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Peer reviewers en revistas jurídicas: ¿inquisidores frustrados?

El sistema de la revisión por pares, como tantas otras conductas –actualmente pretéritas y descartadas– en el mundo científico, se ha convertido en una especie de método incuestionable de valoración de la calidad de un trabajo científico. Hubo un tiempo en que el único criterio de control de calidad fue el del editor de la obra publicada, que arriesgaba su dinero. También existieron los censores, que ponían su “nihil obstat” o sus tachones cuando leían algo que no les gustaba siguiendo criterios religiosos, morales, o por contradecir la autoridad de textos incuestionables, habitualmente también religiosos.

Pero ya hacia el siglo XIX, con la aparición de las primeras revistas científicas, primaba el criterio del director de la revista o del consejo de redacción, que no pocas veces publicaban simplemente por la identidad del autor. Con todo, finalmente el éxito del trabajo dependía, de hecho igual que ahora, de la aceptación de la doctrina en general, que por desgracia se fiaba –y se sigue fiando– de la opinión de los eventualmente considerados “primeros espadas” en cada momento. Pese a que el paso del tiempo suele poner a cada uno en su sitio.

El sistema, como es obvio, se prestaba a la corrupción. Al final, directores y consejos de redacción publicaban los trabajos de aquellos que querían favorecer, sobre todo de cara a concursos universitarios, o incluso simplemente por satisfacer la vanidad del autor, valor que, como todos sabemos, en el ámbito universitario cotiza demasiado alto, y pecar contra él es sinónimo de granjearte enemigos a muerte de por vida. Por ello, pocos se arriesgan.

Es por todo ello por lo que desde hace algunas décadas solamente –la historia de Henry Oldenburg del siglo XVII es una leyenda–, y tal vez en el fondo para evitar las incomodidades “políticas” del rechazo del consejo de redacción, pareció una mejor solución que los trabajos los evaluaran colegas de la disciplina que no revelarían su identidad, y que tampoco conocerían la del autor. De esa manera, el rechazo a la publicación aparentaría ser, en principio, más objetivo, y desde luego el consejo de redacción podría escudarse en el parecer de los “pares” para no incomodarse con los autores.

A priori, el sistema puede parecer perfecto, y tal vez pueda funcionar debidamente –aunque es muy controvertido– en materias no jurídicas en las que el papel de los revisores es sobre todo comprobar el uso del método científico y la realidad del apoyo estadístico de los resultados, aunque para esos casos se está proponiendo como alternativa el sistema del registered report, lo que algo quiere decir, y no positivo para la peer review. Pero sea como fuere, en estas materias el papel del evaluador está concebido de manera muy objetiva a priori, sin perjuicio de que en ocasiones pueda ir más allá de lo indicado encontrando siempre variables subjetivas para hacerlo. En todo caso, no pretendo analizar la validez del sistema para esas materias, y por ello no me extenderé en este punto.

Sin embargo, en el campo jurídico la peer review presenta gravísimos inconvenientes, dado que salvo que se descubran en el trabajo errores garrafales –luego trataré ese punto, la ciencia jurídica es esencialmente argumentativa, con la subjetividad inevitable que ello provoca. Las conclusiones pueden ser desacertadas, pero salvo que se pueda explicar con claridad la razón del error, en muchas ocasiones el supuesto “error” no es más que una discrepancia de parecer sobre un tema que puede tener diversas lecturas, todas legítimas. Por ello, en Derecho 2+2 no siempre es igual a 4, si se me permite la comparación. Un mismo problema jurídico puede tener soluciones incompatibles entre sí pero que conduzcan a resultados que verdaderamente funcionen de forma aceptable en la realidad.

Por todo ello, en este escrito destacaré solamente los cuatro problemas de la evaluación por pares en materia jurídica que parecen más evidentes: la escasez de la muestra estadística, la corrupción en la selección de los evaluadores, la dudosa legitimidad científica de los mismos y la procedencia de ciertas observaciones/correcciones.

