Los bonobos, el Estado de Derecho y las multinacionales en España

Sabemos por el famoso primatólogo Frans de Waal que la justicia (la moral, la equidad) es biológica. Más que un constructo cultural o religioso (que también), la justicia está inscrita en nuestros genes de primates que compartimos con chimpancés, bonobos o macacos.

Pero también somos tramposos. Buscamos el interés individual y no nos importa mentir, engañar o ser injustos con tal de conseguir nuestros objetivos.

Al principio todo era más fácil, los seres humanos vivíamos en pequeñas comunidades de cazadores-recolectores donde todos se conocían y mantener el orden era relativamente simple. Fue con el desarrollo de la agricultura que nuestra especie se hizo sedentaria y comenzó a construir ciudades cada vez más grandes. La ley escrita se hizo necesaria.

Somos una especie que, conocedora de sus defectos, se impone mandamientos. Necesitamos alguien que nos vigile. Como no nos fiamos de nosotros mismos nos dotamos de reglas y normas que nos dificulten realizar comportamientos inadecuados. No es casualidad que nos haya llevado cerca de 100.000 años el esfuerzo civilizatorio de desarrollar la democracia y el estado de derecho.

En el terreno empresarial, que es el ámbito en el que plantean las propuestas de este artículo, las normas y su efectividad son fundamentales para garantizar la seguridad jurídica, el cumplimiento de los contratos, la libre competencia y la meritocracia que deberían estimular el ingenio y promover el crecimiento económico y el empleo que tanto necesitamos.

La democracia española es joven, también los son las multinacionales españolas, al menos tal y como las entendemos hoy en día.

Nuestro tejido empresarial se ha desarrollado tradicionalmente alrededor del poder y sólo recientemente hemos creado grandes compañías multinacionales que se encuentran entre las mejores del mundo en los sectores de las comunicaciones, las finanzas, la energía, la moda o las infraestructuras.
Sin embargo, no siempre hemos sabido romper el lazo con el poder ni garantizar un mercado donde prime el mérito.

Desde aquellos empresarios de la transición que registraban a sus mujeres como empleadas del hogar para asegurarse las prestaciones sociales al encarcelado ex presidente de la CEOE o a servidores públicos, por todos conocidos, encausados por adjudicar contratos a empresas a cambio de prebendas económicas, parece que no hemos aprendido nada.

¿Sigue siendo nuestro capitalismo “castizo”, no meritocrático?, ¿cómo podemos mejorar la calidad institucional de nuestras empresas y promover así un modelo más cercano a determinados países de nuestro entorno con comportamientos más éticos, que recompensan la valía y no la cercanía al poder?
La tesis de este artículo es que, en efecto, hay mucho que aprender, que existe otra forma de hacer las cosas y que el camino a seguir nos lo muestran, en muchos casos y en contra de algunos prejuicios muy extendidos, las grandes compañías multinacionales que triunfan en un mundo globalizado.

Las empresas extranjeras, representando menos del 1% del total, dan cuenta de un tercio del volumen de negocio nacional y emplean a más de 1,2 millones de personas (datos de 2012, Secretaría de Estado de Comercio).

Son empresas que, por su configuración y plena integración en las cadenas globales de valor, se encuentran sujetas a tres fuerzas de una influencia imponente:
• En primer lugar, una regulación eficaz, fundamentalmente de origen norteamericano, surgida como respuesta a los escándalos financieros ocurridos en los últimos años de la década de los noventa del pasado siglo y en los primeros años del actual.
• En segundo lugar, la creciente importancia que, para los resultados empresariales, tiene el mantenimiento de la reputación en el actual contexto globalizado de comunicaciones instantáneas.
• Por último, la aparición de un nuevo espíritu que pudiera estar orientando la actividad empresarial y que tiene como manifestación más conocida el desarrollo de la responsabilidad social en las empresas, pero también está presente en el surgimiento de nuevas perspectivas acerca del mundo de la gestión y sus objetivos, como tal, la del valor compartido del otrora gurú de la estrategia Michael Porter.

Como manifestación de la primera fuerza, baste mencionar la Ley Sarbanes-Oxley, de EE.UU., que fue publicada en 2002 con el objetivo de monitorizar a las empresas que cotizan en bolsa y mejorar las prácticas de gestión empresarial. Esta Ley supuso el inicio de una corriente regulatoria posterior del gobierno corporativo. Algunas de las medidas concretas de obligado cumplimiento son: la certificación de los informes financieros, los controles internos o la realización de auditorías externas independientes. Igualmente, la regulación introdujo sanciones, en algunos casos muy relevantes, ante su incumplimiento.

En este contexto de control y transparencia en un mundo globalizado e interconectado, surge la reputación de las compañías como un valor intangible crítico, su fondo de comercio, y ello convierte la responsabilidad social corporativa en un elemento tractor de los negocios recogido en la publicación de las memorias anuales. Vemos a empresas haciendo donaciones, creando fundaciones, patrocinando actos sociales.

¿Lo hacen por un impulso altruista fruto de nuestra justicia biológica? No. Lo hacen porque persiguen su propio interés y beneficio. Porque compiten en un entorno que se ha dotado de las normas adecuadas de transparencia, control y comunicación y que ha erigido la reputación como un elemento clave de supervivencia empresarial.

Es el capitalismo de la transparencia frente al capitalismo “de amiguetes”.

Con el fin de obtener y mantener una buena reputación, las empresas definen un diseño institucional que tiene en cuenta dos componentes básicos.

El primero es el establecimiento de unos principios éticos que sienten las bases del comportamiento de la organización. En España esto lo hemos sabido hacer muy bien. Ya no hay empresa que no tenga pinchado en la pared el poster con los principios éticos de la compañía. El problema es que ahí se quedan, colgados de la pared junto al calendario del año pasado.

¿Qué se les escapa?

Fundamentalmente la traducción de ese código ético (tan bonito en el afiche) en normas y reglamentos de obligado cumplimiento en todos los ámbitos de la vida organizativa, diseñados de tal manera que resulte si no imposible, al menos muy difícil eludirlos. A continuación enumeramos algunos ejemplos aplicables a diferentes ámbitos de la actividad empresarial:
• Los empleados: creación de la figura del “mentor”, persona que, fuera de la línea de mando del empleado, se encarga de velar por su desarrollo profesional y de intervenir en caso de conflicto sin otro interés que el de cumplir con su propio cometido como “mentor”.
• Los proveedores: procedimientos de homologación de empresas subcontratistas independientes, muchas veces localizados en espacios geográficos distintos y con procedimientos de interlocución gestionados a través de Internet. Son procesos despersonalizados y totalmente desconectados de los intereses de negocio del solicitante con el objeto de comprobar la solvencia financiera y la reputación de las empresas con las que se trabaja, al tiempo que se garantiza la inexistencia de conflictos de intereses en las contrataciones.
• Los competidores: prohibición de compartir información sensible y de contratar personas de la competencia con el único objeto de acceder a información confidencial de otras compañías, una vez más mediante procedimientos de autorización gestionados por unidades no imbricadas en la cadena de toma de decisiones de negocio.
• Los clientes: autorización previa y control de regalos o comidas con clientes, principalmente si se trata de cargos o empleados públicos, siempre mediante procedimientos despersonalizados y desconectados de la organización ante la que se responde de manera directa, además de estar soportados por procedimientos de análisis de perfiles y comportamientos atípicos que desencadenen auditorías internas periódicas.
• La sociedad: prohibición de realizar trabajos en países corruptos, dedicación de recursos financieros y humanos a obras sociales, etc.

Podríamos escribir otro artículo de malas prácticas de las empresas multinacionales, no pretendemos hacer una defensa sin matices, tan sólo queremos destacar aspectos que, por positivos, consideramos debieran ser emulados por muchas empresas españolas.

Tenemos un sentido natural de la justicia pero, por encima de ello, buscamos nuestro interés personal. Esto puede encauzarse por vías equivocadas (corrupción) o por medios que, con todos los matices que se quiera, nos beneficien a todos: estado de derecho, meritocracia, reputación, libre competencia, normativa anticorrupción. Las personas no somos más o menos éticas en función del país en el que vivimos o la empresa en la que trabajamos, lo que nos diferencia son las instituciones, las normas que nos imponemos y la efectividad de las mismas.

Pedro Blanco y Manuel Torres, consultores

BIBLIOGRAFÍA:
Qué hacer con España, César Molinas
El declive de los dioses, Mariano Guindal
Por qué fracasan los países, Acemoglu y Robinson
El bonobo y los diez mandamientos, Frans de Waal
Creating shared value, Michael Porter

El fenómeno Uber: Cuestionando los modelos regulatorios basados en la concesión de licencias

