La Ley mordaza

 

Hace unos días pensamos que un buen tema para reflexionar en esta jornada de reflexión podría ser la reforma de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General realizada por la LO 2/2011 de 28 de enero. Por un lado, porque trata precisamente de un tema electoral y, por otro, porque su aprobación contó con un consenso raras veces visto en nuestro país, pues resultó aprobada con los votos a favor del PSOE, PP, CiU y PNV. ¿Qué mejor tema, entonces, para celebrar la fiesta de la democracia, como dicen los cursis? El problema es que después de leer la Ley nos surgió la duda de si podríamos ser multados si nos pasábamos un poco de críticos. Pero bueno, como todavía no somos una televisión (todo llegará) nos hemos atrevido.|

El nuevo art.66.2, dictada por nuestra clase política con la manifiesta y loable intención de garantizar el pluralismo político y social, tan preocupada ella siempre por ese pluralismo, dice textualmente:

Durante el periodo electoral las emisoras de titularidad privada deberán respetar los principios de pluralismo e igualdad. Asimismo, en dicho periodo, las televisiones privadas deberán respetar también los principios de proporcionalidad y neutralidad informativa en los debates y entrevistas electorales así como en la información relativa a la campaña electoral de acuerdo a las Instrucciones que, a tal efecto, elabore la Junta Electoral competente.”

Es decir, en primer lugar se impone por ley a un informador privado la obligación de respetar los principios de pluralismo, igualdad, proporcionalidad y neutralidad.

Ya de entrada no parece algo muy defendible. Se supone que un medio informativo en una sociedad libre tiene derecho a informar como le de la gana e, incluso, si lo considera conveniente, a apoyar expresamente a una de las opciones en liza, lo que, por cierto, es extraordinariamente frecuente en el mundo anglosajón.

Pero hay más, fijémonos que no se va a dejar la valoración del cumplimiento de esos principios al propio medio informativo (noooo, que alguno se puede desmandar), sino que deben seguirse las instrucciones concretas de un organismo público, la Junta Electoral competente.

Se supone que un sistema donde haya verdadera libertad de prensa se basa en el principio fundamental de responsabilidad del medio, pero no, aquí vamos a vigilarles muy de cerca, como el Gran Hermano, y dárselo todo bien mascadito, que hay mucho irresponsable.

Pero por si acaso ni siquiera así pillan la idea, los partidos  prohíben a la televisiones privadas meter sus cámaras en los mítines, para ahorrarles costes claro, no por otra cosa, y enlatan los momentos álgidos de sus líderes (sí, lo que ven ustedes en televisión son sus mejores momentos), aquellos en que consiguen pronunciar un par de frases de impacto de manera coherente seguidas de aplausos enfervorizados, para que las televisiones privadas los difundan de manera obligatoria.

Pero todavía queda lo mejor. El art. 67 añade que:Para la determinación del momento y el orden de emisión de los espacios de propaganda electoral a que tienen derecho todos los partidos, federaciones o coaliciones que se presenten a las elecciones, de acuerdo con lo previsto en la presente Ley, la Junta Electoral competente tendrá en cuenta las preferencias de los partidos, federaciones o coaliciones en función del número de votos que obtuvieron en las anteriores elecciones equivalentes”.

Es decir, esas “noticias” enlatadas (más bien propaganda) se deben difundir asignando a cada lata un determinado número de minutos en función de los resultados que hayan obtenido en las elecciones anteriores del mismo género, por lo que resulta prácticamente imposible informar de los actos de los partidos que no tiene representación por la sencilla razón de que nunca se han presentado antes.

Claro, que peor están las cosas en las públicas, las que pagamos todos los españoles. Además de todo lo anterior, según el art. 61, también la distribución de espacios gratuitos para propaganda electoral se hace atendiendo al número total de votos que obtuvo cada partido, federación o coalición en las anteriores elecciones equivalentes.

Asimismo, el art. 62 establece interesantes conexiones entre el ámbito territorial del medio o el de su programación y el de las elecciones convocadas, de manera que si el ámbito del primero (léanse teles o medios autonómicos o locales) fueran más limitados que el de la elección convocada, la distribución de espacios se hace atendiendo al número total de votos que obtuvo cada partido, federación o coalición en las circunscripciones comprendidas en el correspondiente ámbito de difusión o, en su caso, de programación. Adivinen quien no va a salir nunca y quien va a salir más. Y porqué son tan interesantes para los políticos (aunque ruinosos para los contribuyentes) los medios autonómicos, las teles en particular.

En fin, hay mucho más, pero vamos a dejarlo ahí. Los interesados en el detalle pueden consultarlo aquí,y la reacción de la FAPE aquí.

