Activismo empresarial en defensa del Estado de Derecho (pero no en España, no se asusten)

Uno de los pilares fundamentales del capitalismo, que, además, ha sido muy útil para impulsar su colosal éxito actual, descansa en una división elemental de funciones entre el poder público y las empresas privadas. El poder público tiene como misión fijar un campo regulatorio común (common level playing field) y dejar que las empresas, mientras lo respeten, se muevan exclusivamente por el principio del lucro. Si este principio produce en algún momento externalidades negativas, debe ser el poder público el que asuma la responsabilidad de reconfigurar las reglas, porque siempre lo va a hacer, se supone, con mayor legitimidad, generalidad y eficacia. Las empresas deben abstenerse de interferir en eso, tanto para lo “malo”, en defensa de sus intereses (clientelismo, puertas giratorias, captura del regulador) como para lo “bueno”, en defensa de intereses colectivos (activismo político o social en apoyo de ciertas causas) y dedicarse a lo suyo, que es ganar dinero y generar así riqueza para todos. La persecución del beneficio económico sería, en consecuencia, su única responsabilidad.

Ya sabemos que las empresas nunca se han contenido mucho para lo “malo”, no vamos a volver a ello ahora por enésima vez. Pero lo curioso es que, desde hace ya unos cuantos años, algunos de los líderes de las compañías más punteras del mundo están adoptando un papel mucho más activo en cuestiones político-sociales, para las que siempre habían sido cuerpos absolutamente silentes. No debemos confundir este tema con la responsabilidad social corporativa ni con el marketing. No se trata de apoyar causas sociales que no generan conflicto político alguno, como subvencionar proyectos de desarrollo o diseñar una política comercial más sostenible (aunque la verdad es que, en España, hasta donar dinero a la Seguridad Social es altamente conflictivo). Tampoco se trata de marketing, porque algunas de estas causas alejan a tantos o a más clientes de los que fidelizan (los clientes suelen recordar mejor lo que odian que lo que aman), al margen de generar costes a corto plazo de difícil compensación. Se trata de otro tema.

Tomemos dos ejemplos para ilustrar el caso. En el año 2018, tras una nueva matanza especialmente sangrienta causada con armas automáticas, de las que ocurren tan frecuentemente en los EEUU, el CEO de Delta Airlines, Ed Bastian, anunció públicamente que procedía a suprimir la política de descuentos que hasta ese momento aplicaba su compañía a los asociados de la poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA), el lobby que más se ha opuesto al más mínimo control sobre las armas en ese país. La reacción no se hizo esperar. Los miembros de la asociación anunciaron una política de boicot a Delta, pero la cosa no quedó ahí. El Congreso de Georgia, dominado por los republicanos, decidió revocar la política de exenciones fiscales a la aerolínea recientemente aprobada, por un importe cercano a los cuarenta millones de dólares.

Otro ejemplo reciente todavía más atrevido. El pasado mes de abril, cientos de compañías, incluidas algunas gigantes como Amazon, Google, Coca-Cola y de nuevo Delta, manifestaron su protesta a la ley aprobada en el Estado Georgia (decisivo en la última contienda presidencial y bajo control republicano) tendente a dificultar el voto a la minoría negra, calificándola de “discriminatoria” y de “poner en riesgo la democracia y, en consecuencia, el capitalismo”. De nuevo la reacción entre las filas republicanas no se ha hecho esperar, limitada por el momento a acusaciones de hipocresía y de doble vara de medir, pero que puede obviamente escalar.

Esta nueva actitud ha suscitado muchas críticas también entre observadores más neutrales, especialmente –como resulta lógico- entre los pertenecientes a la corriente más liberal, como el semanario The Economist (aquí). En base al principio formulado en los años setenta por el economista liberal Milton Friedman de que la única responsabilidad de los ejecutivos es hacer ganar dinero a sus accionistas, detecta cuatro riesgos: (i) incurrir en hipocresía, defendiendo públicamente causas loables mientras privadamente se va a lo de siempre, (ii) la dificultad de dónde poner los límites y cómo armonizar intereses que pueden ser contradictorios, (iii) acercarse demasiado a la política puede fomentar el clientelismo, y, (IV) si el único objetivo no es el beneficio, se complica medir la gestión de los directivos y pedirles responsabilidades.

La verdad es que estas objeciones no parecen tener mucho peso, incluso desde esa misma óptica liberal. El clientelismo no se fomenta tomando postura en casos conflictivos, sino pasteleando discretamente con todos los partidos, como bien saben nuestras empresas reguladas, tan proclives a contratar ex políticos de todos los colores. Menos se fomenta aun enfrentándote con el partido dominante en tu propio Estado. Por otra parte, la hipocresía y la ponderación de intereses conflictivos son riesgos que el mercado sabrá penalizar o premiar. Lo mismo ocurre con la valoración de la gestión de los CEOs.  En la mayoría de las ocasiones no se aprecia que los accionistas puedan tener mucha dificultad para valorar adecuadamente ese intervencionismo. Concretamente, en el ejemplo de Delta y la NRA, la intervención de Bastian costó a la compañía cuarenta millones de dólares. Otra cosa muy diferente es que les compense o no, por razones extra contables. En ese sentido es extraordinariamente interesante el video de esta entrevista que la revista Fortune realiza a Bastian unas semanas después, en la que le pregunta cómo se tomaron la reacción de los republicanos sus consejeros y accionistas (aquí).

Bastian contesta que les planteó si esa asociación con la NRA reflejaba los valores que la compañía apoya, o por el contrario contradecía lo que pretende lograr en la comunidad a la que pertenece. En definitiva, si la compañía, como las personas, tiene una responsabilidad con empleados, clientes y miembros de la comunidad de hacer en cada momento lo correcto, de manifestarse en ese sentido y de no permanecer en silencio cuando se ponen los valores que defiende o debería defender. Por supuesto son los consejeros y los accionistas los que deben valorarlo en cada momento, pero eso es algo es perfectamente factible, al menos en la mayor parte de las ocasiones. De hecho, en el caso de Bastian lo valoraron positivamente, porque el CEO todavía sigue en el cargo, y con el mismo espíritu activista.

Esta argumentación pone el dedo en uno de los efectos más estudiados por los filósofos de la responsabilidad: la identidad. Habitualmente se piensa que primero viene la identidad y luego, lógicamente, la responsabilidad, cuando, en rigor, ocurre exactamente lo contrario. Es la responsabilidad la que proporciona identidad. Uno se define como persona, física o jurídica, en función de las causas cuyas cargas y consecuencias asume. Eso es lo que verdaderamente procura identidad, no un DNI o un CIF, ni tampoco un patrimonio abultado. Algunas, todavía pocas empresas, empiezan a considerar valiosa por sí misma la construcción de esa identidad, y en esta época turbulenta encuentran muchas oportunidades para hacerlo.

Efectivamente, al final de la citada entrevista, Ed Bastian apunta algo muy interesante. Los líderes empresariales piensan que están llenando un vacío político. Están pasando cosas muy gordas en muchos países (en el mismísimo EEUU, uno de los dos grandes partidos se está colocando paulatinamente al margen del sistema democrático) y no hay bastantes líderes políticos que sean capaces de defender de manera suficiente los valores democráticos y del Estado de Derecho. Considera que cualquier persona con relevancia social –también las personas jurídicas- tiene la obligación de cubrir ese vacío y pronunciarse públicamente. Conecta de esta manera con el espíritu del ateniense Solón, que hace casi dos mil quinientos años inauguró la tradición republicana condenado a aquél que, en el caso de una trifulca civil, no tomase partido. Y la verdad es que no deja de estar en lo cierto, incluso si se ve desde una pura perspectiva egoísta. Al fin y al cabo, esas compañías forman parte de la comunidad, benefician y se benefician de ella, y por eso su interés no puede limitarse a la pura cuenta de resultados del presente ejercicio. Porque quizás un día, cuando vayan a por ellos, podrían preguntarse por qué no protestaron cuando se llevaron al vecino del quinto.

Evidentemente, este activismo empresarial no está ocurriendo en España, pese a que aquí también han pasado y siguen pasando cosas muy gordas. El principal partido de la oposición ha estado años financiándose irregularmente con aportaciones de empresas que algo habrán pedido a cambio, y nadie ha dado explicaciones de eso; los partidos nacionalistas catalanes han apoyado abiertamente un autogolpe con la intención de triturar la democracia y el Estado de Derecho en Cataluña, y acusan a los que se resisten de fascistas y antidemocráticos; la actual coalición de Gobierno prosigue de manera incansable su tarea de captura y erosión institucional y de profundización del régimen clientelar, y todo ello ante el silencio sepulcral de las empresas españolas. Lógicamente de las que se benefician de este estado de cosas, pero también de las que no se benefician, que ya no es solo que no se pronuncien públicamente, sino que no mueven un dedo discretamente. Esperando, quizás, a que el edificio se derrumbe para preguntarse por qué no protestaron cuando se llevaron al vecino del quinto…

 

 

Las mentiras en democracia

El comienzo y el final del mandato de Trump estaban unidos por un mismo hilo conductor, la alteración de los hechos. Su sesión de investidura, según informes, conto con menos asistentes que la de Barak Obama en 2009. Ante esta constatación su jefe de prensa convocó una rueda de prensa, insistiendo en que había sido la máxima audiencia de la historia para una ceremonia de investidura, tanto de asistentes como de espectadores, argumentando que era consecuencia de un efecto óptico al haberse colocado una moqueta blanca en el National Mall “lo que producía el efecto de destacar las zonas donde no había gente de pie, mientras que en años anteriores, la hierba elimino ese fenómeno visual”.

