Mentiras en el Parlamento: responsabilidad política y responsabilidad penal

El Grupo Parlamentario de UPyD ha propuesto una reforma legal para que mentir en el Parlamento sea considerado delito. La iniciativa no me parece acertada por las razones que expondré, y creo que tampoco a los demás editores ni a muchos de los colaboradores de este blog.
Sin embargo ha tenido la virtud de poner de manifiesto la gravedad de nuestra situación, donde las mentiras expresadas en ese foro, representación de la soberanía popular, no derivan en responsabilidad alguna. Tal vez por ello ha sido seguida por otra del Partido Socialista, que quiere proponer un proceso semejante al Impeachment norteamericano, en virtud del cual se puede conseguir hasta el cese de un Presidente cuando haya incurrido en ciertas falsedades.
Contra esa posibilidad se ha dicho que esa figura es propia de un sistema político tan particular como el estadounidense, y que no tiene parangón en Europa. Lo que es cierto. Pero también lo es que en los países europeos de nuestro entorno no sería imaginable que un Primer Ministro mintiera en un parlamento para ocultar sus responsabilidades y que no pasara nada por ello.
LAS MIXTIFICACIONES DEL PRESIDENTE
Apunto brevemente algunas de las mentiras (o, como poco, manipulaciones falsarias) cometidas por Mariano Rajoy. En su conocida intervención del uno de agosto ante el Congreso (reunido en la sede del Senado), el Presidente dijo:
– Que no había en el PP una contabilidad B. Aunque ya son seis personas, entre ellas altos cargos del partido, que admiten haber recibido los pagos que aparecen reflejados en asientos de esa contabilidad. Judicialmente se dilucidará la cuestión, aunque creo que queda poco margen de duda.
– Que desde que supo que Bárcenas tenía cuentas en Suiza se sintió traicionado en su confianza y rompió todas las relaciones con él. Muy probablemente ese dato era conocido por el Presidente ya unas semanas antes. Pero incluso dos días después de que saltara la noticia en la prensa de tales cuentas suizas, Rajoy envió a Bárcenas un SMS de ánimo y apoyo. Y el partido siguió pagando sus abogados.
– Que desde que él había sido elegido Presidente, Bárcenas ya no estaba en el partido. Sin embargo el extesorero seguía en el PP (incluso abonando cuota de militante) en condiciones además muy privilegiadas: con sueldazo, coche oficial, despacho… ¡Incluso abogados pagados por el Partido para su defensa penal! Que tales condiciones fueran además negociadas personalmente por Arenas y el propio Rajoy, según la declaración hecha por Cospedal al Juez Ruz, no hace sino agravar esa declaración. E inducir a sospechar que las razones para ese trato privilegiado no eran del todo confesables.
Como la capacidad de ver la realidad está a veces notablemente deformada por razones de ideología, puede ser que aún siga habiendo gente que crea que Rajoy ha sido del todo honrado, y que no ha faltado en absoluto a la verdad. Otros muchos dicen creerle por razones diversas, aunque en realidad no le crean. En muchos casos les va en ello incluso el sueldo. Cosas de nuestra Partitocracia vertical. Pero como creo que la mayoría es consciente de la situación, no quiero detenerme más en el dato de si han existido o no esas mentiras o tergiversaciones, sino en cuáles deberían ser las consecuencias de las mismas.
¿SOLUCIÓN PENAL?
Como señalé, no me parece idónea la solución penal propuesta por UPyD. Esa solución tendría un dudoso encaje constitucional, pues el artículo 71 de la Carta Magna reconoce su “inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones”. Pero al margen de ese problema, y en todo caso, creo que no es la solución penal la adecuada. Como hemos defendido en este Blog, en un ordenamiento maduro y avanzado, el Derecho Penal debe considerarse una “ultima ratio” adecuado sólo para afrontar problemas que no puedan ser solucionados con otro tipo de responsabilidad.
En nuestro caso, las falsedades deben dar lugar a otro tipo de responsabilidad: la política. Es en este ámbito sonde deben producirse consecuencias. En otro caso, si pretendemos buscar soluciones en el Código Penal, me viene a la cabeza con una sonrisa esa falsa “noticia” del diario digital humorístico El Mundo Today recogiendo unas declaraciones de Rajoy de que seguiría “gobernando desde la cárcel”.
Hemos dicho en otras ocasiones que un buen Estado de Derecho (y no es nuestro caso) no necesita muchas leyes, sino que basta con que se cumplan las existentes. Para ciertas faltas ni siquiera deberían ser necesarias normas jurídicas. En un caso como el que tratamos, como ocurriría en una democracia avanzada, un presidente atrapado en sus mentiras debería marcharse por propia iniciativa, en virtud de un código no escrito de honorabilidad de los políticos por el que esos actos no serían admisibles. La reacción de la sociedad, y de los medios de comunicación no deberían dejar además otra salda.
Pero vemos que no es nuestro caso. Y como no existe ese código de honorabilidad, ni una sociedad estructurada que exija cuentas inmediatas, la solución a estas situaciones debería encontrarse en el ámbito interno de nuestros partidos. Pero tampoco. Éstos no son verdaderamente democráticos sino caciquiles, y por eso tampoco disponen de mecanismos que permitan apartar a un líder que pueda abochornar a sus cuadros y militantes, o incluso llevar al desastre al Partido (como se ha visto en el caso del Partido Socialista con Rodríguez Zapatero).
Por eso tal vez, reconocidas nuestras limitaciones, sería necesaria una ley que estableciera ese tipo de responsabilidad política e inhabilitara para seguir en su cargo al político que incurriera en una conducta tan reprobable. Pero no podemos engañarnos: tal propuesta, lastrada por que tampoco el partido que la propugna ha predicado con el ejemplo, no va a salir. Desde luego, por el juego de la mayoría absoluta del partido gobernante, férreamente controlada. Pero también porque en nuestro régimen las élites que dominan los partidos con poder no tienen interés alguno en aumentar los ámbitos de responsabilidad política (ni ninguna otra) de sus líderes. Los mecanismos de control han sido colonizados y desactivados por la partitocracia. Y no se rectifica, sino que se avanza en este error.
Tal vez, por ello, si se consolida esa impunidad, el sistema no esté sino dando un paso más en su camino de descomposición y de deslegitimación social. Y tal vez en algún momento de ese camino algún básico instinto de supervivencia haga reaccionar a una sociedad tan fatalista y postrada como la nuestra.

La hora de la verdad: artículo de nuestra coeditora Elisa de la Nuez en “El Mundo”

Ayer tuvo lugar por fin la comparecencia del presidente del Gobierno en el Congreso, comparecencia que podemos calificar como una de las más importantes en la historia de nuestra democracia. Se trataba de que Rajoy diese explicaciones creíbles y convincentes sobre el caso Bárcenas para detener la hemorragia de credibilidad y de desprestigio del partido del Gobierno y de su presidente en particular. Conviene destacar que esta situación ha sido provocada en parte por su falta de disponibilidad para dar explicaciones fuera de los sitios donde nadie tenía intención de pedirlas, como los órganos internos del Partido Popular, o por los reiterados intentos de evitar preguntas incómodas en ruedas de prensa mediante trucos poco presentables. Tampoco han ayudado las teorías conspiranoicas difundidas por algunos destacados miembros de su guardia pretoriana, dirigidas contra este periódico, contra los partidos de la oposición o contra cualquiera que osara dudar de la verdad oficial. En definitiva, a Rajoy le ha costado mucho dar explicaciones sobre el caso Bárcenas y su silencio y evasivas durante los días transcurridos desde que el ex tesorero decidió «tirar de la manta» y denunciar la contabilidad B y la financiación irregular del PP (con sobresueldos para sus principales dirigentes incluidos) pesaban ya como una losa antes de su declaración de ayer.
 
¿Qué pasó ayer? Distingamos la forma del fondo. En la forma el presidente estuvo dialécticamente bien, por encima del bien y del mal. No tuvo tampoco empacho en identificarse a sí mismo y a su Gobierno con España, a la manera tan cara a los nacionalistas, ligando la estabilidad e imagen de España a la estabilidad e imagen de su Gobierno, que a su vez (como en el juego de las muñecas rusas) no es sino la estabilidad e imagen del PP y de su líder.
 
Con respecto al fondo, Rajoy sustituyó las explicaciones racionales sobre la financiación del partido y el tesorero del PP en estos últimos 20 años por un relato poco verosímil de sus relaciones personales con Bárcenas, defendiendo en sede parlamentaria la llamada teoría del fusible. Según esta tesis, el único que debe de fundirse y responder –judicial y políticamente– en una situación de financiación irregular en un partido ligada a la concesión de contratos o favores políticos es su tesorero. Dado que los órganos internos y los dirigentes del partido no suelen aprobar formalmente la contabilidad y no existen las auditorías, es difícil probar que alguien más tuviera conocimiento de las posibles irregularidades. Aunque todavía es más difícil creer que un tesorero puede montar él solo una trama de financiación irregular en su partido a cambio de contratos o favores públicos durante más de 20 años, enriqueciéndose de paso de forma harto sospechosa sin que nadie se entere, especialmente sus jefes, incluso los que cobraban sobresueldos. En ese sentido van también las declaraciones de Rajoy sobre la citación como testigos por parte del juez Ruz de los secretarios generales de su partido defendiendo que «no tenían por qué estar encima de las cuentas».
 
