In memoriam Jorge Trías, amigo y colaborador de Hay Derecho

Con mucha tristeza nos hemos enterado estas vacaciones de Semana Santa del fallecimiento de Jorge Trías Sagnier, amigo y colaborador de Hay Derecho desde hace muchos años. En la Fundación Hay Derecho conocimos a Jorge a raíz del caso Bárcenas, en el que tuvo un protagonismo muy señalado como filtrador de los famosos papeles lo que le costó, literalmente, su actividad profesional como abogado, dado que su despacho estaba muy ligado al PP (partido por el que había sido también diputado) y a partir de entonces le abandonaron la mayoría de sus clientes. En esa época nos citó en su casa alquilada de la calle Antonio Maura, rodeado de libros y de pinturas -era una persona de una gran cultura- para contarnos con todo lujo de detalles lo que sabía sobre la financiación irregular del PP y la ya famosa caja B.  Tenía también todo apuntado por escrito y posteriormente publicaría “El baile de la corrupción”.

Tenía, por su honestidad y su valor, el perfil de un formidable denunciante de corrupción, que sufrió desde el entorno del PP represalias de tipo profesional pero también personal que le llevaron a trasladarse a Barcelona, de donde era su familia. En definitiva, hizo en aquel momento lo correcto, y pagó un precio muy alto. Recordemos que nadie procedente del PP hizo nada parecido (recordemos el cierre de filas incondicional y las acusaciones de Rajoy de la existencia de una causa general contra el PP) y que tuvo que pagar un precio muy alto. El mismo precio que siguen pagando en España todos los que denuncian la corrupción, conviene recordarlo ahora que parece que se va a trasponer por fin la Directiva de protección de whistleblowers aunque para Jorge, como para muchos otros, ya sea muy tarde.

Desde Barcelona siguió muy de cerca los acontecimientos del procés, hasta el punto de que nos propuso dedicar en el blog una serie, que llamamos precisamente “Diario de Barcelona” y en la que publicó muchas entradas sobre lo que había visto a su regreso a su querida Barcelona. Esta serie sigue estando disponible en este blog para aquellos que quieran acercarse a la mirada de alguien que conocía muy bien Cataluña y su gente, pero que también tenía muy claro lo que nos jugábamos -nos jugamos- en términos de Estado de Derecho y calidad democrática con lo sucedido entonces y lo que, en menor medida, sigue sucediendo ahora. Y de nuevo lo hacía “desde dentro”, como miembro relevante de la burguesía catalana que vivía allí. Y como sabemos, tampoco esto es nada fácil.

Pero Jorge, además de una persona valiente, honesta, inteligente y culta y de un gran colaborador de Hay Derecho -aquí estaba siempre que le necesitábamos, ayudando en lo que podía- acabó siendo también un amigo. Uno más de los que forman la comunidad de Hay Derecho,uno de los logros de los que estamos más orgullosos y que nos hacen pensar que, mientras haya personas como él, la linea divisoria entre lo correcto y difícil y lo incorrecto y fácil seguirá estando clara. Le vamos a echar mucho de menos, pero nuestra forma de no olvidarle será seguir luchando por los mismos valores que él defendió. Querido amigo, que la tierra te sea leve.

 

 

La rectitud: en el décimo aniversario de la muerte de Julián Marías

Antonio Machado estaba equivocado: no a todos los españoles que vienen al mundo les hiela el corazón una de las dos Españas. A los mejores españoles hace tiempo que les hielan el alma las dos, porque la independencia, el rigor y la equidad se pagan doblemente.

Las tribus no aceptan extraños, salvo que sea para convertirse, y quienes no se adscriben incondicionalmente a tribu o cofradía ninguna son vistos por todas como ajenos, y potencialmente peligrosos individuos con pensamiento propio. Ese es el triste caso del Prof. Julián Marías, un ejemplo de dignidad, de cuyo fallecimiento se cumplen hoy, 15 de diciembre de 2015, ya diez años sin que tengamos noticia de que exista convocatoria alguna para honrar en debida manera la memoria del insigne filósofo en tan señalado aniversario.

La “degradación del honor civil” la “capitisdeminutio”, aunque sea “minima”, es – en todo tiempo y lugar – una herramienta de los tiranos de todo signo para deshacerse de las personas libres. Una de las formas más sutiles es opacar al ilustre, como dice su hijo que hicieron los herederos de Besteiro por quien sufrió tal degradación (cfr. aquí ), que acaso nunca perdonaron su frase “los justamente vencidos y los injustamente vencedores”. Tampoco le perdonaron los vencedores: encarcelado en 1939 por la delación falsa de un “amigo”, él, sin embargo jamás renegó de su maestro Ortega y Gasset, al punto de que en 1942 no se le permitió obtener el doctorado y por tanto el acceso a una Cátedra que le correspondía por méritos propios. Nuestra Universidad peca siempre de los mismos males, sea cual sea el color de quienes en ella mandan. Marías declaró que la comisión que le juzgó “parecía más que un tribunal una cheka”. Esto es otro de nuestros rasgos distintivos.

Marías nos dejó tras 91 años de fecunda vida – jalonada con unos 50 libros– y su pérdida no pasó inadvertida. Para entenderle, además de leerle y de releerle convendría saber qué pensaron de él quienes le trataron. Fue alumno y discípulo, nada menos, que de Ortega y de Zubiri en la Universidad Central de Madrid entre 1931 y 1936. Depurado, como hemos dicho, tras la infame Guerra Civil tuvo que dedicarse a la enseñanza privada y las traducciones para sostener a su familia, y tuvo que emigrar en 1951, siendo profesor y lector en diversas Universidades de los Estados Unidos e Hispanoamérica.  De regreso a la Patria, finalmente, en 1964 la Real Academia le acogió en su seno, en contra de la opinión del entonces Jefe del Estado, y desde entonces influyó en la vida española mediante su obra, sus muy numerosos artículos periodísticos y sus lecciones.