El primero –la escasez de la muestra estadística– es de tal evidencia que no merece mucho comentario. Pongamos por caso una materia que en un solo país posee a 200 expertos del máximo nivel. Ciertamente, recurrir solamente al parecer de dos de ellos, incluso siendo del todo coincidente con el del autor –pocas veces lo es– supone dejar la opinión de la comunidad científica en manos del 1% de sus integrantes, lo que es enormemente desacertado particularmente en materia jurídica, insisto, en la que la diversidad de pareceres es bastante natural en muchísimos puntos.

El segundo –corrupción en la selección de evaluadores– es más serio. Pocas revistas desclasifican su sistema de confección de las listas de evaluadores y su selección final. Es algo que queda en manos de los consejos de redacción, que obviamente pueden hacer y hacen al respecto lo que quieren, quedando el completo sistema dependiendo exclusivamente de la honestidad de los integrantes de dicho consejo. Si en el futuro se debiera seguir confiando tan ciegamente en el sistema de la revisión por pares, tal vez convendría que se elaboraran pautas de selección de evaluadores con criterios de calidad, de manera que no todo dependa del criterio de los consejos de redacción. Ello planteará otros muchos problemas –disponibilidad de los evaluadores, boicots de los mismos, evaluación de su calidad, precaria tantas veces, etc.–, pero tal y como es el actual sistema, consiste en hacerse trampas al solitario.

El tercero, relacionado íntimamente con el anterior –legitimidad científica de los evaluadores–, es un problema gravísimo y hasta doloroso desde el punto de vista de la vanidad al que antes me refería. Habría que asumir algo que hasta parece un pecado decirlo: la mayoría de los colegas no están legitimados para evaluar debidamente un trabajo científico, porque nunca abordaron en profundidad el tema tratado por el autor. Y si sí lo hicieron, se corre el riesgo de que el evaluador piense que él es el único ser sobre la faz de la tierra que tiene la razón sobre el tema, lo que le puede llevar a evaluar negativamente trabajos, especialmente aquellos que, dramáticamente, no le han citado, o que desgraciadamente contradicen sus conclusiones. En estas condiciones, encontrar un evaluador auténticamente informado e imparcial es una misión verdaderamente difícil. No imposible, pero sí demasiado compleja como para que podamos tener confianza en un sistema que le cuesta tantísimo integrar a los sujetos que le dan vida.

El cuarto –legitimidad de las observaciones/correcciones– es tal vez lo de menos, aunque a menudo lo que más enoja. Con demasiada frecuencia, el evaluador percibe banalmente que le ha llegado su momento de gloria, y sintiéndose amparado por la máscara del anonimato, experimenta un placer sádico en formular comentarios desagradables y denigratorios del autor y su obra, que además la mayoría de las veces ni siquiera son científicamente útiles. Es habitual, por ejemplo, que se quejen de que no se ha utilizado tal o cual obra, sin decir por qué esos materiales sean importantes o qué ideas aportarían.

También formulan propuestas de reforma de índices, simplemente porque ellos lo habrían hecho de otra manera, aunque sin decir por qué la opción del autor es tan errónea que oscurece la comprensión del trabajo. Finalmente, para no hacer esta lista inacabable, los evaluadores, escolásticos obedientes con sus mayores, acostumbran a ser hostiles a las conclusiones que no se basan en otros trabajos doctrinales anteriores, como si la creatividad o la originalidad fueran un pecado contra los argumentos de autoridad, cuando son la principal fuente de generación de ciencia jurídica, por muy reprimida que suela estar precisamente porque en nuestra materia la tradición y los argumentos de autoridad parecen absurdamente intocables. Dos simples falacias –ad verecundiam y ad antiquitatem– que han lastrado la investigación en nuestro ámbito desde la Edad Media, y que todavía suponen una carga del peso de una losa en ocasiones para el conjunto de la comunidad científica.

El sistema también fracasa cuando el consejo de redacción dispone una lista de evaluadores que siempre dicen sí, es decir, que sistemáticamente aceptan los trabajos para ser publicados. Son puros amigos de dicho consejo dispuestos a aparentar una labor para obtener indexaciones o sellos de calidad de la revista, lo que también da al traste con el objetivo final: la localización de la calidad y hasta del talento.