Por lo que dice Rajoy en el PP nadie estaba encima del tesorero, y eso que la financiación (en A) del partido era muy relevante. En consecuencia, dado que en el mundo no existe ninguna entidad mercantil o no mercantil (fuera de los partidos españoles) en la que la gestión económica y la contabilidad se delegue totalmente en una única persona, podemos presumir que, cuanto tal cosa ocurre, existe una clara voluntad de permitir una financiación no ortodoxa, por decirlo de manera prudente.
 
De acuerdo con el relato oficial, todo el problema se reduce a una relación de confianza entre presidente del partido y tesorero, ya que no hay nada parecido a una relación orgánica o profesional entre ambos. Esta versión tiene la ventaja de que justifica la relación de amistad existente. Así, como el presidente del Gobierno parece haberse dado cuenta de que ya no le basta con invocar la fe en su persona y en su palabra frente a las revelaciones del «delincuente» Bárcenas, ha decidido reconocer la equivocación de haber elegido y mantenido a una persona indigna como responsable de las cuentas. Equivocación que, por otra parte, no tiene consecuencia práctica alguna. También ha reconocido el cobro de sobresueldos o complementos –que considera no solo justificados sino práctica habitual–, con o sin Ley de Incompatibilidades de por medio. De nuevo, no hay ninguna consecuencia.
 
Aún así se ve que le ha pesado tanto reconocer este error, sobre todo tras los desmentidos y el silencio de estos últimos meses, que no ha podido evitar la tentación de atribuir su magnánimo proceder con el ex tesorero no a la posibilidad de un chantaje (como algún ciudadano desconfiado podría pensar) sino a su respeto por la presunción de inocencia y a las ganas de ayudar a sus colaboradores. Proceder que se resume en la estrategia procesal del PP en el caso (comportándose más como abogado defensor que como acusación particular hasta que el juez Ruz les echó del proceso), en el pago de las minutas de sus abogados que justamente se retiran del caso cuando decide tirar de la manta, en los sueldos espléndidos, reconocimiento de indemnizaciones «en diferido», tratamiento VIP para evitar el paseíllo a la esposa imputada, mantenimiento del coche y despacho oficial hasta hace nada y que termina con los impresentables SMS de apoyo del tipo «sé fuerte Luis». Mensajes cuya existencia se intentó vender a la opinión pública como una prueba de que no se había manipulado a jueces y fiscales y de que el Estado de Derecho (identificado con Rajoy) no admitía chantajes, demostrando, una vez más, el escaso respeto a la inteligencia de los ciudadanos que tiene nuestra clase política.
 
En definitiva, el presidente del Gobierno ha elegido construir un relato poco verosímil en el que toda la responsabilidad recae sobre el tesorero infiel en el que ni siquiera los tiempos cuadran. Se presenta ante la opinión pública como alguien sorprendido en su buena fe, víctima de una traición personal de manera que queda exonerado no ya de responsabilidades penales –eso lo decidirá el juez en su momento– sino de las responsabilidades políticas correspondientes.
 
¿Y las contestaciones a las 20 preguntas de Rosa Díez que arrojarían un poco más de luz sobre el caso? Pues éstas no se han dado, porque no era posible sin asumir inmediatamente la responsabilidad política correspondiente, en forma de dimisión y/o cese de dirigentes del partido con responsabilidades en la etapa de Bárcenas. Se ve que nadie se ha ofrecido como chivo expiatorio. Algo bastante lógico, dado que cuesta imaginar que estos hechos hayan sucedido sin que bastantes dirigentes del partido los hayan conocido y/o consentido. En todo caso, era su obligación enterarse de donde procedían los fondos que tan alegremente se gastaban. En resumen, parece que por ahora no hay más palo que aguante su vela que el del ex tesorero. Quizá porque seguimos confundiendo responsabilidad judicial y penal con responsabilidad política.
 
Porque si algo deja claro la comparecencia de ayer es que la clase política española, con el presidente al frente, sigue empeñada en su interesado intento de confundir responsabilidad jurídica –particularmente la penal– con responsabilidad política. Interesado porque si tienen suerte (y la suelen tener con los tribunales que les tocan como aforados), descartada la existencia de responsabilidad penal, pueden proclamar sin solución de continuidad la inexistencia de responsabilidad política. Seamos claros, este nivel de exigencia no es homologable con el de los países de la UE, y es propio de una democracia bananera. Comprendo que todavía sea pronto para exigir que un ministro dimita por copiar una tesis doctoral, pero de eso a que los ciudadanos españoles nos tengamos que dar con un canto en los dientes por no tener representantes que sean delincuentes va mucho trecho. Al contrario, los representantes deben de dar ejemplo en el cumplimiento de sus obligaciones, y no me refiero sólo a las legales sino también a las éticas. Incluidas las de decir la verdad a los ciudadanos.
 
Por eso son también interesadas las declaraciones de Rajoy hablando de falta de pruebas o de presunción de inocencia. Esto será relevante en el ámbito penal. Aquí hablamos de responder políticamente por la forma en que funcionaba la financiación del PP, ya sea por culpa directa o indirecta (in eligendo o in vigilando), por la forma lamentable en que se ha gestionado el asunto intentando taparlo, las obstrucciones procesales, la falta de transparencia, etc. En este ámbito no hay presunción de inocencia que valga frente a las deducciones lógicas y razonables que impone el sentido común de cualquier ciudadano informado.
 
Por ese motivo, la falta de asunción de responsabilidad política en un caso tan grave como éste produce efectos devastadores en la confianza de los ciudadanos en sus instituciones. Por eso las declaraciones de Rajoy sobre la estabilidad del país suenan tan huecas. No nos engañemos, la genuina estabilidad en una democracia es la que se deriva de comportamientos democráticos como decir la verdad en el Parlamento y asumir la correspondiente responsabilidad. Por el bien de España.

La intervención de Rajoy: la retórica contra la confianza

Finalmente intervino el presidente del Gobierno ante el pleno para dar, en sus palabras, “su versión” de los hechos del asunto Bárcenas. Era una papeleta en principio complicada, la verdad, porque las informaciones aparecidas en los periódicos eran escalofriantes.
 
El presidente estuvo en mi opinión retóricamente bien, en modo estadista por encima del bien y del mal, y fue jaleado estruendosamente por sus huestes, tal y como había sido solicitado el aparato. Tuvo, además, la habilidad de no intentar distraer con el tema de la economía, frente a lo que se había estado sugiriendo, y se limitó a ponerla como un punto de referencia lejano hacia el que él dirige como presidente, dejando caer que este lamentable asunto detrae parte de sus esfuerzos de ese designio superior. También tuvo la astucia de no meterse directamente con los trapos sucios de los otros, el “y tú más”, aunque sí dijo que su comparecencia no iba nunca a contentar a aquéllos que se han formado ya un criterio, a modo de dogma personal.
 
Luego acometió el asunto directamente para decir:
1.- Que se ha equivocado al mantener la confianza en quien no la merecía.
2.- Que hay que creer en las personas “mientras los hechos no desvirtúen la presunción de inocencia”, reforzando el concepto con numerosas citas (culminado con el ya muy parodiado “fin de la cita”), incluso de Rubalcaba. Hizo notar las especiales circunstancias en que se inició el procedimiento, con Garzón y el ministro yéndose a cazar, insinuando que eso justificaba el escepticismo frente a las acusaciones.
3.- Que son falsas o medias verdades las acusaciones de Bárcenas.
4.- Que se han pagado remuneraciones complementarias, y que es responsabilidad de cada uno declararlas a Hacienda.
 
Para rematar la faena, le dio una elegante colleja a Pérez Rubalcaba, mostrando que amenazar con la moción de censura para hacerle venir a dar explicaciones era un “fraude constitucional”, amonestándole por la incertidumbre que eso produce dentro y fuera de España, y metiéndole a continuación el dedo en el ojo al dejar en evidencia que no hay candidato real, requisito imprescindible de la moción de censura.
 
Finalmente, aderezó todo con unas cuantas promesas: de la ley de Actividad Económica y Financiera de los Partidos políticos, otra del Tribunal de Cuentas, otra de Contratos del Sector Público, de Funciones políticas, de la LEC y Código penal.
 
Retórica, y luego dialécticamente, pienso que el presidente estuvo bien, seguro y contundente. Pero la cuestión no es si estuvo bien o no, si “ganó” a los puntos a Rubalcaba o si el “aplausómetro” dio vencedor a uno u otro. Hoy la cuestión es la de la confianza: pero no la confianza de la que habla el presidente, del mundo en España, sino la que nosotros podamos tener en él, si nos creemos lo que dice el presidente o no. “A los españoles lo que les interesa la economía”, dijo Esteban González Pons, y es verdad. Pero no a toda costa.
 