El final de su mandato concluye con negar los resultados de las elecciones. El Presidente puso en duda el resultado electoral, que había sido, incluso, confirmado por los Tribunales. El día que se reunían ambas Cámaras del Congreso para certificar la victoria de Joe Biden, arengo a miles de simpatizantes que se habían reunido ante el Capitolio. “Nunca concederemos la victoria”, afirmo y reiteró sus aseveraciones sobre el “robo electoral” y les animó a marchar hacia el Capitolio para detener el “fraude”. El resultado fue de cuatro muertos y la ocupación del Capitolio por sus seguidores.

Ambas respuestas ante acontecimientos desfavorables nos muestran cómo se desvirtúan los hechos. Podemos tener diferentes opiniones, podemos valorar el resultado electoral de diferentes formas, pero si no compartimos los hechos no es posible un debate ni un dialogo. Además, los líderes políticos que desvirtúan los hechos huyen de su responsabilidad. Es imposible controlar a un gobierno que niega los hechos, pues, entonces, todos es opinable, hasta la realidad de lo sucedido.

Incluso la ciencia y la historia no se escapan de esta ola de aleatoriedad de la política. La circulación de teorías conspiratorias, la negación de hechos científicos como los efectos de las vacunas o el cambio climático, son una muestra de la paradoja de que en un mundo en el que la ciencia avanza, cada vez más se pone en duda los planteamientos sin argumentos respaldados por alguna evidencia, que nos devuelve a épocas pasadas en las que el ser humano buscaba respuestas a lo inexplicable recurriendo a formulas simples y a la mitología. Los acontecimientos históricos sufren esa puesta en duda que todo lo invade, sirva de ejemplo los negacionistas del Holocausto o los intentos de reescribir la historia. Todo se vuelve vaporoso, nada es cierto, todo es cuestionable, es como si caminásemos a oscuras sobre un suelo inestable en el que a cada paso se hunden más nuestros pies.

El principal enemigo de la democracia, que parecía triunfante tras la caída el muro de Berlín, es la mentira, su utilización como arma política causa un enorme daño a la sociedad y a la democracia. Una sociedad enferma es la que acepta la mentira como norma y permite que sus líderes mientan. El cinismo se apodera la vida pública. Las alarmas llevan tiempo avisando del deterioro de la democracia en el mundo, sin que la sociedad reaccione, bien por agotamiento o por intereses políticos propios, acepta con indiferencia la falta de verdad y, desencantada y desconfiada, se resigna ante las campañas de desinformación, confusión y distracción de la atención. Las redes sociales hacen de altavoz. Las grandes corporaciones tecnológicas en cuanto vehículo de difusión o de veto, como ha sucedido con las cuentas de Trump, se convierten en nuevo poder emergente que suscita serias dudas sobre su actuación.

En la sociedad actual el discurso racional y el sentido común son cada vez menos relevantes, se sustituyen por llamadas a las emociones y al miedo, que sirven para polarizar y dividir a la población. El objetivo es fracturar la sociedad y condenar al otro. Hay una creciente incapacidad para mantener un debate respetuoso con personas que piensan diferente. Se definen los grupos por oposición a otro, no por sus propuestas, se pretende fidelizar a los seguidores convertidos en fanáticos incondicionales. Lo relevante es desacreditar al que opina diferente, no concederle la posibilidad de cometer, ni tan siquiera un error sin mala intención, incluso atribuirle algo que no ha hecho ni ha dicho.

Cuando ni los hechos, ni la verdad, ni la razón importa, entonces todo será posible, pero lo más probable será el caos y la aparición de un tirano que, sin darnos cuenta, nos ofrezca salvarnos del caos creado a cambio de nuestra libertad. Ninguna idea nueva que antes no se haya probado que ha fracasado se ofrece por estos líderes, que en cada país aparecen bajo diferentes ropajes. La verdad es la piedra angular sobre la que se edifica la democracia. De momento la democracia más ejemplar, a pesar del asalto al Capitolio, aguantó el embate ¿Qué sucederá con el resto de democracias?

La sentencia del caso Cifuentes y la verdad en un Estado de Derecho

El PP de Madrid ha celebrado la absolución de la Sra. Cifuentes en el caso sobre la falsificación del acta del trabajo del fin de master, solicitando a la oposición que pida perdón y denunciando el calvario que ha sufrido la expresidenta de la CAM. Todo ello en base a una idea muy simple, que ha explicitado con mucha claridad el portavoz del partido en la Asamblea regional: “en un Estado de Derecho la verdad que prevalece es la verdad judicial” (aquí).

Resumamos en primer lugar los hechos a la vista de esa verdad judicial (pueden consultar la sentencia aquí). Lo que se enjuicia es un delito de falsedad en documento oficial (art. 390 CP), siendo acusadas como autora directa CRV y como inductoras MTFH y la Sra. Cifuentes.

En los hechos probados se afirma que el master estuvo lleno de irregularidades en relación a algunos alumnos. En lo que hace a la Sra. Cifuentes, aparece como aprobada en dos asignaturas (en una de ellas por irregular corrección de errores) pese a reconocer que no hizo examen ni trabajo alguno. Es más, nunca fue a clase ni mantuvo contacto con ningún profesor, solo con el urdidor del montaje académico, el Sr. Álvarez Conde. La sentencia no entra directamente en si presentó o no el trabajo de fin de máster (TFM), porque no es objeto del juicio (aunque para mí esto es discutible), pero considera “en extremo inexplicable” que lo hubiera hecho, pues en esa fecha aparecía todavía como suspendida en una asignatura, que solo es corregida más tarde y de manera irregular y fraudulenta. También se corrige luego de manera fraudulenta la nota del TFM.

Pero el juicio penal tiene un objeto muy determinado, que no es enjuiciar la responsabilidad moral o profesional de los implicados, sino, como consecuencia del principio de tipicidad penal, un delito muy concreto, que es la falsificación del acta del TFM. Esta falsificación viene motivada por el escándalo periodístico suscitado por las informaciones de eldiario.es, que genera una reunión de urgencia de los responsables académicos del citado master, con la participación de MTFH, asesora de la consejería de educación y también funcionaria de la Universidad. En esa reunión se constata que en los archivos de la Universidad no consta el acta (lo que por otra parte es bastante lógico, porque nadie se molesta en falsificar algo si no es estrictamente necesario). Pero ahora, tras la noticia en los medios, ya empezaba a serlo, así que es entonces cuando el Sr. Álvarez Conde y MTFH empiezan a presionar insistentemente a la secretaria del tribunal CRV (que recibe al menos 15 llamadas), y esta, ante las posibles consecuencias negativas para su carrera profesional, procede a realizar la falsificación. Posteriormente, y a través del rectorado, se envía dicha falsificación a la oficina de la Presidenta Sra. Cifuentes, para que esta la airee en los medios como justificante.

La autoría de CRV es por tanto evidente. La inducción de MTFH (Álvarez Conde ya ha fallecido) también lo es. Inducción es determinar en otro la resolución de cometer el hecho delictivo. Tiene que ser directa y eficaz, sin que estén comprendidos los malos consejos o la seducción; un influjo psíquico idóneo, bastante y causal, como dice el TS. Por eso, con relación a la Sra. Cifuentes la sentencia considera que la inducción no ha sido probada. Nadie declara haber sido presionada por ella directamente y simplemente el haber exhibido el documento enviado por el rectorado puede ser un indicio, pero no suficiente. La manifestación de la fiscalía relativa a las presiones del “entorno” de Cifuentes (concretadas especialmente en la actuación de MTFH) no casan con el subjetivismo y garantismo del Derecho Penal moderno. Las sospechas legítimas, en consecuencia, no se han convertido en prueba suficiente en el acto del juicio, por lo que se absuelve a Cifuentes con todos los pronunciamientos favorables.

Aunque este no es el tema del que quiero tratar en este post, esa absolución me parece bastante discutible. Entre los hechos probados aparece un mail en el que la Sra. Cifuentes reclama a la Universidad que le sea remitida “certificación del expediente académico”, acreditativo, por tanto, de haber cursado el master. Si ella sabe que no ha presentado el TFM, está exigiendo y reclamando, en consecuencia, la elaboración de un documento falso (por eso pienso que el hecho de haberse presentado ese trabajo sí debía ser objeto indirecto del juicio). Si el Tribunal considera indiciariamente que ese trabajo no se presentó, como parece, entonces ese mail es prueba de la existencia de una presión directa para que alguien realizase la falsificación.

En cualquier caso, reconozco que el tema es discutible. La Sra. Cifuentes presiona para que “alguien le resuelva el problema” y no está probado que la presión se encauzase exactamente a través de la comisión de ese concreto delito de falsificación. Así que, de acuerdo, la consideración de última ratio del Derecho Penal exige que muchas veces aceptemos pulpo como animal de compañía.

Pero lo verdaderamente asombroso de esto, aunque hay que reconocer que resulta muy habitual, es que se pretenda leer esta sentencia como una suerte de vindicación de la conducta de la expresidenta. No nos debe extrañar, porque esta es una característica de los tiempos que ya alcanza incluso a lugares donde hasta hace poco era inimaginable (recordemos simplemente la reacción de Trump y del entero partido republicano a la absolución de su primer impeachment). Se trata, en definitiva, de la confusión de la responsabilidad moral y política con la responsabilidad jurídica, en último extremo de tipo penal.

