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Hacia un ordenamiento jurídico completamente enladrillado

El Ordenamiento jurídico puede ser definido como conjunto de reglas, principios y valores que regulan la organización del poder, las relaciones con los ciudadanos y las garantías de los derechos y las relaciones entre estos, así como ordenan las políticas públicas en beneficio del interés general. Hay otras muchas definiciones, pero a los efectos que ahora interesan, me vale ésta. Por otra parte, y como bien dice la Exposición de Motivos de nuestra Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, “utilizar únicamente lo establecido en las leyes para medir la validez de los actos o disposiciones administrativas «equivale a incurrir en un positivismo superado y olvidar que lo jurídico no se encierra y circunscribe en las disposiciones escritas, sino que se extiende a los principios y a la normatividad inmanente en la naturaleza de las instituciones”. 

Sin embargo, estamos asistiendo a una especie de “inundación” de nuestro Ordenamiento Jurídico por disposiciones con rango de Ley (ya sea “qua talis” o mediante Decretos Leyes) que pretenden regular todos los aspectos de nuestras vidas. Desde lo más íntimo y personal (como es la familia o el género) hasta nuestras relaciones más diversas, comenzando por el propio ocio, pasando por la forma en que debemos expresarnos y terminando por nuestro trabajo. Dicho de un modo gráfico, nuestro Ordenamiento Jurídico se está “enladrillando”, dejando cada vez menos espacio a las técnicas de interpretación, aplicación e integración del Derecho, lo cual equivale a decir que se está volviendo más y más rígido.

Lejos, muy lejos quedan los tiempos en los que el Digesto o los glosadores podían ser citados como muestra de “buen Derecho”, porque no es bueno que todo o casi todo quede definido por las normas (y mucho menos, si tienen rango de Ley no dejando espacio para el desarrollo reglamentario). Al fin y al cabo, las normas no dejan de ser meras pautas generales de conducta, en donde muchas veces tiene difícil cabida el caso concreto, para lo cual resulta indispensable acudir a las técnicas de interpretación razonable de lo escrito para llegar a una solución justa y adecuada a cada supuesto. Dicho de otro modo, los denominados “operadores jurídicos” (tanto los institucionales -jueces- como los no institucionales -abogados y juristas en general-), resultan de todo punto necesarios en nuestro Ordenamiento. Ellos (los operadores jurídicos) son quienes dan los pasos necesarios para pasar de la previsión general de la norma a su aplicación al caso concreto, con lo cual se convierten en una parte muy importante de cualquier sistema jurídico.

Pero, como digo, la producción de leyes parece no cesar, en un peligroso afán por dejarlo todo “atado y bien atado” al gusto del legislador actual, porque las últimas novedades en este sentido tienen un marcado y peligroso sesgo político. Además, demasiada regulación en todos los órdenes ata a las personas a la letra de las normas, lejos de proporcionar mayor libertad que debería ser el pilar fundamental sobre el que se edificase cualquier norma. La Ley de Memoria democrática, la Ley Trans, la del Si es Sí, la Ley de Familias o la Ley Animalista son recientes ejemplos claros de cómo no se debe legislar “enladrillando” nuestro Ordenamiento jurídico con normas que, para colmo, son contradictorias entre sí e, incluso, con otras ya existentes (a las que, además, no derogan por ser heteromórficas).

Ante semejante desquiciado panorama son varias las preguntas que no ceso de hacerme sin encontrar respuesta adecuada. ¿Para qué servimos los juristas en este pantano normativo en donde todo parece encontrarse regulado? Porque el legislador ha actuado como si no existiesen los “operadores jurídicos” y las normas se aplicasen por sí solas. Además … ¿resulta éticamente admisible que se pretenda escribir la historia mediante una Ley? ¿Con qué derecho se inmiscuye el Gobierno en mi vida familiar y la forma que pueda tener de concebirla? O ¿Dónde queda la presunción de inocencia en la Ley del Sí es Sí? No oigo ninguna respuesta (al menos desde el poder) ante todas estas preguntas, lo cual muestra hasta qué punto nos encontramos ante una proliferación y aceleración normativa, sin precedentes en nuestra historia, que a nada bueno puede conducir.

Y lo que quizás resulte más inquietante ante esta proliferación normativa sesgada … ¿Qué pasará si un Gobierno y Parlamento distintos deciden derogar estas normas? ¿Alguien se da cuenta de la tremenda situación de incertidumbre jurídica ante la que vamos a encontrarnos? Me temo que no, y que nuestra clase política seguirá viviendo en el “día a día” sin pararse a pensar en el mañana (que puede estar a la vuelta de la esquina).

Dejen ya, por tanto, de “enladrillar” con tanta Ley nuestro Ordenamiento jurídico, porque el día menos pensado va a estallar, y no será en beneficio de nadie; que el tiempo y el espacio normados no son infinitos en una sociedad democrática que pretende basarse en la libertad. De modo que, como el Derecho se encuentra enladrillado, el desenladrillador que lo desenladrille buen desenladrillador será …

Y es que, algo así aconsejó Don Quijote a Sancho para el buen gobierno de la ínsula prometida allá por el 1605: “No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas y, sobre todo, que se guarden y cumplan. Que las pragmáticas que no se guardan, lo mismo es que si no lo fuesen: antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen”. También Descartes (1596-1650) advirtió que “los Estados mejor organizados son los que dictan pocas leyes, pero de rigurosa observancia”.

Y mire usted que han pasado años, pero no hay forma. No hemos aprendido nada. La profusión legislativa que nos preside sigue siendo un mal endémico, abocada al incumplimiento …y si no, al tiempo …

Competencias administrativas y pelotas de ping-pong

¿Son de verdad irrenunciables las competencias administrativas? La pregunta la realizo con tono de denuncia, por supuesto: casi un yo acuso. Y puede parecer retórica a la luz de la enfática proclamación de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Su Art. 8, Competencia, se expresa en el apartado 1 sin dejar resquicio a la duda: se proclama de manera enfática de la competencia (que “se ejercerá por los órganos administrativos que la tengan atribuida como propia”, salvo las excepciones de la delegación hacia abajo o avocación hacia arriba) que “es irrenunciable”. No hay fisuras ni matices.

“Competencias del órgano” y “potestades de la entidad” no son exactamente lo mismo, pero ese debate queda para otro momento. Lo cierto es que si nos encontramos en el planeta de la obligatoriedad del ejercicio de los correspondientes cometidos es porque los mismos, aunque puedan tener y tengan una víctima primaria, están al servicio de un tercero o unos terceros. Si la policía disuelve una manifestación, incluso con empleo de la fuerza contra las personas, es para que otros –terceros, en plural- puedan disfrutar de la calle, que es de todos. Si la unidad de carreteras de una Subdelegación del Gobierno expropia un terreno y priva de su titularidad a Fulano es porque hay que hacer una carretera que va a usar no ya Mengano, sino muchos Menganos: el interés público o general, en suma. Et sic et coetera.

El interés general o público tiene sus sufridores inmediatos: una verdadera pena. Pero eso no significa que la Administración no deba actuar (no sólo que pueda hacerlo). Reculer pour mieux sauter, que dicen los franceses. Sin un paso atrás no hay quien dé dos pasos adelante. Y es que, como bien explica la ley de la gravitación universal, las cosas, gusten o no, siempre pesan. La ingravidez sólo existe en el espacio sideral.

Lo natural de los gobernantes, así pues, es, en teoría, no sólo expandirse sin dejar vacíos, sino incluso luchar con el vecino para arañarle el espacio. La Ley Orgánica 1/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, regula, dentro de los conflictos de competencia, la figura de los negativos, que en teoría sería casi un cuerpo extraño en el sistema, cuando no un contradios.

El Código Civil, en su Título Preliminar, dedica su Art. 6, entre otras cosas, a la renuncia de los derechos reconocidos en las leyes. Y proclama que su validez queda condicionada a que no salga perdiendo el interés público, el orden público o terceros, el famoso “perjuicio” a los mismos. Derecho Administrativo -lo nuevo- y Derecho Civil cuadran una vez más: lo accesorio sigue a lo principal. Aunque hace más de cien años que la rama se separó del tronco, le sigue siendo secretamente fiel, como a comienzos del siglo XIX decían los líderes de la independencia de México acerca de la pervivencia, casi indeleble, de los elementos hispánicos –aquello había sido la “Nueva España”- en el país recién emancipado.

Borges, el gran Borges, es el autor de esa boutade tan real de que de la literatura fantástica forma parte no sólo la teología -obvio- sino también la metafísica. Olvidó citar al Derecho Administrativo, quizá porque no estaba familiarizado con él.

Y es que sucede que el titular del órgano público del que habla el Art. 8 de la Ley de 2015, el de las competencias teóricamente irrenunciables, es un político que, si ha llegado al puesto, es porque pertenece a un partido. Y, antes de mover un dedo, va a poner en marcha la calculadora electoral. Si acaso me decido a irrumpir en la manifestación ilegal, que es mi rigurosa obligación, ¿cuántos votos voy a perder? Si desalojo a los ocupantes de tal o cual inmueble, ¿qué van a decir de mí los periódicos y la oposición? Sin duda que de mi dejación saldrán perdiendo algunos, pero eso no se percibe o al menos la gente tarda mucho en caer en la cuenta, siendo así que por el contrario la víctima inmediata de la actuación va a estar muy presente desde el primer momento. Ya sabemos las paradojas y las contraindicaciones de lo que se conoce como la acción colectiva. No es tanto un balance de minorías y mayorías cuanto una ponderación del ruido que es capaz de generar cada quien.

La Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública -de la última época de un Zapatero, quien para entonces ya estaba desahuciado y, por tanto, le resbalaban las expectativas electorales- dedica su Art. 54 a lo que llama “Medidas especiales y cautelares”, a aplicar “con carácter excepcional y cuando así lo requieran motivos de extraordinaria gravedad y urgencia”. Se trata de “cuantas medidas sean necesarias”, incluyendo prohibir a la gente que se arrime. Y eso sin contar con lo que muchos años antes, en la primera legislatura de Felipe González, el período matusalénico, había establecido la Ley Orgánica 3/1986, de Medidas Especiales en materia de Salud Pública. O la Ley 14/1986, de 26 de abril, General de Sanidad.

Todo ello, dicho sea sin poner nombres y apellidos, está en las manos -“podrá”- de las concretas autoridades que sean competentes en materia de sanidad. Y, en fin, ya sabemos que, en el Diccionario jurídico-administrativo, podrá significa deberá: las potestades son por definición de ejercicio obligatorio. Más aún si se trata de defender la salud pública, sin la que no hay economía ni nada de nada. Muy en particular en una sociedad como la española, en la que la vida, y el comercio, se desarrollan al aire libre, entre abrazos o incluso besos y arrumacos. En Oslo, para bien o para mal, todo es distinto. Debe suponerse, dicho sea de paso, que para bien (nuestro). De hecho, son ellos los que vienen aquí en cuanto pueden y no nosotros los que, salvo necesidad imperiosa, vamos allí.

