Activismo empresarial en defensa del Estado de Derecho (pero no en España, no se asusten)

Uno de los pilares fundamentales del capitalismo, que, además, ha sido muy útil para impulsar su colosal éxito actual, descansa en una división elemental de funciones entre el poder público y las empresas privadas. El poder público tiene como misión fijar un campo regulatorio común (common level playing field) y dejar que las empresas, mientras lo respeten, se muevan exclusivamente por el principio del lucro. Si este principio produce en algún momento externalidades negativas, debe ser el poder público el que asuma la responsabilidad de reconfigurar las reglas, porque siempre lo va a hacer, se supone, con mayor legitimidad, generalidad y eficacia. Las empresas deben abstenerse de interferir en eso, tanto para lo “malo”, en defensa de sus intereses (clientelismo, puertas giratorias, captura del regulador) como para lo “bueno”, en defensa de intereses colectivos (activismo político o social en apoyo de ciertas causas) y dedicarse a lo suyo, que es ganar dinero y generar así riqueza para todos. La persecución del beneficio económico sería, en consecuencia, su única responsabilidad.

Ya sabemos que las empresas nunca se han contenido mucho para lo “malo”, no vamos a volver a ello ahora por enésima vez. Pero lo curioso es que, desde hace ya unos cuantos años, algunos de los líderes de las compañías más punteras del mundo están adoptando un papel mucho más activo en cuestiones político-sociales, para las que siempre habían sido cuerpos absolutamente silentes. No debemos confundir este tema con la responsabilidad social corporativa ni con el marketing. No se trata de apoyar causas sociales que no generan conflicto político alguno, como subvencionar proyectos de desarrollo o diseñar una política comercial más sostenible (aunque la verdad es que, en España, hasta donar dinero a la Seguridad Social es altamente conflictivo). Tampoco se trata de marketing, porque algunas de estas causas alejan a tantos o a más clientes de los que fidelizan (los clientes suelen recordar mejor lo que odian que lo que aman), al margen de generar costes a corto plazo de difícil compensación. Se trata de otro tema.

Tomemos dos ejemplos para ilustrar el caso. En el año 2018, tras una nueva matanza especialmente sangrienta causada con armas automáticas, de las que ocurren tan frecuentemente en los EEUU, el CEO de Delta Airlines, Ed Bastian, anunció públicamente que procedía a suprimir la política de descuentos que hasta ese momento aplicaba su compañía a los asociados de la poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA), el lobby que más se ha opuesto al más mínimo control sobre las armas en ese país. La reacción no se hizo esperar. Los miembros de la asociación anunciaron una política de boicot a Delta, pero la cosa no quedó ahí. El Congreso de Georgia, dominado por los republicanos, decidió revocar la política de exenciones fiscales a la aerolínea recientemente aprobada, por un importe cercano a los cuarenta millones de dólares.

Otro ejemplo reciente todavía más atrevido. El pasado mes de abril, cientos de compañías, incluidas algunas gigantes como Amazon, Google, Coca-Cola y de nuevo Delta, manifestaron su protesta a la ley aprobada en el Estado Georgia (decisivo en la última contienda presidencial y bajo control republicano) tendente a dificultar el voto a la minoría negra, calificándola de “discriminatoria” y de “poner en riesgo la democracia y, en consecuencia, el capitalismo”. De nuevo la reacción entre las filas republicanas no se ha hecho esperar, limitada por el momento a acusaciones de hipocresía y de doble vara de medir, pero que puede obviamente escalar.

Esta nueva actitud ha suscitado muchas críticas también entre observadores más neutrales, especialmente –como resulta lógico- entre los pertenecientes a la corriente más liberal, como el semanario The Economist (aquí). En base al principio formulado en los años setenta por el economista liberal Milton Friedman de que la única responsabilidad de los ejecutivos es hacer ganar dinero a sus accionistas, detecta cuatro riesgos: (i) incurrir en hipocresía, defendiendo públicamente causas loables mientras privadamente se va a lo de siempre, (ii) la dificultad de dónde poner los límites y cómo armonizar intereses que pueden ser contradictorios, (iii) acercarse demasiado a la política puede fomentar el clientelismo, y, (IV) si el único objetivo no es el beneficio, se complica medir la gestión de los directivos y pedirles responsabilidades.