Es por ello también por lo que, realmente, convendría que los indexadores suprimieran de inmediato la peer review entre los criterios de calidad, al menos en materia jurídica, devolviendo a los consejos de redacción su poder, jugándose dicho consejo su prestigio con nombre y apellidos y detectando esa calidad. Actualmente, además, pueden contar con un indicio fácil de obtener, pero que –esto es importante– se trata de un simple indicio editorial, y no de un criterio objetivo de evaluación de la calidad, que no lo es en absoluto. Insisto, se trata de una simple orientación editorial para los propios consejos de redacción: número de bajadas de los artículos de los mismos. Si la revista publica trabajos valiosos, las consultas serán más numerosas. De lo contrario, nadie entrará en la página de la revista para ver qué publicaron en el último número. En todo caso, es forzoso controlar tecnológicamente la manipulación en el número de bajadas.

Si al número de consultas se añade el número de citas y se combinan ambos factores, se evitará que las revistas publiquen arteramente trabajos que pretendan alguno de los dos objetivos, que en materia jurídica son con frecuencia incompatibles. Los trabajos “prácticos” tienen muchas bajadas, pero pocas citas doctrinales. Y las obras que son solamente disquisiciones teóricas y que a menudo generan citas, no le interesan realmente a nadie fuera de la Academia, habida cuenta de su ausencia de empirismo, precisamente. Acompasar ambos objetivos es auténtica ciencia: investigar cuestiones relevantes en la realidad de un modo científicamente impecable. No debiera ser tan difícil encontrar un consejo de redacción comprometido con tales objetivos, es decir, con la ciencia.

Aunque debo insistir una vez más, para finalizar y para evitar confusiones, que la combinación del número de bajadas con el de citas no es un detector objetivo de calidad, por lo que desaconsejo enérgicamente desde ahora su uso en otras valoraciones de trabajos científicos. Simplemente es un criterio editorial a posteriori para el consejo de redacción a fin de mantener el nivel de difusión de la revista científica. La apreciación de la calidad científica no es tan sencilla, ojalá lo fuera… De ahí la exigencia inexcusable de que la revista posea un consejo de redacción realmente prestigioso desde el punto de vista estrictamente científico.

¿Y ahora qué? Mirando al futuro en el control de la epidemia SARS-CoV-2 en España: test, test y test

Marco Aurelio, que tuvo que enfrentarse a una devastadora epidemia de peste, seguía dos principios: si no es conveniente no lo hagas; si no es verdad, no lo digas. Es decir, el buen gobierno de una epidemia debe seguir criterios técnicos y ser transparente para generar confianza.

El aspecto capital de una epidemia de un virus nuevo es su crecimiento exponencial. El impacto de una semana, incluso de un día sobre el número de muertes y contagios es mucho mayor de lo que la intuición nos dice. Todo ocurre muy deprisa y hay que ir varios pasos por delante. Si tienes la suerte de no ser el primero, puedes tomar como modelo aquellos países que la están afrontando con éxito. Corea del Sur hubiera sido un modelo excelente. Lo cierto es que no se aprovechó esta ventaja y España ha sido castigada con mucha dureza por el virus, en número de muertos, número de contagiados y número de sanitarios contagiados.

En mi opinión, las líneas maestras para el control de la epidemia del virus SARS-CoV2 en España son: 1) realización generalizada de test desde el inicio 2) distanciamiento social precoz 3) protección individual de acuerdo al mecanismo de transmisión y 4) preparación del sistema sanitario con suficientes medios materiales y protegiendo a los profesionales.

1) Realización generalizada de test

Como siempre en medicina, las pruebas diagnósticas deben interpretarse teniendo en cuenta el contexto clínico. Para interpretar los resultados de un test se necesita la siguiente información: historial del contacto previo con sujetos infectados, sintomatología actual o pasada, test de PCR y test serológicos (test de IgM y de IgG). Todos los test tienen limitaciones y un grado de fiabilidad variable.

El test de PCR resulta positivo cuando hay material genético del virus (RNA) en la cavidad nasal o bucal, lo cual indica (en general) que hay virus en el organismo (con independencia de que haya o no síntomas) y, por tanto, que el sujeto es infeccioso. La IgM (inmunoglobulina M) es un anticuerpo, es decir, una proteína defensiva. Se produce en fase relativamente temprana de la infección. Su diseño es bastante burdo e indica que el paciente está sufriendo una infección aguda. La IgG (inmunoglobulina G) es de diseño, digamos, más fino y, cuando es positiva, puede significar que hay inmunidad a medio o largo plazo. Como veremos a continuación, los test tienen utilidad para tomar decisiones de control de la epidemia a nivel poblacional (grado de confinamiento) y decisiones individuales.

