Quien siembra Osamas recoge Gadafis

A veces las hojas de los árboles no nos dejan ver el bosque. Últimamente hay demasiadas cosas que apuntan a que se está produciendo un cambio de ciclo en la historia del mundo (y especialmente de occidente) que las prisas y la sucesión acelerada de eventos (un elemento más de ese cambio) no nos dejan sentarnos a analizar con profundidad y serenidad. Blogs como éste contribuyen sin duda a ese análisis, necesariamente polifónico, de una realidad que huye de claros y oscuros y que se sitúa crecientemente en el terreno de lo ambivalente.

La reciente ejecución de Gadafi es uno de esos sucesos que nos deberían hacer pensar que algo (profundo) está cambiando. Primero, el que la OTAN no resulte ajena a lo que ha pasado, a pesar de algunas tímidas peticiones de aclaraciones, y que sepa perfectamente lo que ha sucedido y calle. Segundo, aunque Gadafi sin duda era un sinvergüenza y un canalla (si bien no mucho mayor que otros que aparecen ahora legitimados en extrañas Conferencias de Paz), no por ello debía ser privado del derecho a un juicio justo y menos con la complicidad (directa o indirecta) de occidente.

¿Qué está pasando? Pues que el derecho internacional que nació de los juicios de Núremberg (por cierto de cuyo comienzo el próximo 20-N se cumplen 66 años, ¿casualidad?) está muerto. Y ¿quién lo ha matado? Podría escaparse de esta cuestión diciendo aquello de entre todos lo mataron y él solo se murió, pero en este apuñalamiento masivo hay un Brutus inesperado y ése es san Obama, premio Nobel de la Paz y al que muchos consideraban la esperanza para construir un mundo más justo. Mientras el ejército americano de Bush (aunque fuera contra sus deseos) gastó tiempo y dinero en llevar a Saman Hussein a la justicia, Obama ha dado pública carta de naturaleza a las ejecuciones sumarias de terroristas como Osama Ben Laden, a quien han seguido después otros más, callados por cierto por la prensa. Hasta entonces solo algunos servicios secretos se atrevían a hacer tales cosas, pero siempre negándolo en público, pues se reconocía implícitamente que existía un código que había sido vulnerado. Sin embargo, tras la ejecución de Osama (algunas de cuyas fotos recuerdan por cierto a las de Gadafi) Occidente se ha quedado sin legitimidad moral para exigir comportamientos éticos o acordes a una supuesta legalidad internacional a otros. Y es que ya casi nadie se toma en serio el principio de que el poder democrático y civilizado no puede/debe tratar a los delincuentes como ellos tratan a sus víctimas.

Pero a veces también se olvida que la falta de juicio no es solo un problema para el derecho o para la justicia es también un ataque a la posible reconstrucción de la verdad histórica. Así, siempre nos quedará la duda si evitando el juicio se quería evitar que el acusado hablara en público y ejerciera legítimamente su defensa, acusando para ello tal vez a algunos de los que aparecen o aparecían hasta como líderes del mundo libre.

En definitiva, debemos reflexionar algo más sobre cuáles son los pilares que están sirviendo de fundamento al (¿nuevo?) mundo globalizado pues tal vez mentes bien pensadas tienden a ignorar que el poder puede que no haya cambiado mucho desde los tiempos cuando Shakespeare hacía decir a uno de sus personajes: “Hay que saber arreglárselas sin compasión; / y es que la inteligencia está en un trono más alto que la conciencia”. Frase por cierto recogida por Karl Marx en el Capital, para justificar su crítica al capitalismo en una fase también de crisis del sistema que recuerda en muchos aspectos a ésta que estamos viviendo. ¿Aviso para navegantes?

 

Prescripción de las penas en la Ley Orgánica 5/2010: ¿Un indicador de calidad del Estado de Derecho? (y II)

En la anterior entrega, señalábamos cómo una institución como la prescripción podía servir de indicador de calidad de un sistema legal al permitir valorar su contribución a la seguridad jurídica mediante su propia regulación, percepción de su actividad jurisdiccional y relación que, al resolver sobre la cuestión prescriptiva, mantienen los diversos órganos o instituciones estatales. Restaba, pues, la cuestión relativa a cómo, mediante diversas reformas, el legislador contribuía a la seguridad jurídica al establecer medidas tendentes a neutralizar el conflicto institucional toda vez éste se mostraba irresoluble por la normal actividad resolutiva de tales órganos. Pasamos pues a comentar éste aspecto.

En efecto, ésta es la segunda cuestión reseñada pues, retomando el hilo argumentativo, así se produjo el conflicto entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Uno más, lamentablemente, por la falta de límites a la función del Tribunal Constitucional; lo que, por otra parte, se torna tan de difícil definición, en tanto supone delimitar el contenido de su función interpretadora del texto constitucional, como de deber inexcusable del legislador ordinario. Tan es así el conflicto que este legislador ha tenido que acudir –afortunadamente- a la reforma del precepto penal para, valga la expresión, poner las cosas en su justo término y definir el estado de la cuestión mediante la nueva redacción del citado art. 132 CP.

Recordemos que era reiterada la doctrina del Tribunal Supremo relativa a que la mera denuncia o querella, por considerarlas ya parte del proceso, bastaban para considerarlo acto interruptivo de la prescripción regulada en el CP de 1995 (en redacción heredada del texto refundido de 1973 y por tanto, no reformada ni en 1995 ni en las parciales posteriores). Después, tal parecer fue matizado en sentido de que no bastaba tal incoación cuando la notitia criminis se refería a personas indeterminadas o distintas de las luego resultantes culpables; no obstante, no era necesario, por contrario, el formal auto de procesamiento o imputación y que debía acudirse al caso concreto para observar si había o no atribución nominal (STS de 25-1-94); finalmente, en la hoy consolidada, se consideraba que sería suficiente, a estos efectos, que tales personas estuvieran suficientemente definidas en dicha denuncia, querella o investigación judicial (STS de 30-12-97). El problema se centraba pues, en todo caso, en el grado de determinación o definición del sujeto que luego resultaría culpable. Pero el acto interruptivo podía ser la denuncia o querella.

Sin embargo, el Tribunal Constitucional, en STC 63/2005 de 14-3-05 y STC 29/2008 de 20-2-08, consideró que el modo en que opera la prescripción era cuestión constitucional, al afectar a la interpretación de la norma penal, y, en cuanto al fondo del asunto, que la interrupción se producía no con tal denuncia o querella, por mucho que identificara sujetos responsables, sino con la resolución judicial de admisión de la misma. Por tanto, el día a quo se desplazaba, y de modo considerable por la carga de trabajo de muchos órganos, al del momento del dictado de la resolución judicial. Huelga decir el conflicto doctrinal y social (tal pronunciamiento recayó en un conocido asunto político-empresarial) y… jurídico pues el Tribunal Supremo siguió considerando (y añadimos nosotros: velando por su máxima función interpretadora de la norma penal ordinaria)  que su tesis no quedaba invalidada, en primer lugar, por no ser ámbito del Tribunal Constitucional (Acuerdo del Pleno no jurisdiccional de la Sala 2ª del Tribunal Supremo 12-5-05) y, luego, por considerar suficiente la incoación de diligencias como título interruptor de la prescripción (vid. sus elocuentes Acuerdos del Pleno no jurisdiccional de aquella Sala de 25-4-06 y 26-2-08 y STS 643/2005 de 19-5-05 – Id Cendoj: 28079120022005100033-).

Postura que no sería tan desacertada cuándo hasta la Fiscalía Generaldel Estado emitió –con el alcance general y unificador que conlleva- la Instrucción 5/2005 por la que señalaba –a todo el Ministerio Fiscal- que la tesis a sostener era la del Tribunal Supremo.