Es importante comprender que esta visión no es solo un ejemplo más del ventajismo y de la demagogia política a la que estamos tan acostumbrados, sino que tiene raíces profundas ancladas en el mismo origen de la Modernidad y que por el camino que vamos amenazan con generar profundas contradicciones que pueden acabar con su producto estrella: el Estado de Derecho.

La Modernidad parte de una teórica separación radical entre moral y Derecho. La idea es que no hay más orden generador de responsabilidad pública que el creado por la voluntad humana a través del proceso democrático (el Derecho positivo). Fuera de ese ámbito, es decir, en la esfera interna, cada uno tiene su propio y personal orden moral, pero eso ya es un asunto particular. La consecuencia de esa división es que solo se pueden pedir explicaciones públicas (o asunción de responsabilidades) por la vulneración del Derecho. La general asunción de esta idea constituye, por cierto, una de las causas de la hiperinflación del Derecho, siempre en busca de tapar los incesantes agujeros que van surgiendo en la cotidiana realidad por falta de reconocimiento de esos otros órdenes (y por eso, también, es una de las causas de su paradójica moralización).

Por esta vía se termina pensando que todo lo legal es moral, con olvido de que el orden jurídico no puede existir sin un orden moral y político que le sirva de sustento. No se trata de juridificarlo todo, porque convertir la moral y la política en “usos fuertes” (en terminología orteguiana) como de manera paradigmática son las normas jurídicas, tampoco es conveniente, dado que muchas veces produce más perjuicios que beneficios. Pero sí se trata de reconocer la existencia de esos otros órdenes, con sus propios principios, reglas y medios de prueba, que exigen ser respetados so pena de convertir el orden jurídico en una máscara hueca.

Sin reconocer la existencia de esos órdenes resulta imposible controlar el poder, público y privado. Desde luego sería imposible hacerlo solo con el Derecho. La profunda corrupción que pone de manifiesto esta vinculación entre política y universidad es buena prueba de ello, pero es solo un ejemplo. Cifuentes no dimitió por este caso, sino por otro diferente. Resulta estremecedor pensar que, como tantas veces ha ocurrido, si hubiera estado todavía en política se habría agarrado a esta absolución para no dimitir, e incluso para exigir disculpas a la oposición. Y también que en la Universidad no haya pasado ni vaya a pasar nada. Existen normas no escritas que resulta imprescindible respetar y exigir, y en la actualidad no somos conscientes de su importancia, aunque pagamos continuamente el precio de su ausencia.

Así que Cifuentes es responsable moral y políticamente y debería pedir disculpas a los ciudadanos. Pero también son responsables los que, amparándose en ese manto de legalidad, vulneran un día sí y otro también el orden político no escrito que sostiene nuestro Estado de Derecho. Los que nombran a correligionarios del partido para dirigir el CIS, o cualquier empresa pública, o nombran a ex ministros para la Fiscalía General del Estado; también los que se amparan en la libertad de expresión para incitar a la sedición y la toma de los edificios donde reside la soberanía; los que quieren controlar la judicatura por la puerta de atrás o a través de reformas legales anti institucionales, los que colocan a sus amigos en puestos de responsabilidad con cargo al dinero público, etc., etc., etc.

Y también son responsables, por supuesto, los que no exigen esas responsabilidades y dejan de sancionar socialmente a los que incurren en estos comportamientos, tanto en la política, como en la universidad o en la esfera privada.  Así que no, lo siento, en un Estado de Derecho hay muchas más verdades que la verdad “judicial” (= legal). Nos va la supervivencia en percatarnos de ello.

 

¿El socialismo español prefiere ser populista o republicanista?

Hay dos temas ideológicos que separan a la izquierda española de la europea: la consideración de que el nacionalismo puede ser progresista (con sus regímenes forales y todo eso) y la idea de que el Parlamento debe influir sobre la elección de los jueces. Hoy vamos a hablar de esta última.

El editorial del diario El País del pasado día 3 de diciembre, al comentar la última propuesta legislativa del Gobierno en relación al bloqueo por el PP a la renovación del Consejo general del Poder Judicial, indicaba:

“Y es que no parece razonable que un Poder Judicial interino siga haciendo nombramientos con una mayoría que ya no responde a la composición del Parlamento”.

Luego, a sensu contrario, se viene a sostener por el principal periódico de izquierda moderada de este país, que lo razonable es que el órgano que nombra a los jueces refleje la composición política del Parlamento (constituyéndose así en una especie de Parlamento bis), en expresa contradicción a los mandatos de nuestro Tribunal Constitucional, del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (comprobar aquí) y de las directrices de las instituciones europeas competentes (la Comisión Europea no ha tardado ni un día en dar un nuevo aviso al Gobierno –aquí-).

La idea de que el poder del pueblo no debe encontrar límites en ninguna esfera social, y menos aún en la judicial, es una idea que recibe el primer socialismo europeo de antecedentes muy remotos que entroncan con el propio origen de la Modernidad, y que por ello resultan comunes a otras familias ideológicas, especialmente a la positivista y utilitarista. John Austin, el famoso jurista positivista de mediados del siglo XIX, ya había afirmado, inspirándose en Hobbes y Bentham, que pretender limitar al poder soberano es un sinsentido jurídico y político, y que lo único que separa a los gobiernos buenos de los malos no es que el poder sea o no discrecional (porque todo poder en el fondo es discrecional), sino que se ejercite o no en beneficio de la gente. Esta es la idea que replica Alfonso Guerra (con un siglo y medio de retraso) cuando en 1983 el PSOE decide reformar la LOPJ para que los vocales jueces no sean nombrados por sus pares, sino por el Parlamento: “Montesquieu ha muerto”; ergo, el control del poder no importa, mientras sea benéfico, y un poder democrático por naturaleza lo es. La conclusión, por tanto, es que el bien común (normalmente identificado con la voluntad popular) está por encima de cualquier otra cosa.

En oposición a esta idea socialista y utilitarista se sitúa el liberalismo y el republicanismo, pero por motivos bastante diferentes. Para ambas corrientes el poder discrecional es un grave problema, pero por distintas razones. Para el liberalismo, el control del poder es una simple garantía que obstaculiza la injerencia en el ejercicio de los derechos individuales. No existe una objetiva vida buena, menos aun la que determine la mayoría del momento. Cada uno debe poder seguir su propio camino a la felicidad y los derechos individuales están ahí para asegurarlo. El control del poder político no es más que un medio para garantizar la indemnidad de esos derechos. De ahí que el pacto social que los consagre deba incluir necesariamente la independencia de un poder judicial que vele por ellos, so pena de hacerlos vulnerables a las mayorías coyunturales. La conclusión, en consecuencia, es que los derechos individuales están por encima de cualquier otra cosa.

La verdad es que este debate entre socialismo y liberalismo sería muy interesante si no fuera porque en Europa lleva décadas resuelto, al menos en lo que hace al poder judicial (aunque parece que los españoles seguimos viviendo todavía en el siglo XIX). El nuevo pacto social surgido en la postguerra entre la democracia cristiana y la socialdemocracia europeas se construye sobre un consenso muy elemental: derechos sociales más Estado de Derecho. Algo así como: incluiremos en el menú más derechos, los sociales característicos del Estado del Bienestar y los personales que corresponden a los nuevos tiempos culturales, y reforzaremos los mecanismos del Estado de Derecho (siendo el principal el de la independencia judicial) con la finalidad de que se les ampare con mayor eficacia. Por eso es comprensible que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos insistan repetidamente en afirmar la necesidad de independencia de los jueces respecto de sus respectivos parlamentos nacionales. Con ello no hace más que reafirmar el pacto de valores sobre el que está construida la Unión Europea.

¿Significa eso que el socialismo europeo traicionó con ello sus fundamentos ideológicos? Sin duda traicionó la vertiente populista, pero a cambio de una ganancia política y social importante, porque el problema de la voluntad general sin freno es que nunca se sabe quién pude encarnarla en un momento determinado. Los socialistas alemanes, y con ellos todos sus homólogos europeos, vivieron durante los años treinta del pasado siglo la dura experiencia de una voluntad general aniquiladora (stricto sensu), y puede que se les quitarán las ganas de asumir más riesgos. Comprobaron en primera persona y de forma muy dolorosa lo que significa no tener jueces independientes del poder político. Así que se adaptaron a una voluntad general enmarcada dentro de los límites constitucionales surgidos del pacto de la postguerra, en el que, lógicamente, la independencia del poder judicial era un elemento fundamental a la hora de garantizarlos. La conclusión, entonces, es que lo importante no son ni los derechos individuales ni la voluntad del pueblo, sino la existencia de una libertad básica, social, económica y política, no amenazada ni por el populismo ni por los poderes fácticos económicos y sociales.

Con esta postura se aproximaban de alguna manera, no al liberalismo, sino a la otra corriente ideológica anti populista: al republicanismo. Para el republicanismo el peligro descansa en la simple existencia del poder discrecional (público o privado) aunque se ejerza “para el bien” o incluso aunque no se ejerza en absoluto. El problema no es tanto la injerencia nociva, como la amenaza de la injerencia derivada de un poder no controlado (Skinner), cuya sola presencia empobrece la vida personal, social y cívica. Al fin y al cabo, como afirman los ajedrecistas, muchas veces es más fuerte la amenaza que la ejecución de la amenaza…

Puede parecer todo muy teórico, o puede parecer muy sutil su diferencia con el liberalismo (hoy, por cierto, casi fusionado con el utilitarismo), pero las implicaciones prácticas son muy notorias y vamos a ilustrarlas con un simple ejemplo tomado de un artículo publicado también en el diario El País el pasado día 4 por nuestro colaborador Ignacio Signes de Mesa (Letrado del TJUE).

