La responsabilidad concursal de los administradores sociales

Una de las principales preocupaciones e incertidumbres a la hora de solicitar el concurso de una sociedad de capital es la eventual responsabilidad concursal de sus administradores. Destaco que se trata de una incertidumbre pues, ante la falta de claridad de la Ley Concursal (LC) en este aspecto, es a los Juzgados de lo Mercantil en primera instancia y, en recurso, a la Audiencia Provincial y al Tribunal Supremo, a quienes corresponde la interpretación de la letra de la Ley. Como era de esperar, han sido distintas las tesis mantenidas por los Tribunales acerca de aspectos esenciales de la responsabilidad concursal de los administradores de la sociedad concursada. No nos detendremos en todas ellas sino tan solo en una: la naturaleza de la responsabilidad.

 

La Sección Sexta del procedimiento concursal consiste en la calificación del concurso, que podrá ser fortuito o culpable (art. 163 LC). La LC parte de una cláusula general que permitirá calificar el concurso como culpable y consiste en que en la generación o agravación del estado de insolvencia haya mediado dolo o culpa grave del deudor o, entre otros, de los administradores (si es persona jurídica) al tiempo de declaración de concurso o de los que hubieran tenido tal condición dentro de los dos años anteriores a esta declaración (art. 164.1 LC). Junto a esta cláusula y quizá debido a la dificultad de probar todos sus requisitos, la LC menciona unas presunciones iuris et de iure –sin posible prueba en contrario- que permitirán calificar el concurso como culpable (art. 164.2 LC) y otras presunciones iuris tantum –con posible prueba en contrario- de dolo o culpa grave, que facilitarán completar la cláusula general (art. 165 LC).

 

La sentencia que declare la calificación culpable del concurso además contendrá: (i) la determinación de las personas afectadas por la calificación –que, entre otros, podrán ser los administradores de la sociedad-, así como los cómplices; (ii) la inhabilitación de aquellas personas afectadas para administrar bienes ajenos y para representar a cualquier persona durante el período que determine el Juez –de dos a quince años-; (iii) la pérdida de los derechos que tuvieran como acreedores concursales o de la masa y la condena a devolver los bienes o derechos que hubieran obtenido indebidamente del patrimonio del deudor o hubiesen recibido de la masa activa y a la indemnización de los perjuicios causados.

 

Por último, nos referimos a la posible responsabilidad concursal de los administradores sociales que hubieran sido declarados personas afectadas por la calificación culpable del concurso. Esta responsabilidad consiste en la condena a la cobertura, total o parcial, del déficit (art. 172 bis LC) y podrá surgir cuando la Sección haya sido formada o reabierta como consecuencia de la apertura de la fase de liquidación. En otras palabras, la condena a pagar aquella cantidad que resulte a favor de los acreedores y que la masa activa del concurso no pueda satisfacer por insuficiencia.

 

Hay que señalar que esta responsabilidad concursal no es consecuencia necesaria de la calificación culpable del concurso y así se deduce de la letra de la Ley, al señalar que “el juez podrá condenar” (art. 172 bis LC), por lo que, a sensu contrario, permite que no condene. Se ha dicho que “requiere una justificación añadida” (STS de 26 de abril de 2012 [JUR 2012, 161790]). La decisión del Juez dependerá de la gravedad de los hechos que hayan originado la culpabilidad y de la intervención en ellos de los administradores de la concursada.

 

El Juez deberá identificar a los administradores responsables e individualizar la cantidad a satisfacer por cada uno, en atención a la participación en los hechos que hubieran determinado la culpabilidad del concurso. Este reconocimiento legal, que procede de la reforma de la LC operada por la Ley 38/2011 debe ser aplaudido, pues con anterioridad se había discutido el carácter –solidario o mancomunado- de la responsabilidad.

 

La cuestión más discutida por nuestros Tribunales y sobre la que nos vamos a detener un poco más es la de la naturaleza de esta responsabilidad: ¿es resarcitoria del daño como ha venido defendiendo la AP de Barcelona o sancionatoria por deudas como ha afirmado la de Madrid? En virtud de la primera tesis, como responsabilidad por daño, en principio, habría que exigir para la declaración de responsabilidad concursal de los administradores los siguientes requisitos: (i) existencia de acto antijurídico y culpable; (ii) daño y (iii) relación de causalidad entre el daño y el acto.

 

La segunda tesis, sostenida principalmente por la AP de Madrid, es la de la responsabilidad por deudas, ex lege, en la que, solo es necesaria una imputación subjetiva a determinados administradores, pero no se requiere otro reproche culpabilístico que el resultante de la atribución a tales administradores de la conducta determinante de la calificación del concurso como culpable. Tampoco se requiere la existencia de relación de causalidad entre la conducta del administrador y el déficit patrimonial. Esto es, no es necesario otro enlace causal distinto del que resulta de la calificación del concurso como culpable y la imputación de las conductas determinantes de tal calificación a determinados administradores (entre otras, v. SAP de Madrid, Sección 28, de 30 de enero de 2009 [AC 2009, 294]).

