Entradas

El Derecho nacional (o europeo) de contratos tras el Brexit: el fin de un paradigma

Aunque el trasfondo técnico y doctrinal de lo que aquí decimos es abundante, eludimos necesariamente su detalle, para plantear la cuestión con una sencilla pregunta: una vez el Reino Unido ha salido de la Unión Europea ¿podrían (o incluso de deberían) los Estados Miembros dotarse de un derecho de contratos común que sirviera como fuente de resolución de conflictos en las relaciones contractuales de sus sujetos (empresas y particulares)? Y hasta entonces, deberían recurrir a sus respectivos derechos nacionales descartando el derecho inglés?

El asunto es relevante (y más ahora que la supremacía del derecho inglés empieza a verse claramente cuestionada) y explica, con un sencillo supuesto de hecho que nos sirve de ejemplo, la justificación de su debate: una empresa del Ibex 35 quiere adquirir una sociedad alemana en el sector -digamos- de las telecomunicaciones. En una negociación de iguales entre comprador y vendedor ¿cuál debería/podría ser el derecho aplicable al contrato de compraventa que documenta dicha transacción? Consideraciones de estrategia al margen, la contestación a esta pregunta permite tres respuestas; el derecho de obligaciones alemán (el del vendedor), el derecho de obligaciones español (el del comprador) o el derecho de obligaciones de un tercer estado “neutral”; uno que las partes tengan por conveniente y seguro a efectos de resolver los conflictos que pudieran surgir en la fase de cumplimiento del contrato. La experiencia en operaciones de integración de sociedades de ámbito internacional o comunitario (que puede hacerse extensible a otras muchas de naturaleza diversa; emisión de obligaciones en el euromercado, contratos de aseguramiento en salidas a bolsa internacionales en el espacio europeo, créditos sindicados con elemento extranjero etc.) nos da la solución mayoritariamente seguida hasta ahora en estos supuestos: las partes optan por un derecho “neutral” y ese no es otro que el derecho de obligaciones inglés.

La neutralidad que se ha buscado hasta la fecha con ese tercer derecho, ajeno al de las partes implicadas en la transacción, tiene una triple justificación: el teórico equilibrio en la posición negociadora de las partes, el “miedo” a someterse al derecho de obligaciones del contrario y por último la convicción, no siempre contrastada en primera persona, de que este -el derecho inglés- es mejor que cualquiera de los otros muchos disponibles para servir al propósito de resolver un eventual conflicto. Se tenía como cierto, de esta forma, que el derecho de obligaciones inglés era más eficiente, si nos circunscribimos a la Unión Europea, que cualquiera de los otros aplicables en los Estados Miembros que la integran; el francés, el italiano, el austriaco etc., por referirnos a algunos de larga tradición jurídica.

Una convicción que se apoya en distintas circunstancias y creencias; entre las circunstancias está el hecho de ser (ahora, haber sido) un destacado miembro de la Unión Europea desde 1972, que representaba 20% de la economía comunitaria y, coincidiendo con dicha condición, la imparable progresión de los negocios internacionales con Londres como metrópoli del mundo financiero. Acompaña a este hecho no menor, la creencia de que un contrato sometido al derecho ingles será cumplido en sus propios términos (sin margen por tanto a una interpretación circunstancial de la voluntad de las partes), la existencia de una jurisprudencia consolidada en las materias que atañen a los negocios o transacciones comerciales y, lo que es tan importante, la convicción de que los tribunales ingleses, llamados a dirimir el conflicto sobre la base de la aplicación de su propio derecho, serán los mejores árbitros para ese partido.

Las anteriores creencias y la reputación que las sustentan eran en realidad, en su gran mayoría, ajenas a la experiencia que de ellas han tenido las partes y ha estado asociada a distintos factores no siempre relevantes. Pero al margen de ello, hasta hace poco (y quizá aun hoy) hay motivos que justifican también esta supremacía: Londres como principal centro financiero internacional en el espacio europeo y pilar normativo del derecho financiero de la Unión Europea, asesores (financieros, legales, contables) cuya formación y modus operandi está inspirado en la práctica angloamericana, creación de un círculo virtuoso entre opción legislativa y tribunales y, no menos importante que todo lo anterior, la utilización del idioma inglés como lengua vehicular del comercio que se equipara así a su derecho de obligaciones haciendo de él, en una particular categoría, una suerte de “derecho vehicular” de los negocios (especialmente de los de mayor volumen) internacionales.

Consideraciones de eficiencia por tanto, el conocimiento adquirido en la práctica del “diseño” de las transacciones (pero del que solo en ocasiones se puede hablar con conocimiento de causa en la fase de “funcionamiento”) y el hecho de que muchas veces en los negocios internacionales hay conexión con Londres que era Capital de un Estado miembro, a su vez son algunos de los motivos que han justificado que, incluso cuando esta conexión geográfica no existía, acudiéramos a ese derecho como derecho de “conveniencia” (en un símil que evoca el sentido que le es aplicable a las banderas o pabellones). Recientemente, sin embargo, este paradigma empieza a ser cuestionado y ello tiene que ver con el hecho de que el Estado Miembro de referencia ha dejado de ser miembro de la Unión Europea.

Y es precisamente este cuestionamiento al hilo del que bien pudieran rescatarse las viejas aspiraciones (manifestadas en distintos momentos) de dotar a la UE de un derecho común de contratos que, por uno u otro motivo, no han tenido mucho recorrido. Hasta la fecha, de los trabajos e iniciativas en esta materia (objeto de numerosas resoluciones del Parlamente Europeo desde 1989 hasta 2010 con la publicación del Libro Verde sobre Opciones de Creación de un Derecho Europeo de Contratos) solo ha habido frutos en zonas “de compromiso” y por tanto con alcance muy limitado.

Quizá este sea un buen momento para, con la seguridad de que el derecho ingles seguirá siendo un referente (uno más supongo), pero viéndonos en la obligación de dar respuesta a quienes nos demandan un derecho alternativo de alguno de los estados que permanecen en la Unión Europea, trabajar en la construcción de una opción “neutral” e igualmente atractiva sin menoscabar la necesaria seguridad jurídica de las grandes transacciones mercantiles comunitarias. Esta opción no parece otra que la codificación de un derecho europeo de obligaciones contractuales y, en el “periodo transitorio” optar, como parte de la negociación del acuerdo, por el derecho nacional del Estado Miembro de una de las partes de la transacción de que se trate.

Las tres paradojas del Brexit

La semana pasada el Parlamento Europeo ratificó el Acuerdo de Cooperación y Comercio Unión Europea-Reino Unido, que estaba en vigor provisionalmente desde el 1 de enero de 2021. Se cierra así una larga etapa de incertidumbre sobre la salida británica y la definición de su nueva relación con la Unión. Sin duda seguirán sucediéndose las negociaciones entre las dos partes para atender un sinfín de asuntos aún no abordados. Pero la suma del acuerdo de retirada de 2019 y el mencionado pacto comercial recién aprobado permite dar un paso atrás y evaluar en términos jurídicos y políticos el resultado de la saga del Brexit.