En ese artículo se comenta la diferente estrategia de defensa de la competencia entre EEUU y la UE en relación a los gigantes tecnológicos. En EEUU ha prevalecido entender que las normas de competencia deben orientarse exclusivamente a mejorar el bienestar de los consumidores. Si el resultado es bueno y no se perjudican los derechos de los ciudadanos, da igual la situación de monopolio generada. Por el contrario, la Unión Europea lo que ha buscado siempre es que existan el mayor número posible de rivales en el mercado con la finalidad de evitar la concentración económica. Y esto último, aunque implicase penalizar una posición dominante alcanzada por méritos propios derivada de la innovación tecnológica y de las ventajas ofrecidas a los consumidores. Simplemente, por la amenaza que semejante poder puede implicar de presente y de futuro. La primera postura es más liberal-utilitarista, y la segunda más republicana. Y esto es solo un ejemplo de los muchos que pueden plantearse.

Ante esta situación habría que preguntar a los socialistas españoles (y no solo al actual PSOE) en qué tradición quieren situarse. Si en la tradición europea de postguerra o en la decimonónica. Disyuntiva especialmente interesante en un momento en que, de nuevo, la voluntad popular pretende ser monopolizada por movimientos radicales de toda laya a derecha e izquierda del arco político. Un buen día la “composición del Parlamento”, al que se hace referencia en el editorial del periódico citado al inicio de este post, puede llegar a ofrecer un resultado inquietante. ¿A los socialistas españoles les seguirá pareciendo bien que los jueces españoles se designen con arreglo a esa mayoría? ¿Tendremos que pasar en España por ese trance para que los socialistas españoles asuman de una vez por todas las lecciones que sus homólogos europeos aprendieron hace setenta años?

(Sobra decir que una pregunta parecida se le puede formular al Partido Popular, sin perjuicio que sus servidumbres sean más materiales y prosaicas que propiamente ideológicas -aunque el utilitarismo mal entendido ha hecho también aquí mucho daño, qué duda cabe…).

 

La discriminación por edad hace insostenible el Estado de bienestar

Hace algo menos de un año abordaba en un artículo de este mismo blog el problema de la discriminación por edad ante el reto demográfico. Quería hacer hincapié en el edadismo, que tan integrado está en la sociedad, a todos los niveles, y poner el foco en el hecho de que mientras nuestro país envejece a pasos agigantados, la discriminación por edad es una realidad lamentablemente consolidada en el ámbito laboral, que tiene que luchar contra estereotipos muy arraigados en este sentido y con la menor sensibilidad que muestra la sociedad, en general, hacia el edadismo.

Un año después, en la nueva realidad económica a la que nos ha llevado la pandemia global, cuyos efectos están siendo devastadores tanto a nivel sanitario como económico, vemos que el nuevo escenario al que se enfrenta el trabajador senior es aún mucho más grave. No sólo no hemos conseguido avanzar, sino que el panorama al que se enfrentan los mayores de 45 años ha empeorado y mucho.

El planeta sigue con preocupación las cuestiones relacionadas con el desarrollo sostenible, las revoluciones tecnológicas o la transición energética, pero por alguna razón incomprensible no pensamos en lo que será de nosotros y del estado de bienestar, viviendo en una sociedad envejecida que no pone los medios necesarios para paliar sus dramáticos efectos en un futuro no tan lejano.

Según las cifras del SEPE del pasado mes de septiembre, el número de parados mayores de 45 años es de 1.837.287, lo que representa un porcentaje del 48,65%. Cifras muy preocupantes, si además tenemos en cuenta que no hay ningún indicio de que este dato se vaya a revertir. Es más, con mucha probabilidad esta cifra seguirá incrementándose en los próximos meses si las restricciones impuestas por la pandemia, y la incerteza a la que se enfrentan muchos empresarios derivan en un incremento del número de parados.

Europa tiene una población estimada de 747 millones de habitantes dividida entre sus 50 países (año 2019), que está envejeciendo progresivamente debido a la disminución del número de nacimientos y el constante aumento en la esperanza de vida que es una de las más altas del mundo, con 80,3 años de vida media (77,5 para los hombres y 83,1 en el caso de las mujeres).

En España los mayores de 50 ya son el doble que los menores de 18, lo que puede hacer inviable el relevo generacional que hasta hace poco se daba de forma natural en las empresas, por lo que en el nuevo horizonte laboral el trabajador sénior será imprescindible.

Ante este rápido envejecimiento, si no se toman medidas para mejorar la situación del mercado laboral de los trabajadores de más edad, se frenarán las mejoras en el nivel de vida y se generarán aumentos insostenibles en el gasto social. Por eso se requieren mayores esfuerzos para promover su inclusión.

Aún estamos a tiempo de pasar a la acción para evitarlo. Europa, en general, tiene una perspectiva demográfica oscura según los datos de la ONU, con la peor tasa de natalidad de todos los continentes, que combinado con la longevidad, creará pirámides poblacionales cada vez más inestables que generarán conflictos intergeneracionales, por la difícil sostenibilidad de los sistemas de jubilación, el equilibrio de los sistemas de pensiones, los gastos en sanidad o la dependencia.

Si observamos el fenómeno del edadismo y su incidencia en una gran potencia como Estados Unidos, vemos que la discriminación por edad y sus consecuencias son igualmente graves en el país norteamericano. En el último estudio elaborado en 2019 por la AARP (la American Association of Retired Persons), sobre el impacto económico de la discriminación por edad, se obtienen datos realmente alarmantes sobre el coste que el edadismo tiene en la sociedad estadounidense.

Según el informe elaborado por esta asociación, en colaboración con la unidad de negocios independiente del grupo “The Economist”, se concluye que la gestión discriminatoria a los mayores de 50 años tuvo un coste para la economía estadounidense del orden de los 850.000 millones de dólares, del PIB del 2018. Es una información clave para entender que el edadismo no sólo perjudica al que lo sufre, sino que es evidente que incide en la riqueza de todo el país. En el mismo informe se indica que para 2050 las pérdidas derivadas de este problema podrían ascender a 3.900 billones de dólares.

Según afirma la vicepresidenta de la AARP:  “En el 2018, la economía pudo haber sido un 4% mayor si los trabajadores no se hubieran enfrentado a barreras para poder trabajar durante más tiempo”.

Seguidamente y en base a los resultados de estas experiencias se efectuaba el cálculo sobre lo que podrían haber aportado los trabajadores senior a la economía de no haber experimentado la discriminación por edad. El estudio concluyó que el 57% de los 850.000 millones de dólares de pérdida podían ser atribuidos a la jubilación involuntaria.

Hay que destacar también que los datos derivados del estudio inciden en el caso de las mujeres, que se ven obligadas a enfrentarse a una doble discriminación, ya que además de la discriminación de género las mujeres mayores de 50 años sufren con más dureza la lacra del edadismo en el trabajo.

Es evidente que las conclusiones del estudio destacan la necesidad de encontrar fórmulas para luchar contra la discriminación en el ámbito laboral, cuyas consecuencias tienen efectos devastadores para las economías. Hay que tener en cuenta que las previsiones demográficas nos muestran una pirámide invertida y una población que sigue envejeciendo y a la que no se puede apartar de la fuerza laboral anticipadamente. Será imposible sostener el estado del bienestar si no se erradica para siempre este modelo discriminatorio al que hay que visibilizar y eliminar para siempre.

En Estados Unidos la Cámara de Representantes aprobó legislación bipartidista en enero de 2020 para combatir la discriminación por edad al promulgar la Protecting Older Workers Against Discrimination Act (POWADA, Ley de protección de los trabajadores mayores contra la discriminación). La AARP ha instado al Congreso a aprobar la ley durante diez años. La vicepresidente de la Asociación ha destacado en una de sus intervenciones al respecto que “La discriminación por edad está generalizada, pero con frecuencia no se denuncia ni se aborda”.

En el mismo informe sobre el impacto económico del edadismo en la economía del país se hace referencia a la falta de medidas para incentivar el empleo sénior. En este sentido se sugieren varias opciones para crear más oportunidades y que los trabajadores mayores se puedan seguir desarrollando en el entorno laboral. Otros datos del estudio revelan que el trabajo flexible y a tiempo parcial hubiera alentado el empleo senior, y los trabajadores mayores de 50 años hubieran permanecido en activo durante más tiempo.

Por otro lado, según prosigue el estudio, si se hubieran ofrecido opciones de formación adicional a este colectivo, un 55% de los seniors hubiera seguido trabajando. Este punto es especialmente importante porque ayudaría a combatir uno de los estereotipos más perjudiciales en este campo, y es el que hace referencia a que los trabajadores mayores no tienen interés en continuar formándose o que sus competencias están desfasadas en un mundo marcado por la tecnología.

Otro de los aspectos destacados del informe es el que hace hincapié en la necesidad de incentivar entornos de trabajo multigeneracionales, a fin de que los equipos estén formados por personas de diferentes generaciones, en los que cada persona pueda beneficiarse de las fortalezas que aporta cada edad.

Como conclusión, otro de los datos más destacados del estudio es el que indica que los trabajadores mayores están altamente comprometidos, tienen poca deserción laboral y con frecuencia son muy importantes como mentores. En el contexto actual de la pandemia del Covid-19 son muchos los artículos que inciden en la importancia del talento sénior para enfrentar y gestionar la peor crisis de la economía mundial desde la debacle económica de 2008.