 

El Tribunal Supremo parece haber mantenido la primera postura y así cabe destacar, entre otras, la Sentencia de 23 de febrero de 2011 (RJ 2011, 2475) que reconoce que es una responsabilidad por daño, que es el sufrido por los acreedores por la insuficiencia de la masa. Sin embargo, recientemente, la AP de Barcelona, Sección 15, en su sentencia de 23 de abril de 2012 (JUR 2012, 176693, ver aquí) –cuyo análisis recomiendo- ha señalado que aunque la lectura de las Sentencias del TS “pueda sugerir que se ha decantado por la tesis resarcitoria o indemnizatoria que veníamos sosteniendo, no creemos que haya sido así, como expondremos a continuación”. En la fundamentación, la Sala incluye argumentos para defender que el TS no ha defendido la tesis de responsabilidad por daños y sí por deudas. Además de este reconocimiento, también se replantea la orientación hasta ahora mantenida por ella misma.

 

A la vista de las circunstancias expuestas, cabe concluir que nos encontramos ante un maremágnum de dudas y vaivenes cuya aclaración es conveniente que asuma el legislador o el TS con firmeza. La trascendencia de acoger una u otra clase de responsabilidad es indudable si queremos que la seguridad jurídica informe la tramitación de todos los concursos y evitar así que para mismas realidades se den respuestas distintas.

 

Blindajes en las cotizadas: ¿defiende el PSOE el libre mercado y el PP a los minoritarios?

El 6 de junio se han aprobado en el senado dos enmiendas dirigidas supuestamente a evitar la toma de control de grandes empresas españolas por terceros oportunistas o “buitres”. Una de ellas suprime la prohibición de limitación de voto en las sociedades cotizadas (los blindajes), que se introdujo a través de la “enmienda Florentino”, llamada así  porque supuestamente beneficiaba a ACS en su lucha por tomar el control de IBERDROLA, aunque en su día se apuntó que también beneficiaba a SACYR  como socio de REPSOL.

 

La norma refleja el vértigo en el que ha caído nuestra legislación de sociedades. Se modifica una anterior modificación que ha entrado en vigor hace menos de un año (1 de julio 2011); la norma procede del 105 de la LSA, reformado por esa ley 12/2010,  artículo que pasó a ser el 515 en el texto refundido de la LSC, y que se renumeró como 527 por la ley25/2011; ahora se modifica por una enmienda introducida extemporáneamente – en el informe de ponencia-  en una Disposición Adicional de una ley que regula otra materia totalmente distinta (la información en las fusiones). Pero más allá de esa falta de rigor y estabilidad en la producción normativa a la que estamos desgraciadamente acostumbrados, veamos qué persigue el legislador actual.

 

El PP dijo a los medios que la finalidad de la norma era la protección de los minoritarios. La cláusula de limitación de voto impediría que en sociedades con un accionariado muy disperso un accionista adquiera una posición de control con un pequeño porcentaje sin necesidad de plantear una OPA. Esto perjudica a los minoritarios porque no tienen la oportunidad de vender al precio superior que paga el nuevo accionista por adquirir un porcentaje significativo (la llamada “prima de control”). La novedad de la norma respecto de su redacción original es que prevé que las limitaciones no se aplicarán si el accionista “tras una oferta pública de adquisición, el oferente haya alcanzado un porcentaje igual o superior al 70 por ciento”.

 

En sentido contrario, se ha dicho que lo lógico es que en las sociedades de capital el voto sea proporcional al mismo, y cuando se cambió la ley el partido socialista decía que era para dar transparencia a ese mercado.

 

Puede que efectivamente el PSOE fuera un convencido de la libertad de mercado, y que el PP esté genuinamente preocupado por los derechos de los minoritarios, pero no cabe descartar que existan otros motivos e intereses en unos y otros. La prensa se ha fijado en los intereses tanto en relación con la primera reforma (ACS, Sacyr, y el exdirector de la Oficina Económica de Zapatero, que representaba a  los promotores) como con la actual (Iberdrola, Telefónica, y sus recientes fichajes de personas próximas al gobierno)

 

Pero, teorías conspiratorias al margen, lo cierto es que el motivo alegado en ésta última reforma no termina de convencer. En primer lugar la protección de minoritarios se debe establecer a través de normas imperativas, nunca como opción estatutaria que aprueba la mayoría. Además, si lo que se pretendía era que la minoría no sea excluida de la prima de control, el blindaje debía levantarse siempre que se hubiera lanzado una OPA, aunque no se llegara al 70% del capital.

 

La verdadera razón del cambio puede ser que la limitación de voto, además de evitar que alguien con un pequeño porcentaje del capital se haga con el control, sirve también para que lo conserven unos gestores que ya lo detentan con un porcentaje aún menor.  Por tanto parece que lo que se quiere es favorecer el blindaje de los gestores de las sociedades y de sus actuales grupos de control minoritarios. En esto coincide con la otra enmienda aprobada, que dificulta las OPAs – aunque esta al menos solo se aplica a sociedades en circunstancias excepcionales- .  Lo que no está muy claro es que el cambio beneficie a las propias empresas o a los accionistas verdaderamente minoritarios que no ejercen el control. Y de lo que no cabe duda es que los continuos cambios de legislación perjudican gravemente a la seguridad jurídica y de paso a la credibilidad y a la recuperación económica de España.

 

 

El auge de los pactos de socios

Con la instantaneidad de la información, ya no queda tiempo para la historia”.

Jean Baudrillard

  Los pactos de socios o parasociales ( “shareholders agreements”), son pactos reservados (art. 29 Ley de Sociedades de Capital) entre socios de una mercantil, que no se suelen incluir en los estatutos sociales y tienen como objetivo evitar conflictos y anticiparse a los problemas que puedan surgir entre los socios. Por consiguiente se trata de acuerdos que alcanzan a algunos o todos los socios, para concretar o modificar las reglas estatutarias en sus relaciones internas.