Si nos elevamos por encima los continuos giros de guión de la complicada salida británica y analizamos esta ruptura con visión de conjunto, tres paradojas ayudan a entenderla y valorarla. En primer lugar, el Reino Unido ha pasado de gestionar una relación basada en el interés a llevar adelante un divorcio movido por las emociones, sin un buen análisis coste beneficio. En segundo lugar, el resultado de esta decisión de gran calado constitucional es que el antiguo Estado miembro recupera soberanía, pero pierde poder, como ha dicho certeramente Hugo Dixon. En tercer lugar, a pesar de desintegración que supone la salida del Reino Unido, la UE sale fortalecida, un “dividendo del Brexit” inesperado y aún por aprovechar.

Intentaré desarrollar sucintamente cada una de estas paradojas. La primera parte de un dato histórico: el Reino Unido ingresó en 1973 en las Comunidades Europeas buscando una capacidad de influencia que no tenía fuera del Mercado Común y no por su identificación con un proyecto de integración económica y política continental. Le movía un análisis de intereses que no había hecho correctamente en 1956, cuando prefirió fundar la EFTA y no sumarse al Tratado de Roma. Su visión de Europa era la propia de un matrimonio de conveniencia, que como sabemos a veces duran mucho más que algunos fundados en el amor.

Este razonamiento basado en el cálculo seguía explicando la participación británica en la integración europea cuando se cumplieron cuarenta años del primer referéndum sobre su salida. En Bruselas, el Reino Unido no buscaba dejar atrás a los demonios del pasado, como Alemania o España. Su objetivo era lograr más influencia al estar dentro en vez de fuera, y gestionar mejor una creciente interdependencia política y económica con el continente. Aportaban a la Unión nada menos que una defensa firme del Estado nación y del mercado, capacidades militares esenciales para el futuro y una visión global y abierta. Hacia 2015 la diplomacia británica llegó a ser más respetada que cualquiera otra en las instituciones comunitarias: había conseguido todos los objetivos estratégicos planteados a lo largo de varias décadas. La UE no se había convertido en un super-Estado, se había completado la gran ampliación al Este, el mercado interior era el proyecto principal y el más exitoso, el comercio exterior se desarrollaba bajo una gran influencia de Londres y, por voluntad propia, se mantenían al margen de la moneda común y la libre circulación de personas, dos proyectos con problemas. A mis amigos ingleses les digo que, en vez de convocar un nuevo referéndum en 2016, deberían haber organizado en ese momento una fiesta para celebrar su victoria. Pero un primer ministro frívolo y desganado, un ludópata no diagnosticado a tiempo, decidió jugarse el futuro del Reino Unido tirando una moneda al aire. En vez del duro trabajo de gestionar un debate recurrente en el seno del partido conservador sobre Europa, decidió solucionarlo sin mucho esfuerzo con una consulta, contagiado por el virus de la democracia directa. Daba igual que la inmensa mayoría de la población no cuestionase la integración y no le importaba poner en peligro la unidad del reino y debilitar la democracia representativa, en horas bajas en todo Occidente. Una Unión apenas recuperada de la crisis del euro y paralizada por la inmigración descontrolada, fue también responsable, porque no hizo lo suficiente para ayudar a retener a un socio tan importante.

Una vez conocido el resultado del referéndum de 2016, el sentimiento nacionalista y el libreto populista han dominado las negociaciones de salida, convirtiendo a la UE en el enemigo externo, en vez del nuevo socio estratégico que necesita el Reino Unido. Ha sido un divorcio ejecutado por parte británica sin apenas cálculo ni estrategia, guiado por las emociones y las hipérboles (“No a ser un Estado vasallo, sí a una Gran Betaña Global…), en el que la finalidad principal era romper cuanto antes y no preparar el terreno para tejer los numerosos acuerdos que necesitaría esta nueva relación.

La segunda paradoja se puede resumir diciendo que el Reino Unido recupera soberanía pero pierde poder. Tras el resultado de la consulta nadie sabía en qué consistía pasar a ser “antiguo Estado miembro”, una operación política, jurídica, constitucional y económica jamás ensayada, de enorme complejidad. Como hemos visto, ha exigido una negociación intra-británica y entre Londres y Bruselas de casi cinco años. Los británicos han querido convertirse en un “mejor tercer Estado” respecto a la Unión que dejaban y no lo ha conseguido. Al final han elegido un Brexit semi-duro y plagado de incertidumbres

El artículo 50 del Tratado UE claramente nos favorecía a los continentales en las negociaciones, entre otras razones por la cuenta atrás de dos años que ponía en marcha una vez se notificaba la intención de salir. Sobre todo, hemos comprobado que cuanto más cerca y más acceso al mercado interior quiere conservar un Estado que se marcha, más normas comunitarias tiene que aceptar y aplicar. El equipo de Michel Barnier ha negociado con todas las cartas en la mano. En el tratado de retirada de 2019 que regulaba las cuestiones financieras, los derechos de los residentes y el status de Irlanda del Norte el Reino Unido ha aceptado pagar una factura abultada. También, mantener al Ulster dentro de unión aduanera para garantizar acuerdos de paz del Viernes Santo 1998 y la libertad económica en la isla. De este modo, el pacto mantiene la libre circulación de mercancías en la isla de Irlanda a costa de crear una frontera económica y aduanera en el mar de Irlanda. Los bienes que entran en Irlanda del Norte desde Gran Bretaña deben adaptarse a las normas europeas, un asunto que ya está causando un rechazo frontal por parte de los mismos políticos conservadores que eligieron introducir esta alambicada fórmula en el pacto de divorcio.

Respecto al acuerdo de cooperación y comercio recién ratificado, es un un pacto a medida, diferente de otros modelos (canadiense, noruego, suizo o turco). Es desde luego mejor que la alternativa real de una salida por las bravas, ese alegre salto al precipicio que pedía un sector de los tories, en contra de alcanzar un pacto que gestione la enorme interdependencia Reino Unido-Unión Europea. En realidad, el acuerdo alcanzado es el principio de muchas negociaciones futuras, por su enfoque minimalista y sus grandes carencias.

El pacto permite el acceso de mercancías británicas al mercado interior, mediante la eliminación de tarifas y cuotas, pero no afecta a posibles obstáculos regulatorios y trae consigo las trabas burocráticas que se crean en las nuevas aduanas. Buena parte de ellas tienen que ver con los controles por aplicación a los bienes británicos exportados de la compleja normativa sobre reglas de origen. No se ha creado hay un control ex ante que obligue al Reino Unido a evaluar el impacto de sus subsidios o su desregulación sobre el “campo de juego nivelado” (level playing field) que se quiere mantener con la Unión Europea. Pero el acuerdo sí crea un mecanismo compensatorio ex post para garantizar la competencia leal y el mantenimiento de estándares sociales, ambientales, etc. Se introduce de este modo la posibilidad de suspender por una de las partes los beneficios del acuerdo si se constata la violación de principios de competencia leal o un impacto negativo en el  comercio y las inversiones. La futura divergencia regulatoria pondrá a prueba este mecanismo, que choca con el deseo del actual gobierno británico de promover legislación que resalte las diferencias con la Unión. La gran baza del Reino Unido en el futuro podría ser la fiscalidad, compitiendo a la baja. Pero el proyecto de crear un “Singapur en el Támesis” parece poco compatible con el sostenimiento del Estado del Bienestar y la atención a los problemas de desigualdad y falta de cohesión económica y social dentro del Reino Unido, en el origen del voto antieuropeo.