Este castellano viejo (natural de Valladolid, como nuestro tercer Don Miguel) apostó sin ambages por la reconciliación nacional en la Transición pero advirtió contra la invasión de la esfera privada por la pública, ya en la época del Presidente Felipe González (cosa que tampoco se le perdonó) de la que ha derivado, gobierno tras gobierno, legislatura tras legislatura, el estado actual de nuestra Democracia.  Así se ve muy especialmente en la intervención del poder judicial por el legislativo y, a la postre, por los partidos, de los que tanto y con tanta razón, a nuestro modo de ver, desconfiaba.

Senador por designación Real en 1977, fue por tanto “paterpatriae” durante el periodo constituyente, pero advirtió claramente sobre la ley electoral y las listas cerradas. En 1979, cumplido su mandato junto a una generación de españoles que supo ver más allá de los intereses del momento, se alejó para siempre de la Política, con mayúsculas,  (aunque siempre escribió sobe ella).Ese mandato no fue otro que la injustamente denostada Constitución Española que nos ha permitido vivir, a pesar de su incumplimiento parcial, en paz casi cuatro decenios. En 1996 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Humanidades junto con Indro Montanelli.

Si bien su obra filosófica y antropológica tiene talla propia  (La mujer en el siglo XX (1980), La felicidad humana (1987), La mujer y su sombra (1987), Mapa del mundo personal (1993), o Persona (1996)), creo que en este Blog es menester poner énfasis en su obra socio-política  “España Inteligible. Razón histórica de las Españas”, “Meditaciones de la Sociedad Española”, “España como Preocupación” y tantos otros trabajos certeros afortunadamente publicados en diversas editoriales.

Su última obra, recopilatoria de artículos escritos en diversos medios, tan diversos como “ABC” y “El País”, se publicó en el año de su fallecimiento (“La Fuerza de la Razón”). Poseo un ejemplar dedicado por todos mis sobrinos políticos que pertenecen a una nueva generación de españoles que poco ha oído hablar de D. Julián Marías, pero que debería saber de algún modo que España es – también y sobre todo – una Nación enorme llena de hombres ilustres que han sido generosos con los demás, de hombres ejemplares a los que hay que tomar como Norte de conducta; que no es necesario ni conveniente construir desde cero y que nosotros, además de todos nuestros motivos para la melancolía o el exilio, tenemos motivos para estar orgullosos de nosotros mismos y querer hacer las cosas bien.

Creo que es imposible entender a Marías sin su esposa, Lolita, que fue también su colaboradora y a la que permaneció aferrado a pesar de su pérdida en 1977, cuando ella contaba con 65 años de edad.  Espero que algún lector que le conociese o haya leído con detenimiento complete estas parvas líneas escritas en su insigne memoria. Él se entendía a si mismo como narró en “Una vida presente” (1988).  Mi modesta opinión es que el Prof. Marías ejerció en toda su vida una cualidad de la que apenas se habla, una palabra que causa problemas a sus usuarios y practicantes: la rectitud.

Si el lector desea saber más sobre este español ilustre, puede dedicar un tiempo a su memoria en este aniversario de su pérdida en la mucha información que se encuentra en la red concentrándose en un par de reseñas detalladas.

Algunas de sus biografías dicen de él que fue “republicano, liberal y católico”. Lo que ocurre es que poner adjetivos a D. Julián Marías, hombre, filósofo, persona, es una tarea inadecuada, porque algunos nombres propios no admiten adjetivos. Su memoria trae a la mía estas palabras de Marco Aurelio: “Con los ojos fijos en tu tarea, indágala bien, y lo que exige la naturaleza del hombre, cúmplelo sin desviarte y del modo que te parezca más justo: sólo con benevolencia, modestia y sin hipocresía”.

 

 

 

 

In Memoriam: José Enrique Gomá Salcedo

Con IgnacioNuestro padre, José Enrique Gomá Salcedo, ha fallecido el pasado 30 de noviembre. No es fácil para un hijo hacer una necrológica de su padre tan pronto y, menos, hacerlo en el tono que la ocasión exige: el que permite recordar al que se fue en aquellas virtudes dignas de conocimiento por su relevancia pública y no simplemente familiar.

Nacido en Valencia en 1930, el centro de su actividad vital estuvo durante mucho tiempo en el ejercicio de su profesión notarial, en diversos destinos. Durante ese periodo siguió estrictamente las reglas que debe seguir un notario según el artículo 148 del Reglamento Notarial -“verdad en el concepto, propiedad en el lenguaje, severidad en la forma”- y siempre “sin mengua de su imparcialidad”, sin ponerse al servicio de ninguno, sino buscando objetivamente la equivalencia de las prestaciones y la perfecta estructuración interna y externa del negocio; como él mismo dijo en un trabajo, el notario estaba al servicio no sólo de la seguridad sino más bien de la libertad del ciudadano. Alguien nos decía por las redes sociales el mayor elogio que él hubiera querido oír: “mis padres me hablaron de la tranquilidad que suponía elevar a público en su notaría”.