 

Que la mayoría de los pactos de socios no se integren en los estatutos sociales está justificado por dos consideraciones:

 

En primer lugar se debe a la rigidez de nuestra normativa sobre sociedades de capital, en la cual el filtro de la calificación registral es muy riguroso e impide registrar la mayoría de estos acuerdos.

 

Y en segundo lugar la dificultad que la normativa pueda prever las infinitas situaciones fácticas que se pueden regular en estos acuerdos.

 

Estos pactos pueden tener diferentes objetivos. Por ejemplo: proteger a socios minoritarios, regular la participación de socios inversores, regular sociedades con composición paritaria, valorar aportaciones “intangibles” (p. ej. know-how), sindicación de votos, régimen de transmisión de participaciones, regular la salida de cualquier inversor, retribuciones de directivos, etc.

 

Por tanto, las ventajas de un pacto de socios son la agilidad que proporciona a los socios para adaptar a sus necesidades las normas de la sociedad y por el contrario,  la principal desventaja es que estos pactos de socios  no son oponibles a terceros ni a la propia sociedad, salvo excepciones.

 

La regla general es la inoponibilidad de los pactos de socios a la sociedad: “ (…) lo característico de los pactos parasociales es que no se integran en el ordenamiento de la persona jurídica —de la sociedad anónima o, en su caso, de la sociedad limitada— a que se refieren, sino que permanecen en el recinto de las relaciones obligatorias de quienes los suscriben.” Cándido Paz -Ares. El Enforcement de los pactos parasociales.

 

Así lo ha entendido el Tribunal Supremo en dos sentencias de 6 de marzo de 2009 sobre la inoponibilidad de los pactos de socios a la sociedad. Por otro lado, la doctrina cuestiona últimamente esa inoponibilidad y su carácter de pactos reservados.

 

“En efecto, tal y como acabamos de apuntar, existe cierta preocupación en la práctica española por incorporar estos pactos a los estatutos sociales e inscribirlos en el Registro mercantil. Las razones no sorprenden, sobre todo si tenemos en cuenta la visión que una buena parte de nuestros operadores jurídicos tiene de los pactos parasociales. Por un lado, suelen verlos como negocios “oscuros”, carentes de toda publicidad, tras los que se ocultan los pactos que exceden los límites marcados por el derecho imperativo societario y que, por lo tanto, no tienen cabida en los estatutos.” (…)

 

Un ejemplo de inoponibilidad sería el siguiente:

 

“Si una de las partes decidiera incumplir la tag-along incluida en un pacto parasocial, el socio víctima del incumplimiento no podría exigir a la sociedad que desconociera la transmisión. A fin de cuentas, se trataría de una transmisión realizada contraviniendo de un pacto que no es oponible a la sociedad (art. 1257 CC) y, entonces, sólo podría exigirse al socio incumplidor la reparación del daño ocasionado a resultas de la venta.” María Isabel y Nuria Bermejo. Inversiones específicas, oportunismo y contrato de sociedad. Revista Indret.

 

Desde hace dos décadas se aprecia un incremento de los pactos de socios o pactos parasociales. El 45 %  de las empresas familiares y más del 20 % de las cotizadas, disponen de algún tipo de pacto de socios.

 

Pero es ahora cuando realmente se está viviendo un boom de este tipo de acuerdos. Las pymes y los emprendedores abogan por rubricar este tipo de pactos al comienzo de su actividad empresarial como primer paso a una gestión más profesionalizada de su empresa, entre otros motivos. Estos son alguno de los ejemplos más habituales de los motivos que llevan a los empresarios a firmar un pacto de socios:

 

En primer lugar tenemos los pactos de socios de emprendedores y pymes que mediante los mismos, pretenden evitar conflictos en los nuevos proyectos que inician, ya que en la gestión de otras empresas o inversiones cometieron el error de no disponer de este tipo de acuerdos. Los estatutos estándar que la mayoría de empresarios utilizan al constituir la sociedad, evitan cualquier calificación negativa en el Registro Mercantil, pero son totalmente insuficientes para regular casi todas las cuestiones que pueden dirimirse en la sociedad y en la práctica provocan innumerables conflictos entre los socios.

 

Y en segundo lugar, se está produciendo un auge de los pactos de socios firmados por los emprendedores que forman parte de una start-up, con el fin de regular futuras entradas en el capital de inversores, entre otras cuestiones.

 

Una start-up es una empresa de nueva creación con grandes posibilidades de crecimiento y normalmente asociada a la innovación y al desarrollo de nuevas tecnologías

 

Este potencial de crecimiento y rentabilidad atrae a inversores como los business angels y las sociedades de venture y capital riesgo.

 

Y por último, los pactos de socios también están en auge porque debido a un conflicto entre socios derivado de la actual crisis económica, “rescatamos del cajón” el pacto de socios que se firmó en su día, con el objetivo de solventar los problemas o activar los mecanismos por incumplimiento de algunas de sus cláusulas.

 

En definitiva, la regla general de inoponibilidad de los pactos de socios a la sociedad, no puede continuar amparándose en unos estatutos demasiado rígidos y formales, dependiendo siempre de la inscripción en el registro y obligando a los socios a buscar fórmulas para que sus pactos internos sean realmente efectivos. Esos pactos son la voluntad de los emprendedores y son el fiel reflejo del interés de la sociedad, siempre que no perjudique a ésta.

