los casos normales, pero existen situaciones singulares o excepcionales en las que castigar penalmente el incumplimiento de la Ley resultaría totalmente inadecuado; el legislador no puede emplear la máxima constricción -la sanción penal- para imponer en estos casos la conducta que normalmente sería exigible, pero que no lo es en ciertos supuestos concretos.” (FJ 9).
El planteamiento de la ley vigente es completamente ajeno a este tipo de consideraciones. Para esta ley la vida del feto no es un valor a proteger, porque el único valor que cuenta es el de la autonomía de la mujer.
La idea de fondo –que supone un verdadero cambio cultural y hasta antropológico- es que la maternidad no es algo que sobreviene por naturaleza, de forma en gran parte azarosa e involuntaria, como sucedía en el pasado, sino que la maternidad, toda maternidad, es el resultado de un acto de voluntad de la mujer. La mujer es madre porque decide libremente que quiere ser madre. Y este acto de decisión o de voluntad no es únicamente previo al embarazo, cuando la mujer decide o no tener relaciones sexuales o emplear o no determinados métodos anticonceptivos, sino que tiene lugar también y sobre todo una vez que ha tenido conocimiento de su situación de gestante. Entonces es cuando la mujer, conocedora de su situación real y actual de embarazo, realiza un acto de autonomía decidiendo si sigue adelante con el embarazo o lo interrumpe. Obsérvese -y esto es muy importante para entender este planteamiento- que tan acto de voluntad es interrumpir el embarazo, como seguir adelante con el mismo. Es decir, la mujer que tiene un hijo no lo tiene porque éste es el resultado de un simple proceso natural incontrolado, sino porque ella positivamente ha decidido tener ese hijo una vez que ha sabido que está encinta.
Así, la reproducción y la maternidad son el objeto de un derecho de la mujer que ésta ejerce en el momento en que decide si continúa o no un embarazo. Y como tal derecho, su ejercicio es libre, porque lo que está en juego es la autonomía personal de la mujer, que es lo mismo que decir la dignidad de la mujer. Y lo que se juzga valioso es esa autonomía, esa libertad de decisión, cualquiera que sea el resultado de la decisión, es decir, tanto si se decide continuar la gestación como interrumpirla.
Por supuesto que este planteamiento teórico se suele revestir de invocaciones retóricas al heroísmo y al sufrimiento de la mujer que se enfrenta en soledad a esa decisión dramática, a un grave conflicto existencial, en el que nadie debe interferir, porque lo valioso es que lo resuelva ella misma en su propia conciencia sin presiones de nadie, etc.
Ahora bien, ¿es compatible semejante visión del asunto con nuestra Constitución vigente? Obsérvese que cuando la sentencia del TC apelaba al valor de la autonomía y dignidad de la mujer lo hacía únicamente en relación con el caso de violación, porque en ese preciso supuesto la violación supone un ataque previo a la autonomía y dignidad de la mujer que la padece. Esta precisión es muy importante, porquela STC no ponderaba en términos generales el valor de la vida del feto en relación con el valor de la dignidad y autonomía de la mujer, como si la libre decisión de abortar en cualquier caso formase parte de esa dignidad y autonomía de la mujer como valor constitucionalmente protegido.
¿Cómo se puede justificar entonces la constitucionalidad de una ley como la actualmente vigente que ya no invoca un supuesto límite de conflicto, sino que durante un determinado plazo de gestación somete la vida del feto a la absoluta discrecionalidad de la gestante?
Pues bien, les voy a explicar el argumento que empleó una Sentencia del TC alemán de 28 de mayo de 1993 y al que apeló nuestro Consejo de Estado en su dictamen de 17 de septiembre de 2009 sobre el proyecto de la ley de 2010.
