De las pensiones de los abogados y otras zarandajas

Fue en el año 1948 cuando los distintos colegios de abogados crearon la Mutualidad de la Abogacía, entidad que, según reza en su publicidad, carece de ánimo de lucro y nace, sobre todo, para intentar paliar, de alguna forma, el déficit de coberturas que los letrados ejercientes tenían al no poder darse de alta, por cuenta propia, en los sistemas de jubilación estatales. De hecho, en 1971, pasa a ser esa función la primordial en la institución.

Entonces, y hasta el año 1996, cualquier abogado que decidiera ejercer la profesión por cuenta propia, debía colegiarse. Y acto seguido, por imperativo legal, darse de alta en la Mutualidad. No había alternativa. A los imberbes letrados de entonces- que, aunque ahora peine canas, yo también fui joven- se nos “vendió” el producto como un plan alternativo a las pensiones públicas, algo así como un aliud por alio, omitiendo la pequeña diferencia entre uno y otro sistema de cara a la cuantía de la prestación. Esos años, además, la Mutualidad jamás prestó asistencia sanitaria -ni tenía convenios firmados que permitieran suplir tal falta- de tal modo que los letrados pagaban su cuota a la mutua y, si querían ver su asistencia sanitaria resuelta, tenían que suscribir convenios privados que les cubriera la eventualidad de una enfermedad. Por supuesto, la baja médica quedaba sin coberturas. Hasta el año 2012 -64 años más tarde de su fundación- la Mutualidad no consigue negociar la asistencia sanitaria general para sus miembros a través de un seguro colectivo, pero esto es otra historia.

Y llegó el año 1996. Entonces, se permitió a los abogados darse de alta en el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos como alternativa. Muchos -entre los que me encuentro- se plantearon cambiar de régimen, encontrándose con la “pequeña traba” de no poder recuperar todas las cantidades que, hasta ese momento, se hubieran aportado a la Mutualidad. Así las cosas, la tesitura era, u olvidarse de lo cotizando hasta el momento y perderlo todo, o seguir enganchado a un régimen que seguía vendiéndose como algo alternativo al RETA y que, de alguna forma, se ligaba a la solidaridad intergeneracional y para con los cónyuges viudos de quienes fallecían ejerciendo la abogacía. La mayoría, pues, seguimos aportando a lo que -creímos- era una hucha segura de cara al futuro. Nada más lejos de la realidad según se ha visto.

En el año 2002 se promulga la Ley de Ordenación del Seguro Privado y lo que hasta entonces era una especie de sistema de capitalización colectiva, pasa a ser un ahorro privado. Para entendernos, una especie de plan de pensiones individual que permitía al mutualista aportar las sumas que considerara prudentes -con unos mínimos establecidos, eso sí- de tal modo que, lo que se aportara, sería lo que, en el futuro podría cobrarse como pensión. Al cambiar de sistema, la propia Mutualidad aplicó una importante rebaja a las cantidades aportadas hasta ese momento, de tal modo que, de la noche a la mañana, las sumas que cada letrado había ido pagando, se vieron reducidas en una cuantía importante. Y la “pequeña diferencia” con un plan de pensiones es que no puedes cambiar tu dinero a otra entidad que te preste el mismo servicio. O lo que es lo mismo: no hay rescate ni posibilidad de invertir tu dinero en otra entidad financiera que te dé mayor confianza.

Hasta el año 2004 -y tuvo que pronunciarse el Tribunal Supremo- la Seguridad Social no permitía simultanear ambos regímenes de previsión. Muchos abogados, desde entonces, cotizamos en ambos sistemas, con la angustia de observar que, cuando llegue la edad de jubilación (69 para la Mutualidad, 67 para el Régimen Especial de Autónomos), con la primera, se cobrará una pensión que no llega a los 300 euros vitalicios y, en la segunda, no hay años de cotización suficiente para poder acceder al 100% de la pensión estatal. Eso sí. Salvo que se quiera -y más de un caso conozco- arrastrar la toga con 80 años por los tribunales de nuestro país, hecho que no parece aconsejable. Ni para los letrados ni para sus clientes. Por otro lado, la sentencia del Tribunal Supremo, Sala Tercera, de 2 de marzo de 2016  consagra la prohibición de cobrar la prestación de jubilación del RETA y seguir ejerciendo.