A lo largo de este verano, coincidiendo con diferentes movilizaciones del sector del taxi, se ha hablado mucho sobre empresas tecnológicas que están operando en un sector regulado, como es el sector del transporte, con un modelo de negocio alternativo que unos califican como pirata, otros como economía sumergida, y otros lo denominan innovación.
Nos referimos a aplicaciones como Uber (en concreto su modalidad Uber Pop) que permite que cualquier conductor, aprobado previamente por la compañía, y siguiendo ciertos requisitos, ofrezca su vehículo particular para desplazar a usuarios. Nos referimos también a Blablacar, red social que permite que los usuarios ofrezcan espacio en sus vehículos en los trayectos que realizan, normalmente a cambio de una compensación económica (compartición de gastos). El taxi está contra Uber y los autobuses contra Blablacar, si bien las protestas del sector del taxi están siendo más intensas y su impacto mayor.
Mucho se ha opinado si conforme a la legislación vigente estos negocios se pueden considerar legales o no. Hay cierta unanimidad en el dictamen: Uber Pop es ilegal y Blablacar es legal, con matices, ya que si solo se comparten los gastos de desplazamiento no habría problema, pero si BlablaCar cobra dinero por la intermediación, la respuesta es menos clara. La CNMC así lo ha refrendado recientemente apoyando el modelo propuesto por Blablacar (ver aquí)
Con independencia de los matices, fronteras difusas, actuaciones al margen de la ley o sectores paralelos en los que pueden estar operando este tipo de compañías, lo que podemos esperar del Gobierno es que en el corto plazo haga respetar la legislación vigente (actuando en consecuencia contra las empresas que la incumplan) y en el medio plazo adapte la regulación a la nueva realidad del mercado. También esperamos que, al tratarse de un sector regulado por autonomías y ayuntamientos, el Gobierno asegure que la respuesta del resto de administraciones sea común y se evite, por ejemplo, que Uber tenga un tratamiento diferente dependiendo de la ciudad donde lleve a cabo sus actividades.
Hasta la fecha el Ministerio de Fomento no se ha pronunciado oficialmente sobre si Uber y Blablacar son legales y en caso contrario sobre las medidas que van a adoptar. La Ministra Pastor realizó unas declaraciones en las indicaba que cualquier persona o empresa que quiera entrar a formar parte del sector del transporte tiene que “atenerse a las reglas del juego que hay en este país”. Y añade que en nuestro país hay una norma, la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres (LOTT). No es mucha aportación por parte de la ministra del ramo.
En España Uber está, de momento, solo en Barcelona, por lo que no puede darse la situación de que tenga un tratamiento legal diferente en función de la ciudad donde opere. ¿Cómo han reaccionado la Generalitat y el Ayuntamiento?  Según El Mundo, el Ayuntamiento de Barcelona ha elaborado un protocolo para indicar a sus policías locales cómo detectar y sancionar hasta con 4.000 euros a los conductores que operan para empresas como Uber. Por otra parte, la Generalitat ya anunció el pasado mes de junio que multaría con hasta 6.000 euros a los conductores de la empresa Uber. La reacción de Uber no se ha hecho esperar y en un comunicado anuncia que “apelará cualquier decisión que busque limitar la capacidad de Uber para ofrecer su plataforma tecnológica y su aplicación, a sus viajeros en Barcelona”.
El Ministro de Economía Luis de Guindos aseguró hace unos días que el colectivo de taxistas deberá “adaptarse a los nuevos medios tecnológicos” y que “el Gobierno va a favorecer la competencia, pero en igualdad de condiciones”. Estas declaraciones del Ministro de Economía, así como las realizadas por la Comisaria Europea Neelie Kroes (ver aquí),  han incidido en la idea de que no se puede, ni se debe limitar el avance tecnológico y la innovación. Pocas personas discutirían esta afirmación. Lo que sorprende es que las autoridades tienden a realizar estas afirmaciones, refiriéndose al sector afectado. Quizás deberían pensar que la principal afectada con estos avances es la propia administración, y la actual regulación de estos sectores. Sectores como el taxi hace tiempo que introdujeron innovaciones tecnológicas, similares a las planteadas por Uber. Y no son pocas las aplicaciones, que permiten pedir un taxi desde un Smartphone en diferentes ciudades. No parece ser ese el problema.
Lo que realmente cuestiona una aplicación como Uber es el propio concepto de regulación del sector del taxi basado en la concesión de licencias. Y este sector es solo el primero. Hasta ahora los ciudadanos han recurrido a las administraciones para que, vía regulación y licencias, le garanticen que determinados servicios cubren unos requisitos de seguridad, fiabilidad, higiene, etc. La administración fija unas reglas, que todo prestador del servicio debe cumplir. La administración igualmente pone en marcha un sistema de licencias para asegurar que los prestadores con licencia cumplen las reglas fijadas por la administración. El ciudadano usa el servicio, confiado de que se le garantiza el cumplimiento de la normativa. Este es actualmente el escenario en muchos servicios cotidianos: taxis, autobuses, restaurantes, hoteles, apartamentos. Este modelo clásico pretende garantizar tanto la protección del consumidor, como el control de los prestadores del servicio.
Uber prescinde de la supervisión por parte de la administración en la prestación del servicio, y prescinde con ello del concepto de licencia otorgada por la administración. Uber basa el cumplimiento de las exigencias de los usuarios, en una selección realizada por la propia empresa, y en gran medida en las valoraciones de estos mismos usuarios. En las valoraciones se indica si el coche está limpio o sucio, si el conductor es simpático, si conduce bien, etc. Cada usuario, con esta información, elegirá si quiere usar o no ese transporte. El debate que realmente plantea Uber es si las valoraciones de los usuarios, y la capacidad de Internet de poner en contacto demanda y oferta, pueden llegar a sustituir el modelo regulatorio basado en licencias.
Las nuevas tecnologías proporcionan un nuevo equilibrio en la simetría de la información, que es uno de los principales desafíos de un mercado: un usuario de un servicio no tiene información de cómo es quien se lo va a prestar, y por tanto, la administración le tiene que garantizar unos mínimos. Pero, si a través de la valoración de los usuarios se puede acceder a esa información, la regulación por parte de la administración puede llegar a ser innecesaria. Los usuarios de aplicaciones como Uber no cuestionan el servicio de taxi como tal, sino la regulación basada en licencias.
Si el Ministro de Economía, en sus declaraciones, indicó que es preciso favorecer la competencia pero en igualdad de condiciones, tendrá que optar entre dos opciones. O imponer obligaciones similares a todos los actores, y por tanto exigir la obtención de licencias, o bien  cambiar el modelo regulatorio, reduciendo las exigencias para la prestación del servicio a todos los agentes que operan en el mercado.
Es posible que la inclinación natural de muchas personas, al leer estas líneas, sea afirmar que las licencias, y las garantías que ofrecen las administraciones siguen siendo necesarias para poder utilizar estos servicios con seguridad. Lo cierto es que muchas personas, en particular los más jóvenes, confían mucho más en las valoraciones de los usuarios, al seleccionar un taxi, un hotel, un apartamento o un restaurante, que en las garantías que pueda ofrecerle la concesión de una licencia. El futuro parece marcar un camino, en el que se precisa una menor intervención de la administración.
La nueva dinámica de mercado que se abre paso gracias al acceso de la información por parte de los usuarios da motivos para que el Gobierno se plantee modificar la normativa para dar cabida a empresas tipo Uber. En ese caso habría que financiar de alguna forma la reconversión del sector del taxi y demás colectivos afectados, ya que se cambiarían las reglas del juego a mitad del partido (los altos costes de las licencias de los taxis son un claro ejemplo). Las arcas públicas no están para ningún exceso, por lo que una opción que puede llegar a plantearse es que este coste de la reconversión recaiga sobre los “recién llegados”. No pensemos que son “empresitas”. Uber es una empresa multinacional que cerró el pasado mes de junio una nueva ronda de financiación de 1.200 millones de dólares, en la que se valoró a la compañía en 18.000 millones de dólares. De hecho Uber  ya contaba con “ilustres” accionistas como Goldman Sachs y Google (a través de Google Ventures, invirtió 250 millones en la empresa en agosto de 2013).
Estas nuevas iniciativas empresariales han nacido para quedarse. No pensemos que es una moda pasajera. El Gobierno tendrá que actuar. Conviene no retrasarlo. Hoy es el sector transporte pero mañana aparecerán nuevos sectores con la misma problemática. De hecho, el sector hotelero está protestando contra iniciativas como Airbnb, web de alquiler de apartamentos. El Secretario General de Confederación Española de Hoteles y Alojamientos Turísticos (CEHAT) asegura que “el sector hotelero es de los más regulados en España, lo que encarece el producto final. Nosotros tenemos que cumplir con cerca de 850 normas distintas como de protección de datos, contra incendios o sanitarias. Sin embargo, hay empresas que están comprando edificios enteros para alquilar sus habitaciones en estas webs, para de esta forma no tener que hacerlos hoteles. La razón es que quieren vivir en la economía sumergida”.
Después del sector transporte y del hotelero ¿cuál será el siguiente?
 