Confinar a las personas o incluso restringir su movilidad -eufemismo para no hablar de confinamiento: ya se sabe que todo se va en el disimulo y la semántica- puede ser la primera de las medidas, obligada y de sentido común, en los casos de pandemia. Y ocurre que en el Estado de las Autonomías esa competencia es en primer lugar de las Comunidades Autónomas, al menos en tiempos ordinarios, y a salvo de las funciones centralizadas de bases y coordinación, que por cierto vaya usted a saber lo que se quiso decir con ellas. Pero he aquí que, ¡ay!, estemos ante una potestad de ejercicio enojoso, porque cuando la calculadora de los votos se pone en marcha los resultados pueden acabar siendo unos u otros. Ya se sabe que el elector se muestra tan mobile como la donna de Rigoletto y lo mismo me termina echando en cara que he puesto en jaque su negocio, por poner un ejemplo socorrido. Los políticos, como gremio, carecen frente a la sociedad de toda capacidad de prescripción de recetas desagradables y ellos son los primeros en no ignorarlo: son conscientes de que, como las vedettes, viven de gustar, no de ejercer la ingrata pedagogía.

Ese es el contexto, nada feliz en los hechos: el Estado de partidos, que la Constitución proclama en su Art. 6, cuya preciosa cantinela conocemos: “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Y sin olvidar también el Estado autonómico del Art. 2; hay que ver la cantidad de adjetivos que adornan nuestro Estado. Y eso sin contar lo de social, democrático y de Derecho del Art. 1.1, la monarquía parlamentaria y sabe Dios cuánta apelación más.

Así las cosas, acaba llegándose a una conclusión, ciertamente nada simpática, acerca del interés general. Ese interés general es lo que subyace al principio de irrenunciabilidad de las competencias, y al que la Administración debe servir “con objetividad” (Art. 103.1 de la Constitución), o sea, sin elucubraciones tácticas sobre los votos que –dicho sea sin discriminación de credos y con igual distancia de todos ellos- se ganen o se pierden si se hace o no se hace tal o cual cosa. La conclusión es que el interés general resulta difícilmente compatible con la democracia degenerada –la partitocracia de cortos vuelos y miras de campanario- y descentralización caricaturesca a la que, cuarenta años largos después de 1978, hemos terminado llegando a fuerza de ir cuesta abajo. Lo señalado en cursiva, que son sólo adjetivos, resultan aquí lo sustancial.

Es el Derecho Administrativo, cuando proclama la irrenunciabilidad de las competencias (una declaración ingenua, por lo que vemos), el que, aunque sólo sea por una vez, se encuentra en el buen camino. Y es la prosaica realidad que tenemos ante nuestros ojos –lo que los políticos no sólo dicen y no dicen, sino lo que hacen y no hacen- la que se está desviando y, además, peligrosamente. Ya sabemos lo del jardín de los senderos que se bifurcan.

En resumidas cuentas, que el bienintencionado Art. 8.1 de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público es poco menos que un grito en el desierto. Vemos a diario que competencias administrativas (algunas, por lo menos) provocan alergia en su titular, cuando no verdadera urticaria. Una competencia es algo que va de mano en mano va y ninguno se la queda, como la falsa moneda. O como una pelota de ping-pong. En nuestro gallinero político diríase como la peste, sólo que aquí no termina uno de encontrar a nadie parecido al Dr. Rieux. Quién le iba a decir al autor de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 1979 que eso de los conflictos negativos de competencias –yo paso, ocúpate tú– iba a terminar siendo –sin formalizarlo judicialmente, eso sí- el pan nuestro de cada día.

La consecuencia está en los pésimos datos que vemos a diario en la prensa y que no engañan: somos los peores de Europa en salud. Y no vale la coartada de que se quiere defender la economía, porque lo cierto es que en economía –en teoría, se insiste, lo que explica la parálisis a la hora de decidir- también estamos a la cola. Se suele decir, con tono de llanto, eso de que “unos por otros, la casa sin barrer”. Aquí lo que está sin barrer no es una casa, sino dos: la de la salud y además la de la economía. Ni honra ni tampoco barcos.

“La Covid pone a prueba el Estado autonómico”, se lee en un artículo de El país el 30 de agosto, con la firma de Elsa García de Blas. Y es que “Comunidades y Gobierno se enfrentan por la gestión de la pandemia, que revela lagunas en un modelo con pocos mecanismos de coordinación”. Y una columna anexa se rotula “Declarar la alarma estigmatiza”, recogiendo palabras literales de un Presidente territorial, el de Aragón. Los maños son gente que no se calla: nobleza baturra.

“Fallo de país” es el título de un artículo de Elisa de la Nuez en El mundo en 18 de septiembre. “La negligencia con la que se ha gestionado la pandemia demuestra la falta de capacidad de gestión de todas las Administraciones Públicas, que necesitan (…) una profunda reforma estructural”. Porque “mientras no abordemos la reforma del sector público, estaremos condenados a seguir viviendo de eslóganes”.

Amador G. Ayora, en El economista, 19 de septiembre, diserta sobre “El ruinoso coste de las riñas políticas”. No hace falta extenderse en explicar su contenido.

“Un fracaso estructural”: Ignacio Camacho, ABC, 20 de septiembre: “El Covid ha delatado la grave debilidad sistémica que España sufre en términos sociales y políticos. A una dirigencia de pésima calidad se han unido una opinión pública cargada de prejuicios, un grave déficit educativo, una desoladora ausencia de pensamiento estratégico y un modelo institucional enredado en el caos competencial y jurídico”. La calamidad del diseño institucional se menciona sólo como uno de los factores -el último-, pero es donde ahora hay que poner el reflector. Las personas, necias o prudentes, situadas a uno u otro lado del espectro (lo del espectro no va con segundas) pueden acabar siendo casi irrelevantes, en el sentido de intercambiables. Un coche con mal motor no lo podría conducir ni el mismísimo Fangio redivivo.

Nuestra estructura política y territorial (carísima, por otra parte: un despilfarro) parece haber sido cincelada con esmero para conducir impepinablemente al mal gobierno. Y, cuando no hay más remedio que tomar una decisión, en los minutos finales o incluso en la prórroga, sólo acaba llegando si se consigue la neutralización del adversario político. Si Lorenzetti volviese a pintar la alegoría del mal gobierno, se fijaría en la foto del pasado lunes 21 de los dos especímenes en la Puerta del Sol. Tan sonrientes ellos. Qué monos.

No hace falta decir que, al fondo de todo, suena el eco del José Ortega y Gasset de “Rectificación de la república”, en diciembre del mismo 1931. No es esto, no es esto.

Por supuesto que ese tipo de lamentaciones tan amargas son muy anteriores a la Segunda República. La tradición de la intelectualidad española, al menos desde el barroco, con Francisco de Quevedo y Baltasar Gracián a la cabeza, es la del más absoluto pesimismo acerca de nuestros diseños organizativos. Parecía que por fin habíamos escapado de la maldición, pero el esfuerzo que tiene uno que hacer para ver algo positivo en este paisaje (“los minutos de la basura” del régimen del 78, como ha dicho Jorge Bustos en El mundo) resulta sobrehumano. Diríase una naturaleza muerta de Valdés Leal.

Sentencia Apple: por un sistema tributario justo

El Tribunal General de la Unión Europea anulaba el pasado día 15 de Julio la decisión tomada por la Comisión Europea en fecha 30 de agosto de 2016 por la que se concluía que el gobierno de la República de Irlanda debía reclamar unos 14.300 Millones de euros a la compañía Apple por el Impuesto sobre Sociedades de los ejercicios 2003 a 2014. La reclamación instada por la Comisión correspondía a supuestos beneficios fiscales indebidamente disfrutados, que habrían constituido ayudas de estado consideradas  ilegales según la normativa europea de competencia a juicio de aquélla.

El Tribunal General no le ha quitado la razón del todo a la Comisión, avalando la investigación que había llevado a cabo la Comisión sobre los dos acuerdos fiscales (tax rulings) del gobierno de Irlanda con Apple, uno de 1991 y otro de 2007, que habían permitido reducir el Impuesto de Sociedades pagado por la compañía Apple al 1% en 2003 y hasta el 0,005% en 2014. Debemos recordar que, en concreto, dichos acuerdos permitieron que la mayor parte de los beneficios obtenidos por las ventas en Europa así como en África, India y Medio Oriente, por las dos compañías de Apple domiciliadas en Irlanda, Apple Operations Europe y Apple Sales International, quedaran localizados en una “head office” en el seno de cada una de tales compañías. Dichas oficinas centrales no estaban domiciliadas en ningún país, no contando con sede ni con empleados. En consecuencia, sólo una parte de los beneficios obtenidos en Irlanda, los que no quedaban localizados en dichas oficinas centrales, quedaban gravados en dicho país. El resto, en ninguna parte.

Sin embargo, la sentencia concluye que la Comisión no ha acreditado de forma suficiente que los beneficios fiscales derivados de los acuerdos citados produjeron una ventaja comparativa selectiva, en relación a otras empresas que operan también en Irlanda, que era el argumento utilizado por la Comisión para concluir que los beneficios fiscales disfrutados por Apple constituían ayuda de estado, y que Irlanda debía reclamar a la entidad tecnológica.

El resultado era previsible; la Comisión tenía muy difícil demostrar tales argumentos, y no deja de resultar un varapalo para la Comisión Europea pues, por un lado, afecta a ese pilar de su política de competencia que constituyen las ayudas de estado, y por otro, constituye un obstáculo para la consecución de uno de los grandes fines del mercado único, como es la tributación justa. Este es uno de los retos planteados en el Plan que se ha trazado la Comisión para los años 2019-2024, en el que se pone de manifiesto que un sistema fiscal justo debería basarse en normas que aseguren que todos pagan la parte que les corresponde, y que a su vez faciliten su cumplimento por parte de los obligados tributarios.

La sentencia llega además en un momento crítico en la Unión Europea. La pandemia del COVID19 ha llevado a la Unión Europea a un debate intenso sobre la creación de un fondo de 750.000 millones de euros de reconstrucción para paliar las consecuencias económicas que se derivan de aquélla. El plan de reconstrucción es apoyado por los Estados Miembros grandes, tales como Alemania y Francia, aparte de España e Italia, los países del sur, que además son los países más afectados por la pandemia. Frente a ellos, un grupo de países pequeños, los denominados “frugales”, Holanda, Suecia, Dinamarca y Austria se oponen al mismo, alegando que no se deberían repartir fondos sin poner condiciones, exigiendo reformas de calado a los países receptores. Por su parte, la negativa de los frugales, liderados por Holanda, ha levantado suspicacias en los países del sur, que han llevado a que los medios se hagan eco de las acusaciones a otro grupo de países, entre los que asimismo se encuentra Holanda, a cuyos sistemas fiscales se les imputa que facilitan el ejercicio de prácticas de planificación fiscal que harían que tales países pudieran rozar el concepto de “paraíso fiscal”. Si bien es cierto que la definición de jurisdicción no cooperativa (vulgarmente “paraíso fiscal”) supone la concurrencia de una serie de requisitos técnicos definidos de una forma muy concreta en la Unión Europea y que no coinciden exactamente con aquellos a los que aluden los medios, es cierto que estas acusaciones existen. Entre estos últimos países, se encuentra también, curiosamente, Irlanda, cuyas diríamos “atractivas” políticas fiscales la han convertido en la sede europea de la mayor parte de las multinacionales tecnológicas, entre otras Apple. Se cierra el círculo.