En estos momentos, cuando se cumplen cinco años de la presentación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, hay que recordar que sólo queda una década para cumplir los compromisos marcados por las Naciones Unidas, y que uno de los principios fundamentales en los que se sustenta la Agenda 2030 pide: “No dejar a nadie atrás”. Ahora que somos más conscientes que nunca de la importancia de adoptar medidas urgentes para que el mundo pueda tomar un nuevo rumbo, tenemos que conseguir que todos los avances que hagamos para poder vivir en un planeta más sostenible, se acompañen de medidas para garantizar que sus habitantes puedan vivir con todas las garantías, en un entorno justo, en paz, y en el que no haya espacio para ningún tipo de discriminación.

Es necesario iniciar un movimiento social transformador, en el que las empresas tengan un rol principal e imprescindible en la integración laboral. Empresas que no discriminen laboralmente a los desempleados de más edad, porque además de ser un gran contrasentido demográfico, como he comentado antes, pone en peligro nuestro estado de bienestar.

Las personas con la edad no pierden la motivación, ni la capacidad de trabajo, ni la de adaptación al cambio. Cometemos un terrible error si marginamos el capital más importante del ser humano: la experiencia y el conocimiento.

Es necesario, más que nunca, reivindicar su valor para las empresas y la sociedad. No convirtamos su talento en algo invisible sino en algo productivo. Porque la supervivencia de nuestra economía dependerá cada vez más de los equipos multigeneracionales y debemos tener claro que las diferencias suman.

La sociedad debe concienciarse de la gravedad del problema y trabajar en la elaboración de medidas eficaces encaminadas a mejorar su situación. Un plan de acción que incluya propuestas en varios ámbitos, tanto a nivel legislativo, como empresarial y social. Trabajar con la voluntad de impulsar cambios a nivel europeo en la legislación laboral para proteger al colectivo de +45 años y conseguir medidas efectivas que permitan retener el talento senior en las empresas.

La COVID-19, que ha alterado miles de millones de vidas y está poniendo en peligro la economía mundial, no debe servir de excusa para incrementar la discriminación por edad ni agravar las desigualdades existentes. En España, en los últimos diez años, se ha producido una salida masiva de profesionales seniors de las empresas por razones de coste, personas que actualmente no pueden volver a trabajar por motivos que no tienen nada que ver con su capacidad, sino con la vulneración de derechos fundamentales. Por este motivo, debemos trabajar no solo en desarrollar una legislación específica, sino también en la capacidad inspectora, la sancionadora y en una protección efectiva de los derechos del colectivo, como indica el Estatuto de los Trabajadores ET, Art 4.2 c, que habla sobre el derecho a no ser discriminados directa o indirectamente para el empleo o  el artículo 9.2 de nuestra Constitución que  nos dice que corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas. Esta vulneración tiene serias repercusiones para nuestra economía, no solo vía consumo, sino también vía recaudación impositiva y capacidad de competitividad, sin olvidar que el colectivo es el sustento de menores y en general de personas en edad de formación, que están viendo minoradas sus oportunidades vía empobrecimiento de sus padres.

Eliminar el edadismo debe ser una prioridad para construir un mundo mejor para todos. Está en peligro nuestro futuro y el de nuestros hijos.

Apuntes sobre una prórroga que nunca verá la luz

En una de sus comparecencias públicas de las últimas semanas, el presidente del gobierno hizo una afirmación que no pasó desapercibida, y que dio lugar a regueros de tinta y a una animada (aunque también algo avinagrada, todo hay que decirlo) discusión con tintes jurídicos en medios de comunicación y redes sociales.

Lo que el presidente del gobierno afirmó fue que el acudir al Congreso de los Diputados cada quince días para renovar el estado de alarma respondía a un afán de transparencia y por verse controlado por el poder legislativo, y no tanto a una obligación legal. Y, si bien es cierto que el artículo 116 de la constitución (relativo a los estados de alarma, excepción y sitio) no pone coto alguno a las prórrogas, sí parece dar a entender que las prorrogas lo serán en cualquier caso por otros quince días: “dando cuenta al Congreso, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo”.

Es, sin embargo, la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio, la que matiza esta expresión: según el artículo 6, el estado de alarma “sólo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que en este caso podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga”. Resulta sorprendente hasta qué punto el texto de la norma puede resultar ambiguo, lo que sugiere (a mi juicio) dos posibilidades:

  • Por un lado, que el legislador no reparase en que las prórrogas del estado de alarma, al ser este declarado por el gobierno sin concurso del Congreso (cosa que no sucede en los estados de excepción y sitio, en los que el Congreso juega un rol desde el principio), se hallaban condicionadas por el plazo de quince días que se otorgaba al gobierno antes de acudir al Congreso. Es decir: tal vez el legislador no previó que el plazo de quince días que se daba al gobierno para acudir al Congreso iba a condicionar la aproximación de legisladores y opinión pública a las prórrogas posteriores. El legislador no buscaba que las prórrogas fuesen necesariamente de quince días, pero la redacción constitucional lo dio a entender (aunque no lo impusiese).
  • La otra posibilidad es que los autores de la Ley 4/1981 buscasen relajar las limitaciones del artículo 116 de la Constitución. Recordemos que el artículo 6 de la Ley incide en que “sin cuya autorización (del Congreso, se entiende) no podrá ser prorrogado dicho plazo”. Los autores de la norma habrían buscado, de esta manera, ampliar la discrecionalidad del poder legislativo a través de un enunciado ambiguo, que permitiese interpretar que se permitía que el legislativo aprobase prórrogas que fuesen más allá de los quince días.

Fuesen cuales fuesen los motivos del quienes participaron en la redacción de ambas normas, de la redacción de la Ley 4/1981 no cabe colegir en ningún caso que las prórrogas deban tener una duración de quince días. De hecho, desde una perspectiva teleológica tiene sentido que el plazo de quince días solo opere para el primer tramo del estado de alarma El plazo de quince días del artículo 116 es un límite temporal a la acción del gobierno sin aprobación del legislativo. Es el poder legislativo quien puede postergar indefinidamente el estado de alarma (y modificar radicalmente su alcance y condiciones, según la Ley), y por ello no tendría sentido que se viese constreñido por el plazo de quince días.

Así mismo, existe un precedente en el que se aplicó (y prorrogó el estado de alarma). En diciembre del año 2010, y como consecuencia de la huelga ilegal de los controladores aéreos, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero declaró el estado de alarma, y solicitó su prórroga por un periodo superior a los quince días. La prórroga fue aprobada por el Congreso. En aquel momento no se puso en duda la legalidad de una prórroga superior a los quince días, y ningún partido de la oposición (si bien el Partido Popular era el único con capacidad para hacerlo) buscó que el Tribunal dictaminase si dicha prórroga era constitucional.

Sin embargo, no debe sorprendernos que las normas relativas a los estados de emergencia tengan problemas de interpretación y zonas grises. La mayor parte de las leyes que nos gobiernan se han ido depurando (o interpretando por los tribunales) como consecuencia de su aplicación continuada, y de las posibles controversias que han ido surgiendo y se han resuelto (ya sea de forma jurisdiccional o por una reforma posterior). Las leyes, así, se van puliendo, como una piedra a la que hace rodar el agua de un río. Pero las normas de emergencia, por su carácter excepcional, solo se aplican en situaciones muy poco frecuentes, y por lo tanto para que se vayan depurando tiene que transcurrir periodos muy largos de tiempo. Y nuestro orden constitucional es muy joven.

Ahí reside una paradoja: aquellas normas que requieren de una mayor claridad por afectar a derechos fundamentales son precisamente las que menos claras resultan por haber sido aplicadas en contadas ocasiones.

En esta ocasión, el uso de la legislación de emergencia ha descubierto la existencia de una ‘zona gris’ situada entre la alarma y la excepción (tal y como sostiene el profesor Xavier Arbos), y que no cabe adjudicar a uno u otro estado. Así las cosas, sería muy positivo que el Tribunal Constitucional se pronunciase sobre las medidas adoptadas por el gobierno dentro del estado de alarma, y que contribuyese a dibujar nítidamente los perímetros y contornos de cada figura prevista por la legislación de emergencia. Ya lo hizo tras la huelga de los controladores aéreos en el año 2010 (STC 83/2016), pero aun quedan numerosos aspectos por esclarecer.

Pero volvamos, pues, a la cuestión de las prórrogas. Si optar por una prórroga de quince días o por una superior es legal, lo que cabría preguntarse es por qué el presidente del gobierno cambió de criterio de forma súbita hace unos días (después de presentar su aparente decisión de acudir a renovar las prórrogas cada quince días como un ejercicio de ‘accountability’). Ahora, además, sabemos que la prórroga de treinta días ya no será tal, merced al acuerdo con Ciudadanos. Otro cambio de parecer.

Fue el presidente del gobierno quien se impuso a sí mismo el dogal de acudir al Congreso cada quince días (pues bien hubiera podido no hacerlo, Sánchez dixit), y es por ello a él a quien compete dar las explicaciones oportunas para justificar semejante cambio de criterio. ¿Cuáles fueron las razones del presidente del gobierno para esbozar un prórroga de treinta días? Los incentivos para pasar de una prórroga de dos semanas a una de un mes eran fuertes, y a mi juicio existían dos posibles causas para ello:

  • Por un lado, que el hecho de que las prórrogas sean aprobadas por una mayoría menguante convenciese al gobierno de la necesidad de obtener una última prórroga para el periodo que reste, de forma que se conjuraría la posibilidad de un final abrupto del estado de alarma (lo que tendría graves implicaciones prácticas).
  • Y, por el otro, un deseo del gobierno de reducir la presión social y el aumento de la conflictividad social fijando en el horizonte un punto final definitivo (con permiso del otoño) para el estado de alarma. Se sacrificaría, así, el control parlamentario a cambio de una obligación autoimpuesta de no buscar una nueva prórroga.

