El Dedómetro

En nuestro reciente estudio del índice de gobernanza de las instituciones españolas en la AIReF defendíamos la relevancia que tiene para la calidad de nuestro Estado de derecho el buen funcionamiento de las instituciones. El tener malas o buenas instituciones tienen un efecto directo sobre nuestro bienestar social y sobre la salud de nuestra economía. Y si queremos buenas instituciones necesitamos que estén dirigidas por buenos profesionales. Los mejores disponibles en cada momento, con un profundo conocimiento y experiencia sobre el tema correspondiente, con reconocida capacidad de gestión, con amplitud de miras y con independencia para tomar las mejores decisiones al servicio de los intereses generales. Profesionales formados y conocedores de sus materias y alejados de los, normalmente egoístas y cortos de mira, intereses partidistas. Es la meritocracia frente a la politización y el amiguismo, la búsqueda del bien común frente a la extracción de rentas con fines interesados. Un asunto que hemos tratado de forma recurrente en nuestro blog, y del que existe evidencia empírica que muestra que “contar con una burocracia meritocrática —no politizada— tiene un efecto positivo y significativo sobre la calidad de gobierno en democracias avanzadas” como la española (Lapuente, 2010, párr. 1).

Pero medir el nivel de ocupación partidista de las instituciones no es tarea sencilla. Tradicionalmente se ha hecho por países o regiones usando encuestas a expertos o análisis de percepciones (Charron, Dahlström, & Lapuente, 2016). Un buen ejemplo son los análisis basados en los datos —del año 2013— proporcionados por The Quality of Government Institute (University of Gothenburg, Sweden, 2019) sobre la percepción que tienen 85.000 ciudadanos de 24 países europeos sobre si el éxito en el sector público se debe al trabajo duro (meritocracia) o a los contactos y la suerte (sistema politizado) [1. Para ello usan una escala de 1 a 10, donde 1 indica meritocracia perfecta y 10 relevancia exclusiva de los contactos y la suerte]. Esta encuesta es interesante porque, además, permite analizar la visión de los empleados públicos por un lado y del resto de la sociedad por otro.

Y España está, como es habitual, en una posición intermedia poco reconfortante, especialmente en cuanto a la percepción de los ciudadanos que se sitúa en un 6,55 (recordemos que la escala va de 1 —mejor— a 10 —peor—). Estamos peor que los países considerados tradicionalmente más “avanzados” como los nórdicos, Reino Unido, Alemania, pero mejor que otros países mediterráneos como Italia, Portugal o Grecia. Lo habitual. Todo ello se ve en el siguiente gráfico:

En España también llama la atención la diferencia tan acusada entre la percepción de los empleados públicos y los ciudadanos (mayor cuanto más se aleja el valor de la diagonal). Si entramos en el detalle por comunidades autónomas y empezando por la percepción de los ciudadanos, vemos que en la cola se encuentra Cataluña con un 6,88. Los ciudadanos catalanes perciben que su administración está fuertemente politizada y es poco meritocrática. Una revelación poco sorprendente con todo lo que estamos viendo. Llaman la atención las proclamas de algunos líderes catalanes manifestando que quieren convertirse en la Dinamarca del sur de Europa. De momento parece que les queda un camino bastante largo por recorrer, mejor harían en ventilar un poco su administración. Le siguen de cerca Andalucía y Galicia, resultados esperables. En cualquier caso, todas las comunidades se mueven en un estrecho margen de 1 punto.

Si analizamos la percepción de los empleados públicos la peor situada es Andalucía. Los funcionarios de Andalucía son los que consideran que su administración es la menos meritocrática, lo cual después de varias décadas de gobierno del mismo color no resulta nada sorprendente. En cualquier caso, también aquí todas las comunidades se mueven en un estrecho margen.

Pero lo que resulta más curioso que los empleados públicos tienen una percepción de su administración más meritocrática que el resto de los ciudadanos. En algunas comunidades, como Baleares, esa diferencia se acerca a los 2 puntos. Es un asunto relevante y que denota cierto alejamiento entre la burocracia y la ciudadanía y que pide ser investigado. Puede que los empleados públicos ya se hayan acostumbrado a ese entorno politizado y lo consideren normal (o incluso saquen rédito de él), mientras que los ciudadanos, que lo ven con cierta distancia, tengan una percepción menos sesgada de la realidad; pero también podría ser que los ciudadanos, como clientes del sistema, sean más críticos y tengan una opinión con un sesgo demasiado negativo sobre la situación real.

En cualquier caso, malos resultados. Solo 3 comunidades consiguen bajar del 5 en la percepción de los empleados públicos y todas se encuentran por encima del 6 en la percepción de los ciudadanos [2. Para ser justos, Murcia baja del 6 con un 5,98].

Efectivamente, ya sabemos que, en nuestro país, el cambio de Gobierno lleva aparejada la rotación de cientos o miles de puestos de responsabilidad en las instituciones, puestos en la mayor parte de las veces de perfil técnico, pero que nuestra clase política se ha acostumbrado a manejar a su antojo para colocar a amigos, acólitos y “leales”. En definitiva, para saldar las deudas de nuestro sistema clientelar. Y los ciudadanos, así lo perciben.

Esta “ocupación” institucional tiene varios efectos muy perversos. El primero, en nuestra opinión el más visible pero menos grave, es el despilfarro de fondos públicos para “financiar” a toda esa grasa del sistema, gente que aporta muy poco, sin preparación ni experiencia para desempeñar los puestos asignados. Y decimos que es el menos grave porque, aunque tiene un impacto económico, este es conocido y acotado. El segundo, menos aparente en el corto plazo, pero mucho más dañino, es el progresivo deterioro y el desprestigio de nuestras instituciones. Instituciones tan relevantes como correos, RENFE, la CNMV, el CIS, RTVE, sin una estrategia firme, que se ven sujetas a los intereses partidistas sin que se les deje desempeñar de forma eficaz las relevantes misiones que tienen encomendadas y que conducen irremediablemente a la pérdida de calidad de nuestro sistema democrático y nuestro estado de derecho con todas las consecuencias sobre el conjunto de la sociedad y la economía. Y finalmente, la eliminación de contrapoderes entre los políticos y los gestores públicos en un sistema clientelar fomenta un entorno mucho más proclive a la corrupción [3. Hay evidencia empírica del efecto de la falta de meritocracia en la corrupción e ineficiencia de las administraciones (Charron, Dahlström, Fazekas, & Lapuente, 2016; Charron, Dahlström, & Lapuente, 2016; Mueller Hannes, 2015).] con todos los efectos perversos que eso conlleva, entre otros la merma de confianza en el sistema y el auge de peligrosos movimientos populistas. Seguramente sería más rentable para nuestro país mantener a toda esa panda de allegados pagándoles un sueldo en sus casas, pero permitiendo que se pudieran contratar a buenos e independientes profesionales al frente de las instituciones.

Datos como los analizados en este post nos permiten llegar a conclusiones muy interesantes. Pero tienen una importante carencia; solo nos permiten hacer análisis agregados sin entrar en el detalle de cada institución. De hecho, ni siquiera sabemos si los resultados se refieren a la administración central, la autonómica o la local.

Por eso, desde Hay Derecho hemos decidido poner en marcha el “dedómetro”.

Queremos entrar en el detalle de cada institución, conocer quienes las dirigen y qué perfil tienen, tanto en la actualidad como su evolución histórica, para poder reconocer a aquellas instituciones que se han esforzado por contar con los mejores profesionales y señalar con claridad aquellas otras que han dejado de estar al servicio del bien común para ponerse al servicio de los partidos. Queremos, en definitiva, poder sacar conclusiones que faciliten la rendición de cuentas y la toma de decisiones en cada una de las instituciones.

Aunque nos gustaría abarcar todo el sector público español, tenemos necesariamente que reducir la muestra porque en España existen nada menos que 18.780 entes públicos, lo que da idea de la magnitud del trabajo. Una interesante reflexión que dejamos para otro momento es si de verdad se necesitan ese número de entes públicos para gestionar la administración pública en España. La siguiente gráfica muestra el número de entes públicos por nivel de la administración e España [4. Todos los datos de los entes públicos los hemos sacado del inventario de entes públicos del Ministerio de Hacienda (Hacienda, 2019).].

Si nos restringimos al sector público estatal, el número se reduce considerablemente hasta los 452. En cualquier caso, un número muy elevado que se distribuyen así según su forma jurídica:

En una primera fase nos vamos a centrar en aquellas instituciones de la AGE —después entraremos en comunidades autónomas y entidades locales— donde consideramos que la meritocracia es especialmente importante y exigible: empresas públicas y entes públicos empresariales por su propia naturaleza de carácter empresarial (suman un total de 117 sociedades mercantiles y 14 entes públicos empresariales) y aquellas entidades públicas de especial relevancia por sus cometidos (otras 20). Nuestro objetivo es hacer un análisis retrospectivo de los últimos 15 años con lo cual abarcaríamos gobiernos de distinto color (Zapatero, Rajoy y Sánchez).

Ya hemos comentado que tradicionalmente los análisis sobre la meritocracia se han hecho en base a encuestas a expertos o encuestas de percepción a la ciudadanía. Nosotros queremos ir un paso más allá y analizar directamente el perfil de cada uno de los directivos públicos para ver si los conocimientos, experiencia y formación se corresponde a lo esperado para el puesto que ocupan (indicador de meritocracia) o si, por el contrario, no se ve ninguna relación razonable. Por tanto, es un trabajo complejo y ambicioso y lo vamos a llevar a cabo utilizando crowd-tasking, es decir contar con voluntarios que se adjudiquen una institución y se encarguen de la búsqueda de datos y del análisis correspondiente a la misma. Para garantizar la calidad y homogeneidad de los resultados hemos definido una detallada metodología y plantilla de trabajo que tienen a su disposición —cualquier ayuda será bienvenida.

Aunque sabemos que los cambios son lentos y difíciles, creemos que este proyecto aportará un valioso granito de arena a la mejora de nuestro entramado institucional. Nuestro objetivo es mantener el dedómetro actualizado, proporcionar los resultados en formatos muy amigables y darle mucha difusión. Queremos que cualquier ciudadano, desde su ordenador o su móvil, pueda conocer de forma cómoda y precisa el nivel de ocupación de nuestras instituciones. Y todos los años haremos un “reconocimiento” a los dedos más gordos y feos. Por lo menos que los dedazos no queden impunes.

#JuicioProcés: los testimonios de violencia y el valor de la retransmisión en directo

En las tres sesiones que conformaron la sexta semana del Juicio, asistimos a las declaraciones testificales de hasta 24 agentes de la Guardia Civil que realizaron las entradas y registros en diversas sedes y que elaboraron los atestados que constataban los hechos que presenciaban y el análisis de la documentación incautada.