La Mutualidad en todos estos años ha seguido vendiendo su producto sin levantar las cartas. Ni informa suficientemente, ni dice la cruda realidad de lo que cobran quienes llegan a la jubilación o sus cónyuges viudos. Ha tenido, por otra parte, inversiones de capital ruinosas -con el dinero de los mutualistas, por supuesto- que no dudo se hicieran con buena voluntad pero de las que nadie ha respondido, ni informado suficientemente. No permite participar a los mutualistas en las asambleas, estando creado un sistema de participación “delegada” más propio del pasado antidemocrático que del actual estado de derecho. Y, según parece, quienes asisten a las reuniones y quienes conforman el o los órganos de gobierno de la Mutualidad, cobran dietas y/o emolumentos desconocidos para la mayoría.

En estos días en redes sociales (Twiter, Facebook, Instagram), ha nacido un movimiento espontáneo de abogados mutualistas que, cansados de quejarse por los pasillos de los juzgados o en los bares, quieren poner coto a tales desmanes. El #MovimientoJ2. Ignoro quién o quiénes están detrás. Yo, de momento, les sigo. Acaso la más importante reivindicación por la que se lucha es la de poder pasar las cantidades aportadas a la Mutualidad al RETA -ya se vería en qué proporciones- de tal modo que, los años pagados en uno u otro sistema pudieran reunificarse de alguna forma para permitir a los letrados jubilarse con dignidad. Y piden participar en una asamblea convocada para el 17 de junio de este año con la consigna “cada mutualista, un voto”. No parece que ambos desiderata sean propios de alguien que quiere desestabilizar el sistema. Si no, más bien, y recordando el Digesto de Ulpiano dar a cada uno lo suyo.

Nada nuevo bajo el sol. Los notarios, hace ya muchos años (2003), consiguieron cambiarse al RETA. Los abogados -al parecer 130.000 en España, aunque no todos ejerzan por cuenta propia- deberíamos llegar a esta solución que no parece ni irrazonable ni revolucionaria sino, más bien, de estricta justicia.

Alea jacta est.

 

Imagen: Economist & Jurist

El bloqueo del Partido Popular a la renovación del CGPJ

El pasado jueves día 27 el Partido Popular emitió a última hora de la tarde un comunicado oficial en el que señalaba que las conversaciones para la renovación del CGPJ quedaban suspendidas tras la confirmación por el presidente Sánchez de su intención de impulsar la reforma del delito de sedición con el objetivo de reducir su pena.

Sin duda alguna semejante reforma penal constituiría un nuevo golpe a nuestro maltrecho Estado de Derecho, como justificaremos pormenorizadamente cuando llegue el momento, pero lo que no se entiende es qué tiene eso que ver con la renovación del Consejo. En un Estado de Derecho que funcione adecuadamente los obstáculos para la renovación de una institución solo pueden estar ligados a ese mismo proceso de renovación, no a cualquier otro asunto. Es decir, podría entenderse que el PP se opusiese a renovar el Consejo por pretender utilizarse por el Gobierno el tradicional sistema de reparto de cuotas en función de la correspondiente composición parlamentaria, sistema rechazado expresamente por el Consejo de Europa, por la Comisión Europea y por el propio Tribunal Constitucional español. (Recordemos, una vez más que, aunque el TC avaló la reforma de 1985 que atribuía el nombramiento de todos los consejeros al Parlamento, lo hizo, eso sí, “siempre que las Cámaras, a la hora de hacer sus propuestas, no atiendan sólo a la división de fuerzas existentes en su seno y distribuyan los puestos a cubrir entre los distintos partidos en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos”, que es lo que se viene haciendo sistemáticamente desde entonces).

Pero lo que no tiene sentido es que el PP utilice su poder de veto para presionar al Gobierno a retirar una iniciativa parlamentaria totalmente desconectada de ese asunto y que por muy desafortunada que nos parezca tiene todo el derecho a sacar adelante. Esto es algo todavía peor que la práctica habitual de los partidos nacionalistas de oponerse a una norma (por ejemplo, los presupuestos) si no se aprueba otra (por ejemplo, la reforma de la sedición). Práctica que ya es bastante impresentable -porque nada tiene que ver una cosa con otra y se supone que las leyes se aprueban o rechazan por su mérito intrínseco- pero al fin y al cabo son iniciativas políticas con las que nadie está obligado a colaborar, a diferencia de lo que ocurre con la renovación del Consejo, que es una obligación institucional.

El hecho de que el PP estuviese inmerso en la negociación del sistema de reparto por cuotas en el momento de la ruptura nos confirma, una vez más, que su retórica relativa a la independencia judicial es mera apariencia. Del planteamiento contenido en el comunicado resulta claro que en caso de obtener esa contrapartida el vergonzoso reparto de siempre hubiera salido adelante. Además, no hay que olvidar que el PP tuvo oportunidad de acabar legislativamente con este sistema en múltiples ocasiones, y no solo no lo hizo, sino que todas sus reformas fueron siempre en una dirección todavía más contraria a los principios de independencia y neutralidad institucional que dice defender ahora, como apuntamos en su momento en este post del año 2013 (aquí).