Esta es la confianza que a mi personalmente me interesa, la que sustenta las duras medidas que el gobierno ha tomado y probablemente haya de tomar y hace que lo que él ejerce no sea solo poder, sino también autoridad. Sin duda, los fríos números de la mayoría parlamentaria harán que tal cosa sea, de momento, irrelevante, pero creo que los ciudadanos nos merecemos algo más que el que dentro de cuatro años podamos cambiar el voto.
 
Hace pocos días publicaba algunas reflexiones sobre este asunto, y me parece que, lamentablemente, siguen vigentes. Por un lado, no me basta que el presidente diga que se ha equivocado y que le han defraudado. Existe también una culpa in vigilando y, como él mismo dice, ha tenido cuatro años para verificar si esa confianza era o no merecida y lo que se ha hecho es protegerle y ampararle.
 
Por otro, me importa, pero no mucho, si los sobresueldos se han declarado o no. Lo que verdaderamente me importa, tal y como señalaba en el post antes enlazado, es de dónde se ha sacado ese dinero con el que se han pagado los sobresueldos y, particularmente, si ese dinero se ha entregado al partido a cambio de favores en otros sitios. Eso sí que sería muy grave y no he oído una palabra sobre eso.
 
Lo de la moción de censura me interesa poco. Me parece fuera de lugar que afine tanto el presidente con si se está desvirtuando la Constitución amenazando con la moción pero luego se hagan trazos gruesísimos con otras cosas.
 
Personalmente, ni doy ni dejo de dar credibilidad a las acusaciones de Bárcenas pero, eso sí, no acepto en modo alguno presunción de inocencia alegada varias veces por el presidente porque ésta, como ya dije en el mencionado post, opera en el marco penal, que implica graves restricciones de derechos; pero no opera en el marco de las relaciones interpersonales ni políticas, donde no es necesaria un acta notarial para que uno se percate de lo que está ocurriendo, o se mosquee ante algunos indicios. En estos casos, o me das prueba cumplida o te borro de mi lista. Y, de ser falso lo que dice Bárcenas, habría que haber justificado mucho más ampliamente la cobertura que se le ha dado desde el punto de vista económico, social y político y las razones del la “indemnización en diferido”; habría que sacar unas “contra cuentas” reales, mostrando la falta de conexión entre donaciones y concesiones, desmontar las acusaciones de sobresueldos en B con la prueba de su correcta declaración, etc, etc.
 
Las acusaciones son graves y el que las hace tenía medios para conocer lo que dice, y eso exige una cumplida respuesta, no bastando mirar para otro lado y negarlo todo. Si con motivo de un divorcio, uno de los cónyuges acusa al otro de graves delitos, puede ser que sus razones para acusar sean non sanctas, pero el otro no se libra de la duda con alegar que el acusador le odia.
 
En definitiva, las explicaciones han estado formalmente bien construidas, pero han sido muy insuficientes, y eso no genera confianza en que el presidente no haya tenido nada que ver en el asunto. De poco nos vale, pero es así. Nos queda la confianza en los tribunales o en las elecciones. Y esperemos no acabar como  en Francia, donde se amnistiaron los sobornos.
 
Algo sacaríamos, eso sí, si las promesas de leyes que ha hecho el presidente se convirtieran en una realidad efectiva. Pero tampoco creo en ellas, pues la reforma del Consejo General del Poder Judicial me ha demostrado en qué quedan las promesas. Ya sólo nos valen hechos. Sólo hechos.

De árbitros de fútbol y magistrados del Tribunal Constitucional

Hemos conocido, y no por declaración propia, que el presidente del Tribunal Constitucional ha sido militante del Partido Popular antes de su nombramiento como magistrado e, incluso, una vez designado como tal. De inmediato se ha suscitado un importante debate jurídico, político e institucional al respecto. Para tratar de aclarar las cosas conviene recordar que el estatuto de un magistrado del Tribunal Constitucional no es el mismo que el de un juez o magistrado del Poder Judicial porque la Constitución, acertadamente o no, así lo ha querido.
 
Es la Norma Fundamental la que dispone en su artículo 127.1 que los jueces, magistrados y fiscales en activo no podrán pertenecer a partidos políticos o sindicatos; en su apartado 2 ese precepto ordena a la ley establecer un régimen de incompatibilidades de los miembros del poder judicial. Así, la propia Constitución diferencia, en lo que afecta a jueces y magistrados, entre una prohibición y una incompatibilidad y, en consecuencia, la Ley Orgánica del Poder Judicial también las distingue: si se incurre en incompatibilidad se debe optar entre el cargo judicial y el otro con el que resulta incompatible o cesar en la actividad no compatible; si se incumple la prohibición de militar en partidos se comete una falta muy grave, que puede ocasionar la suspensión, el traslado forzoso o la separación de la carrera judicial.
 
A los magistrados del Altro Tribunal la Constitución no les permite compatibilizar su cargo con el ejercicio de funciones directivas en un partido o sindicato (artículo 159.4) pero no excluye la pertenencia a dichas organizaciones. Es verdad que ese mismo artículo 159.4 dice que tendrán las mismas incompatibilidades que los miembros del poder judicial pero, como hemos visto, la militancia en un partido no es una incompatibilidad de los jueces y magistrados sino una prohibición. El propio Tribunal Constitucional dijo, en una época en la que no era, o no tanto, un “sospechoso habitual”, que “la Ley Orgánica de este Tribunal, de aplicación prioritaria respecto de la Ley Orgánica del Poder Judicial no impide que los Magistrados de este Tribunal puedan pertenecer a partidos políticos y sólo les impide ocupar dentro de los partidos cargos de carácter directivo, pues una posible afinidad ideológica no es en ningún caso factor que mengüe la imparcialidad para juzgar los asuntos que este Tribunal debe decidir” (Auto 226/1988, de 16 de febrero de 1988).
 
Es llamativo que la Constitución les exija más a jueces y magistrados del poder judicial –no militar en partidos- que a los miembros del Tribunal Constitucional –no ocupar cargos dirigentes-, máxime cuando la incidencia política de la función de los segundos es abrumadoramente mayor que la de los primeros pues, no en vano, pueden, entre otras cosas, declarar la nulidad de una Ley, que es la expresión parlamentaria de una mayoría política. Quizá el constituyente desconfió más de un poder judicial nutrido por magistrados reclutados durante el franquismo, aunque hubiera muchos que, obviamente, no eran franquistas, que de un Tribunal que nacía con el sistema democrático y se iba a nutrir de “juristas de reconocida competencia”.
 
El problema hoy es que se ha asentado en el opinión pública el convencimiento de que el optimismo del constituyente sobre el Tribunal Constitucional era injustificado. Y por lo que respecta a su conversión en un “sospechoso político habitual”, la responsabilidad hay que endosarla tanto a los encargados de nombrar a los magistrados del Alto Tribunal como al comportamiento de parte de los últimos miembros de la institución. Se ha recordado estos días que el “examen” previo al nombramiento por el Senado del actual Presidente del Tribunal Constitucional duró unos pocos minutos y fue absolutamente complaciente; ocurrió exactamente lo mismo con sus cuatro colegas nombrados hace menos de un año por el Congreso de los Diputados: la exposición de su currículum y las preguntas de los diputados -en buena medida meros halagos- duraron unos 30 minutos, más o menos el tiempo del examen oral de un estudiante de primero de Derecho.
 
Es indudable que el actual Presidente del Tribunal Constitucional debió mencionar en dicha comparecencia su militancia política, cosa bien conocida en el caso del  magistrado Andrés Ollero, diputado del Partido Popular durante 17 años. También son sabidas las simpatías políticas, por mencionar otro caso reciente, de Enrique López, que como vocal del Consejo General del Poder Judicial se convirtió en ariete político contra el Gobierno de Rodríguez Zapatero.
 
Que cualquier juez, como toda persona, tiene una ideología política es obvio; que dicha ideología no debe interferir en su función también lo es. Ahora bien, si se prohíbe su militancia en los partidos se debe a la pretensión, como dijo Ignacio de Otto, de preservar la imagen de la justicia, manteniendo una apariencia de neutralidad no necesaria para el ejercicio de la jurisdicción sino para su legitimación pública.
 
Creo que el Presidente del Tribunal Constitucional no vulneró la Constitución al militar en el Partido Popular, pero que lo haya ocultado en el actual contexto de deslegitimación institucional causa una grieta importante en una casa al borde de la ruina. ¿Alguien se imagina que el Presidente del Comité de Árbitros de Fútbol siguiera siendo socio del Madrid o del Barcelona? ¿Toleraría la sociedad española esa situación? Quizá no pero puede que eso se debiera a que, como dijo Bill Shankly, entrenador del Liverpool, “el fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es algo mucho más importante que eso”. Es evidente que en España las instituciones no están a ese nivel de importancia.
 
