España está viviendo la tormenta perfecta: tres crisis, tres: la económica, la política-secesionista, y la moral-corrupción. Tres crisis que interactúan y se retroalimentan en el mismo espacio-tiempo. Si quisiéramos buscar teorías conspiratorias no nos costaría mucho pensar que nuestros enemigos/competidores (todos aquellos a los que les viene muy bien –económica o políticamente– una España débil, dividida y enfrentada en cuitas internas) estarán muy contentos con esta situación. Claro que también habrá quien diga que España a estas alturas no tiene ya enemigos externos de entidad, a diferencias de épocas pasadas cuando cada vez que nos pasaba alguna desgracia era posible encontrar tras ellas la actuación sigilosa de alguna potencia extranjera o grupo de interés, como cuando mataron a Prim, por cierto un catalán que se sentía muy español, lo que demuestra que este hecho no resulta metafísicamente imposible. En todo caso, sean externos o internos, lo cierto es que España (un país con más de 500 años de historia y que llegó a dominar el mundo por tierra y por mar) camina “despreocupada” a su propia auto-destrucción.
Con la intención de contribuir a desentrañar este misterio, seguidamente voy a exponer una tesis un poco rocambolesca y algo provocativa, pero que creo que no desentona con el ambiente y hasta pudiera esconder algo de verdad: que el problema de España es de tipo psicológico (con tientes religiosos), al que podríamos identificar como mal interno-externo que nos devora poco a poco, alimentado por una baja autoestima como país y un pensamiento de tipo circular-obsesivo-autoreferencial, el cual bloquea nuestra inventiva y voluntad para llevar a cabo proyectos exitosos. De este diagnóstico se salvaría sólo el deporte, constituido como gran excepción a esa dinámica.
Sobre el mal se ha escrito mucho, la mayoría de las veces para negar o minusvalorar su existencia o tratar de simplificarlo ubicándolo en algún lugar o agente externo al ser humano. Así, para Hobbes y Nietzsche, el Estado sería el más frío de todos los monstruos, para Victor Hugo y Heidegger el problema era la tecnología, para Marx el Capital, para Melville la Bestia sería una Ballena casi sagrada (Moby Dick), y para los nacionalistas vascos y catalanes, ese monstruo sería simplemente… España.
Ciertamente la Ilustración trató de racionalizar a los dioses y demonios calificándolos de inexistentes, y a la razón le debemos habernos desembarazados de fantasmas, de visiones y espíritus molestos. Cabe recordar a este respecto que a partir de Freud el mal abandona el exterior y se reconduce a la propia mente del ser humano, y así ya en el Leviatán de Julen Green la Bestia “anida en el corazón humano o en el inconsciente, receptáculo de fuerzas instintivas que hacen de cada uno verdugo y víctima, predador y presa”. En realidad, lo que se produjo fue más una modificación semántica que una superación real de esas “presencias” ciertamente molestas, cambiando por ejemplo “maldad” por “enfermedad mental” o lo “irracional”. Así, la aceptación del mal interior no ha evitado continuar en el intento de caracterizar a algunos individuos singulares (y por tanto presentados como “ajenos” al común de los humanos) como representantes cualificados del mal, llámese Hitler o Pol Pot o los colectivos que representan (nazis o jemeres rojos), tratando de escapar así de la responsabilidad propia que anida, real o en potencia, dentro de cada uno/una.
En este contexto, podemos preguntarnos hoy: ¿qué características psicológicas hay que tener para meterse en política? Esta pregunta no es baladí pues en otros países existen cátedras de psicología política. Seguro que hay muchas personas idealistas y con un sentido profundo ético de servicio a lo público (yo conozco personalmente a algunos de ellos/ellas), pero Robert Hare, profesor emérito de la Universidad British Columbia de Vancuver (Canadá), ha sembrado las dudas al demostrar que los psicópatas (habría unos 470.000 sólo en España) suelen tener éxito tanto en el mundo de los negocios como en la política, porque se les da bien acceder al poder y mantenerse en él, no dudando para ello en tratar a los demás como objetos. De hecho, son incapaces de empatizar con los sentimientos o problemas de los demás, carecen de miedo o ansiedad, son impulsivos y amantes de la vida y de los placeres fáciles. ¿Les suena ese perfil? Como consecuencia, según ese estudio, no sería cierto que todos pensemos o sintamos de la misma manera o respondamos de forma parecida a similares estímulos o castigos, o que la gente sea buena si la vida o su familia les tratan bien, o que los demás piensen de forma parecida a nosotros, o que el ambiente familiar-social en que se cría un niño resulte tan fundamental (en todos los casos) para que sea un buen ciudadano. ¡Atentos por tanto al diseñar el sistema de incentivos! Incluso en un mundo utópico, el psicópata sobresaldría pues sería un depredador que sabe manipular a las personas y utilizarlas para su interés. ¡Alerta a navegantes despistados!