Pues bien, en este contexto, de urgencia en la necesidad de la protección de las finanzas públicas, para la que asegurar un sistema tributario justo que prevenga el abuso fiscal ha devenido más importante que nunca, la Sentencia a la que nos referimos puede ser la gota que colme el vaso para que la Unión Europea se exija a sí misma la consecución de dicho objetivo. No es casualidad que esta misma semana hemos visto que la Comisión ha expuesto su intención de aplicar el artículo 116 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea para forzar cambios en los sistemas fiscales de algunos estados miembros, cuya baja tributación puede distorsionar la competencia en el mercado único. Dicho artículo permite adoptar las directivas necesarias, en el caso de que exista una divergencia entre las disposiciones de los Estados Miembros que falsee las condiciones de competencia y provoque una distorsión que deba eliminarse. La buena noticia es que, a diferencia de lo que ocurre con la normativa tributaria, que exige unanimidad, estas directivas serían aprobadas por una mayoría cualificada de los Estados Miembros. Además, esta vía podría resultar clave a la hora de resolver indirectamente el desafío de la fiscalidad de la economía digital que tantos quebraderos de cabeza está dando, no sólo en el ámbito europeo sino en un contexto universal.

En definitiva, la Unión Europea ha demostrado en diversas ocasiones que necesita un tropezón para avanzar, y así deberíamos considerar la Sentencia de Apple.

Al asalto de los organismos reguladores o la destrucción de la CNMC

Hace unos días leíamos en los medios que la Moncloa preparaba el asalto a la CNMC, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, el organismo regulador encargado de velar por el buen funcionamiento de los mercados y de la competencia en España. Nuestro comentario era que el titular era intemporal: todos los gobiernos aspiran a controlar más o menos los organismos reguladores, por la sencilla razón de que pueden resultar bastante molestos, sobre todo, si de verdad son profesionales e independientes. Así que nuestros partidos, como hacen con otros organismos supuestamente independientes, lo que vienen haciendo tradicionalmente es repartirse los consejeros: uno para ti, dos para mi, en función del número de escaños en el Congreso (o de los apoyos necesarios, ya saben, el PNV siempre pilla). Los otros agentes que aspiran a “capturar el regulador” son los agentes económicos, claro está.

Entre unos y otros, el papel de estas instituciones no es nada fácil. ¿Y cuál es ese papel? Nada mejor que leer la Exposición de Motivos de la Ley 3/2013, de 4 de junio, de creación de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, que refundió (se nos dijo entonces que por razones presupuestarias) varios organismos reguladores en uno solo. Por cierto, un diseño casi único en el mundo y muy cuestionado; pero esa, ahora, no es la cuestión. Ojalá lo fuera, estaríamos en otro nivel de preocupación.

Pues bien, dice la Exposición de Motivos lo siguiente: “El funcionamiento eficiente de los mercados y la existencia de una competencia efectiva son principios básicos de la economía de mercado, la cual impulsa y promueve la productividad de los factores y la competitividad general de la economía en beneficio de los consumidores. Estos principios son también fundamentales en el diseño y definición de las políticas regulatorias de las actividades económicas. En este marco, los organismos supervisores tienen por objeto velar por el correcto funcionamiento de determinados sectores de la actividad económica, hacer propuestas sobre aspectos técnicos, así como resolver conflictos entre las empresas y la Administración.” Suena tremendamente técnico y complejo. Y lo es. De hecho, la necesidad de contar con estos organismos se justifica -siempre según la Exposición de Motivos- por la complejidad de las tareas de supervisión y control, lo que exige la necesidad de contar con autoridades cuyos criterios de actuación se perciban por los operadores como  eminentemente técnicos y ajenos a cualquier otro tipo de motivación.

En el articulado también se hace referencia a los requisitos para ser Presidente o Consejero de este organismo. Según el art. 15 “1. Los miembros del Consejo, y entre ellos el Presidente y el Vicepresidente, serán nombrados por el Gobierno, mediante Real Decreto, a propuesta del Ministro de Economía y
Competitividad, entre personas de reconocido prestigio y competencia profesional en el ámbito de actuación de la Comisión, previa comparecencia de la persona propuesta para el cargo ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados. El Congreso, a través de la Comisión competente y por acuerdo adoptado por mayoría absoluta, podrá vetar el nombramiento del candidato propuesto en el plazo de un mes natural a contar desde la recepción de la correspondiente comunicación. Transcurrido dicho plazo sin manifestación expresa del Congreso, se entenderán aceptados los correspondientes nombramientos”.

No se hace referencia explícita a la necesidad de la independencia que se predica del organismo pero en fin, sería lo suyo. No en España. La todavía vicepresidenta saltó directamente de Moncloa a la CNMC. La presidenta “in pectore” también lo va a hacer. Nada nuevo bajo el sol. Con esto ya se hacen una idea de lo importante que es el “hearing” en el Congreso. Todo queda atado y bien atado con los pactos previos de los partidos. Oigan lo que oigan los parlamentarios, saldrán elegidos los candidatos propuestos, faltaría más.

Y como es lógico, la gente se va animando. “Sostenme el cubata”, como se dice ahora. Porque si antes era un secreto a voces que los candidatos no tenían ni idea en materia de competencia -y así lo reconocía alguno en privado, añadiendo el nombre además de su “padrino” político, para explicar qué hacía en un organismo supuestamente técnico y profesional- ahora ya no es un secreto. Hemos pasado del disimulo al reconocimiento puro y duro de que se es candidato por la gracia del dedazo político de turno. Ayer mismo el candidato de Podemos a Consejero de la CNMC, Carlos Aguilar  -para qué nos vamos a engañar, esto funciona así- lo reconocía, no se sabe ya si con candidez o con desfachatez: no sabe nada de competencia.  Ni falta que le hace, porque tiene algo más importante: un padrino político que le va a colocar.

Nos comentaba el otro día un periodista que es difícil que un ciudadano de a pie entienda lo que nos cuesta esto. Entiende que le vamos a pagar un sueldo público muy importante a una persona que no está capacitada para el puesto y que, si fuera honesta, sencillamente no debería aceptarlo. Pero nos va a costar todavía más en falta de competencia y en encarecimiento de productos y servicios, como ocurre en España con la energía. Y hasta en puestos de trabajo. Ya explicamos el otro día por qué cierra Alcoa, por ejemplo, una fábrica muy intensiva en uso de energía que es mucho más cara en España que en otros países de nuestro entorno. Por no mencionar el coste en imagen. A nosotros, sencillamente, esto nos produce mucho bochorno.

Al final, resulta que los nuevos partidos lo que querían era ser ellos “la casta”, en lugar de acabar con “la casta”, pero con un grado de incompetencia y mediocridad todavía superior.  Y encima con buena conciencia, pues cualquiera se mete con un antifascista, aunque no sepa hacer la o con un canuto.

En fin, otra muestra más del imparable deterioro institucional ya iniciado hace muchos años, pero que se está acelerando por el desprecio de este Gobierno de coalición con todas y cada una de las instituciones que toca.

Derecho de la competencia en época de pandemia. Entre Escila y Caribdis

Como es  habitual, los comentaristas de la actual situación de colapso sanitario,  con la consecuente crisis social y económica,  afirman que solamente desde el derecho de excepción pueden examinarse las situaciones de excepción. Y vivimos resueltamente en la excepción en estos momentos, agravada por la ineficacia y la desorientación gubernamental. Tal es la situación del mal llamado “estado de alarma” (sobre lo que no me extenderé ahora ya que son múltiples los comentarios que así lo vienen demostrando).

Con toda exactitud, esta situación, supone un eclipse parcial al menos del derecho normal u ordinario. Algo así como repensar las instituciones con Carl Schmitt como lamentable autoridad reconocida sobre el papel de la excepción,  aunque habría que apresurarse a indicar que conocemos bien, que cuando nosotros mismos “celebremos la cautividad” (“ex captivitate salus”) lo haremos como “liberación de la cautividad”, que supondrá la sanación social,  a la que volveremos para recuperar  ese Derecho ordinario, que cuando funciona – y sus deficiencias tan notorias nos hacen exigir mejor trabajo jurídico, sobre todo judicial – nos permite acostumbrarnos a vivir con la aburrida tranquilidad de todos los días, y que hoy tanto echamos de menos.

Durante este momento de excepción, raros serán los rincones del ordenamiento que no sufran por la pandemia. Y el Derecho de la Competencia, no es ninguna excepción. Hoy se modulan, desde el momento en que se tiene conciencia de la letal expansión del virus, las exigencias de su aplicación, sin dogmatismo alguno.

Sé bien que existen auténticos fanáticos del antitrust, algo que ya en la época en que fui Vocal del recordado Tribunal de Defensa de la Competencia pude comprobar. Piensan tales fieles que la ley de defensa de la competencia es “la Ley” de forma que el resto es pura masa leguleya.  Pero no es así en modo alguno y tanto la regulación (hoy curiosamente insertada en la misma institución, la CNMC) como la jurisprudencia, concluyen en que el Derecho funciona como un todo, sin segregados ni subordenamientos apartes y apartados.

En todo caso, la propia legislación europea, desmiente tal fundamentalismo. Por de pronto, y ya como previsión general, el Art. 107 del Artículo 107 (antiguo artículo 87 TCE), debe tenerse en cuenta que: “2. Serán compatibles con el mercado interior: b) las ayudas destinadas a reparar los perjuicios causados por desastres naturales o por otros acontecimientos de carácter excepcional”.

Por   otro lado, indica el Artículo 107. b) 3. “Podrán considerarse compatibles con el mercado interior: las ayudas para fomentar la realización de un proyecto importante de interés común europeo o destinadas a poner remedio a una grave perturbación en la economía de un Estado miembro”.

En  aplicación de tales preceptos,  la Comisión  publicó  la COMUNICACIÓN por la que establecía el Marco Temporal relativo a las medidas de ayuda estatal destinadas a respaldar la economía en el contexto del actual brote de COVID-19 (2020/C 91 I/01).

  1. La propia Comisión resume tal Marco en cinco puntos: “subvenciones directas (o ventajas fiscales) por un importe máximo de 800.000 euros por empresa;
  2. garantías estatales subvencionadas sobre los préstamos bancarios;
  3. préstamos públicos y privados con tipos de interés subvencionados;
  4. las capacidades de préstamo existentes de los bancos, utilizadas como canal de apoyo para las empresas, en particular a las pequeñas y medianas empresas, ya que se trata claramente de ayudas directas a los clientes de los bancos y no a los propios bancos;
  5. flexibilidad adicional para que, en caso necesario, el Estado esté en condiciones de ofrecer el seguro de crédito a la exportación a corto plazo”.

Y luego, se añade:

“El 3 de abril, la Comisión amplió el Marco Temporal adoptado el 19 de marzo de 2020 para que los Estados miembros pudieran acelerar la investigación, los ensayos y la producción de productos relacionados con el coronavirus, a fin de proteger el empleo y seguir apoyando la economía en el marco de este brote. El marco proporciona apoyo a:

  1. las actividades de investigación y desarrollo relacionadas con el coronavirus
  2. la construcción y mejora de laboratorios de ensayo
  3. la elaboración de productos destinados a atajar el brote de coronavirus
  4. las ayudas específicas en forma de aplazamientos del pago de impuestos o de suspensiones de las cotizaciones a la seguridad social
  5. las ayudas específicas en forma de subsidios salariales para los trabajadores”.