Pero quizá el ejercicio correcto de la profesión no sea digno de elogio sino obligación ética y jurídica, aunque para sus hijos y muchos compañeros y opositores a los que preparaba haya sido muestra de la ejemplaridad pública de que tanto ha hablado otro de sus hijos, Javier. Por eso, quizá, es preciso mencionar el legado intelectual público que nos ha dejado: los cuatro voluminosos tomos de sus “Instituciones de Derecho civil”, fruto maduro de muchos años de estudio, observaciones y lecturas, y publicado cuando se jubiló, ya libre del quehacer profesional. Esto último merece la pena remarcarlo: con 70 años, y jubilado, en vez de descansar y realizar relajadamente las tareas o actividades que le apetecieran, emprende la esforzada tarea de ordenar todo lo que ha aprendido a lo largo de tantas décadas de ejercicio profesional y estudio, para culminar, 8 años después, las más de 4000 páginas que componen las Instituciones, y todo ello porque consideraba que debía hacerlo así, y era el mejor momento para ello. Fue la primera vez que un notario ofrecía, en la madurez de sus conocimientos, una visión completa y global del Derecho Civil español, y no “práctica” sino simplemente empapada del realismo que da el bregar diariamente y a la vez con el Derecho y las personas. Su obra contiene miradas personalísimas y novedosas sobre cuestiones clave, como la legítima o la sociedad de gananciales, siempre presididas por un decidido causalismo que, para los no juristas, debe traducirse por una vocación por la justicia, por una preferencia mayor por el ciudadano que por la rapidez y abstracción del tráfico deshumanizado.

En 2011 publicó un libro de Derecho Notarial, en colaboración con sus dos hijos notarios, los que escribimos este post, reelaboración de un libro de temas publicado en los años 90. La génesis de este libro define también a nuestro padre. Comenzó a escribirlo en su momento no porque los temas de Derecho Notarial existentes entonces estuvieran mal, “eran correctos”, decía, sino porque, añadía, “no me gustaba el concepto de notario que se traslucía de ellos”. Es decir, consideraba que les faltaba a esos temas un aspecto ético, de moralidad profesional, que él quiso añadir. En ese sentido, el libro de Derecho Notarial quiso ser desde el principio, -y creemos que lo logra- un Tratado del Buen Notario.

Como dijimos en otra ocasión, nuestro padre tenía una agudeza y un sentido común extraordinarios y su objetividad, a veces dolorosa, siempre desapasionada, se traduce en el mundo jurídico en un rigor conceptual poco amigo de la “broza jurídica” de que hablaba el catedrático de “La casa de la Troya” y repetía él frecuentemente. Por ello su obra, breve y concisa, va a la raíz de las cuestiones, a lo que verdaderamente importa. Humanamente le caracterizaba un sentido del deber entre militar y kantiano, muchas veces contra las propias inclinaciones y deseos; la austeridad en lo material (“grande es el número de cosas que no necesito”), compatible con la máxima generosidad si tú le necesitabas; discreción en la vida social (casi en la vida asocial), y un desapego, quizá excesivo, de reconocimiento y honores, procedente de un individualismo casi romano que se muestra en parte en su obra jurídica, poco amiga de la mercantilización y del gregarismo (como anécdota, en sus Instituciones casi se negó a que debajo de su nombre figurara que era notario, porque ya estaba jubilado…).

Fue preparador de opositores al título de notario durante más de treinta años, y podemos decir de primera mano –pues también atendió a nuestra preparación- que su objetivo era formar juristas, en el sentido más amplio y bello de esta palabra.

Tuvimos, como editores de este blog, la suerte de que colaborara con él, escribiendo artículos ya con más de 80 años, lo que prueba su compromiso y su capacidad de trabajo.

Quisiéramos pensar que sus hijos y nietos – cada uno en sus diversas ocupaciones – somos dignos transmisores de la herencia espiritual no ya de las capacidades intelectuales, más sujetas al azar genético, sino sobre todo de esas enseñanzas y principios vitales -el altruismo, el sentido del deber, la generosidad, el rigor, la rectitud, la profesionalidad, la austeridad, la disciplina, la independencia, la espiritualidad, el señorío, la ecuanimidad, la decencia, el desprecio del materialismo, el sentido estético de la vida, la bondad de fondo, la rebelión ante la injusticia aunque ello le supusiera un mal- cuyo camino nos mostraba con su hacer. Seguramente no lo hemos conseguido del todo ni tenemos esas virtudes, pero nos emociona pensar que algunas de las cosas en las que participamos -como este blog, en el que escribió él y ya se encuentra su nieto Ignacio- lleva también sus señas de rigor, decencia y rebeldía ante lo injusto.

Sus hijos y nietos, todos, echamos de menos su sabiduría y añoramos su compañía con nuestra madre, Mercedes.

El funeral se celebrará el lunes 14 de diciembre en la Iglesia del Espíritu Santo, calle Serrano, 125, a las 19.30, donde esperamos al que quiera y pueda acompañarnos.

In memoriam: Emilio Jimenez Ruiz-Gálvez, abogado

 

 

 

 

 

 

En su famosísima obra “La lucha por el Derecho” (1872) Rudolf von Ihering alaba la actitud de ese viajero inglés que, estafado por un cochero, opone a la injusticia una resistencia sorprendente, invirtiendo en la reparación de su derecho –en tiempo y dinero- diez veces más que lo estafado. La gente del pueblo se ríe de él, porque conoce la frustración que esa lucha supondrá. Pero el inglés también lo sabe y pese a ello no se arredra, porque lo que está en juego no es sólo dinero, tampoco únicamente una cuestión de dignidad personal, sino un deber para con la sociedad. En el dinero que niega el inglés y otros pagan hay algo característico de Inglaterra: la historia secular de su desenvolvimiento político y de su vida social.

