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La espuria figura de los asesores

Los asesores, esa figura espuria que se mueve entre bambalinas del poder, parece haber adquirido un desorbitado interés mediático. No es para menos. Lo que hemos leído y oído estos últimos días sorprende a muchos, indigna a otros y a los menos, como es mi caso, no nos dice nada nuevo que ya no supiéramos. Intentaré explicar brevemente quiénes son y a qué se dedican tan ignorados transeúntes de las nóminas públicas. Aunque ya les anticipo que no es fácil, pues son dúctiles y muy variopintos, aunque haya algunos rasgos que los identifiquen. Veamos.

1.- Si nos paramos un momento a reflexionar, parece obvio que carece de sentido que esta figura se regule, con carácter general, en la legislación de función pública, cuando se trata de una figura esencialmente política. Y, sin embargo, así se viene haciendo desde la LFCE de 1964. Primera paradoja. No son funcionarios realmente (sirven al partido no a la ciudadanía); pero dada esa cobertura legal, se pueden llegar a confundir con ellos, y la opinión pública se puede montar un pequeño lío. Atinado estuvo en su día el profesor Severiano Fernández Ramos calificando a esos funcionarios eventuales como los falsos empleados públicos.

2.- La normativa de función pública cuando regula esa figura del personal eventual remite a aquellos que desempeñan tareas que son de confianza y asesoramiento especial (realmente político). Cuál sea exactamente el alcance de esos dos conceptos, no resulta fácil de delimitar y permite, por tanto, que a veces desborden sus contornos e interfieran en ámbitos técnicos, de gestión o, incluso, directivos o políticos. Es lo que tienen las acotaciones tan genéricas, más aún cuando tampoco se exigen requisitos específicos para ser nombrado.

3.- Como juegan en el patio de la política y no de la función pública profesional, al margen de que algunos de ellos procedan de esta, su nombramiento y cese es libre, y la discrecionalidad actúa allí sin límite alguno. Ya pueden pensar lo que puede pasar en un país como este, cuando la manga ancha es tan amplia. Eso sí, se vinculan umbilicalmente a la persona que les nombró, cuando esta cesa ellos se van con ella también. De ahí su naturaleza “eventual”.

4.- Ciertamente, esas exigencias normativas son magras, y admiten muchas soluciones, algunas “ad hoc”. Impera en tales nombramientos y ceses lo que el profesor Francisco Longo denominara como “la metafísica de la confianza”, tan frecuentada por una política que hace del clientelismo su seña de identidad. Así lo fue en el siglo XIX (cuando no se habían descubierto aún las enormes bondades de esta figura), y así lo sigue siendo en el siglo XXI. España es así.

5.- Pero, si ese marco regulatorio es malo de solemnidad, lleno de agujeros intencionados, lo que casi permite cualquier cosa, peor aún es la práctica política que se ha ido adoptando (y agravando) desde 1978 hasta nuestros días. La política pronto descubrió, en efecto, que tan espuria figura de los asesores admitía, entre otras funcionalidades, que también las tiene, ser una máquina engrasada de repartir turrones entre los amigos políticos y otros afines. Y se puso a funcionar, primero con cierta contención, luego a pleno rendimiento.

6.- Sorprenderá al lector ingenuo que esto pase, pues obvio resulta que, para ejercer una función asesora, sea esta cual fuere, se requiere una premisa básica: disponer de juicio y criterio experto en tales lides. Pero, no se olviden que este es un oficio “auxiliar” de la política. Alguien con mala leche les llamó en su día “fontaneros”. La política es un oficio de contornos difusos. Y realmente ahí es donde el personal eventual sirve para un roto o para un descosido.

7.- No cabe duda de que un político serio y responsable procurará rodearse, siempre que su partido se lo permita, de un equipo de asesores; una suerte de estado mayor, que le provea de discurso, estrategias y refuerce las competencias de liderazgo de quien le nombra. Así se hace en las democracias avanzadas, cuyos gobiernos tienen también personal asesor, pero extraído de la alta función pública, de las universidades o de profesionales cualificados.

8.- En España proliferan por doquier los asesores de comunicación o, incluso, de imagen, que pervierten y reducen la política a un necio y perverso juego de buenos y malos, por lo común de una pobreza discursiva supina y de una simplicidad maniquea. Los gabinetes de los políticos en este país, y hay ejemplos claros en algunos ámbitos, se han convertido en máquinas propagandistas de producir relato interesado y sectario. Esto es lo que más parece gustar hoy en día a unos políticos enfermos de imagen, sin nada que contar realmente, solo consignas de papagayo aprendidas y, eso sí, demostrando tener siempre una cara de hormigón.