 

La realidad empresarial y la experiencia práctica, ha acreditado sobradamente que la rigidez de los estatutos sociales estandarizados cierran más empresas que unos pactos de socios bien confeccionados.

 

Los swaps y su nulidad en la jurisprudencia

Cuando la primera vez que un cliente me dijo que teníamos que “ir contra el banco para salirse de un contrato swap que le habían vendido como un seguro contra las subidas de los tipos de interés” me quedé tan sorprendido por lo que me decía como desorientado por el contenido de lo que pretendía, puesto que ni sabía qué era un contrato swap, ni había oído nunca hablar de ningún contrato de seguro en el que la cobertura garantizada fuera que los tipos de interés no fueran a subir; con lo cual la cara que, seguro, puse debía ser una mezcla entre la de jugador de póker que no quiere transmitir su ausencia de jugada, y la de extrañeza por escuchar algo desconocido; circunstancia que salvé con el clásico “déjame el contrato que le echo un vistazo y te digo algo”. Por lo que, en cuanto cerré la puerta para despedir al citado benefactor, me faltó tiempo para leer el contrato y entrar a descifrar el intríngulis de tan enrevesado, escabroso e intrincado instrumento que parecía redactado por algún maléfico ser que pretendía ocultar a toda costa de qué se trataba aquella operación. Y digo que me faltó tiempo, porque tuve que emplear horas y horas en descifrar aquel laberíntico texto que en nada se correspondía con lo que el cliente decía que era, y que luego, con el paso del tiempo (y de los clientes con supuestos similares, quiero decir) comprobé que había sido práctica habitual y generalizada por la inmensa mayoría de las entidades financieras.

 

El cliente me decía que era un “seguro frente a la subida de los tipos de interés” y yo eso no lo veía, ni lo deducía, por ninguna parte: en ningún lugar del contrato se mencionaba la palabra “seguro”, pero se hablaba de “cobertura de la operación” y se estructuraba en unas condiciones generales y en unas condiciones particulares; en ningún momento se establecía el pago de una prima, pero sí se decía que no conllevaba el pago de ninguna prima; no había cláusula alguna que estableciera unos riesgos asegurados, pero se hablaba de la protección que beneficiaba al cliente; con lo que lo de un contrato de seguro parecía que no se trataba aunque ello se quería decir diciendo todo lo contrario. Además, por otra parte, se realizaban numerosas y funestas advertencias generales del tipo “Cada parte manifiesta que existe la capacidad de evaluar y entender, y de hecho se han entendido, los términos, condiciones y riesgos del presente contrato y voluntariamente se aceptan dichos términos y condiciones y se asumen los riesgos, ya sean de índole financiera o de otro tipo”, o que “el cliente manifiesta expresamente que las operaciones a que se refiere este contrato se adecuan fiel e íntegramente a su experiencia inversora y financiera, habiendo decidido el cliente de forma libre e independiente formalizar dichas operaciones”, y otras de similares y supuestos reconocimientos formales que parecían impedir toda oposición a esos contratos. Por lo que decidí intentar comprender en qué consistía el objeto del contrato, con abstracción de todo cuanto me hubiera contado el cliente que previamente le habían expresado a él en el momento de la contratación y que era lo que él creía que consistía el contrato; así que abandoné la idea de encontrar ningún tipo de seguro, y me olvidé de la gratuidad y ausencia de coste del “producto” que le habían ofrecido por ser un cliente especial en esta oficina; “es que sólo se lo estamos ofreciendo a nuestros mejores clientes”. Lo que olvidaban decir es que estar incluido dentro de esa categoría de excelencia entre la clientela suponía pertenecer al grupo de los que iban a tener la posibilidad de atender las futuras liquidaciones que iban a tener que satisfacer.

 

Y una vez desechadas las bondades anunciadas y desbrozada la selva terminológica en la que me había inmiscuido, comprobé que se trataba de un contrato en el que las partes acordaban intercambiarse o permutarse (swap, en inglés, significa permuta) en fechas concretas (trimestralmente, semestralmente o anualmente, según lo pactado) las cuotas resultantes de aplicar ambas partes a un mismo nominal pactado (que en algunas ocasiones coincide con el principal del contrato de préstamo hipotecario al que habitualmente se vincula; pero en otras ocasiones es muy superior, con lo que el engaño adquiere proporciones mayúsculas) distintos tipos de interés, de manera que cada parte paga, a la otra, la cuota resultante de aplicar a ese nominal el tipo de interés pactado para cada una de ellas. En este punto, las variantes son numerosas, no solo entre las distintas entidades financieras, sino, incluso, entre contratos de una misma entidad. Así, hay contratos que incluyen para el cliente el pago de un tipo fijo elevado (pongamos por caso, el 4,45%); y otras un tipo variable pero ascendente, para los casos de elevación del euribor (por ej: si el euribor está al x% el 4,00%; si está al x+1%, el 4,25%; si está al x+2% el 4,5%). En lo que coinciden todos los contratos es en que la entidad bancaria aplicaría, y por tanto pagaría al cliente, el tipo del euribor en cada momento. Evidentemente, cuanto más bajo esté el euribor, mayor va a resultar la diferencia entre las cuotas, a favor del banco y que, por tanto, el cliente va a tener que pagar al banco, porque tenía establecido un tipo alto para pagar al banco y éste uno cada vez más bajo para pagar al cliente, con lo que la diferencia entre las cuotas a intercambiarse cada vez va a ser mayor a favor de la entidad financiera. Por el contrario, si el euribor está alto, el cliente sí va a percibir unas pequeñas liquidaciones a su favor. Los tipos a aplicar, límites de desactivación y demás estructura financiero-matemática está perfectamente calculada por el banco que simplemente “lo pone a la firma” del cliente. Ya se cuidaron muy mucho de ofrecer estos contratos cuando la tormenta financiera se adivinaba en el horizonte y los tiempos de los tipos altos tocaba a su fin.