Un régimen de sanciones para las malas prácticas de pago

Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, se promulgó  para cumplir con la trasposición de la Directiva 2000/35/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 29 de junio de 2000, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, con la loable intención de constreñir las malas prácticas de pago, reducir los aplazamientos en la liquidación de las facturas comerciales y combatir la morosidad de las empresas. Prima facie pareció positivo que la ley estableciera un plazo de pago en 30 días, a contar de la fecha de recepción de la factura. La pena fue que esta disposición era solamente una norma dispositiva y por lo tanto el plazo que debía cumplir el deudor era el que se hubiera pactado entre las partes. Esta circunstancia otorgaba un amplio espacio a la autonomía de la voluntad de los contratantes y daba al traste con las esperanzas que muchos habían puesto en esta Ley.
La problemática en España reside en el hecho de que en diversos sectores se ha extendido el abuso en la fijación de las condiciones de pago por parte de las grandes empresas. Estas compañías pasan pedidos importantes a sus proveedores, por lo general pymes, que dependen en gran medida de las ventas que les realizan a aquellas para subsistir, ya que en muchos casos estas operaciones representan más del 70% de su giro comercial. No obstante, en contrapartida, estos colosos económicos aprovechan su elevado poder de negociación e imponen aplazamientos en el pago muy dilatados, aprovechando a su favor la autonomía de la voluntad de las partes que emana del artículo 1255 del CC.
De este modo, las pymes proveedoras de bienes y servicios conceden a sus compradores un auténtico crédito financiero y no un mero crédito comercial. Las pymes afectadas por esta situación deben endeudarse con las entidades bancarias no sólo para financiar sus compras sino también para poder refinanciar a sus clientes, por tanto sufren en sus cuentas de resultados el impacto de los cuantiosos gastos financieros que ocasiona el endeudamiento bancario. Uno de los hechos diferenciales en España es que son las grandes empresas, las multinacionales y las medianas-grandes empresas las que demoran más sus pagos, mientras que en el resto de los países europeos son las pequeñas empresas las que tardan más en pagar a sus proveedores. Así, son las empresas con más recursos financieros las que tienen peores hábitos de pago.
Para subsanar esta falta de eficacia en la práctica, la PMcM impulsó la promulgación de la  Ley 15/2010, de 5 de julio. Esta reforma implantó una restricción al juego de la autonomía privada de las partes en las relaciones contractuales privadas, estableciendo un plazo de pago máximo de 60 días desde la entrega de la mercancía, con lo que, en teoría, se evitaba la existencia de abusos, impidiendo que las grandes corporaciones impusieran condiciones de pago draconianas a los proveedores. De esta forma, la reforma introducida por la Ley 15/2010 de 5 de julio, impide (teóricamente) sobrepasar en los contratos una duración máxima del aplazamiento de pago. En segundo lugar la Ley 15/2010 establece que el período máximo de 60 días se computa desde el día de recepción de la mercancía; fecha cierta y no manipulable, lo que evita técnicas de ingeniería financiera que alargan los plazos de pago. Y en tercer lugar las patronales tienen legitimación activa y pueden asumir el ejercicio de acciones colectivas de cesación y de retractación frente a empresas incumplidoras con carácter habitual de los períodos de pago previstos en esta Ley. Sin embargo los legisladores dejaron aparcada para más adelante la implantación de un régimen sancionador para los contraventores de la normativa.
Al propio tiempo, la Ley 11/2013 de 26 de julio, de medidas de apoyo al emprendedor y de estímulo del crecimiento y de la creación de empleo, ha introducido nuevas e importantes modificaciones en la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, y también ha realizado cambios en la Ley 15/2010, de 5 de julio, de modificación de la Ley 3/2004. Estas modificaciones son el resultado de la transposición al derecho positivo español de la Directiva 2011/7/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de febrero de 2011, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales. La mencionada Ley 11/2013 de 26 de julio ha incorporado a nuestro derecho interno diversas normas dictadas por la Directiva 2011/7/UE de 16 de febrero de 2011, y que han supuesto una  serie de cambios sustanciales en la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, mejor conocida como la ley contra la morosidad en las operaciones comerciales. La nueva norma que versa sobre el Artículo 4 la “Determinación del plazo de pago” establece que el plazo de pago que debe cumplir el deudor, si no hubiera fijado fecha o plazo de pago en el contrato, será de treinta días naturales después de la fecha de recepción de las mercancías o prestación de los servicios. Vale la pena señalar que la Ley 11/2013 de 26 de julio introduce el término de naturales para referirse a los treinta días, ya que curiosamente en la Ley 15/2010, de 5 de julio no se indicaba esta matización; por tanto el legislador ha aplicado la regla que establece el artículo 5.2 del CC: “En el cómputo civil de los plazos no se excluyen los días inhábiles”.
Con respecto a la aplicación práctica de la legislación antimorosidad, un estudio reciente de la Plataforma Multisectorial contra la Morosidad, PMcM, reveló que la normativa legal no ha conseguido su objetivo de reducir los aplazamientos de pago. El informe patentizó que, en 2013, el plazo medio de pago en España se encuentra en 85 días y que en los últimos cuatro años solo ha disminuido en 8 días.  El motivo es que muchos compradores siguen imponiendo plazos de 90 días (o incluso más) ya que no existe ninguna penalización administrativa a estas prácticas abusivas. En apoyo a esta afirmación tenemos que el estudio de la PMcM  desveló que el 68% de las empresas se ha visto forzado a aceptar acuerdos comerciales que les obligan a cobrar a plazos superiores a los 60 días. Además evidenció que en caso de sufrir impagos, solo un 12% exige habitualmente a sus morosos los intereses de demora devengados, frente al casi 75% restante que nunca lo hacen. El motivo de no exigir los intereses establecidos en la Ley radica en el temor de perder clientes si les aplican las penalizaciones o a la posibilidad de quedar en ridículo si el deudor se pone chulo y se niega categóricamente a abonar los intereses. Asimismo los estudios realizados por la PMcM han llegado a la conclusión de que sin penalizaciones administrativas a las empresas insumisas, será imposible conseguir el cumplimiento efectivo de la legislación antimorosidad. En la encuesta realizada por dicha Plataforma el 94% de las empresas están a favor de la implantación de un régimen sancionador para solucionar el problema de la morosidad.
Como, a priori,  la solicitud por parte de las organizaciones patronales de una nueva norma que sancione a las empresas no despierta las simpatías de la sociedad, hay que hacer notar que el régimen de sanciones por incumplimiento de los plazos no tiene en su punto de mira al autónomo o a la pequeña empresa que, en su lucha cotidiana por sobrevivir, retrasa el pago de alguna factura. Por el contrario el régimen sancionador está pensado para las grandes corporaciones, muchas de ellas cotizantes en bolsa, que infringen sistemática e impunemente la actual legislación que limita los plazos de pago.
Desde una postura unamuniana, como modelo legal a imitar, tenemos la legislación promulgada en Francia, en particular la “Loi de Modernisation de l’Économie”  más conocida por el acrónimo LME. Esta legislación incluye diversas disposiciones que reducen los plazos de pago interempresariales. Uno de los objetivos más importantes de la Ley LME es la reducción de los aplazamientos para adecuarlos al contexto europeo, y en particular igualarlos con los existentes en Alemania, el eterno competidor del otro lado del Rin. En relación al techo legal para los aplazamientos de pago de las operaciones comerciales,  el art. 21 de la LME ha modificado parcialmente el art. 441-6 del “Code de Commerce” que dicta que el plazo de pago acordado entre las partes para liquidar las facturas no puede superar los 45 días fin de mes o los 60 contados desde la fecha de emisión de la factura. Los infractores podían ser penalizados con multas de elevada cuantía.
Ahora bien, a pesar de que los resultados de estas medidas legislativas han sido muy satisfactorios, puesto que en 2008, antes de la promulgación de la LME el plazo medio de pago en Francia estaba en 67 días y en la actualidad el plazo medio está en 52, Francia aprobó la “Loi n° 2014-344 du 17 mars 2014 (más conocida como Loi Hamon)”, para conseguir un mayor cumplimiento de los plazos de pago. La “Loi Hamon” ha establecido nuevas sanciones administrativas en caso de que un comprador no respete las normas para los aplazamientos de las facturas. Estas sanciones, mucho más coercitivas, son de 75.000 euros cuando el infractor sea persona física y de 375.000 cuando sea persona jurídica. Además si el conculcador es reincidente, la sanción será el doble de la multa original.
Asimismo el proveedor galo tiene derecho a reclamar al deudor moroso un interés moratorio que hoy por hoy está fijado en el 10,25%  anual y una indemnización de 40 euros por factura impagada al vencimiento. En Francia el 58% de las empresas reclaman de manera sistemática o frecuente estos intereses de demora. En lo concerniente al sector público, el plazo de pago medio en Francia ha disminuido en el 2013 situándose en 19 días. Vale la pena señalar los municipios y entes locales pagan en promedio a 28 días.
Recientemente el Ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, ha demostrado un elevado nivel de sabiduría al dar un giro de 180 grados a una postura política del Gobierno y rectificar su decisión del 13 de mayo, cuando los votos del PP tumbaron la Proposición de Ley de un régimen sancionador presentada por CIU. Esta iniciativa pretendía penalizar a las empresas transgresoras que no respetan los plazos de pago legales. La sapiencia del Ministro Montoro queda patentizada por acordar con PIMEC y la Plataforma Multisectorial contra la Morosidad, la promulgación de medidas sancionadoras a los vulneradores que imponen plazos de pago abusivos a sus proveedores y no respetan los plazos máximos establecidos actualmente por la Ley 3/2004 de 29 de diciembre.
Como primer paso en esta dirección, el Consejo de Ministros ha aprobado que en el texto Proyecto de Ley por el que se modifica la Ley de Sociedades de Capital, se incluya la obligación a publicar en la memoria de las cuentas anuales el período medio de pago a los proveedores, de modo que las empresas están obligadas a publicar en sus memorias el plazo medio de pago a proveedores y si está por encima de lo establecido deberán explicar las medidas para ajustarse. Además las sociedades que no sean cotizadas y no presenten cuentas anuales abreviadas publicarán, además, esta información en su página web. Igualmente, las sociedades anónimas cotizadas deberán publicar en su página web el periodo medio de pago a sus proveedores.
Así las cosas, y visto el buen funcionamiento que ha tenido el régimen de sanciones en Francia, para solucionar la situación de incumplimiento de la Ley en España,  hay que promulgar un régimen sancionador similar al francés, ya que una norma jurídica no aplicada es sin duda algo mucho peor que la ausencia de norma.

La necesidad de una regulación de la industria del recobro extrajudicial en España