El peso de las testificales para la malversación y la rebelión

La consecuencia de esas declaraciones es sencillamente demoledora, tanto por lo que se refiere a la existencia del delito de malversación como a la existencia de la violencia que integra el delito de rebelión, por el contrario, al de sedición.

En lo que respecta al delito de malversación, si bien no nos detendremos en el análisis de cada uno de los pagos y contratos que constituyen los escritos de acusación, sí que es preciso destacar la declaración de Felipe Martínez Rico, a la sazón Subsecretario de Hacienda, que abrió de par en par las puertas al delito señalando claramente que la deuda contra el Erario Público no se generó por el pago, sino antes, cuando se genera la deuda.

Por otro lado, en relación con el delito de rebelión, los testimonios de los guardias civiles acerca de la violencia fueron realmente escalofriantes; máxime si tenemos en cuenta que son funcionarios acostumbrados a vivir situaciones de tensión. Además de relatar cómo fueron objeto de insultos y escupitajos, describieron graves incidentes de tensión (“la multitud se agolpó de tal manera que quisieron sustraer al detenido de la cápsula de seguridad… algo inaudito. Lo agarraban por el cuello, lo agarraban por las ropas, intentaban sustraerlo de los guardias civiles que los llevábamos”). Así, no sólo alcanzaron a asegurar que se mascaba el miedo”, sino que a alguno, incluso, se le llegó a quebrar la voz cuando dijo que en toda su vida profesional jamás había visto tanto odio en los ojos de la gente, y sólo por estar haciendo él su trabajo.

Ya saben, la revolución de las sonrisas…

El Juicio en streaming: un acierto del Tribunal

Por otro lado, habiéndose celebrado ya veinte jornadas del Juicio, podemos considerar que se la decisión del Tribunal Supremo de retransmitirlo en directo ha sido una de las más acertadas.

Así, si bien se adoptó con la finalidad de evidenciar la mayor transparencia posible, la realidad es que también nos está permitiendo apreciar, a simple vista, si las alegaciones de las defensas sobre vulneración de sus derechos de defensa tienen algún recorrido. Principalmente por la limitación del interrogatorio de los testigos al estricto ámbito que haya delimitado la parte que lo ha propuesto, y por la no emisión simultánea de los videos del 20 y 21 de septiembre y del 1 de octubre, a la vez que se realizaba el interrogatorio de los Guardias Civiles que participaron en esos eventos.

Y la respuesta en ambos casos es no.

Si uno ve la escena en vivo, las alegaciones y citas de artículos constitucionales y de derecho internacional sobre vulneración del derecho de defensa realizadas en un lenguaje jurídico, decaen ante la normalidad del interrogatorio y lo innecesario de visionar un momento del mismo. Por ejemplo, del 20 de septiembre en la Consejería de Economía, cuando el testigo está declarando sobre lo que vio o percibió.

Quizá es por esto que las defensas ya han presentado, al menos, cuatro escritos dirigidos al Tribunal quejándose de las alegadas vulneraciones de sus derechos. ¿Por qué lo hacen si ya las han hecho de viva voz en el acto de juicio y hay constancia grabada de todo ello, siendo por tanto, a efectos legales una reiteración innecesaria?

Pues porque un escrito bien redactado en lenguaje jurídico con amplias citas internacionales permite crear una realidad paralela a la que se está dando en el Juicio y permite difundirlo a la prensa nacional e internacional, a pesar de que su contenido decae plenamente con el sólo cotejo del video grabado.

Y a este intento de crear un juicio paralelo por escrito se ha referido precisamente, esta semana, el Presidente de la Sala.

Resulta a su vez interesante apreciar cómo las defensas, a la vez que alegan vulneración de derechos de defensa, intentan impedir que los testigos verbalicen determinados hechos de los que han tenido conocimiento mediante la lectura o escucha posterior de conversaciones grabadas.

Esto lo hemos podido ver esta semana con respecto a un alto cargo detenido, que ordenó por teléfono a su secretaria tirar por el balcón todos los papeles que había en una mesa ante la llegada de la Guardia Civil.

La defensa protestó porque tal conversación ya constaba en la prueba documental y no era necesario que el testigo los verbalizara; ¿y por qué? Pues porque no es lo mismo una conversación transcrita que una alegación retransmitida en streaming ante el público general.

En definitiva, como decimos, un acierto que seguramente ayudará en posteriores impugnaciones ante tribunales internacionales.

Función Pública, Selección e Interinos: 10 Puntos Críticos

“Todos los ciudadanos (…) son igualmente admisibles a todos los empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y la de sus talentos”

(Artículo 6 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789)

Hace unos días desde un medio digital se me plantearon una serie de cuestiones en relación con los procesos selectivos que se estaban realizando por las Administraciones Públicas y, más concretamente, se solicitaba mi opinión sobre una proposición de ley que había presentado un Grupo Parlamentario (Podemos) en una Asamblea Legislativa autonómica (Comunidad de Madrid) que tenía por objeto “hacer funcionarios (en verdad, personal estatutario)” a todos los interinos por medio de un concurso de méritos, sin realizar por tanto pruebas selectivas (oposiciones) que midieran conocimientos, destrezas, actitudes o aptitudes (esto es, las competencias que cada candidato debe acreditar para el desarrollo de las funciones y tareas del puesto de trabajo). En esta entrada recojo ampliadamente algunas ideas-fuerza sobre esa compleja cuestión, pues sin duda estará viva en el debate político, sindical y funcionarial de los próximos años. Y conviene tener, al respecto, las ideas claras; pues, como expuso el filósofo François Jullien, “equivocarse de conceptos lleva a atascarse en un falso debate, que por tanto carece de salida” (La identidad cultural no existe, Taurus, 2017, p. 16).

1.- La tradicional falta de previsión de efectivos (planificación) en la cobertura de vacantes en las administraciones públicas españolas, unido al cierre a cal y canto de las ofertas de empleo público (la manida tasa de reposición de efectivos) durante la larga noche de la crisis fiscal (aún no superada definitivamente), han generado una enorme bolsa de personal interino o temporal (de varios centenares de miles de personas) en el sector público (particularmente en las administraciones autonómicas y locales). Esta es la razón de que, a partir de las leyes de presupuestos generales del Estado de 2017 y 2018 se haya incluido, aparte de la tasa general y las excepciones a aquella, una “tasa adicional de reposición de efectivo por sectores para la estabilización del empleo temporal” (que no es lo mismo que la estabilización de empleados públicos interinos, aunque para los sindicatos del sector público ambas cuestiones sean intercambiables). Cualquier convocatoria de “procesos selectivos” de carácter masivo que pretenda tales fines se “negocia” con los sindicatos (algo inicialmente prohibido por el EBEP) y el resultado es que tiende a disminuir (o incluso anular) el rigor en la comprobación del mérito y de la capacidad (competencia), aparte de bastardear el principio de igualdad.

2.- Precedentes de “pruebas selectivas de aplantillamiento” de personal interino y temporal a través de vías espurias ha habido de todo tipo a lo largo de la Historia (también hubo, en su día, “oposiciones patrióticas”; ahora que está tan de moda rememorar viejos fantasmas), especialmente en un país que ha ninguneado hasta su completa deformación el principio de mérito. En la década de los ochenta y noventa proliferaron este tipo de convocatorias, como recientemente ha estudiado Xavier Boltaina (Véase su trabajo y otros muchos sobre temas similares recogidos en el número 14-2 monográfico sobre “Repensar la selección” de la RVOP, editada en abierto por el IVAP: http://www.ivap.euskadi.eus/r61-vedrvop/es/contenidos/informacion/rvgp_ultimo_numero/es_def/index.shtml). Y ese modus operandi se ha trasladado casi treinta años después a los “procesos selectivos” que las administraciones autonómicas y locales están convocando en estos últimos años. Cabe afirmar así que donde no existe el principio de mérito o este es débil, no hay ni puede haber función pública profesional. Y donde esa profesionalidad no se acredita, el reino del favor, cuando no la corrupción, irrumpen en la escena pública. Los servicios públicos se ven afectados y esas disfunciones terminan cayendo sobre la propia ciudadanía, que es quien mantiene con sus contribuciones el denso sistema burocrático. En España la debilidad del principio de mérito es una de las patologías más serias que castran la calidad de nuestras instituciones públicas.

3.- Vaya por delante que la pretensión de que se aplantille a funcionarios públicos interinos sin realizar ningún tipo de oposiciones es una burla injustificable del principio de igualdad y de libre concurrencia, por tanto una operación marcadamente inconstitucional (aunque los estándares de control de la jurisdicción, también de la constitucional, sobre malas prácticas en este campo son en ocasiones poco exigentes). Esa propuesta no es de recibo, es demagógica y nada ética, amén de irresponsable en términos político-sindicales. Las pruebas de acceso al empleo público deben ser lo suficientemente exigentes para que ingresen en el servicio público los mejores profesionales y que, así, tales personas presten a lo largo de su vida activa servicios públicos de calidad a la ciudadanía. No cabe confundir a la Administración Pública o al sector público con una institución de beneficencia, aunque algunos lo pretendan. En el empleo público deben trabajar, como ya se decía en los orígenes de la Revolución francesa, las personas que acrediten mayores capacidades, virtudes y talento. Da la impresión en que en 240 años no hemos aprendido nada.

4.- Ese planteamiento que asume una reivindicación de determinadas plataformas de interinos conlleva nada más y nada menos que se elimine la fase de “oposición” de las actuales pruebas selectivas de acceso a la Administración Pública y que solo se lleve a cabo un “concurso de méritos”, algo que solo se puede prever excepcionalmente por Ley.  Pero este ablandamiento de las pruebas de acceso hasta eliminarlas de facto realmente, olvida además que buena parte de los procesos de “concurso-oposición” tal como se están ejecutando en muchos ámbitos en el sector público no son realmente “pruebas selectivas”, sino que se han transformado en un mero sistema dirigido a ordenar la entrada (por el transcurso del tiempo) como funcionarios de carrera del persona interino. En efecto, difícilmente se puede calificar de oposición, en sentido literal, unas pruebas que son superadas en esta fase en muchos casos por el 80, 90 o 95 por ciento de los aspirante. Ese sistema solo tiene una función: llevar a cabo pruebas de oposición blandas (o incluso en algunos casos puramente retóricas) para que entre en juego como factor dirimente la fase de concurso. Y en esta fase como es obvio también hay truco, pues solo pesan los “méritos” mal entendidos, dado que lo importante es el tiempo en el que se ha estado como interino o la antigüedad pura y dura, así como los títulos, postgrados o programas de formación a los que se haya asistido). Así, lo determinante para acceder a un empleo público vitalicio (esto es, durante toda la vida hasta la jubilación) es el tiempo en el que se ha estado como interino o temporal y, asimismo, los méritos de carácter formal. Todos esos empleados públicos así ingresados vivirán el resto de sus días del erario público, sean buenos, regulares o malos profesionales, pues nada de eso se acreditará en las pruebas “de entrada”. Los conocimientos efectivos o las destrezas contrastadas no cuentan realmente, al menos  en la mayor parte de los casos. Tampoco las aptitudes o actitudes. Dicho más llanamente: el sistema de entrada (que no selectivo) no es competitivo ni de libre concurrencia, no acceden los mejores ni los que acrediten más méritos efectivos. Los sindicatos del sector público (a no confundir con el sindicalismo del sector privado) han blindado los procesos de acceso con esas claves, entendiendo lo público como algo colonizado a favor de sus clientelas sindicales de afiliados. Como siempre se hace a lo largo de nuestra historia reciente se invoca la excepcionalidad (derivada de las altas tasas de interinidad, factor objetivo) para no aplicar la normalidad (selección bajo los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, factor constitucional).