La Comisión Europea ha instado al Reino de España, primero, a renovar el Poder Judicial y, después, a cambiar el sistema para adaptarlo a los estándares europeos, conforme a los cuales deben ser los jueces los que elijan, al menos, a la mitad de los consejeros. Pues bien, lo que debe quedar claro es que, aunque proceda renovar en primer lugar sin cambiar antes la ley, esto no tiene que hacerse necesariamente a través de la forma tradicional del reparto entre los distintos grupos políticos (procedimiento en esta ocasión viciado legalmente dado que su origen se remonta a 2018 y excluye la participación en el proceso de las últimas promociones de jueces). Existen otros mecanismos de selección más presentables, incluido el sorteo entre candidatos preseleccionados que reúnan determinadas características. Incluso al amparo de la ley vigente en la que son los políticos los que designan, sería posible llegar a un compromiso entre los dos partidos mayoritarios para que el Parlamento designe a la mitad de los consejeros (los que necesariamente deben ser jueces) por la vía de ratificar el resultado de una elección directa realizada por los propios jueces, que sería la forma más idónea para empezar a cumplir con las exigencias europeas. No habría más que convocar una elección conforme a un sistema electoral que evite la tiranía de las asociaciones mayoritarias y cuyo resultado refleje la pluralidad de la judicatura, y que los partidos se repartan si quieren la otra mitad de los consejeros con arreglo a sus respectivas cuotas. Y luego, sí, modificar la ley para confirmar definitivamente ese sistema.

Esto es lo que debería estar exigiendo el PP en este momento y no que se retire la reforma de la sedición para volver a las andadas. Es obvio que ni el PSOE ni Podemos ni los nacionalistas están por la labor y quieren renovar ya conforme al reparto partitocrático que ahora les favorece, antes de que Europa empiece a sancionarnos por no cambiar la ley (como no tengan ninguna duda de que va a ocurrir), pero cabe sospechar que la postura del PP no es muy diferente, simplemente a la espera de que cambie la mayoría de turno para volver a aprovechar el momento. No nos engañemos, como siempre ha hecho.

En cualquier caso, lo que resulta del todo evidente es que este sistema de selección partitocrático creado por el primer Gobierno socialista de Felipe González ha constituido un fracaso monumental, como era previsible, que a estas alturas ya no da más de sí. Lo pueden asumir los partidos españoles y reaccionar antes de que el destrozo y la humillación internacional sean todavía mayores o esperar a que empiecen las sanciones, como ya pasa en Polonia.

Hagan sus apuestas.

Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization: el triunfo del originalismo (Parte II)

La insistencia de la mayoría en que ningún otro precedente basado en el “derecho a la privacidad” y en la cláusula del proceso debido de la Decimocuarta Enmienda está en peligro, sin embargo, se ve inmediatamente cuestionada por el voto concurrente del juez Clarence Thomas, que afirma que, si de él dependiera, toda una retahíla de precedentes del Tribunal, incluido el libre acceso a los anticonceptivos, a la práctica consensual de sexo entre personas del mismo sexo y al matrimonio homosexual deben ser revocados, aunque el juez Thomas, caritativamente, deja para mejor ocasión decidir si todos esos derechos pueden hallar cobijo bajo alguna otra cláusula constitucional.

Por su parte, el juez Kavanaugh, en un voto concurrente de tono especialmente respetuoso, defiende que la Constitución es neutral en la cuestión del aborto y que la misma debe ser decidida por medios políticos. Además, incluye -y esto es un aviso para navegantes antiabortistas- la afirmación de que la Constitución no prohíbe el aborto en Estados Unidos, y que cada Estado debe tomar su determinación al respecto. El juez Kavanaugh indica, asimismo, que, si se quiere modificar la Constitución en un sentido u otro, la propia Constitución marca el camino para hacerlo, sin que los miembros del Tribunal Supremo puedan “crear nuevos derechos y libertades basadas en sus opiniones morales y políticas”. Por último, el juez Kavanaugh también indica claramente que el siguiente paso abogado por los antiabortistas estadounidenses -evitar que las mujeres embarazadas en un Estado que prohíba el aborto se desplacen a un Estado en el que el aborto sea legal- chocará con el derecho constitucional a desplazarse entre Estados. También avisa que no cabe imponer retroactivamente sanciones a las mujeres que hayan abortado antes de que Dobbs fuera dictada. En lo que yerra, a mi juicio de manera llamativa, es en su optimista afirmación de que el Tribunal Supremo ya no tendrá que decidir como equilibrar los intereses de las mujeres embarazadas respecto de los intereses gubernamentales de proteger la vida prenatal. Si el juez Kavanaugh cree que Dobbs va a detener la litigación constitucional sobre el aborto, los próximos meses y años le van a sacar de su error a toda velocidad.

El Presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, en su solitario voto concurrente, defiende que el Tribunal, basándose en principios de moderación judicial, podría haber dado el visto bueno a la constitucionalidad de la ley de Mississippi sin tener que revocar Roe y Casey, por cuanto quince semanas es tiempo más que suficiente para que una mujer obtenga un aborto -el juez Roberts, y la mayoría, omiten el hecho nada menor de que, desde el 7 de julio de 2022, en Mississippi no quedan ya clínicas que practiquen abortos, debido al hostigamiento de los gobiernos republicanos estatales desde hace años a las mismas-.

Roberts se muestra de acuerdo con la mayoría, asimismo, en que los abortos que se ejecutan una vez el feto se encuentra formado, aunque no sea viable, constituyen infanticidio y, por lo tanto, son inconstitucionales, rechazando la viabilidad como el umbral para que el Estado pueda legislar sobre el aborto.

Donde Roberts se aparta de la mayoría -y dada su trayectoria jurídica personal, esto resulta sorprendente- es que parece reconocer tácitamente que sí existe un derecho constitucional al aborto, cuanto menos en el primer trimestre, y que existen unos derechos de autonomía personal de la mujer que deben ser equilibrados con los derechos de protección de la vida prenatal similares a los que Roe y Casey reconocían. Dado que varios Estados federados -incluida la propia Mississippi- ya han establecido una prohibición total o tras sólo seis semanas al aborto, resulta dudoso que cuenten con el voto de Roberts cuando se produzca un desafío legal a los mismos ante el Tribunal Supremo.

Finalmente, los jueces Breyer, Sotomayor y Kagan firman un voto disidente conjunto (algo muy poco habitual) de una gran dureza respecto de la opinión emitida por la mayoría. En primer lugar, afirman que tanto Roe como Casey, y en particular la segunda, establecían un equilibrio entre los derechos de autonomía de la mujer embarazada y los derechos gubernamentales de proteger la vida prenatal. A continuación, afirman que Dobbs establece que desde el momento de la fertilización del óvulo, una mujer deja de tener derechos, y que un Estado federado puede obligarla a llevar ese embarazo a término, sin tomar en consideración cuestiones como que haya podido ser víctima de violación o incesto, o que el feto tenga graves anomalías que le impidan sobrevivir a largo plazo.

La minoría continúa criticando que Dobbs provocará la incoación de causas criminales contra las mujeres que intenten abortar, y es especialmente mordaz al indicar que las mujeres pobres e incapaces de desplazarse a otros Estados en los que el aborto continúe siendo legal serán las que más sufran a resultas de la Sentencia. Afirma que nada en la opinión impedirá al gobierno federal prohibir el aborto a nivel nacional si así lo desea (aunque, como he expuesto con anterior, parece evidente que Roberts y Kavanaugh declararían una ley de esa naturaleza inconstitucional).

La minoría a continuación pasa a atacar la Sentencia indicando uno de sus puntos más débiles: su afirmación de que otros derechos constitucionales no están en peligro. Teniendo en cuenta que el argumento principal para declarar que el aborto no es un derecho constitucional es que dicho derecho “no está firmemente enraizado en la historia”, es evidente que tampoco hay base en el Derecho Constitucional estadounidense para afirmar que otros derechos constitucionalmente reconocidos a día de hoy como el derecho al matrimonio homosexual, interracial, al sexo homosexual consensual, o al uso de anticonceptivos. Ninguno de esos derechos eran considerados como tales cuando se aprobó la Constitución o sus enmiendas fundamentales en el siglo XIX.

Los tres magistrados pasan a defender a continuación la diferencia fundamental filosófica que caracteriza en este momento a las dos alas que se enfrentan en el Tribunal Supremo: frente a una minoría que defiende que las cláusulas de la Constitución, particularmente las que reflejan principios de naturaleza abstracta como la Decimocuarta Enmienda, deben ser interpretadas con el significado que hoy en día se les otorga a esas palabras y principios, los miembros de la mayoría insisten en que deben serlo con el significado que tenían esas palabras y principios en el momento en que los distintos artículos y enmiendas fueron ratificados, lo que supone, en este caso concreto, enviar el debate a 1868.