9.- También hay innumerables asesores de grupos políticos locales, grupos parlamentarios, o de gabinetes de presidentes, ministros, consejeros, alcaldes o presidentes de gobiernos locales intermedios. Se cuentan por miles en todo España. Y en ese saco hay de todo, buenos profesionales, malos y también quienes son asesores sin tener realmente nada de qué asesorar. O personas muy jóvenes que acceden a su primera nómina gracias al partido. Siempre me ha llamado la atención que personas de perfil junior, por mucho que atesoren un máster o doctorado, se dediquen a asesorar en una actividad tan compleja como la política, que requiere mucha experiencia práctica.  Y podría contarles un sinfín de anécdotas vividas.

10.- Dentro de ese “cajón de sastre” del personal eventual cabe de todo, aunque con algunas limitaciones puestas por la doctrina jurisprudencial, pretendiendo vanamente poner puertas al frenético oleaje de la política clientelar. Ciertamente, no cabe negar que en esa “selecta nómina” de asesores hay personas con muy buenas credenciales profesionales y con largo trazado en el ámbito de lo público (he conocido y conozco varias). Eso honra al político que les nombra y probablemente mejorará los resultados de sus propias políticas.

11.- Pero en este reinado absoluto de la confianza política, o en esta España de los favores, lo normal se pervierte fácilmente en excepcional. Y, en verdad, esta espuria figura permite que, por ejemplo, si los partidos han de premiar a alguien, se ha de colocar a un amigo, un militante, un familiar, o cuando se quiere regalar una bufanda económica para que quien deja los primeros puestos de la política no pase frío, se le nombra asesor. Seguro de vida, al menos para cuatro años. Los partidos son ya entidades de beneficencia de sus cargos públicos.

12.- Es verdad que el legislador, empujado por las políticas de contención fiscal y no por voluntad propia, estableció algunos límites en cuanto al número que pueden nombrar los políticos con facultad de hacerlo (ministros, secretarios de estado, consejeros, alcaldes, etc.). Pero también lo es que, en otros niveles, tales como las presidencias del Gobierno, esos límites no suelen existir. Y allí se inflan las estructuras hasta la obesidad mórbida. Además, se ha buscado otra solución imaginativa: asimilarles en algunos casos a órganos directivos (incluso a órganos superiores), con lo cual quienes asesoran tienen así la espalda cubierta con retribuciones más sustanciosas. Los órganos staff se visten formalmente de estructuras en línea. Hay vestidos para todo en la política española.

13.- En realidad, ese mundo espurio del personal eventual es un cuarto oscuro de la política que la tan cacareada era de la transparencia apenas ha conseguido iluminar. No disponemos de datos de conjunto de la presencia del personal eventual en totalidad de las Administraciones Públicas. Tarea hercúlea en esta España de taifas autonómicas y de miles de entidades locales. Un buen reto para los investigadores, también de los medios, si los hay.

14.- No creo que haya que insistir mucho en que, con el paso del tiempo, esta figura espuria del personal asesor ha ido creciendo y desbordando sus contornos sin que su utilidad funcional, que la tiene, apenas haya sido respetada. Eso es responsabilidad de unos partidos políticos que cada vez más se han convertido en agencias de colocación de sus propios militantes y allegados en cargos públicos y figuras afines. Con el paso del tiempo, los partidos han ido mostrando mayor voracidad a la hora de atender sus propias necesidades endógenas, pervirtiendo las instituciones, también en esta pequeña escala de esa figura “angelical” de los asesores, hasta convertirla a veces en mera caricatura. Premiar al militante que “todo lo ha dado por el partido” exige disponer también de estas soluciones dúctiles que todo lo permiten.

15.- En fin, nada que no se sepa. No hay por qué alarmarse. Llegados hasta aquí, les he de confesar que no tengo ni la más mínima esperanza de que esto cambie. La regulación actual deja manga ancha a los partidos políticos. Y los únicos que la pueden cambiar son los propios partidos. No lo harán, porque en esto actúan como un cártel, según expusieron lúcidamente Katz y Mair, y tienen también sus espurios intereses: proteger frente “al paro y la indigencia” a sus huestes y a la creciente manada de paniaguados que pretende abrevar eternamente en el comedero público.

Como lo que está pasando en el circo de la política española es realmente muy serio, pero tampoco es nuevo ni mucho menos, la única intención de estas líneas ha sido pretender aportar algo de luz a una figura poco conocida y analizada. Al menos por quienes no son especialistas. Nuestra tendencia innata a pervertir el sentido y finalidad de las instituciones, en ese afán desmedido y antidemocrático de la política por controlarlo todo y hacer un uso desviado de sus propios fines, se muestra también en este rincón oscuro de las estructurales gubernamentales, al que le convendría una mejor regulación, más profesionalidad, mucha transparencia y dosis innegables de integridad institucional. Un pío deseo.

 

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