 

Si estos contratos se comercializan en los momentos en los que el euribor está al alza y al cliente se le enseña la evolución ascendente que ha ido sufriendo en los anteriores trimestres, pero no se le muestran las previsiones de evolución futura, al menos durante el tiempo de duración del contrato, no se le muestran ejemplos de qué ocurriría si el euribor baja (“eso es imposible que pase, mira cómo viene”) o ni siquiera se le menciona esa posibilidad y se le asegura que si continúa ascendiendo el euribor no le va a afectar, (“para eso es este seguro, que es un producto novedoso”) y si, además, no conlleva ningún tipo de coste, ni tiene ningún perjuicio, el éxito de la comercialización de estos productos está asegurado puesto que el cliente no va a dejar pasar la oportunidad de actuar conforme le aconseja “el del banco, que es quien entiende de esto del euribor y sabe cómo va a ir”.

 

Así pues, una vez desenmarañada la realidad de lo contratado, viene la segunda parte: “me quiero salir de ese contrato, porque me dijeron que en cualquier momento se podía uno salir, pero no me dejan”. Efectivamente, en este tipo de contratos se establecen lo que se denominan “ventanas de cancelación”, es decir, el contrato se pacta a una serie de años, entre tres y cinco, generalmente, y se incluye la posibilidad de que, en determinadas fechas, el cliente puede solicitar la cancelación anticipada de dicho contrato, y así se le expone al cliente, pero se le oculta que el ejercicio de tal posibilidad conllevará un coste que calculará el banco, sin establecer en el contrato ningún tipo de fórmula ni modo de cálculo. A lo sumo se señala que ese coste “vendrá determinado por las condiciones de mercado en el momento de la cancelación”, sin especificar a qué condiciones se refiere, ni de qué mercado se trata, ni en qué fecha, ni cómo influyen esas supuestas condiciones, ni ninguna otra explicación. A este respecto me vienen a la cabeza los deberes de mis hijos, y, por ejemplo, tanto el área del círculo (pr2) como la de la circunferencia (2pr) dependen del mismo parámetro, de la misma “circunstancia”: el radio; pero ambos resultados son diferentes al aplicarse fórmulas distintas, a pesar de depender del mismo parámetro, valor o condición, cual es el valor del radio. Del mismo modo, en los contratos analizados se dice que el citado coste de cancelación depende de las condiciones del mercado, pero no se especifican éstas; y se señala en el clausulado contractual que será el banco quien efectúe ese cálculo, a pagar por el cliente.

 

Algo, cuya ausencia se muestra tan importante, se oculta, dejándose, en consecuencia, a la voluntad de uno de los contratantes, la determinación de cuánto le tiene que pagarla otra. Y ello a pesar de que el artículo 1.256 CC no es de reciente incorporación a nuestro Derecho patrio precisamente.

 

Generalmente, ese coste de cancelación que aplican las entidades financieras cuando un cliente le pide cancelar anticipadamente, suele coincidir con la estimación que realiza dicha entidad sobre cuánto cobraría en lo que reste de tiempo hasta la conclusión del contrato. Dato éste que he obtenido de los interrogatorios de los distintos bancarios que han ido deponiendo en los juicios en los que he intervenido solicitando las nulidades de los contratos; y que demuestra, bien a las claras, que las entidades saben hacer cálculos en función de los valores previsibles y futuros que va a tener el euribor; es decir, que manejan y trabajan con previsiones sobre la evolución futura de este índice, algo que a pesar de su obviedad y notoriedad, niegan sistemáticamente en las contestaciones a las demandas señalando que el descenso del euribor fue algo imprevisto e imprevisible y que si perjudicó al cliente bancario, antes le había beneficiado el ascenso del mismo. La diferencia está en que, por ejemplo, mientras subía el euribor, las escasas liquidaciones que se practicaban a favor del cliente eran de 200-300 €, y las que se practican a favor del banco, cuando los tipos bajan, eran de 4.000-5.000 €; algo que casa muy mal con la reciprocidad y equilibrio entre las prestaciones contractuales. Inexistencia de previsiones acertadas que se afirma constantemente y que coincide con el hecho cierto de que casi todas las entidades financieras se lanzaron, al mismo tiempo, al mercado a comercializar este tipo de productos según los cuales, si el euribor descendía, el cliente les iba a tener que pagar enormes cantidades de dinero; pero si subía eran los bancos los que pagarían a los clientes. Casualmente, el euribor bajó y los bancos se vieron favorecidos por ese imprevisto hecho. Evidentemente estamos ante una clara casualidad, porque el hecho, también cierto, de que las entidades financieras cuenten con potentes instrumentos, personal especializado y herramientas concebidas al efecto para realizar prospecciones de mercado, análisis y previsiones, tampoco habrá tenido nada que ver.