Los británicos recuperan la capacidad de llega a acuerdos comerciales terceros Estados. Sin embargo, como estamos viendo a la luz de los primeros pactos que ha cerrado, le cuesta ir mucho más allá de lo que ya había conseguido anteriormente dentro de la UE. En este campo, la gran cuestión futura es si Estados Unidos estrechará lazos con ellos e incluso llegará a crear una relación económica y comercial privilegiada. Por ahora a la Administración Biden no le interesa mantener una relación especial con el Reino Unido sobre las bases del pasado. Tiene como prioridad la paz en Irlanda y la restauración de la relación con la Unión Europea, en especial con Alemania (los verdaderos nuevos “primos” de Washington) y con Francia.

El Reino Unido ha pagado un precio muy alto por deshacerse de la libre circulación de trabajadores y controlar solo a través del derecho nacional los flujos migratorios. Como Estado miembro, no participaba en la libre circulación de personas y con la Directiva 48/2004 disponía de mecanismos para regular la entrada de trabajadores comunitarios, al igual que los demás socios. Pero fue el único país grande que no aplicó un período transitorio para retrasar y modular la entrada de trabajadores de países de la ampliación como Polonia y Rumania. Con la crisis de refugiados de 2015 y las escenas de flujos migratorios descontrolados, el bando pro-Brexit creó un miedo injustificado al trabajador comunitario. El resultado es que desde 2016, la emigración no europea al Reino Unido ha crecido claramente, mientras que se ha frenado la comunitaria, una opción que plantea nuevos retos de integración social y de atracción del talento en un mercado global.

El acuerdo sí incluye la posibilidad de visitantes temporales, con finalidad económica o no, hasta seis meses en Reino Unido y hasta noventa días durante 6 mese territorio UE, así como la cooperación en materia de seguridad social y de acceso a la sanidad de estos visitantes temporales.

El gran agujero del acuerdo son los servicios, el 80% de la economía británica, no regulados en este pacto y pendientes de un hilo, un principio de “equivalencia” sin desarrollar. Conforme al mismo, se permitirán normas distintas siempre que hubiera coincidencia en los objetivos, lo que plantea como sabemos por los debates comunitarios en torno al mercado interior un serio problema de aplicación. Para que funcione el principio de equivalencia en servicios y cree un mínimo de seguridad jurídica, es necesario ponerse de acuerdo antes en unos objetivos coincidentes que guíen la evolución paralela del ordenamiento británico y del comunitario en la regulación de los servicios. No se ha conseguido además el reconocimiento mutuo de cualificaciones y diplomas profesionales y las excepciones logradas para conservar la libre prestación de servicios jurídicos son mínimas.

En el delicado capítulo de servicios financieros, se ha creado un marco negociador para establecer caso por caso la equivalencia. Pero no hay incentivos por parte de la UE -en especial de Francia- para favorecer a la City de Londres, a pesar de que es uno de los principales centros financieros del mundo, ante el auge de plazas Paris, Amsterdam o Franfurt tras el Brexit. El proyecto europeo de una Unión de Mercados de Capitales, como parte de la Unión Económica por completar, puede desplazar la opción londinense todavía más a la periferia.

El acuerdo deja la puerta abierta a que el Reino Unido siga vinculando sus emisiones de carbono al sistema de intercambio de la UE. Llama la atención el énfasis negociador gobierno británico en la limitación del acceso continental a los caladeros de pesca británicos, cuando este sector representa 0.04 de la economía nacional y en buena medida depende de las exportaciones al continente. Ni siquiera la explicación electoralista permite entender del todo esta apuesta política.

Queda pendiente por negociar el reconocimiento mutuo de sentencias en lo civil y mercantil, una vez el Reino Unido sale de la regulación europea, posiblemente para volver vía Convenio de Lugano. El régimen comunitario aplicable al almacenamiento de datos personales de ciudadanos europeos en servidores en suelo británico se mantiene vigente durante los primeros seis meses de 2021, una solución provisional que podría prorrogarse aún más.

Los británicos han conseguido evitar el sometimiento del control del acuerdo al Tribunal de Justicia de la UE. Se crea un sistema propio de resolución de disputas, a través de arbitrajes. Contrasta esta solución con la aceptación por Londres de la jurisdicción del Tribunal de Luxemburgo para resolver conflictos en las materias cubiertas por el tratado de retirada (cuestiones financieras, derechos de los residentes, Protocolo de Irlanda del Norte).

En lo que se refiere a la compleja y extensa gobernanza del acuerdo, bajo la presidencia conjunta de un ministro británico y un comisario europeo se crean diecinueve comités especializados para seguir e impulsar el desarrollo y sugerir mejoras. Lo mejor que puede pasar es que el texto que conocemos sea un punto de partida y que no haya involución nacionalista inglesa que lleve a la ruptura incluso de este pacto de mínimos. Es revelador que el líder del Partido Laborista, el europeísta Keir Starmer, ha reclamado una mejora del acuerdo de comercio, pero no aspira a una re-negociación sustancial ni a recuperar la libre circulación de trabajadores con la UE.

Finalmente, y sobre esto habrá mucho por escribir en el futuro, los partidos que buscan romper el Reino Unido desde Escocia e Irlanda del Norte han obtenido nuevos argumentos y apoyos tras el Brexit semi-duro. En particular el futuro de Escocia se ve con preocupación en las capitales europeas contrarias a los experimentos independentistas. Está claro que la constitución no escrita británica se defiende mejor con la pertenencia de la unión de reinos a la UE.

La tercera paradoja se puede formular diciendo que a pesar de desintegración que supone la pérdida del Reino Unido, la Unión sale fortalecida, e incluso existe un “dividendo del Brexit” que puede obtener si en los próximos años los continentales tomamos decisiones acertadas en la dirección de reforzar nuestra unidad política y económica.

Esta ruptura no crea un precedente positivo que aliente una siguiente ruptura de otro Estado Miembro al mostrarle un camino atractivo. El papelón de haber pasado cuatro años y medio sin encontrar la puerta de salida y el resultado muy mejorable del tratado de retirada y del acuerdo de cooperación y comercial hacen que cualquier gobierno euro-escéptico se tiente la ropa antes de emprender una aventura semejante. Más aún teniendo en cuenta la buena respuesta de la UE en términos económicos y financieros ante la pandemia, con la acción combinada del Banco Central Europeo y las instituciones políticas poniendo todos los medios para la reconstrucción, con una lógica federal y una mirada a largo plazo.

Muy posiblemente esta reacción europea no se habría conseguido con el Reino Unido dentro de la Unión. La capacidad de acción de la Europa de 27 se ve reforzada tras el Brexit, que no ha conseguido dividir como era de esperar a los socios. Por el contrario, todos los gobiernos han desplegado un grado de unidad muy alentador en lo referente a la salida británica. Esta misma coherencia europea debe mantenerse en los próximos años a la hora negociar grandes temas pendientes con el Reino Unido como la seguridad y la defensa, la lucha contra el cambio climático y los asuntos de educación y ciencia. El dividendo del Brexit, por otro lado, se conseguirá al reforzar la capacidad de acción exterior de la UE, completar el rediseño de la moneda común e introducir reformas políticas y económicas inspiradas en el objetivo de convertirse en un proyecto más inteligible y atractivo para sus ciudadanos y que sirva mejor a sus necesidades.