5.- Se invoca como pretendido argumento de autoridad que tal personal interino lleva muchos años en esa condición en la Administración Pública. Y ello es cierto. Pero nadie pondrá en duda que ingresaron con tal carácter, siendo plenamente conscientes de ello. También se dice que es necesario regularizar una situación excepcional que afecta –como decía- a centenares de miles de personas, pues la Administración, unas veces (muchas o la mayor parte) por desidia o falta de previsión (carencia de planificación) y otras por cierre de las ofertas de empleo público como consecuencia de la contención presupuestaria en los largos años de crisis, lleva tiempo sin convocar pruebas selectivas. Nadie negará que esto es cierto, pero tampoco podrá negarse que, salvo supuestos específicos que habría que reconocer y tratar de forma discriminada o individualizada, el acceso a la condición de personal interino se ha producido en algunas ocasiones sin pruebas selectivas o, en su caso, mediante bolsas de trabajo o criterios escasamente exigentes. Hay, incluso, interinos que accedieron a tal condición directamente, mediante valoración del curriculum o con una mera entrevista. Obviamente esas escasas exigencias de ingreso se debía a que la función que debían desarrollar era interina y no de carácter estructural. Pero ahora, hete aquí, que se pretende transforma en definitiva.

6.- ¿Cómo resolver realmente este problema, que ciertamente es cuantitativamente grave y probablemente requerirá medidas ad hoc para articular soluciones efectivas? Evidentemente todo dependerá de cómo se articulen los procesos selectivos. Si seguimos así, como se viene haciendo hasta ahora, el sistema se perpetuará y los que queden sin plaza o simplemente aprueben alguna de sus fases o ejercicios, serán llamados más temprano que tarde para ejercer de interinos y continuar sedimentando definitivamente los procesos de acceso como sistemas de ordenación de la entrada de interinos como funcionarios de carrera, cerrando el paso al resto de los mortales y a la incorporación del talento externo. Tema enquistado. Hay, por tanto, que repensar el modelo. Lo de menos es el nombre o denominación, lo sustantivo es el trazado. Los años en el ejercicio de una función solo acreditan que se ha estado, no qué se ha hecho ni cómo se ha hecho. Al no existir evaluación del desempeño, la antigüedad se transforma en un factor dirimente esencial. Y ello en sí mismo no es justo. Se pueden hacer procesos selectivos bajo el patrón de concurso-oposición que sean razonablemente serios, que puntúen los méritos efectivos y que midan correctamente los conocimientos y destrezas, así como las aptitudes y actitudes. Algunas Administraciones españolas (pocas) lo hacen, pero antes han de sortear las presiones sindicales, que sólo quieren “aplantillar” a los que ya están.

7.- Dejemos ahora de lado la selección de los cuerpos de élite de la AGE, que no es objeto de estas reflexiones. Las democracias avanzadas seleccionan a los funcionarios públicos con exigentes criterios y pruebas que miden más la inteligencia y las destrezas (ejercicios prácticos), sin peso determinante de pruebas de contenido exclusivamente memorístico, aunque en algunos casos las pruebas de conocimiento (Francia) tienen peso determinante, pero con una factura muy diferente a la nuestra (sobre el tema: Clara Mapelli, RVOP 14-2, 2018). La calidad de las instituciones, también de la función pública, depende mucho de cuáles sean las exigencias para acceder a ellas. El concurso de méritos puede ser un procedimiento adecuado para puestos de alta cualificación por personas que ya han acreditado a lo largo de la vida profesional disponer de los conocimientos y destrezas necesarios para el desempeño de las funciones del puesto, sobre todo si ese concurso se articula con la realización de entrevistas conductuales estructuradas que delimiten la trayectoria profesional de tales candidatos. El concurso de méritos no puede pretender ser aplicado como método de “selección” para todos los empleos, pues de ser así se sancionaría la entrada en Administración por la puerta falsa, con desprecio absoluto del principio de igualdad, mérito y capacidad. Ciertamente, no es fácil encontrar una solución razonable, pero como siempre lo adecuado está en el punto medio. Al ser configuradas como pruebas selectivas “libres”, despiertan muchas expectativas en la propia  ciudadanía. Y no se pueden defraudar tales legítimas expectativas de acceder en condiciones de igualdad a un empleo público de legiones de jóvenes o menos jóvenes, menos aún estafar a los ciudadanos.

8.- Por tanto, alguna solución habrá que arbitrar para que el equilibrio entre los principios constitucionales y la terca realidad puedan cohonestarse cabalmente. No cabe olvidar que, en efecto, dentro de esas amplias bolsas de interinidad se encuentran personas con edades que superan los 40 y 50 años (los hay también cercanos a la jubilación), con dificultades objetivas (dado que trabajan en las Administraciones Públicas en régimen de jornada completa) de encontrar tiempo para preparar procesos selectivos convencionales (largos temarios que se deben memorizar) y, por tanto, difícilmente pueden competir en ese terreno con personas recién graduadas de la Universidad, con mucho más tiempo libre para preparar ese tipo de pruebas y con más frescura, por razones obvias, a la hora de retener memorísticamente tales temarios. Expuesto así el problema, conviene buscarle una solución. Pero cualquier solución que se busque debe eludir los atajos que persiguen preterir los derechos del resto de ciudadanos que tienen salvaguardado constitucionalmente el derecho de acceder a los empleos públicos de acuerdo con la igualdad, el mérito y la capacidad que cada uno de ellos acredite en procesos competitivos y abiertos. No es un tema menor.

9.- La solución, a nuestro juicio, se trata de identificar exactamente que este momento “selectivo” es realmente excepcional, puesto que obedece a un contexto ya explicitado y al cual se ha de buscar respuestas adecuadas y proporcionadas.  Pero esa excepcionalidad no implica que se deban rebajar los estándares de acceso hasta límites esperpénticos (como ablandar la fase de oposición hasta desfigurarla, algo que se hace con enorme frecuencia en este tipo de procesos), sino que cabe perfectamente cambiar el formato de pruebas selectivas donde en este momento excepcional se haga mayor hincapié en pruebas de carácter práctico (donde se acrediten las destrezas necesarias para el correcto desarrollo de las tareas; esto es, demostrar que el candidato sabe hacer o desarrollar las tareas propias del puesto de trabajo) y, en todo caso, se añada alguna prueba de conocimientos pero exenta de mero contenido memorístico y articulada sobre las funciones de los puestos a cubrir y con menor peso específico. Todo ello sumado a la configuración de una entrevista conductual estructurada que, al menos para las plazas de nivel técnico o facultativo superior, se añada como medio de valorar la trayectoria profesional de los candidatos en la fase de concurso, junto con los años de servicios prestados y la formación acreditada, dando preferencia a la formación evaluada y a la gestión de la diferencia que ello implica. Mientras no se evalúe el desempeño en el período de interinidad no caben otras soluciones.

10.- Con esta propuesta no me cabe duda alguna que buena parte del personal interino que presta actualmente servicios en las Administraciones Públicas (aquel que desempeña sus funciones con exquisita corrección, que es la mayor parte)  terminaría superando un proceso selectivo que se diseñe racionalmente y obteniendo la plaza correspondiente. Pero asimismo se lograría que las “pruebas selectivas” estén dotadas de un mínimo de seriedad, sin degradar la imagen de la Administración Pública y su necesaria objetividad, facilitando asimismo que entren también personas que acrediten talento y un desarrollo profesional adecuado por mucho que no tengan la condición previa de interinos, y se salvaguardaría en última instancia disponer, en suma, de una Administración profesional al servicio de la ciudadanía. Superado ese momento excepcional (planteado en una o, máximo, dos convocatorias), se debería dar paso al momento de captación externa del talento, en el que de una vez para siempre (a ver si es verdad), tras llevar a cabo una gestión planificada de vacantes (Gorriti, 2018) y cambiar el modelo de ingreso, se debería erradicar definitivamente de nuestro sistema de acceso el peso del tiempo de interinidad como factor o elemento a tener en cuenta, suprimir incluso la fase de concurso y establecer otro diseño de pruebas selectivas en el que el coeficiente de validez de las mismas sea adecuado y se apueste de forma decidida por evaluar conocimientos básicos necesarios para el correcto ejercicio de las tareas, dar mayor peso a las destrezas y mucho mayor aún en su calidad de su valor de predicción superior a la inteligencia (test psicotécnico), factor este último que será determinante en una Administración Pública en la que más temprano que tarde deberá hacer frente a la renovación intergeneracional y a la revolución tecnológica, dos factores de transformación radical del sector público en la próxima década.

 

Polarización: reproducción de la tribuna publicada en El Mundo

Si alguien nos hubiera dicho después de la irrupción de los nuevos partidos en el panorama nacional allá por el 2014 o 2015 que casi cuatro años después el escenario político sería tan complejo probablemente pocos lo hubiéramos creído. A priori, más partidos políticos en liza supone una buena noticia para una democracia representativa liberal: hay más oferta democrática, más pluralismo, más diversidad y una necesidad mayor de llegar a acuerdos con unos y con otros e incluso de intentar gobiernos de coalición. Si además los nuevos partidos vienen con ganas de renovar el sistema político y de adaptarlo a las nuevas generaciones para atender las necesidades de nuestra sociedad lo lógico era pensar que su irrupción solo podía ser para bien.