Las empresas de recobro de morosos que utilizan cobradores disfrazados
Hace unas semanas saltó a los medios la noticia de que un vehículo del Cobrador del Frac, con el cobrador todavía dentro del coche, fue embestido con un toro mecánico industrial por el presunto moroso al que la víctima estaba persiguiendo. Según las noticias difundidas, el deudor se hartó que ser seguido a todas partes por el perseverante cobrador disfrazado y utilizó un toro mecánico como ariete para empotrar su coche contra un edificio. La brutal embestida causó graves destrozos en el vehículo y lesiones de extrema gravedad a su conductor, que fue ingresado en un Hospital con politraumatismo y en estado crítico. El agresor fue detenido y está acusado de homicidio en grado de tentativa.
Salta a la vista que es un  auténtico fenómeno social la aparición en España de  una gran variedad de empresas de recobro de impagados, cuyo  principal “modus operandi” es la utilización de cobradores disfrazados —me  refiero a las agencias de cobros que utilizan cobradores de impagados vestidos con frac, de pantera rosa, o de monje franciscano–  y cuya táctica se basa en hacer que el deudor se sienta avergonzado y pague.  Este tipo de empresas que son indiscutiblemente “typical spanish” basan su gestión en la teoría de que el moroso teme a la difusión pública de su condición  – seguramente basándose en la presunción de que si se difunde públicamente la información acerca de su costumbre de  no pagar nadie le concederá créditos –  por lo que el deudor preferirá pagar antes de que se perjudique irremediablemente su reputación.
Las agencias de recobro de morosos que ofrecen “métodos expeditivos”
La lentitud de los instrumentos judiciales para cobrar a los morosos impenitentes ha provocado la aparición de empresas privadas que se dedican a la recuperación extrajudicial de deudas que emplean el hostigamiento al deudor, lo que un servidor ha bautizado como “dunning harassment”. Este neologismo describe el “mobbing” practicado por ciertas agencias de recobro contra los deudores dirigidas a doblegar la voluntad del deudor. Así pues en lo referente al recobro de impagados,  España tiene agencias de recobro que en pleno siglo XXI todavía utilizan los métodos más primitivos a la hora de perseguir a los morosos recalcitrantes; de modo que hay agencias que envían detrás del deudor a un cobrador disfrazado y compañías de recobro de morosos que utilizan “métodos expeditivos” para obligar a los deudores a pagar.
De modo que todavía existen agencias de dudosa legalidad que emplean métodos agresivos y técnicas muy molestas para presionar al moroso para que pague. Algunos de estos cobradores cometen abusos imperdonables, como llamar al deudor a altas horas de la noche, utilizar un lenguaje ofensivo, proferir amenazas, provocar un daño físico, perseguir, contactar con familiares, amigos o compañeros de trabajo para investigar en la vida privada del moroso, incluso plantearles el caso a parientes cercanos del perjudicado y tratar de que paguen ellos la deuda.
El pecado original reside en la falta de regulación de la industria del recobro extrajudicial en España
 En el año 2014, España continúa siendo el único Estado miembro de la UE que no tiene regulada la actividad del recobro extrajudicial de deudas. Por tanto no existe ningún reglamento que regulan esta actividad. Bajo mi punto de vista es paradójico que en un Estado tan reglamentista como el Español, que suele exigir para todo trámites interminables, y que solicita permisos, licencias por toda actividad empresarial, no exista normativa alguna que regule a las empresas de recobro ni marque los procedimientos extrajudiciales que se pueden emplear para reclamar las deudas.
En mi opinión los poderes del Estado han actuado con desidia en relación a este punto, por lo que no se ha preocupado hasta ahora en regular la gestión privada del cobro de deudas.  Todos los intentos por establecer una normativa para regular a las agencias de recobro de deudas han fracasado.
El último intento de promulgar una normativa sobre la gestión privada de deudas tuvo lugar en enero de 2010 cuando el Grupo Socialista en el Congreso de los Diputados quiso que el Gobierno de Rodríguez Zapatero abordase la regulación de las empresas de gestión de cobro de impagos para establecer un sistema de garantías a empresas y ciudadanos, un asunto que el PSOE había planteado  al entonces ministro de Industria, Turismo y Comercio, Miguel Sebastián, y sobre el que el Grupo Socialista quiso que se posicionara el entonces Ministro de Justicia, Francisco Caamaño. No obstante esta iniciativa acabó en vía muerta parlamentaria.
El Parlamento Europeo intentó regular las agencias de cobro de deudas en la UE
El Parlamento Europeo en el año 1998 intentó regular y homogeneizar la industria del recobro de impagados en Europa, puesto que cada país tiene su propia regulación de las agencias de cobro, (incluso en España no existe legislación alguna).
La Eurocámara pretendía  a través de una Enmienda en la Directiva 2000/35/CE de medidas de lucha contra la morosidad en operaciones comerciales, crear una normativa básica para impedir las malas prácticas de algunas agencias de cobros, consistentes en abusos contra los deudores. La proliferación de empresas de recuperación de impagados que utilizan “métodos expeditivos” en algunos países y que acosan a los morosos, fue la motivación que indujo al Parlamento Europeo a introducir unas normas mínimas que han de cumplir las empresas que se quieran dedicar al cobro de deudas en Europa.
La obligatoriedad de contar con licencias para la actividad de cobro y que las empresas están bajo la supervisión de un organismo público son puntos esenciales para evitar la actuación de empresas al margen de la legalidad. Asimismo el asegurarse que los directivos de las empresas de recobro carezcan de antecedentes penales y tengan una formación mínima son garantías para evitar las amenazas y coacciones a los deudores.
Es una lástima que esta enmienda no fuera incluida en la Directiva 2000/35/CE, ya que esto hubiera impedido en la UE bochornosas situaciones de ausencia de regulación legal del cobro de deudas. Como por ejemplo el caso de España.
El vacío legal permite las prácticas coactivas
La mayoría de profesionales que se dedican al recobro de créditos impagados utilizan métodos absolutamente legales y lícitos, también es verdad que existen otros que con sus actuaciones lesionan gravemente los derechos más fundamentales de la persona, como se ha puesto de manifiesto en más de una ocasión pero que gozan de cierta impunidad debido a una laguna en nuestra legislación que no prohíbe el hostigamiento a los morosos.
Este vacío legal permite que existan ciertas personas dedicadas al recobro de deudas que lleguen a utilizar métodos coactivos. La utilización de medios de cobro manifiestamente vejatorios y denigratorios que atentan contra la dignidad de la persona humana y lastiman y lesionan los derechos fundamentales deben erradicarse.
Vale la pena señalar que la Constitución Española, en el capítulo de los derechos fundamentales de los españoles, dicta en su artículo 18: Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen”, por consiguiente es anticonstitucional difundir hechos relativos a una persona que puedan constituir una intromisión ilegítima a su derecho al honor o que vulneren su derecho a la intimidad o su imagen.

Hacia el impulso de la internacionalización de las PYME y su novedosa protección contractual

El crecimiento y proliferación de las pequeñas y medianas empresas (PYME) es, sin duda, uno de los pilares en los que debe sustentarse el crecimiento económico de un país moderno. Igualmente, desde hace ya algunos años se ha constatado que una de las bases en los que debe cimentarse el crecimiento de las PYME es, cada vez más, su apertura a nuevos mercados. Especialmente acuciante es esta necesidad de internacionalización en mercados como el español, en los que el volumen de actividad económica se encuentra bajo mínimos debido a la agudeza con que la crisis ha golpeado nuestro país.

Pese a que está asentada la conciencia de la importancia de esa internacionalización, lo cierto es que ésta es muy limitada en el ámbito de la Unión, la mayor parte de las PYME europeas y españolas se limitan a operar en el mercado nacional. Luego cabe preguntarse ¿Cuáles son las causas que frenan la apertura exterior de nuestras PYME?

Para responder a esta cuestión, la Unión Europea realizó una encuesta a nivel comunitario en la que se obtuvo la siguiente conclusión: el principal obstáculo al emprendimiento que señalaron las PYME no fue otro que las divergencias contractuales entre los distintos Estados de la Unión Europea.

Estas diferencias ocasionan unos costes para las PYME, a la hora de penetrar en otros mercados de la Unión Europea, que resultan desproporcionadamente grandes con respecto a su volumen de negocios. Conocer los todos los ordenamientos comunitarios en materia de contratos, consumo, garantías etc. supone unos gastos jurídicos a las pequeñas empresas que, a menudo, no se pueden permitir.

Para solucionar esta cuestión el legislador comunitario ha impulsado “la Propuesta de Reglamento del Parlamento y el Consejo relativa a una compraventa común europea.”

Esta propuesta pretende la unificación del Derecho contractual europeo mediante la creación de un segundo corpus de legislación civil de la compraventa que pueda ser elegido por las partes y aplicado en toda la Unión Europea, con la consiguiente rebaja de costes.

Es igualmente un planteamiento innovador, ya que, respetando el principio de proporcionalidad, preserva las tradiciones y culturas jurídicas de los Estados miembros, al tiempo que deja a las empresas la posibilidad de recurrir a esta normativa.

Se ha escrito ya mucho acerca de la Propuesta, por lo que quiero centrarme sobre un aspecto concreto, que por su novedad e importancia para las PYME merece una especial atención: por primera vez en el ámbito comunitario se avanza hacia una protección contractual del pequeño empresario.

¿Proteger al empresario en la contratación es una injerencia injustificada del legislador en la economía o una garantía necesaria que debe exigir cualquier pequeño empresario?

Es conocido que la autonomía de la voluntad es uno de los pilares básicos del Derecho Contractual en las economías de mercado liberal. Sin embargo, la proliferación de la contratación en masa ha evidenciado los inconvenientes de la aplicación a ultranza del dogma de la autonomía de la voluntad, llevando a los distintos legisladores a restringir la libertad de contratación con el propósito de proteger a la parte menos fuerte en el contrato.

Estas limitaciones no han sido, en la mayor parte de los casos, de alcance general, sino que han tenido un protagonista claro: el consumidor. Sin embargo, si la justificación de la protección al consumidor es su desigualdad de partida frente al empresario (unequal bargaining), ¿Por qué no es trasladable a la pequeña empresa cuando contrata con otra que tiene una mejor posición en el mercado?

Muchos autores comienzan a defender que la situación de indefensión que sufre el consumidor ante la empresa es perfectamente equiparable a la que sufren muchas pequeñas empresas y microempresas  en nuestro país cuando contratan con empresas mucho más fuertes y de las que dependen económicamente para incluso subsistir.

La realidad de nuestro país demuestra que los grandes grupos empresariales e industriales consiguen copar amplios sectores del mercado, monopolizándolos y produciendo una situación en la que toda otra empresa que decida iniciarse en el sector debe someterse a lo que determinen esos grandes grupos en posición privilegiada.

Ello pasa por trabajar sin contrato, incumplimiento sistemático de los plazos de pago, deber de facturar en países extranjeros, cargar con todos los riesgos del negocio, exigencia de papeleos interminables para retrasar el pago etc.

El pequeño, e incluso mediano empresario (recordemos que en nuestro país hay nada menos que 1.200.000 PYME) se ve abocado a aceptar todas las cláusulas del contrato para mantenerse en el negocio.

Uno de los sectores más afectados por este fenómeno es sin ninguna duda el agrario. Su alto nivel de atomización, ya que está integrado mayoritariamente por pequeñas empresas, unido a la rigidez de la demanda, la estacionalidad de la oferta y la dispersión territorial provoca que sea un ámbito muy propicio para estos abusos, por ello es una muy buena noticia la expresa protección que les dispensa la reciente ley de medidas para mejorar el funcionamiento de la cadena alimentaria, publicada en el BOE este mes de Agosto.

En conclusión, uno de los grandes retos legislativos de los próximos años en nuestro país debería pasar por dispensar una eficaz protección jurídica a estas empresas, que no lo olvidemos son el más importante motor de nuestra economía. El nuevo Código de Comercio que pretende impulsar el ministro Gallardón puede ser, sin ninguna duda, una gran oportunidad para ello.