Así pues, se traspasaba el límite de conocer de la legalidad ordinaria únicamente en, dicho en síntesis, aquellos casos de arbitrariedad, irracionalidad o error patente de la interpretación de la norma lo que, en nuestra opinión, es difícil de admitir cuando el Tribunal Supremo tenía establecida su doctrina sobre la interrupción de la prescripción. Y, frente a ella el Tribunal Constitucional estudia la prescripción acudiendo a su fundamento material o procesal: en definitiva, la cuestión jurídica ordinaria de la norma penal recogida en el art. 132 CP. Es más, añadía al debate material o procesal otra cuestión, pues negaba la posibilidad de iniciar el proceso una vez transcurrido el plazo, a lo que, doctrinalmente, también cabía obstar -como hacía el Tribunal Supremo- la naturaleza procesal de la denuncia o querella. Huelga decir que, antes de tales resoluciones, no eran “ya” admisibles las resoluciones de mero trámite (por lo general providencias “de relleno”) a efectos de interrumpir la prescripción. Y también que no hubo cambio en la tendencia constitucional. No obstante, a fuero de honradez dialéctica, cabe reseñar el dictado de solventes votos particulares a tal doctrina constitucional en tal STC 63/2005.

Así las cosas, y latente el conflicto, el legislador penal –eso sí, años después y tras varias reformas penales- ha terciado con la reforma señalada y, en conclusión, acoge ambas posturas pues, si bien considera que debe darse una resolución judicial determinada, no bastando pues con la mera presentación de denuncia o querella, a la vez, establece, en postura positiva, que el plazo prescriptivo quedará suspendido de modo que, de admitirse tales escritos iniciadores e incoarse las debidas diligencias, el dies a quo será no el de esta incoación sino el de aquella interposición; si, finalmente, no procede la apertura de procedimiento penal, el tiempo operará en sentido contrario (art. 132 CP). Tal solución es novedosa en nuestro ordenamiento y supone un criterio conciliador de ambas doctrinas y, en definitiva, debe servir para fijar una posición clara y, con ello, aumentar la seguridad jurídica. En este sentido, siguiendo la hipótesis dialéctica, debemos concluir con que resulta de calidad la intervención legislativa.

Pues bien, sentada así la cuestión, y con la reforma penal vigente operada por LO 5/2010, el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de recordar su doctrina y referirla a la reforma en su STS 80/2011 de 8-2-11 (Id Cendoj: 28079120012011100043) al señalar que la cuestión es si la “providencia … interrumpe la prescripción … acorde con la jurisprudencia de esta Sala, doctrina del Tribunal Constitucional y a la vista de la reforma llevada a cabo en el artículo 132”.

Pero, en otro indicador de la calidad del sistema, y por si alguien consideraba que el legislador es infalible, nuevamente tenemos otra cuestión que planteará conflictos interpretativos. Se trata de que la STC 97/2010 de 17-12-2010, en contra de la común práctica judicial, ha resuelto en cuestión íntimamente relacionada con la ya comentada: la interrupción de la pena. Señala el TC que no existe causa interruptiva del plazo prescriptivo de las penas. Polémica decisión pues, en el caso concreto, se trataba de que la suspensión de la ejecución de la pena se había producido –precisamente- para tramitar la solicitud de indulto del penado.

Por tanto, bien puede darse un interesante interrogante: ¿qué prevalece: la ejecución por el Estado de una pena firme o la suspensión de tal ejecución porque el penado ha solicitado un indulto y durante por cuya tramitación precisamente dicho penado puede verse favorecido por el tiempo que dure tal tramitación al no ser ésta causa de suspensión/interrupción? Es decir, ¿un incidente instado por el penado –sea con la legítima finalidad del indulto- servirá para que, finalmente, pueda verse no ejecutada una pena firme?. El precepto regulador, sin embargo, nada dice al respecto: art. 134 CP.

Finalmente, como el tiempo transcurre y a fin de no cansar al paciente lector, no entraremos en otras cuestiones salvo para un botón de muestra más de la calidad y seguridad jurídica del legislador penal. Tras una reforma largamente tramitada cual la LO5/2010, nos encontramos con que, a los siete meses de la publicación de aquella (pero a poco más de un mes de su entrada en vigor tras una positiva vacatio legis de 6 meses), y en el mismo periodo de sesiones, el legislador, mediante la Disposición Final 2ª LO 3/2011 se acuerda, en una norma de reforma del régimen electoral general, de otra reforma de la prescripción.

Nueva modificación que, además, considera como “corrección” pero, como no podía ser de otra manera, tramita como “reforma”: “Disposición Final Segunda. Modificación del Código Penal. Se corrigen los siguientes artículos y apartados de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, en la redacción dada por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio. 1. En el artículo 131.1, se suprime el siguiente párrafo: “Los delitos de calumnia e injuria prescriben al año.”…”. Se trata de una reforma meramente sistemática y coherente, pues no altera el tradicional régimen prescriptivo anual del delito de calumnia e injuria, y enmienda el “olvido” de mantener tal inciso 6º siendo que la materia ya estaba regulada en su precedente art. 131.1 inciso 4º CP.

Prescripción de las penas en la Ley Orgánica 10/2010: ¿Un indicador de calidad del Estado de Derecho? (I)

Tempus fugit dice la máxima. El discurrir del tiempo -como hecho natural que es- conlleva importantes consecuencias jurídicas: entre otras, ser base fáctica de la prescripción que, como institución común a todo el Derecho, deviene en factor consustancial a la formación de la anhelada seguridad jurídica; y que, además, se caracteriza por asociar unos efectos al transcurso de determinados plazos a contar desde un hecho o acto. En Derecho Penal la prescripción es elemento condicionante del ius puniendi al establecer unos límites temporales para su ejercicio pues, sabido es, que impedirá tanto la persecución o condena de un hecho como la ejecución de una pena ya impuesta al haber transcurrido unos plazos desde la comisión de un delito o falta o desde la firmeza de la pena impuesta, respectivamente. Con ello, se conforma una causa de extinción de la responsabilidad criminal; se evita una indefinida pendencia del procedimiento y la condena tardía; y, también, se excitan la actuación jurisdiccional a fin de satisfacer la tutela judicial o de evitar una eventual responsabilidad disciplinaria o penal del propio Juez o Magistrado actuante. Por tanto, observamos que se manejan dos puntos de vista: el del principio constitucional de la seguridad jurídica (art. 9 CE) y el de la prescripción del delito o pena como cuestión de “legalidad ordinaria” en tanto, dicho en la definición clásica, no todo acto típico, antijurídico, culpable y punible será penado dada, en su caso, la concurrencia de tal causa extintiva (art. 130 CP).

Y he aquí una de las cuestiones que consideramos de relieve a la hora de analizar la calidad de la técnica normativa y del ordenamiento jurídico. O, si se prefiere, de cómo la concreta regulación de la prescripción penal puede contemplarse como indicador de calidad del sistema jurídico de un Estado de Derecho. Y tal percepción cabrá realizarla, a su vez, en dos aspectos principales: (i) la modulación de la seguridad jurídica a través de diversos mecanismos y la relación que, mediante los mismos, mantienen los diversos órganos o instituciones estatales y, (ii) la adopción, mediante reformas legales, de medidas tendentes a neutralizar el eventual conflicto institucional otorgando así mayor seguridad jurídica. Así consideramos ocurre con dos cuestiones desarrolladas en la reforma operada en el Código Penal por la LO 5/2010: la ampliación de los plazos de prescripción y la interrupción de la misma.

En orden al primer argumento, dice mucho de un ordenamiento jurídico la regulación de la prescripción penal y, en ella, sus plazos pues, a la postre, se posiciona desde una posición represora (absoluta o ilimitada) a otra conciliadora con otras finalidades distintas al mero castigo penal, pues la prescripción, según hemos indicado, tiene una función de garantía del procesado. Asimismo, su concreta regulación exhibe la percepción que dicho Estado tiene de su sistema judicial dada la relación entre tiempos prescriptivos (celeridad en la respuesta judicial) y paz social y confianza del individuo en tales órganos. Así, “sería cuestionable constitucionalmente un sistema jurídico-penal que consagre la imprescriptibilidad absoluta de los delitos y faltas” (STC 18-10-90, F.J. 1).