 

Y a partir de estos mimbres se ha ido tejiendo, por parte de las audiencias provinciales, en forma de jurisprudencia que está inundando nuestros tribunales en la actualidad, el cesto de las nulidades de estos contratos denominados de permuta financiera, permutas de tipos/cuotas, gestión de riesgos financieros o las más comerciales “clip” o “stockpyme”, agrupadas todas ellas bajo las siglas swap.

 

Dicha jurisprudencia, de forma muy mayoritaria, aunque no unánimemente, acoge las tesis planteadas en las demandas acerca de la existencia de vicio del consentimiento por haber sido éste prestado por error, al no haberse producido un conocimiento exacto ni real, en el cliente bancario, de lo que realmente estaba contratando.

 

En este sentido, de todos es conocido que para que el error vicie el consentimiento es preciso, por una parte, que éste sea sustancial o esencial, es decir, que recaiga sobre las condiciones esenciales del contrato; y, por otra parte, que sea excusable, esto es, no imputable a quien lo padece, que no sea susceptible de ser superado mediante el empleo de una diligencia media, según la condición de las personas y las exigencias de la buena fe.

 

En cuanto a la esencialidad del error recoge la jurisprudencia que cualquier vulneración de una norma imperativa sobre información a uno de los contratantes debe ser considerada esencial, salvo que, de algún modo, se pueda entender que no guarda relación alguna con la formación de la voluntad para la contratación o que resulta irrelevante a tal efecto.

 

En este sentido, en el art. 78 de la Ley 24/1988 del Mercado de Valores, se establece que las entidades de crédito que presten servicios sujetos a la citada ley deberán someterse a las normas de conducta contenidas en el Título VII y a los códigos de conducta que, en desarrollo de tales normas sean aprobadas. Por su parte, el apartado e) del art. 79 LMV establece como norma de conducta de las entidades de crédito que éstas deben asegurarse de que disponen de toda la información necesaria sobre sus clientes y mantenerlos siempre adecuadamente informados. Y en el R. Dto 629/1993 (aplicable a todos los contratos anteriores a la reforma de la LMV, acaecida en diciembre’07) se incorpora un anexo que desarrolla un Código general de conducta, en cuyo art. 5 se regula la información obligatoria a facilitar por las entidades financieras a sus clientes (información clara, correcta, precisa, suficiente, completa y entregada a tiempo para evitar su incorrecta interpretación, que incluya especialmente los riesgos, etc). Por eso, dado que la información al cliente es obligación legalmente impuesta a la entidad de crédito que participa en operaciones sujetas a la LMV, a dicha entidad corresponde demostrar que ha cumplido con las obligaciones que le incumben, produciéndose, así, una inversión de la carga de la prueba (art. 217 LEC), puesto que de lo contrario, esto es, si el cliente tuviera que acreditar que no había recibido información, nos encontraríamos ante una prueba diabólica, al tener que acreditar un hecho negativo, cuando resulta que es el banco quien dispone de los medios y de la obligación legal de informar. Y esta interpretación ha sido adoptada casi unánimemente por la jurisprudencia de las audiencias provinciales.

 

Por consiguiente, corresponde a la entidad bancaria la acreditación de haber ofrecido la información necesaria para que el cliente supiera lo que estaba contratando; y al juzgador valorar si la entidad prueba adecuadamente que ha ofrecido esa información, y con las características legalmente exigidas (completa, sin exagerar las ventajas sobre los riesgos, clara, precisa, etc). No me voy a extender sobre los distintos medios de prueba y las valoraciones que sobre los mismos realiza la jurisprudencia, porque ello daría para otro trabajo de superior extensión a la de éste, pero sí me detendré exclusivamente en que la jurisprudencia mayoritaria exige que la información ofrecida por la entidad al cliente sea información relevante. Y ¿qué entiende por información relevante? La Audiencia asturiana, pionera en la formación de este cuerpo de doctrina, estableció y reiteró en numerosísimas sentencias que la información relevante, en cuanto al riesgo de la operación, es la relativa a la previsión razonada y razonable del comportamiento futuro del tipo variable referencial. Solo así el cliente puede valorar con conocimiento de causa si la oferta del banco, en las condiciones de tipos de interés, período y cálculo, propuestas, satisface o no su interés. No se exige una previsión acertada sino fundamentada en datos de futuro, relevantes en función de la información que la propia entidad disponga; de manera que no puede ser que el cliente se limite a dar su consentimiento a ciegas, fiado en la buena fe del banco, a unas condiciones cuyas efectivas consecuencias futuras no puede valorar con proporcionada racionalidad por falta de información, mientras que el banco síla posee. Eso es lo verdaderamente importante, acreditar si el banco ha facilitado esa información al cliente. Si le ha dicho que los tipos previsiblemente podían bajar, y hasta dónde podrían bajar y qué consecuencias tendrían esas bajadas, cuánto le iba a costar al cliente esas bajadas de los tipos de interés. De ahí que la esencialidad del error en el cliente sea una característica que se infiera de la falta de información adecuada por parte de la entidad bancaria.

 

En cuanto a la segunda característica que ha de tener el error para viciar el consentimiento, decíamos que es su excusabilidad, es decir, que no le sea imputable a quien lo padece, para impedir que el ordenamiento proteja a quien ha padecido el error cuando éste no merece esa protección por su conducta negligente. Sobre este particular, hemos de señalar que, como ya se ha indicado ut supra, el deber de informar corresponde a la entidad financiera, y ese deber está sujeto a normas imperativas.