La verdad es que estas objeciones no parecen tener mucho peso, incluso desde esa misma óptica liberal. El clientelismo no se fomenta tomando postura en casos conflictivos, sino pasteleando discretamente con todos los partidos, como bien saben nuestras empresas reguladas, tan proclives a contratar ex políticos de todos los colores. Menos se fomenta aun enfrentándote con el partido dominante en tu propio Estado. Por otra parte, la hipocresía y la ponderación de intereses conflictivos son riesgos que el mercado sabrá penalizar o premiar. Lo mismo ocurre con la valoración de la gestión de los CEOs.  En la mayoría de las ocasiones no se aprecia que los accionistas puedan tener mucha dificultad para valorar adecuadamente ese intervencionismo. Concretamente, en el ejemplo de Delta y la NRA, la intervención de Bastian costó a la compañía cuarenta millones de dólares. Otra cosa muy diferente es que les compense o no, por razones extra contables. En ese sentido es extraordinariamente interesante el video de esta entrevista que la revista Fortune realiza a Bastian unas semanas después, en la que le pregunta cómo se tomaron la reacción de los republicanos sus consejeros y accionistas (aquí).

Bastian contesta que les planteó si esa asociación con la NRA reflejaba los valores que la compañía apoya, o por el contrario contradecía lo que pretende lograr en la comunidad a la que pertenece. En definitiva, si la compañía, como las personas, tiene una responsabilidad con empleados, clientes y miembros de la comunidad de hacer en cada momento lo correcto, de manifestarse en ese sentido y de no permanecer en silencio cuando se ponen los valores que defiende o debería defender. Por supuesto son los consejeros y los accionistas los que deben valorarlo en cada momento, pero eso es algo es perfectamente factible, al menos en la mayor parte de las ocasiones. De hecho, en el caso de Bastian lo valoraron positivamente, porque el CEO todavía sigue en el cargo, y con el mismo espíritu activista.

Esta argumentación pone el dedo en uno de los efectos más estudiados por los filósofos de la responsabilidad: la identidad. Habitualmente se piensa que primero viene la identidad y luego, lógicamente, la responsabilidad, cuando, en rigor, ocurre exactamente lo contrario. Es la responsabilidad la que proporciona identidad. Uno se define como persona, física o jurídica, en función de las causas cuyas cargas y consecuencias asume. Eso es lo que verdaderamente procura identidad, no un DNI o un CIF, ni tampoco un patrimonio abultado. Algunas, todavía pocas empresas, empiezan a considerar valiosa por sí misma la construcción de esa identidad, y en esta época turbulenta encuentran muchas oportunidades para hacerlo.

Efectivamente, al final de la citada entrevista, Ed Bastian apunta algo muy interesante. Los líderes empresariales piensan que están llenando un vacío político. Están pasando cosas muy gordas en muchos países (en el mismísimo EEUU, uno de los dos grandes partidos se está colocando paulatinamente al margen del sistema democrático) y no hay bastantes líderes políticos que sean capaces de defender de manera suficiente los valores democráticos y del Estado de Derecho. Considera que cualquier persona con relevancia social –también las personas jurídicas- tiene la obligación de cubrir ese vacío y pronunciarse públicamente. Conecta de esta manera con el espíritu del ateniense Solón, que hace casi dos mil quinientos años inauguró la tradición republicana condenado a aquél que, en el caso de una trifulca civil, no tomase partido. Y la verdad es que no deja de estar en lo cierto, incluso si se ve desde una pura perspectiva egoísta. Al fin y al cabo, esas compañías forman parte de la comunidad, benefician y se benefician de ella, y por eso su interés no puede limitarse a la pura cuenta de resultados del presente ejercicio. Porque quizás un día, cuando vayan a por ellos, podrían preguntarse por qué no protestaron cuando se llevaron al vecino del quinto.