2) Distanciamiento social

Cuando el nivel de alerta es bajo y no hay inmunidad, cada sujeto infectado contagia a un número considerable de sujetos. En el caso del SARS-CoV-2 el promedio de contagios nuevos que originó cada sujeto infectado se situó al inicio de la epidemia entre 2,5 y 6 (a esta cifra la llamamos R). Si es menor de 1 la epidemia decrece, si es mayor, crece. Si la R es alta, se produce un crecimiento exponencial. Sabiendo cual es la R y cuál es el porcentaje de individuos infectados, podemos estimar qué proporción de la población se contagiará en una oleada (tasa de ataque). Sabiendo cómo se comporta la enfermedad y la tasa de ataque podemos estimar si nuestro sistema sanitario se verá desbordado. En el caso del SARS-CoV-2, de forma aproximada, asumiendo una letalidad (cociente entre los sujetos que mueren y el total de infectados) del 1%, se podría estimar que de cada 100 infectados, 20 serán asintomáticos, 70 tendrán un cuadro leve y 10 ingresarán. De los que ingresan 2 tendrán un cuadro muy grave y 1 morirá.

Se comprueba fácilmente que en cuanto la proporción de infectados empieza a aumentar, la necesidad de camas hospitalarias y camas de críticos crece rápidamente y el sistema puede colapsar. El objetivo del control de la epidemia es retrasar los contagios para evitar el colapso (lo que permite una adecuada atención a los pacientes), y dar más además tiempo para investigar nuevos tratamientos y vacunas.

Cuando la epidemia crece de forma exponencial y se pone en riesgo el sistema sanitario, puede llegar a ser necesario el confinamiento estricto, cuya función es disminuir el número de contagios. Esta situación no se puede mantener indefinidamente, entre otras muchas cosas, por razones económicas. Llegado un punto, se producirían más muertes por el colapso de la economía que por la propia infección. El desconfinamiento debe hacerse buscando el difícil equilibrio entre la actividad económica y el control de la infección (más datos aquí). Si el confinamiento se prolonga demasiado el daño a la economía puede ser muy grande, si lo relajamos demasiado pronto la epidemia rebrota. Para conseguir este equilibrio necesitamos tener datos sobre cuántos sujetos están infectados y cuál es el promedio de contagios nuevos que cada uno producirá. Es decir, necesitamos conocer la prevalencia de la infección activa y la “R”. Y sólo hay una forma de estimar esto con suficiente precisión: haciendo test de PCR. Además estos test permitirán saber, con nombres y apellidos quién está infectado para aislar, tratar y rastrear y seguir a los contactos. Si no tenemos esta estimación, la toma de decisiones será casi a ciegas (ver aquí ). Nos arriesgamos a dar bandazos alternando confinamiento y parálisis económica con desconfinamiento y contagio masivo. Todo ello con efectos devastadores para la salud, el empleo y el bienestar.

Por eso, a la pregunta de ¿A quién hay que hacer test de PCR? La respuesta es: a cuantos más, mejor. Como no es posible hacerlo a todo el mundo a la vez, tendremos que hacer un plan, trazando, digamos, círculos concéntricos según el riesgo y la importancia: sintomáticos, personal sanitario, fuerzas de seguridad, personal de supermercados, contactos de sujetos con PCR positiva etc. Sería conveniente involucrar redes sanitarias ya existentes o a equipos contratados “ad hoc” para que los test se puedan hacer ágilmente. Corea del Sur implantó un sistema en el que los test que se realizaban sin bajarse el vehículo, que luego ha servido de modelo. ¿Cuándo hacer los test? Lo antes posible después del primer síntoma. Y luego a todos los contactos. Puede parecer caro, pero resulta mucho más caro duplicar las cifras del paro, tener una caída del PIB que puede acercarse al 10% y, por supuesto, llorar a 30.000 fallecidos.