Cabe especular cómo habrían ido las cosas en el ámbito de la compra y distribución de vacunas si los británicos hubieran formado parte de la Unión. En este asunto han conseguido una victoria clara sobre los europeos continentales, gracias en buena medida a los errores cometidos por la Comisión y la falta de implicación suficiente de los gobiernos nacionales para culminar con éxito este asunto estratégico. Las tensiones en torno a las vacunas ha dificultado los trabajos de los comités de gobernanza mencionados y conviene cuanto antes desescalar esta batalla.

Brexit es un episodio en la que todos los europeos perdemos, un grave acto de desintegración del que debemos aprender para construir una Unión con menos rasgos tecnocrático, que rinda mejor cuentas y muestre su rostro más político. El Reino Unido obtiene como resultado una mayor debilidad interna y externa. Es muy posible que el actual gobierno nacionalista inglés siga utilizando a la UE como un enemigo externo, un argumento que lamentablemente da mucho de sí. La Unión debe ser capaz de reformarse, mientras contribuye a introducir pragmatismo y realismo en la relación con los británicos. La ilusión de haber izado el puente no es más que eso, una metáfora sin mucho contenido real ante las exigencias de seguir gestionando una interdependencia muy profunda. Londres ha elegido un modelo de ruptura y de conexión minimalista con Bruselas que lleva a una inestabilidad crónica. El reto sigue siendo establecer una relación constructiva y no conformase con gestionar los flecos y apagar los fuegos.

El Estado de Derecho recuperado: sentencia del Tribunal Supremo británico sobre la interrupción del parlamento de Westminster

En poco más de tres días de sesión en las salas del hoy renovado Tribunal Supremo (UKSC), ha dictado una Sentencia, [2019] UKSC 41, que refresca felizmente lo que el Estado de Derecho supone para la Democracia. Y dicho sea esto respecto de la más antigua democracia del mundo, asaltada también por movimientos populistas como el que representa el actual Premier británico, Mr. Boris Johnson. 

Sucede que para tener manos libres en la disputa con la Unión Europea (UE) tuvo la ocurrencia de cancelar el Parlamento de Westminster, rescindiendo sus funciones por el período anterior a la salida del Reino Unido de la Unión- del 9 de septiembre al 14 de octubre-  dejando así a los parlamentarios muy poco tiempo para debatir, discutir y proponer soluciones a la abrupta salida que Johnson desea. Ocasiona así un verdadero chantaje tanto a los diputados británicos como a la propia UE, puesto que está previsto que el Consejo Europeo se reúna el 17 y 18 de octubre y la salida de UK el 31 de octubre. Y esta interrupción la hace Johnson sobre una interpretación de la Prerrogativa del Gobierno de suspender totalmente las funciones de Westminster (intervalo). Algo que supone en definitiva un fraude, ya que si bien es cierto que para tomar posesión un Gobierno o reanudar una sesión, necesita unos días (máximo 6 en la práctica) durante los cuales la vida parlamentaria se suspende (intervalo) en espera del “Discurso de la Reina”,  elaborado precisamente por el Gabinete que actúa sin el Parlamento , lo que hizo el populista Johnson fue utilizar ese legal “intervalo” para impedir al Parlamento cumplir con sus deberes constitucionales suspendiéndolo durante esos críticos 34 días que faltaban para la salida de la UE. Convirtió un intervalo legal en una suspensión ilegal, eclipsando la vida parlamentaria, algo totalmente contrario al constitucionalismo británico.

Para ello Johnson dictó una Orden ejecutiva previo Aviso a la Reina. Cuestionada tal Orden y Aviso ante los tribunales, hubo dos sentencias contradictorias entre los tribunales de Escocia e Inglaterra y ahora, en Apelación, resuelve el UKSC, prácticamente sin precedentes, por lo que esta resolución seguro se incluirá en los anales del constitucionalismo británico, con efecto reflejo en el resto de los países, que tanto tienen que aprender del papel de los Jueces británicos, que han vuelto a demostrar que son un verdadero poder independiente, no unos burócratas de la Ley. Además actúan con celeridad.

Básicamente, el UKSC establece límites al poder del Primer Ministro para intervenir con sus añejas prerrogativas sobre la vida parlamentaria. Algo insólito, ya que las relaciones entre Gobierno y Cortes suelen considerarse “acto político” y como tales exentas de control jurisdiccional, argumento que utilizó profusamente el Gobierno tratando de escapar de la fiscalización de los Tribunales. Lo que es rechazado firmemente por este modernizado Tribunal, que por unanimidad de todos sus once miembros coloca al Gobierno en su sitio jurídico, estableciendo con claridad que esa cancelación del Parlamento es ilegal, nula y sin efecto. Y consecuentemente, se estima que así, puede abrir de nuevo sus puertas de inmediato. Y lo ha hecho, convocando el Speaker al día siguiente a la Cámara de los Comunes.

Cuando se produce un intervalo del Parlamento, éste carece de funciones durante ese breve período de tiempo, aunque el Gobierno continúa ejercitando casi todos sus poderes. No hay Parlamento, en definitiva. Algo no grave si es cuestión de apenas una semana, según la práctica británica. Pero ese intervalo no es un acto parlamentario, sino del Gobierno. No se trata de la disolución del Parlamento, sino de una mera ausencia temporal, prevista tradicionalmente desde hace siglos. 

Hay también “recesos” que sí son actos parlamentarios acordados en Westminster y con las dos Cámaras continuando sus funciones, como ocurre en verano con las vacaciones, claramente diferentes pues de estos “intervalos” que resueltamente no son para el UKSC actos parlamentarios sino ordenados por el Premier. Lo cual supone que el acto de Johnson no se puede enmascarar confundiendo ambos descansos, como pretendía incluso basándose en la Declaración de Derechos de 1688. 

Como hacen con tradición y brillantez los Jueces británicos, examinan ese antecedente y otros, situando perfectamente el contexto constitucional en que se mueve el Reino Unido, su common law y la aplicación a nuestros días. Y concluyen que el Aviso a la Reina es un acto de naturaleza jurídica ya que durante siglos las cuestiones políticas han tenido forma y contenido de Derecho y el constitucionalismo británico se ha caracterizado precisamente por examinarlas controlando la discrecionalidad de la prerrogativa. Lo demostró en 1611 el famoso caso “Proclamaciones” en que el Rey Jacobo I, fue juzgado por excederse en su Prerrogativa y se indicó que tales poderes nacen de “la Ley de la Tierra”. Así los Jueces imponen límites que no puede saltarse la Corona, hoy el Gobierno. Igual en el caso  Entick v Carrington (1765) y así hasta nuestros días. 