A esto hay que sumar diversas medidas de otro tipo, como ayudas a los sectores agrario y pesquero, financiación, etc.

Aquí lo importante, me parece, es resaltar cómo en casos de crisis como la que estamos viviendo, sí se eclipsa la aplicación ordinaria de la fiscalización de ayudas, dando paso a una interpretación más flexible.

Si esto es importante, lo es también el de una aplicación ciertamente extensiva de las exenciones, que abarcan inclusive a la admisión de alianzas empresariales para el logro de objetivos comunes en la lucha contra la pandemia.  Algo que ciertamente ya estaba previsto genéricamente, pero que desde luego no solo se  admite sino que inclusive se potencia, de forma que lo que podría comenzar a debatirse sobre si es o no un cártel admisible, se traduce en un impulso para el logro de un preciado objetivo.

En  Estados Unidos, asimismo se ha creado algún consorcio que viene a suponer con toda evidencia, aceptar alianzas en época de crisis, que justifican una percepción distinta del antitrust

Así el periódico El Mundo, destacaba:

“En la sala de prensa de la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció que cuatro gigantes tecnológicos de ese país – IBM, Microsoft, Amazon, y Alphabet, que es la propietaria de Google – han “desatado el potencial de los recursos de supercomputación de Estados Unidos” en la lucha contra el coronavirus”.

Trump no exageraba. El coronavirus se enfrenta a la mayor capacidad de computación de la Historia de la Humanidad para ayudar a los científicos a desarrollar modelos que sirvan para curar y prevenir el coronavirus. Es una alianza formada las mayores empresas tecnológicas del mundo, cinco laboratorios públicos de EEUU, la NASA, y las universidades Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), el Instituto Politécnico de Rensselaer (RPI), y el campus de la Universidad de California en San Diego, y varios organismos públicos, entre ellos la NASA y la Fundación Nacional para la Ciencia. Esta semana se sumó la empresa Hewlett Packard Enterprises a la iniciativa.

Es el Consorcio de Computadores de Altas Prestaciones COVID-19, una iniciativa promovida y puesta en marcha en menos de una semana por un murciano de 44 años llamado Darío Gil, doctor por el MIT y director de Investigación de IBM. Gil tiene a su cargo a 3.000 investigadores del gigante tecnológico neoyorkino, es asesor tecnológico de la Casa Blanca, y suya fue la idea de conectar a los ordenadores más potentes del mundo – que se usan, por ejemplo, para simular explosiones atómicas y así no tener que llevar a cabo Pero en realidad, en computación cuántica, que es uno de los campos en los que más se puede trabajar, solo se habla de competencia, entre empresas y, también, entre países, con una lucha sin tregua entre EEUU, la UE y China para ver quién desarrolla primero esa tecnología. ¿No contradice eso lo que estás diciendo de la colaboración?

 La competencia es esencial. Pero incluso en el contexto de computación cuántica, en el que se lucha por mantener el liderazgo, ya en 2016 lo primero que hicimos en IBM fue crear una plataforma en la que el uso de la computación cuántica estaba abierta para el mundo. En la IBM Quantum Experience tenemos más de 220.000 usuarios, y han salido de ella más de 240 publicaciones científicas. Tú puedes crear lo que quieras, pero lo tienes que abrir los sistemas para crear una comunidad. Si más gente también lo abre, se empieza a crear un ecosistema. Eso no quiere decir que el que haya creado el ordenador cuántico lo tenga que donar como caridad. La competencia va a seguir porque es lo que da margen y permite mantener los laboratorios de investigación. Pero puede hacerse de una manera que sume para todos”.

Ahora bien, como la propia Comisión y desde luego nuestra CNMC ponen de manifiesto, lo que no puede eclipsarse por completo, so pena de un desastre aun mayor, es el propio derecho de la competencia. No cabe abdicar de este importante instrumento. Una cosa es admitir cierta flexibilidad en determinados momentos y supuestos y otra muy distinta es que logreros y oportunistas, como polizones en un barco, intenten traspasar de contrabando sus abusos dañando un preciado bien público al servicio de todos como es la competencia

Un ejemplo claro lo constituyen los comportamientos estratégicos en que se abuse de la posición dominante para realizar agios y especulaciones sobre precios aprovechando la escasez. El agua tiene un precio, pero si estás en el desierto, un botijo puede venderse a su precio en oro. Algo repugnante no solo a la economía sino a la humanidad misma. Y eso puede suceder,  con el precio de mascarillas, guantes, alcoholes…

Un caveat: la generación de abusos de posiciones que resultan sectorialmente dominantes, puede acabar en un control de precios, algo ya anunciado y que responde habitualmente a situaciones de oligopolios generalizados en épocas de crisis. Es una respuesta estatal, quizás indeseable, para una situación empresarial, también indeseable.

De ahí que la Autoridad de Competencia anunciara:

“La Comisión Nacional del Mercado y la Competencia (CNMC) ha iniciado investigaciones en los mercados de servicios financieros, funerarios y de fabricación de productos para la protección de la salud, a la vista de las denuncias recibidas durante la primera semana de funcionamiento de su buzón para alertar sobre posibles prácticas anticompetitivas desarrolladas durante el estado de alarma”.

En lo que respecta al sector financiero, la CNMC analiza la exigencia por parte de algunas entidades financieras de una garantía adicional (en particular, la suscripción de un seguro de vida) para la concesión de los préstamos garantizados con el aval del Estado (las líneas de crédito ICO) y de otras ayudas financieras derivadas de la normativa extraordinaria ante el Covid-19. La CNMC revisa si esa exigencia constituiría una conducta desleal que, por falsear la libre competencia, afecte al interés público en un contexto de crisis sanitaria.

Competencia también investiga si los precios aplicados por diversas empresas funerarias durante la crisis sanitaria podrían deberse a acuerdos anticompetitivos entre distintas empresas o a conductas agresivas desleales, capaces de “mermar de manera significativa la libertad de elección de los destinatarios (familiares de los fallecidos)”, tal y como ha expuesto el organismo en un comunicado.

El supervisor examina asimismo los incrementos de precio en productos como los geles hidroalcohólicos, así como de las materias primas que se emplean en su fabricación, por ejemplo el etanol. Competencia trata de “analizar la evolución de estos mercados en España para identificar y, en su caso, sancionar la existencia de conductas anticompetitivas derivadas de tales incrementos de precio”.

La conclusión es clara: ha de aplicarse el sentido común (Vinogradoff) que viene a exigir que desde el derecho de excepción, se apliquen técnicas  – nunca admitiendo tecniquerías – que permitan bajar el umbral de exigencia de determinadas normas  y conceptos del derecho de la competencia, mientras dure la crisis, desde luego, y eventualmente tras la misma si se pretende lograr, en el campo del I+D, objetivos a medio y largo plazo que garanticen mayor seguridad. Se incluirán con toda probabilidad, inclusive, la exigencia de normas estratégicas de reservas de bienes que se han mostrado imprescindibles y que están mundialmente localizados en Asia, preferentemente en China,  irónicamente  sarcasmo mundial al ser el origen de las tres últimas pandemias (y sin exigencias de responsabilidades).  Puede, si se llega a situaciones monopolísticas estratégicamente aprovechadoras de la angustia y necesidad provocada por la escasez,  llegar inclusive al establecimiento del control de precios. Y desde luego, al mismo tiempo que el umbral sobre ayudas y alianzas puede deprimirse, se alzarán por el contrario los supuestos de abusos, en los que por sector o geografías, existan posiciones dominantes.

Lecciones éstas que se nos están enseñando al viejo modo, nunca mejor dicho: la letra, con sangre, entra. Y ha entrado a raudales.

La CNMC, es bien seguro, que, unida a sus colegas europeos, sabrá cumplir con su deber, con su misión, dando una lección, de paso, a aparatos gubernamentales que no lo hicieron.

La prescripción en infracciones del Derecho de la competencia. El cártel de fabricantes de camiones.

A raíz de la transposición al ordenamiento jurídico español de la Directiva 2014/104/UE que regula el régimen de las acciones de daños por infracción del Derecho de la Competencia (Real Decreto-ley 9/2017, de 26 de mayo), surge la necesidad de interpretar el régimen jurídico aplicable a aquellas acciones ejercitadas como consecuencia de las prácticas colusorias realizadas por los fabricantes de camiones y constatadas por la Comisión Europea en resumen de la Decisión de 19 de julio de 2016 publicado en el D.O.U.E. el 6 de abril de 2017 (Asunto AT.39824 — Camiones).

Bien es sabido que antes de la entrada en vigor del RD 9/2017 que transpuso la Directiva 2014/104/UE, el régimen de prescripción aplicable a las acciones follow on ejercitadas por daños en Derecho de la competencia era el contemplado para la responsabilidad extracontractual en el Código Civil, esto es, el del artículo 1.968 CC, el cual establece el plazo de prescripción de un año. La Directiva amplía el plazo para este tipo de acciones a cinco años, incorporando en su transposición un nuevo Título VI a la Ley de Defensa de la Competencia (artículo 74), junto con otras modificaciones igual de relevantes como el dies a quo fijado en el momento en que la víctima pueda conocer la infracción, el perjuicio causado y la identidad de los infractores, o la interrupción de la prescripción por la actividad de la autoridad de la competencia.

Para conocer el régimen aplicable a aquellas acciones ejercitadas después de la transposición de la Directiva, debemos acudir al régimen transitorio dispuesto en la misma y el RDL 9/2017, del que adelantamos su falta de claridad y difícil interpretación.

Los artículos 21 y 22 de la Directiva nos llevan, a mi entender, a las conclusiones siguientes:

1º. La Directiva debió haberse transpuesto antes del 27 de diciembre de 2016, es decir, antes de la publicación de la Decisión de la CE resumiendo los hechos y argumentos de las prácticas anticompetitivas señaladas (art. 21).

2º. Se configura una irretroactividad de las normas sustantivas contenidas en la Directiva pero atendiendo a la fecha señalada en el apartado segundo del art. 22. Es decir, la prohibición del efecto retroactivo establecida en el régimen transitorio de la Directiva surte efectos para aquellas acciones ejercitadas antes del 26 de diciembre de 2014, en las que se estará al plazo anual establecido en la norma nacional. Y desde luego, en caso de que esta interpretación exceda del espíritu de la norma –que no lo creo-, la prohibición del efecto retroactivo no alcanzará a aquellas acciones ejercitadas con posterioridad a la fecha de transposición del art. 21, el 27 de diciembre de 2016.

Por su parte, la Disposición Transitoria Primera del RDL 9/2017, a mi parecer de forma apresurada y sin el desarrollo necesario, pues no atiende a lo dispuesto en los arts. 21 y 22 de la Directiva, establece que “las previsiones recogidas en el artículo tercero de este Real Decreto-ley [donde se incluye el art. 74 de la LDC] no se aplicarán con efecto retroactivo.”

Desde luego no es claro, porque si la Directiva se transpuso con retraso, como casi siempre, y si el art. 22 de la misma fija su régimen transitorio y establece la irretroactividad de la norma a partir del 26 de diciembre de 2014, entonces la interpretación de la norma nos debe llevar a concluir necesariamente que los afectados por el cártel dispondrán de un plazo de prescripción de 5 años, pues la Decisión de la CE se hizo pública con posterioridad, en abril de 2017.