 

Fiscalización de los partidos políticos… caduca

En medio de una continua sucesión de noticias sobre casos de corrupción, procesos judiciales y escándalos, que generan sombras de dudas sobre la financiación de partidos políticos o la gestión de fondos públicos, y que tanto nos afligen y preocupan, el Tribunal de Cuentas ha aprobado hace unos días un Informe precisamente relativo a la fiscalización de la contabilidad de las formaciones políticas y sus fundaciones. La lectura de las 450 páginas de datos, alegaciones, concreciones, conclusiones y recomendaciones que subscribe el Tribunal de Cuentas deja un cierto regusto de amargura.
 
Quizás lo primero a advertir sea que la contabilidad analizada corresponde al año 2008. ¡Más de cuatro años de recopilación y examen! cuando en el ámbito privado sabemos que las auditorías a grandes grupos empresariales se realizan en menos tiempo. Andan sin duda escasos de medios y recursos en este indispensable órgano de control económico. De ahí que no comparta la propuesta del Gobierno de acoger en su seno la actividad que realizan los otros órganos de control de las Comunidades autónomas, ni tampoco las restricciones a la oferta de empleo público, cuando son precisos más funcionarios. Por cierto, urge escribir una defensa de las oposiciones públicas, medio que garantiza la igualdad de quienes quieren que sus conocimientos y méritos sean valorados públicamente. Pero volvamos ahora a este Informe.
 
La fiscalización ha afectado a treinta y dos partidos políticos y otras tantas fundaciones y la retahíla de incumplimientos es larga. Desalienta conocer que hay fundaciones que ni atienden ni contestan los requerimientos del Tribunal de Cuentas, que hay partidos políticos que no envían las cuentas anuales o los estados consolidados, o que remiten la información incompleta o lo hacen fuera de los plazos previstos. Actitudes desconsideradas de quienes deben encauzar la participación ciudadana en la sociedad. ¿Qué se puede esperar de formaciones que tienen tan poco respeto a las instituciones claves del edificio democrático? ¿Por qué esos incumplimientos no están recogidos entre las reglas para otorgar nuevas ayudas e impedir así que dispongan de nuevos fondos, como ocurre con los ciudadanos y empresarios que se benefician de subvenciones públicas? Los partidos políticos deberían ser los primeros en dar ejemplo de lealtad institucional.
 
Destaca el Informe que quince partidos padecían en ese año una situación de “quiebra”. Algunos, como los nacionalistas, con sonrojantes números encarnados: diez millones de euros, Convergencia; ocho, Unión, dos, el Bloque gallego… Pero más espanta la cuantiosa cifra de deuda total, superior a doscientos veinte millones de euros, que corresponde en su mayor parte sólo a los dos partidos mayoritarios. ¡Y eso que se beneficiaron de la condonación graciosa que les facilitaron cajas de ahorros y otras entidades financieras!  Si se compara esa cifra con la suma de las subvenciones públicas percibidas en ese año, a saber, alrededor de trescientos millones de euros, urge exigir una gestión económica más contenida, prudente y responsable a esos gestores de dineros públicos.
 
Hay más irregularidades en la parte que afecta a las fundaciones. Entre las que sobresale, por ejemplo, convenios ilegales entre un partido y su fundación por importes que sobrepasan en mucho los límites legales.
 
Otras decepciones deposita en el alma la lectura de ese Informe. Y es que, ante los graves incumplimientos advertidos, el Tribunal recuerda, como ya lo había hecho en el Informe del año pasado, que no puede imponer sanción alguna debido a la defectuosa regulación que contenía la redacción originaria de la Ley orgánica de financiación. Porque, entre otras consideraciones, no se precisaba el plazo de prescripción de las infracciones y sanciones, lo que, según el propio Tribunal “hace sumamente difícil e insegura” la incoación y tramitación de los expedientes. En la actualidad, tras la reforma de la Ley el pasado octubre, está fijado en cuatro años el plazo de prescripción, que se contará a partir de la comisión de la infracción. ¡Largo plazo si se sigue desatendiendo las necesidades de funcionarios que requiere este órgano constitucional para analizar con mayor presteza la contabilidad presentada!
 
Es cierto que el Tribunal de Cuentas apunta oportunas recomendaciones para incrementar el control de las fundaciones, facilitar la remisión de información por las entidades financieras, reglas a las que debería acogerse todo gestor de fondos de los partidos políticos… Confiemos en que el Parlamento las asuma y tramite con presteza. Pero habría que hacer algo más porque el asunto es bien relevante para la salud democrática.
 
En este sentido, deberían difundirse muchos datos de este Informe para que fueran conocidos por los ciudadanos. Es cierto que algunos periódicos han emitido ciertos ecos y realizado comentarios sobre los datos más llamativos. Lástima que otros hayan elevado a la condición de titular que “todos” los partidos han incumplido su obligación de presentar una auditoría interna. Lo que constituye la generalización de una imprecisión que puede sembrar más desafección entre las gentes que solo hablan de oídas.
 
Por ello suscito otra propuesta. Igual que hemos conseguido mejorar la seguridad y nuestros hábitos alimentarios, gracias a la información que recogen las etiquetas de los productos, podría resumir el Tribunal de Cuentas en un cuadro muy elemental los datos más relevantes de la fiscalización de cada partido político. Por ejemplo, cumplimiento de sus obligaciones en plazo, colaboración con el Tribunal, cuantía de las subvenciones recibidas, gastos y deudas que mantiene… Y facilitarlo en la propia página web, así como en la del partido político correspondiente, para que todo aquel que quisiere pudiera fácilmente informarse y comparar.
Es cierto que resultaría una información algo trasnochada y, por ello, caduca. De ahí la imperiosa urgencia de impulsar la transparencia en las formaciones políticas, para que los informes no resulten anacrónicos y las noticias con las que se cuenten contribuyan a vivificar el atribulado espíritu democrático.

Algunas reflexiones sobre el “Barcenasgate”