Siendo la finalidad de la prescripción variada, pues atiende a razones político criminales diversas, podremos valorar la opción legislativa entre, por un lado, un ilimitado o lato ejercicio del ius puniendi, en cuyo supuesto, siendo los plazos prescriptivos excesivamente duraderos podremos concluir que, de facto, no opera tal instituto); o, por otro, y por el contrario, una excesiva brevedad de plazos, en cuyo caso, podrá percibirse una generalizada tolerancia, permisibilidad o nula persecutoriedad del ilícito salvo que los órganos judiciales dispongan de medios materiales y procesales tan perfectos como ágiles para dar una respuesta ágil y rápida a la comisión del ilícito en todo su ciclo procesal: instrucción, enjuiciamiento y, en su caso, ejecución de la condena dictada.

Asimismo, en tanto se considere la prescripción como cuestión de mera legalidad o de legalidad ordinaria, podremos valorar la calidad del sistema jurídico (contenido y actores) a la hora de enfrentar sus resoluciones a tal categoría. En efecto, como principio, no cabe dudar de que la prescripción tiene tal naturaleza de legalidad ordinaria. Basta observar los elementos contemplados en el texto legal y en su reforma (plazos, modo de cómputo, interrupción, forma de suspensión, efectos, etc.) para, sin tratar de tal contenido, concluir en tal naturaleza.

En concreto, la reforma que ahora comentamos, amplía de modo general el plazo prescriptivo de los delitos graves (aquellos que tiene aparejada pena grave). Con ello, aun cuando toda ampliación puede entenderse en clave de recelo o reconocimiento de cierta ineficiencia en la averiguación o tramitación judicial del ilícito, la ampliación no es de tan largo recorrido como para que el resultado no sea positivo en tanto permitirá la efectiva represión de delitos que, obvio es, no suelen realizarse con demasiada publicidad o cuya instrucción no es sencilla como ocurre, en especial, con determinados delitos contra el orden socioeconómico o con procesos en que el número y complejidad de intervinientes dificultan su instrucción y fallo (art. 131.1. inciso 4º). Loable, por lo que representa –en especial con las víctimas-, es la ampliación indefinida (imprescriptibilidad) para los delitos de terrorismo que hubieren provocado la muerte de alguna persona (art. 133.2 CP). También resulta positiva la mejora técnica de la institución: donde antes se decía, impropiamente, “culpable” ahora dice “persona indiciariamente responsable” (art. 132.2 CP). En idéntica opinión, si bien era cuestión no controvertida en la doctrina, cuando se establece cómo se computa el plazo para los casos de concurso de delitos (art. 131.5º CP).

En sentido contrario, en lo que ya es reprochable, el legislador no ha regulado completamente, entre otros aspectos, todos los aspectos de la prescripción dejando los casos de concurrencia de delitos y faltas en diferentes sujetos pero sometidos a un mismo proceso o todos los supuestos en que puede darse no ya la interrupción sino la suspensión o su eficacia en la prescripción de la pena (art. 134 CP), toda vez que dicha admisión suspensiva, desconocida en nuestro ordenamiento, ya queda, en el supuesto indicado, reflejada en la norma (art. 132.2.2 CP). No obstante, de modo genérico, debe ser merecedora esta reforma de positiva acogida por los motivos antedichos y, también, por lo que a continuación diremos sobre las “relaciones” jurisdiccionales.

Se trata, pues, de cuestiones que afectan a la opción que, en un momento u otro, decide el legislador ordinario precisamente por ser materia afecta a su competencia y por la lógica necesidad de que cuestiones tan concretas no queden “congeladas” de ser reguladas en otro alto nivel normativo jurídico. Y, por tanto, si de legalidad ordinaria se trata, habrá que estar, igualmente, a lo que decida su máximo intérprete: en nuestro país, y sin perjuicio de lo relativo a derechos fundamentales y libertades públicas, el Tribunal Supremo. Así lo había declarado éste órgano, y también el Tribunal Constitucional, en sentencias de 3-5-93 y 21-12-88, entre otras.

Sin embargo, éste razonamiento se quiebra cuando, en una tendencia cada vez más acusada y criticada, el Tribunal Constitucional (si bien es cierto que bajo el argumento de que afecta al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y/o derecho a la libertad), entra a conocer de la cuestión y a “decidir” cómo ha de entenderse la prescripción penal, su cómputo y efectos.

Pero esto es más propio de nuestro segundo argumento que comentario que del que ahora nos ocupa y que, por su propio contenido, preferimos dejar para el siguiente post.

 

De cómo la crisis libia afecta a nuestro derecho penal (II)

Como ya comentamos en la primera entrega del anterior post la modificación del límite de la velocidad a 110 km/hora plantea dudas importantes respecto a la aplicación temporal de la ley penal, su incidencia en el derecho procesal e incluso respecto a su constitucionalidad|. 

I.-         Aplicación temporal de la Ley Penal:  La aparición del nuevo ilícito penal se produce a las 6:00 horas del día 7 de marzo de 2011. Es un dato objetivo, pero ciertamente novedoso desde el punto de vista de la tipificación de los ilícitos penales. A eso se le llama un tipo penal madrugador. Y por cierto ¿por qué esa fecha y esa hora y no otra cualquiera?

II.-        Derogación de la norma: incidencia en el Derecho Procesal y norma de derecho transitorio. La Disposición Final 2ª (“La vigencia del presente real decreto concluirá el 30 de junio de 2011”) incrementa la incertidumbre, pues en el concurso/sucesión de normas penales concurre un elemento perturbador -pero positivo- que es la aplicación retroactiva de la norma penal favorable. Tal circunstancia se dará ante la prevista derogación de esta norma el 30 de junio de 2011, ya que en dicha fecha volverá a regir la norma penal anterior que era más favorable.

 El motivo es muy simple: ahora rige un elemento objetivo del tipo (superar en 80 km velocidad máxima genérica de 110 km/h en autopista y autovía) que tiene prevista el término de su vigencia el 30 de junio. Por tanto, desde esta fecha la horquilla penal se elevará; lo que ahora es delito (conducción superior a 190 km/h), el 1/7/11 ya no lo será en la horquilla 190-200 km/h. Con ello, una misma acción (temeraria conducción entre 190-200 km/h) constituye, durante un periodo, infracción penal y luego administrativa. Habrá lugar, pues, a la aplicación de la norma penal favorable de forma retroactiva. Tal vez se trate de un caso de laboratorio, pero bajo los principios del derecho penal, bastaría la existencia de un solo caso para cuestionarse la procedencia de la reforma. 

Vayamos al caso de laboratorio. Ahora quien conduzca a una velocidad de entre 190 y 200 km/h comete el delito previsto en el art. 379.1 del Código Penal. Previo atestado policial, es de prever la incoación de diligencias previas que, tras el 30 de junio, deberían dar lugar a un sobreseimiento libre por la aplicación retroactiva de la norma penal más favorable. Se produce tan solo, una pérdida de tiempo y esfuerzo del Juzgado, Fiscal y demás intervinientes. Peor aún en el supuesto en que dichos ilícitos se sigan por los procedimientos de enjuiciamiento rápido, que, en su mayoría, finalizan mediante sentencia de conformidad y conllevan una rápida ejecución. 

Efectivamente, iniciada la ejecución, se deberá plantear la revisión de la sentencia condenatoria firme por la pérdida de vigencia de la transitoria norma penal ahora introducida con esta reforma y aplicada en dicha condena, pues, recuérdese, la ejecución penal debe practicarse de oficio por el órgano judicial, no cabe su demora y, por los principios penales, procede tal revisión, por entre otros,  motivos de justicia material (no cumplir condena por hechos que durante tal cumplimiento no son ya delito). Gracias a la previsión reglamentaria, dediquemos, pues, recursos para tal revisión de condenas en cumplimiento a partir del 1-7-11. 