En mi opinión, otra interpretación iría en contra tanto del régimen transitorio general de la norma nacional (Código Civil), como de las normas y principios de la Unión Europea y la propia interpretación de la Directiva 2014/104/UE que realiza el TJUE:

En contra del régimen transitorio del Código Civil, pues en virtud de la DT 4ª de dicho cuerpo legal, “las acciones nacid[a]s y no ejercitad[a]s (nacidas con la publicación del resumen de la Decisión de la CE, pero ejercitadas con posterioridad a la entrada en vigor de la Directiva), se regirán por la norma en vigor “en cuanto a su ejercicio, duración y procedimientos para hacerlos valer”. En el mismo sentido se pronuncia el art. 1.939 del CC, por el que sensu contrario se colige que la nueva norma en vigor desplegará sus efectos si el plazo de prescripción de la misma aún no ha alcanzado a su fin.
En contra de las normas y principios de la UE, pues los principios de equivalencia, interpretación conforme y efectividad chocan frontalmente con aplicación del derecho nacional, y es que el derecho nacional debe disponerse de manera en que facilite la aplicación de los objetivos perseguidos por la legislación comunitaria. Además, los Estados miembros velaran para que todas las normas y procedimientos nacionales relativos al ejercicio de las acciones por daños se conciban y apliquen de forma que no hagan prácticamente imposible o excesivamente difícil el ejercicio del derecho de la Unión al pleno resarcimiento por daños y perjuicioslas normas nacionales que regulen el resarcimiento “no se deben formular o aplicar de manera que en la práctica resulte imposible o excesivamente difícil el ejercicio del derecho a resarcimiento garantizado por el TFUE, o de modo menos favorable que las aplicables a acciones nacionales similares” (Directiva 2014/104/UE). Véase igualmente STJUE, de 08.10.1987, as. Kolpingis Nijmegen BV; STJUE de 04.07.2006, as. K. Adeneler; y D.A. 2ª del propio RDL 9/2017; 75.STJUE caso Manfredi, 13 de julio de 2006.

Pero a mayor abundamiento de todo lo anterior, el cómputo del plazo de la prescripción de 5 años, ni siquiera habría comenzado, y es que a fecha actual, no es firme la sanción contra uno de los supuestos infractores, Scania, por haber sido la misma recurrida ante el Tribunal General, por lo que no se conoce en extensión a todos los infractores, existiendo, por otro lado, una responsabilidad solidaria entre todos ellos. De este modo, será cuando se conozcan los infractores en toda su extensión, cuando comience a computar el plazo de prescripción recogido en el art. 74 de la LDC.

Especial mención merece en este sentido la reciente Sentencia del TJUE de 28 de marzo de 2019, asunto C-637/17, pues estima aplicable la Directiva en favor de los afectados y del principio de efectividad, ya que “es indispensable, para que la persona perjudicada pueda ejercitar una acción por daños, que sepa quién es la persona responsable de la infracción del Derecho de la competencia.” Resuelve pues el Tribunal que una norma nacional […] con el Derecho de la Unión que el artículo 102 TFUE y el principio de efectividad deben interpretarse en el sentido de que se oponen a una norma nacional, que, por una parte, establece que el plazo de prescripción de las acciones por daños empieza a correr a partir de la fecha en la que la persona perjudicada tuvo conocimiento de su derecho a indemnización, aun cuando no se conociese el responsable de la infracción [todavía no conocemos a todos los responsables pendiente firmeza] y, por otra parte, no prevé posibilidad alguna de suspensión o de interrupción de ese plazo en el transcurso de un procedimiento seguido ante la autoridad nacional de la competencia [pendiente firmeza, como es el caso, la prescripción deberá interrumpirse hasta la resolución del recurso de Scania].

En fin, toda esta argumentación y el debate levantado al respecto, serían sin duda evitables si en este caso España, sistemáticamente, dejara de transponer de forma extemporánea las directivas dictadas por la Unión Europea. En cualquier caso, la interpretación del Derecho que hagan nuestros tribunales deberá hacerse conforme a la normativa comunitaria y nacional sin perder la visión del caso en concreto pues, como hemos visto, existen armas suficientes para evitar que el incumplimiento de un Estado miembro sea asumido por los administrados en perjuicio de sus derechos.

Prácticas restrictivas de la libre competencia promovidas por la Administración al contratar. ¿Por qué un caso de Ocean´s eleven y no de Ocean´s twelve en la licitación de servicios informáticos por parte del sector público (II)

  1. La sanción a once empresas por el cártel de de servicios informáticos y de tratamiento de datos contratados por las Administraciones públicas.

Pues bien, a la vista de los precedentes mencionados, adoptados por la propia Comisión Nacional de la Competencia y confirmados por el Tribunal Supremo, despista, sorprende e incluso puede decirse que resulta contradictorio que en su Resolución del pasado 26 de julio de 2018 la CNMC haya pasado por alto – salvo en un voto particular – la posible infracción de las normas de la competencia por sujetos integrantes del sector público. Se trata de una Resolución en la que se declara la culpabilidad y se sanciona a once empresas por acuerdos colusorios (art. 101.1 TFUE y art. 1.1 LDC), por crear un cártel en el suministro de servicios de informática y tratamiento de datos a diversos órganos administrativos y organismos del sector público. En ella aparece como probado que, a causa del referido cártel, y como consecuencia de esa trama, las empresas, en su calidad de contratistas del sector público, se repartieron clientes, pactaron precios y condiciones comerciales durante más de 10 años. De ello se derivó el encarecimiento de una gran cantidad de contratos públicos de gran relevancia técnica, económica y funcional. Por eso, no es, en principio, nada inexplicable que la citada Resolución concluyera con un fallo en el que se han impuesto considerables sanciones (cuya suma asciende a una cantidad total de 29,9 millones de euros) a la mayoría de las empresas investigadas, entre ellas, algunas muy reputadas y con un relevante porcentaje en el mercado español de servicios tecnológicos (el conjunto de empresas incoadas venía ostentando una cuota de mercado superior al 40% en la prestación de servicios de tecnologías de la información).

  1. Razones y datos para investigar y, en su caso, responsabilizar de la infracción a los sujetos públicos intervinientes.

Así las cosas, aparecen en la referida Resolución, tanto en los antecedentes como en los propios fundamentos de Derecho, datos e incluso juicios de valor, – que apenas han sido tomados en consideración en el Fallo que finalmente se adopta-, que ponen abiertamente de manifiesto que en cierta medida la conducta infractora se produjo en connivencia con algunos de los organismos públicos y órganos de la Administración contratante; en otras palabras, que hubo de ser, al menos en parte, inducida por los propios sujetos públicos que requerían los servicios. Los organismos públicos implicados fueron, entre otros, ni más ni menos, que la caja de ingresos y la caja de pagos del Estado, esto es, la Agencia Tributaria (AEAT), la Gerencia de informática de la Seguridad Social (GISS); el Servicio público de Empleo (SEPE) y el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS): en definitiva, puntos neurálgicos del funcionamiento de la Administración. Hay muchos indicios que muestran que los contratos fueron redactados por las Administraciones teniendo en cuenta la necesidad de fidelizar al personal informático que se encontraba año tras año integrado en sus establecimientos, trabajando codo a codo con sus propios servicios. En el epígrafe III de la Resolución se alude a ello textualmente: “En la mayoría de los casos estos contratos conllevan la integración física del personal de las empresas incoadas o de sus subcontratas en las plantillas de los clientes como personal de apoyo (…)”. La propia denuncia – que la Comisión asocia a su campaña contra el fraude en la contratación pública – partió del personal de los servicios de la Agencia Tributaria, conocedor de tales componendas. En la exposición de los hechos acreditados de la Resolución (epígrafe IV) se intercalan en diversas ocasiones alusiones a estos datos: (27) Así en un correo interno de una de las empresas contratistas se comenta que es “el concurso que estaban esperando y que da continuidad al contrato en el que están actualmente”. En el mismo se indica lo siguiente: “La AEAT ha sacado un pliego que recoge bastante bien los conocimientos de la gente que tenemos allí ubicadas las cuatro empresas”. En otro correo de otra empresa se lee (30): “hemos conseguido presentarnos solo nuestra UTE porque el Cliente quería continuidad y pliego enfocado a la continuidad de los recursos actuales”. Otro correo señala (66) “Hemos elaborado los perfiles junto con el cliente y en el pliego han puesto exactamente los modelos que nosotros enviamos”. Asimismo, en otro se dice (109): “Desde GISS (Gerencia de informática de la Seguridad Social) quieren que les ayudemos a hacer los pliegos para comenzar el procedimiento administrativo”.

De hecho, cuando en los Fundamentos de Derecho se analiza (4.1.2) el modus operandi de las empresas se alude expresamente a que “en gran parte de los procedimientos de contratación analizados se puede observar como las empresas tienen conocimiento de la futura licitación con anterioridad a la publicación de la misma. Ello se consigue gracias a los contactos que las empresas mantienen dentro de la Administración contratante”. También se expone literalmente, pero de forma indeterminada como “en algunas licitaciones las propias empresas que participan de los acuerdos han incidido directamente en la elaboración de los pliegos que deben regir el contrato al que posteriormente licitan”.

Además, hay que tener en cuenta que, aunque en la imputación de la responsabilidad a la mayoría de las empresas investigadas se desecha la invocación, efectuada por ellas, del principio de confianza legítima, -es evidente que no se suscita por parte de la Administración una confianza de este tipo cuando hay expreso conocimiento de la ilegalidad de la conducta realizada-; la propia Resolución sancionadora alude inequívocamente a la intervención de la Administración como causa directa de la infracción. Lo hace cuando modula el quantum de la sanción, de forma expresa pero imprecisa, atendiendo a la intervención en la conducta infractora de los sujetos públicos contratantes. Este es un dato que “se sobreentiende” en la propia Resolución y que incluso se enjuicia, por supuesto, desfavorablemente, por cuanto sirve de atenuante a la responsabilidad de las empresas infractoras. Así literalmente se afirma en el apartado 6.2 Criterios para la determinación de la sanción lo siguiente: “se ha tenido en cuenta que las Administraciones públicas han podido tener cierta incidencia en el mantenimiento de los acuerdos, si bien en ningún caso puede descargarse en este hecho la responsabilidad de las empresas”.

A la vista de todo ello, no se entiende entonces cómo no se ha investigado ni se ha realizado una valoración, jurídica y económica, precisa y objetiva de la responsabilidad de los sujetos públicos intervinientes y se ha procurado con ello una oportunidad para su defensa. Hay datos que manifiestamente señalan que la redacción y elaboración de los pliegos se realizó con conocimiento, y a veces ayuda, de los potenciales oferentes de los servicios, por lo que no cabe descartar que las empresas se cartelizaran siguiendo, al menos en parte y en determinados casos, las orientaciones de la Administración, que se canalizaban fundamentalmente a través de la redacción de los propios pliegos de contratación. Y si hubiera que desechar esa posibilidad, tampoco se encuentra en la Resolución, ni en sus antecedentes ni en sus fundamentos, ningún argumento que sirva para tratar de convencer de tal cosa.  Y esto a pesar de que los datos, y los propios juicios de valor de la Comisión, como ya se ha referido, conminan precisamente a entender que ha sucedido lo primero. No sirve en este caso esgrimir el argumento (apartado 4.6.2 de la Resolución) de que las Administraciones y organismos contratantes están sujetos a las normas de contratación sobre la que la CNMC no tiene la facultad de pronunciarse. Lo contradice con claridad lo anteriormente expuesto (supra I).