La discrecionalidad política no es arbitrariedad política y el Derecho establece límites que no se pueden sobrepasar.  Si la suspensión parlamentaria carece de una justificación razonable, simplemente no se puede admitir judicialmente, esto es, la motivación y el fin de la prerrogativa pasan a ser examinados por los Tribunales de Justicia y sacarán de ahí consecuencias. Era evidente que se pretendía amordazar la voz de los parlamentarios, en un ejercicio poco democrático, ya que no se ofrecieron razones para justificar semejante apagamiento porque pretender aparentemente que se estaba ante el normal intervalo entre dos sesiones parlamentarias, era simplemente, un sin sentido, quizás una falsedad. 

 No existía un precedente concreto respecto del “intervalo” pero sí sobre el ejercicio de la “Prerrogativa”, esto es, de la potestad autónoma procedente de la organización interna del poder y que se ejerce unilateralmente. Y claramente, la tradición británica era ponerle límites.

Asimismo, en caso de  haber abusado el Premier de su prerrogativa suspendiendo sus funciones durante un “intervalo” ilegal no basta con responder ante el Parlamento después, ya que precisamente durante ese período, Westminster no está en funciones, con lo cual, los efectos perversos de suspenderlo se habrían consumado Y así dice la Sentencia “lo máximo que el Parlamento podría hacer sería cerrar la puerta del establo después de que el caballo se hubiera escapado”. Además, el Premier podrá tener que responder ante el Parlamento, pero también, si el acto es jurídico, como lo es, será responsable ante los Tribunales. Una cosa es dar cuentas ante un Parlamento y otra bien distinta responder ante los Tribunales. Y eso, exactamente eso, es con toda justeza lo que significa la separación de poderes: un equilibrio mutuo, desde luego. No ilimitada invasión por parte de ningún poder sobre los demás poderes. 

¿De dónde se puede imponer judicialmente esos límites al Poder Ejecutivo cuando se trata de una Prerrogativa no escrita en Ley alguna? La contundente respuesta del SCUK es “de los principios generalmente establecidos en el Common Law” del que se afirma su flexibilidad por proceder da la viva voz de la ley que representan los jueces.  Y aquí son principios fundamentales la soberanía del Parlamento, que supone que toda prerrogativa acaba sometiéndose a él. Y también, la exigencia de responsabilidad ante el Parlamento, que es también capital en la consolidación del rule of law y base misma de la Democracia en Westminster. Democracia  que no tiene lugar si el Parlamento se cierra.

Para examinar si tales principios se violan, hay que observar si la aplicación de la prerrogativa desplaza o impide que ese principio general del Derecho se mantenga. Y eso es Derecho, no Política. Se llama control de la discrecionalidad, que en este caso afecta directamente al Primer Ministro. Y lo controlan los Jueces que claramente han impedido ese abuso, declarando que el Parlamento nunca fue abolido, que sigue en pie, que el Premier hizo un acto nulo, vacío y sin consecuencias y que esta es la decisión de los Jueces del Tribunal Supremo. Fin de la presente historia. Vence el Derecho a la Política. La Orden de Boris Johnson es…”como una hoja en blanco”, vacía de contenido, nada, absolutamente nada. La instrumentación nociva, abusiva y fraudulenta que hizo el Premier no tiene cabida alguna en el Derecho Constitucional británico. Y eso, lo afirman resueltamente los Jueces, el último Poder. 

 

Recomendaciones de lectura: A short history of Brexit, Kevin O’Rourke, Penguin.

“La situación actual es tan terrible como la de 1846”, escribió el Primer Ministro Macmillan en su diario en 1961. Macmillan recordaba la división del Partido Conservador por la derogación de las “leyes de granos”, aprobadas para hacer frente al bloqueo continental de Napoleón.

Derogar las  leyes de granos era primordial porque el sector agrario británico era muy ineficiente, lo que hacia que el coste de la vida fuera muy alto y sus costes se trasladasen a la industria vía salarios. Pero la derogación de las leyes de granos suponía un enorme perjuicio para los propietarios del suelo, que eran la base del Partido Conservador.

La ruptura de 1961 también dividía en dos al Partido Conservador. Al salir de la guerra, los británicos no habían decidido si querían ser un país europeo o, por el contrario, si el Imperio Británico iba a seguir liderando el mundo. Los “seis” europeos habían creado la Comunidad Económica Europea (en adelante CEE) en 1957. Los británicos nunca creyeron que la CEE tendría éxito, pero en los sesenta tenían claro que se habían equivocado. Para hacer frente a los “seis”, los británicos federaron a los “otros seis” y crearon la EFTA (European Free Trade Association) que agrupaba los tres escandinavos (Suecia, Noruega y Dinamarca), los dos neutrales (Austria y Suiza) y el Reino Unido (en adelante RU). La EFTA tuvo cierto éxito pero los británicos pronto anticiparon que los países de la EFTA se convertirían, de forma inexorable, en miembros de la CEE y que la única salida para la economía británica era entrar en la CEE lo que vetó De Gaulle, pero aceptó Pompidou, al principio de los setenta.

La historia de los acontecimientos anteriores, junto con el desarrollo posterior, nos es relatada de forma inteligente, brillante y pormenorizada por Kevin O’Rourke en el libro del que damos cuenta.

El autor nos relata cómo el Partido Laborista se opuso a la entrada en la CEE por ser una asociación de capitalistas, pero no se atrevió a plantear la salida y todo se solucionó con un referéndum celebrado el 05/06/1975 en el que el 67% votó a favor de la permanencia y el 33% en contra con una participación del 64%.

El Partido Conservador viró hacia el europeísmo al ser protagonista e impulsor del mercado único en los ochenta pero, a partir de ahí, comenzó a mirar con recelo la unión cada día “más estrecha” que trataban de conseguir los europeos. El liderazgo de Tony Blair supuso un giro europeísta del Partido Laborista mientras el alma del Partido Conservador se alejaba de Europa progresivamente.

Diversos acontecimientos van llevando al RU hacia los dos referenda. Está demostrado en Europa que en  los referenda se vota, con frecuencia, contra el Gobierno. El Gobierno de Cameron pudo ganar el referéndum sobre la independencia escocesa pero perdió el del brexit.

El autor analiza pormenorizadamente las razones del triunfo de los brexiters sobre los remainers,poniendo de relieve dos hechos relevantes. Al estar divididos los brexiters entre el UKIP de Neil Farage y una parte del Partido Conservador liderada por Boris Johnson, los brexiters pudieron sumar votantes muy heterogéneos en la misma dirección. El autor considera otra razón: el exceso de los recortes del Gobierno de Cameron y Osborne. Pero, por el contrario, pone de relieve que la crisis en el RU había sido de menor gravedad que en los países de la UE.

Aprobado el Brexit, se pone de manifiesto que ni el Partido Conservador ni el Gobierno de Cameron o de May tenían idea alguna sobre cómo  gestionar la nueva situación.

El Gobierno británico no sabia cómo funcionaba un país tercero frente a la UE quizá porque llevaban muchos años dentro de ella. Tampoco tenía claro lo que supone la membresía en la Organización Mundial de Comercio (OMC) cuya pertenencia tendría importantes efectos una vez fuera de la UE.