Y sin embargo lo que estamos viendo estos días no invita demasiado al optimismo, al menos en términos políticos. En línea con lo que está ocurriendo en otras democracias de nuestro entorno, la polarización política y social no deja de crecer y las posturas de los partidos están cada vez más alejadas. Los viejos y los nuevos partidos compiten de nuevo en el eje derecha-izquierda que algunos quizás prematuramente pensábamos que estaba relativamente amortizado. Es más, esa competición a cuatro radicaliza las posturas hacia la izquierda y la derecha respectivamente vaciando el centro político. Nada por otra parte que no veamos en otras democracias liberales. Pero en España el problema añadido del nacionalismo y en particular la amenaza del independentismo catalán endurece particularmente las posiciones y suscita un nuevo eje de competición electoral de corte identitario que se superpone al anterior y que contribuye todavía más a la confusión en la medida en que algunos partidos situados a la izquierda se manifiestan como identitarios esencialistas (pero de identidades no españolas) y algunos situados más a la derechas como identitarios no esencialistas (pero de la identidad española) pasando por toda la escala de grises intermedia. El caos político resultante no es desdeñable, con partidos de izquierdas demostrando una gran comprensión hacia procesos de nacionalismo excluyente de corte xenófobo que son muy similares a los movimientos de ultraderecha de Italia o Francia, acusando a los partidos a su derecha que defienden la unidad nacional de crispar la convivencia o directamente de fascistas o fachas, en la versión castiza. Un panorama poco alentador.

El problema es que la polarización política y no digamos ya la social puede llevar a la ingobernabilidad y sobre todo a la imposibilidad de realizar las reformas estructurales que el país pide a gritos y que es difícil, por no decir imposible, que se puedan abordar desde políticas de bloques, suponiendo, que es mucho suponer, que alguno de los bloques alcance la mayoría suficiente para imponerse al otro. La presente legislatura es una buena prueba de ello; cuando termine podremos hacer el balance no tanto de lo que se ha hecho –poco- si no de lo que se ha dejado de hacer por falta de acuerdos transversales, que es casi todo. Ya se trate de pensiones, educación, desigualdad, reforma fiscal, lucha contra la corrupción, mercado de trabajo, regeneración institucional o solución del problema político catalán en poco hemos avanzado más allá del diagnóstico, cada día más afinado por los expertos y la sociedad civil y cada día más impotente. Cada uno puede escoger su problema favorito con la seguridad de que cuando termine esta legislatura seguirá en el mismo punto que cuando empezó.  Pero el tiempo se agota y con él la paciencia de los ciudadanos.

La pregunta es cuánto tiempo puede soportar una sociedad crecientemente polarizada una sucesión de gobiernos y de parlamentos inoperantes y gesticulantes, con los consiguientes costes de oportunidad. Y más una sociedad que ha hecho un curso acelerado de maduración cívica, de manera que se muestra mucho más exigente con sus élites que hace cuatro años. Lo que antes se toleraba (a veces por pura ignorancia y desconocimiento) ahora sencillamente no se aguanta. La entrada en la cárcel –que casi ha pasado inadvertida por descontada- de personajes como Rodrigo Rato, antaño todopoderoso Vicepresidente del Gobierno y Ministro de Economía además de Presidente del FMI nos da una idea de los cambios que hemos experimentado como sociedad. Pero precisamente cuando los españoles nos hemos despertado y demandamos neutralidad institucional, separación de poderes, luchar contra el clientelismo, ética pública, políticas basadas en evidencias o rendición de cuentas (demandas todas ellas propias de democracias avanzadas sin las cuales es difícil resolver los problemas que tenemos) resulta que nuestros principales partidos responden con una oferta donde estas cuestiones desaparecen o son escamoteadas tras una lluvia de descalificaciones e insultos. El adversario o competidor político o incluso el aliado de ayer -no está tan lejano el pacto fallido del PSOE y Cs que incorporaba una serie de reformas estructurales muy ambiciosas- se ha convertido en un enemigo mortal al que no se le reconoce ninguna legitimidad moral. No olvidemos que convertir el reproche político en reproche moral es un rasgo típico de intolerancia.

Pues bien, si hay algo preocupante en una democracia liberal que pretende seguir siéndolo es la intolerancia frente al adversario, máxime cuando el voto está muy fragmentado y es imprescindible llegar a acuerdos para poder gobernar. Si además hay que reformar aspectos esenciales de un sistema político e institucional que se está quedando obsoleto a ojos vistas para enfrentarse con los retos de una sociedad muy distinta a aquella para la que fueron diseñados lo deseable es que estos acuerdos sean lo más amplios posibles. Algo parecido a lo que España pudo conseguir –no sin mucho esfuerzo y generosidad por parte de todos- en 1978 cuando desmontó una dictadura nacida de los movimientos fascistas de los años 30 del pasado siglo convirtiéndola en una democracia moderna que, con todos sus problemas, era y es perfectamente homologable con la de otros países avanzados.  Por eso la crisis que padece es también muy parecida a la que están sufriendo nuestros vecinos.

En todo caso no debemos olvidar que los datos objetivos nos demuestran que España es un buen sitio para vivir. Los estudios nos dicen que nuestra esperanza de vida será la más alta del planeta en 2040 cuando superaremos a Japón, o que nuestro sistema sanitario es el tercero más eficiente del mundo. También que somos el quinto país más seguro para vivir, y, lo que es muy interesante, que los españoles en conjunto no tenemos sentimientos de superioridad sobre los vecinos ni padecemos de la fiebre del supremacismo, al menos por ahora. Afortunadamente los brotes de supremacismo catalán no nos han contagiado al resto. Los estudios sociológicos muestran que nuestra tolerancia hacia la diversidad y la inmigración es también muy alta mientras que nuestra conciencia nacional relativamente débil, lo que es también una ventaja para organizar la convivencia en torno a un patriotismo cívico o a la coexistencia de varias identidades no esencialistas o excluyentes. En este sentido, nuestra historia reciente puede ser una ventaja frente a la de otros países con un proceso de construcción nacional que siempre se ha considerado más exitoso, como Francia.

También es cierto que,  pese a todo lo anterior, tenemos una autoestima más bien baja al menos en términos comparativos: nos creemos peores de lo que somos, quizás porque somos conscientes de que podríamos hacerlo mucho mejor. No parecen malos mimbres para conseguir encauzar las cosas y resolver nuestros problemas que, después de todo, parecen menos graves y amenazantes que los que teníamos cuando murió Franco y que compartimos con todas las democracias liberales por lo que también es posible aprender de sus errores y cooperar con ellas para buscar posibles soluciones, especialmente en el ámbito de la Unión Europea.

Pero conviene no ser tampoco demasiado complacientes con nuestras indudables fortalezas. No podemos permitirnos otra legislatura perdida con gobiernos monocolores inoperantes y débiles y una polarización extrema que impida llegar a acuerdos transversales porque nos jugamos mucho, quizás el propio futuro de nuestra democracia liberal. Porque incluso una sociedad tan tolerante, abierta y resistente como la española puede ser incapaz de soportar mucho tiempo más una situación política que está tensando hasta el límite todas las costuras del sistema y unos políticos que no son capaces de detener la degeneración creciente de nuestra vida pública. Ya hemos visto en otros países lo que puede ocurrir cuando una parte importante de la ciudadanía se desentiende de sus instituciones democráticas porque piensa que sus opiniones y sus votos no sirven para nada y llega a la conclusión de que es mejor romper el tablero poniéndose en manos de un hombre fuerte, es decir, de un caudillo por emplear un término que lamentablemente no es familiar. Y es que, para bien o para mal, no somos tan distintos de nuestros vecinos.

Por ese motivo convendría que desde la sociedad civil marquemos el paso y no caigamos en los cantos de sirena que nos lanzan nuestros partidos porque aunque quizás les puedan suponer importantes réditos electorales a corto plazo también pueden poner en riesgo a medio plazo lo que tanto nos ha costado conseguir: nuestra democracia representativa liberal que, con todos sus fallos y sus necesidades de reforma, sigue siendo el mejor sistema de gobierno conocido y también el más adecuado para enfrentarnos a los retos del futuro.

 

 

 

 

 

Sobre los gastos originados por la consulta del 9 N, el referéndum del 1 0 y la financiación pública de dichos gastos

Los sucesos que se produjeron en Cataluña en septiembre y octubre de 2.017 constituyeron un intento de subvertir el orden constitucional, un intento de golpe de estado con el objetivo de lograr la secesión de Cataluña del resto de España, que culminó con la fallida declaración de independencia aprobada por la mayoría independentista del Parlamento de Cataluña el 20 de octubre, y tuvo gravísimas consecuencias políticas, sociales y económicas  para Cataluña y el resto de España.

El intento de golpe de Estado fue precedido por vulneraciones sistemáticas de la legalidad por parte del Gobierno de la Generalitat, vulneraciones que comenzaron varios años antes,  con la consulta ilegal del  9 de Noviembre de 2.014 , que constituyó una especie de ensayo del también ilegal  referéndum de independencia realizado el 1 de Octubre de 2.017 sin ningún tipo de garantías democráticas, y fue precedido por la aprobación por el Parlamento de Cataluña de las inconstitucionales leyes de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República,  suspendidas y posteriormente anuladas  por el Tribunal Constitucional.

Si bien desde el punto de vista jurídico es evidente que existen diferencias fundamentales entre ambas consultas, en lo que respecta a la financiación de éstas tienen un elemento común: la utilización de bienes y fondos públicos para realizar una actividad ilegal.

La realización de ambas consultas ha requerido una logística muy importante: locales públicos para realizar las votaciones, equipos y aplicaciones informáticos, tarjetas censales, comunicaciones a los miembros de las mesas, urnas, papeletas, publicidad, servicios de transporte, etc.

A principios del mes de octubre, tras concluir la fase de instrucción, el Tribunal de Cuentas inició el juicio de cuentas contra el expresidente de la Generalitat Artur Mas y varios exconsejeros de su gobierno por su responsabilidad en el desvío de fondos públicos para la consulta soberanista del 9 de noviembre de 2014. Con fecha 12 de noviembre se ha dictado la correspondiente sentencia, en la que se les ha declarado responsables contables directos, condenándoles a reintegrar a la Generalitat diversos importes en función de su participación en los hechos. El importe más elevado corresponde a Arthur Mas que deberá reintegrar aproximadamente 4,9 millones de euros. En este juicio no se han dilucidado responsabilidades penales sino patrimoniales.

En el caso de la consulta del 9 N el Gobierno de la Generalitat incluyó una memoria económica en el Decreto de convocatoria en la que se cuantificaban los gastos previstos y se indicaba la partida presupuestaria con que iban a ser financiados. Se trata de una mera estimación y   seguramente la realidad no se haya ajustado demasiado a la misma debido a que parte de los gastos no fueron realizados, al haberse declarado ilegal la consulta por el Tribunal Constitucional.