Evidentemente, este activismo empresarial no está ocurriendo en España, pese a que aquí también han pasado y siguen pasando cosas muy gordas. El principal partido de la oposición ha estado años financiándose irregularmente con aportaciones de empresas que algo habrán pedido a cambio, y nadie ha dado explicaciones de eso; los partidos nacionalistas catalanes han apoyado abiertamente un autogolpe con la intención de triturar la democracia y el Estado de Derecho en Cataluña, y acusan a los que se resisten de fascistas y antidemocráticos; la actual coalición de Gobierno prosigue de manera incansable su tarea de captura y erosión institucional y de profundización del régimen clientelar, y todo ello ante el silencio sepulcral de las empresas españolas. Lógicamente de las que se benefician de este estado de cosas, pero también de las que no se benefician, que ya no es solo que no se pronuncien públicamente, sino que no mueven un dedo discretamente. Esperando, quizás, a que el edificio se derrumbe para preguntarse por qué no protestaron cuando se llevaron al vecino del quinto…

 

 

La vida buena (Tribuna de nuestro editor Segismundo Alvarez en ABC)

Es probable que este artículo tuviera más lectores con una ligera alteración del título. La magia del lenguaje hace que la “buena vida” nos remita al disfrute y la diversión y en términos filosóficos, al hedonismo, que parece casar tan bien con esta época de veraniega. La “vida buena”, en cambio, nos habla de ética, de responsabilidad y de Aristóteles, que entendía que el objetivo de cualquier persona no es la acumulación de placeres sino la vida virtuosa.

Hoy no conviene hablar de virtud. Primero, porque, como se diche ahora “no renta”. Se pueden vender vinos, cruceros o incluso casas a cuenta –o con el cuento- de la buena vida, pero poco venderemos hablando de moral. Pero es que incluso los filósofos rechazan hoy cualquier defensa de la virtud, mal vista desde que la Ilustración rechazó la tradición y la religión como base de la moral. El pensamiento ilustrado tuvo el enorme mérito de reconocer la dignidad de la persona como centro de la teoría política, pero una vez admitido este principio y su corolario de los derechos humanos, los filósofos consideraron que no cabía hablar de moral. Para los utilitaristas como Bentham o Hume, porque no había otro criterio de justicia o bondad que la utilidad máxima del mayor número; para los kantianos, porque no hay más norma moral que la que cada uno se impone, con el único límite del respeto a los demás. Sería por tanto inútil debatir en la vida política sobre lo ético porque no hay forma de saber lo que es, y además sería peligroso porque cualquier conclusión sería siempre una imposición de un grupo frente a otro. La moral y la virtud, como la religión -tan ligada para muchos a aquellas-, deberían por tanto limitarse al ámbito privado. Los Estados liberales son una extraordinaria mejora frente a las teocracias o totalitarismos que imponen una visión única que anula la esfera privada. Sin embargo, la falta de debate público sobre lo que es bueno y justo puede ser la falla por la que los autoritarismos se cuelen para volver a dominar nuestra sociedad.

En primer lugar, porque renunciar a la ética va en contra de una necesidad antropológica de encontrar un sentido a lo que nos rodea. Los psicólogos han descrito cómo el hombre crea patrones causales para todo lo que ve, porque los necesita para situarse en el mundo. Necesitamos saber el porqué y para qué de las cosas y sobre todo de nuestra vida. Cuando Aristóteles estudia la virtud, no pretende descubrir qué quieren de nosotros los dioses, sino algo más sencillo -y mucho más moderno-: cómo puede el hombre ser feliz. La respuesta es que solo podemos serlo cumpliendo con nuestro objetivo como seres humanos, y determinar ese fin solo se puede responder desde la moral.

Además, no es posible recluir esa cuestión al ámbito privado, porque como explica Harari en su obra Sapiens, el desarrollo del hombre deriva de la ampliación de la colaboración en grupos humanos cada vez mayores, y eso solo es posible gracias al lenguaje y a los mitos y relatos comunes. Si dejamos fuera del relato los aspectos éticos, se crea un vacío, y es fácil detectar cómo en las sociedades occidentales ese espacio  de la ética común va siendo ocupado por otros relatos.