Un día, un Ministro decía que el sector financiero no sufriría porque rápidamente se produciría un reconocimiento mutuo de los sistemas financieros que podrían operar libremente entre la UE y el RU. Al día siguiente, otro Ministro decía que se establecería un régimen especial para el sector del automóvil con libertad de comercio total para el sector. Lo que no sabía el Ministro es que la OMC prohíbe esos acuerdos sectoriales. Por último, poco a poco, se iba poniendo de manifiesto que el problema fundamental era Irlanda. Nunca en la campaña del referéndum se había destacado que los Acuerdos del Viernes Santo que trajeron la paz a Irlanda estaban montados sobre la pertenencia de las dos Irlandas a la UE y que, sin ésta, los acuerdos no se cumplirían en una parte esencial. Los años de violencia que discretamente se llaman “the troubles” volvían a la realidad de la mano del brexit.

El Gobierno británico iba analizando los distintos modelos de relación con la UE sin llegar a saber cual prefería.

El modelo noruego y el suizo suponen aceptar la libre circulación de personas y la competencia, aunque restringida, del Tribunal de la Unión. El modelo turco se refiere únicamente a las mercancías pero no a los servicios, fundamentales para la economía británica. El modelo OMC es viable pero supondría un alejamiento traumático entre el RU y la UE. Queda lo que se llama el modelo Canadá que es de poco contenido. Al final parece que el Gobierno británico optaba por un modelo Canadá plus, que nadie ha conseguido explicar como funcionaria.

La postura de la UE fue adoptada, en poco tiempo y de forma unánime, entre los veintisiete países. La UE determinó que la negociación se haría en dos fases y que solamente podría abrirse la segunda una vez que existiera un acuerdo sobre la primera, que comprendía tres aspectos: el status de los comunitarios en el RU y de los británicos en la UE, el finiquito a pagar por el RU por su condición de miembro y la frontera entre las dos Irlandas.

Los dos primeros puntos fueron acordados sin excesivos problemas, pero el tema de la frontera irlandesa demostró que el brexit era una mala decisión con consecuencias malas para todos.

Los veintisiete pusieron como condición sine qua nonque, para preservar los Acuerdos de Viernes Santo, entre las dos Irlandas no podía haber fronteras. Ello suponía que la circulación de bienes y servicios entre las dos Irlandas sería libre, lo que implica que o bien Irlanda del Norte pertenezca a la unión aduanera o, mejor, al mercado único, o que su legislación sea un espejo de la de la UE. Como no se sabe cual va a ser el régimen comercial entre la UE y el RU, la UE se dota de una garantía o backstop que asegura que no habrá frontera irlandesa independientemente de cual sea la relación entre el RU y la UE. En principio el backstop no tiene que aplicarse, pero en sí supone una limitación de la soberanía británica. Está claro que si un bien entra libremente en Irlanda del Norte y, por tanto, en Irlanda del Sur, ya puede circular libremente por toda la UE por lo que efectivamente la legislación aplicable en la aduana de Irlanda del Norte será la de la UE y eso limita la soberanía británica aunque esta limitación no viene del brexit sino de los acuerdos de Viernes Santo. Consecuentemente, si un bien al entrar en Irlanda del Norte entra en la UE, la consecuencia es que tiene que haber una aduana entre Irlanda del Norte y el resto del RU, de lo que se deduce que el brexit sirve para desunir el RU y ello sin hablar de Escocia.

El RU trató de dar otra solución apelando a la tecnología y a la inteligencia artificial. Trató también de convertirse en agente aduanero de la UE en Irlanda del Norte e incluso sugirió que se hiciera la vista gorda en la aduana, pero al final no ofreció ninguna solución válida. Si en América se permite tratar los esqueletos de pollo con lejía y tienen prohibida su entrada en la UE, es preciso que la aduana de Irlanda del Norte siga las reglas comunitarias o que haya una aduana entre las dos Irlandas. No es solo un problema arancelario o de restricciones cuantitativas al comercio, sino también de reglas fitosanitarias, derechos antidumping, reglas de origen y todos los ítem del comercio internacional.

A riesgo de ser pronosticador, de la lectura de este libro se deduce que solamente hay dos posibilidades: o un brexit duro sin acuerdo y con frontera irlandesa o una prórroga en la condición de miembro de la UE durante varios años y ya veremos cómo se sale de este embrollo.

La “suspensión” del Parlamento británico y sus implicaciones jurídicas

El pasado miércoles 28 de agosto, el Primer Ministro británico, Boris Johnson, decidió “suspender” las sesiones del Parlamento británico desde un día, a determinar posteriormente, entre el 9 y el 12 de septiembre y hasta el 14 de octubre. Técnicamente no es una suspensión como tal, aunque utilizaré ese término en esta entrada, sino que es lo que en Westminster se denomina prorogation, es decir, anticipar el final del período de sesiones del Parlamento y establecer la apertura de uno nuevo, caducando todos los trabajos parlamentarios y abriéndose el siguiente período de sesiones con el Discurso de la Reina, elaborado por el Gabinete, en el que se fija el próximo programa legislativo. El actual período de sesiones comenzó en junio de 2017 y ha sido el más largo en más de 300 años. La suspensión del período de sesiones la dicta formalmente la Reina ya que forma parte de la “prerrogativa regia”. La prerrogativa regia es el residuo que va quedando a través de los siglos de la antigua omnipotencia del Rey y que en la actualidad ejerce el Gabinete en nombre del Soberano, es decir, en palabras de la sentencia del Tribunal Supremo Miller sobre el Brexit de 2017, “engloba el residuo de poderes que permanecen bajo la Corona y que son ejercidos por los ministros, siempre que ese ejercicio sea consistente con la legislación parlamentaria” (Lord Neuberger, con el que coinciden Lady Hale, Lord Mance, Lord Kerr, Lord Clarke, Lord Wilson, Lord Sumption and Lord Hodge, en R (on the application of Miller and another) v Secretary of State for Exiting the European Union [2017] UKSC 5, p. 47, ver aquí).

En el caso de la suspensión del período de sesiones el que toma materialmente la decisión es el Gabinete, aunque formalmente ha de canalizarse, como en todo ejercicio de la prerrogativa regia, mediante una propuesta del Privy Council (órgano creado en el s. XVIII para aconsejar al Rey, compuesto por más de 600 miembros, aunque solo se convoca  a los miembros del Privy Council que están en el Gobierno, como el 28 de agosto en que solo se reunieron tres miembros del Gabinete) y se materializa en una Order in Council, aprobada formalmente por la Reina (ver aquí). Es una convención constitucional que la Reina no puede negarse a lo que le propone el Privy Council (en realidad, el Gabinete), como es lógico en una Monarquía parlamentaria en la que el monarca no puede entrar a decidir en cuestiones de contenido o efecto político. Solo si en días previos al pasado 28 de agosto, la Cámara de los Comunes hubiera retirado la confianza a Johnson, la Reina podría haberse negado a la Orden. Eso no sucedió e Isabel II no tenía constitucionalmente otra posibilidad que autorizar la prorogatio.

Puede también resultar chocante que el Gobierno británico altere el funcionamiento parlamentario, pero, sin embargo, ha de recordarse las peculiaridades que tiene una Constitución no codificada como la británica. Históricamente el Rey podía poner fin a los períodos de sesiones parlamentarias y eso, como parte de la prerrogativa regia, pasó a manos del Gabinete. Cuando la forma de gobierno parlamentaria se consolida en el Reino Unido durante los siglos XVIII y XIX, el Ejecutivo, que solo puede mantenerse en virtud de la confianza parlamentaria, pasa a dirigir a la mayoría de los Comunes y, para conseguir llevar adelante su programa político durante la legislatura, controla los tiempos de actuación en el Parlamento para que no pueda ser torpedeado con maniobras que alteren ese programa.