Pese a su agudeza y brillantez, siempre he pensado que a este análisis de Ihering le faltaba algo. Si el viajero inglés no estuviese de turismo, viajando ocasionalmente por “uno de esos países del Sur”, sino que, ya sea por profesión o por otro motivo, se viese obligado a soportar esos pequeños abusos con demasiada frecuencia, probablemente no tendría más remedio que claudicar (o embarcarse definitivamente para Plymouth). Salvo, claro está, que contase con la ayuda de un personaje que falta en esta historia y que pide a gritos: con un buen abogado del foro. No sólo con un abogado honesto y técnicamente competente, sino con uno tan concienciado y combativo como él (y que además, si es posible, conozca a fondo los intrincados mecanismos de la Justicia local). Pues bien, Emilio Jimenez Ruiz-Gálvez era uno de esos: eslabón imprescindible en la lucha por el Derecho.

En esta sección hemos recordado en otras ocasiones a ilustres profesores que trabajaron incansablemente por el progreso de la ciencia del Derecho en España, contribuyendo de esta manera a lograr una sociedad más justa. Nos proporcionaron inspiración y argumentos para luchar contra las inmunidades del poder público y contra los abusos del privado, y por eso debemos agradecérselo. Recordemos que, como nos mostraron los juristas romanos, el Derecho se formula no en imperativo, sino en indicativo: esto es justo, y lo otro no lo es. Y el jurisprudente es, precisamente, el que es capaz de “indicar” con rigor y claridad.

Pero, ¡ay!, luego esa indicación hay que llevarla a la práctica. Y para eso, ¿en quién puede apoyarse el débil? ¿En quién puede confiar el modesto ciudadano, ajeno a nuestro mundo de juristas, que ocasionalmente tiene un problema o sufre una injusticia? No, desde luego, en el prestigioso profesor, incapaz de ayudarle directamente. Tampoco en el gran despacho, normalmente inaccesible, o quizás situado al otro lado de la barrera, junto al poderoso. Por eso, sin abogados que atiendan diligentemente a los ciudadanos anónimos la Justicia sería una quimera. Peor aún que una quimera: un escarnio. Un luminoso escaparate al que un grueso vidrio impide echar mano.

La grandeza de un Estado de Derecho se comprueba cuando el argumento fuerte vence al débil, pese a que el primero lo sostenga el débil y el segundo el fuerte. Un mundo tan preocupado por las desigualdades económicas (véase el éxito del libro de Piketty) debería reconocer que no existe mejor efecto redistributivo que éste. Al fin y al cabo, como defendieron Aristóteles y Santo Tomás, la justicia conmutativa no es más que una manifestación de la distributiva, pues a nadie le es lícito incrementar su parte en el acervo común a costa del vecino. Y este efecto, silencioso pero enormemente trascendente, lo logran todos los días los abogados de a pie, quienes, junto con muchos jueces de primera instancia e instrucción, constituyen la principal línea de defensa de nuestro maltrecho Estado de Derecho y la principal vanguardia en el combate por la igualdad ante la ley.

Emilio Jimenez era uno de ellos, desde luego. El inconveniente de glosar la actividad de un abogado es que, a diferencia del científico del Derecho, sus logros no se concretan en monografías y artículos doctrinales de uso general, sino en historias particulares que afectan a personas concretas de carne y hueso, y que no procede divulgar. Fui testigo de muchos de ellos. Pero baste decir ahora que asesoraba igual a la gran empresa que a la viuda sin recursos, y nunca sacrificó el tiempo que esta última exigía para concedérselo a la primera. Negoció con tino y acierto y evitó así muchos pleitos innecesarios. Se enfrentó con éxito a unas cuantas multinacionales que, al estilo del cochero de Ihering, confiaban en que los costes y molestias impuestas a sus víctimas les hicieran desistir. No contaban con él, desde luego. Encontró siempre el argumento fuerte y supo hacerlo valer. ¿Qué más se le puede pedir a un abogado?

Emilio Jimenez nació en Madrid, en 1966. Estudió Derecho en su Universidad Complutense. Monárquico y liberal, gran aficionado a la Historia de España y a los toros, murió el pasado día 2 de enero, tras una cruel enfermedad que combatió con la misma entereza y determinación que cualquiera de sus casos. Por eso tampoco perdió este último, en absoluto. Su ejemplo es un tesoro que quedará siempre para su familia, sus amigos y para los muchos a los que ayudó profesionalmente. Descanse en paz.

 

La misa funeral por su eterno descanso tendrá lugar mañana viernes a las 20.00 H en la Parroquia de San Fernando (calle Alberto Alcocer nº 9, Madrid).

In Memoriam: Federico Cárdenas, colaborador de ¿Hay Derecho?

Ayer nos sorprendió la triste noticia de que entre los fallecidos en el vuelo siniestrado de Swiftair que se estrelló este jueves se encontraba nuestro colaborador Federico Cárdenas, que también era un fiel seguidor y divulgador de nuestros artículos en las redes sociales. Fede era un regeneracionista convencido, como demuestran sus posts, una persona comprometida y entusiasta, militante de UPYD en Móstoles. Desde aquí queremos trasladar nuestras condolencias a su familia y amigos y asegurarles de que en este blog su recuerdo seguirá muy presente en nuestra lucha por defender nuestro Estado de Derecho y nuestras instituciones. Fede, que la tierra te sea leve.

Flash Derecho: Adolfo Suárez y la tragedia griega

La persona y el personaje político de Suárez han tenido y siguen teniendo hoy un atractivo indudable. Y quizá la razón de ello, aparte de los datos objetivos que lo convierten en el hacedor de la Transición Democrática, sea que en su vida, tanto personal como política, se encuentran muchos de los elementos de la tragedia griega que, como decía Aristóteles, ilustra más y es más verdadera que la historia real por cuanto presenta situaciones concretas vinculadas causalmente para ilustrar principios universales.