La implementación de las legislaciones antimorosidad en España y Francia

El uno de enero de 2009 entró en vigor en Francia la Ley denominada “Loi de Modernisation de l’Économie”  más conocida por el acrónimo LME. Esta legislación incluye diversas disposiciones destinadas a reducir los plazos de pago interempresariales en nuestro vecino galo. Uno de los objetivos más importantes de la Ley LME es la reducción de los plazos de pago en Francia para adecuarlos al contexto europeo, y en particular igualarlos con los existentes en Alemania, el gran competidor del otro lado del Rin de la economía francesa en el mercado interior de la UE.
La Ley LME limita la libertad contractual de las partes para determinar los aplazamientos de pago en las operaciones comerciales, ya que la autonomía de la voluntad en la contratación queda supeditada a la normativa introducida por la LME. Por consiguiente hoy por hoy los plazos de cobro en las operaciones comerciales son por una parte fijados contractualmente por las partes dentro de los límites legales y por otra impuestos por la legislación. En ausencia de pacto, el plazo de pago de las facturas debe hacerse a los treinta días de la recepción de las mercancías. Si el cliente no respeta este plazo, será penalizado con una multa administrativa de 15. 000 euros.
En relación al techo legal para los aplazamientos de pago de las operaciones comerciales,  el artículo 21 de la LME ha modificado parcialmente el artículo 441-6 del “Code de Commerce” que dicta que el plazo de pago acordado entre las partes contratantes para liquidar las facturas no puede superar los 45 días fin de mes o los 60 días contados desde la fecha de emisión de la factura. Si un cliente no respeta estos plazos e impone aplazamientos de pago abusivos puede ser sancionado con una multa de hasta dos millones de euros.
Asimismo el proveedor tiene derecho a reclamar al deudor moroso un interés moratorio que hoy por hoy está fijado en el 10,25%  anual y una indemnización de 40 euros por factura impagada al vencimiento. En Francia el 58% de las empresas reclaman de manera sistemática o frecuente estos intereses de demora.
Los resultados de estas medidas legislativas han sido muy satisfactorios, puesto que en el año 2008, antes de la promulgación de la LME el plazo medio de pago interempresarial en Francia estaba en 67 días, tiempo claramente superior a la media europea que era de 57 días. En la actualidad según los resultados presentados por el “Observatoire des délais de paiement”, el plazo medio de pago está en 52 días. En lo concerniente al sector público, el plazo de pago medio ha disminuido en el 2013 situándose en 19 días. Vale la pena señalar que los municipios y entes locales pagan en promedio a 28 días.
En otro orden de cosas en España la Ley 11/2013, de 26 de julio, de medidas de apoyo al emprendedor ha introducido diversos cambios relevantes en la legislación antimorosidad. La norma establece que el plazo de pago que debe cumplir el deudor, si no hubiera fijado plazo de pago en el contrato, será de treinta días naturales después de la fecha de recepción de las mercancías.
Por otro lado, la nueva legislación establece que los plazos de pago no podrán ser ampliados mediante pacto de las partes por encima de los 60 días naturales. Consecuentemente la Ley 11/2013 mantiene la norma imperativa que prohíbe taxativamente la posibilidad de alargar los períodos de cobro más de 60 días desde la entrega de los bienes mediante.
No obstante, la Plataforma Multisectorial contra la Morosidad (PMcM) patentizó que en España los plazos de pago medios de pago entre cliente y proveedor eran de unos 94 días en el 2012 frente a  los 54 días del plazo medio en Europa. Por otro lado el sector público pagaba a unos 170 días frente a los 67 del plazo medio en Europa.  Además la PMcM reveló que en caso de sufrir impagos, solo un 23% de los proveedores exige a sus clientes morosos los intereses de demora, frente al casi 75% restante que nunca o casi nunca lo hacen.
Por tanto, para combatir la morosidad en la práctica empresarial es necesaria la promulgación de un Régimen Sancionador que penalice el incumplimiento de la la legislación antimorosidad. Los estudios realizados por la PMcM han llegado a la conclusión de que sin penalizaciones administrativas, será imposible conseguir el cumplimiento efectivo de la ley. Consecuentemente, sería deseable que cuanto antes las Cortes Generales aprueben el régimen sancionador impulsado por la PMcM que se ha presentado ante el Congreso.
Otra asignatura pendiente desde hace años es la constitución de un “Observatorio de la morosidad”, es decir de un organismo que permita disponer de manera rápida y eficaz de información completa sobre la evolución de los plazos de pago en España. Basándose en el modelo que existe en Francia hace una década;  esta institución serviría para monitorizar el fenómeno de la morosidad y de los abusos en la imposición de plazos de pago demasiado dilatados y publicar información detallada de la evolución de la mora empresarial.
Un ejemplo de la pérdida de rentabilidad y competitividad de las empresas españolas frente a sus competidoras francesas por culpa de los plazos de cobro dilatados
Una empresa francesa factura 12 millones de euros al año. Su período medio de cobro es de 54 días. Su saldo medio en cuentas de clientes es de (12.000.000 x 54) / 360 =  1.800.000 euros. Este importe de 1.800.000 euros lo ha tomado prestado de entidades bancarias a las que paga en promedio un 6% de interés. El coste financiero anual de esta empresa es de 108.000 euros
Una empresa española factura 12 millones de euros al año. Su período medio de cobro es de 101 días. Su saldo medio en cuentas de clientes es de (12.000.000 x 101) / 360 =  3.366.667 euros. Este monto de  3.366.667 euros lo ha tomado prestado de entidades bancarias a las que paga en promedio un 6% de interés. El coste financiero anual de esta empresa es de 202.000 euros. Por tanto su coste financiero es 94.000 euros superior al competidor galo. Por lo que tiene menos beneficios netos, menos rentabilidad y es menos competitiva si repercute el coste financiero en el precio de sus productos.
La utilidad económica de la reducción del período medio de cobro
Si esta empresa española que factura 12 millones de euros al año, gracias al régimen sancionador consigue reducir su  período medio de cobro a 60 días, su saldo medio en cuentas de clientes será de (12.000.000 x 60) / 360 =  2.000.000 euros. Esta cuantía de 2.000.000 euros la ha tomado prestada de entidades bancarias a las que paga en promedio un 6% de interés. El coste financiero anual de esta empresa es de 120.000 euros. Con lo que se ahorra 82.000 euros de costes financieros al año respecto a la situación expuesta anteriormente en la que cobraba a 101 días.

¿Qué tareas son rutinarias?

Reproduzco aquí, ampliada, la columna que Luis Garicano y yo publicamos el pasado domingo en EL PAÍS. Aparte de desarrollar más los argumentos, aprovecho para señalar que Luis ha dedicado la mayor parte de su investigación académica a este problema, ver por ejemplo este trabajo. Para aquellos interesados en estos temas, también recordar que recientemente han salido dos libros que desarrollan ideas similares a las investigadas por Luis: “Average Is Over: Powering America Beyond the Age of the Great Stagnation” de Tyler Cowen y “The Second Machine Age: Work, Progress, and Prosperity in a Time of Brilliant Technologies” de Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee. En el limitado espacio de una columna en el periódico es difícil citar bibliografía. Ahí va.
Los ordenadores están transformando el trabajo humano. Como uno de nosotros (Luis) explica en su reciente libro “El dilema de España” (Península, enero 2014),  las tareas rutinarias manuales ya han sido automatizadas por robots. Por ejemplo, las fábricas han prescindido de miles de aburridos, pero bien pagados, trabajos manuales. También muchas tareas rutinarias intelectuales están desapareciendo: los enormes edificios de oficinas llenos de empleados rellenando formularios son cada vez más un recuerdo del pasado.
De lo que quizás no somos conscientes es de la cantidad de empleos que son “rutinarios” cuando se aplica suficiente capacidad informática. Hace unos años pensábamos que el ajedrez requería una combinación de inteligencia y creatividad que los ordenadores jamás tendrían (aunque en 2001 Odisea del Espacio, HAL ya era suficientemente bueno para aniquilar a Frank Poole en apenas 14 movimientos). Luego, con Deep Blue, aprendimos que un superordenador podía derrotar a un campeón humano. Hoy, un programa que corre en el teléfono móvil que tiene en su bolsillo es varios órdenes de magnitud superior al mejor ajedrecista humano de la historia.
Y no es solo es capacidad, es también precio. Uno de nosotros (Jesús) estuvo el martes pasado comprando un ordenador nuevo para su trabajo. Uno de los modelos que consideró tenía 2310 procesadores y costaba 2248 dólares (unos 1650 Euros), menos de 1 dólar por procesador (para el que sepa de que va esto, con procesador nos referimos a “cores”; básicamente el ordenador tiene una GPU muy potente que permite un paralelismo masivo). Esa máquina cuenta con más poder computacional que los superordenadores de hace muy pocos años que costaban millones de dólares.
Esta combinación de capacidad informática y precio significa que actividades diarias, como conducir un coche, han sido ya transformadas. Los coches de Google circulan por las carreteras californianas con normalidad. Es un problema resuelto que solo espera a los cambios legislativos para ser una realidad diaria.
La existencia de vehículos conducidos por ordenador traerá muchas cosas buenos. Uno podrá dormir un rato por las mañanas mientras el coche le lleva al trabajo. Habrá menos accidentes, menos gasto energético y mejor flujo de tráfico. Dónde vivimos, cómo vamos a trabajar y qué hacemos durante ese tiempo está a punto de cambiar, probablemente para mucho mejor.
Desafortunadamente, también perjudicará a las personas que conducen profesionalmente. Pensemos en un conductor de camión. Según el Observatorio social del transporte por carretera del ministerio de Fomento (2012), el convenio colectivo del transporte por mercancías fija en 26.774 euros el sueldo anual de un conductor de camión en Vizcaya (el más elevado de España), por 1724 horas de trabajo. Dado que el sueldo medio en España de un trabajador a tiempo completo es de unos 26.000 euros, un conductor de camión en Vizcaya es “casi” la definición perfecta de un ingreso de clase media. Y ello para una persona que no necesariamente ha realizado estudios superiores pero que es capaz de un trabajo cuidadoso y sostenido.
Dados las grandes ventajas que tendrán los camiones automáticos (no se cansan, son más fiables y más baratos), en unos años puede que los conductores de camión sean algo similar a los conductores de diligencias: algo que aparece en las películas antiguas. Un trabajo que no parecía rutinario termina siendo perfectamente automatizable gracias al poder de los ordenadores.
Pero los conductores de camión no son los únicos que sufrirán. Los diagnósticos médicos asistidos por ordenador, que ya son una realidad en cáncer y arteriosclerosis, eliminarán, en muchos casos, al radiólogo. Es fácil entrenar a un sistema experto para que analice, de una manera más efectiva que un humano, una mamografía. Aunque el sistema experto se equivoque de vez en cuando, se equivocarán de media mucho menos que los mejores médicos. Buena parte de los contratos y actos jurídicos podrán ser automatizados, prescindiendo con ello de muchísimos abogados. Esto ha empezado a ocurrir en Estados Unidos con los contratos inmobiliarios. Incluso nuestros trabajos de profesores puede que sean substituidos en buena medida por sistemas automáticos de enseñanza.
Cabe pensar que el cambio tecnológico es una constante desde hace 300 años. En un par de siglos, las personas que trabajan en el campo en España han pasado de ser cerca del 75% de la población a poco mas del 4%. ¿Por qué preocuparse ahora? ¿Estamos observando algo nuevo? ¿No cabe imaginar que, frente a nuestras preocupaciones (iguales a las que tenían los economistas del siglo XIX, como David Ricardo, uno de los grandes de nuestra profesión), la economía generará suficientes buenos nuevos empleos a medida que crezca la productividad?
El problema es que ahora existen dos diferencias: la velocidad de los cambios y el efecto sobre muchísimos empleos. Ninguna tecnología ha aumentado a esta velocidad desde el principio de la historia. La ley de Moore (sugerida en 1965 por Gordon Moore) predice que el incremento en la capacidad de los ordenadores cada dos años es igual al acumulado desde el principio de su existencia hasta ese punto. Y en cuanto a su efecto amplio, los avances informáticos son una tecnología genérica que igual afecta a un camionero, un médico, o un abogado.
Estas diferencias pueden tener dos consecuencias importantes. La primera es una fuerte polarización del ingreso. Una minoría de la población, que por educación y capacidades innatas interactúe bien con las nuevas tecnologías, verá incrementar sus ingresos de manera espectacular. Una mayoría de la población, ante la menor demanda por sus servicios, verá que sus salarios caen para que el mercado de trabajo se equilibre.
La velocidad del cambio será tal que estos trabajadores tendrán poca capacidad de reaccionar a tiempo, por ejemplo re-educándose o moviéndose a otros sectores. En el siglo XIX había dos posibilidades: emigrar a las ciudades, donde la industria absorbía mucha de la mano de obra redundante, o emigrar a las colonias. Sin la existencia de América (y en menos medida Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica), la mecanización del campo británico hubiera sido mucho más costosa. La población, por ejemplo, de los Apalaches en Estados Unidos (con sus todavía hoy peculiares características culturales y políticas) vino casi por completo de campesinos y pastores expulsados de Escocia y del norte de Irlanda.
La primera salida hoy sería la emigración a servicios interpersonales (cuidado de niños o de ancianos, trabajos en el sector hotelero) que son difícilmente automatizables. Pero estos trabajos (o al menos muchos de ellos) tienen menos potencial para convertirse en carreras profesionales bien pagadas . La segunda salida hoy no existe al estar ya todo el mundo descubierto y poblado.
Existe una tercera salida: ante la caída del salario, muchas personas simplemente dejarán de trabajar pues no les merecerá la pena. Esto ya se observa en Estados Unidos, donde el índice de participación entre las personas de menor ingreso viene cayendo de manera muy rápida. Esto se producirá por una mezcla de semi-retiros, jubilaciones anticipadas, etc. Estos cambios presionaran sobre los ingresos (bajándolos) y los gastos (incrementándolos) del estado de bienestar.
En resumen: el mercado de trabajo responderá al cambio tecnológico no con más desempleo (el sistema de precios funciona) sino con mucha más desigualdad.
La segunda consecuencia es que la polarización social puede envenenar la dinámica democrática según crezcan los descontentos con el sistema y los estados del bienestar luchen por sobrevivir ante la nueva división del trabajo. Un aspecto potencialmente importante es que el sesgo del cambio tecnológico perjudica especialmente a los hombres. Por muchos motivos que no merece la pena discutir aquí, la gran mayoría de los conductores de camión son hombres y la gran mayoría de los cuidadores de niños, mujeres. A menos que la sociedad reasigne muchos roles, vamos a tener muchos chavales de 25 años con bajo nivel educativo, muchísima testosterona y pocas oportunidades vitales.
Todos efectos serán particularmente perversos en países, como España, poco preparados para este cambio. De igual manera que algunos trabajadores ganarán mucho de la nueva división del trabajo y otros perderán, algunas naciones (en agregado) ganarán mucho y otras perderán. Hoy por hoy, corremos el peligro que España esté en el segundo grupo.
¿Qué cabe hacer? La verdad es que no tiene mucho secreto: mover a la mayor cantidad de gente posible del segundo grupo (los perdedores) al primero (los ganadores). La clave, más que nunca, es la educación en habilidades abstractas, analíticas y de creativas, es decir, justo lo que no estamos haciendo en España (aquí lo explicamos ). Google lo encuentra todo pero hay que saber qué preguntarle. Un coche automático te lleva a donde quieras pero hay que saber a dónde ir. Las posibilidades de internet son casi infinitas.
Desgraciadamente, el sistema educativo español y nuestro proceso de selección de élites está particularmente mal enfocado para ello. Pocas cosas son tan preocupantes como el bajísimo número de número de nuevas empresas de internet en España en comparación con nuestros vecinos europeos, Asia, Israel o Chile. Y no sólo es responsabilidad del estado. En el mundo moderno, con la cantidad de información disponible, cada persona debe dedicar cuánto tiempo quiere dedicar a ver videos de gatos en internet, y cuánto a formarse, usando por ejemplo todos los cursos online. Una nueva era está llamando a la puerta y España, como muchas otras veces en nuestra historia, está durmiendo la siesta.