Por lo tanto, jurídicamente no parece haber aparentemente obstáculos constitucionales a lo que ha planeado Boris Johnson. Sin embargo, la cuestión es algo más compleja. Suspensiones de los períodos de sesiones ha habido siempre, pero no de una duración tan prolongada, siendo lo normal una o dos semanas. Esta suspensión de cinco semanas será la más larga desde 1945. Si se entendiera que el objetivo de una suspensión tan prolongada fuera impedir que el Parlamento expresase su voluntad en relación con el Brexit duro del 31 de octubre, podría tener alguna posibilidad un recurso judicial. Se han presentado ya varios. El iniciado ante la Court of Session escocesa (equivalente a la High Court inglesa y ambas instancias judiciales civiles inmediatamente anteriores a la última que es la del Tribunal Supremo, creado en 2009) por un grupo de parlamentarios contra el consejo dado a la Reina de suspender el Parlamento (ver aquí) ha sido admitido, pero, de momento, rechazada la medida cautelar (interim interdict) que pedía la paralización inmediata de la suspensión parlamentaria. Se ha presentado otro ante la High Court inglesa por Gina Miller (que fue la que recurrió en el caso que dio lugar a la sentencia Miller de 2017 antes citada: R (on the application of Miller and another) v Secretary of State for Exiting the European Union [2017] UKSC 5: ver aquí), a la que se ha unido el antiguo Primer Ministro John Major (ver aquí).

En estos procedimientos judiciales habría que demostrar que la suspensión rompe con las convenciones y principios fundamentales sobre los que se sostiene la Constitución británica y que, fundamentalmente, son uno superior y que se constituye en la regla de reconocimiento del ordenamiento jurídico británico, la soberanía parlamentaria, y otro, el rule of law, que permite el control judicial de cualquier acto público, salvo el de las leyes. Así lo ha entendido Lord Lisvane, antiguo Letrado Mayor de los Comunes, calificando la suspensión como una “grave subversión de las relaciones entre gobierno y parlamento” (ver aquí). Demostrar esa ruptura de los principios constitucionales fundamentales no será fácil, ya que aunque ese parece ser el objetivo de Johnson, lo ha hecho inteligentemente no suspendiendo hasta el 31 de octubre, lo que habría hecho imposible el pronunciamiento del Parlamento. Tampoco ayudará que el Parlamento, cuando ha podido, no se ha pronunciado expresamente ni por prorrogar la fecha del 31 de octubre ni por censurar al Gobierno actual.

Si los recursos judiciales ya anunciados no se admitieran o se desestimasen después del 31 de octubre, las opciones que tendría el Parlamento británico para evitar un Brexit duro serían básicamente dos, la aprobación de una ley que modificara la Ley de notificación de retirada de la UE de 2017 (ver aquí) o de una  moción de censura. El problema para la primera opción, una ley, al margen de la necesidad de obtener una mayoría parlamentaria, es la falta de tiempo para aprobarla. El nuevo período de sesiones que comenzará el 14 de octubre se abre, como ya he señalado, con el Discurso de la Reina, cuyo debate monopoliza varios días de vida parlamentaria, por lo que el tiempo restante sería absolutamente insuficiente para tramitar una ley.

La otra opción sería la de una moción de censura contra el Gobierno Johnson. Debe recordarse que en 2011 (The Fixed-term Parliaments Act 2011: ver aquí) se decidió en el Reino Unido establecer las legislaturas fijas de cinco años sin posibilidad de disolución discrecional por el Gobierno. Sin embargo, cabe una disolución podríamos decir que indirecta, que es la que activan los propios Comunes por mayoría de dos tercios, como hicieron en junio de 2017 a instancias de la entonces Primer Ministro, Theresa May. Si esto se produjera, por ejemplo, el martes 3 de septiembre, la moción podría aprobarse el miércoles 4 de septiembre y disolverse los Comunes el jueves 5 de septiembre, convocándose elecciones para el 10 de octubre (mínimo de 25 días laborables después: art. 14.1 Electoral Registration and Administration Act 2013, ver aquí).

La Ley de 2011 regula también la disolución por aprobación de una moción de censura y esto es lo que podría intentarse antes del 31 de octubre. La moción de censura de la Ley de 2011 exige que se produzca formalmente con la expresión “that this House has no confidence in Her Majesty’s Government” (esta Cámara no tiene confianza en el Gobierno de su Majestad) y por una mayoría simple de diputados a su favor, pero aprobada la moción no se produce la caída inmediata del Gobierno, sino que se abre un plazo de 14 días para que los Comunes puedan otorgar la confianza nuevamente al Gobierno anterior o a uno nuevo. Si no son capaces de otorgar la confianza a algún Gobierno en ese plazo, hay disolución automática del Parlamento, aunque Johnson ya ha anunciado que, en todo caso, fijaría las elecciones para después del 31 de octubre. Hay que tener en cuenta que ese plazo de 14 días no se paraliza por la suspensión del Parlamento, por lo que si se aprueba la moción poco antes del 9 de septiembre, los Comunes no podrían reunirse para otorgar la confianza a un nuevo Gobierno y se convocarían elecciones.

Si se aprobara la moción de censura después del 14 de octubre, los Comunes tendrían que otorgar la confianza a un nuevo Gobierno, probablemente interino, para que inmediatamente convocara elecciones con  autorización para diferir el Brexit hasta después de las elecciones. No debe olvidarse que esto tendría que obtener la conformidad de la UE y que estamos hablando de plazos muy cortos. No sería imposible, pero casi. Aunque un autor tan reputado como Vernon Bogdanor ha propuesto que en ese caso bastaría con derogar la Ley de notificación de retirada de la UE de 2017 (ver aquí) para que no se activara la fecha del 31 de octubre (ver aquí), Mark Elliott (a mi juicio el mejor constitucionalista británico actual) ha replicado, entiendo que muy atinadamente, que la derogación de una ley nacional no vincula a la UE y que la modificación o derogación de la Ley de 2017 no evitaría la fecha del 31 de octubre (ver aquí).

Frente a esto se ha especulado con que, como el nombramiento del nuevo Primer Ministro tiene que ser propuesto por el anterior, Johnson podría negarse a recomendar a la Reina que haga el nombramiento de un Primer Ministro interino. Sin embargo, en ese caso la Reina podría cesar directamente a Johnson y nombrar Primer Ministro al que goce de la confianza de la mayoría de los Comunes, de la misma forma que la Reina pueda ignorar la propuesta de un Gobierno de no sancionar una ley correctamente aprobada por el Parlamento. Es más, una actuación del Primer Ministro en tal sentido podría impugnarse ante los tribunales al ser contraria a la posibilidad de Gobierno alternativo abierta por el art. 2.3 de la Ley de 2011.