El morbo mediático y popular que produce ver a los poderosos en apuros y la delectación que da recibir sus contestaciones atropelladas y torpes, así como la vergüenza de ver a algunos de sus enemigos políticos lanzándose contra ellos aprovechándose de su debilidad, como si ellos estuvieran exentos de culpa, no debe impedirnos analizar la trascendencia de la cuestión.
La cuestión es, por supuesto, el asunto de Bárcenas, cuyas últimas noticias implican al PP en prácticas ilegales de financiación al punto de que ha dejado de ser “el asunto Bárcenas” y ha adquirido un nuevo alcance –el de un verdadero Barcenasgate– en el que conviene distinguir diversos aspectos. Bárcenas habrá de pagar sus culpas penalmente y sus deudas civil o fiscalmente, pero ello tendrá una importancia relativa si él era simplemente la oveja negra que puede ser fácilmente sacrificada, o brazo gangrenado que se pueda amputar.
Pero si  la enfermedad ha pasado al resto del organismo la cosa es muy diferente y habrá que ver qué tipo de terapia es necesaria. Y, aparentemente al menos, parece claro que ha pasado al resto del organismo y que las excusas y alegaciones de los allegados proporcionando diagnósticos alternativos y de pronóstico no fatal parecen un poco ridículas a la vista de los síntomas.
Las terapias pueden ser varias, y se llaman responsabilidad. Y hay de varias intensidades. En lo alto de la “pirámide de las responsabilidades” estaría la penal. Y en este ámbito, y en concreto en cuanto a la entidad de los hechos, se está diciendo que de todo este asunto no saldrá nada porque no existe el delito de financiación ilegal de los partidos y se trataría de meras faltas administrativas; que, en todo caso, estos hechos son muy antiguos, y de haber algún delito, quizá fiscal, estaría prescrito y sería responsabilidad de quien no declaró el sobresueldo y, en todo caso, no podrá posiblemente probarse suficientemente por lo que la presunción de inocencia impedirá una condena efectiva.
Esto me parece desenfocado: no creo que el problema consista en que el partido se haya financiado de una manera ilegal, o que se trate de donaciones de militantes o simpatizantes que no se hayan documentado debidamente o que se haya movido dinero opacamente frente Hacienda. Ello, con ser importante, podrá alcanzar efectivamente el nivel de una falta administrativa, quizá saltando al campo del Derecho penal según las circunstancias y las cuantías. No, lo importante no es eso: lo que sería verdaderamente grave, en mi opinión, es que ese dinero se hubiera recibido a cambio de favores no del partido (en cuyo caso será un contrato oneroso como cualquier otro) sino de favores del Estado, es decir, de un tercero que el partido controla: es aquí donde estaría la verdadera corrupción, en la utilización de los recursos públicos por quien tiene su control en favor no de todos los ciudadanos sino sólo de unos pocos que previa o posteriormente han lucrado el patrimonio particular –sea de un partido o sea de un individuo- de quien tiene ese control. Eso sí que es un grave delito -como el cohecho– que, por sus amplias penas, es más difícil que haya prescrito caso de haberse cometido.
Una segunda cuestión importante es la actitud que haya de tenerse ante las informaciones que están surgiendo en relación a este asunto. Es frecuente alegar que ha de mantenerse la presunción de inocencia ante tales acusaciones porque esto es un principio reconocido en el artículo 24 de la Constitución. Sin duda esto es así, pero sólo en el ámbito para el que se ha ideado, que es el del proceso penal: habida cuenta las tremendas consecuencias que para la libertad y el patrimonio de los ciudadanos tiene el Derecho penal, es lógico que se arbitre un sistema a favor del ciudadano que haga que la duda juegue a su favor.
Pero si eso es así en ese ámbito, no lo es en los demás: en el ámbito civil cualquiera está perfectamente legitimado para pensar mal y actuar en consecuencia. Si tengo sospechas de que un empleado, un socio o un hijo están actuando mal y se ha roto la relación de confianza, nadie me va a reprochar que tome las medidas pertinentes –siempre legales- aunque no pueda probar sin ningún género de duda que se ha cometido alguna cosa ilícita o en contra de mis intereses.
Y en el ámbito de la responsabilidad política –más baja en la pirámide, menos dura en las sanciones, pero más exigente en las conductas- no va a ser de otra manera: no basta con no cometer delitos, es necesario mantener la confianza en que quien nos gobierna mantiene la actitud irreprochable que se supone que ha de mantener el que tiene en sus manos nuestra vida y nuestra hacienda y que soporta un deber moral de ejemplaridad si quiere que las normas que va a aplicarnos sean vistas como un deber democrático y no como una imposición oligocrática. Si soy acusado de tener en mi bolsillo unos billetes que deberían estar en la caja de alguien no basta con negarlo todo y decir que no se ha demostrado. Eso valdrá para el proceso penal, pero para la vida civil y la política es necesario enseñar el bolsillo y pedir que le registren a uno.
Si no es así, se rompe la confianza. No digo yo que cuando las explicaciones alternativas lícitas sean el noventa por ciento de las posibles (el Papa no mató a un pobre en Madrid, era un hombre vestido de Papa) sea normal no perder la confianza. Pero cuando estas alternativas lícitas son cada vez menos y a ello se añade una actitud no ya del PP, sino de toda la clase política que tiende a crear unas condiciones que propician la ocultación de los actos ilícitos (politización de la justicia y del Tribunal Constitucional, minusvaloración del Tribunal de Cuentas y de otras instituciones de fiscalización, el escapismo de las normas de Derecho administrativo, la falta de control en los partidos y tantas otras cosas de las que hablamos constantemente en este blog) no cabe sino entender que la presunción en el tema de responsabilidad política es la contraria: la de culpabilidad, mientras no se demuestre lo contario. Algo así como lo que ocurre –perdonen la salida iusprivatista– con el concurso de acreedores, que es calificado de culpable cuando el deudor ha agravado su insolvencia con dolo o culpa grave, lo que tiene unos efectos mucho más importantes que el fortuito. A efectos prácticos, estas situaciones deberían conducir a la dimisión de los cargos políticos que no lograran explicar suficientemente estas acusaciones, aunque no derivaran en responsabilidad penal.
Es cierto que estos deberes no tienen sanción y que, de no cumplirse, sólo nos queda la moción de censura que, por el juego implacable de las mayorías, serán salvas de  fogueo si los que la interpongan no reúnen los votos necesarios; y ello sin entrar ya en la cuestión de que los que la pudieran interponer –o al menos una buena parte- no deberían tirar la primera piedra pues hechos pasados o incluso presentes demuestran que pecan de lo mismo.
Sin embargo, me temo que la situación de irritación generalizada de la mayoría de la población va a hacer que ésta no acepte fácilmente una larga cambiada para aguantar a que escampe. Necesitamos, si no justicia, al menos víctimas propiciatorias, algo por lo que clamaba ya hace un año.
No se me oculta que una dimisión en este delicado momento económico podría crear una importante inestabilidad que afecte a las inversiones y a nuestra calificación como país, pero peor calificación nos deparará un problema como este no resuelto. Tampoco sabemos qué podría ocurrir con unas elecciones anticipadas que dieran lugar a un tripartito o situación parecida de coalición en la que el remedio sea peor que la enfermedad, como ha ocurrido en otros países.
En cualquier caso, parece evidente que la cosa no puede seguir así. Necesitamos la verdad. Sea la que sea: quizá es un chantaje, quizá esta financiación ilegal era una práctica antigua que ha sido ahora eliminada (y por ello ha ocurrido lo que ha ocurrido), quizá el dinero de Suiza es sólo de Bárcenas o a lo mejor es del partido, o a lo mejor, a lo mejor….lo que quieran ustedes poner. Pero ya no vale callarse o hablar por plasmas porque, lamentablemente, lo que nos está diciendo la prensa no es nada que sea inverosímil o absurdo sino algo que todo el mundo sospecha que pudiera ocurrir –y no sólo en el PP- aunque ahora que lo vemos negro sobre blanco, contemplando los montoncitos de dinero –“uno para las elecciones, otro para él y el tercero para repartir”- la plasticidad de la imagen nos estremezca.
Queremos explicaciones y las queremos ya. Y si alguien tiene que dimitir, que dimita y a ser posible que lo haga sin causar ningún cataclismo. Y queremos que el que venga no se limite a ser honrado: es imprescindible que cree los instrumentos necesarios para que aunque el que gobierne no sea honrado de por sí, no tenga más remedio que actuar como si fuera honrado porque el sistema no le deja actuar de otra manera; y si se escapa, que pague rápido por ello. Para eso están las instituciones, para permitir que el sistema funcione bien con independencia de cómo sean las personas. Y nuestro problema es que las que tenemos ahora no incentivan que las personas actúen bien.
Ojala esta situación haga crisis para mejorar, y no para empeorar.

Contestación a “Piedras de papel”: leyes de partidos, ley alemana y el Manifiesto de los 100

Hace unos días se publicaba un post en en blog Piedras de papel cuestionando no tanto la finalidad del Manifiesto porunanuevaleydepartidos.es  sino alguna de las afirmaciones que allí se vertían y discutiendo si lo que se propone es o no acertado para España y en particular si es común en otros países de nuestro entorno tener una regulación de los partidos políticos como la que se propone.
 
Lo primero que hay que reconocer es que efectivamente la regulación de los partidos políticos en las democracias más avanzadas es muy distinta de unos a otros, tanta como la de las Leyes de transparencia, por citar otro ejemplo, quizá porque en ambos casos la regulación (utilizando el término en sentido amplio, lo que incluye también el Derecho consuetudinario particularmente en los países anglosajones) tiene muchísimo que ver con la cultura democrática del país en cuestión y con su historia reciente. En cualquier caso, agradecemos a Piedras de Papel el link a esta base de datos que no conocíamos Lo que sí creo que podemos decir es que estas comparativas entre la regulación de los distintos países -ya se trate de este tema o de cualquier otro- suelen estar basadas más en elementos formales (qué materias se regulan o no se regulan por ejemplo) que en qué pasa en la realidad (cuantos tesoreros de partidos en el Gobierno están en la cárcel, por ejemplo).
 
Lo segundo que hay que señalar es que de forma intencionada –y quizás errónea- se simplificó mucho el Manifiesto para no entrar en detalles técnicos que –pensábamos- podrían confundir a la opinión pública, cuyo apoyo se pretendía y dar lugar a un debate excesivamente técnico en un momento en que la partitocracia en España hace aguas. Como esto no se ha conseguido (me refiero al apoyo masivo) parece probable que sea conveniente “ampliar” la iniciativa y apoyarse más en documentos, estudios y consideraciones técnicas como alguna persona tan cualificada como Jesús Fernandez-Villaverde nos recomendó en un primer momento. Rectificar es de sabios aunque no mole nada.
 
Tengáse en cuenta que ninguno de los promotores de la iniciativa somos especialistas en regulación de partidos políticos, ni politólogos, aunque algunos de los primeros 100 firmantes sí lo son. Pero en todo caso debatimos mucho el Manifiesto y consultamos con representantes (no precisamente oficiales ni del aparato,claro) de los dos partidos políticos mayoritarios que confirmaron que nuestra aproximación era correcta y nos hicieron muchas e interesantes aportaciones. En todo caso, como ya he comentado, preferimos centrarnos en las cuestiones básicas y no en aspectos excesivamente técnicos que nos parecían más propias de expertos. De lo que sí sabemos, o yo se bastante más, es de Administraciones Públicas, de manera que lo que no entiendo es la afirmación de que hay que cambiar primero a la Administración y luego a los partidos. Pero espero que alguien me lo explique, yo creí que los problemas (los virus de la partitocracia) los había traído consigo el colonizador, no el colonizado.
 
Lo tercero es que nos parece bien copiar aquella regulación que en otros países funciona mejor, cuando –razonablemente- se puede importar, y desechar en cambio aquellos casos que no parece que sean de éxito. Lo digo por lo de fijarnos tanto, por ejemplo, en la ley alemana de partidos, y no, por ejemplo, en otras regulaciones como la italiana (que no tiene ley de partidos como tal). Por otro lado, nos encantan las democracias, especialmente las anglosajonas, que tampoco tienen ley de partidos ni falta que les hace, pero claro, el problema es que doscientos años de democracia ininterrumpida y de cultura democrática no se suelen improvisar así como así. Por tanto, estamos dispuestos a reconocer que la autorregulación en materia de partidos no es exclusiva de España, pero lo mismo que pasa con tantas otras cosas (se me ocurren por ejemplo los códigos de conducta, la RSC o la limitación voluntaria de horarios y ruidos cuando damos una fiesta por no molestar al vecino) en España simplemente no funciona.
 