El argumento de la tragedia griega es frecuentemente el devenir de un personaje cuyas cualidades exceden las del hombre común pero que, a consecuencia de sus pasiones (pathos) o de sus acciones, cae en desgracia de una manera predestinada y casi inevitable (Deus ex machina) lo cual es contemplado por el espectador finalmente con sentimientos de piedad y terror que permiten que la mente se purifique de las pasiones negativas que cada hombre posee. La catarsis final representa la toma de conciencia del espectador que, comprendiendo a los personajes, alcanza este estado final de conciencia y sabiduría, distanciado de las pasiones

Suárez fue elegido por Zeus para realizar uno de los trabajos de Hércules, la Transición Española. En su consecución luchó contra grandes peligros y amenazas – no olvidemos los constantes atentados terroristas, el “ruido de sables” y los extremismos varios- y hasta soportó un golpe de Estado. Al final le abandonaron los corifeos (perdóneseme la licencia: los que siguen y apoyan al personaje principal) y cae en desgracia abandonado por todos, como expresan gráficamente los únicos dos diputados obtenidos (el famoso “Agustín y yo”) con el partido que él fundó al caer UCD, el CDS, en las elecciones de octubre de 1982. Poco levantó la cabeza a partir de ese momento, y en lo poco que lo hizo fue golpeado con varias tragedias personales que minaron su resistencia hasta que finalmente una grave enfermedad le hizo perder la conciencia. Mucho se ha hablado de su ambición, de sus virtudes y sus defectos. Pero lo que es claro es que al final llega la catarsis y el espectador efectivamente se siente próximo al héroe y a sus desgracias en las que, en buena parte, se ve reflejado.

Es este sin duda el momento de honrar su persona y su obra, que fue importante por mucho que quienes, aun jóvenes, los vivimos, recordemos lo accidentado, convulso y peligroso de aquellos años. El paso de una dictadura de cuarenta años a una democracia avanzada en poquísimos meses, con el harakiri de las Cortes anteriores, la legalización del Partido Comunista, la aprobación de la Constitución de 1978 y tantas cosas más de por medio fue una obra maestra y puso a España al nivel de los países europeos con los que comparte historia. Por supuesto, no fue perfecta: en la Transición se hizo lo que se pudo y quizá se pudo hacer mejor, pero había prioridades y en ese salto mortal no es fácil caer de pie en un elegante escorzo, cuando además no ha habido tiempo para ensayar. Bastante tuvimos con no rompernos la crisma.

Pero no es este el momento de recordar esas carencias. No, este es el momento de recordar su obra y su persona. Su persona porque fue de una rectitud personal, limpieza y coherencia que nos hacen añorar otros tiempos en los que, al menos no en la proporción actual, la corrupción y el interés personal no campaban por sus respetos. Y su dignidad política, mostrada paladinamente tanto en su postura firme e inconmovible en su escaño en el 23 F que tantas veces hemos visto reflejada gráficamente como en su dimisión como presidente de Gobierno no por horribles acusaciones de corrupción o de incumplimiento de su programa, sino simplemente por considerarlo lo mejor para el Estado y lo más conforme a su dignidad personal. La renuncia que ello debió de significar para él, un zoon politikon, un verdadero animal político con las máximas ambiciones en este ámbito y prácticamente ninguna en los demás (recuerden su tortilla francesa y la ausencia de escándalos en cualquier otro vicio capital), está, en efecto, a la altura de cualquier tragedia griega, y lamentablemente nos incita a odiosas comparaciones que están en la mente de todos y que hoy no quiero citar.

Y también es preciso recordar su obra, el advenimiento de la democracia. Sin duda  esta tarea no fue sólo suya, sino colectiva, pero él tuvo en ella un papel determinante con su habilidad, determinación y voluntad de lograr el tan traído y llevado consenso que, como sinónimo de deliberación, intercambio de opiniones y acuerdo (no como renuncia a los intereses generales para logros particulares) es un valor incuestionable que trajo a España la modernidad tras años, por no decir siglos, de atraso. Y resulta importante recordar esto hoy porque cabe constatar que el fallecimiento de Suárez coincide, de una manera un tanto simbólica, con un momento político en el que una buena parte de su obra se encuentra en entredicho, como comentamos y denunciamos constantemente en este blog.

Pero ojalá Suárez, con su fallecimiento, nos preste un último servicio: el de la catarsis nacional que estamos necesitando, el alcanzar esa sabiduría o concienciación de lo que fue su obra y de las acciones que se precisan para acabarla y consolidarla.

In Memoriam. Eduardo García de Enterría, jurista

El pasado lunes 16 de septiembre falleció en Madrid Eduardo García de Enterría, sin lugar a dudas unos de los más  grandes  juristas españoles del siglo XX.
 

Merecer ese calificativo no es fácil, pero lo cierto es que Enterría reunía todos los requisitos para ello. En primer lugar revolucionó, casi diríamos construyó, la moderna ciencia del Derecho Administrativo español, convirtiéndose así en maestro indiscutible de generaciones de publicistas españoles. Ya sólo esto hubiera sido suficiente. Pero es que, además, a estas alturas del siglo XXI, podemos decir que lo hizo sobre los principios correctos y con arreglo al método adecuado.
 
Del mismo modo que un gran filósofo tiene que habérselas con el “ser”, bien pertrechado de la técnica desarrollada a tal fin por sus predecesores, para ser un gran jurista hay que habérselas de idéntica forma con el “poder”, que al fin y al cabo es el negativo del Derecho. La dramática experiencia del siglo XX europeo demostró hasta qué punto éste era un tema por domesticar, especialmente en el ámbito del poder público, pese a todas las ingenuas promesas de la precedente época revolucionaria. Había que proporcionar los instrumentos técnicos jurídicos para facilitar en este ámbito  el anhelo social de lucha por el Derecho que caracteriza la época moderna, pero al que tantos obstáculos se le oponían bajo el disfraz de una política mal entendida. Lamentablemente, la realidad del siglo XXI demuestra que haberlo hecho en la teoría científica con la brillantez de Eduardo García de Enterría no nos ha garantizado en la práctica política la victoria contra las persistentes inmunidades del poder.
 