El que puede considerarse dominante hoy es el discurso neoliberal que sostiene que en  un Estado que respeta la libertad individual, el mercado da la respuesta a todas las cuestiones que antes decidía la moral: ya no es necesario dictaminar lo que es justo o bueno, pues cualquier problema se resuelve con la oferta y la demanda. Esto se aplica al precio de la fruta, por supuesto, pero también al medio ambiente, gravando las emisiones o a la contaminación; todo tiene un precio y el mercado es capaz de hallar siempre el equilibrio más eficiente. O quizás no: basta seguir los debates sobre cuestiones sobre la maternidad subrogada para ver que no todo tiene un precio;  Michael Sandel, reciente Premio Princesa de Asturias,  destaca que someter al mercado determinados bienes los corrompe y degrada las relaciones sociales en su conjunto. La crisis financiera, la creciente desigualdad, y la desconfianza en los mercados son otros síntomas de la insuficiencia de esta teoría.

El vacío que deja el debate moral tiene otras consecuencias nocivas. Cuando no cabe defender las posiciones éticas de manera racional, la opinión subjetiva y emocional es lo único válido: nadie tendría derecho a discutir lo que yo pienso/siento. En su libro “La mimada mente americana” Haidt y Lukianoff alertan de que en las universidades de EE.UU. ya no se puede debatir sobre multitud de cuestiones. La universidad ya no pretende que los alumnos defiendan sus convicciones, sino que estén protegidos de lo que pueda ofenderles. Esto lleva a la aparición de la censura en aras de la corrección política, a la habilitación de “espacios seguros” y otras medidas que no solo desvirtúan la esencia del mundo universitario –el debate racional- sino que infantilizan a los estudiantes haciéndolos más débiles y vulnerables.

La extensión de este fenómeno a toda la sociedad tiene como efecto inevitable la fragmentación social: cada grupo religioso o ideológico no está obligado a defender racionalmente su postura y además es crecientemente susceptible a cualquier ofensa real o imaginada. Esta tendencia, originada en la corrección política izquierdista alienta los movimientos radicales de cualquier signo, pues al identificar la moral con algo totalmente subjetivo, refuerza a los movimientos identitarios, tan ligados a la emoción. Reducir la ética al sentimiento favorece la manipulación por los políticos oportunistas y también que el adversario se preciba como enemigo. Por ejemplo, es frecuente escuchar que no se puede ignorar el sentimiento independentista de muchas personas; pero lo que habría que discutir no es qué sienten ni cuántos son, sino si esa independencia es moralmente valiosa. ¿Va a favorecer la solidaridad o la exclusión? ¿Nos va a dar más libertad? Asuntos como eutanasia, la inmigración o las políticas educativas o familiares también deben ser tratados desde la moral, preguntándonos sobre los fines u objetivos: ¿Cuándo deja de tener sentido tiene la vida? ¿Afecta la enfermedad a mi dignidad? ¿Cuales sin los fines de la familia? ¿Se pueden justificar las fronteras?

En contra de la tendencia general, se alzan voces como la de Sandel e incluso la de algún político: “Es absurdo pedir que las personas no aporten su moralidad personal a los debates sobre políticas públicas. Las leyes son por definición una codificación de moralidad, en gran parte fundada en la tradición judeo-cristiana”. La cita –algunos se sorprenderán- es de Obama.

El desprestigio de la política tiene mucho que ver con este alejamiento de la moral, porque tras las manidas etiquetas de progresistas, liberales o conservadores detectamos la total ausencia de reflexión ética. Para ser una sociedad sólida y cohesionada debemos ser capaces de defender nuestra visión de la vida buena en cada aspecto de la política y del Derecho, desde la razón pero sin que puedan ser descalificada por coincidir con nuestras convicciones religiosas, admitiendo la crítica y buscando siempre los puntos comunes y el compromiso. Y debemos exigir a los políticos que  hagan lo mismo.

 

Nota: la presente es una versión ligeramente más extensa que la columna publicada en ABC