III.-       Entre la vigencia y la derogación: la ley penal temporal. Bajo dicha denominación, se comprenden aquellas leyes que expresamente señalan el inicio y fin de vigencia. La mejor doctrina se refiere a los supuestos en que la norma se dicta en un contexto bélico, calamitoso o… de crisis económica, motivo por el cual estas leyes temporales suelen establecer nuevos tipos o incrementar las penas de los ya existentes, de modo que la ley temporal establece penas más duras que las anteriores y posteriores. En estos casos la doctrina entiende que si se mantiene el principio de la aplicación retroactiva de la norma penal más favorable puede hacerse perder su objetivo a la ley penal temporal. 

Pues bien, en nuestro caso la defectuosa técnica empleada en el Real Decreto da lugar a la aparición seguramente involuntaria del supuesto de una ley penal temporal que está ligada a una crisis energética. No obstante, nuestra tesis es que un reglamento no da para esto, y menos por motivos que nada tienen que ver con los supuestos tradicionales de ley penal temporal. Pero sirve para ilustrar las consecuencias colaterales de esta forma de legislar.  

IV.- Vigencia incierta. Para acabarlo de arreglar, la DF 2ª prevé una determinada vigencia pero también que “el Gobierno podrá acordar su prórroga atendiendo a la situación del mercado energético”. Por si no era suficiente, incrementemos la incertidumbre jurídica un poquito más. ¿Qué tiene que ver la “situación del mercado energético” con la política criminal? A estas alturas de nuestras reflexiones ya hemos dejado muy atrás los principios básicos del Derecho penal y parece imposible aspirar a que el ciudadano conozca de antemano las consecuencias punibles de sus actos: ¿cómo, cuándo y con qué anticipación se conocerá si el ilícito penal es prorrogado por la decisión gubernamental permitida en la DF 2ª? 

V.-       Y, last but non least,  si el Derecho penal se rige, entre otros, por el principio de intervención mínima, ultima ratio o subsidiariedad de la norma penal, y, a su vez, la norma reglamentaria sostiene que la disminución de la velocidad genérica no afectará a las sanciones administrativas de pérdida de puntos (art. 2), podemos preguntarnos qué razón hay para que con la rebaja del límite punitivo de 200 km/h a 190 km/h el ilícito administrativo -por lo que se refiere a la sanción de pérdida de puntos- no se altere mientras que sí se modifica el ilícito penal. Tal vez por seguir el criterio de oportunidad… política que no penal.

En definitiva, sea de modo deliberado o no, la comentada disminución de la velocidad máxima genérica es, a efectos penales, altamente criticable por la falta de sistemática y rigor y porque afecta a la seguridad jurídica. El legislador reglamentario se ha olvidado de que estamos (o deberíamos estar) ante un sistema jurídico complejo, completo, interrelacionado e internamente coherente por estar dotado de una serie de principios básicos; que toda norma, sea del rango que sea, se inserta en un ordenamiento jurídico, en el que, como en una partida de ajedrez, todo movimiento tiene repercusiones, mediatas e inmediatas, en otros sectores del ordenamiento, algunos tan sensibles como el penal. Como ha dicho el profesor GIMBERNAT, desdichado el penalista que asiste a este espectáculo

De cómo la crisis libia afecta a nuestro Derecho Penal (I)

“Nullum crimen, nulla poena sine praevia lege” “lex scripta, lex previa y lex certa”. Bajo estos aforismos, los juristas entendemos una serie de principios que informan nuestro ordenamiento penal. O, si se prefiere, para aquellos que no han tenido la suerte de aprender latín, hablemos de los principios de legalidad y tipicidad penal (art. 25 de la Constitución Española, en adelante CE y arts. 1, 2, 10 y 12 del Código Penal, en adelante CP); de la estricta certeza y descripción del ilícito normado, de la tan ansiada y necesaria seguridad jurídica (art. 9 CE), y de la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables y, sensu contrario, de la retroactividad de las sancionadoras favorables incluso cuando en el ámbito penal se estuviere cumpliendo condena| (arts. 9 CE y 2 CP).

Se trata de máximas o principios que visto lo visto, deberíamos completar con otras como “velox lex, tempus fugit” más propios de otros contextos que del Derecho que nos ocupa y preocupa y que pronto nos llevará a incluir en la balanza de nuestra maltrecha Justicia otro atributo: un reloj. Efectivamente, todo esto es necesario tras la publicación, en el Boletín Oficial del Estado del 5 de marzo de 2011, del Real Decreto 303/2011, de 4 de marzo, por el que se modifican el Reglamento General de Circulación, aprobado por el Real Decreto 1428/2003, de 21 de noviembre, y el Texto Articulado de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, aprobado por el Real Decreto Legislativo 339/1990, de 2 de marzo, y se reduce el límite genérico de velocidad para turismos y motocicletas en autopistas y autovías. Se trata de un novísimo Derecho Penal conformado según husos horarios, con una “vacatio legis” que ya no habla de un periodo más o menos amplio sino referida a un hito temporal. Se produce la reforma de un tipo penal a las 6:00 horas del 7 de marzo de 2011.

En el fondo esta reflexión se refiere a la integración de normas penales en blanco con disposiciones reglamentarias. Cuando nos  referimos a la “norma penal en blanco” estamos hablando de supuestos en que el delito se configura  no solamente en base a la descripción típica del ilícito contenida en la norma (en España debe de ser además una norma con rango de Ley Orgánica, es decir el Código Penal), sino que se complementa o queda integrada con otros elementos fijados en leyes distintas e incluso en disposiciones reglamentarias como ocurre en el caso que nos ocupa.

En nuestro caso en virtud de lo previsto en el art. 1 R.D. 303/2011  la velocidad genérica máxima permitida en nuestras autopistas y autovías pasa a ser desde las 6.00 horas del día 7 de marzo de 2011, 110 km/h. Este dato alcanza relevante valor jurídico dado que la reforma del delito contra la seguridad vial introducido en el CP por la LO 15/2007 (y mantenido por la LO 5/2010) se caracteriza por establecer, como tipo objetivo, la conducción de vehículo a motor o ciclomotor a velocidad superior “en ochenta kilómetros por hora en vía interurbana a la permitida reglamentariamente” (art. 379.1 CP)  Esta remisión es la que provoca el problema.

Sabemos que la validez de una integración o remisión reglamentaria en relación con la reserva de Ley es admitida por la doctrina y jurisprudencia constitucional (STC 8/1981 , 122/1987, 127/1990 y 52/2003) admitiéndose que, asegurado el núcleo esencial en el tipo legal (sanción) es posible en determinados ámbitos completar la descripción legal mediante el reenvío o remisión a norma inferior dada la complejidad o mutabilidad de la acción delictiva.

Sin embargo hay que plantearse otras cuestiones, a mi juicio igualmente relevantes. El legislador de 2007 sabía que la velocidad genérica permitida era de 120 km/h como de que el tipo penal que introducía establecía la comisión de delito solo para quien condujere, en autopistas y autovías, a velocidad superior a 200 km/h (calibración y homologación de aparatos medidores al margen). Más aún, cuando se reformó el tipo penal en el año 2010, el Parlamento mantuvo los mismos diferenciales de velocidad máxima infringida para deslindar el ilícito administrativo (multa) del tipo penal.

Dicho de otra manera,  el legislador pretendió que el delito contra la seguridad vial por conducción a velocidad manifiestamente excesiva se configurase como delito de peligro, usando la técnica de la norma penal en blanco por la que el otro elemento integrador del tipo se deja a la norma reglamentaria, en este caso, el Reglamento General de Circulación. Entonces cabe plantearse si es razonable que, crisis energética mediante, pueda reformularse indirectamente un tipo penal mediante una reforma reglamentaria que se hace para otra cosa. Resulta así que los acontecimientos derivados de un conflicto exterior en Libia han podido producir una implícita reforma del CP, en base a hechos muy ajenos al Derecho Penal español y sin la adecuada valoración de dichas consecuencias penales.