Y aquí es donde la minoría hace sangre, porque los legisladores que aprobaron la Decimocuarta Enmienda en esa fecha eran todos, sin excepción, hombres, que consideraban que las mujeres no eran ciudadanas de pleno derecho (como indica el voto disidente, les quedaba medio siglo para obtener el voto), y por ello, interpretar las cláusulas constitucionales como las interpretaban los Padres Fundadores o los legisladores hombres que aprobaron esa enmienda es inaceptable desde el punto de vista del siglo XXI.

La minoría señala además que esos mismos Fundadores tuvieron, al menos, el buen juicio de “definir derechos en términos generales, para permitir la evolución futura de su alcance y significado”. Los tres magistrados señalan un ejemplo absolutamente característico: el matrimonio interracial era ilegal en la mayoría de los Estados durante el siglo XIX (de hecho, lo fue hasta 1948), y sin embargo, pese a que era evidente que el derecho a contraer matrimonio con una persona de otra raza no podía fundamentarse en ningún tipo de arraigo histórico-jurídico, el Tribunal Supremo no dudó en declarar que no cabía interferencia gubernamental posible en una decisión de autonomía personal tan evidente.

La minoría no duda en atacar los votos concurrentes: señala que la afirmación de Kavanaugh de que la Constitución es “neutral” en relación con el aborto y que el Tribunal debe serlo también es insostenible, y que en Dobbs lo que hace el Supremo es posicionarse contra las mujeres que intentan abortar y a favor de los Estados que pretenden impedírselo.

En última instancia, Breyer, Sotomayor y Kagan concluyen que la Sentencia es una violación de la libertad individual de las mujeres y de su derecho a no sufrir intromisiones ilegítimas en su cuerpo por parte del Gobierno. Una libertad que, diga lo que diga la mayoría, ha sido expandida por el Tribunal Supremo y por el Congreso y el Senado -al menos hasta fecha reciente- mucho más allá de lo que los Padres Fundadores y los autores de las enmiendas del siglo XIX podían haber concebido en su momento. Las páginas del voto disidente en este punto son, desde un punto de vista estrictamente lógico, devastadoras: el fundamento principal de la decisión adoptada por la mayoría es que el significado de la palabra “libertad” debe ser interpretado en base a parámetros de 1868. Eso supone, lisa y llanamente, la “petrificación” del Derecho Constitucional.

La minoría ataca también el hecho de que la mayoría abandone el principio stare decisis o afirme que el parámetro establecido por Casey sobre la imposibilidad de imponer restricciones al aborto que sean una “carga indebida” para las mujeres sea impracticable, especialmente a la vista de que la mayoría ha sido incapaz de ofrecer un nuevo estándar operativo, más allá de considerar que se puede impedir, si un Estado federado así lo desea, que una mujer aborte en cualquier momento del embarazo.

La minoría, en su impotencia, reitera algo que es sabido, pero que es irrelevante para la decisión adoptada por la mayoría: que una prohibición del aborto incrementará la mortalidad femenina, particularmente entre las mujeres negras, y que precisamente los estados como Mississippi, que prohíben el aborto, son los Estados con peor sanidad pública y con mayor mortalidad infantil en Estados Unidos.

Los tres magistrados de la minoría señalan que la decisión de revocar Roe y Casey causará una enorme disrupción entre las mujeres estadounidenses, y que las invocaciones a la planificación reproductiva o a la adopción que contiene la Sentencia tienen poca o ninguna relación con la realidad práctica, especialmente entre las mujeres pobres, que incluso antes de la Sentencia tenían enormes problemas para financiar abortos (recordemos que el sistema de salud de EE.UU es quizá el más ineficiente de todo Occidente).

Las últimas páginas del voto disidente están plagadas de frases lapidarias: “tras el día de hoy, las mujeres jóvenes alcanzarán la mayoría de edad con menos derechos que sus madres y abuelas” y concluyen con la predicción de que la legitimidad del Tribunal se verá destruida con gran rapidez por decisiones como ésta.

Contrariamente a lo que pueda creer la mayoría, el Tribunal Supremo, al adoptar una decisión tan relevante, se va a ver arrastrado por los Estados gobernados por los republicanos, que tras Dobbs han iniciado una carrera para imponer restricciones draconianas a las mujeres para impedirles que puedan abortar (prohibiciones totales, proyectos de ley que pretenden impedirles abandonar el Estado para hacerlo, etc), a nuevas y cada vez más controvertidas decisiones sobre el aborto. Y con la actual composición del Tribunal, parece claro que, las más de las veces, la maquinaria estatal derrotará a las mujeres.