Que el gobierno haya tanteado la opción de una última prórroga superior a los quince días supone, pues, una primera aceptación por su parte de que el apoyo parlamentario a sus medidas se tambalea, al tiempo que el malestar popular por la falta de claridad respecto a la desescalada y la catástrofe económica que se avecina comienza a tomar vuelo. Es un primer indicio de que, como muchos anticiparon, una crisis como la actual iba a ser prolongada en el tiempo, y que la docilidad de muchos ciudadanos a la hora de ser confinados se agrietaría a medida que la ansiedad económica y la situación política comenzasen a emerger.

El debate en torno a las prórrogas es también un primer indicio de cómo el empeoramiento de la situación política, de la economía y el aumento del descontento social comienzan a tener un peso en las decisiones de nuestros responsables políticos. En esta ocasión, Ciudadanos ha logrado pactar finalmente una prórroga de quince días, en lo que supone una derrota a la pretensión del ejecutivo de dirigir los tiempos de la respuesta al virus como hasta ahora. De forma algo paradójica, la pretensión de extender el estado de alarma por treinta días era un indicio de debilidad, y el acuerdo de hoy para limitarla a quince días es su confirmación.

Y, sin embargo, lo más dramático de la decisión adoptada por el gobierno esta tarde es el hecho de que va a ser el preludio de otra peor: cómo proceder si, después de un verano terrible, llega el otoño y se ve abocado a ordenar que los ciudadanos vuelvan a recluirse en sus casas.

Detrás de la aparente indefinición jurídica subyacía, como tantas otras veces, un dilema político.

Pandemias en cacerola

Como ya hemos tenido oportunidad de señalar en otros editoriales, los tremendos errores de gestión, las muchas ineficiencias y los problemas políticos derivados de la actual situación de emergencia sanitaria por pandemia no son algo que en sí mismo haya de atribuirse al actual gobierno -por mucho que sea cierto que su peculiar nacimiento y conformación no ayuden a una respuesta sólida y equilibrada- sino que más bien hay que entender que son las disfunciones institucionales que arrastramos desde hace mucho tiempo en nuestro país las que han agravado las consecuencias de la pandemia y han exacerbado la confrontación política. Como está ocurriendo en otros países del mundo que han entrado también en esta pandemia con instituciones muy débiles y con una tremenda polarización política.

Las malas instituciones provocan que las soluciones adoptadas tiendan más al beneficio (de poder o económico) de las personas o grupos de personas que las ocupan e instrumentalizan que al de los intereses generales del país a cuyo servicio se encuentran. El caso del CIS tantas veces tratado en este blog es paradigmático. Esto no es una novedad ni un patrimonio exclusivo de nuestro país, pero las inercias y la resistencia al cambio que se han enseñoreado de nuestro hábitat político se ven magnificadas en situaciones extraordinarias como la presente.

Quizá entre ellas cabría resaltar el tic autoritario y la polarización política, con la consiguiente exclusión del pacto y la negociación incluso en circunstancias tan excepcionales en las que vivimos, donde los acuerdos transversales son absolutamente indispensables para salir de esta situación. En cuanto al tic autoritario, conviene recordar siempre lo que decía Benjamin Constant: es inherente al poder traspasar sus propios límites, desbordar los cauces establecidos para su ejercicio y usufructuar parcelas individuales de libertad que deberían estarle vedadas. Y las circunstancias vienen que ni pintadas para el descontrol y el abuso de poder: una situación de emergencia real que exige la concentración de poder y actuar rápidamente no favorece la transparencia, el respeto al Estado de Derecho, la rendición de cuentas y el control del Poder Ejecutivo, máxime cuando ya antes teníamos carencias en todos estos ámbitos. La regulación por Real Decreto-ley lleva siendo la norma y no la excepción como debería desde hace al menos la moción de censura, pero ya antes el gobierno de Rajoy utilizaba este instrumento normativo a destajo, lo que supone sencillamente laminar el Parlamento en sus tareas legislativas y de paso empeorar todavía más la calidad de nuestra regulación.

De esta forma, cada vez tenemos más presidencialismo, precipitación, falta de acuerdos, liderazgos autoritario,  “legislación para la foto” y en general, todo tipo de abusos de poder empezando por algunos casos muy llamativos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que también hemos comentado en este blog. Sin pretender hacer un análisis exhaustivo, cabría mencionar las dudas surgidas en torno al vehículo jurídico empleado -el estado de alarma, considerado por algunos insuficiente para el nivel de limitación de derechos sufrido y por su excesiva duración-, el juego tramposo de transmutar la debida y verdadera transparencia y el rigor en los datos públicos por interminables comparecencias insustanciales, los intentos de limitar la libertad de expresión (el amago nunca bien explicado de control por la guardia civil de los ataques al gobierno en las redes) la nula disposición a llegar a acuerdos con la oposición y el aliento de la falsa premisa de que en esta situación no cabe crítica política y de que esta es ilegítima y poco patriótica. De manera que el papel de la oposición se reduce, según esta tesis, a la ratificación sin chistar de las prórrogas del estado de alarma y de los decretos-leyes promulgados. Son tics que se aproximan peligrosamente al iliberalismo.

No ayuda a la necesaria confianza en el Gobierno y en las instituciones que se siga con una política de opacidad extrema en torno a extremos tan sensibles para la ciudadanía como los criterios y los nombres de los expertos que valoran el proceso de desescalada, haciendo de menos la famosa máxima de Bentham de que “cuando más te observo mejor te comportas”. La tendencia -también otro tic autoritario- a tratar a la ciudadanía como menores de edad a los que no se puede dar toda la información y que tienen que confiar ciegamente en sus dirigentes también es muy preocupante. Si tratas a los ciudadanos como menores de edad, luego no te sorprendas de que se comporten como tales.

La opacidad -y el desbarajuste- con el proceso de desescalada ha agravado todavía más el escenario político, porque, como es bien sabido, el agravio comparativo es el agravio más grave. El hecho de que algunas Comunidades Autónomas hayan sufrido un retraso en sus expectativas, como la de Madrid, politizado por ambas partes (tanto el Gobierno central para afear la gestión del PP en la CAM como por parte de su Presidenta, para acusar de autoritario y arbitrario al Gobierno central) ha generado últimamente movimientos populares iniciados en barrios acomodados como el de Salamanca de Madrid, alentados por los dirigentes autonómicos que ponen de manifiesto la injusticia del tratamiento a esa comunidad, dejando caer que esta discriminación obedece a razones políticas y no técnicas, concretamente a que en el gobierno central domina un partido y en la comunidad otros. El que otras CA como el País Vasco, gobernado por el PNV accedan a fases cortadas a medida sin que se expliquen muy bien las causas avala este tipo de suspicacias.

Se trata de un proceso de deterioro que parece no tener fin y que resulta muy preocupante. Estos procesos callejeros -ya se trate de escraches a políticos de uno u otro signo,  de movimientos de rodear instituciones democráticas o de cualquier otro que desborde las instituciones representativas- son muy difíciles de encauzar en una democracia representativa liberal. Claro que el Gobierno  central ha cometido infinidad de errores de gestión; también muchos gobiernos autonómicos por cierto. Pero para encauzar el legítimo malestar de la ciudadanía tenemos cauces de sobra, incluidos los judiciales y los electorales.  Pretender que solo podemos protestar con caceroladas porque nuestro Gobierno es autoritario y despótico no ayuda mucho, porque la realidad es que seguimos viviendo en una democracia aunque conviene, eso sí, no bajar la guardia.  Pero recordemos que este tipo de protestas refuerza a los Gobiernos estatal y autonómico en su estrategia de polarización, que es muy cómoda para ocultar la mediocridad de nuestros políticos y su lamentable gestión.  También refuerza la idea de los bandos, de manera que no se puede ya criticar a los nuestros cuando hacen lo mismo que los adversarios. De esta forma,  los ciudadanos quedamos privados de toda racionalidad y reducidos a meros comparsas de unos y otros, manejados fácilmente por las emociones. En definitiva, un escenario ideal para los populismos y los iliberalismos. No caigamos en la trampa.

La crisis del COVID-19 y el peligro de ruptura del Pacto Social.

El Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma, ha puesto de manifiesto dos circunstancias que han pasado hasta ahora desapercibidas en la España contemporánea. A saber: la confirmación del pacto social y el peligro que corren los principios y libertades democráticos.

Hegel introdujo el concepto de espíritu del pueblo (en alemán, Volksgeist), que se configuraba por la conciencia que el hombre y su espíritu tiene de sí mismo, siendo la última conciencia, a que se reduce todo, la de que el hombre es libre. Esta conciencia ha tenido una presencia más acusada en nuestra sociedad occidental, en contraposición con la sociedad china, donde la histórica ausencia de individualidad y consciencia de libertad subjetiva ha configurado una ciudadanía “donde la ley moral se halla impuesta al hombre; no es su propio saber”.