Y además la reforma resulta criticable por su contenido jurídico en base a diversas consideraciones tales como  la aplicación temporal de la norma penal (vacatio legis y vigencia limitada), incidencia en el Derecho procesal penal y el Derecho Transitorio e incluso por la incertidumbre acerca de su constitucionalidad. Todo esto lo dejaremos para el siguiente post.

Todo por la pasta: Sentencia del Tribunal Supremo en el caso Alfredo Sáenz

Con fecha 24 de febrero, el Tribunal Supremo ha dictado sentencia por la que condena a Alfredo Sáenz, consejero delegado del Banco de Santander, a la pena de tres meses de arresto mayor, con la accesoria de suspensión del desempeño de cargos de dirección vinculados con entidades bancarias durante dicho plazo, por un delito de acusación falsa (con la concurrencia de un atenuante por dilación indebida en el procedimiento, que ha supuesto rebajarle la pena en un grado). Al igual que ocurrió con la Sentencia del caso Alierta comentada también en este blog, la relación de hechos probados resulta extraordinariamente interesante.|

En 1994, cuando Alfredo Sáenz era presidente del consejo de administración de Banesto, el grupo de empresas O, afectado por una preocupante falta de solvencia, adeudaba a la entidad financiera más de seiscientos millones de pesetas. Algunos directivos del banco (ahora también condenados) se reunieron con los accionistas del grupo de empresas para solicitarles que avalasen personalmente las deudas, a lo que estos se negaron.

En consecuencia, esos directivos, con el conocimiento del presidente, interponen una querella criminal contra los accionistas apoyada en una serie de hechos falsos y cuya falsedad los querellantes conocían. Básicamente, se alegaba que los accionistas se habían comprometido verbalmente frente a la entidad a avalar esos préstamos (alegándose además que sólo se concedieron en virtud de ese compromiso) y que, a mayor abundamiento, habían distraído el dinero de las empresas prestatarias desviándolo al extranjero con la finalidad de apropiárselo personalmente.

La querella se presenta ante el juzgado nº 10 de Barcelona y el titular, antes de irse de vacaciones en el mes de agosto, cita al querellante para el día 13 de septiembre al objeto de que se ratificase, y a los querellados el 19 de septiembre. Sin embargo, durante el periodo de vacaciones correspondió hacerse cargo de ese juzgado como sustituto al entonces magistrado Luis Pascual Estevill y, de repente, “por razones que se desconocen” (todos los entrecomillados son citas literales de la sentencia), los acontecimientos súbitamente se precipitan. En vez del día previsto, sin saberse muy bien por qué, uno de los querellantes comparece en el juzgado el 7 de septiembre para ratificarse en la querella. Ese mismo día el juez sustituto dicta auto admitiendo la querella y citando a los querellados el día 9 a las ocho de la mañana en el juzgado de guardia, lo que se llevó a cabo sin la presencia del fiscal. El mismo día 9 el ex juez Estevill dicta auto de detención e ingreso en la cárcel Modelo. El día 14 dicta auto de responsabilidad civil, acordando el embargo de bienes de los querellados, cantidad que éstos se vieron obligados a avalar.

Por estos hechos el ex juez Estevill fue condenado por autor de un delito continuado de prevaricación, en concurso con dos delitos de detención ilegal. Se interpuso también por los damnificados una querella por cohecho, alegando que si el ex juez había actuado de esa manera era porque había recibido dinero a cambio, querella cuya investigación llevó muchos años (causa principal de la dilación del procedimiento que ha supuesto la rebaja de la pena) pero que no llegó a ningún resultado. Como dice el TS “no se pudo demostrar” el delito de cohecho. La presunción jurídica, por tanto, es que el ex juez actuó de esa manera, jugándose su carrera y la pena de cárcel, no se sabe muy bien por qué motivo, aunque plenamente consciente de que actuaba injustamente, ya que por el delito de prevaricación sí fue condenado. Lógicamente, cada uno tiene su propia convicción moral o intelectual al respecto.

Lo que para el TS queda suficientemente probado, en cualquier caso, es que el presidente del banco conocía perfectamente tanto la interposición de la querella como la falsedad de los hechos en que se apoyaba. “El Tribunal (de instancia) declara probado que la querella se presentó siguiendo las indicaciones dadas desde la presidencia del banco, y con el conocimiento y el beneplácito del recurrente para recuperar como fuera los créditos”, y ello en base a las declaraciones de varios testigos que afirmaban que “nada se hacía sin que él se enterara”. El TS confirma en este punto al de instancia. Incluso en un interesante comentario obiter dictum, el TS entra a valorar la conducta del directivo que, a pesar de conocer la conducta ilícita realizada por sus subordinados (y por el abogado, también condenado) decide “desentenderse de la cuestión omitiendo el ejercicio de las facultades propias de su cargo”, concluyendo que igualmente habría incurrido en responsabilidad por omisión, citando expresamente al efecto el artículo 237 de la Ley de Sociedades de Capital.

Hasta aquí los hechos. Supongo que a estas alturas el lector ya tendrá formado su propio juicio. Pero independientemente de ello me interesa destacar alguna cosa:

En primer lugar, insistir en que la responsabilidad en este país está totalmente adulterada. No hay más responsabilidad que la estrictamente penal, y ya se sabe que la pena es la última instancia, que debe administrase además con extraordinaria moderación. Nos metemos mucho con los jueces, y en mi opinión en muchas ocasiones de manera injusta. Es evidente que no pueden ser los guardianes de la moralidad pública. Se les pide cumplir una función para la que no sirven ni deben servir, aparte de que, al verse obligados a hacerlo, pasan a estar en el punto de mira de las presiones políticas, sujetos al interés de los políticos y poderosos por controlarlos y, si no pueden, por neutralizarlos.

La falta de cualquier otro tipo de responsabilidad exigible en cualquier sociedad seria (o sana) afecta ahora al consejero delegado de una entidad multinacional con presencia en multitud de países. No sé si en todos ellos serán tan comprensivos como en éste. Podrían legítimamente preguntarse: ¿El Grupo Santander funciona así habitualmente? ¿Funcionan así las grandes empresas españolas? No olvidemos que el Presidente y  Consejo de administración de la entidad han manifestado públicamente su respaldo al directivo, y el condenado ya ha anunciado que va a recurrir al Tribunal Constitucional y que va a pedir la suspensión, incluso el indulto.

Pero no debería preocuparse mucho, porque una vez más un tema fundamental para el buen funcionamiento de nuestras instituciones, esta vez las grandes empresas de nuestro país, languidecerá sin problemas, dado el escaso interés de nuestros medios de comunicación por hablar de este tipo de temas. De aquí a la Italia de Berlusconi cada vez queda menos trecho.

Los peligros de un uso ejemplarizante del C. Penal: la hiperexpansión de algunos tipos delictivos

La hiperexpansión del Derecho Penal:

 

Asistimos en los últimos tiempos, para perplejidad de no pocos juristas, a una utilización cada vez más frecuente del Derecho penal por parte del legislador -no sólo español sino de varios otros países occidentales- que resulta claramente contraria a sus principios informadores que muchos estudiamos en su día. En los textos penales clásicos se definía esta rama del Derecho como la “ultima ratio” en la represión o sanción de actos lesivos para el ordenamiento jurídico, de forma que los tipos penales sólo desplegaban sus efectos ante conductas ilícitas de determinada gravedad para las personas o los bienes, o cuando existía una verdadera conciencia social y jurídica de que los procedimientos administrativos eran insuficientes para reprimir o sancionar determinados actos considerados como gravemente contrarios a Derecho.