Pero si no lo ha hecho no ha sido, desde luego, por su culpa. Leer hoy su teoría sobre el control de los actos discrecionales causa pena y tristeza. Pena y tristeza por nosotros, claro. Que la jurisprudencia de los años sesenta y setenta, gracias a su ayuda, sacase tanto jugo en ese sentido a la ley franquista de la jurisdicción contenciosa de 1956, nos debería llenar por comparación de vergüenza y sonrojo. Citando a Hans Huber, nuestro autor nos advertía de que el poder discrecional es el verdadero caballo de Troya, en el seno del Derecho Administrativo, de un Estado de Derecho. Si democracia y Estado de Derecho son términos prácticamente sinónimos -como es necesario convenir- no se entiende que en esta época democrática se pretenda justificar, en base al poder discrecional del Gobierno (sólo pongo un ejemplo entre muchos), nombrar a los amigos incompetentes para desempeñar ningún cargo, pero menos aún en las instituciones supuestamente independientes y en los organismos de vigilancia control, como hemos denunciado aquí en tantas ocasiones. ¿Acaso ahora no hay elementos reglados suficientes como para no justificarse de ninguna manera una abdicación total del control sobre esas decisiones? Al contrario, la ley se llena hoy de requisitos y exigencias (hay que quedar bien en la tribuna) pero luego nadie las cumple…. y no pasa nada.
 
Qué bonito suena eso que nos decía don Eduardo de que el acto discrecional que se ha desviado de su fin -del fin en vista del cual el Ordenamiento otorgó el poder- “ha cegado la fuente de su legitimidad”. Pero espanta saber que los juristas y los jueces necesitamos más valor en una democracia para deducir sus implicaciones del que tuvieron nuestros predecesores en una dictadura. ¿Quizás es precisamente eso, que vivimos en una democracia y que toda cacicada realizada por un político sancionado por las urnas tiene un aura casi sagrada? Si es así, todavía no hemos comprendido nada. ¿Es que acaso un poder que se ha desviado de su fin sigue siendo un poder democrático? Don Eduardo nos explicaba claramente que no, y por eso le deberemos siempre eterno agradecimiento.
 
Pero en mi condición de privatista, no quisiera terminar este recuerdo sin alabar su profunda comprensión de las virtudes de la técnica jurídica como instrumento fundamental en la búsqueda de la Justicia, que en fondo es un lógico corolario de todo lo anterior. Toda su obra lo demuestra, pero quizás en ningún lugar habló sobre ello de forma tan expresa como en su prólogo al clásico de Theodor Viehweg, Tópica y Jurisprudencia. El Derecho (la Justicia) no es un sistema dado de una vez por todas, sino que es algo que, en cada tiempo y lugar, debe ser “buscado” y “descubierto” utilizando los recursos y procedimientos técnicos puestos de manifiesto a su vez por siglos de experiencia jurídica. Como expresamente afirmaba al alabar la obra de Viehweg, no es poca cosa librar al Derecho como ciencia de esa suerte de complejo de inferioridad que ha venido padeciendo desde que el mundo moderno perfeccionó las ciencias físicas o axiomáticas. Otro es nuestro camino y por tanto nuestra dignidad. Tener plena conciencia de ello es el mejor tributo que puede prestarse a las posibilidades reales de la Justicia. “Entidad misteriosa e indefinible ésta, pero cuya realización histórica efectiva es siempre el resultado de técnicas jurídicas concretas y no de grandes afirmaciones o de declaraciones generales”.
 
Es difícil, pero aspiremos, al menos, a estar a la altura, como sin duda lo estuvo él.
 

In memoriam: Mariano Martín Peña

El pasado sábado 29 de junio moría en Madrid nuestro estimado colaborador Mariano Martín Peña.
 
Mariano comenzó a colaborar con ¿Hay Derecho? a los pocos meses de su lanzamiento, aceptando con gran generosidad nuestra propuesta de tratar los problemas regulatorios de la energía en nuestro país. Es, sin duda, un tema crucial, que él desarrolló con su habitual maestría, dando a sus post, desde el primero de ellos, el tono riguroso y crítico que buscábamos.
 
Participó en este blog con dieciséis posts a lo largo de poco más de un año, hasta que su salud se lo permitió. Todos ellos magníficos, pero cabe destacar especialmente algunos, como “La reforma energética: una aventura imposible”,  “El déficit tarifario en el sector eléctrico”, o “La factura de la luz: instrucciones de uso”. Son de lectura muy recomendable por su indiscutible actualidad, porque ya se sabe que el tiempo no pasa para la sociedad española, especialmente en el ámbito de los mercados regulados. Sólo pasa, desgraciadamente, para los españoles, incluidos los mejores de ellos, como Mariano.
 
Mariano había nacido en  Ávila en el año 1936, era Doctor Ingeniero de Montes por la Universidad Politécnica de Madrid e Ingeniero Geógrafo. Ingresó en el Instituto Geográfico en el año 1966 donde llevó a cabo numerosos trabajos geodésicos y astronómicos. En 1981 fue nombrado Subdirector General de Cartografía y Publicaciones de este Organismo. En 1985 se incorporó al recién creado Centro Español de Metrología como Subdirector Científico y de Relaciones Institucionales. Estaba en posesión de las Encomiendas de la Orden del Mérito Civil y de la Orden de Isabel la Católica.
 
Su funeral se celebrará este miércoles, 3 de julio, en la Iglesia Sta. María de Caná de Pozuelo de Alarcón, a las 21.00. Descanse en paz. Nuestro más sentido pésame para su familia.
 