3) Educación de la población: protección individual. Cada individuo debe hacer lo posible por no contagiarse y no contagiar a otros. Lo más eficaz es conseguir que la población sea consciente de la gravedad de la enfermedad, de los mecanismos de contagio y de las medidas de prevención. Cuanto mejor se haga este trabajo educativo, menos contagios habrá. No se trata de recrearse en el dolor y la muerte, pero sí hay que transmitir de forma clara el sufrimiento extremo que se produce en un 5% de casos de infección y la muerte de un 1% ( más datos aquí ). En cuanto al mecanismo de contagio, sabemos que la infección por el virus SARS-CoV2 que da lugar a la enfermedad (Covid19) se transmite por vía respiratoria. Seguro que a través de pequeñas gotitas que se expulsan al hablar, toser, estornudar o gritar y exhalar por la boca, de manera similar a la gripe estacional. Existen datos que indican que los aerosoles generados al hablar (que pueden viajar a mayor distancia) en determinadas circunstancias pueden también ser infectivos. Por otro lado, sabemos que la infección puede transmitirse por el contacto con superficies u objetos contaminados. Hay por tanto dos medidas esenciales: mascarillas obligatorias en lugares cerrados, en colas y en lugares abiertos cuando no se pueda mantener una distancia de seguridad y lavado instantáneo y frecuente de manos ( ver aquí).

La segunda ola y los test serológicos.La Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología clínica publicó el 27 de abril un documento bien fundamentado. Pero los documentos envejecen muy deprisa en esta epidemia. Simplificando mucho las cosas, sabemos que hay dos tipos de test serológicos, los basados en cromatografía (test rápidos) que tienen una fiabilidad baja y los basados en una técnica más sofisticada (la técnica ELISA). Para poder interpretar los test serológicos, los combinamos con otros tres parámetros: antecedentes epidemiológicos, comportamiento clínico, y test de PCR. De esta forma podemos clasificar razonablemente a los sujetos, con limitaciones y con bastante variabilidad según el tipo de test. A este respecto hay que señalar que el grado de protección de los sujetos que dan positivo para IgG es variable y hasta cierto punto, aún desconocido. Por tanto la interpretación actual de los test no es directa. Es probable que pronto contemos con test más fiables, rápidos y accesibles, para clasificar a los pacientes. Pero también ahora dan información útil y sería muy conveniente, empezar a realizar de forma sistemática test serológicos de la mayor calidad posible al mayor número de sujetos posible, otra vez empezando por personal sanitario. ¿Resulta  caro, difícil y laborioso? Sí, pero pueden ayudar de forma sustancial a saber qué hacer ahora y a prevenir una segunda ola en otoño, que resultaría mucho más cara, difícil, agotadora, y triste.

Nunca como ahora, es tan cierto que lo único que no cambia es que todo cambia. Si nos aferramos a la idea de que sabemos algo sin autocrítica y  sin ir por delante de los acontecimientos, volveremos a cometer los mismos y nuevos errores. Deberíamos tomar como ejemplo lo que están haciendo otros países que lo han hecho bien, pero no será suficiente (nuestra situación es peor). Deberíamos aprovechar que seguramente tenemos una mayor proporción de sujetos con cierto grado de protección. No podemos paralizarnos pensando en lo mala que es la sensibilidad y especificidad de un test (hagamos otro mejor), o diciendo banalidades en la televisión. Un estudio científico serológico está bien, pero complementa y no sustituye a los test “masivos” porque sólo tendrá cierta utilidad para decisiones poblacionales, siempre que su análisis se pueda hacer rápidamente.

Alemania hace en torno a 200.000 test de PCR diarios. Hay que empezar ya. Hagamos PCR a todos los sujetos tras el primer síntoma, riesgo, sospecha o contacto. Hagamos test serológicos ¿Cuáles? Los mejores que haya disponibles. ¿A quién? Al mayor número de sujetos posible. Luego veremos cómo se interpreta. Formemos equipos de seguimiento con decenas de miles de personas. Generemos rápidamente una aplicación para móviles a nivel nacional para hacer seguimiento de contactos. ¿Será caro? No tan caro como una nueva ola de contagios. Ya pasó el momento de resistir: hay que hacer.