A diferencia de lo que sucedió con la consulta del 9 N, la gestión económica del referéndum ilegal del 1 de octubre de 2.017 fue totalmente opaca, es decir la Generalitat no aportó información sobre los gastos que estaba previsto realizar ni el modo en que se iban a financiar.  La opacidad era lógica porque el Tribunal Constitucional suspendió la Disposición Adicional de la Ley de Presupuestos de Cataluña en la que se instaba al Gobierno de la Generalitat a habilitar las partidas presupuestarias necesarias para financiar el referéndum ilegal, así como las partidas específicas previstas para procesos electorales, consultas populares y proceso de participación ciudadana.

En las semanas anteriores al intento de secesión, desde el Gobierno Rajoy se hicieron continuas manifestaciones acerca de la imposibilidad de que el referéndum se llevara a cabo ya que se habían establecido para evitar que se utilizaran fondos públicos para organizarlo. La realidad puso en evidencia a quienes hicieron estas temerarias manifestaciones.

Hace pocas semanas la Interventora General de Cataluña, investigada por tratar de impedir presuntamente conocer el coste del referéndum ilegal, utilizó para defender sus intereses procesales declaraciones del entonces ministro Cristóbal Montoro en las que manifestó que no se habían utilizado fondos públicos en la realización  del referéndum  ilegal y mencionó que el Ministerio de Hacienda había realizado comprobaciones complementarias a las que ella realizó con el mismo resultado, “salvo que nos hayan engañado” matizó.

Efectivamente el ministro Montoro afirmó enfática y reiteradamente en sede parlamentaria y en la prensa que no se habían utilizado fondos públicos en el referéndum ilegal. Entre las declaraciones del Ministro de Hacienda hay una especialmente reveladora al periódico El Mundo”: “Yo no sé con qué dinero se pagaron esas urnas de los chinos del 1 de octubre, ni la manutención de Puigdemont. Pero sé que no con dinero público”. Hay que suponer que tan temerarias e irresponsables manifestaciones se basaron en su confianza en la efectividad de los controles que el Ministerio de Hacienda realizó sobre los gastos de Cataluña y que culminaron a partir del 17 de septiembre en un control sobre los pagos que realizaba dicha Comunidad Autónoma. Dichas manifestaciones no fueron matizadas hasta abril de 2.018, admitiendo la posibilidad de engaño mediante falsificaciones o imperfecciones del procedimiento de control de pagos. Las matizaciones se realizaron después de habérsele requerido explicaciones por el juez Llarena. Cómo era previsible las manifestaciones de que no se habían utilizado fondos públicos, están siendo utilizadas como argumento de que no se ha producido delito de malversación por la defensa de los consejeros detenidos por intentar perpetrar el golpe de Estado.  Las investigaciones de la guardia civil están demostrando que las afirmaciones de Montoro no respondían a la realidad y que los controles efectuados por Hacienda no evitaron el desvío de fondos para financiar el referéndum ilegal.

En relación con lo anterior, cabe efectuarse la siguiente pregunta ¿Era posible evitar que se utilizaran fondos públicos para financiar el referéndum independentista y otros gastos ilegales relacionados con el intento de secesión? A continuación, aporto algunas reflexiones sobre esta cuestión, para posteriormente exponer mi opinión

  • En relación con la financiación pública del referéndum ilegal, se da por supuesto que dicha financiación la realizó la Generalitat. Desconozco las razones por las que parece haberse descartado de inicio que los ayuntamientos y diputaciones catalanes gobernadas por independentistas hayan participado en la financiación del referéndum ilegal. Quizás es tal la dificultad para investigar a 948 ayuntamientos, algunos de los, los más grandes, gestionan decenas de entidades con diversas formas jurídicas, que se ha decidido no investigarlos por falta de medios para hacerlo. Pero no se puede descartar que las urnas opacas de fabricación china y las papeletas las pagaran “a escote” unos cuantos ayuntamientos de esos cuyos alcaldes no solo retiraron la bandera española, sino que la tiraron al suelo para hacer patente su desprecio hacia España y los españoles. Tampoco es descartable que hubiera financiación privada. Parece lógico que la hubiera, teniendo en cuenta que alrededor de dos millones de catalanes son independentistas y buena parte de ellos apoyan las actuaciones ilegales llevadas a cabo.
  • A los solos efectos de continuar con la exposición sin mayores digresiones, vamos a suponer que el referéndum lo pagara íntegramente la Generalitat.

Para continuar el análisis en esta línea me parece necesario exponer algunos datos que nos aproximen al volumen y complejidad de la gestión económica que realiza la Generalitat:

  • El Presupuesto Consolidado de la Generalitat de Cataluña y sus entidades dependientes del ejercicio 2.017 ascendió a 38.061 millones de Euros.
  • Según datos oficiales del Ministerio de Hacienda el Estado “asignó” (en terminología de dicho ministerio) en 2.017 a Cataluña un importe de 28.534 millones de Euros, incluyendo en esta cifra los importes derivados del sistema de financiación autonómico, los mecanismos adicionales de financiación y los finalistas.
  • El Sector Público gestionado por la Generalitat de Cataluña está constituido según los Presupuestos de la Generalitat para 2.017 por las siguientes entidades.
  • La Generalitat.
  • 20 entidades sujetas a derecho administrativo
  • 27 sociedades mercantiles.
  • 2 entidades Comerciales
  • 44 entidades de Derecho Público
  • 34 fundaciones
  • 54 consorcios

Además, la Generalitat tenía participación no mayoritaria en 21 Entidades.

Considerando los datos existentes sobre el coste de las últimas elecciones autonómicas y el presupuesto del 7 N, y el importe de las partidas previstas en el Presupuesto de Cataluña de 2.017, que fueron declaradas inconstitucionales por el Tribunal Constitucional, en la medida en que se utilizaran para financiar el referéndum y que ascendían a 6,2 millones de euros. se puede concluir que por muy costoso que fuera el referéndum, el coste total probablemente es inferior a 10 millones de euros, sumando publicidad, urnas, papeletas, transportes, informática, observadores, etc. Sobre el coste de otras actividades realizadas por el Gobierno catalán para preparar la fallida independencia no es posible efectuar siquiera una aproximación, pero de su existencia tenemos noticia por las propias declaraciones del gobierno de la Generalitat y por los resultados publicados en algunos medios de las investigaciones realizadas por la Guardia Civil.

  • Si bien la cifra de 10 millones es una mera aproximación es suficiente para que cualquier profano en esta materia se haga una idea del reducido importe en términos relativos del coste del referéndum respecto de los gastos y pagos que realizan la Generalitat y sus entidades dependientes. Averiguar qué pagos correspondían a actividades ilegales era buscar un anillo enterrado en una playa. Si además no se dispone de un procedimiento adecuado para hacerlo, es imposible, salvo que alguien incluyera algún documento que contuviera la evidencia de un gasto ilegal, como de hecho ocurrió en Julio de 2.017 con dos partidas por importe total muy reducido de 44,9 miles de euro,  lo que sirvió como uno de los argumentos para  fundamentar uno de los Acuerdos de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos mediante los que se tomaron una serie de medidas de control de gastos y posteriormente de control de pagos ,  que anunció a bombo y platillo el ministro Montoro., y que instrumentó la Secretaría General de Coordinación Autonómica y Local  (SGCAL)órgano no especializado en efectuar controles. Dichos controles estaban basados en certificados de que los gastos no se destinaban al referéndum emitidos por interventores de la Generalitat en los casos en que la gestión estaba sometida a fiscalización previa, certificados basados a su vez en los emitidos por los máximo responsables de la gestión, o cuando no estaba sometida a fiscalización previa por los responsables económico-financieros. También certificaban los Directores de Presupuestos y de Política Financiera y cerraba la cadena de certificados uno de la Interventora General de Cataluña. A partir del 17 de septiembre de 2.017 se efectuó un control directo de los pagos.  Para realizar los pagos de gastos que el Estado realizaba se exigían listados de deudas firmadas por la Interventora General. Para los que realizaba la Generalitat a través de los bancos, certificados de los interventores cuando los gastos están sometidos a fiscalización previa o cuando no lo están declaraciones responsables de los gestores.

Caso de que existan informes firmados por funcionarios públicos en los que conste el alcance de los controles realizados por el Ministerio de Hacienda y su resultado, no se han hecho públicos, pero en todo caso es evidente que  la efectividad de un  control basado casi exclusivamente en una cadena de certificados, listados y declaraciones responsables en un contexto en el que era más que razonable sospechar que al menos una parte de los firmantes estaban del lado de quienes habían decidido quebrantar las leyes para conseguir sus aspiraciones políticas,  y que además  no incluye la revisión completa y exhaustiva de los expedientes de gasto, es de  muy limitada efectividad para el objetivo que supuestamente se perseguía. Las declaraciones en el Juzgado de la Interventora General de Cataluña en la que se pone de manifiesto la irrelevancia de las comprobaciones que realizaba evidencia que sus certificados no eran garantía de nada. Por otra parte, hay muy diversas formas de encubrir pagos ilegales sin que sea necesario que los firmantes de los certificados certifiquen en falso, cuando quienes ordenan realizar los pagos   disponen de todos los resortes del poder político. Por poner un ejemplo, entre muchos posibles, se pueden conceder subvenciones para financiar actividades variopintas a entidades gestionadas por personas afines al movimiento independentista, no necesariamente las más conocidas, que utilicen los fondos recibidos de la Generalitat o de entidades públicas dependientes de la misma para comprar urnas, papeletas o lo que sea necesario.

En conclusión, era prácticamente imposible evitar que la Generalitat utilizara fondos públicos para financiar el referéndum y otras actividades ilegales.

A mi juicio, es impensable que con el conocimiento que se les debe suponer del funcionamiento del sector público, Montoro y su equipo de altos cargos y asesores del Ministerio de Hacienda pensaran que un control de estas características podía tener la más mínima efectividad y que si no se detectaban pagos destinados a actividades ilegales era porque no se estaban utilizando fondos públicos en realizarlas.  Por eso la única explicación posible a las reiteradas y enfáticas declaraciones de Montoro, posteriormente ratificadas por el propio Rajoy, negando que se estaban utilizando fondos públicos en el referéndum es que querían transmitir a la opinión pública que estaban adoptando medidas para evitar el referéndum ilegal cegando las vías de financiación. Llevaron a cabo un inútil ejercicio de propaganda, que ha sido utilizado por los líderes golpistas en su defensa y ha hecho mucho daño a los intereses generales de España, entre otras cosas porque las mencionadas manifestaciones de Montoro han servido para cuestionar los argumentos del Tribunal Supremo español ante determinados tribunales europeos. Quienes decidieron esta estrategia no deberían estar muy orgullosos de la misma porque perjudicaron los intereses de España.