El intelectual y la Política. A propósito de Giulio Andreotti.

 
En cierta ocasión dijo el ex ministro Areilza que dedicarse a la política supone, a menudo, tener que tragar sapos. Hacer lo contrario de lo que uno piensa más conveniente (y defender, además, el acierto de esa decisión opuesta a tus convicciones), o hacer lo que uno piensa pero de modo diferente a como creía más beneficioso para el país o la ciudadanía. Y es que no hay nadie dedicado a la política que pueda imponer, siempre y en cada decisión, sus ideas o su voluntad.
 
El reciente fallecimiento de Giulio Andreotti -un hombre cultísimo, dedicado más de cincuenta años a la política- parece una ocasión propicia para reflexionar sobre la relación entre el intelectual y la política. Sobre todo cuando quien tiene una vocación intelectual acaba dedicándose a la actividad política. La única fidelidad del intelectual auténtico –la fidelidad a la verdad, a su conciencia- termina pugnando con los intereses y los tiempos de la política.
 
Ello sucede de manera singular cuando el resultado de unas elecciones no arroja mayorías absolutas y se impone la necesidad de pactos en los que, quiérase o no, hay que ceder en las ideas propias –que uno considera las mejores- para llegar a acuerdos con los adversarios políticos. ¿Cómo mantener en esa tesitura la independencia insobornable del intelectual?
 
A mí me parece casi imposible. La azarosa historia política de Italia, en tiempos de Andreotti y en estos últimos de Monti y Letta, con un electorado fragmentadísimo y mayorías absolutas imposibles de alcanzar, deja bien claro las dificultades de unos y otros para ser fieles a sus principios.
 
Ante esas situaciones se suele decir que la política es el arte de lo posible, que no cabe el dogmatismo (propio del intelectual), y que ser debe actuar con “realismo” (frente al idealismo del intelectual) y con “cintura política” (frente a la rigidez del intelectual) para sacar el país adelante, o al menos intentarlo. Toda auténtica política postula la unidad de los contrarios, decía Ortega. Y para eso es necesario un ejercicio de transacción, de mediación.
 
Cuando se glosa la figura de Andreotti, figura controvertida por muchos motivos, existe un reconocimiento casi unánime sobre su habilidad política (su realismo, su cintura) para llegar a acuerdos con sus adversarios, fuera en la política interna de su país, fuera en su tarea al frente de la política exterior italiana.
 
Esa habilidad para la transacción podría ser considerada por un intelectual genuino como una traición a las ideas propias, una renuncia a los principios que deben defenderse. Y, ahí está, para mí, el origen de las contradicciones que a menudo se le plantean a quien, dedicado a la política, pretende llevar hasta sus últimas consecuencias sus postulados intelectuales, por muy bien fundados que éstos puedan estar.
 
Siempre han existido en la política española intelectuales dedicados a la política. Intelectuales a los que les costaba especialmente tragar sapos. En tiempos pasados, están los ejemplos de algunos brillantes socialistas, como Luis Gómez Llorente, que acabó dimitiendo por coherencia intelectual. Hoy, quizá el caso más destacado sea el de Vidal-Quadras. Con frecuencia nos admiran estos personajes por su brillantez intelectual, su oratoria, su lucidez, pero al mismo tiempo da la sensación de que están en el lugar equivocado, de que no manejan bien las reglas de la política. Y menos en estos sistemas de listas electorales cerradas, injustos, pero de los que en ocasiones también ellos se benefician.
 
No pretendo comparar a Vidal-Quadras con Andreotti, ni mucho menos, pero sí destacar que, en Vidal-Quadras, resulta mucho más acusado el perfil intelectual que el perfil político. La pulsión intelectual pesa más en su proceder diario que la “inteligencia” política. No quiero con ello decir que una cosa sea mejor que la otra. Simplemente constato que a Vidal-Quadras le cuesta más tragar sapos de lo que parecía costarle al Sr Andreotti o incluso al Sr. Areilza. Dicho de otro modo, por muy brillante y lúcido que nos resulte el pensamiento de algunos intelectuales metidos en política, su vocación genuina –lo articulado de su pensamiento, su independencia de criterio- pesa tanto en ellos que difícilmente llegarán lejos en política.
Andreotti solía repetir que a él le importaba más la “legitimación cultural” (es decir, que le consideraran un hombre culto, un intelectual brillante) que la legitimación política (un político poderoso). Resulta paradójico escuchar esto en quien fue siete veces Presidente del Consejo de Ministros, entre otros muchos cargos. Parece más bien que, en su caso, la vocación o la pulsión política era superior a la intelectual. O todo lo más –y esto ocurre con frecuencia en Europa- que la política constituye una plataforma notable para que quien se considera bien dotado intelectualmente pueda poner en valor sus capacidades y ser conocido y admirado por el gran público.
 
 

Intrajusticia (sobre el profesor Juan Iglesias)

El día 21 de marzo de 2013 (esto es, el primer día de Primavera de este infausto año de la Era), se inauguró una recóndita pero hermosa calle en Madrid en memoria de D. Juan Iglesias Santos, maestro de juristas (y de aspirantes de tales que nunca llegaremos a serlo). Dicha calle se encuentra al Oeste de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, precisamente donde él aparcaba su automóvil (un sencillo y viejo Renault-12).
 