Para concluir, comentar simplemente que nos hubiera gustado que esos cuatro importantes partidos se hubieran puesto de acuerdo para otra cosa, como, por ejemplo, para la reforma del Senado o del Estado autonómico, pero no, ese es un juego de suma cero y la posibilidad de acuerdo imposible. En cambio, repartirse los medios públicos y privados entre ellos es un win-win, especialmente si por el camino nos dejamos el pluralismo político de los demás. Ahí el acuerdo siempre es posible, como ha quedado demostrado.

¡Feliz jornada de reflexión!

El consenso como pretexto

La idea del consenso -en sí misma loable y positiva- se ha devaluado en las democracias occidentales por el uso que los políticos han hecho de ella. En muchas ocasiones, han pervertido su esencia. No han utilizado el consenso para acordar las grandes líneas de las políticas de Estado, y sustraerlas así al debate partidista, manteniéndolas estables en el tiempo. Por el contrario, lo han convertido en un pretexto para la inacción.

Las democracias se articulan en torno al principio de división de poderes y al juego de las mayorías. No de la unanimidad, ni del consenso. Sí de las mayorías, a veces reforzadas, y en todo caso del respeto a los derechos de las minorías y, en general, de los ciudadanos todos. Si en ese marco de juego se producen consensos, tanto mejor. Sobre todo, en algunos grandes temas (política exterior, educación, terrorismo, etc.) donde por su especial trascendencia debería buscarse con denuedo, y sería deseable que, una vez logrado, no se rompiera después por intereses electoralistas. Sólo se puede probar si se rompe lo que luego se puede soldar, decía el clásico. Y, a veces, no es tan fácil recomponer la confianza exterior o el rumbo de una nación.

Pero el consenso no es, en rigor, un fin en sí mismo, sino un medio -alternativo al juego de las mayorías- a la hora de adoptar decisiones. Lo que de verdad muestra el talento de un político no es el uso de ese medio -el consenso- sino su capacidad efectiva para integrar las fuerzas divergentes de la sociedad, esto es, el resultado -la cohesión social-. Por eso dice Ortega que toda auténtica política postula la unidad de los contrarios.

Hoy, sin embargo, la idea del consenso se ha entronizado hasta tal punto que en ocasiones se valora más una decisión adoptada por consenso, aunque no favorezca la cohesión social y la prosperidad de la nación, que viceversa. Si no hay consenso, se evita tomar la decisión o hacer la reforma, por muy necesaria que ésta sea. El consenso diluye la responsabilidad entre más actores. La ausencia de consenso, la concentra: de ahí su peligro para el gobernante. Por eso, cada vez se extiende más la indolencia entre los políticos, que no se atreven a adoptar las decisiones necesarias, incluso imprescindibles, cuando son impopulares, si no se toman por consenso. Se parapetan en éste por cobardía, por puro cálculo electoral.

La exigencia del consenso, esto es, del concurso de los partidos de la oposición, de los sindicatos, de los empresarios, no responde a un propósito integrador, magnánimo. Nada más lejos. En esa actitud lo que subyace es un espíritu pusilánime. Por esa vía, se trata de amordazar a la crítica puesto que si las decisiones impopulares se adoptan por consenso, la opinión pública no lo “pagará” solo con ellos, los gobernantes. También lo hará con la oposición que, de ese modo, no podrá sacar rédito político de las decisiones polémicas adoptadas, y sufrirá el mismo desgaste -o casi- que el gobierno. La disputa política ante la opinión pública quedará en tablas. No habrá grandes perjuicios en la intención de voto.

Actuar de ese modo no es gobernar. Gobernar es asumir la responsabilidad y tomar, con valentía y con coraje, las decisiones que convienen al interés general, gusten o no, desgasten o no a quienes las toman. Querer agradar a todo el mundo cuando se toman decisiones –políticas, empresariales, o familiares- no es realista, sino propio de gente pusilánime, insegura. Además, nunca se consigue plenamente. Hay que huir del maniqueísmo y subrayar que quien actúa guiado por el interés general también alberga en su intención el íntimo deseo de agradar a todos, al bien común. Pero sabe que para ello, a veces, hay que sacrificar intereses particulares y que, por tanto, no se agradará siempre a todos puesto que habrá daños colaterales en unas u otras de las decisiones adoptadas o de los sujetos afectados.

La grandeza de la política o, por decirlo de otro modo, lo que hay de valioso en un político es su capacidad para adoptar, sin demora, las decisiones pertinentes en busca del interés general sin esperar nada a cambio. Ni siquiera el aplauso de la opinión pública. La recompensa se halla en la sensación del deber cumplido, en haber hecho lo que importaba al interés general y al futuro de su nación. De ahí la condición ascética y servicial del político verdadero. Esa misma idea la expresa Clemenceau, en un bonito libro sobre Demóstenes, cuando afirma que “las declaraciones de los políticos sobre la ingratitud de los monarcas o de los pueblos son pura vanidad” porque “el hombre consagrado por entero a una gran causa no esperará nunca de la virtud ajena una recompensa que, por lo mismo que es una remuneración, no podría sino rebajarle ante sí mismo”.