Todo ello conduce a que no podamos estar más de acuerdo con el voto particular de la Resolución, en el que se comparte la calificación de las conductas infractoras, y al mismo tiempo se sostenía que se tendría que haber incluido a ciertos organismos públicos entre los sujetos imputados en el expediente (señaladamente a la AEAT, GISS, SEPE e INSS), en su calidad de facilitadores de la restricción de la competencia. En este sentido, entiende el voto particular que, de acuerdo con la jurisprudencia del TS y del TSJUE, cabe declarar la responsabilidad de una entidad pública como facilitadora de un cártel, aunque no actúe en el mercado afectado ni en los conexos, siempre que se pruebe que su actuación ha contribuido de manera decisiva y activa a la realización de la conducta restrictiva de la competencia. Todo ello lo basa claramente y con indudable acierto en un concepto amplio y funcional de empresa, al que se ha hecho alusión supra 1, y a una evolución jurisprudencial que permite entender que la Administración, con independencia de que no actúe como operador económico, está sometida al Derecho de la competencia, máxime cuando hay pruebas que apuntan a que “desempeñó un papel relevante en la distorsión del mercado y la perturbación de la competencia”.

Podría quizá barajarse una objeción para no culpabilizar a la Administración, y no responsabilizarla en este supuesto relativo a las licitaciones del suministro de servicios de soporte informático y de tratamiento de datos, (cuyo eficiente funcionamiento, no hay necesidad de explicarlo mucho, es indispensable para los organismos públicos que gestionan las cajas de recaudación de ingresos y gastos, o dan satisfacción a prestaciones económicas sociales y de empleo). Y esta objeción no es otra que la de considerar que tal práctica, la connivencia entre ellos y las empresas, luego cartelizadas, posiblemente se basó en la búsqueda de la fidelización del empleo del personal de servicios informáticos que había estado subcontratado en bloque durante años por los propios organismos públicos. Y que ello resultaba ser la manera más eficiente de suministrar esos servicios, de modo que habría de reputarse como imprescindible para la promoción del progreso técnico o económico siempre que, a su vez, no se hubiera perjudicado la competencia en el mercado respecto de una parte sustancial de los productos o servicios concernidos. En definitiva, habría que haber probado – con un análisis económico preciso – que las prácticas referidas, a pesar de aparecer en ellas claros indicios de pactos entre sujetos públicos y empresas, (las cuales a su vez adoptaron, entre sí, acuerdos cartelistas), resultan más beneficiosas que perjudiciales desde el punto de vista del interés general. Todo ello hubiera quizá permitido considerarlas una excepción de las amparadas por el propio Derecho de Defensa la Competencia (art. 1.3 y art. 101.3 TFUE).

Con independencia de ello, aparece asimismo claro que, estas prácticas a las que nos referimos abren también, sin duda, a otro tipo de reflexiones, desde el punto de vista del empleo público y sus repercusiones en el ámbito laboral, que sólo podemos aquí y ahora sucintamente esbozar: ¿Ofrece el estatuto de empleado público incentivos suficientes a las personas para que éstas proporcionen servicios informáticos con un nivel de solvencia y eficiencia adecuados cuando se trata de prestaciones indispensables que ha de ofrecer la Administración? ¿Por qué determinados órganos y organismos públicos, vinculados a las arterias principales de la Administración General del Estado, externalizan “en parte” el personal informático para la prestación y el mantenimiento de estos servicios imprescindibles y no realizan dicha prestación por gestión directa? ¿Está justificado? ¿Son estos supuestos admisibles desde el punto de vista del Derecho laboral?

Prácticas restrictivas de la libre competencia promovidas por la Administración al contratar. ¿Por qué un caso de Ocean´s eleven y no de Ocean´s twelve en la licitación de servicios informáticos por parte del sector público? (I)

I.                    Cuando la actuación pública lesiona la libre competencia.

A estas alturas no es posible dudar lo más mínimo de que cuando las organizaciones del sector privado promueven o incurren en prácticas anticompetitivas deben ser declaradas culpables y sancionadas, en su caso, conforme al Derecho europeo y español de Defensa de la Competencia. Sin embargo, cuando dichas prácticas provienen de actuaciones de las Administraciones Públicas, el asunto se complica. Las conductas de organizaciones públicas o de órganos dependientes de Administraciones públicas tradicionalmente no han estado sujetas a la supervisión de las Autoridades de Defensa de la Competencia, salvo que se identificaran con una actuación empresarial y se integraran, por tanto, automáticamente dentro de la consideración de sujetos que ejercían una actividad como “operadores económicos”. Desde hace un tiempo ese tópico, – las Administraciones públicas ejerciendo de tales no pueden ser controladas por las Autoridades administrativas de Defensa de la Competencia -, ha empezado justamente a desaparecer.  En realidad, ha sido suprimido. Y ello en la medida que la legislación ha dispuesto nuevos mecanismos de control de carácter preventivo y represivo con los que se verifica precisamente ese tipo de supervisión: frente a actos y disposiciones administrativas, actuación, inactividad o vía de hecho contrarias al principio de libre competencia se ha establecido desde hace relativamente pocos años (art. 26 y ss. Ley 20/2013, de garantía de Unidad de Mercado) la posible reclamación e incluso impugnación por parte de la Comisión Nacional de los mercados y la Competencia (en adelante, CNMC). Más recientemente, la Ley 9/2017 de Contratos del Sector público (art. 132.3) ha venido a incluir otro mecanismo – esta vez de naturaleza claramente preventiva – para tratar de acabar con las licitaciones ilegales por contrarias al principio de libre competencia. Aunque esta previsión ya contaba con un contenido equivalente en la Disposición adicional 23ª del R.D. Legislativo 3/2011 por el que se aprobó el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público.

Es claro que estos mecanismos encuentran su antecedente en la propia legislación de Defensa de la competencia que desde 2007 prevé en los arts. 13.2 y art. 12.3 Ley 15/2007  (LDC)– éste último sustituido por el vigente art. 5.4 Ley 13/2013, de creación de la CNMC –  la impugnación por las Autoridades de Defensa de la Competencia de actos administrativos y de normas infralegales cuando impliquen, bien a nivel autonómico, bien a nivel estatal y/o europeo, restricciones a la competencia no amparadas por ley alguna.

Asimismo, han sido las propias Autoridades de Defensa la Competencia, respaldadas por los tribunales y con base en una interpretación extensiva de los posibles infractores de las normas de la competencia, las que han llegado a considerar culpables – aunque sin imponerles la correspondiente sanción – como sujetos “inductores” de conductas restrictivas de la libre concurrencia empresarial a organismos integrantes del sector público y a Administraciones públicas en su condición de tales y no de “operadores económicos”. Así lo declararon sendas resoluciones adoptadas por la Comisión Nacional de la Competencia: Resolución de 6 de octubre de 2011, (Expt. S/0167/09, Productores de Uva y Vinos de Jerez) y la Resolución de 27 de septiembre de 2013, (Expte. S/013/10, Puerto de Valencia). La primera de ellas ha sido además confirmada por el propio Tribunal Supremo (STS de 18 de julio de 2016, RJ20164363). Se trató, tanto en un caso como en otro, de actuaciones administrativas materiales imputables a órganos y sujetos integrantes del sector público. En el primer caso una Administración en sentido estricto: la Consejería de Agricultura y Pesca de la Junta de Andalucía, órgano del Consejo de Gobierno andaluz, en el segundo, un organismo público, que actúa bajo una forma personificada autónoma, la Autoridad portuaria de Valencia.  

Con esta clase de supuestos en los que se declara la responsabilidad de las Administraciones públicas infractoras, aun a título de colaboradores o inductores de conductas empresariales restrictivas de la competencia, se opta por un tipo de control que optimiza claramente el uso de los recursos materiales y personales empleados en la Defensa de la competencia. Y ello es así, porque al tiempo que se sanciona y disuade a las empresas privadas que operan ilegalmente en el mercado, se lanza un mensaje de control y disuasión a las personas que gestionan y asumen cargos en organizaciones públicas, pertenecientes en algunos casos en sentido estricto a la Administración. A estos efectos, resultaría todavía si cabe más disuasorio, que la declaración de responsabilidad llevara aparejada la correspondiente sanción. Esto en la práctica solo ha tenido lugar en supuestos de restricción anticompetitiva causados por conductas de las Administraciones locales en calidad de tales: así, entre otras, en la Resolución de 3 de marzo de 2009, de la CNC, Expt. 650/08, Ayuntamiento de Palma/EFMSA, de la que conoce la STS de 14 de junio de 2013, en la que “se sanciona” tanto a la empresa pública por abuso de posición de dominio como al Ayuntamiento que la controla; asimismo cabe reseñar la Resolución del Consejo de Andalucía de Defensa de la Competencia de 18 de junio de 2014, Expt. S/12/2014, Inspección técnica de Edificios de Granada, en la que se declara probada la existencia de una infracción del artículo 1 LDC con la firma de dos convenios consecutivos restrictivos de la libre competencia entre el Ayuntamiento de Granada y los Colegios Oficiales de Arquitectos y de Aparejadores. Igualmente “se sanciona” en ella a todos los sujetos intervinientes.