¿Por qué la ley alemana? Bueno, los alemanes no son precisamente demócratas de toda la vida, por decirlo elegantemente. De ahí el interés que creo que tiene su democracia que nació muy tutelada por las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial y su estricta regulación de los partidos, muy pendiente de evitar en la medida de lo posible la aparición de partidos nazis de nuevo cuño.  En cuanto al proceso de conversión de los buenos ciudadanos alemanes totalitarios en buenos democrátas se puede consultar el interesante “The political reeducation of Germany and war allies after World War  II”. Y bueno, al fin y al cabo, los españoles venimos de una dictadura donde los partidos políticos estaban prohibidos y de una tradición de caciquismo y capitalismo castizo. Quizá la ley de partidos tendría que haber partido de esa realidad.
 
Y lo cuarto y último, si alguien cree que el escándalo de financiación irregular del partido en el Gobierno que vivimos estos días no tiene nada que ver con la autorregulación de los partidos, con la falta de transparencia, con su falta de democracia interna y de controles efectivos o/y con la inexistencia de controles externos de todo tipo empezando por su financiación (no contamos al Tribunal de Cuentas por las razones que explicamos en la serie sobre financiación de partidos políticos en este mismo blog) que no siga leyendo lo que sigue, porque es perder el tiempo.
 
Porque, efectivamente, los partidos políticos, como decimos en el Manifiesto, son unos entes privados pero muy particulares. Aunque pueden definirse como asociaciones de ciudadanos con ideología común o intereses comunes que, mediante una organización estable, tratan de influir en la vida política del país, lo cierto es que su papel en las democracias modernas es esencial. Los partidos son los que, a través de la formación de la voluntad política de los ciudadanos, la participación en las instituciones representativas de carácter político, y la presentación de candidatos y programas en las correspondientes elecciones articulan la representación de los ciudadanos En nuestras democracias. Este papel se configura jurídicamente especialmente a raíz de la segunda guerra mundial, por lo que empiezan a ser recogidos en diferentes Constituciones posteriores a dicha fecha como piezas clave del sistema político democrático.Así ocurre en la Constitución española de 1978 o en la Constitución alemana y en las qmaster recientes de otros países de la OCDE.
 
La ley española de partidos políticos, Ley 6/2002 lo tiene claro. Por eso señala en su Exposición de Motivos que ““Por otra parte, aunque los partidos políticos no son órganos constitucionales sino entes privados de base asociativa, forman parte esencial de la arquitectura constitucional, realizan funciones de una importancia constitucional primaria y disponen de una segunda naturaleza que la doctrina suele resumir con referencias reiteradas a su relevancia constitucional y a la garantía institucional de los mismos por parte de la Constitución.”
 
Por esa razón “Puede decirse, incluso, que cuanto mayor es el relieve del sujeto y su función en el sistema, más interés tiene el Estado de Derecho en afinar su régimen jurídico.” Y, para terminar: “Hay, en fin, en nuestro caso, una coincidencia general sobre la carencia de la legislación actual a la hora de concretar las exigencias constitucionales de organización y funcionamiento democráticos y de una actuación sujeta a la Constitución y a las leyes. Tanto en lo que se refiere al entendimiento de los principios democráticos y valores constitucionales que deben ser respetados en su organización interna o en su actividad externa, como en lo que afecta a los procedimientos para hacerlos efectivos.”
 
Sin embargo, pese a estas buenas intenciones, la ley actual solo dedica tres artículos a esta organización y funcionamiento interno, que son bastante genéricos. Tras consagrar en el art.6 los principios democráticos y de legalidad el art.7 se refiere a la organización y funcionamiento interno estableciendo unos requisitos mínimos, sin perjuicio de lo que establezcan sus Estatutos en función de la amplia capacidad de organización interna que se les reconoce y que son:
 
a) Los partidos deberán tener una asamblea general del conjunto de sus miembros, que podrán actuar directamente o por medio de compromisarios, y a la que corresponderá, en todo caso, en cuanto órgano superior de gobierno del partido, la adopción de los acuerdos más importantes del mismo, incluida su disolución.
 
b) La elección de los órganos directivos de los partidos (que se determinarán en los estatutos) mediante sufragio libre y secreto.
 
c)  La previsión de que para las reuniones de los órganos colegiados se establezca un plazo de convocatoria suficiente de las reuniones para preparar los asuntos a debate, el número de miembros requerido para la inclusión de asuntos en el orden del día, unas reglas de deliberación que permitan el contraste de pareceres y la mayoría requerida para la adopción de acuerdos. Esta última será, por regla general, la mayoría simple de presentes o representados.
 
d) El que los estatutos prevean, asimismo, procedimientos de control democrático de los órganos de dirección.
 
Como verán, poca cosa. Pero además el problema no es tanto si estos pocos preceptos son suficientes o no, sino, como tantas veces en España, si se cumplen o no. Y a los hechos me remito. Yo no dudo de que los Estatutos (que no he leído) de los principales partidos contemplan estas y otras muchas garantías de democracia interna pero ¿Quién controla que se cumplan? Pues como suele ser habitual, los mismos controlados. La lista de triquiñuelas que nuestros informantes de los partidos nos facilitaron para eludir las obligaciones impuestas en los Estatutos son muy reveladoras y ocuparían el doble de la extensión de este post. Así es posible que un partido puede tener un número estratósferico de afiliados que no se sabe quienes son ni si pagan cuotas,  decir que no sabe nada de las cuentas que llevaba el tesorero que está en la cárcel porque ninguna Ejecutiva las ha aprobado jamás, celebrar Congresos cuando le viene mejor y en los que arrasa la cúpula directiva o celebrar unas primarias sin más candidato (real) que el del aparato porque a los outsiders ya se encargan de ponerle todas las zancadillas posibles, por citar unos cuantos ejemplos de actualidad. En cuanto a la selección de los candidatos, qué decir de métodos tan novedosos para ir en las listas como el que se explica aquí en relación con “la protegida” de Angel Lapuerta, la señora cuyas declaraciones de bienes el Congreso no puede verificar. Se ve que tenía ilusión por ser diputada, aunque visto lo que está saliendo a lo mejor estaba pensando en el aforamiento, vaya usted a saber. Y seguro que a ustedes se les ocurren muchos más.
 
En definitiva, necesitamos una regulación no solo más completa sino, sobre todo, una regulación seria que se cumpla. No podamos dejar un asunto tan esencial para el buen funcionamiento de la democracia española a la autorregulación, y por tal entiendo cualquier norma cuyo cumplimiento puede uno saltarse a la torera, aunque esté en la Constitución española. Este sistema ha fracasado de forma estrepitosa. A mí en particular me gusta el sistema alemán (Germany-Political Parties Act 2004 LA LEY DE PARTIDOS POLITICOS ALEMANA (1), no por intervencionista, sino por serio. Es verdad que se regula todo. Hasta lo que se paga en financiacion publica por cada voto emitido. SI se consigue que los Presidentes de un partido dimitan por financiación ilegal, que los ministros dimitan no ya por copiar una tesis doctoral sino por aceptar regalos de una trama corrupta,  que los Ministros no repitan consignas del partido, que el parlamento no parezca una teatrillo de quinta con claque incluida, que la Justicia sea independiente, que los reguladores sean independientes, etc, etc, yo creo que la cosa compensa. Vean, comparen y decidan.

La Sociedad civil se mueve

Hace algunos días, en un acto público celebrado en el Círculo de Bellas Artes, se ha presentado un nuevo Manifiesto promoviendo una nueva Ley de Partidos Políticos para intentar que, a través de esa nueva regulación, los partidos vuelvan a ser un auténtico cauce para que la sociedad pueda desarrollarse en democracia, en vez de los grupos cerrados y celosos de sus propios intereses en que se han convertido con el tiempo.
 
Se trata de una iniciativa lanzada inicialmente por 100 politólogos, sociólogos, filósofos, economistas, historiadores, juristas y periodistas  encabezados por Elisa de la Nuez, abogada del Estado y coeditora de este blog “¿Hay Derecho?”, César Molinas; socio fundador de Multa Paucis, Carles Casajuana; diplomático y escritor, y Luis Garicano, catedrático de Economía, miembro de FEDEA y coeditor del blog “Nada es Gratis”: propuesta a la que me he incorporado como firmante 3454  a través de un intuitivo sistema de firma por internet que dejo enlazado.
 
No voy a reiterar aquí los motivos que justifican una reforma de este tipo, pues además de ser sobradamente conocidos, están perfectamente expuestos en este artículo firmado conjuntamente por Elisa de la Nuez y Cesar Molinas.
 