SACYR, el Canal de Panamá y la modificación de los contratos públicos: un problema global

Por fin mi entorno sabe a qué dedico doce horas diarias. Hasta ahora, cuando alguien me preguntaba, y si la persona no estaba relacionada con el mundo del Derecho Administrativo o de la Administración, me veía en la obligación de explicar el objeto de mi tesis abusando de la imaginación de quién me escuchaba. Hoy me resulta más fácil. Mi tesis trata de estudiar exactamente lo que va camino de ocurrir con Sacyr Vallehermoso y el Canal de Panamá: una empresa ejecuta un contrato público con un coste varias veces mayor al que se había comprometido. La pequeña reflexión que ahora escribo no pretende entrar a estudiar el caso concreto; mucha tinta se ha vertido cuando ni siquiera conocemos los detalles del proyecto, del contrato, ni de lo ocurrido realmente. Lo escrito y dicho hasta ahora se basa en la experiencia que hemos ido acumulando en casos similares, lo cual no es un mal ejercicio, pero puede diluir las conclusiones, convirtiendo el debate en algo estéril repleto de tópicos.
En primer lugar, es necesario olvidarnos por un momento de la marca España. Es cierto que tenemos un problema con la modificación de los contratos públicos y que todavía no se ha dado en la tecla aunque algunos pregonasen el fin de la era de los modificados tras la reforma introducida por la Ley 2/2011, de Economía Sostenible (en adelante, LES). En efecto, es un problema que debemos solucionar no por la “marca España”, sino por ser una exigencia de una sociedad avanzada, que debe sancionar legal y moralmente a quién no cumple las reglas del juego y usa el dinero de todos por el camino. Entre otras cosas, los modificados de obra no tienen nada que ver con la marca España en tanto que es un problema global al que se enfrentan todos los sistemas de contratación. Es curioso leer que la actuación de Sacyr es un ejemplo de la decadencia española y que si hubiese ganado el concurso Bechtel eso no hubiese pasado, dando a entender que en Estados Unidos este tipo de cosas no ocurre. Invito a teclear Betchel en Google; o a leer acerca del llamado “Big Dig” de Bostón, del Getty Centert Art Museum de Los Ángeles, o la polémica adjudicación de los aviones cisternas a Boeing en lugar de Airbus. Aquí en Reino Unido no hace mucho se anunciaba que los sobrecostes que acarrea el proyecto de construcción de dos portaviones alcanzaban ya los 3.500 millones de libras, lo que supone doblar el presupuesto inicial del proyecto; por no hablar del famoso caso del Metro de Londres. Reconozco que es difícil convencer a nadie de que esto no tiene nada que ver con la marca España cuando el Gobierno no ha tardado ni tres días en acudir a negociar las mejores condiciones para Sacyr. Pero lo cierto es que la Unión Europea ha tomado cartas en el asunto de los modificados, una muestra más de que estamos ante una problemática común a la que ningún ordenamiento ha sabido dar solución definitiva. Las nuevas Directivas de contratación que serán aprobadas próximamente regulan por vez primera la modificación de los contratos, en términos similares a nuestra actual regulación por cierto (basándose ambos casos en la jurisprudencia europea; léase la Sentencia en el asunto Pressetex,  el leading case en la materia).
Ahora bien, no podemos escudarnos en el argumento de que se trata de una problemática global. Es necesario hacer autocrítica. Uno de los mayores problemas es la estrecha relación que existe entre la modificación y el contrato mismo. Estudiando los textos normativos del siglo XIX se observa como los orígenes de la modificación en España van de la mano del nacimiento del propio contrato administrativo. En apenas un siglo se pasa de la ortodoxa aplicación del riesgo y ventura a la paulatina aparición de mecanismos que lo matizan, como la revisión de precios o los porcentajes a partir de los cuales el contratista puede rescindir el contrato al sufrir un perjuicio considerable e insoportable (ver los pliegos generales de 1861). Como puso de manifiesto MONTERDE en 1875 en la Revista de Obras Públicas, “en lugar de encerrarse la Administración en el estrecho círculo del Derecho estricto admitía la discusión de los hechos y de los razonamientos en el terreno de la equidad y de la justicia. Y en este terreno ya fue más fácil que se accediera a ciertas reclamaciones de los contratistas”. En paralelo a este proceso, el tanto alzado se abandona en favor del novedoso sistema de unidades de obra, que si bien era más flexible, también allanó el camino a los modificados de obra.
Otro de los comentarios habituales que se han leído a raíz del caso Sacyr-Panamá es el que asocia modificados con corrupción. Es entendible que el momento en qué vivimos no es el más idóneo para afirmar esto, pero hay que subrayar que no toda modificación se produce corrupción mediante. No se puede vilipendiar de forma tan simplona a la institución de la modificación, que es un instrumento vital si no se quiere dar varios pasos hacia atrás en nuestro sistema de contratación. No es raro el supuesto en que la Administración acaba siendo empujada a la negociación del reformado so pena de incurrir en gastos mayores si no lo hace. Ahora bien, y en eso coincidimos todos, la modificación, por ser un instrumento que per se supone un cambio de condiciones del contrato adjudicado, debe interpretarse de manera restrictiva y a la luz del principio de igualdad de trato y de libre competencia. No olvidemos que la empresa que acude al modificado de obra ha ganado un concurso en virtud de su oferta. Si el modificado, como es el caso de Sacyr en el Canal, supone un incremento del 50% en el presupuesto de licitación, los objetivos del procedimiento de contratación y los esfuerzos invertidos en éste acaban siendo inútiles. Pero pretender acabar con eso no pasa por suprimir la posibilidad de los modificados.
En España, tras los cambios introducidos por la LES, podemos decir que tenemos una buena norma, si bien hay aspectos mejorables. Se trata de una regulación que limita los supuestos habilitantes Por un lado, el artículo 92.bis del Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público establece que “sólo podrán modificarse cuando así se haya previsto en los pliegos o en el anuncio de licitación o en los casos y con los límites establecidos en el artículo 92 quáter”; en cualquier otro caso, deberá acudirse a la celebración de otro contrato. Dicho artículo 92 quáter se refiere a (a) errores u omisiones del proyecto, (b) circunstancias imprevisibles de tipo geológico, hídrico, arqueológico, medioambiental o similares, siempre que se haya procedido con la adecuada diligencia profesional al elaborar el proyecto, (c) fuerza mayor o caso fortuito, (d) incorporación de mejoras técnicas no disponibles cuando se adjudicó el contrato, y (e) necesidad de ajustarse a normativa técnica, medioambiental, urbanística, de seguridad o de accesibilidad posteriormente aprobada. Y, en todo caso, tal como señala el párrafo segundo, en ningún caso se podrán alterar las condiciones esenciales de la adjudicación. Encaminado a reducir la discrecionalidad administrativa, y en línea con la jurisprudencia europea en la materia, el artículo 92 quáter párrafo tercero, establece qué debe entenderse como alteración de las condiciones esenciales de la licitación: cuando se altere la función y características de la prestación, se altere el equilibrio del contrato, cuando fuese necesaria distinta solvencia técnica o habilitación profesional a la contenida en la adjudicación, cuando se exceda del 10% del contrato, y cuando de haberse conocido la modificación, hubiesen concurrido al procedimiento otros interesados o se hubiesen presentado ofertas sustancialmente diferentes.
Una de las críticas achacables a nuestra norma es precisamente la cantidad de conceptos jurídicos indeterminados que contiene. Ello enlaza directamente con el debate de la discrecionalidad administrativa en la contratación, un tema recurrente en la literatura anglosajona, que suele afrontarse partiendo de la Teoría de la Agencia, que nace de la mano del economista americano Stephen Ross en 1973. Aplicada a la contratación viene a decirnos que los objetivos de un sistema de contratación pueden verse afectados por los intereses de las partes que intervienen. El debate entre normas más rígidas versus discrecionalidad dio lugar a una interesante discusión entre Schooner y Kelman en la reforma de la FAR, la densa legislación americana en la materia (para quienes quieran profundizar en este debate, enlazo un artículo verdaderamente interesante de Christopher R. Yukins “A Versatile Prism: Assessing Procurement Law Through the Principal-Agent Model”).
De cara a mejorar la regulación de la modificación se han puesto otras soluciones interesantes, desde informar de las modificaciones a los candidatos para que puedan ejercer de mecanismo de control, hasta penalizar a la empresa que recurre al modificado. No falta quien considera que la mejor solución pasa por prohibir toda modificación y sólo aceptar aquellas que tengan respaldo en cláusulas revisoras del contrato incluidas a tal efecto. Ahora bien, como en otros ámbitos del Derecho Administrativo, quizá la solución no es tanto modificar la norma y reducir al máximo la discrecionalidad sino fortalecer mecanismos transversales de control, como la transparencia y la responsabilidad (¿para cuándo la aplicación del mecanismo de repetición por responsabilidad de autoridades y personal al servicio de la Administración que recoge la legislación administrativa?) lo cual llevaría a reducir los incentivos que conducen al modificado. El mayor de todos ellos es la sensación de inmunidad que perciben contratista y Administración. Un buen primer paso pasaría por superar la situación actual en la que los licitadores se han convertido de facto en únicos supervisores del proceso de contratación. Supervisores que, además, en pocas ocasiones consideran rentable (tanto económica como comercialmente) litigar las decisiones del contrato en cualquiera de sus fases: es caro, lento y complicado, y en la mayor parte de los casos el contrato está más que terminado. Tampoco parece sensato litigar contra uno de sus clientes más importantes: la Administración.
Todo ello facilita que el tándem contratista-Administración vea despejado el camino hacia el modificado, cuyo uso abusivo está poniendo al sistema contra las cuerdas. Ahora bien, y con esto concluyo, el debate jurídico debe afrontarse a través de realidades jurídicas. No sirve de nada empañarlo con acusaciones de corrupción generalizada o con la obsesiva recurrencia a la marca España, fruto quizá del momento en que vivimos. Los modificados han sido y son un problema no resuelto. Lo que ha ocurrido en Panamá no es excepcional. Lo singular del caso es que estamos ante una de las pocas ocasiones en que (inconscientemente, o quizá no) contratista y ente adjudicador han decidido solventar sus diferencias delante de todos. Aprovechémos y discutamos.