Las razones jurídicas que subyacen a esta imputación de responsabilidad y declaración de culpabilidad con respecto a sujetos del sector público o de la Administración se encuentran, por supuesto, en el concepto amplio de infractor que se utiliza en el Derecho de la competencia, tal como lo expresó la Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de julio de 2016 “lo relevante no es el estatus jurídico económico del sujeto que realiza la conducta sino que su conducta haya causado o sea apta para causar un resultado económicamente dañoso o restrictivo de la competencia en el mercado” (FJ 4º). En este punto, la sentencia de 18 de julio de 2016 se alinea con la jurisprudencia del propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea – por todas: STJUE de 22 de octubre de 2015 (C-194/14 P, AC-Treuhand AG) -. En definitiva, la explicación que cabe barajar para explicar este fenómeno, es que el juicio subsuntivo y de valor relativo a que la Administración actúa como poder público con incidencia económica (bien en ejercicio de su actuación material, bien como poder normativo, bien dictando actos jurídico-administrativos, o como contratante demandando bienes o servicios en el mercado) y no como “operador económico”, no constituye en la actualidad un obstáculo para la aplicación del Derecho de la competencia. Si hasta hace poco tiempo, de la praxis podía inferirse que la imputación a la Administración de responsabilidad por infracción de las normas de la competencia se realizaba sólo en los supuestos en los que actuaba como empresa u operador económico, entendiendo por tal aquel que ofrece servicios en el mercado – v.gr. Resolución de 2 de febrero de 2009, Expte. R 7/2008, del Tribunal Gallego de Defensa de la Competencia que fiscaliza el ejercicio directo por parte de la Diputación provincial de Lugo de los servicios de transporte fluvial de viajeros con embarcaciones de su propiedad -, esto ya no es así. De hecho, esto fue durante un tiempo admisible porque no resultaba excesivamente disfuncional, por cuanto se aplicaba en realidad una interpretación muy amplia, e incluso desvirtuada, del propio concepto de “operador económico”. En este concepto se subsumían supuestos fácticos muy discutibles. En este sentido pueden citarse, por ejemplo y sin pretensión de exhaustividad, la Resolución de 29 de marzo de 2000, Expt. 452/99, Taxi Barcelona, en la que se sanciona al organismo municipal encargado de otorgar las licencias de taxi y a la Entitat del Transport de Barcelona en la medida que no existía ninguna normativa que amparara el acuerdo que adoptaron de contingentar las licencias de autotaxi que trabajasen a doble turno entre las ya otorgadas; o la Resolución de 17 de mayo de 2008, Expt. 632/07, enjuiciada en la Sentencia de la Audiencia Nacional de 15 de enero de 2010, Jur 149796, sobre un convenio entre el Ayuntamiento de Peralta (Navarra), con una Asociación de feriantes, para el uso de espacios públicos excluyendo, sin cobertura legal, la utilización por terceros.  Estos supuestos se explican en la medida que el término de “operador económico” se habría estado empleando como presupuesto indispensable para proceder a la aplicación del Derecho de defensa de la competencia y, con ello, para imponer en el caso concreto las sanciones que la ejecución de esta normativa lleva aparejadas. En la actualidad, insistimos, esto, como se ha expuesto, ya no es ciertamente así. En un contexto en el que la cultura del respeto a la competencia no ha hecho más que evolucionar y expandirse, no cabe dudar de que la protección de la libre concurrencia empresarial, pilar de una economía de mercado, se proyecta sobre la actividad material, normativa y jurídico-administrativa de las Administraciones públicas en cuanto tales.

   En primer lugar, si la conducta administrativa ilegal por restrictiva de la competencia no se ha traducido en una actuación jurídico-administrativa, sino en una actuación material, de la que se ha seguido un comportamiento empresarial restrictivo de la competencia, no hay duda que la Autoridad de Defensa de la competencia debería, incluso con mayor motivo que si la actividad ha cristalizado en una actuación jurídico-formal, declarar la responsabilidad de la Administración en relación con esa conducta concreta e intimarla a su cesación – como de hecho sucedió en las citadas Resoluciones de la CNC, en la Resolución de 6 de octubre de 2011, (Expt. S/0167/09, Productores de Uva y Vinos de Jerez) y la Resolución de 27 de septiembre de 2013, (Expte. S/013/10, Puerto de Valencia)-. Recuérdese que la actividad material de la Administración no resulta necesariamente impugnable a efectos de imponer su cesación. No está en sí sometida a la presunción de validez de los actos administrativos (prevista en el vigente art. 39.1 Ley 39/2015). Además, ello resulta ser más rápido y efectivo que esperar a que los tribunales decidan por medio de una sentencia judicial o lleguen a adoptar una medida cautelar de suspensión previa a la misma – recordemos que ésta ya no es siempre automática por decisión del TC (STC 79/2017, FJ 17) que declaró inconstitucional tal previsión (art. 127 quater de la Ley 29/1998 introducido por la Disposición final 1ª Ley 20/2013) para el caso de la impugnación de actos, disposiciones o de actividad anticompetitivos de la Administración de las Comunidades-.

En segundo lugar, si la adopción de una norma infralegal o un acto administrativo, o incluso de un contrato traen consigo en la práctica restricciones empresariales a la libre competencia y ello no se encuentra amparado en una ley previa, tal y como dispone expresamente el art. 4.2 LDC y se deriva a sensu contrario del art. 4.1 LDC, tampoco es posible entender que el ordenamiento jurídico ofrezca cobertura a tal restricción. Desde la perspectiva jurídico-administrativa, además de que la norma o acto administrativo hayan de ser reputados ilegales y deban ser impugnados en vía jurisdiccional, es necesario que el control jurídico-administrativo que se verifique conduzca a una declaración de culpabilidad de la Administración. Distinto es el supuesto, y esto conviene aclararlo, en el que el control verifica exclusivamente la ilegalidad de la actuación formal administrativa por lesión del principio de libre competencia, sin que ello haya tenido todavía consecuencias relativas a desviar la actividad empresarial, esto es, cuando de esa ilegalidad no se haya seguido ninguna conducta empresarial restrictiva de la competencia. En esos supuestos, al no producirse infracción de las normas de Defensa la competencia, se activaría por parte de las Autoridades de Defensa de la Competencia un mero control de legalidad, un control abstracto, en cuyo caso no habría conducta antijurídica ni por ello necesidad de declarar la responsabilidad ni la culpabilidad de ningún sujeto, tampoco de la Administración.

                           

¿Será más difícil cambiar de Banco su hipoteca con la nueva Ley de Crédito Inmobiliario?

En este blog hemos hablado varias veces de la subrogación hipotecaria regulada por la Ley 2/1994. Esta Ley ofrece la posibilidad a los prestatarios de cambiar su hipoteca a otro Banco si este le ofrece mejores condiciones con un coste asumible, dadas las exenciones fiscales y rebajas arancelarias que contiene esa Ley. Esto permitió rebajar su hipoteca a decenas de miles de familias en los años 90, cuando estaban bajando los tipos de interés, y después ha facilitado la competencia entre entidades bancarias, en beneficio de los consumidores.

Obviamente hay intereses en que esto no sea así, y seguramente fueron las presiones de parte de las entidades bancarias  las que lograron que una Ley que pretendía mejorar la situación de los deudores (la ley 41/2007) hiciera más difícil la subrogación (como denunciaron GONZALEZ-MENESES aquí y F. GOMÁ aquí y aquí).

El problema es que esto no solo no se ha corregido sino que la nueva Ley de Crédito Inmobiliario que se puede aprobar esta semana contiene un error (?) que hará más difícil obtener mejores ofertas de otro Banco.

El problema procede del RDL 17/2018 de 9 de noviembre, que estableció que a partir de ese momento el Impuesto de AJD lo tenía que pagar el Banco. La nueva Ley va a establecer además que éste debe pagar todos los gastos de notaría, registro y gestoría. Esto planteaba el problema de que un Banco podía aprovecharse de los gastos pagados por otra entidad para ofrecer mejores condiciones la cliente y “llevárselo” dejando al primero con la factura de todos los gastos de constitución.

En realidad, esto no es tan grave porque buena parte de esos gastos se pueden repercutir en la comisión de apertura. La importantísima -y a mi juicio acertada- STS de 23-1-2019 que comentó FERNANDEZ BENAVIDES aquí ha dejado además vía libre para que esto se pueda hacer sin temor a que la comisión sea declarada abusiva.

De todas formas, el legislador ha considerado necesario abordar esta cuestión y ha añadido un párrafo en el artículo 14 (realtivo a la información precontractual…) que establece la obligación del nuevo banco de pagar al primero “la parte proporcional del impuesto y los gastos que le correspondieron en el momento de la constitución”. Esta proporción se calcula tanto para gastos como impuestos en proporción al préstamo pendiente amortización. En principio esto parece lógico, hasta que uno empieza a echar cuentas. Casi el 100% de los préstamos se amortizan por el sistema francés, es decir con cuotas iguales durante todo el préstamo, lo que significa que al principio se paga menos capital y más intereses y la proporción se va invirtiendo con el tiempo. Esto significa que para un préstamo típico a los intereses actuales, cuando se llega a la mitad de un préstamo a 30 años, aún queda por pagar más del 60% del capital, pero se han pagado más de dos tercios de los intereses totales. De esta forma, si en ese momento yo quiero cambiar de Banco, el nuevo Banco deberá pagar un 60% de los gastos de constitución para cobrar un 30% de los intereses (cuando el otro ha cobrado el 70% pagando un 40% de los gastos). Esto evidentemente supondrá una nueva dificultad para obtener unas condiciones competitivas y en consecuencia disminuirá las subrogaciones y la competencia.

Como todavía estamos a tiempo, propongo varias soluciones. Una es que la proporción se calcule no en proporción al capital sino a los intereses totales que de acuerdo con el contrato va a cobrar cada acreedor. Esto es lo más justo pero puede plantear dificultades de cálculo en los préstamos a interés variable, que podrían superarse si la Ley impone utilizar el interés vigente en el momento de la subrogación. Otra alternativa menos equitativa pero más sencilla sería hacerlo en proporción al tiempo del total del préstamo. También cabría plantearse simplemente suprimir la norma, puesto que tras la STS citada los Bancos pueden ahora repercutir esos gastos en la comisión de apertura (y limitadamente en la de cancelación anticipada). Sería además conveniente que la Ley explicitara  que este reembolso de cantidades en ningún caso puede afectar al procedimiento de subrogación. Y ya puestos, se debería volver al procedimiento original previo a la Ley 41/2007 de manera que el Banco subrogado solo pudiera paralizar la subrogación obteniendo el consentimiento del subrogado, como se ha reclamado tantas veces.

Los VTC en el laboratorio del Estado autonómico

 

«It is one of the happy incidents of the federal system that a single courageous State may, if its citizens choose, serve as a laboratory; and try novel social and economic experiments without risk to the rest of the country» [Justice Louis Brandeis, New State Ice Co. v. Liebmann, 285 U.S. 262, 310 (1932)].

Los tiempos están cambiando

La regulación del arrendamiento de vehículos con conductor (en adelante, VTC) está ahora mismo envuelta en el más absoluto caos. Las causas profundas son principalmente tres. (i)La primera y más importante es que el sector ha experimentado en muy poco tiempo una profunda revolución tecnológica. Las innovaciones aparecidas en los últimos años (teléfonos inteligentes, geolocalización de los vehículos, plataformas digitales, sistemas reputacionales, etc.) permiten eliminar o al menos reducir de manera muy notable las asimetrías informativas y los costes de transacción que entorpecían el desarrollo de la actividad de los taxis y los VTC, y que –supuestamente– justificaban su sometimiento a una densa malla de restricciones regulatorias (limitaciones cuantitativas de la oferta, precios regulados, requisitos de calidad y seguridad, fragmentación territorial del mercado, etc.), que ahora se han vuelto obsoletas y desproporcionadas por innecesarias (para más detalles véase lo que decimos aquí).

(ii) Dichas innovaciones permiten prestar de manera mucho más eficiente y conveniente para los usuarios no sólo los servicios «de lujo» a los que se dedicaban los «VTC de toda la vida», sino también los servicios ordinarios que ofertan los taxis (véanse aquí, aquíy aquívarios estudios empíricos que así lo demuestran).

Además, (iii) esas nuevas tecnologías han aproximado enormemente la actividad de taxis y VTC. De acuerdo con la normativa tradicional y todavía vigente, los VTC sólo pueden desarrollar su actividad en el sector de la «precontratación»: sólo pueden transportar pasajeros si les están prestando un «servicio previamente contratado» (art. 182.1 del Reglamento de la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres). Hace unos años, los costes –de tiempo, dinero y esfuerzo– que para los usuarios conllevaba la precontratación eran prohibitivamente elevados, por lo que sólo en ocasiones muy especiales valía la pena incurrir en ellos al objeto de recabar los servicios de un VTC; normalmente, resultaba preferible tomar un taxi. Hoy, esos costes se han reducido de una manera muy considerable por mor de las referidas innovaciones tecnológicas, hasta el punto de que frecuentemente resulta más rápido, fácil y barato precontratar un VTC que buscar un taxi. De ahí que en la actualidad los VTC estén compitiendo exitosamente con los taxis por el mismo público, algo que antes no pasaba.