 

En el apartado 1 del art. 4 del anexo del R. Dto 629/93 (y de manera similar y más desarrollada en el art 79 bis LMV, aplicables uno u otro en función de la fecha de contratación) se establece que las entidades financieras solicitarán de sus clientes la información necesaria para su correcta identificación, así como información sobre su situación financiera, experiencia inversora y objetivos de inversión. En este tipo de contratos, al tratarse de productos complejos y de riesgo, el banco debe comprobar la experiencia inversora del cliente, que, en la mayoría de los casos es nula o inexistente, y en algún caso esa experiencia inversora está dirigida, tutelada y asesorada por el propio banco, con lo que es como si no la tuviera puesto que el banco se erige en asesor del cliente. La actual redacción del art 78 bis LMV, establece la distinción de los distintos tipos de clientes bancarios, otorgando a los minoristas (los que carecen de experiencia inversora y los que no sobrepasan unos elevados límites económicos) una especial protección, con unas reforzadas exigencias de evaluación, información e incluso recomendación de la idoneidad del producto; pero también se desprende de dichos preceptos la exigencia de información sobre el cliente para, a su vez, informarle de la idoneidad del producto. Por lo tanto, la excusabilidad del error ha de analizarse en el ámbito normativo indicado, del que se infiere que la posibilidad de conocer los términos de un contrato o incluso el riesgo de una operación no es exigible al cliente minorista. Y de ahí que, en la inmensa mayoría de las sentencias se deduzca que la información facilitada al cliente por el banco no fue una información razonable al riesgo asumido por aquél..

 

En cualquier caso, y como he indicado, a tenor de las exigencias normativas impuestas a las entidades financieras y de crédito en operaciones sujetas a la LMV, el error sería inexcusable solo cuando aquellas han cumplido con sus obligaciones de información sobre la clientela y a la clientela. Lo cual constituye una cuestión de hecho a analizar en cada supuesto particular.

Poder y dinero en el control de las sociedades cotizadas

En varios comentarios a mis recomendaciones pascuales de lectura se instaba a la redacción de un post sobre el poder en las grandes sociedades. Recogí el guante y pensaba comenzar explayándome un poco más en las consideraciones al efecto de John Kenneth Galbraith en su libro “La economía del fraude inocente”, recomendado en este post, cuando llega a mi poder, a través del colaborador de este blog Juan José González  (al que también interesaba el tema) un artículo de J.M. Gondra, “El control del poder de los directivos de las grandes corporaciones” (RDM 269, 2008) que me proporciona una interesante visión histórica del asunto. Mi tesis, que adelanto, es que en las grandes crisis económicas ha tenido un papel no poco importante la cuestión de la regulación del poder en las grandes sociedades y que, particularmente, en la actual el ingrediente de la remuneración de los directivos ha sido determinante. Los “amos del universo” de “La hoguera de las vanidades” de Wolf, o la “beautiful people”, en la versión hispánica, han sido dignos avisos de estos lodos.

 

Veamos. Galbraith considera fraude inocente aquella creencia falsa, en buena manera sugerida por los poderes económicos o políticos que, sin embargo, la mayoría de la gente prefiere aceptar como cierta. Y entiende que uno de los fraudes inocentes más grandes de la economía actual es la ilusión de que en las grandes corporaciones, que son el centro de la economía moderna, el poder lo detentan los accionistas, cuando la realidad es que el poder real se ha trasladado a la dirección, que controla el consejo de administración, constituido por personas que tienen un conocimiento superficial de la empresa, y también las juntas generales, en las que se aprueban, casi por unanimidad, las propuestas de la dirección, ignorándose a la vez sistemáticamente las propuestas discordantes (aunque se proporciona a los accionistas, eso sí, la información sobre la marcha de la empresa y se les reconoce una importancia formal y ritual). Sin embargo, la creencia del poder soberano del accionista persiste, a pesar de todo.

 

En realidad, el problema de la concentración del poder en la dirección y el nacimiento del socio inversor desinteresado de la gestión es muy antiguo. Nos hace ver Gondra que a todas las crisis económicas ha seguido una fuerte crítica al poder en las grandes sociedades. Así, tras la de 1720 protagonizada por las grandes compañías coloniales, Adam Smith llegó a decir que “los directores de estas compañías, al manejar mucho más dinero ajeno que propio, no cabe esperar que lo vigilen con el mismo ansioso celo con el que los socios de una sociedad privada suelen vigilar el suyo…tienden a pensar que las asistencia a los pequeños detalles desmerece el honor de sus señor”. Tras el hundimiento de la Bolsa de Viena de 1873, nada menos que Rudolf Von Ihering en “En el fin en el derecho”, declara que “la posición del administrador entraña una gran tentación. Incitada la codicia por el manejo permanente de los bienes extraños, se le presenta una ocasión favorable como a ningún otro para apoderarse de los mismos”. Y tras la de 1929, Berle y Means, en un trabajo fundamental sobre esta cuestión, consideran que los grupos que controlan la gran corporación moderna, tienen una concentración de poder “comparable a la concentración de poder religiosos en la iglesia medieval o del poder político en el Estado nacional….con el peligro correspondiente de una oligarquía corporativa asociada con la probabilidad de una era de pillaje corporativo”. Interesante ¿no?.