Por otra parte, en mi opinión, enviar una misión de interventores de la IGAE a Cataluña con la misión de evitar los pagos, como en algún momento se propuso desde uno de los partidos de la oposición, era inviable y habría sido totalmente inútil. Dada la absoluta falta de colaboración del gobierno catalán, y el tamaño del sector público dependiente de la Generalitat, habrían sido necesarios centenares de funcionarios especializados, interventores del Estado y técnicos de auditoría, para analizar los expedientes de gastos completos de la Generalitat de Cataluña y sus entidades dependientes para buscar los supongamos 10 millones de euros distribuidos entre vaya Vd.  a saber, cuántas partidas, de las decenas de miles de pagos por decenas de millones de euros realizados por la Generalitat y sus entidades dependientes, no desde el 17 de septiembre que fue la fecha en que el Ministerio de Hacienda comenzó la intervención de los pagos de la Generalitat, sino desde un periodo mucho más amplio, porque es obvio que toda la operación se estuvo planificando hasta el más mínimo detalle muchos meses antes. Parece lógico pensar que al menos una parte de los fondos destinados al referéndum habrían sido desviados antes de que el Gobierno de Rajoy decidiera “controlar” los pagos de la Generalitat. Esa operación de haberse realizado cabría haberla denominado Operación Imposible.  Su resultado muy probablemente habría sido un fracaso por las razones expuestas anteriormente respecto del volumen y número de entidades a controlar, la previsible obstaculización de los políticos y de una parte de los funcionarios independentistas, a las que cabe añadir que, como se ha señalado anteriormente existen muchas maneras de encubrir pagos ilegales.

 

 

 

 

 

Hoy concentración en el Congreso: por la ley de protección de los denunciantes de la corrupción

Uno de los primeros objetivos de la Fundación Hay Derecho desde sus comienzos ha sido reclamar una ley de protección de los denunciantes de la corrupción.

Desde un primer momento tuvimos contacto con algunos de ellos -en primer lugar Ana Garrido; después otras personas como Gracia Ballesteros, Azahara Peralta y Francisco Valiente, denunciantes de Aquamed y otros muchos cuyas vidas profesionales y personales se vieron gravemente afectadas después de denunciar casos de corrupción. Hemos contado sus historias en el blog y les hemos dado el I y el II premio Hay Derecho.

También hemos desarrollado un proyecto que pueden encontrar aquí  y que hemos llamado “Protegiendo a los valientes”, con la ayuda económica de la Open Society Foundation (aquí) para comparar las normas de los países que tienen ya leyes de protección de denunciantes con el proyecto de ley español.

Hemos revisado también las recomendaciones internacionales. La finalidad era poder hacer recomendaciones para que, si tardamos tanto en proteger a nuestros denunciantes, por lo menos lo hagamos lo mejor posible. Pero lo que todavía no hemos conseguido es, lamentablemente, que nuestro Parlamento apruebe una ley para protegerlos.

Porque lo cierto es que el Proyecto de ley presentado en su día (otoño del 2016) por el grupo parlamentario de Ciudadanos lleva casi dos años de tramitación parlamentaria. Cientos de enmiendas y de reuniones pero no hay ley. Y los denunciantes siguen con su calvario particular, aunque a veces reciben buenas noticias en forma de resoluciones judiciales que les van dando la razón. Eso sí, las tienen que pagar de su bolsillo, a diferencia de las entidades públicas cuyas prácticas y a cuyos responsables se denunció, que se defienden con el dinero de todos.

Los distintos grupos parlamentarios nos han dado muy buenas palabras, pero hasta ahora no hay una ley. El partido en el Gobierno arrastraba los pies, aunque en público se sumaba al consenso para proteger a los denunciantes. En la práctica, en el día al día de los denunciantes, nada ha cambiado.

Por eso hoy, una vez más, desde Hay Derecho -en el blog y en la puerta del Congreso-, reclamamos una ley de protección de los denunciantes de corrupción. Porque la sociedad española no debe ni puede esperar más. Protegiendo a los valientes nos protegemos a nosotros mismos.

Jurar en falso y disfrutar el cargo

En 1704 Castillo de Bobadilla advertía (Política para corregidores y señores de vasallos) que poner el consejo y regimiento del Estado en poder de los corruptos y no escoger personas de virtud para ello es quitar los ojos de la cabeza y ponerlos en la cola, y que no en balde puso Dios los ojos en la cabeza y no en otros miembros inferiores. Añadía lo lamentable del sufrir a mentecatos gobernando con la boca llena, la bolsa abierta, la conciencia rota, y la vergüenza ya del todo acabada y perdida.

El 2 de enero de 1795 el Marqués de Bajamar en un discurso ante el Supremo Consejo de las Indias hablaba de tres cualidades sin las cuales no podía cumplirse con el bien público y el particular interés de los vasallos: la sabiduría, la recta intención y el sacrificio del propio interés; y refería:¿De qué servirá la sabiduría y el fácil manejo de las facultades que constituyen a una persona en la clase de docto o experto, si por otra parte le faltan la rectitud de intención con que han de moverse los resortes de la ciencia o técnica que profesa? Si el deseo de acertar no anda unido con la sabiduría, ésta servirá más bien de obstáculo que de provecho a la causa pública. Si el anhelo de enriquecer y aumentar los bienes de fortuna, si la pasión y amor de los allegados y conocidos, si las falsas lágrimas de un hipócrita, si la amistad, si el favor del poderoso, del que se espera el beneficio, el puesto, la colocación ventajosa; si esto y mucho más de cuanto puede esconderse en el corazón humano, tuerce la vara de la justicia, inclina la balanza del lado del favor, que le quita el equilibrio y la perfecta igualdad, ¿De qué, pues, servirán las luces, los conocimientos, las instrucciones, la práctica y el ejercicio continuo de la magistratura? Lejos de aprovechar al Estado, y al bien de la monarquía y de los vasallos del rey, sería un trastorno universal de ella y la justicia divina y humana clamaría al cielo por la destrucción de un desorden cuyos inconvenientes y males serían incalculables.

Lo que viene a nuestro propósito es mostrar la inexcusable preocupación por exigir la integridad moral en el ejercicio de los altos empleos. E interesa resaltar esa “recta intención” cuando, de nuevo, afloran aquellos que al tomar posesión de sus magistraturas no cumplen con el juramento o promesa legalmente prevenido.

La cuestión no es nueva, ya San Isidoro criticaba todo aditamento a la fórmula del juramento, lo había advertido San Mateo: “Sean vuestras palabras: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto del mal procede”.

En nuestro actual Estado de Derecho tampoco es novedad. El Tribunal Constitucional ya afrontó la imposición del juramento o promesa de acatamiento a la Constitución Española como requisito para alcanzar la condición de Diputado y tuvo ocasión de precisar extremos en la Sentencia 119/1990 de 21 de junio. Los recurrentes invocaban que la anteposición que habían efectuado de la expresión “por imperativo legal” al contestar a la pregunta de si juraban o prometían tenía un sentido modal o causal que no implicaba “condición, reserva ni limitación alguna”. Naturalmente, quienes se oponían a los recurrentes en amparo sostenían estar desvirtuándose el sentido de la promesa o juramento, y no tratarse de mera falta de respeto a una fórmula ritual sino incumplimiento de requisito imprescindible para la posesión del cargo.

Para el Tribunal, la expresión añadida no tenía valor condicionante sino mera significación política, que los recurrentes admitían como parte de su campaña electoral, en la que su acatamiento no era el resultado de una decisión espontánea sino simple voluntad de cumplir un requisito que la ley les imponía, para obtener un resultado (alcanzar la condición plena de Diputados) directamente querido tanto por ellos como por sus electores.

Por otra parte, confirmaba el Tribunal que la fórmula del juramento o promesa que la resolución presidencial imponía era ideológicamente neutral y no cabía reprocharle discriminación alguna basada en razones ideológicas; es más, era difícil concebir una fórmula más aséptica. No implicaba siquiera una adhesión emocional a la misma. También añadía que las dificultades que la Constitución oponía a un entendimiento exageradamente ritualista de esta obligación de prestar juramento o promesa de acatamiento, no implicaban en modo alguno la posibilidad de prescindir en absoluto de cuanto de ritual ha de haber siempre en toda afirmación solemne. Por esto, para tener por cumplido el requisito no debía de bastar sólo con emplear la fórmula ritual, sino emplearla sin acompañarla de cláusulas o expresiones que de una u otra forma, vaciaran, limitaran o condicionaran su sentido propio, sea cual fuese la justificación invocada para ello.

El caso es que al final se concedía el amparo solicitado, y entonces entre otras razones venía a matizar el Tribunal que el requisito del juramento o promesa era una supervivencia de otros momentos culturales y de otros sistemas jurídicos a los que era inherente el empleo de ritos o formulas verbales ritualizadas como fuentes de creación de deberes jurídicos y de compromisos sobrenaturales y que en un Estado democrático que relativiza las creencias y protege la libertad ideológica, que entroniza como uno de sus valores superiores el pluralismo político, que impone el respeto a los representantes elegidos por sufragio universal en cuanto poderes emanados de la voluntad popular, no resultaba congruente una interpretación de la obligación de prestar acatamiento a la Constitución que anteponía un formalismo rígido a toda otra consideración, porque de este modo se violentaba la misma Constitución de cuyo acatamiento se trataba, olvidándose el mayor valor de los derechos fundamentales (en concreto los del art 23: derecho a participar en los asuntos públicos directamente o por medio de representantes y derecho de acceso en condiciones de igualdad a los cargos públicos) y se hacía prevalecer una interpretación de la Constitución excluyente frente a otra integradora.

Prescindiendo de la mayor o menor fortuna del otorgamiento del amparo solicitado interesa ahora en que ya no se trata de aditamentos al juramento, sino que se prescinde, para no quien se complazca en ignorar las cosas, del acatamiento a la Constitución, saber el panorama lógico jurídico en el que nos encontramos.

La sentencia calificaba como el mayor valor de los derechos fundamentales el derecho a la participar en los asuntos públicos directamente o por medios de representantes. Curiosamente entre quienes no acatan la fórmula del juramento o promesa de la Constitución se encuentran los miembros de partidos independentistas, entre cuyas características está pretender excluir a la mayor parte de la población española la posibilidad de participar en los asuntos públicos que afecten a Cataluña. Junto a ello, si el Tribunal Constitucional ya ha dicho que para tener por cumplido el requisito del juramento o promesa no basta con emplear la fórmula ritual, sino emplearla sin acompañarla de cláusulas o expresiones que de una u otra forma, vaciaran, limitaran o condicionaran su sentido propio, sea cual fuese la justificación invocada para ello y sucede que en esta nueva situación se excluye directamente el acatamiento constitucional, resulta como corolario ineludible que no puede tomarse posesión de cargo alguno en dichas condiciones. Ese esencial derecho de participación en los asuntos públicos, conlleva a una interpretación integradora de la Constitución que exige impedir la voluntad de cercenar ese derecho de participación de los demás. Es decir, admitir para la toma de posesión de semejantes candidatos una fórmula no respetuosa con los derechos fundamentales de la mayor parte de la población española no es una interpretación integradora de la Constitución sino excluyente.