La última posibilidad sería la aprobación de una moción de censura al margen de la Ley de 2011, que no conduciría a la disolución y a elecciones, pero que, por convención constitucional (recogida expresamente en un documento de soft law como el párrafo 2.7 del Cabinet Manual, recopilación de convenciones elaborada por el Gobierno Cameron en 2011: ver aquí), ocasionaría la caída de Boris Johnson, aunque no tendría efecto de por sí sobre el Brexit del 31 de octubre, salvo que la propia moción incluyera el otorgamiento de la confianza a un nuevo Gobierno interino y se autorizara a éste, como en el caso antes visto, a solicitar una prórroga a la UE.

Cuestión diferente a todo lo anterior es saber lo que realmente busca Boris Johnson, si forzar un Brexit duro el 31 de octubre o que el Parlamento le censure para ir a unas elecciones como campeón de la salida del Reino Unido de la UE que la malvada oposición intenta impedir.

 

HD Joven: El Brexit desde… ¿dentro?

El Diccionario de la Real Academia Española define la distopía como la representación imaginaria de una sociedad futura con características negativas que son causantes de alienación moral. La diferencia respecto a su antónimo, la utopía, reside en la componente negativa de estas características. Alrededor de este concepto y en la primera mitad del Siglo XX nació el género narrativo distópico cuyas obras fundacionales son Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1984 de George Orwell y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Generalmente, estas obras expresan una o varias de las preocupaciones de la época en la que fueron escritas proyectándolas hacia un futuro imaginario. No es de extrañar entonces, por su contexto histórico, que en el caso de las anteriores los temas que se tratan sean, entre otros, el control de masas, el totalitarismo, la cultura de masas y la eugenesia

Siguiendo este hilo, en el año 2006, se estrenó la película Hijos de los hombres del director mexicano Alfonso Cuarón, la cual también pertenece a este género. No habiendo tenido quizás excesivo éxito de público en el momento de su estreno, ciertos acontecimientos y discursos pronunciados durante el pasado año, en concreto el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea y su resultado, el Brexit, y las elecciones presidenciales en Estados Unidos hacen que más de diez años después de su estreno, esta obra parezca volver a ser de total actualidad y merezca ser revisitada por su contexto geográfico, una gris Londres, y por su contexto temporal, año 2027.

Exceptuando la premisa central de la trama, en ella se presenta una sociedad opresiva la cual ha de enfrentarse a los problemas derivados del cambio climático, la contaminación, los accidentes nucleares, la división social y los ataques terroristas, y cuya responsabilidad achaca exclusivamente a la inmigración y la acogida de refugiados. Allá por 2006 la inmigración ya era una preocupación mayor en Reino Unido, por lo cual no es de extrañar que fuera uno de los temas centrales en la trama, pero nadie hubiera acertado a predecir la crisis de los refugiados sirios, el veto a los ciudadanos de mayoría musulmana en Estados Unidos o que Reino Unido votaría para abandonar la Unión Europea tras una campaña centrada, entre otros, en el control del número de inmigrantes.

Este número es actualmente de 300.000 inmigrantes al año, cifra que David Cameron prometió en la campaña de 2014 rebajar a cien mil, y que el ministro para la salida de la Unión Europea, David Davis, reconoció el pasado lunes en una edición especial del programa de la BBC Question Time sobre el Brexit que no solo no va a caer en los próximos años, sino que incluso podría subir. Queda en el aire cuál será la situación de estos ciudadanos comunitarios por llegar desde ahora hasta que se consume el Brexit. De momento, parece que el gobierno británico pretende establecer una fecha de corte lo antes posible ya que, según se publicó recientemente en los medios, desde el gobierno se teme que “si esperamos más, podríamos encontrarnos con media Rumanía y Bulgaria viniendo aquí”.

El otro gran tema relativo a la inmigración que se ha tratado desde que se convocó el referéndum es el de los ciudadanos comunitarios que ya residen en el Reino Unido, exentos de tener que solicitar permiso de residencia o visado de trabajo hasta ahora, y cuyo estatus puede cambiar en los próximos años, entre los que me encuentro. Resido y trabajo en Londres desde hace dos años y medio, por lo cual, el resultado de las negociaciones del Brexit y sus consecuencias me afectan directamente, en tanto en cuanto mi situación, junto con la de unos tres millones de europeos residentes en Reino Unido y el millón de británicos viviendo en países de la Unión Europea, va a ser parte central y una de las más delicadas en las negociaciones que comienzan a partir de esta semana y que se prevé que duren, al menos, dos años. Este periodo puede ser ampliado si todas las partes implicadas están de acuerdo y tras 44 años de relación, parece que dos años puede no ser tiempo suficiente para acordar todos los términos del divorcio. El hecho de que el gobierno británico no haya sido capaz de garantizar unilateralmente de los derechos a los ciudadanos comunitarios que actualmente residimos en el país, ha hecho que se haya acusado a éste de tratar a estas personas como moneda de cambio.

Hasta el momento, al amparo de las leyes comunitarias y del mercado común, cualquier ciudadano europeo puede disfrutar de los mismos derechos de residencia en cualquier país de la comunidad europea. Bajo este mismo marco, los títulos universitarios obtenidos en cualquier país de la UE son reconocidos en cualquier otro. “Brexit means Brexit” resumió Theresa May. El fin de la libertad de movimiento entre países supondría también la salida del mercado único. La UE también ha sido tajante en este sentido por lo cual es prácticamente seguro que esta situación cambiará en los próximos años.

Respecto al primero, el derecho de residencia, cualquier ciudadano que haya residido cinco años en el Reino Unido puede automáticamente solicitar el permiso de residencia permanente. Este trámite, conocido como Indefinite Leave to Remain, se realiza a través de un formulario de 85 páginas y previo pago de 70 libras. En él, entre otros requisitos, se ha de enumerar todas y cada una de las veces en las que se ha salido y entrado en el país desde que se reside en él, tarea que se plantea imposible para una persona que haya residido en el país 10 o más años. Bajo las mismas directrices europeas, el mismo formulario en otros países de la comunidad varía entre 2 y 10 páginas y su trámite es gratis en algunos países como Alemania. En la práctica, antes el referéndum este trámite solo era realizado por ciudadanos europeos, en el proceso para la obtención de la ciudadanía británica. A partir del referéndum, el número de este tipo de solicitudes se ha multiplicado al igual que el porcentaje de solicitudes rechazadas. Se estima que si todos y cada uno de los tres millones de ciudadanos europeos que actualmente residimos en Reino Unido tuviese que hacer algún trámite de este tipo, los servicios de inmigración británicos quedarían desbordados y supondría una tarea que llevaría miles de horas de trabajo, pudiendo tomar este proceso varios años.

Se abre pues, esta semana, un periodo de negociación en el que estas y el resto de incógnitas planteadas durante los últimos nueve meses se pondrán sobre la mesa y el cual deja en el aire el futuro de unos cuatro millones de personas. Resulta imposible predecir cuál será el escenario una vez estas hayan finalizado, dado a que, al contrario de lo que el gobierno británico pretendía, las condiciones del futuro nuevo acuerdo entre la UE y el Reino Unido dependerán del acuerdo del divorcio entre las partes, en el que, de momento, en vez de los 350 millones de libras semanales para la NHS prometidos durante la campaña, Reino Unido parece que deberá pagar 50 mil millones de libras en concepto de proyectos ya acordados.

Imagen vía AV Club

Items de portfolio