Algunas reflexiones sobre el caso Sacyr

Hace unos días hemos tenido noticia del órdago de la empresa Sacyr, que se ha plantado reclamando un sobreprecio en relación a las obras que está realizando en el canal de Panamá. Resulta tremendamente llamativa por lo abrupto de la comunicación, por la envergadura de la obra y porque está ya ejecutada en un 70%. Por esas razones el comunicado ha tenido una  enorme repercusión mediática, centrándose el debate en la dicotomía “poyaque”-“tradición española contratación pública”  es decir, si nos encontramos en el caso de un reajuste de precio debido a que durante la ejecución de la obra al propietario de la misma se le ocurre una mejora en la misma no prevista (“pues ya que está usted aquí”) o de si más bien se trata de la técnica frecuente y lamentablemente utilizada en la contratación pública española consistente en hacer una oferta temeraria a la baja para superar a los competidores, confiando en que ya se recuperará el dinero con reajustes de precio durante la ejecución de la obra, previsiblemente en connivencia con los mandatarios públicos que han adjudicado la misma.
Aunque este tipo de contratos internacionales tienen sus propias características, quizá convendría recordar los fundamentos últimos iusprivatistas del contrato, a modo de reflexión. De lo que estamos hablando en el fondo  es de un contrato de arrendamiento de obra regulado en el 1588 y siguientes del Cc, en virtud del cual una persona se obliga a ejecutar una obra por precio determinado, ya sea proporcionando los materiales o no. Ese es el elemento definitivo, el precio determinado  que no se puede alterar. No obstante, es evidente que como la obra puede durar mucho tiempo, es posible que haya una importante variación de costes. Nuestro Código civil, en el art. 1593 establece que “el arquitecto o contratista que se encarga por un ajuste alzado de la construcción de un edificio u otra obra en vista de un plano convenido por el propietario del suelo, no puede pedir aumento de precio aunque se haya aumentado el de los jornales o materiales; pero podrá hacerlo cuando se haya hecho algún cambio en el plano que produzcan aumento de obra, siempre que hubiese dado su autorización el propietario”.  En definitiva, estamos ante el tradicional principio de nuestra contratación (pública y privada) según el cual el contrato se ejecuta “a riesgo y ventura” del contratista de forma que los riesgos de la ejecución del proyecto corren en principio de su cuenta, sin perjuicio, por supuesto de los casos de dificultad extraordinaria o imposibilidad sobrevenida de la prestación, o cualquier otra circunstancia excepcional que pueda concurrir y que normalmente estará prevista, máxime en un proyecto de esta envergadura .
No sabemos cuales son las normas que se aplican en este caso, ni lo que ha sucedido exactamente, aunque algo debía  barruntarse cuando algunas voces ya señalaban el peligro de que pasara algo parecido hace algunos meses  (Juan Ballester, en el Diario de Tarragona) o hasta hace algunos años (Alberto Artero en el Confidencial)  Por otro lado, la situación de la propia empresa constructora y las características de su anterior Presidente, Luis del Rivero, dan lugar inevitablemente a especulaciones dadas sus  dificultades financieras tras la explosión de la burbuja inmobiliaria y sus vinculaciones con los partidos políticos,  particularmente con el PSOE en la época de Rodriguez Zapatero,  tal y como se ha denunciado en diversos medios. En fin, un cóctel explosivo.
En definitiva ¿Estamos ante un nuevo caso de capitalismo castizo, leáse connivencia entre empresa pública constructora privada y Poder político? Cada uno puede formarse su opinión, pero aquí nos centraremos en el aval (o garantía) prestada por CESCE que respaldó  al Consorcio del que forma parte  Sacyr facilitando a su fiador, la aseguradora Zurich,  un contraaval o garantía de 150 millones de euros, en contra del criterio mantenido por los servicios técnicos y saltándose el procedimiento administrativo. CESCE es una empresa pública dado que la mayoría de su capital es del Estado (50,25%) aunque tiene también participación de bancos (45,85%) y compañías privadas de seguros españolas (3,9%). Fue creada nada menos que en 1970 para gestionar el Seguro de Crédito a la Exportación por cuenta del Estado y proporcionar una herramienta de financiación de la expansión internacional de las empresas españolas.  Por lo que se ve,  también se ha convertido en un instrumento muy oportuno al servicio de las empresas cercanas a los partidos políticos. Según su propia web, los servicios que ofrece esta empresa son el Seguro por Cuenta Propia en que se presta un servicio integral de asesoramiento en la gestión del riesgo comercial mediante soluciones de crédito y de caución, aseguramiento frente al riesgo de impago por ventas de productos y servicios, garantía de responsabilidades económicas por incumplimiento de obligaciones garantizadas y la gestión de la Cuenta del Estado o gestión de la cobertura por cuenta del Estado español de los riesgos comerciales, políticos y extraordinarios asociados a la internacionalización de las empresas españolas.  En esta última línea se encuadra la garantía o contraaval prestado al fiador del Consorcio GUPC (Grupo Unidos por el Canal) del que forma parte  Sacyr (el denominado seguro a fiadores por riesgo de ejecución de fianzas). Sin esta fianza, no se podía acudir a la licitación, a la que por cierto acudían también otras empresas españolas.
Pues bien, parece que CESCE –cuyo Presidente  se nombra por el Consejo de Ministros a propuesta del Ministro de Economía- ha realizado una operación inusual saltándose los procedimientos previstos para ello , o por lo menos eso es lo que dice el Tribunal de Cuentas en su informe sobre el tema que pueden consultar aquí,  básicamente en las pags. 26 a 28. Informe que por supuesto llega con unos años de retraso, como es costumbre en este órgano de fiscalización y control que tan poco fiscaliza y controla. No parece que estemos ante una simple irregularidad administrativa, como opina David Taguas, ex director de la Oficina Económica del Gobierno de Rodriguez Zapatero cuando afirma que “el aval de la obra lo aportó el grupo asegurador ZURICH y el Estado español participó en el contra aval en la misma proporción que lo hizo el ‘Cesce italiano’; es una operación completamente normal, otra cosa es que luego hubiera alguna irregularidad administrativa”. Por su parte, la Ministra Ana Pastor que se ha apresurado a viajar a Panamá a mediar en el conflicto señala simplemente que esas irregularidades administrativas deberán discutirse en el Parlamento.
En resumen, aunque el lenguaje es muy técnico, la conclusión de la lectura del informe del Tribunal de Cuentas es sencillamente la siguiente: CESCE se saltó la normativa vigente en cuanto a los procedimientos previstos  para otorgar el contraaval al Grupo Zurich, fiador del  GUPC . El fiador. como es habitual en estas operaciones,  exigía una garantía para prestar su fianza, y por razones que desconocemos, esta garantía no la aportan las empresas del propio Consorcio sino CESCE. CESCE puede hacer este tipo de operaciones, sí, pero no de cualquier manera, sino siguiendo unos procedimientos que permiten comprobar que se otorga la garantía de acuerdo con la normativa vigente y que CESCE no asuma riesgos que no debe.   En particular, la Comisión que decidió conceder la garantía no tenía competencias para hacerlo. Es decir, en este caso, el procedimiento no se respeta. ¿Simples irregularidades administrativas sin importancia? Hombre, en último término nombrar a un sobrino para un cargo público sin procedimiento previo de selección o adjudicar un contrato a dedo también puede decirse que también lo son. Lo que es importante destacar es que los procedimientos administrativos son un medio para conseguir un fin. Si te los saltas, ya no puedes estar seguro de nada. ¿Hubiera conseguido otra empresa u otro consorcio esta garantía también de no tratarse de SACYR y Luis del Rivero? Pues lo cierto es que este tipo de garantías no se da todos los días y que había más empresas españolas que licitaban en el mismo concurso y cuyas ofertas económicas eran bastante más “ortodoxas” por así decirlo . Saquen ustedes sus conclusiones.
Lo que es indudable es que el Estado español a través de CESCE está ahora mismo asumiendo unos riesgos por dicho contraaval o garantía prestado al fiador que, si se hubieran respetado las reglas del juego, a lo mejor no hubiera podido asumir, al menos en la forma en que lo hizo. Sí, es verdad que según los acuerdos (privados) alcanzados el Consorcio y SACYR tendrían que responder ante CESCE del pago de la prima y del importe de la indemnización que pague CESCE si al final se ejecuta la garantía, pero de aquí a entonces pueden pasar muchas cosas.  Tampoco les extrañará a estas alturas saber que la Comisión de Riesgos por cuenta del Estado que es la que tomó la decisión está integrada por el Presidente de CESCE, los Vocales nombrados en representación del Estado y un solo vocal en representación de las entidades privadas.
Todo esto por no hablar del modelo un tanto curioso que permite que el Estado contraavale en casos como el que nos ocupa. No cabe duda de que si Sacyr obtiene beneficios éstos serán privados, pero si la cosa pinta mal, resulta que es el Estado el que puede terminar pagando, es decir, todos los españoles. Bueno, es un poco más complejo técnica y formalmente en el caso de Sacyr, pero digamos que al final es lo que puede pasar si las cosas se tuercen. En definitiva, parece que el ciudadano tiene que soportar que el Estado ayude de diversas maneras a empresas y entidades financieras “afines” o “estratégicas”  sin tener muy en cuenta los criterios técnicos habituales para autorizar este tipo de operaciones, cuyos beneficios –de existir- serán privados pero cuyas pérdidas se convierten en públicas sin ningún problema como por arte de birlibirloque…o de contraaval. Lo que está claro es que al ciudadano desahuciado… a ese no le rescata ni avala nadie aunque es el que paga con sus impuestos todos estas aventuras.
Dicho esto, sin duda conseguir la ampliación de la obra del canal de Panamá, es todo un logro y un auténtico reto, mérito de las empresas adjudicatarias, pero quizá tan magna obra habría requerido una empresa más solvente financieramente por si acaso. En fin, ya veremos cómo se resuelve el problema y quién tiene razón al final.  Por ahora el culebrón sigue y la famosa  “marca España” se ha visto dañada una vez más, lo que no es bueno en los tiempos que corren, sobre todo porque muchas empresas españolas  pueden injustamente padecer las consecuencias.
 