Ante la restricción de libertades y el obligado confinamiento compelidos por el Real Decreto, conforta reconocer que la convención que une a los ciudadanos con el Estado, sigue vigente. El impulso físico y el apetito ceden ante el deber y el derecho. Es decir, la libertad natural inalienable en todo ciudadano, quien la pierde al verse abocado al confinamiento imperativo, cede ante la libertad civil, limitada únicamente por la voluntad general, de modo tal que, en el fuero interno de cada uno, el balance resulta positivo. Cuanto permanecemos encerrados en casa, se confirma el pacto social; cuando nos ponemos los guantes y mascarilla para ir al supermercado, se confirma el pacto social; cuando todos los días a las 20:00h. de la tarde salimos a aplaudir, se confirma el pacto social.

Esta fidelidad a la ley no es impuesta unilateralmente por el Estado y no se acata per se, sino que se trata de un acuerdo de voluntades. De esta forma, la voluntad individual se une con la voluntad general y, así, lo que en condiciones normales hubiera sido imposible de creer, deviene no solo posible sino constatable. Incluso podríamos hablar de un Estado fuerte y bien constituido, como aquel Estado en que “el interés privado de los ciudadanos está unido a su fin general y el uno encuentra en el otro su satisfacción y realización” (Hegel).

Esta idílica situación, dentro de la tragedia en la que nos encontramos, corre peligro de extinguirse; de romperse.

Estamos siendo testigos de una restricción voluntaria de las libertades, como se ha expuesto. No obstante, existe el peligro de que el poder abuse y tome provecho ilegítimo de la situación. Así, en los últimos días hemos presenciado cómo el primer ministro de Hungría, Viktor Orban, ha aprovechado la crisis sanitaria para perpetuarse indefinidamente en el poder (aquí), de forma antidemocrática. Estamos siendo testigos, igualmente, de numerosas actuaciones por parte de varios gobiernos, incluido el nuestro, que, aprovechándose de la situación actual, están tomando medidas cuya validez democrática es, cuando menos, dudosa. Véase la propuesta del gobierno polaco de extender la presidencia de Duda dos años más (aquí), aunque pueda tratarse de una medida inconstitucional. Véase igualmente las restricciones del gobierno de Sánchez a la libertad de prensa, que han provocado que varios diarios renuncien a acudir a las ruedas de prensa acusando de cribar las preguntas en beneficio propio; o las acusaciones de haber declarado un estado de excepción encubierto bajo la figura del estado de alarma (post).

Las democracias pueden morir por sus propios cauces democráticos, de forma casi imperceptible, cuando los gobernantes subvierten el mismo proceso que los llevó al poder (How Democracies Die).

Se corre peligro, así, de que la democracia derive en una  oclocracia, entendida esta como degeneración de la primera debido a una desnaturalización de la voluntad popular. Cuando se usurpa el poder soberano por parte del gobierno, “el gran Estado se disuelve y se forma otro en aquél, compuesto solamente por miembros del gobierno, el cual ya no es para el resto del pueblo (…), sino el amo y el tirano” (Rousseau). De esta forma, se rompe el pacto social y el ciudadano regresa a su libertad natural, rescindiéndose el acuerdo de voluntades que fue convenido, resolviéndose las obligaciones hasta ahora existentes entre las partes, y naciendo así la coerción o fuerza como único modo de obediencia.

La manifestación de esta muerte del espíritu del pueblo se constata de la siguiente forma en palabras de Hegel, a las que me remito por claridad: “la ruina arranca de dentro, los apetitos se desatan, lo particular busca su satisfacción y el espíritu sustancial no medra y por tanto perece. Los intereses particulares se apropian las fuerzas y facultades que antes estaban consagradas al conjunto.”

A partir de aquí, la vuelta a la libertad civil, considerada como la libertad real, pues su fin es el fin común, se hace difícil.

Ante el incumplimiento contractual, la parte afectada debe estar atenta para exigir su cumplimiento (dejaremos a un lado la resolución). El incumplimiento puede ser esencial (como la perpetuación indefinida en el poder por parte de Viktor Orban), o no esencial (restricción a la libertad de prensa), pero ambos son sancionables; ambos deberán ser comunicados por la parte afectada: el ciudadano.

No es diligente permanecer callado ante el incumplimiento de las obligaciones. Corre de nuestra cuenta alzar la voz con espíritu crítico y ser conscientes de que todo acercamiento a la ruptura del pacto social debe ser condenado, pues corremos el riesgo de que pequeños incumplimientos hagan inservible el contrato para el fin perseguido. Que la actual crisis no sea una excusa.

Coronavirus: liderazgo, civismo, ejemplaridad.

La crisis del coronavirus está impregnada de una pátina de duda y desinformación. No tanto en cuanto a la naturaleza y efectos de la enfermedad, que seguramente también, sino más bien en cuanto a sus consecuencias y, particularmente, en cuanto a cómo tenemos que actuar cada uno.

Quizá es que cuando la naturaleza se revuelve, no hay protocolo que valga: hay que agacharse y resistir. Esto, además, nos inclina a comprender y perdonar los errores, dado que no es fácil enfrentarse a algo nuevo, rápido, agresivo, que aparece súbitamente y que no se sabe cómo va a evolucionar. La adopción de medidas preventivas drásticas paraliza un país y produce importantes pérdidas económicas, como está ocurriendo en China; no adoptarlas a tiempo puede facilitar una rapidísima difusión de la enfermedad y unas pérdidas quizás mayores, como en el caso de Italia.

Dicho eso, la crisis del coronavirus tiene también una vertiente ética y política que se traducen en necesidad de liderazgo, civismo y ejemplaridad.

Necesitamos en primer lugar liderazgo, entendido no en el sentido de posesión de las habilidades necesarias para influir en un grupo de personas, sino como un conjunto virtuoso de ejemplaridad y resolución. La política no puede ser sólo la lucha política por el poder, sino también políticas concretas que el poder tiene la responsabilidad de llevar a cabo con mesura pero con decisión, sobre todo en momentos de crisis. Y ello aunque produzca un coste político en términos de molestias a los ciudadanos o un lucro cesante por la pérdida de oportunidades políticas inmediatas. Esto es lo mínimo si entendemos el ejercicio del poder no como una prerrogativa o un privilegio sino como una gran responsabilidad. En definitiva nos podemos preguntar si esto va de parar una epidemia con el menor coste humano y económico posible o de ganar las próximas elecciones. No parece que nuestros políticos a día de hoy lo tengan muy claro, y eso incluye tanto al Gobierno estatal, como a los autonómicos y a los locales. O incluso a la oposición, veáse la convocatoria de Vox de Vistaalegre del domingo pasado.

Viene todo esto a cuento de las medidas anunciadas este lunes, con carácter general, pero particularmente drásticas en Madrid y Álava, ya ampliadas ayer. Se adoptan cuando el día anterior se había permitido la manifestación del 8M (eso sí, algunos ministros del gobierno -hay fotos, aunque luego se ha desmentido- acudieron con guantes de latex) se había celebrado el mitin de VOX y muchísimos partidos de fútbol y otros actos multitudinarios. Se han adoptado en coordinación con las Comunidades Autónomas, por lo que es difícil determinar responsabilidades. Sólo hay un dato sospechoso: aunque es verdad que del domingo al lunes hay un crecimiento importante del número de casos, lo cierto es que la enfermedad venía evolucionando con una curva que no permitía esperar otra cosa. La celebración de un acto como la manifestación del 8M, y además con todo el gobierno y muchos políticos presentes, si no es una irresponsabilidad se le parece mucho. No parece aceptable, la declaración de Fernando Simón, director del Centro de Emergencias y Alertas Sanitarias, de que no se suspende porque es “una convocatoria en la que normalmente participan nacionales, pero no es una afluencia masiva de personas de zonas de riesgo. No es comparable a la maratón de Barcelona“. Y todavía menos aceptable recomendar a los ciudadanos que cada uno haga lo que prefiera: “Si mi hijo me pregunta si puede ir, le voy a decir que haga lo que quiera“. No parecía el mejor consejo médico ni ahora, ni tampoco en el momento en que la hizo; ni parece creíble que él hubiera hecho esa declaración espontáneamente. Máxime cuando precisamente la cuestión de la aprobación del anteproyecto de la ley de Garantía del Consentimiento Sexual en relación con la celebración del 8M parecía constituir un eje esencial de la política del nuevo gobierno, del que no se quería prescindir en estos momentos a pesar de la controversia interna producida. También resulta muy extraño que no se adoptaran ya medidas cuando Italia se clausuraba y cerraba y en cambio aquí llegaban aviones del norte de Italia llenas de tifosi, al parecer sin control alguno. En todo caso, hemos de plantearnos si una actitud populista y demagógica en nuestras democracias no puede hacer tanto daño como la poca transparencia de los regímenes autoritarios.

Quizá carezcamos de datos para hacer un juicio justo de esta situación, pero la sensación y la imagen que ha quedado no es, precisamente, la de resolución y ejemplaridad. De nuevo lo que parece es que los políticos ponen sus intereses cortoplacistas por encima de los intereses generales, que en este caso se refieren nada menos que a la salud de sus conciudadanos. Quizá haya que adoptar medidas todavía más graves en los próximos días a consecuencia de esta irresponsabilidad y entonces deberemos preguntarnos si hubieran podido evitarse. Y lo mismo cabría decir de VOX, uno de cuyos líderes ha resultado infectado, aunque ha publicado un comunicado pidiendo perdón. Quizá el verdadero liderazgo y ejemplaridad habría estado en pensarlo antes y no en acusar al gobierno ahora de que “no les impidió” celebrarlo. En esto de la falta de responsabilidad nuestros políticos no se diferencian mucho unos de otros, aunque sí del estamento y profesionales médico y profesionales, que ponen en peligro su propia salud por motivos deontológicos y éticos.