Una primera sentencia del TC alemán de 25 de febrero de 1975 había rechazado la posibilidad de una ley de plazos, considerando que la protección constitucional de la vida del concebido era incompatible con una ley que dejaba durante un determinado plazo la subsistencia de esa vida a la discrecionalidad de la gestante. Sin embargo, en el año 1993, el TC alemán cambió de criterio y admitió una ley de plazos sobre la base de la siguiente consideración: aunque el feto desde la concepción es un valor protegido porla Constitución, esa protección no tiene por qué asumirla necesariamente el Estado, sino que puede confiar esa protección a la propia mujer gestante, siempre y cuando ésta sea debidamente instruida al respecto. Esto es lo que se va a conocer como principio de autorresponsabilidad de la mujer gestante debidamente informada y asesorada. Dada la estrecha vinculación que existe entre el feto y la gestante, es ella la que está llamada en primer término a proteger la vida del feto, de manera que la ley le puede dar un voto de confianza, entendiendo que la misma actuará responsablemente cuando tome una decisión u otra, siendo suficiente en cuanto al deber de protección del Estado con que éste se cerciore de que esa decisión de la mujer se toma estando suficientemente informada y asesorada acerca de lo que va a hacer y de sus consecuencias.
Algo de esta doctrina se refleja en nuestra ley de 2010, que en su art. 17 establece como requisito para la práctica legal de un aborto durante las primeras catorce semanas que la mujer reciba un sobre cerrado con una determinada información (sobre las ayudas públicas disponibles para las mujeres embarazadas y la cobertura sanitaria durante el embarazo y el parto, y sobre los derechos laborales vinculados al embarazo y a la maternidad, las prestaciones y ayudas públicas para el cuidado y atención de los hijos e hijas, los beneficios fiscales y demás información relevante sobre incentivos y ayudas al nacimiento, y por último sobre los datos de centros de información sobre anticoncepción y sexo seguro y de centros donde pueda recibir voluntariamente asesoramiento antes y después de la interrupción del embarazo).
No obstante, la aludida doctrina del TC alemán parte de la idea de que lo que debe promoverse o incentivarse por el poder público es precisamente que la gestante decida continuar con la gestación; mientras que el planteamiento de nuestra ley vigente es mucho más neutro, porque responde no a la idea de que sea la propia mujer la que se encargue responsablemente de proteger la vida del feto, sino de configurar –como decía antes- el aborto libre como una especie de derecho subjetivo, como si tan bueno fuera seguir con la gestación como abortar. En nuestra ley, que la vida del feto sea un valor a proteger de alguna manera, aunque sea en último término encomendando esa protección a la madre, es una idea que uno no encuentra por parte alguna. El feto como valor protegible es el gran ausente de la ley. De hecho, se evita todo lo posible nombrarlo, y cuando se alude a él se emplea una terminología muy abstracta: “la vida prenatal”.
En fin, ¿qué podemos decir sobre este planteamiento de la autorresponsabilidad de la mujer gestante debidamente informada y asesorada? Pues, simplemente, que no sé si los Consejeros de Estado realmente se creían lo que estaban diciendo. Porque, si fuera así, su candidez no deja de sorprender en tan egregios juristas. O sea que, aun siendo la vida del feto durante esas primeras catorce semanas un valor constitucionalmente protegido –según no niega el Consejo de Estado-, la ley penal se puede desentender del asunto porque es suficiente con que la protección de ese valor se encomiende precisamente al sujeto que está planeando o ha decidido ya atentar contra el mismo. El Estado cumple con asegurarse de que se le entrega un sobrecito cerrado con información sobre ayudas a las embarazadas y a las madres y sobre sexo seguro –para que la próxima vez tenga más cuidado-, un sobrecito que abrirá y leerá o no en su casa, porque, ¡ojo!, nada de sermones de palabra, no se vaya a violentar. Es como si el Estado despenalizase los homicidios con arma de fuego bajo la condición de que en las armerías se entregue a todo comprador de una pistola un sobre cerrado con información sobre las ayudas públicas en caso de desempleo y sobre los programas contra la drogadicción.