No obstante, contrariando esa impecable doctrina en la que muchos de nosotros nos hemos formado, los Estados occidentales del siglo XXI están acometiendo –de forma no siempre prudente en una materia tan delicada como ésta, que puede implicar la privación de la libertad del individuo- un proceso progresivo de “penalización” de determinadas conductas que no siempre responde a una verdadera generalización delictiva, y ni siquiera a una auténtica conciencia jurídica colectiva, y muchas veces ni a una importante alarma social. Simplemente se “penalizan” comportamientos por decisiones puramente políticas, ejemplarizantes, o incluso de imagen –hasta en el Derecho penal existen modas-, estableciendo con mayor alegría de la que sería deseable tipos delictivos nuevos o hiperdesarrollando otros ya conocidos, por razones de coyuntura económica, puramente recaudatorias o de “buenismo” legislativo. En definitiva, los gobernantes de muchos países tienden en los últimos tiempos a utilizar un arma tan poderosa -y a la vez tan delicada y peligrosa- como el Derecho penal para casi todo, como un instrumento más de su actuación política, confiando en su importante efecto disuasorio.

 

Un ejemplo: el delito de blanqueo de capitales:

 

Un ejemplo concreto de esa hiperexpansión es la relativa al delito de blanqueo de capitales producida en los últimos tiempos. No procede aquí realizar un examen de las novedades introducidas en todos los ámbitos por la reciente Ley 10/2010, que ya han sido ampliamente tratadas por muchos autores, pero lo cierto es que este tipo penal ha pasado en pocos años de ser un delito casi marginal, reducido a los casos de introducción en el circuito económico legal de fondos procedentes de actividades ilegales como el narcotráfico y el terrorismo, a constituirse en poco tiempo en el eje central del Derecho penal económico, y casi en la pesadilla de la actividad habitual de muchos profesionales del Derecho y del mundo financiero y empresarial.

Resulta evidente que los Estados tienen que luchar contra la delincuencia internacional, y a esa lucha se destina principalmente la normativa preventiva del blanqueo de capitales. Se persigue con ella la introducción en el circuito económico legal de fondos procedentes de actividades ilícitas, debido a que determinados países se han convertido, por su atractivo geográfico, turístico, climático o de otra índole, en importantes receptores de dinero procedente de la delincuencia transnacional, fondos que debido a las interconexiones entre entidades financieras, circulan por varios países careciendo de control tributario en muchos de ellos. A España le afecta bastante este tema, especialmente en las zonas costeras y turísticas, por ser destino preferido para inversiones inmobiliarias de personas de todo el mundo. Esa situación, unida a otras coyunturales como pueden ser la crisis económica, la disminución de la recaudación tributaria en muchos Estados, la colaboración internacional, y el hecho de que los gobiernos han comprobado que un importante volumen de dinero circula por muchos países sin tributar en ellos, ha producido una hiperexpansión de la normativa reguladora de esta materia, tanto administrativa como penal.

Dando por sentada la necesidad de un control internacional de esos fondos de procedencia ilícita que buscan inversiones legales para ser “blanqueados”, y los indudables efectos positivos de la normativa preventiva del blanqueo, surge la necesidad de examinar también los inconvenientes de toda esa hiperregulación y su desarrollo práctico, todo ello desde el punto de vista de la dogmática jurídica. Por razones profesionales he tenido que vivir de cerca la situación de unas personas extranjeras a las que se está enjuiciando por un posible delito fiscal, existiendo discusión entre los expertos que han testificado en su juicio sobre si debían o no tributar en España por un determinado impuesto por razón de su debatida residencia fiscal, y sobre si la cuota alcanza o no el mínimo punible, fijado por el Código penal en 120.000 euros (art. 305). Dado que el dinero presuntamente defraudado –de estimarse la tesis de la acusación pública- lo emplearon dichos señores posteriormente en la compra de una vivienda, la propia acusación también pide para ellos una condena por blanqueo de capitales del artículo 301. En resumen, un matrimonio de no residentes jubilados depende de una decisión judicial que puede estimar fundadamente que no han cometido delito alguno (al no llegar la cuota presuntamente defraudada a los 120.000 euros) o fundadamente también que, habiendo defraudado 120.001 euros y empleado ese dinero en una compra posterior han cometido a la vez dos delitos penados con hasta cinco y seis años de cárcel cada uno de ellos. Esta situación, rabiosamente real, repugna a cualquier espíritu jurídico medianamente formado, y no debería producirse en un Estado de Derecho del siglo XXI, pero nuestra legislación actual, por ese efecto expansivo y ejemplarizante que estamos comentando, permite que se produzca. Aquí todo dependerá del buen arbitrio judicial, que en una primera o ulteriores instancias pueda hacer justicia material para evitar manifiestas injusticias como la antes expuesta.

El problema del delito de blanqueo de capitales es que su tipificación penal actual ha dejado de circunscribirse a fondos procedentes de actividades delictivas específicas como el narcotráfico y el terrorismo, para abarcar los que proceden de cualquier actividad delictiva en general. Y ello incluye los procedentes, por ejemplo, de la cuota a pagar resultante de una inspección o procedimiento tributario, con los efectos dramáticos que una aplicación estricta de la normativa puede producir sobre personas que ocasionalmente pueden estar sometidas a un procedimiento tributario penal, pero que están muy alejadas de la idea tradicional de la delincuencia internacional.

La deficiente ejecución de las políticas penalizadoras y los peligros que ello conlleva:

Sucede además, como colofón a esa transgresión conceptual de los principios penales clásicos, que en muchas ocasiones la ejecución legislativa de estas políticas “penalizadoras” deja también bastante que desear, ya que los nuevos tipos penales que se crean, o el desarrollo expansivo de los ya existentes, se realiza por el legislador en forma poco precisa, difusa, con una falta de claridad preocupante en las obligaciones y en las responsabilidades que recaen sobre los ciudadanos en general y sobre algunos profesionales en particular, y haciendo un peligroso uso extensivo de la figura de la imprudencia punible, que debería estar restringida al máximo frente a los supuestos de culpabilidad plena.

En un Estado moderno, los tipos penales tienen que ser claros y definidos, y la responsabilidad penal tiene que estar perfectamente determinada por la Ley con la mayor precisión posible, de forma que la gente sepa, sencillamente, cuando delinque, para atenerse entonces a las graves consecuencias que para su persona y bienes acarrearán sus actos. Y eso no siempre sucede con las reformas penales de los últimos tiempos, especialmente en lo referente a los delitos económicos. Existe, además, otro problema añadido creado por esta forma de legislar, que es el entrecruzamiento entre determinados tipos delictivos, cuyos límites distintivos no se aprecian con claridad, y también entre los diferentes grados de responsabilidad penal (tipos imprudentes, cómplices, encubridores, colaboradores, etc). Y además muchos términos empleados en ese proceso de “penalización” son de una imprecisión jurídica que asusta: “buen orden económico”, “opacidad”, etc. ¿Quién los define?.

En esa búsqueda obsesiva de información para “cazar” a los delincuentes, los legisladores ponen a veces en peligro otros valores también muy importantes de sus ciudadanos como el derecho a la intimidad (los notarios tenemos que enviar en la actualidad a la Administración muchísima información sobre actas, testamentos u otros documentos que nada pueden tener que ver con el blanqueo de capitales, pero que acaban innecesariamente en manos de la autoridad tributaria). Y lo mismo sucede con la necesidad de identificar al titular real en ciertos documentos como las actas notariales de presencia para comprobar fotografías, o en los poderes para pleitos, en los que conceptualmente existe una imposibilidad absoluta de “blanquear” nada. Esas políticas de búsqueda de la “pepita de oro” usando una especie de cedazo para meter en él toda la tierra posible y ver qué se encuentra en ella no debería ser conceptualmente admisible en un Estado moderno, porque vulnera innecesariamente otros intereses básicos como la intimidad de sus habitantes. Y existen algunos ejemplos peligrosos más con otros tipos delictivos como el reciente que afecta a las personas jurídicas (ahora pueden delinquir como tales, con independencia de sus órganos gestores), u otros que están en la mente de todos.