Han tenido que pasar casi diez años desde su fallecimiento para que este merecido homenaje se hiciera efectivo en la Facultad que él inauguró como Decano, tras el cierre gubernamental de la Central de San Bernardo. Pero estas líneas no serán una glosa del sencillo acto que tuvo lugar en la Sala de Juntas de la Facultad, ni un panegírico de mi maestro, porque no sería ni necesario ni conveniente. Quien quiera saber un poco de Iglesias, puede visitar la Web que mantiene abierta una de sus once hijas e hijos  (www.juaniglesias.org)  donde se rinde cumplida cuenta de su vida y obra. Hay algunos profesores que dejan de ser una persona no sólo para convertirse en una leyenda sino, y sobre todo, para convertirse en un libro. Ya no se dice el Profesor tal o cual, sino “el Iglesias”, “el Castán”, el “Garrigues”, el “García Gallo”…
 
Tampoco corresponde transmitir aquí sensaciones personales, salvo, acaso, una: ¿Saben no ya los estudiantes, sino los juristas de presunto reconocido prestigio, qué nos enseñó verdaderamente Iglesias? Ahora que con los instrumentos que la tecnología pone al alcance de nuestra mano podemos simplemente pasar días enteros paseando y leyendo las biografías de las personas a las que se ha dedicado una calle, ¿algún estudiante de “mi” Facultad, al ver el cartel de la fotografía, tecleará el nombre para saber quién fue, qué dijo, qué enseñó, con qué grado de rectitud, simplicidad y honestidad vivió ese hombre sabio y, a la vez, erudito? Tengo dudas. Los estudiantes de Derecho no saben quién es el titular de esa calle.
 
Estoy en falta con los editores de este Blog, a quienes he prometido unas líneas sobre el concepto radical de Justicia: en Grecia, como brindis a todos los que han podido pensar que nuestras reflexiones en los “Quae tangi non possunt” se referían a cuestiones demasiado modernas (sólo unos dos milenios de antigüedad) cuando la idea de “diké” y su significado tienen, como casi todo el pensamiento occidental, origen griego y se encuentran en los poetas y los filósofos y no en juristas.  Sinceramente, estoy asustado de tantos posts sobre la corrupción, las artimañas de la partitocracia y todo lo demás. Vivimos en un tiempo lleno de normas pero sin Derecho ni Justicia, pero, cuando pasen los siglos, de la misma manera que en la Bolonia del Siglo X al XI se desempolvaron las “Pandectae”, algunas personas egregias, algunos poetas del Derecho, volverán su vista atrás y se percatarán de que no hay “nomos” posible sin “paidos”, y que es preferible la educación a la norma. En palabras de Gimferrer tan recientes como del 17 de enero de este año: “La poesía es una herramienta moral”.
 
Tengo en mi mano derecha la décima edición del “Iglesias” y en mi mano izquierda la última (que yo sepa), la 18ª. La décima revisada es de 1990 (Ariel), la primera de 1958, la Décima octava, que actualizó como las anteriores el hijo del maestro, también romanista, data de 2010 (Sello Editorial). La Décima cuenta con 703 páginas y mucho latín, la 18ª sólo con 466 y menos latín, adaptada a las necesidades del guion del nivel intelectual presente de las Facultades de Derecho en las que, empero, todavía se inscriben poetas para tratar de entender el “misterium fascinans” que es el Derecho.
 
En el Capítulo I, “Conceptos Fundamentales” de la décima Edición, el Profesor Iglesias dice: “Ningún hombre es él solo. Cada uno de nosotros somos con otros. Cierto que mi yo es algo mío. Es lo más mío, pero no por obra toda mía”.
 
El mismo Capítulo de la décima octava edición comienza igual, pero, su hijo y editor dice:
Una de las lecciones que dejan a las claras su concepción del Derecho, queda resumida en estas palabras: Solo una cosa puede ser el Derecho. Solo puede ser el arte de lo bueno y de lo justo, tal y como lo entendían los romanos. Y a las preguntas ¿qué es el Derecho?¿Qué es la Justicia?, ¿qué es la libertad?, no se les da contestación adecuada si no se sabe qué es el hombre.” Sí, porque el Profesor Iglesias era no sólo un humanista, sino humano.
 
Acto seguido, en el prólogo propiamente dicho el Prof. Marina, uno de los más ilustres filósofos españoles vivos, porque acabamos de perder a Trías, dice: “Pues bien, el Derecho es la poesía de la razón práctica, la que intenta humanizar una naturaleza hostil, feroz a ratos. Me lo enseñó un gran especialista en Derecho romano, Rudolf von Ihering, que definía el derecho como “la poesía del  carácter”. Por eso me indigno cuando veo explicarlo o vivirlo como una aburrida colección de códigos o como una técnica para pleitear”. Trataremos de refutar (con modestia, claro) otras cosa que dice el filósofo sobre el Derecho en Grecia en su “Prólogo para no Juristas” el “Iglesias” cuando alcancemos a escribir sobre la “diké” de la mano de Sumner Maine y de Werner Jaeger.
 
De todas las palabras que aprendí  de Iglesias, una memoria, un manual, una calle, hay una, de raíz unamuniana y salmanticense, como creo haber dicho aquí antes, que lo resume todo: “intrajusticia”. Quien tenga oídos, que entienda.
 
Ya que me es dado asomarme a esta ventana, lo repito: leed a Iglesias, aunque no sea en su Manual, sino en su “Arte del Derecho” en su “Iter Iuris” en sus “Miniaturas Jurídicas” en sus Estudios en su “Espíritu del Derecho Romano”, leed a Ihering, leed a Carnelutti, os aprovechará mucho más que leer el Boletín Oficial del Estado, si queréis llegar a ser jurisprudentes. Podréis decir luego, con Homero, aunque tengáis un coche viejo, cuando llegue la hora de poner las monedas en vuestros ojos, para el barquero, “esta es mi vida, esto es lo que he sido” mirando el ocaso desde la calle del Profesor Juan Iglesias, junto a los estudiantes que acaso deseen saber qué es la justicia, qué es el derecho.