El segundo factor es que, durante el periodo 2009-2015, se liberalizó el sector de los VTC y, en particular, se eliminaron las restricciones cuantitativas existentes, lo que ha propiciado que en pocos años se haya multiplicado por más de seis el número de sus licencias.

El tercer factor es el hecho de que el lobby de los taxistas, que tradicionalmente ha logrado mantener capturadas hasta la médula a prácticamente todas las autoridades con competencias reguladoras del sector,haya reaccionado enérgicamente contra la incipiente competencia, y ejercido la suficiente presión como para que casi todas ellas hayan adoptado incontables medidas dirigidas a entorpecer la actividad de los VTC o incluso a expulsarlos del mismo.

La fragmentación territorial de la regulación de los VTC

El hit más rutilante del lobby ha sido, sin duda, conseguir que se aprobara el Real Decreto-ley 13/2018, de 28 de septiembre, por el que se modifica la Ley de ordenación de los Transportes Terrestres en materia de arrendamiento de vehículos con conductor. De su contenido destacan dos previsiones. La primera es la que establece que las licencias de VTC ya no permitirán realizar transportes urbanos, sino sólo interurbanos, lo que prácticamente les priva de cualquier utilidad, puesto que la abrumadora mayoría de las carreras que actualmente hacen los VTC transcurren íntegramente por un único término municipal o zona de prestación conjunta de servicios de transporte público urbano. Dado que esta prohibición supone de facto una expropiación, el Real Decreto-ley establece, a modo de «indemnización», que durante los cuatro años posteriores a su entrada en vigor –ampliables, como máximo, hasta otros dos años adicionales– los titulares de la licencia podrán continuar prestando servicios de ámbito urbano, conforme a lo previsto en la legislación vigente hasta la fecha.

La segunda es que se «habilita» a las Comunidades autónomas para regular algunos aspectos de los servicios urbanos prestados por los VTC: las condiciones de precontratación, la solicitud de servicios, la captación de clientes, los recorridos mínimos y máximos, los servicios u horarios obligatorios y las especificaciones técnicas del vehículo. Las reglas que las autoridades autonómicas establezcan aquí deberán estar «orientadas a mejorar la gestión de la movilidad interior de viajeros o a garantizar el efectivo control de las condiciones de prestación de los servicios, respetando los criterios de proporcionalidad establecidos en la normativa vigente». Además, se dispone que esos servicios «quedarán sujetos a todas las determinaciones y limitaciones que establezca el órgano competente en materia de transporte urbano en el ejercicio de sus competencias sobre utilización del dominio público viario, gestión del tráfico urbano, protección del medio ambiente y prevención de la contaminación atmosférica; especialmente en materia de estacionamiento, horarios y calendarios de servicio o restricciones a la circulación por razones de contaminación atmosférica».

Esta habilitación va a propiciar, seguramente, una fragmentación territorial de la normativa reguladora de este sector. De hecho, el proceso ya se ha iniciado. Mediante el Decreto-ley 4/2019, de 29 de enero,la Generalitat de Catalunya somete la actividad de los VTC a tres importantes restricciones: (i) para garantizar el cumplimiento de la condición de precontratación, se dispone que «ha de transcurrir un intervalo de tiempo mínimo de quince minutos entre la contratación y la prestación efectiva del servicio»; (ii) los VTC «no podrán, en ningún caso, circular por las vías públicas a la búsqueda de clientes ni propiciar la captación de viajeros que no hubiesen contratado previamente el servicio permaneciendo estacionados a estos efectos»; «con esta finalidad, cuando no hayan sido contratados previamente o no estén prestando servicio, los vehículos… han de permanecer estacionados fuera de las vías públicas, en aparcamientos o garajes»; y (iii) se prohíbe «la geolocalización que permite a los clientes ubicar con carácter previo a la contratación a los vehículos disponibles», por considerarse que «propicia la captación de viajeros».

Estas tres restricciones hacen que, en Cataluña, los costes de precontratar un VTC vuelvan a ser prácticamente igual de prohibitivos que hace un par de décadas, lo que determina que sólo en raras ocasiones salga a cuenta recabar sus servicios. La consecuencia esperable –y buscada– es que desaparezcan de este mercado los VTC integrados en plataformas digitales que estaban compitiendo con los taxis en el mercado del transporte urbano de pasajeros. Tan es así que, el mismo día en que se aprobaba el Decreto-ley 4/2019, Uber y Cabify anunciaban que dejaban de operar en esta Comunidad autónoma. Seguidamente, las empresas titulares de las correspondientes licencias de VTC han comenzado a presentar expedientes de regulación de empleo, que seguramente supondrán para más de tres mil trabajadores la pérdida del mismo.

En cambio, otras Comunidades autónomas y, muy especialmente, la de Madrid, donde se concentran la mayoría de los VTC, parece que van a dejar que estos sigan prestando sus servicios como hasta ahora. Por las razones que sean, el cierre patronal, trufado de episodios violentos, que tan excelentes frutos les ha dado a los taxistas catalanes no ha tenido el mismo efecto sobre las autoridades madrileñas competentes.

Los taxistas presionaron al Gobierno de España para que delegara las competencias de regulación del sector en las Comunidades autónomas, porque estimaban que les resultaría más fácil lograr que éstas lo regularan en el sentido más favorable a sus intereses. Pero no es en absoluto evidente que esta haya sido una estrategia acertada. De un lado, porque capturar a diecisiete gobiernos puede ser mucho más complicado que hacer lo propio con uno solo (aunque, ciertamente, la primera opción permite diversificar y, por lo tanto, mitigar el riesgo de que los poderes públicos concernidos consigan resistir su perniciosa influencia y traten de adoptar las decisiones más convenientes para los intereses generales). De otro lado, no es descabellado pensar que los Tribunales y, en particular, el Constitucional mostrarán frente a las regulaciones autonómicas una deferencia menor que la que hubieran mostrado respecto de las establecidas por las autoridades estatales.

Una fragmentación paradójica

Bien mirado, el hecho de que las competencias de regulación de los VTC fueran ejercidas por el Estado constituía una anomalía. En virtud de lo dispuesto en los artículos 148.1.5ª y 149.1.21ª de la Constitución, así como de lo establecido en los Estatutos de autonomía, la competencia respecto de los transportes terrestres cuyo itinerario se desarrolla íntegramente en el territorio de una Comunidad autónoma es autonómica. Según la Sentencia del Tribunal Constitucional 118/1996, el Estado no puede regular esos transportes intra-autonómicos ni siquiera con carácter supletorio. Y este es claramente el caso de los VTC y los taxis, toda vez que un número muy cercano al 100% de sus carreras transcurren íntegramente por el territorio de una sola Comunidad autónoma.

El que el Estado transfiera a las autoridades autonómicas una competencia que en puridad no es suya resulta, por lo tanto, algo paradójico, máxime cuando esa transferencia se efectúa en un momento en el que el mercado de los VTC está comenzando a adquirir una dimensión en cierta medida supra-autonómica, de resultas de la entrada en él de plataformas digitales de ámbito global.

La operación es, además, constitucionalmente cuestionable. Si la competencia es exclusivamente autonómica, el Estado no puede seguir imponiendo normas que limitan la regulación que en esta materia pueden establecer las Comunidades autónomas. Si, por el contrario, se considera que la competencia pertenece al Estado, la transferencia debería haberse efectuado mediante ley orgánica (art. 150.2 CE), y no a través de un decreto-ley.

Una importante ventaja de la diversidad normativa resultante

Descentralizar la competencia para regular fenómenos similares tiene ventajas e inconvenientes. Aquí queremos poner de relieve una de sus más importantes ventajas: la diversidad normativa naturalmente resultante constituye una fuente de valiosa información. Es muy probable que en diferentes Comunidades autónomas se dicten y apliquen disposiciones de distinto contenido con el objeto de regular los VTC. Ello nos permitirá conocer mejor varios aspectos relevantes de esas disposiciones.

En primer lugar, su conformidad con el ordenamiento jurídico. La diversidad de soluciones regulatorias propicia que podamos comprobar efectivamente cuáles de ellas pasan mejor los filtros de la Constitución española y el Derecho de la Unión Europea. Lo normal y lo esperable es que los afectados negativamente por las disposiciones establecidas las impugnen ante los Tribunales para que estos verifiquen su conformidad a Derecho y, si el examen arroja un resultado negativo, destruyan sus efectos jurídicos. Seguramente veremos, por ejemplo, si las tres restricciones impuestas por el Decreto-ley catalán 4/2019 a las que antes nos hemos referido son compatibles con las libertades de empresa (art. 38 CE), de establecimiento y de prestación de servicios (arts. 49 y ss. TFUE). Tienen toda la pinta de no serlo, por cuanto constituyen restricciones gratuitas, que no son útiles para satisfacer fin legítimo alguno; antes bien, perjudican a los usuarios y tienden a incrementar la polución atmosférica y la congestión del tráfico; el único objetivo al que sirven, proteger a los taxistas de la competencia, no puede considerarse válido a estos efectos. En sentido similar se ha manifestado la propia Autoritat Catalana de la Competència. Con todo, no podremos estar plenamente seguros hasta que los Tribunales Constitucional y de Justicia de la Unión Europea se pronuncien sobre el particular.

La diversidad puede servir, en segundo lugar, para evaluar mejor el acierto de las regulaciones consideradas, para determinar cuál de ellas produce mejores resultados, contribuye más al bienestar social, satisface realmente en mayor medida los intereses en juego, etc. La diversidad regulatoria hace posible comparar, por ejemplo: el precio y la calidad de los servicios prestados a los usuarios, el número y la calidad de los empleos generados, los tributos recaudados, el impacto ambiental, la congestión y la seguridad del tráfico, el grado de libre competencia, la afección de la libertad de empresa y los derechos de propiedad, el número y la magnitud de los litigios a los que han dado lugar las medidas adoptadas, el coste para los contribuyentes de las indemnizaciones pagadas por los daños antijurídicos ocasionados por la aplicación de las regulaciones en cuestión, etc. No parece, por ejemplo, que las antedichas restricciones establecidas por el Gobierno catalán vayan a producir mejoras reales en ninguno de estos aspectos, pero la realidad siempre puede depararnos alguna que otra sorpresa.

La información obtenida mediante el análisis comparativo de las distintas regulaciones consideradas rara vez permitirá afirmar concluyentemente, con arreglo a los estándares comúnmente empleados en las ciencias sociales, cuál de ellas ha producido los mejores resultados. La razón es que puede haber factores que hayan influido sobre esos resultados y que no tengan nada que ver con los distintos regímenes normativos establecidos por las Comunidades autónomas. Pero ello no quita que dicha información tenga todavía cierto valor y pueda servir de guía para tratar de precisar cuál es, probablemente, el menos malo de esos regímenes. Vayan tomando asiento. La función va a comenzar.