En definitiva, todo ello produce la impresión de que los Estados occidentales están buscando de alguna forma, con esta peculiar forma de legislar en materia penal, determinados espacios o reductos de arbitrariedad, para poder reprimir con el máximo rigor conductas económicas, sociales o de otra índole que los gobiernos de turno puedan considerar contrarias a sus intereses en un momento determinado por razones políticas, económicas, o pura y simplemente recaudatorias.

En mi modesta opinión, las armas poderosas hay que usarlas con gran mesura y con finura técnica, y el Derecho penal no debería emplearse como una medida más de política económica, social o en cualquier otra función ejemplarizante para los individuos de una comunidad. El Derecho penal está para sancionar a los delincuentes y para reprimir conductas delictivas de verdad, esas que calan hondo en una colectividad y son conocidas por todos como tales. Otros usos espurios o de “aviso a navegantes” pueden intentar venderse públicamente con objetivos más o menos loables, pero son muchas veces innecesarios, impropios de una sociedad moderna, y además -y según en qué manos- conllevan riesgos enormes.

La corrupción pública después del “Caso Camps”

Los delitos de cohecho tienen como finalidad esencial proteger el principio de imparcialidad u objetividad en el ejercicio de la actividad pública como medio para alcanzar una satisfacción igual y objetiva de los intereses generales. Su objetivo es eliminar la corrupción o venalidad de la Administración Pública para que pueda servir con objetividad a los intereses generales y pueda actuar con eficacia. Para ello se tipifica el castigo tanto de funcionarios o autoridades que se dejan corromper o manifiestan una inclinación a la corrupción como de los particulares que les corrompen o intentan corromper.

El denominado “caso Camps” ha colocado en el foco de la atención pública un delito de escasa relevancia en los juzgados como el denominado “cohecho impropio” que no exige que la gratificación se encuentre vinculada a que el funcionario realice u omita un determinado comportamiento contrario a Derecho. Se castiga sin más la solicitud o recepción de la gratificación o promesa sin que necesariamente se constate la corrupción del funcionario o de la autoridad. En este sentido, la reciente STS 478/2010, de 17 de mayo afirma tajantemente que para el cohecho pasivo impropio basta con la aceptación de un regalo entregado en consideración a la función o cargo desempeñado. El delito consiste en que la razón o motivo del regalo o de la dádiva debe ser en exclusiva la condición de funcionario o autoridad de la persona que lo recibe, de tal forma que sin tal condición o poder no se hubiera ofrecido el regalo o la gratificación. Se trata de supuestos que se entiende que encierran cierto riesgo de afectar a la objetividad o la imparcialidad del funcionario público o que generan una corrupción ambiental o difusa gracias a la cual el que hace las gratificaciones recibe tratos de favor. La jurisprudencia habla de un peligro abstracto o estadístico para el funcionamiento imparcial de la función pública.

La reforma mediante la LO 5/2010 ha terminado con el debate sobre la relevancia típica del denominado cohecho activo impropio, es decir, de las gratificaciones del particular a un empleado público o autoridad, con independencia de que tengan como objetivo conseguir que la persona que participa en el ejercicio de la función pública realice un acto contrario a los deberes inherentes a su cargo. La principal cuestión que queda pendiente con respecto a este delito es determinar los criterios cuantitativos o cualitativos que hacen que el ofrecimiento o la entrega adquieran relevancia delictiva. La inseguridad en este punto es absoluta. No es posible extraer de la escasa casuística existente criterios generales ni mínimamente seguros y no existe un esfuerzo jurisprudencial para deslindar los supuestos relevantes de los que no se ven afectados por las normas penales. Desde luego no existe una sola resolución judicial que haya fijado importes de referencia y tampoco la Administración Pública ha hecho los deberes en este sentido. El mismo problema se plantea ya con el nuevo delito de corrupción privada.

En la STS 478/2010, de 17 de mayo se admiten en el conocido como Caso Camps como relevantes regalos de varias prendas de vestir de caballero a medida, en algún caso por un importe de mil cuatrocientos (1.400) euros, sin que se diga nada sobre cuál es la cuantía o los criterios que determinarían el límite de la relevancia.

Para mantener la intervención del Derecho Penal en límites razonables la jurisprudencia suele recurrir a la difusa idea de adecuación social con el fin de excluir la tipicidad de gratificaciones o regalos a funcionarios y autoridades públicas no vinculadas a la comisión de comportamientos contrarios a Derecho (en este sentido, por ejemplo, ha entendido como irrelevantes las entregas que se les suelen hacer a los sepultureros una vez finalizado un entierro). La referencia a la adecuación social deja todo en manos de la sensibilidad del juez, sobre todo en fase de instrucción. Lo único que se puede afirmar es que bajo el manto de la denominada adecuación social (a veces también se hace referencia al principio de insignificancia o a la proporcionalidad entendida como idoneidad para influir en una conducta inadecuada), quedan huérfanas de toda relevancia aquellas dádivas que, por su escaso valor económico, carecen ex ante de toda capacidad para influir en el ánimo del funcionario que las recibe o bien de idoneidad para afectar a su imparcialidad u objetividad, máxime cuando se producen en determinadas fechas donde tales presentes son comunes, como puede ser en el período navideño. La relevante STS 362/2008, de 13 de junio reconoce que si bien la referencia a la idea de adecuación social permite excluir la imputación de una conducta de cohecho, no existen fórmulas ni criterios generales, por lo que al final no se trata más de una mera referencia casuística de límites difusos para excluir casos de bagatela.

Desde el punto de vista de la legitimidad, si el cohecho impropio es un delito de peligro abstracto o estadístico para la imparcialidad parece que una intervención disciplinaria debería ser suficiente. Sin embargo, queda sin resolver el problema con las autoridades elegidas democráticamente. El “caso Camps” demuestra que las responsabilidades políticas no funcionan bien en este país. El problema se acrecienta en pequeños municipios o Comunidades Autónoma muy controladas por un partido donde con regalos o “detalles” se puede crear un ambiente favorable a una persona o a una empresa.

La corte del Faraón (de cohechos propios e impropios).

De nuevo el ruido existente en los medios de comunicación con respecto a la confirmación o no como candidato a las próximas elecciones autonómicas del actual Presidente de la Generalitat de Valencia, Sr. Camps, imputado en la fase de instrucción de un procedimiento penal por cohecho, requiere que hagamos algunas precisiones para poner un poco de criterio por encima (o por debajo, como se quiera) del ruido político o mediático que no nos deja oír la voz del Estado de Derecho. Y tampoco, por qué no decirlo, la de la decencia y la dignidad de la que nuestros políticos auxiliados por nuestros medios de comunicación se empeñan en despojarnos cada día un poquito más.

Primero unos apuntes de puro sentido común para legos. Nos dicen que nadie se vende por cuatro corbatas… o por 4 trajes (sin contar los regalitos a la nena, a la esposa y a la corte entera del Presidente). Bueno, lo cierto es que el jefe de la trama de los regalitos está en la cárcel, no lo olvidemos, básicamente por (supuestos) delitos que tienen que ver y mucho con ese tipo de generosidades hacia cargos públicos ya que están ligadas a adjudicaciones de contratos públicos. Y aunque respecto de este último señor Correa no tengamos tampoco sentencia firme del Tribunal de Estrasburgo, sin la que al final, por lo que se ve, todo el mundo es presuntamente inocente aunque vaya dando “positivo”, valga la expresión, en las distintas etapas del procedimiento judicial, lo cierto es que la prisión preventiva es todavía un tema muy serio e incrementa bastante las posibilidades de que alguien sea condenado. No podemos olvidarlo, por lo que hablar en casos como el que nos ocupa (en el que aparecen cabecillas o segundones de la trama Gurtel regalando a autoridades públicas de una Comunidad Autonóma) de persecución política o de cosas parecidas es simplemente una tomadura de pelo para los ciudadanos.