Más allá de su calificación psicológica, si gran parte (no todos) de las personas que ocupan el poder sucumben a la corrupción y al engaño, incumpliendo su función de dar ejemplo, se produce el fenómeno contrario de mimetismo legitimador: si el que debía dar ejemplo roba o consiente los robos, yo me siento legitimado para hacer lo mismo, se trate de un organismo público o privado. La epidemia de la corrupción queda así garantizada. Siendo bien intencionados, cabe afirmar, que en España (y en sus regiones), algunos de sus dirigentes no habrían sido conscientes del daño que estaban haciendo a toda la sociedad con su comportamiento indebido, por mucho que ellos/ellas pensaran que podían fácilmente controlar su difusión y conocimiento en un país en el que la mayoría de los medios dependen del poder para subsistir. El rumor sustituye a la noticia y se convierte en un virus no menos dañino y eficaz, aunque permanezca en el inconsciente social.
Resulta sintomático y paradigmático el caso de Carlos Mulas, ex director de la Fundación IDEAS. No me entiendan mal, no creo que obedezca al perfil de psicópata. De hecho, lo conocí cuando era Subdirector General de la Oficina Económica del Presidente del Gobierno, que entonces dirigía Miguel Sebastián, y me pareció bastante simpático, inteligente y capaz [doctor por Cambridge, y máster de relaciones internacionales por la Universidad de Columbia, más tarde profesor titular de la Universidad Complutense, ver su propia web: http://www.carlosmulasgranados.com/inicio/mi-trayectoria/]. Aunque pensándolo mejor, tal vez fueron estas características las que hicieron que los demás se fiaran de él en exceso, relajando los mecanismos internos de control…, pudiera ser. Conviene recordar que al demiurgo también se le apodaba “trickster” o estafador, lo que relaciona directamente mal con engaño. Salvando la presunción de inocencia, lo cierto es que no era el típico funcionario de partido que no sabe (o no puede) vivir de otra forma que de la política (e.g. Bárcenas). Entonces ¿por qué corromperse y además de manera tan soez y burda? ¿Tal vez porque se movía en un ambiente social que estas cosas las premia y las disculpa? Incluso aunque su mujer tuviera razón, todo esto podría ser parte del “jetismo”, modelo “moral” fuertemente instalado en nuestra sociedad (¡no te esfuerces, no seas tonto, que si eres más “listo” que los demás, con un poco de morro y algunas influencias se llega muy lejos!), pero que nunca había llegado tan claramente a estar presente en las más altas instancias públicas y privadas. Cabría preguntar a este respecto: ¿qué porcentaje de nuestro déficit público corresponde a la corrupción?
Por otra parte, cabe observar que el triunfo del nacionalismo se aprovecha de la crisis de identidad y psicológica que está viviendo el ser humano del mundo globalizado y complejo. El nacionalismo ofrece en este sentido hábilmente un refugio “en apariencia” seguro en medio de la tormenta, dibujando un paraíso en la tierra que llegará “con toda seguridad” pero también milagrosamente una vez el monstruo sea derrotado. John Gray, profesor de pensamiento europeo de la London School of Economics, y uno de los filósofos políticos contemporáneos más relevantes, sostiene que todas las utopías del siglo XX (y el nacionalismo es una de ellas), a pesar de presentarse como ateas o paganas, se fundamentaban en la visión apocalíptica o milenarista procedente de la religión cristiana. (J. Gray, Misa negra: La religión apocalíptica y la muerte de la utopía, ed. Paidós, Barcelona, 2008). En este sentido, probablemente fue un error de los reyes católicos fundar la unidad de España en la religión. Con todo, si hoy levantaran la cabeza, se sorprenderían de que sea precisamente la Iglesia católica la que se ha vuelto un problema para esa unidad, no por ser más católica o ecuménica, sino por todo lo contrario: por haberse vuelto “regionalista” y partidaria de la secesión tanto en el País Vasco como en Cataluña. Hasta el flamante nuevo líder de ERC prefiere citar como influencia a S. Ignacio y no a J. Tarradellas, que fue presidente de su partido en el exilio, sí que pasó ya por esto y salió bastante escaldado (ver entrevista en: http://www.tv3.cat/videos/4344290/Entrevista-al-candidat-Oriol-Junqueras). Claro que en lugar de mencionar su “suave en las formas, duro en el contenido”, podría decir mejor aquello de “en tiempo de turbación no hacer mudanzas”.