Advertía Cervantes por boca de don Quijote “que el toque de los gobernantes está en que tengan buena intención y deseo de acertar en todo”; que no les faltará- añadía- quien les aconseje y encamine en lo que han de hacer. Y ahí está el valor de la manifestación de acatamiento de la Constitución, ser expresión de la recta intención, del deseo de acertar. Del juramento no nace la obligación jurídica, pero nada más conforme a la razón lógico jurídica que exigir la manifestación de una recta intención axiológica de lo Constitucional, más inexcusable aún con derechos fundamentales en juego. A la ciudadanía le interesa verificar la exteriorización de esa recta intención constitucional y contrastar lo que se dice con lo que se hace. El valor de la palabra dada no es jurídicamente irrelevante y menos aún no darla. La protección jurídica no puede descansar en el puro deber moral de las personas, pero eso no desdice el valor ético moral y la conexión de éste con el orden jurídico. Para empezar sin valor moral para la aplicación de las leyes éstas de nada sirven. Es más, como señaló Von Ihering, la lucha por el derecho es una exigencia de orden moral y si llegara el extremo que prevaleciera la conducta de los que la abandonan desaparecería el derecho mismo. No es que sean muchos los conceptos jurídicos que engarzan con lo ético moral (buena fe, equidad, diligencia del bonus pater familiae, prohibición del abuso de derecho o del fraude de ley, etc.) es que en nuestra Constitución se consagra a la justicia como valor superior del ordenamiento jurídico y eso quiere decir algo. Para ir más al grano recordemos que en el ámbito procesal también sobrevive, por el momento, el juramento o promesa de decir verdad para los testigos. Si alguno al tomársele juramento dijera que no va a decir verdad ¿le daríamos validez a su testimonio o incluso dispondríamos continuar interrogándole? ¿Diríamos que una reminiscencia de una antigua cultura jurídica no debe impedir dar valor a su testimonio? Y en la esfera social ¿acaso se nos ocurriría contratar algo con alguien que de alguna forma nos anticipa que no tiene intención de cumplirlo?

Se objetará que el juramento o promesa no es garantía de acatamiento constitucional. Efectivamente algunos lo harán en vano. Eso no quita el valor que resulta de evidenciar de antemano al que no se compromete. Entonces querrá alguno valorar la supuesta coherencia o autenticidad de no doblegarse. Pero las mismas por sí solas no son valiosas para el bien común. La coherencia y la autenticidad adquieren valor en razón de su origen y finalidad. Ya sabemos las fatales consecuencias que siguen a la coherencia y autenticidad de lo totalitario.

Finalmente, frente a esa caracterización por el Tribunal Constitucional del Estado de Derecho por su capacidad de “relativizar las creencias”, antes bien más valdría cuidarse en caracterizarle con base en su capacidad para impedir la absolutización de lo relativo, o sea el totalitarismo. Es más, podemos preguntarnos si los escarceos y sobre todo los jurídicos tratando de fundar la democracia en el relativismo moral que pretende rechazar toda certeza sobre el sentido de la vida del hombre, su dignidad, sus derechos y deberes fundamentales,  no es lo que ha dado cuerpo a una mentalidad que está en la causa de la crisis moral de las propias democracias, porque a su socaire se ha venido impidiendo poner en práctica el discernimiento entre las diferentes exigencias que se manifiestan en el entramado social entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto.

 

Urdangarín en prisión: el Estado de Derecho funciona

La trepidante actualidad de los últimos días ha dejado muy en segundo lugar la noticia de que el cuñado del Rey (hay que repetirlo, porque esto no se ha visto todavía en ninguna monarquía parlamentaria o de las otras) ha ingresado en una prisión de Ávila después de haber confirmado el Tribunal Supremo que había cometido una serie de delitos (malversación, prevaricación, fraude a la Administración, delito fiscal y tráfico de influencias) confirmando en lo esencial la sentencia de la Audiencia Provincial de Palma de 17 de febrero de 2017, con la  única salvedad de absolverle del delito de falsedad en documento público que la Audiencia entendía también había quedado acreditado, único punto en lo que discrepa el Tribunal Supremo.

Muchas cosas han pasado en España en estos últimos años que han permitido que finalmente se haya aplicado la Ley también al cuñado del Rey, demostrando que al final (aunque cueste más en unos casos que en otros) todos somos iguales ante la Ley. Allá por 2011 escribí esta tribuna en El Mundo sobre los negocios del yerno del Rey que me costó alguna llamada de atención por mi falta de prudencia.  Porque estas cosas, que más o menos se sabían, no se podían entonces decir en público y menos por alguien que firmaba como Abogada del Estado. Afortunadamente, la instrucción del Juez Castro, un juez de base sin otras aspiraciones que aplicar la Ley y la seriedad y la profesionalidad de la Audiencia Provincial de Palma junto con el dato muy relevante de que ni Urdangarín ni la infanta Cristina estuviesen aforados permitió que finalmente se juzgara toda una forma de hacer negocios en España a la sombra del Poder (y de la casa real) y a costa de los contribuyentes.

Claro que esto no hubiera sido posible si las Administraciones autonómicas -gobernadas por el Partido Popular- hubieran funcionado adecuadamente y hubieran respetado los procedimientos administrativos vigentes. Esto no ocurrió y finalmente Urdangarín va a pagar las consecuencias de un trato de favor ilegal que se debía no a sus capacidades como gestor si no, simplemente, a su matrimonio con la hija del Rey.  Pero conviene no olvidar el papanatismo de algunos políticos regionales que estaban deseosos de hacerse fotos con la familia real a costa del erario público.

Cierto es que ha habido muchas sombras en este proceso, de forma muy destacada la actuación del fiscal Horrach, que actuaba más como abogado defensor de la Infanta que como acusador. Esta actuación muy probablemente derivada de las conversaciones de “alto nivel” mantenidas en la Zarzuela -entre el entonces Ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, el entonces Fiscal General del Estado, Eduardo Torres-Dulce y el rey emérito- con la finalidad de salvar a la Infanta a cambio de no poner trabas a la condena de su marido, todo ello según esta versión del periódico El Mundo.

Pero siendo eso cierto (una conversación de ese tipo no procede, no hay cuestiones de Estado por encima del Estado de Derecho) no lo es menos que al final hay una condena y un ingreso en prisión que muchos no esperaban. Y es que, como decimos siempre en este blog, el Estado de Derecho y la igualdad ante la Ley se ponen a prueba cuando se enfrentan a los poderosos y no a los ciudadanos de a pie. Entre los poderosos no solo están los miembros de la familia real, sino también los políticos en activo o los ex políticos tutelados por sus compañeros en activo y, por supuesto, los miembros de la élite social y económica. No en vano la “doctrina Botín” que limitaba la acusación popular en algunos delitos se llama así por algo.

Pues bien, hay que reconocer en España últimamente hay muchas buenas noticias para la independencia judicial y para el Estado de Derecho. Hemos tenido la sentencia Gürtel con el PP todavía en el Gobierno. Probablemente tengamos la de los ERE con el PSOE también en el Gobierno. Vamos un poco más retrasados en Cataluña con la corrupción del pujolismo y todavía nos faltan algunos miembros conspicuos de la élite económica que solo muy recientemente han empezado a desfilar por los juzgados, como Villar Mir y su yerno. Pero no cabe duda de que la Justicia española ha demostrado en estos últimos meses que como su imagen proclama, puede ser ciega frente a los privilegios del Poder. Y les aseguro que no es nada fácil.  Y tampoco es de chiripa, como ha dicho nuestra admirada Elisa Beni en las redes sociales.

Se lo debemos en primer lugar a los jueces y fiscales que cumplieron con su deber, pero también a todos los españoles que confiaron en nuestras instituciones y en su capacidad de funcionar adecuadamente cuando se ponen a prueba. Y menuda prueba.

Lo que no quita que, como hemos dicho muchas veces, nuestras instituciones sean muy mejorables. El Poder Judicial tiene muchas carencias que en este blog hemos comentado muchas veces. Conocemos muy bien lo que dicen los informes GRECO y  suscribimos enteramente sus conclusiones. Las críticas que hacemos intentamos que sean constructivas, precisamente  porque pensamos que podemos aspirar a tener mejores instituciones y que, sobre todo, tenemos los mimbres necesarios para alcanzarlas si nos esforzamos. Los mimbres son, sobre todo, los profesionales serios que trabajan en ellas.

En definitiva, nuestras instituciones -como demuestran el ingreso de Urdangarín en prisión, la sentencia del caso Gürtel y tantas otras decisiones adoptadas en procedimientos muy complejos y bajo muchas presiones- tienen la capacidad de estar a la altura de lo que sus conciudadanos esperan de ellas. Por eso hay motivos para ser optimistas. La regeneración y la reforma institucional vendrán desde dentro de las propias instituciones porque en ellas hay muchos hombres y mujeres que creen que merecen la pena y porque tienen el apoyo de la sociedad. Muchas gracias a todos ellos.

La disolución de ETA: una victoria del Estado de Derecho español

Las reacciones al  anunciado fin de ETA  y los artículos y reportajes periodísticos dedicados a su triste historia han sido muchos y variados, algunos de una gran calidad. No ha faltado, como debe de ser, la perspectiva de las víctimas ni las llamadas de atención sobre los crímenes que faltan por resolver. De hecho, nuestro premio Hay Derecho del año pasado fue para una víctima del terrorismo, Pablo Romero, que decidió impulsar por su cuenta la investigación sobre el asesinato de su padre a manos de ETA, todavía sin resolver. Su historia la tienen aquí.   

Y por supuesto no han faltado tampoco las reacciones de los partidos políticos, desde las más complacientes a las más críticas. En todo caso, de lo que no puede dudarse es de que es una muy buena noticia. Para las personas de nuestra generación, que crecimos y vivimos muchos años con el temor a los atentados de ETA que se sucedían año tras año es también una prueba de que la sociedad española, pese a sus muchos problemas, puede abordar los graves retos que se le plantean con optimismo.