 

Lo cierto es que este problema del control de las grandes sociedades es un problema estructural que tiene su origen en la distribución atomizada del capital. El Derecho ha tratado de dar solución a este problema, de muy distinta manera (a veces, no considerándolo problema): desde un sistema de concesión del poder público para la constitución de las sociedades (patológicamente burlado, al parecer), pasando por un sistema de transparencia en las cuentas, la disclosure philosophy, arrojando a los accionistas la responsabilidad de autoprotegerse, hasta la fundamentación teórica del poder de los gerentes.

 

En efecto, entrado el siglo XX, la empresa en que los socios son comerciantes enterados de la gestión y los administradores unos meros mandatarios amovibles y, por tanto, la junta el órgano soberano, da paso a una economía con procesos económicos más complicados que precisa una mayor profesionalización de los gestores. Ello produjo un desplazamiento cada vez mayor del poder decisorio en la sociedad en favor del órgano administrativo, reduciendo las competencias de la Junta, a través de la limitación del margen de libertad estatutaria. Por la concurrencia de factores políticos y económicos específicos, es en Alemania donde se lleva al extremo esta tendencia que se manifiesta en lo que se denominó “revolución de los directores” (denunciada ya en 1904 por KLEIN) y que culminó, en la ley alemana de 1937, con el llamado “führer prinzip” (que con este nombre ya pueden imaginarse por donde iba). La regulación europea de las sociedades, con diversos matices, se ha visto influida por esa idea y hoy la cuestión del papel de la junta es objeto de estudios doctrinales, al punto de que algunos proponen su supresión.

 

En los Estados Unidos a partir del siglo XIX se produce una relajación del derecho de sociedades anónimas. Una sentencia de la Corte Suprema (Paul v. State of Virginia) prohíbe que un Estado obstaculice las actividades interestatales, y eso hace que se produzca una carrera desreguladora, race for the laxity, que acabó con el triunfo de la legislación de Delaware, de una gran tolerancia. La desaparición del rígido marco legal anterior hizo, en opinión de los mencionados Berle y Means, que el poder basculara completamente del lado del grupo de control que arroja en manos de los consejos de directores un poder extremadamente amplio.

 

La obra de Berle y Jeans no tuvo el reconocimiento que posteriormente se le dio y a partir de los años 70 resurge una nueva teoría económica de la empresa (Jensen, Meckling, Fama) que considera que es la eficiencia de los mercados –del mercado de la labor gerencial, de capitales y de control, no las fuerzas intraorganizativas, las que disciplinan el comportamiento de la gerencia, seguida en el mundo jurídico por (Easterbrook y Fischel). El modelo desregulador norteamericano triunfa en las décadas posteriores porque se considera más adaptado a la globalización. Pero en 2001 se produce el primer tropiezo importante, el caso Enron, que empieza a generar a una creciente desconfianza en la autorregulación e impulsa una reflexión sobre qué había fallado: los consejeros independientes no funcionaron como debían; el sistema de auditoria falló en la prueba del conflicto de interés; y el sistema de stock options no sirvió para conjugar los intereses de los directivos con los de los socios.

 

Me interesa insistir un poco en esta última cuestión. Para Galbraith, al que vuelvo para terminar, es muy grave el hecho, indudablemente relacionado con la cuestión del poder, de que las remuneraciones de la dirección son en la práctica aprobados por la misma dirección, por lo que no resulta “sorprendente que estas puedan llegar a ser especialmente generosas”, incluso en periodos de clara caída del mercado de valores, o incluso de quiebra (recordando el caso de Enron, pues recuerden que Galbraith escribe en 2004, antes de esta crisis), aunque la creencia sigue siendo la de que las remuneraciones las fijan las juntas. Para él, un hecho fundamental del siglo XXI es el de la existencia de un sistema corporativo basado en un poder ilimitado para el enriquecimiento con retribuciones exageradas incluso en caso de disminución de las ventas, lo que no es sorprendente cuando los favorecidos tienen las posibilidad de fijar su propia retribución, “un fraude no del todo inocente”.

 

No es este un hecho desconocido, desde luego. Y no hay que descartar que pueda haber constituido una de las claves de la crisis actual: la conexión de la remuneración de los directivos con los beneficios a corto plazo de las sociedades hizo que éstos se olvidaran del medio y del largo, favoreciendo burbujas que aumentaban sus ingresos personales, pero poniendo en peligro el futuro de la empresa. Hace algunos años, en un artículo de temática algo más amplia señalaba que era enormemente revelador observar los gráficos que mostraba la prensa: en los años 40, los sueldos medio de los ejecutivos era 56 veces el medio de los trabajadores y a partir de los años 90 empieza a crecer exponencialmente hasta representar el doble (y pasa de 100 a 700 veces en los sueldos más altos). Pueden ver la proporción en el gráfico adjunto y todavía mejor en el este link del New York Times (hay que clicar sobre él para verlo más grande).

 

Todo ello ha de hacernos reflexionar -una vez más- sobre cuál ha de ser el papel del Derecho en esta cuestión. Creo que no hay una solución mágica pero que la regulación y supervisión son indispensable si no queremos, como bien dice Gondra, que del “capitalismo de propietarios” pasemos a un “capitalismo gerencial” y de éste a un “capitalismo de casino”. Son necesarias normas, pero no en cantidad, que ya tenemos suficientes, sino normas eficientes que pongan el dedo en la llaga. Y, eso sí, ya no se puede tolerar la “inocencia” del fraude, pues el descuido y el desinterés generan monstruos. Y no solo en la economía: piensen si todo esto no es aplicable a la política.