Resulta llamativo asimismo que gran parte de la izquierda haya dejado de ser internacionalista para volverse nacionalista o que la derecha salga ahora partidaria del pacto fiscal para Cataluña después de apoyar durante la pasada legislatura el gobierno de Artur Mas. Esto de nuevo tiene una explicación psicológica: se llama el modelo de tensar la cuerda. Si hay dos grupos tirando de una cuerda, cada uno de un extremo y a uno le importa más que al otro que se rompa la cuerda, éste tenderá a moverse hacia el territorio del otro. La estrategia del nacionalismo está clara: cuando vio que en España y en Europa empezaba a cuestionarse el modelo autonómico por el gasto, las duplicidades y los obstáculos al comercio interior que suponía, y que Cataluña aparecía como una de las CCAA con mayor déficit y deuda, sólo tenía dos posibilidades: entonar el mea culpa y hacer autocrítica o tensar la cuerda. Optó lógicamente por esto último, lo que resultaba más fácil y barato, consiguiendo una vez más chantajear y engañar al resto de España con más comodidad de la esperada. A fin de cuentas, aquí se vive cada vez más no sólo a en una mediocracia, el gobierno de los mediocres sino también en una miedocracia, el gobierno del miedo.
Y, no obstante, Cui prodest ¿A quién beneficia este conflicto? No a los catalanes ni vascos por cierto, ni muchos menos a las familias que se pretende (directa o indirectamente) dividir o expulsar. De hecho, el mal (como fuerza interior y exterior) por un lado confunde, divide y enfrenta a un ser humano (o grupo de humanos) con otro, buscando debilitarnos y distraernos de nuestro verdadero objetivo. El enfrentamiento (fruto de la confusión y el engaño) y la división aparecen (en presencia o en potencia) como la antesala de la violencia, debilitándonos como sociedad. Los europeos (y los españoles lo somos) no parecemos aprender de nuestros errores, pues la I y la II Guerra mundiales, que se desencadenaron de forma más que sorprendente, lo que produjeron no sólo fueron millones de muertos, sino la decadencia de la propia Europa, y que el liderazgo mundial pasara al otro lado del Atlántico. Es decir, el nacionalísimo (aunque no llegue a producir una guerra) lleva a un juego del tipo: todos nosotros perdemos, otros ganan. Sin embargo, el deporte es un claro ejemplo de que existe otro modelo alternativo ya que cuando actuamos unidos: todos nosotros ganamos y otros pierden.
Cabría hacer incluso un análisis comparado, de fondo y formas, a este respecto entre el caso español y el de la UE, entre los efectos del “hispano-escepticismo” y el euroescepticismo británico, y encontraríamos notables semejanzas: miedo a la igualdad de deberes, utilitarismo a ultranza en la pertenencia a modelos de integración, o me das lo que pido o me voy, etc… Aunque reconozco que pudiera ser que tanto España y Europa (que viven crisis paralelas) tuvieran lo que merecen.
Permítanme en este sentido, finalizar con una cita de Lao-Tsé:
“Una gran nación es como un gran hombre: cuando comete un error, se da cuenta de ello. Una vez se ha dado cuenta, lo admite. Una vez lo ha admitido, lo enmienda. Considera a aquellos que señalan sus defectos como sus maestros más benévolos”.
¿Es esto lo que estamos haciendo?
Miembro del Cuerpo Superior de Administraciones Civiles del Estado y Doctor en Derecho por la IUE de Florencia (Italia)