Para terminar, quiero señalar que en este tema del aborto la izquierda política, condicionada por la ecuación feminismo-aborto libre, ha venido haciendo el trabajo sucio a un sector muy amplio, amplísimo, de nuestra sociedad. La realidad que tenemos delante, ante la que no podemos cerrar los ojos, es que a día de hoy la mayor parte de la sociedad española está conforme con la despenalización más amplia del aborto que promovió el Gobierno Zapatero, o al menos no ve ninguna necesidad de dar marcha atrás. Muchos no harán nunca de ello una causa explícita, pero en su fuero interno ya les estaba bien la reciente reforma, como les había venido bien la aplicación absolutamente laxa de la normativa del año 1985. Y ello, simplemente, porque nuestra sociedad se va haciendo cada día más acomodaticia, más floja. Cada vez tiende más a lo fácil y huye de todo lo que supone esfuerzo, compromiso, responsabilidad. Y en esta materia que nos ocupa –embarazos precoces, imprevistos, inoportunos, o de criaturas que vienen con algún problema- la solución más fácil es precisamente el aborto. Lo difícil es educar a nuestros hijos adolescentes, ponerles límites, exigirles una cierta contención, o al menos que asuman las consecuencias de sus actos y hasta ayudarles a sobrellevar una responsabilidad prematuramente adquirida; lo fácil es que un fármaco o un quirófano nos resuelvan limpiamente el problema, sobre todo si –como se pretendió con la ley del año 2010- no tenemos siquiera que enterarnos. Lo difícil también es comprometerse en una relación de pareja y no marcharse cuando la cosa se complica, alegando que el asunto no nos concierne. Lo difícil es poner en riesgo un puesto de trabajo o una promoción profesional, o simplemente sacrificar un determinado estatus económico, una forma de vida más cómoda, placentera y libre, con viajes, salidas nocturnas y pocas preocupaciones, cuando llega un embarazo antes de lo que habíamos planeado. Y por supuesto, lo difícil, lo verdaderamente difícil es criar y sacar adelante con el esfuerzo y el sacrificio de toda una vida a ese hijo que no nos ha nacido perfecto.
Por eso, en el contexto de esta propensión generalizada hacia lo fácil y lo cómodo, a que nada ni nadie comprometa nuestra aspiración a la felicidad individual aquí y ahora, al final -por si acaso- nos viene muy bien a todos que el Estado se relaje en este tema y nos deje abierta esta puerta de emergencia. Y sobre todo, que el paso por la misma sea cada vez menos traumático. A ver si de una vez se hace cargo la Seguridad Social, con sus médicos y equipos estupendos, y no tenemos que ir por esas clínicas cutres donde ejerce lo peor de la profesión médica, donde cualquier día vamos a coger una infección y encima van dejado rastro en los contenedores de basura.
Esto último es muy importante, porque necesitamos la máxima asepsia clínica, el más exquisito y discreto tratamiento de residuos, para no ver en ello nada turbio. Y es que lo fundamental, lo que realmente nos procurará la máxima facilidad, comodidad y bienestar, es que entre todos consigamos eliminar para siempre todo vestigio de sentimiento de culpa, toda angustia o malestar, toda mala conciencia por lo que hacemos.
Manuel González-Meneses (Madrid, 1966) es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza y Notario por oposición (1995), habiendo ejercido en Vandellòs (Tarragona) y desde el año 2000 en Madrid (antigüedad en 1.ª obtenida en las oposiciones restringidas del año 1998). Preparador de opositores; profesor de derecho de sociedades, de derecho notarial y de argumentación jurídica en el Máster en Derecho Empresarial del Centro de Estudios Garrigues. Ponente, conferenciante, autor de libros, monografías y artículos sobre muy variados temas jurídicos, en especial sobre derecho de sociedades y del mercado financiero. Ha dedicado también su atención a cuestiones de metodología jurídica, retórica y argumentación, de lo que es fruto su libro Cómo hacer dictámenes. Ensayo sobre la formación del jurista (Colegio Notarial de Madrid, 2007).