Volviendo a una interpretación verosímil de los hechos, si el cabecilla de la trama Gurtel está en la cárcel, y la trama tiene que ver con consecución de contratos públicos en el ámbito de autoridades y cargos públicos que, sin duda, tienen capacidad sobrada de influir en la toma de decisiones de los órganos de contratación (cuando no son ellos directamente los órganos de contratación) y resulta que este cabecilla o sus subordinados hacen regalos a estos autoridades o cargos públicos o a su entorno familiar cercano ¿qué conclusiones sacaría una persona lega en Derecho pero con sentido común? Pues la obvia: que estas dádivas se han dado con vistas a, para favorecer, o para influenciar en la adjudicación de contratos administrativos. Y que no son las propias de un “uso social” como lo son los turrones en Navidad o los jamones el que tenga más suerte. Y si estos obsequios, tan curiosos ´para los usos habituales como trajes a la medida, se hacen al Presidente de la Generalitat, que es sin duda la autoridad más influyente de todas, aunque no adjudique directamente ningún contrato, todavía más. Sin duda sus subordinados, con o sin razón, entenderán que las empresas del “amiguito del alma” tienen alguna ventaja, aunque sea emocional, sobre las otras que concurren en los procedimientos de contratación administrativa de ese Gobierno. O que por lo menos al Presidente no le desagradará que traten bien a sus amigos.

Hasta aquí el sentido común. En cuanto al tema jurídico, lo ha tratado extensamente y con gran claridad un especialista como Enrique Gimbernat, catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid, y creo que sería osadía por mi parte, que no soy especialista en Derecho penal, enmendarle la plana. Pero como puede que nos lean algunos no juristas, algunos conceptos básicos podemos aclarar. Y además se trata en otro post de este mismo blog con similar solvencia por uno de nuestros colaboradores.

El tipo de cohecho por el que está imputado el sr. Camps y entorno es el llamado “cohecho impropio”. Básicamente, se le imputa de recibir regalos o dádivas por razón de su cargo. No por haber hecho nada injusto o ilegal a raíz de recibirlas.

Pero bueno, quedémonos ahí. Parece que no hay duda de que se han recibido regalos por razón de la función, dado que estamos esperando todavía a que se demuestre que los imputados se lo pagaron todo de su bolsillo. Y ahí entramos en el culebrón de las facturas de los trajes, el sastre, el sr. Trillo y sus reuniones con el dueño de la tienda y cuando eso falla la historia de que el Presidente no lleva dinero encima, faltaría más, lo llevan sus escoltas. No parece por tanto que nadie piense que estos regalos son habituales o conforme a los usos sociales.

Porque esa era la línea de defensa. Porque si recibieron regalos habría que preguntarse por la causa Y volveríamos al puro y duro sentido común (pues cual va a ser la causa, oiga). Parece que sus abogados lo tienen claro, si hay regalos tenemos un problema. Y si hay juicio también, sobre todo si ya no preside la sala otro amiguito íntimo del Presidente (según sus propias manifestaciones, luego negadas por el magistrado). En fin, la táctica defensiva utilizada, incluidas las dilaciones procesales me parece la habitual de los abogados de un cliente cuando se sabe que el asunto no tiene buena pinta, con independencia del dato relevante de que haya unas elecciones autonómicas de por medio, en las que el Sr. Camps pretende lavar no sabemos exactamente qué. ¿Que la Generalitat de Valencia a la que él supuestamente encarna está por encima de la ley?

Por último, para la valoración política de lo que supone este tipo de situaciones en un Estado democrático y de Derecho como es el que (teóricamente) disfrutamos me remito al reciente artículo de Lucía Mendez en El Mundo del 15 de febrero y al que debo el título de este artículo, que también por otro lado me ha inspirado la conocida zarzuela del mismo nombre. Porque esto parece un sainete más que otra cosa.

¿Empresas-policía?

El pasado 23 de diciembre entró en vigor la reforma del Código penal llevada a cabo en virtud dela L.O.5/2010, de 22 de junio. Se trata de una reforma harto compleja, que afecta a buena parte de los artículos del Código de 1995 y, en particular, a instituciones como la prescripción, las medidas de seguridad, los delitos sexuales o los delitos contrala Administraciónpública. Aquí nos centraremos, sin embargo, en la gran repercusión que esta reforma ha de tener, de modo general, en la vida de las empresas y su organización. De entrada, debe subrayarse que en este punto se ha producido un cambio radical de modelo: el legislador español parte ahora de que societas delinquere potest. ¿Y cuándo delinque la societas? Lo hace cuando quien comete el hecho delictivo es un administrador de hecho, de derecho o un representante de aquélla, habiendo obrado éstos en nombre o por cuenta, así como en provecho de la empresa.  Pero, además, también responde la persona jurídica cuando el hecho haya sido cometido por un subordinado sobre quien los mencionados superiores no hayan ejercido el debido control. El delito se imputará normalmente a la persona o personas físicas en cuestión y, además, a la persona jurídica. Con todo, cabe que el delito se impute únicamente a la empresa: a saber, cuando la persona física no sea identificada, no pueda ser aprehendida, haya obrado sin culpabilidad o su responsabilidad se haya extinguido (art. 31 bis CP).

Los delitos que pueden dar lugar a la responsabilidad penal de las personas jurídicas son la práctica totalidad de los patrimoniales y económicos (así como los clásicos de la criminalidad organizada) e importa subrayar que la base de la imputación del delito a la persona jurídica es un déficit de autorregulación: lo que se denomina por algunos culpabilidad por defecto de organización.  En la práctica, se trata de lo siguiente. El Estado pasa a imponer a las personas jurídicas el deber de organizarse de modo que no se cometan delitos como los mencionados en el marco de su estructura. Ese deber de autoorganización conlleva la adopción de toda una serie de protocolos que suelen agruparse bajo la denominación de programa de cumplimiento normativo jurídico-penal (criminal compliance program). El contenido de los programas de cumplimiento es diverso. Con todo, puede afirmarse que tiene como denominador común la integración una serie de contenidos y procedimientos dirigidos a desincentivar la posible comisión de delitos por personas físicas ubicadas en la estructura organizativa, detectar su eventual comisión y reaccionar adecuadamente a dicha comisión. En realidad, todo el sistema de responsabilidad penal de las personas jurídicas parece estar inspirado por la idea de hacer de éstas buenos ciudadanos corporativos (en la terminología norteamericana) o, con otra denominación, buenos policías de aquello que pueda acontecer en su seno. Precisamente, la atribución de responsabilidad a las personas jurídicas constituye un fuerte incentivo para que éstas eviten por todos los medios a su alcance la comisión de delitos por las personas físicas que las integran (función de policía preventiva). En el caso de que el delito se haya cometido y ello pueda vincularse con la inexistencia de programas de cumplimiento o el carácter defectuoso de éstos, la concesión de atenuantes a las personas jurídicas responsables pretende incentivar, además de actos de confesión y reparación, su intervención como policía judicial (denunciar y aportar pruebas contra las personas físicas que hayan cometido el hecho); o bien que actúen como policía preventiva en el futuro (que implanten programas de cumplimiento eficaces antes de la celebración del juicio oral).

En definitiva, se trata de que las empresas soporten, en amplia medida, los costes de prevención y descubrimiento de la criminalidad de cuello blanco. Costes que no pueden minusvalorarse, y menos en los tiempos de crisis que atravesamos. Ahora bien, más allá del ejercicio de crítica que pueda realizarse sobre este extremo,  nadie discute la oportunidad de adaptarse cuanto antes al nuevo escenario de societas delinquere potest; las alternativas a la implantación de programas de cumplimiento penal plenamente operativos (y no de maquillaje: los llamados make-up compliance programs) no son otras que los costes reputacionales del proceso penal, elevadas sanciones pecuniarias, incluso la disolución de la persona jurídica, pasando por la suspensión o prohibición de actividades, cierre de establecimientos o intervención, entre otras. Parece que el sentido de la elección racional de un agente económico (aunque éste reflexione exclusivamente en términos de racionalidad instrumental y no incorpore otros elementos éticos adicionales) debería quedar muy claro.