“Doing Business”, soplar y sorber….

Estos días de atrás la prensa acogía con desapego y decepción el Doing Business 2014 que, con rápidas lecturas que miran al año que aún no ha llegado, se está convirtiendo cada vez más en una especie de tótem de referencia entre los reguladores mercantiles y financieros de todos los países del mundo. La metodología empleada permite obtener conclusiones más o menos razonables y, lo que es más importante, comparables. Su éxito radica, a mi entender, precisamente en la comparabilidad de los resultados. Y es que, siendo el sustrato económico complicado de modelizar, hay que reconocer que el Banco Mundial ha conseguido un nivel óptimo de comunicación de las conclusiones que año a año vierte esta publicación…. En ese equilibrio entre inevitable complejidad de la realidad y simplicidad en su presentación, el producto Doing Business es de lo más eficaz y consigue lanzar a los reguladores nacionales a una especie de competición por hacer escalar puestos a sus países en cada uno de los ranking parciales que se muestran.
Como observador de la realidad, la opinión pública (publicada, mejor…) se hace eco de esta carrera y analiza apresuradamente la posición de cada corredor. Titulares como “España cae al puesto 52 del ‘ranking’ de mejores países para montar negocios” o “España, por detrás de Ruanda y Túnez para hacer negocios” son algunos de los que podíamos leer estos días. El impacto reciente de los comentaristas radiofónicos sobre el público (gestores públicos y votantes) es aún mayor al correrse en un terreno especialmente embarrado por la crisis económica, como aquí ocurre.
Simplificando las cosas, la premisa de partida del Banco Mundial es que los empresarios (los ahora llamados emprendedores) deben contar con un marco regulatorio que simplifique y facilite la puesta en marcha de proyectos empresariales. Y ciertamente no puede dudarse de que el entorno jurídico, no siendo la única, sí que es una de las variables claves en el desarrollo empresarial y la competitividad económica, especialmente en las primeras fases (start-up).
Lo cierto es que ya se está consiguiendo que entre dentro de la incorrección política tratar de defender controles y salvaguardas en el proceso de creación de empresas, cuestión ésta en la que el estudio viene centrando parte de su atención. Lo relevante es el número de días que transcurren entre el diseño del proyecto empresarial y el día que comienza la producción o se abre al público. Las best practices se concentran en la eliminación de trámites, papeles, documentación al emprendedor que conduzcan acortar esos plazos. Disminuir días es correr más rápido y subir en el ranking.
Faltan quizá reflexiones, simples pero algo más trabajadas, sobre algunos aspectos del entorno en el que se mueve la carrera. El marco temporal es relevante; no es lo mismo los 100 metros lisos (o vallas) que una maratón. Bajando más a terreno, hay intereses sociales que, junto al acortamiento de los plazos, demandan mayor control sobre la creación de empresas y que se definen también como buenas prácticas. La obtención sistemática de información sobre la persona física (titular real) que está detrás del proyecto empresarial es una de ellas, como medida clave para minorar el riesgo de blanqueo de dinero en un tráfico jurídico cada vez más complejo y globalizado, por poner un ejemplo que me resulta cercano en estos últimos años. Los requerimientos normativos en este ámbito se traducen en trámites y en aportación de documentos que han de encajarse en el acortamiento de plazos. ¿No es una buena práctica la obtención de información sobre el titular real por parte de quienes intervienen en el proceso de creación de proyecto empresarial? Así lo entiende la comunidad internacional o el propio Banco Mundial, que empuja a acortar plazos, en un maravilloso libro que acaba de publicar con el sugerente título de Los Dueños de la Marioneta, en alusión a cómo se utilizan personas jurídicas en la ocultación de activos procedentes del delito.
No es distinto lo que ocurre con los intereses públicos en otros ámbitos del ordenamiento jurídico-público, como el energético o el financiero.  Es en éste último, por cierto, en el que se ha producido de forma más notoria un cierto debate conceptual entre la desregulación y la necesidad de controles, también en la creación de la empresa financiera. Y no puede decirse que la reflexión mayoritaria al final haya ido en la línea de la necesidad de retirar controles. En realidad, a nadie sorprende a estas alturas constar cómo la máquina del derecho administrativo, como instrumento de ensamblaje de políticas públicas, incrusta cada vez más controles en el ámbito privado; la libertad de pactos, también en la creación de empresas, se mueve cada vez con más límites. Y el mantenimiento de controles justificados o la adición de nuevos controles no siempre encajan bien con la reducción de días en el proceso de creación de personas jurídicas y su ranking.
Como el Banco Mundial, los reguladores nacionales tienen que cuadrar el círculo. Se enfrentan a la necesidad de trasladar al papel oficial intereses públicos no siempre compatibles. Ni la realidad social es plana, ni los intereses públicos son binomiales (todo o nada, blanco o negro); admiten grados de realización y el regulador en cada uno de los ámbitos del derecho administrativo lo sabe bien. La mezcla de intereses contrapuestos al diseñar la norma jurídica es lo que late con frecuencia debajo de ciertos textos que, leídos por algún ilustre ilustrado, le llevan a concluir de forma simplista que la norma está mal hecha… que en algunos casos, también.
En la regulación del proceso de creación de empresas, estoy seguro que cualquier regulador dispone de un potente arsenal de argumentos para convencer al responsable político de varias cosas, ante la inevitable pregunta del “¿qué podemos hacer?”. La primera es que una retirada apresurada de alguno de los controles para escalar en el ranking del Doing Business del año siguiente no es una decisión acertada. Puede que lo sea en el corto plazo, para los 100 metros lisos, pero el marco jurídico que acompaña a la competitividad  sostenible, debe centrarse más bien en obtener las condiciones necesarias para la maratón.
La segunda es que la tentación de la ambigüedad forzada y calculada con la que en ocasiones se quieren conciliar intereses irreconciliables no siempre resulta la mejor opción. Y no es sólo por la lesión a la seguridad jurídica (que seguramente ya bastaría), sino porque la terca experiencia nos muestra como en el medio y largo plazo, en la carrera de fondo, lo más probable es que no ninguno de los intereses del mix acabe alcanzándose.
Me preocupan, en realidad, los reguladores del resto del mundo, porque los españoles conocen bien el viejo dicho que a todos nos han dicho desde pequeños en algún momento… No se puede soplar y sorber al mismo tiempo.