Pero además, prescindiendo de las consideraciones anteriores, esta crisis también presenta una vertiente cívica, que concierne a la ética individual del ciudadano. El coronavirus en una enfermedad que en términos generales parece leve, aunque, al parecer, no tanto si puede derivar en neumonía. En todo caso es contagiosísima y puede suponer un verdadero peligro para personas mayores o con complicaciones previas. Eso supone que una actitud descuidada e imprudente puede, en primer lugar, colapsar los servicios sanitarios a consecuencia de una extensión rápida y masiva; en segundo lugar, poner en peligro la vida de las personas especialmente vulnerables, en tercer lugar comprometer los servicios sanitarios indispensables para otras personas con otras enfermedades.

Por tanto, no es usted o yo, sino toda la sociedad la que resulta afectada por nuestra conducta. Si nuestros dirigentes no están a la altura de las circunstancias, estémoslo nosotros. Es cierto que estamos acostumbrados a que nos lo den todo resuelto desde arriba, pero, como tantas veces decimos en Hay Derecho, es preciso que la sociedad civil dé también ejemplo a nuestros representantes. No nos pongamos en situaciones innecesariamente arriesgadas; cambiemos nuestro hábitos, exageremos la higiene; pospongamos compromisos. Como ha dicho Antonio Polito recientemente en el Corriere de la Sera, “hace mucho tiempo que aprendimos a vivir solo de los derechos. Ha llegado el momento, en la historia de la nación, de los deberes“.

#JuicioProcés: el orden de los interrogatorios y la campaña electoral de los procesados

La undécima semana del Juicio del Procés cerró las declaraciones solicitadas por el Ministerio Fiscal y dio paso a los interrogatorios de los testigos de la acusación particular y las defensas, a tenor de los cuales se suscitó una importante cuestión procesal relacionada con los principios de contradicción e igualdad de armas.

En la sesión del pasado miércoles, el abogado defensor Pina, en petición a la que se adhirió Van den Eynde, propuso que, para mejor garantía del derecho de defensa, debería preguntar primero la defensa que ha propuesto al testigo, después las acusaciones y después el resto de defensas, para salvaguardar, decía, la posición privilegiada que debe tener el derecho de defensa.

Se trata de una cuestión de relevancia porque nuestra LECrim sólo regula parcialmente la cuestión del orden de los interrogatorios, pues prevé en el artículo 708.1 que el primero en interrogar será el que ha propuesto la prueba: la parte que le haya presentado podrá hacerle las preguntas que tenga por conveniente. Las demás partes podrán dirigirle también las preguntas que consideren oportunas y fueren pertinentes en vista de sus contestaciones.

El principio de contradicción, según nuestra doctrina constitucional, constituye una exigencia ineludible vinculada al derecho a un proceso con todas las garantías (STC 102/1998).Como lógico corolario del principio de contradicción, se deriva asimismo la necesidad de que las partes cuenten con los mismos medios de ataque y defensa e idénticas posibilidades y cargas de alegación, prueba e impugnación, a efectos de evitar desequilibrios entre sus respectivas posiciones procesales.

Refiriéndose a la prueba testifical, la STC 142/2006 afirma que la garantía de contradicción exige “que el acusado tenga la posibilidad de interrogar a quien declara en su contra para de este modo controvertir su credibilidad y el contenido de su testimonio”. Y el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) ha situado el derecho de contradicción – configurado como el derecho a “interrogar y hacer interrogar a los testigos que declaren contra él” (art. 6.3 d) – en un lugar preeminente de las garantías asociadas al derecho a un proceso equitativo (art. 6.1 CEDH).

En la interpretación que la Sala realiza de este precepto, hasta ahora se venían examinando los testigos propuestos por las acusaciones, a los que interrogaba primero la parte acusadora que había propuesto al testigo, después las otras acusaciones y después se concedía el turno a las defensas, para garantizar el principio de contradicción.

Tras un breve debate, el Presidente comunicó que la Sala deliberaría y comunicaría la resolución en la sesión siguiente, no sin antes advertir al proponente que, con lo que pedía, se haría de mejor condición procesal a las defensas del resto de los acusados que a la propia que había propuesto la prueba, pues preguntarían tras las acusaciones y la intervención del resto de defensas sería la última que presenciase la Sala. Así mismo, el turno del resto de defensas sería una especie de réplica al interrogatorio de las acusaciones, lo que perjudicaría la igualdad de armas procesal.

El jueves antes del comienzo de la sesión, Marchena comunicó la resolución adoptada por la Sala sobre la cuestión. La Sala reconoce expresamente que la tesis propuesta por Pina tiene el respaldo de una práctica judicial muy extendida, pero mantiene el criterio que viene aplicando hasta ahora, que también tiene respaldo práctico y dogmático: primero interrogará la defensa que ha propuesto la prueba, después el resto de defensas y después la acusaciones, a las que corresponde la contradicción. De esta manera se garantiza la contradicción y la igualdad de armas, al tiempo que cualquier riesgo para el derecho de defensa viene conjurado por la interpretación que venía realizándose del artículo 708 LECrim: si las acusaciones se limitan a lo que permite el 708, interrogar acerca de los hechos sobre los que haya versado el interrogatorio de la parte que ha propuesto la prueba,  sin preguntar  acerca de hechos sobre los que no haya versado el interrogatorio de las defensas, no existe ningún riesgo de que el interrogatorio pueda aflorar algún hecho o elemento que pudiera interpretarse como inculpatorio, y que hubiera quedado sustraído al interrogatorio cruzado. Y si las acusaciones, dentro de ese marco, consiguen no sólo aflorar contradicciones sino hechos que resulten de cargo para los acusados, se habilitaría un trámite excepcional para que vuelva a interrogar la defensa.

En la misma sesión, Marchena cuidó de que se respetara ese marco, al cortar preguntas del Ministerio Fiscal sobre hechos de los que no había preguntado la defensa.

En estas condiciones, se salvaguarda la contradicción y la igualdad de armas, y si se introdujesen nuevos elementos de cargo, al preverse la alteración excepcional del orden de práctica de la prueba, no se menoscabará el derecho de la defensa.

Por otro lado, Marchena continúa esforzándose en sus funciones de dirección del juicio y policía de estrados. Con paciencia, hubo de asistir al interrogatorio del mosso independendista. En la retransmisión se ve en primer lugar que el mosso se sentó al llegar, sin que se lo hubiese concedido el Presidente, que le instó a levantarse: el artículo 685 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal establece que “Toda persona interrogada o que dirija la palabra al Tribunal deberá hablar de pie”. Una que se le permitió sentarse, preguntado por un tuit, contestó que no era él a quien se juzgaba. Ante ello, el Presidente le advirtió, en tono contundente, de su condición de testigo y de la propia de agente de la autoridad, que conocía o debía conocer sus deberes con la Administración de Justicia. Una vez amansado, el testigo finalizó el interrogatorio sin más incidentes.

Los últimos actos de campaña electoral por los candidatos en prisión provisional también merecen mención tras la undécima semana de sesiones, en la que se sucedieron diversos de ellos protagonizados por los procesados mediante video conferencias desde los centros penitenciarios.

Así, pudimos ver conferencias de prensa protagonizadas por Oriol Junqueras o Jordi Sánchez; comparecencias en mítines por esta vía junto con procesados fugados (Jordi Sánchez con Carles Puigdemont).

Todos estos actos han sido autorizados por la Junta Electoral Central, que si bien en primer momento consideró que no tenía competencia para la autorización dado la situación procesal de los presos, una vez el Tribunal Supremo determinó que en cuanto los presos no estaban incomunicados la competencia recaía en la Junta Electoral Central y en Instituciones Penitenciarias, ha ido estableciendo un cuerpo doctrinal sobre cómo proceder en estas situaciones que será de aplicación a la campaña para las elecciones locales, autonómicas y al Parlamento Europeo.

La solución adoptada refleja, a nuestro juicio, una adecuada ponderación de los intereses en juego.

El primero, los derechos políticos de los procesados presos todavía no inhabilitados para cargo público que se han respetado si bien, como dice el Tribunal Supremo en su último auto por el que deniega la posibilidad de realizar actos procesales durante los recesos del juicio oral y al principio y al final de la jornada en el Tribunal Supremo, con las evidentes limitaciones de su situación procesal y bajo el principio de que ellos ya conocían al presentarse las limitaciones que tal situación comportaba.

El segundo, las necesidades derivadas del proceso penal y del momento procesal en que nos encontramos, el juicio oral y su necesaria inmediatez, no sólo como garantía de buen funcionamiento del sistema judicial sino como garantía de los procesados en cuanto a su derecho a un juicio sin dilaciones indebidas.

Los principales interesados en que el juicio oral concluya cuanto antes y se dicte sentencia son los procesados que con ello tendrán certeza de su situación.

El tercero, el régimen penitenciario, la situación de prisión provisional somete al sujeto afectado a un régimen común para todos los presos en prisión provisional que no puede ser alterado, en orden a obtener mayores beneficios, por el hecho de incorporarse a una candidatura electoral.

Es por ello que los actos autorizados se realizan en el centro penitenciario en el tiempo y en la forma en que no se distorsione el régimen del centro, fuera de horario y por videoconferencia.

A nuestro juicio la solución, ponderada y proporcional adoptada por la Junta Electoral Central, seguramente será seguida y puesta como ejemplo en el ámbito internacional de cómo se busca y se encuentra un equilibrio entre todos los intereses en juego.