Mirando al futuro. Si nos fijamos en la epidemia de gripe del 18, en la que tampoco había vacuna ni tratamiento eficaz, vemos la altísima mortalidad de la segunda ola. La mayor parte de los expertos están convencidos de que habrá una segunda ola. No podemos ignorarlo. Tenemos que prepararnos para un otoño muy duro. Esta vez hay que hacerlo bien. Confiemos en la gente, en su madurez, en su inteligencia y en su capacidad de actuar con prudencia. Articulemos normas sensatas y sancionemos a quien las incumple con proporcionalidad. Realicemos test de PCR y serológicos. Pongamos en marcha equipos y aplicaciones móviles. Planifiquemos como proteger al personal sanitario. Somos el país con más sanitarios infectados del mundo. Planifiquemos recursos materiales y humanos para el otoño. No puede volvernos a pasar lo mismo otra vez.

Terminaré como empecé. Hablando de lo importante que es generar confianza. Hagámoslo Y para eso, seguramente, hay que poner algunas caras nuevas liderando la lucha contra la epidemia. Gente nueva de los mismos partidos si es lo oportuno o de otros o de varios diferentes. No lo sé. Pero sobre todo personas que no estén lastradas por equivocaciones (algunas veces comprensibles) o por malos resultados, si se prefiere. La gente tiene que ver personas en quien pueda confiar. Alguien a quien seguir. Alguien que no hará nada que no sea conveniente y no dirá nada que no sea verdad.

Nota del autor: el criterio expresado en este artículo es exclusivamente del autor a 6/5/2020. No representa el criterio del ninguna institución.

La cloroquina, los científicos, la ética, la ideología y la política. Comparando Francia y España.

Durante todos estos días, como suelo hacer a menudo, vengo viendo con asiduidad determinadas emisoras de televisión francesas: principalmente BFM, LCI y Cnews. En estos momentos, existe en el país vecino un debate científico de la máxima importancia y pertinencia no sólo científica sino ética, y que se centra en torno a un posible tratamiento curativo – no vacuna-  del Covid-19 con un antiviral al parecer muy eficaz. Francia está dividida. Lo que se inició hace unos días como un tema polémico que abordar en los muchos debates, y de bastante nivel a mi modo de ver, que se mantienen a diario en las plataformas televisivas ha derivado en una especie de guerra científica en estos momentos de máxima tensión, con implicaciones políticas y éticas. Pues lo que está en juego es curar o no curar a determinados tipos de enfermos, y que mueran o no muchas personas.

En un lado del debate está la postura de un médico y científico con fama a nivel mundial en lo que a enfermedades infecciosas se refiere, el Prof. Didier Raoult, de un Hospital de Marsella, que defiende y está aplicando a los enfermos de COVID-19 de su hospital un tratamiento a base de hidroxicloroquina comercializado por la casa Sanofi -un derivado de la cloroquina- junto a un antibiótico, al parecer con el resultado de una mejoría casi inmediata. Lo ha hecho de momento con un grupo de 24 contagiados y han mejorado todos. Hay cola – literalmente hablando- de gente de todas las edades en la puerta de su hospital para que se les haga la prueba y, en caso de ser positivos, conseguir el fármaco.

Esto ha escandalizado a Francia, pues para empezar el fármaco se ha agotado y otros tipos de pacientes que lo necesitan, los que tienen lupus, no lo encuentran. Efectivamente, parece ser que esta molécula, la cloraquina, hace muchos años que está siendo utilizada para curar el paludismo o malaria, e incluso se prescribe a personas sanas que vayan a viajar a determinadas zonas. El Dr. Raoult la ha usado varias veces a lo largo de su vida clínica y tiene publicaciones relevantes a nivel mundial, una de ellas específicamente sobre la cloroquina, de hace trece años. Por supuesto, hay toda una serie de médicos y científicos que coinciden en sus bondades, además del mencionado doctor, y le apoyan.

Pero en el otro lado del debate está el grupo de científicos que aconseja a Macron en estos momentos, también de primer nivel científico –a mi modesto entender-, que se resisten a aceptar esta estrategia. Éstos son más partidarios de iniciar – y ya han iniciado, junto con otros países europeos, entre ellos España – un estudio multicéntrico: una serie de ensayos clínicos con esta molécula y otras tantas, con la rigurosidad metodológica de los ensayos clínicos: grupo control, placebo, etc., pero que no dará resultados hasta dentro, por lo menos, de seis semanas. Mientras tanto la gente muere, y mucha, tanto en Francia como en España.