Curiosamente, pocos días antes, dos personalidades relevantes, y que conocen bien el paño pues hasta hace poco han pertenecido al establishment orgánico de los grandes partidos PP/PSOE, Josep Piqué y Jordi Sevilla, también han presentado una propuesta para profundizar en la democracia interna de los partidos políticos al liderar la plataforma +democracia, que aparece respaldada por prestigiosos profesionales y académicos -a varios de los cuales también conozco y respeto-. Una lástima que, siendo el objetivo tan aparentemente coincidente, se desaprovechara la oportunidad de ganar fuerza con la unión de esfuerzos.
 
Esta iniciativa se une a otras recientes que, desde un enfoque constructivo aunque muy plural y no siempre coincidente, también promulgan cambios y reformas en nuestras instituciones para intentar superar la decadente inercia en la que andamos metidos y tantas veces hemos denunciado.  Podemos citar también el manifiesto por la reforma de la Constitución y del Sistema Electoral promovido desde el Foro de la Sociedad civil liderado por Ignacio Camuñas -quien por cierto también aparece como uno de los cien primeros firmantes en el Manifiesto presentado en el Circulo de Bellas Artes-, que propugna un cambio en el sistema electoral y en el modelo territorial del Estado para retornar a una, no exenta de polémica, recentralización.
 
Junto a estas actuaciones, no debemos tampoco olvidar los diversas propuestas, tal vez más radicales, tal vez más avanzadas o ambiciosas (dependiendo del punto de vista de cada uno) planteadas por colectivos y asociaciones surgidos del impulso inicial del movimiento del 15-M, como Democracia Real Ya, que se ha constituido en una asociación “apartidista, asindicalista, no violenta y sin ánimo de lucro”; o como  el Partido X, que propugna una mayor trasparencia en la gestión pública y aboga por utilizar intensamente las nuevas tecnologías para que la participación ciudadana en los procesos de toma de decisiones sea posible de manera directa.
 
En este sentido, sería injusto desconocer el rol que, como precursores de esta respuesta ciudadana ante la decadencia de nuestras instituciones, tuvieron las asociaciones y colectivos que impulsaron la creación de Ciutadans o la Plataforma Pro que fue el germen donde surgió UPyD, nuevos partidos políticos que en un plazo relativamente corto y a pesar de la encarnizada resistencia de los partidos instalados en el sistema surgido de la transición se están consolidando, no sin algunos  problemas tanto externos como internos, como una posible alternativa.
 
De una manera u otra, resulta evidente que algo está cambiando y, en cierto modo, la crisis económica está haciendo de catalizador para que las frustraciones y desencantos que la inercia mantenía larvadas, comiencen a transformarse en un auténtico estado de opinión favorecedor de un cambio político importante. La sociedad civil está despertando y, cada vez más, se respiran aires de cambios.
 
Igual que ocurrió durante la transición, tres son las actitudes que adoptar ante la actual situación: el inmovilismo para intentar aferrarse mientras sea posible a los privilegios adquiridos con un sistema en incipiente descomposición; una posición reformista, como la de los promotores del Manifiesto que ahora comentamos, que parten de la idea de aprovechar las instituciones existentes y reformarlas para adaptar su funcionamiento a las nuevas exigencia y; por último, abogar por una ruptura, aspirando más a una transformación profunda de la sociedad a costa de un cambio radical -y sin duda traumático- del sistema político y económico.
 
De cómo sean capaces de canalizar estas ansias los actuales dirigentes políticos, dependerá el resultado final. Cuanto más se atrinchere lo que ahora ya se conoce como “casta política” en su “bunker” de blindajes, inmunidades y privilegios, más difícil será adoptar reformas eficaces que impidan que se produzca, tarde o temprano, una dolorosa ruptura del régimen. Generosidad, talento y amplitud de miras, cualidades de las que pudieron presumir quienes protagonizaron en los años 70 del siglo pasado la transición de la dictadura a la democracia, son de nuevo tan necesarias como entonces. El tiempo dirá

Los concejales “no electos”: Otro ejemplo que muestra la necesidad de la reforma de la ley de partidos políticos

Es innecesario apuntar a muchos lectores de este blog argumentos para modificar la ley de partidos políticos cuando han sido eficaces promotores del “Manifiesto”. Sin embargo, en el amplio patio de Monipodio del que disfrutamos, se ha oído algún eco de quienes se asombran de tal propuesta que califican de elemental. Sorprende que reclamemos, ante la multitud de problemas que hay en escena, la reparación de una tramoya tan deteriorada. Pero es que resulta indispensable empezar por lo más básico. No como divertimento de jurista, sino porque tiene gran trascendencia práctica en las relaciones cotidianas que afectan a los ciudadanos. De ahí que me atreva a comparecer en esta ventana trayendo otra muestra de la necesidad de la reforma con motivo de una reciente sentencia del Tribunal Constitucional y dando noticia de problemas actuales y graves en el funcionamiento de algunas Corporaciones locales.
 
Fue el pasado 23 de mayo cuando la Sala primera del Constitucional acordó estimar el amparo solicitado por varios concejales del Ayuntamiento asturiano de Cudillero. Lo cual condujo a anular el acuerdo de esa Corporación mediante el que se había elegido al Alcalde y retrotraer las actuaciones para que se procediera a una nueva convocatoria del correspondiente Pleno municipal. Y es que se había producido esa votación porque el anterior Alcalde había renunciado a principios de este año a su cargo y a su acta de concejal. También habían desistido de asumir la representación los siguientes candidatos de la lista, así como los suplentes. Por ello, como ahora prescribe la Ley orgánica del régimen electoral general tras su modificación en marzo de 2003, correspondía al “partido, coalición, federación o agrupación de electores” designar al nuevo concejal (art. 182).
 
Con anterioridad a esa reforma, la Ley establecía que, si no quedaban otros posibles candidatos o suplentes, los quórums de asistencia y votación se deberían adaptar al número de hecho de miembros de la Corporación y sólo en el caso de que ese número fuera inferior a los dos tercios iniciales, se constituiría una gestora integrada por esos concejales y otras personas idóneas y con arraigo que designara la Diputación provincial o la Comunidad autónoma, teniendo en cuenta los resultados electorales. La modificación del año 2003, como fácilmente se advierte, fue de calado. La anterior regulación trataba, primero de acomodar el funcionamiento del Ayuntamiento a los corporativos existentes salidos de las elecciones sin mayores costes y sólo, en segundo lugar, ante la falta de un número suficiente que diera legitimidad a los acuerdos y, sobre todo, impidiera la apropiación por unos pocos de las decisiones municipales, que otra Administración (provincial o autonómica) designara nuevos representantes “de adecuada idoneidad o arraigo” para atender a la gestión meramente ordinaria del Ayuntamiento. La reforma del año 2003, suprimió esos pasos y evidenció el poder más directo del dedo del partido político para designar nuevos concejales.
 
Y eso es lo que está ocurriendo en varios Ayuntamientos. Ante la renuncia de los concejales electos, son los partidos políticos los que están designando sin mayores exigencias de idoneidad o arraigo a los nuevos corporativos. También en la provincia de León han ocupado muchas páginas  -y siguen ocupando porque el conflicto no se ha resuelto- las noticias sobre la falta de gobierno local en el Ayuntamiento de Valderas. Se han designado cinco nuevos concejales para sustituir a otros anteriores, sin acreditar tampoco arraigo en la localidad, aunque quizás sí ofrezcan fidelidad a los designios del partido político. La composición de la actual Corporación todavía sin Alcalde, cuando escribo estas líneas, poco tiene que ver con el reparto de fuerzas surgido de la cita electoral.
 
Pero volvamos al conflicto de Cudillero porque me interesa difundir el criterio del Tribunal Constitucional. La nueva Corporación, en la que se integra un concejal que no ha comparecido en el proceso electoral, es la que se constituye en Pleno y elige como Alcalde a este novel. Todos los concejales del mismo partido, que habían concurrido en la correspondiente lista, renunciaron a ser elegidos. El acuerdo es recurrido por otros concejales y llega hasta la sede del Constitucional.
 
La argumentación de la sentencia de amparo es, a mi juicio, suficientemente clara. Que se puedan incorporar a la Corporación para cubrir vacantes concejales no electos es algo muy distinto a que se pueda elegir a un Alcalde que no ha comparecido en la contienda electoral. La Ley exige que la votación a Alcalde se realice sobre quienes encabecen las listas, esto es, sobre quienes se han presentado ya como primera cara visible en la campaña electoral y, si hubieran renunciado, se sigue el orden de la candidatura (arts. 196 y 198 LOREG).
 
Aparentemente, como expone el Prof. Ollero en el voto particular que formula a esta sentencia, resulta un poco incoherente la situación a la que se llega porque esas Corporaciones locales se integrarán por dos clases distintas de concejales. A saber, los electos y los designados con posterioridad, y sólo los primeros podrán optar a la Alcaldía, cuando todos proceden de la decisión del partido político. Sin embargo, a mi juicio, en la situación actual de un funcionamiento tan enclaustrado de los partidos mayoritarios, permitir que concejales que no hayan contado con ningún refrendo ciudadano lleguen a sostener el bastón de mando, supone retorcer en exceso las reglas del Estado democrático, ya que se elude cualquier expresión de la voluntad de los vecinos. De ahí que me parezca correcto el fallo de la Sala.
 