Las razones de este optimismo es que el Estado de Derecho español es el triunfador absoluto de esta lucha de décadas y sin más armas que las jurídicas que tenía a su disposición.  Salvo en el  caso del episodio de los GAL  y algún otro -que se quedaron en  excepciones, afortunadamente- las instituciones españoles, con todas sus imperfecciones y debilidades, utilizaron los instrumentos que en cada caso el legislador fue poniendo a su disposición, como debe de suceder en cualquier Estado democrático de Derecho. No hubo ni amnistías, ni cambios de paz por presos, ni negociaciones que acabaran entregando el Derecho a cambio de que ETA dejara de matar. En definitiva, no hubo nada parecido a la garantía de inmunidad que tuvo que ofrecer Tony Blair a los fugitivos del IRA para que no colapsara el proceso de paz en Irlanda del Norte. Y no será porque no se pidió hasta la saciedad por los partidos nacionalistas.

No solo eso; la sociedad española en general y vasca en particular -sobre todo su avanzadilla conformada por movimientos ciudadanos  como Basta Ya- tuvieron un protagonismo muy destacado en hacer comprender a los terroristas que les podía ir peor electoralmente si mataban que si no lo hacían.  Este es otro triunfo indiscutible de una democracia digna de tal nombre. Muchas de las ideas nacionalistas -al menos en nuestro caso- pueden parecer poco razonables y sobre todo premodernas y antiilustradas, pero eso no quita que defenderlas desde las instituciones y no con violencia sea un enorme triunfo  de las instituciones. Conviene no olvidarlo.

En cuanto a la cuestión de la dispersión de los presos, la solución debe de venir también de la mano del Estado de Derecho. Aunque la Audiencia Nacional se ha pronunciado señalando que la dispersión “per se” no vulnera ningún derecho fundamental de los presos (aquí) lo cierto es que la lógica y la finalidad de reinserción que cumplen las penas en nuestro ordenamiento jurídico apuntan a que es más razonable que los presos -todos- cumplan condena en prisiones cercanas a sus lugares de domicilio para evitar el desarraigo. Cierto es que las instituciones penitenciarias cuentan con un amplio grado de discrecionalidad siempre que no se lesionen derechos fundamentales de los internos; pero no lo es menos que este criterio debe de tenerse presente y así hay que interpretar el art. 12,1 de la Ley Orgánica General Penitenciaria  cuando establece que “ La ubicación de los establecimientos penitenciarios será fijada por la administración penitenciaria dentro de las áreas territoriales que se designen. En todo caso se procurará que cada una cuente con el número suficiente de aquellos para satisfacer las necesidades penitenciarias y evitar el desarraigo social”.

Conviene no olvidar que la dispersión en el caso del colectivo de presos etarras obedecía a determinados propósitos muy comprensibles en su momento -separar a los presos  “duros” de los “blandos”, facilitar la aparición de “arrepentidos” y la colaboración de determinados presos etarras- que hoy no parece que sigan teniendo el mismo sentido. No solo eso, de acuerdo con este interesante artículo,  las reglas internacionales apuntan en la dirección de que los presos deben de cumplir la condena cerca de su lugar de domicilio.  Pero, claro está, no se trata de una concesión a cambio de dejar de matar -como es más que probable que intente trasmitir el PNV a su electorado, en pugna por los votos de la izquierda abertzale-: se trata simplemente de aplicar las reglas generales del Estado de Derecho con generosidad, precisamente porque el Estado de Derecho español ha vencido en toda regla y se lo puede permitir. Lo que no debe hacerse es “bajo mano” y en los pasillos a cambio de apoyos presupuestarios o políticos.

A la vista de lo que se avecina en Cataluña con un President supremacista de corte lepenista, creemos que no está de más recordar que si el Estado de Derecho se impuso a una banda terrorista con 829 crímenes a sus espaldas desde la muerte de Franco a 2011 (Wikipedia ofrece todo el listado aquí)  y un amplio respaldo social y político.  podrá hacerlo también ahora, siempre, claro está, que la ciudadanía estemos a la altura. De lo que no tenemos ninguna duda, porque ya lo hicimos una vez en circunstancias mucho más difíciles.

 

Un regalo envenenado (La Infanta y la doctrina Botín)

Afirma Montesquieu en El Espíritu de las Leyes que el principio necesario en una democracia es la virtud, mientras que en una monarquía puede bastar con el honor, atributo basado en un prejuicio: el de la respectiva condición dentro de la estructura social y política. Para la subsistencia de un cierto anacronismo como es una monarquía parlamentaria se necesitan, sin duda alguna, ambas cosas.

La cita viene a cuento por la elevada probabilidad de que en la fase previa del juicio por el caso Nóos, que ahora comienza, a la Infanta se le aplique la “doctrina Botín” y quede exonerada a las primeras de cambio. Esa doctrina deriva de una interpretación imaginativa del art. 782.1 LECrm efectuada por el Tribunal Supremo con ocasión de la imputación del famoso banquero. Conforme a ella, no es posible enjuiciar a una persona cuando no acusa ni el Fiscal ni el directamente ofendido por el delito (la acusación particular), pese a que sí lo haga la acusación popular.

En realidad –conforme a una matización posterior realizada para el caso Atutxa- el que se le aplique o no a la Infanta depende tan solo de dilucidar si el delito fiscal que se le imputa tiene un perjudicado concreto o afecta de manera general a toda la colectividad. Si fuese lo primero, dado que tanto el Ministerio Fiscal como la Hacienda Pública han pedido el sobreseimiento, su exoneración quedaría garantizada. En el segundo caso, sin embargo, la persistencia de la acusación popular ejercida por “Manos Limpias” bastaría para  impedirlo.

Es verdad que hay muchos argumentos técnico-jurídicos para defender la aplicación de esa doctrina en este caso (al fin y al cabo muy parecido al del propio Sr. Botín). La resolución del Tribunal estimándola en la fase preparatoria que ahora se inicia no podría nunca calificarse de arbitraria. Seguro que sería recibida con alborozo por la Infanta y sus abogados. Pero hasta qué punto esto constituiría una buena noticia para nuestro Estado de Derecho en general, y para la Corona en particular, es harina de otro costal. Al menos podemos presumir que a Montesquieu le hubiera inquietado bastante.

Comencemos por el Estado de Derecho. El que en ciertos casos con acusados ilustres el Fiscal se empeñe en no acusar, el Abogado del Estado en no defender a su cliente y los jueces en forzar la interpretación de las normas (o considerar los delitos fiscales como delitos con perjudicado concreto) para negar legitimación a la acusación popular, pienso que nos debería suscitar a todos cierta preocupación. Ya de entrada nos indica que algo no funciona muy bien en nuestro entramado institucional: que nuestros altos funcionarios no gozan de la debida independencia o que por algún motivo los criterios de supuesta conveniencia política se imponen frente a los estrictamente jurídicos.

Además, la sutil distinción a estos efectos –consagrada por el juego combinado de las doctrinas Botín y Atutxa- entre los delitos que perjudican a uno solo (aunque como bien recordaba el juez Castro ese uno llamado Hacienda seamos todos) y los que no tienen perjudicado conocido, merece un comentario aparte. Hace más de dos mil quinientos años Solón, el creador de la democracia ateniense, negó expresamente que tal distinción pudiera tener ningún sentido en un régimen democrático. Si hubiera que destacar alguna de sus leyes, quizá la más relevante es la que atribuía a cualquier ciudadano la posibilidad de denunciar a quién hubiese cometido una ilegalidad, aunque el denunciante no hubiera sufrido ningún perjuicio personal, pues toda ofensa es un ataque a la ciudad, y, a través de ella, a todos y cada uno de los individuos que la integran. Si esto es cierto con carácter general, mucho más en un país como el nuestro, en el que gran parte de sus instituciones supuestamente independientes han sido capturadas por nuestras élites extractivas;  y mucho más en este caso, en el que están en juego intereses colectivos de primer orden, no solo por el bien lesionado, sino por el protagonismo y la preponderancia social de la autora. No olvidemos que si el Derecho vale algo en una democracia, es principalmente por constituir un freno al abuso de poder, que por definición siempre se ejerce por quien lo ostenta.

Esta última reflexión nos conduce a examinar el impacto que la exoneración de la Infanta por aplicación de la “doctrina Botín” puede tener para la Corona. El caso Nóos es sintomático de una forma de hacer negocios en España, y por eso no se limita al fraude fiscal, sino que gran parte de los imputados (entre ellos once cargos públicos) van a tener que responder de acusaciones tan graves como malversación,  prevaricación, falsedad, estafa, fraude a la Administración, blanqueo de capitales y tráfico de influencias. Presuntos delitos que han costado al contribuyente unos cuantos millones de euros. Y si hay algo absolutamente obvio, es que este caso no se explica sin la presencia  directa o indirecta de Urdangarín; es decir, de la Infanta; es decir, de la Corona. El que a la hermana del Rey le imputen únicamente un delito fiscal tiene relevancia solo para la interesada y solo desde la perspectiva penal. Para la sociedad española y su régimen político lo que está en juego es algo mucho más trascendente.

La abdicación del Rey Juan Carlos y los nuevos modos impuestos por su sucesor Felipe VI, incluida su decisión de retirar a su hermana el título de duquesa, han supuesto un paso muy importante para acompasar la institución a las nuevas exigencias de regeneración moral e institucional que, afortunadamente, dominan ahora en la política española. Por esto hemos salido ganando todos, pero principalmente la Corona. De ahí que la posible decisión de no enjuiciar a la Infanta -recordemos que por inacción de nuestras instituciones- puede tener un efecto mucho peor para nuestra monarquía parlamentaria que su absolución tras un juicio en condiciones o, incluso, que su condena. Sencillamente, porque así se habrá negado no solo la virtud, sino también el honor: el prejuicio habrá saltado por los aires, porque nadie en su sano juicio podrá a partir de ahora atribuir ciegamente a los miembros de la institución monárquica el voto de confianza que esta necesita para sobrevivir. Más bien cabe prever que sea sustituido por otro prejuicio contrario nacido de la frustración y de la sospecha.

Efectivamente, mal favor habrán hecho en ese caso a la Monarquía la Fiscalía, la Abogacía del Estado y los Tribunales; un regalo envenenado a nuestro Rey de digestión complicada, máxime cuando la eliminación de la Infanta del orden de suceder en la Corona no depende del Monarca sino de la propia interesada. Y no hay que presumir que el librarse in extremis de ser enjuiciada, aunque sea por motivos tan singulares, le vaya a mover a ello, si no lo ha hecho hasta ahora. Más bien lo contrario.

Este asunto constituye un buen símbolo de muchas cosas que han pasado y siguen pasando en nuestro país. Pero una de las más significativas es que demuestra hasta qué punto las componendas, atajos y manipulaciones institucionales bajo la socorrida invocación a la “razón de Estado” son nefastas para una democracia y para la credibilidad de sus instituciones. Esperemos que en la nueva época política que ahora se inicia las cosas vayan cambiando paulatinamente. Aunque me temo que para este caso será ya demasiado tarde.