En el diario Le Parisien de ayer [por el 24 de marzo], se publica una entrevista al Prof. Raoult, y éste con toda crudeza pone de manifiesto la falta de ética, que juzga inmoral, al no poder administrar la cloroquina a los enfermos DESDE YA. Tacha a muchos de sus compañeros y científicos de estar en la luna al pretender comparar la puesta en marcha de ensayos clínicos “en tiempos de paz” con una infección emergente y que se propaga a velocidad de vértigo. Llega a decir que él es una persona pragmática (que ve a diario a cientos de pacientes) y no “des oiseaux de plateau de télé”, juicio severo donde los haya. Habla de “une ignorance crasse”, por parte de mucha gente y llega a decir que “la communication scientifique de ce pays s’apparente aujourd’hui á de la conversation du bistrot”. Palabras durísimas. Dice haber recibido llamadas de todo el mundo, incluida la Clínica Mayo y el MGH (Massachussets General Hospital).

Especifica la fórmula y la posología con que debe administrarse (combinada con un antibiótico, azythromycine), pero en la que no entraremos aquí por prudencia (aunque puede encontrarse en el citado periódico, el objetivo que pretendemos no es éste). Y acaba diciendo, no sin antes disparar algunos tiros dialécticos más contra los círculos científicos parisinos, que esta molécula se acabará usando en todo el mundo. En el momento en que se revisa por última vez esta entrada, a 27 de marzo, el gobierno francés acaba de autorizar el uso de la cloraquina en los hospitales, bajo la estricta responsabilidad de cada equipo médico.

¿Qué pretendo hacer ver; o mejor dicho, sobre qué pretendo hacer reflexionar con este post a los posibles lectores? Que la ciencia, y en particular la medicina, no es cuestión de todo o nada, sino que es un conocimiento de tipo probabilístico, y que los mejores científicos a veces mantienen posturas muy  diferentes. Que hay, y siempre habrá, disputas científicas en las que están implicados aspectos sociales, humanos, políticos, ideológicos y éticos. Que en tiempos de guerra (y Macron ha repetido hasta la saciedad “nous sommes en guerre”), hay que actuar con mucha mayor rapidez y adoptar posturas quizá menos “científicas” (desde el punto de vista metodológico) que en tiempos de paz, pero quizá eficaces. Que los aparentemente visionarios, y muy debatidos, a veces tienen razón. Que en España, lejos de estar en estos debates científicos, estamos aún en el momento de buscar mascarillas y tubos adecuados a la terrible situación. Que la batalla dialéctica en nuestro país, más que ser científica, se centra en si es el Gobierno central o las CCAA las que tienen la culpa de todo esto. Que en España estamos echando en falta a los contingentes de médicos y enfermeras que se han ido al extranjero por no encontrar aquí trabajo, 15.000 entre los años 2011 y 2015, y que ahora atienden a pacientes franceses, ingleses o alemanes. Que nuestros enfermos tienen que estar limitados, para ser tratados, a sus CCAA,- uno de Madrid no puede ir a Avila o a Toledo o a Sevilla-,  mientras que en Francia han puesto en marcha un TGV medicalizado, coches medicalizados e incluso helicópteros y un avión militar para llevar pacientes que lo necesitan de Mulhouse a Nantes, de Ajaccio a Marsella, de Mulhouse a Toulon, etc.

A pesar de esto no se puede dejar de citar la hazaña de haber construido en pocas horas en Madrid, en IFEMA, el hospital de campaña que se ha levantado, y la buenísima planificación y gestión del médico Jefe, Dr. Zapatero, así como la actuación mucho más que ejemplar, casi heroica, del personal sanitario en general.

A la hora de escribir esto, una amiga médico jubilada de uno de los Hospitales de referencia de la CAM me dice que en algunos hospitales de Madrid, que no cito por prudencia, se estaba utilizando está molécula, pero que se está agotando en el mercado. Y ante pregunta de un periodista al Ministro de Sanidad sobre la eficacia de la cloroquina, éste dijo que ya se enteraría de qué era eso, que no lo sabía. Es lógico. Es filósofo de formación.