Es cierto que hay que admitir que, ante una renuncia, pueda ser el partido político el que designe el sustituto, pues en las elecciones damos nuestra confianza a una lista. Pero es indispensable que esos partidos mantengan un comportamiento vital y democrático y que los vecinos afectados transmitan la savia de sus inquietudes e inclinaciones a esas nuevas designaciones. Otra cosa es consolidar un auténtico poder feudal de los partidos sobre ese territorio local, sin mayor consideración ya a los vecinos.
 
El “Manifiesto” bien explicita relevantes razones que justifican la urgencia de promover la reforma para sanear la democracia y cambiar la Ley de los partidos políticos. Pero junto a ellas existen otras muchas que advertimos en el día a día, como estos conflictos locales donde se prescinde del parecer de los vecinos. Sólo unos partidos, ciertamente abiertos y con buen espíritu democrático, pueden amparar una regulación que evite situaciones tan pintorescas como las descritas.

¿Por qué hay que cambiar los partidos?

Porque los problemas de una democracia sólo se resuelven con más democracia. César Molinas y Elisa de la Nuez desarrollan esta idea en un artículo publicado ayer en El País, que sintetiza el espíritu del manifiesto presentado esta mañana en Madrid, y que reproducimos a continuación.

¿Por qué hay que cambiar los partidos?

En España hay que cambiar los partidos políticos porque funcionan rematadamente mal, porque se han convertido en instituciones para la defensa de intereses particulares en detrimento del interés general y porque son incapaces de articular una salida creíble a la crisis económica, institucional y moral que aflige a la sociedad española desde hace ya seis años. Todo ello entre otras razones que también se podrían aducir.

La democracia española se ha degradado tanto que lo único importante que se dirime en las elecciones es quién gestionará la licitación pública, las subvenciones y la regulación. Es decir, las elecciones deciden a los amigos de quién irán a parar los despojos de la acción política. Otras cuestiones como, por ejemplo, qué hacer con los seis millones de parados, cómo mejorar la enseñanza, cómo acabar con la corrupción o qué hay que hacer para salir de la crisis acaban siendo irrelevantes porque los principales partidos españoles no tienen propuestas diferenciadas sobre cómo resolver estos problemas. Es más, la cuestión no es tanto la falta de diferenciación como que no haya propuestas serias de ningún tipo por parte de los partidos con experiencia de gobierno, sea este nacional, autonómico o municipal. Los programas electorales acaban siendo o sartas de ocurrencias o propuestas destinadas a no cumplirse.

Dicen que Carlos V dijo una vez, refiriéndose a Francisco I: “Mi primo y yo nos parecemos mucho: los dos queremos Milán”. Los principales partidos políticos españoles se parecen en eso y en mucho más. Todos quieren, por supuesto, el poder y las prebendas que conlleva. Faltaría más, para eso están. Pero además se parecen en la defensa del interés particular de la clase política contra el interés general y en la carencia de ideas para sacar a España del atolladero en el que está metida. Por si esto fuera poco, se parecen también en que tienen un funcionamiento interno muy opaco y poco democrático que imposibilita el debate interno, el surgimiento de proyectos nuevos, la promoción de las personas más capaces y la renovación de las personas en los puestos de dirección. ¿Cómo se ha llegado a esta situación y qué puede hacerse para corregirla?

El fortalecimiento de las cúpulas dirigentes de los partidos como medio de evitar la inestabilidad política fue una opción que se adoptó, por omisión, cuando se decidió dejar vacía de contenido la Ley de Partidos Políticos de 1978. En la práctica esto dejó la puerta abierta a la autorregulación de los mismos, lo que ha llevado a la falta de transparencia y de democracia interna y a la cooptación como método principal para determinar las carreras políticas y para la elaboración de las listas electorales. Esto ocurrió ya en la Transición: la célebre frase de Alfonso Guerra “el que se mueve no sale en la foto”, que transmite lo esencial del funcionamiento de los partidos políticos españoles entonces y ahora, fue pronunciada en 1982. A grandes rasgos, la situación actual es la siguiente.

Los partidos mayoritarios españoles, incluyendo a CiU, no son canales de participación política. Un ciudadano con inquietudes, que no busque un cargo público sino un marco de discusión política de sus ideas e iniciativas y una canalización de su tiempo hacia actividades socialmente útiles, no tiene nada que hacer en una agrupación del PP, del PSOE o de CIU. En las reuniones de dichas agrupaciones casi todos los militantes que asisten tienen un cargo público o han conseguido su trabajo gracias al partido. No se entendería —y sería tremendamente sospechoso— que alguien fuese a las reuniones con objetivos distintos a los de conseguir un cargo o un puesto de trabajo. ¿A qué viene? ¿A espiar? ¿Quién lo envía?… En el diseño español, la única participación política que se espera de la ciudadanía es que acuda a las urnas cuando se convocan elecciones.

No es solo el ciudadano de a pie el que no puede debatir sus iniciativas. Tampoco pueden hacerlo los militantes. Los órganos de dirección están muy atentos en abortar cualquier iniciativa transversal que suponga contactos directos de unas agrupaciones con otras. No se conoce ninguna rebelión horizontal que haya tenido éxito en el PP. Hubo una —y famosa— en el PSOE, que terminó con éxito llevando a Zapatero a la secretaría general no siendo el candidato oficial, aunque sus promotores acabaron siendo marginados al pactar el nuevo líder con el aparato. La ausencia de debate caracteriza también a los órganos directivos de los partidos. Por poner solo un ejemplo ¿cuántas veces ha debatido la Junta Directiva del PP el caso Bárcenas desde que estalló el pasado mes de enero? Pues, por lo que parece, ni una sola vez. Tampoco parece que sea costumbre de este partido —ni de otros— presentar las cuentas anuales a sus máximos órganos de dirección. Consecuentemente, si no hay debate tampoco puede haber mecanismos de rendición de cuentas ni de petición de responsabilidades. El poder de las cúpulas directivas es omnímodo porque es casi imposible derribarlas y de su voluntad dependen las carreras de los que militan en los partidos.

Así las cosas y con el tiempo, a base de cooptación reiterada, se ha consolidado en España una casta —la llamada “clase política”— de personas que deben su cargo o su empleo al favor político. Esta casta abarca desde los conserjes de Baltar hasta las más altas magistraturas colegiadas del Estado, pasando por los miles y miles de empleados públicos de la Administración central, CC. AA. y CC. LL. nombrados inicialmente a dedo y consolidados con posterioridad mediante discutibles procesos de funcionarización, por no hablar de la miríada de organismos que se han creado con la finalidad de pagar nóminas y repartir dietas. Unas 300.000 personas sería una estimación prudente del tamaño de un colectivo que ha acabado replicando las características del caciquismo español tradicional. El interés particular de esta clase política consiste en perpetuarse en su actual estado, manteniendo la jerarquía comensalista con la que accede a las arcas públicas y a la extracción de rentas del sector privado de la economía mediante la licitación, la contratación y la regulación. De este modo se configura una élite extractiva que, como todas ellas, resiste ferozmente a todo cambio que pueda acabar afectando al statu quo, aunque sea de manera indirecta.

Esta es la razón de fondo por la que la clase política española no es capaz de articular respuestas creíbles a la crisis: porque todas estas respuestas requieren reformas profundas que afectan a su interés particular. Un programa de reformas coherente y suficiente requiere una visión del futuro y una capacidad de liderazgo —saber tirar de la sociedad hacia ese futuro— que es totalmente extraña a nuestro sistema de partidos políticos: el sistema está diseñado para conseguir la estabilidad a toda costa y, desde este punto de vista, es un sistema muy eficaz, aunque el precio que se ha pagado en términos de corrupción, ineficiencia y desmoralización de la sociedad haya sido muy alto. Pero en la agenda de los tiempos está el cambio, no la estabilidad, y eso el sistema español no está pensado para hacerlo.

Por esta razón, un programa reformista tiene que empezar por rediseñar los partidos políticos. Como se hace en los países constitucionalmente más avanzados, los partidos no deben autorregularse, sino que deben estar regulados desde fuera, por la ley. Los partidos son entidades especiales que tienen el monopolio de la representación política y que se financian principalmente con fondos públicos. La Ley de Partidos debería exigir a estas instituciones transparencia y democracia interna con el fin de fomentar el debate, la circulación de ideas y la competencia entre iniciativas diversas. Así es como funcionan las democracias de los países de nuestro entorno, el diseño español actual es una anomalía histórica y geográfica que obstaculiza la salida de la crisis. Hay que cambiarlo ya.

¿Cabe confiar en que este cambio se haga de manera espontánea, desde dentro de los propios partidos políticos? Lamentablemente eso es muy improbable. Tiene que ser la sociedad civil la que, movilizándose, tome el protagonismo y exija los cambios necesarios. Si no lo hace, las cosas seguirán empeorando.