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Manifiesto por la mejora institucional: Neutralidad y profesionalidad de las instituciones de contrapeso

Las instituciones de contrapeso juegan un papel clave en una democracia. Ya se trate de la CNMC, la CNMV, el CIS, el Banco de España, RTVE, el Consejo de Transparencia o, no digamos, el poder judicial o el Tribunal Constitucional. No son instrumentos de ejecución de una determinada política gubernamental, como podría ser una Dirección General de cualquier ministerio, sino que sus fines fundamentales vienen predeterminados por la ley o la Constitución en aras a un interés general que puede ser de lo más variado (lucha contra los cárteles, transparencia de los mercados o de la actuación administrativa, información general o sociológica sobre la realidad española, control de la sujeción a la ley y a la Constitución, etc.) y se espera de ellos que los ejecuten con la mayor objetividad posible, precisamente para ser fieles a los mismos.

Es obvio que esos intereses generales pueden entenderse de una manera u otra (dentro de ciertos límites) pero, desde luego, lo que es totalmente incompatible con la función que deben desempeñar esas instituciones es su captura para ponerlas al servicio del partido del Gobierno (cualquiera que este sea) con el fin de apuntalar su política clientelar.  Es obvio que concentran mucho poder, y de ahí el interés de los partidos políticos por controlarlas, pero debemos ser conscientes de que ese poder, imprescindible para ejercer su función, solo es verdaderamente democrático si se ejercita conforme a esos fines predeterminados por la ley, y no conforme a los caprichos e intereses particulares del que ostente el poder político en un momento determinado. El ejemplo del CIS habla por sí solo, pero no es el único, ni mucho menos.

Por ese motivo, desde la Fundación Hay Derecho demandamos la elaboración de una ley para establecer las fórmulas que garanticen la publicidad de las vacantes y los procesos de concurrencia competitiva sin perjuicio de la posterior designación política; el establecimiento de periodos de mandato no ligados a ciclos electorales allí donde no existan todavía y de límites a las puertas giratorias para cargos políticos, así como la restricción de los puestos de libre designación y de confianza y la exigencia de transparencia y rendición de cuentas.

No olvidemos que estas instituciones de contrapeso, además de servir al cumplimiento de los objetivos materiales para los que han sido diseñadas, ayudan a extender el sentido de comunidad y de responsabilidad entre los ciudadanos. Gracias a preservar su neutralidad no sentimos que las decisiones que se toman en nuestro nombre y que nos afectan son decisiones adoptadas por “ellos” –ya sea la casta, el establishment o el adversario político- sino por nosotros, lo que refuerza nuestra vinculación con ellas, nos gusten más o menos. Por eso, cuando un partido político captura una institución introduce un nuevo clavo en el ataúd de la legitimidad democrática, al fomentar la desvinculación con el orden público e institucional y la disolución del sentimiento de ciudadanía compartida.

 

 

Crisis constitucional

En estos días de diciembre estamos asistiendo en vivo y en directo no a una crisis del Tribunal Constitucional, sino a una crisis constitucional en toda regla. No se trata, como se afirma por los más excitables de uno y de otro lado de un golpe de Estado, ni del Gobierno ni mucho menos de las togas:  pero es una crisis constitucional en el peor momento posible, con el populismo firmemente asentado no ya en los extremos sino en los partidos centrales del sistema, y muy en particular en el PSOE como hemos podido comprobar estos días.

La crisis, como es sabido, viene de lejos. El detonante ha sido la situación de bloqueo del CGPJ, que dura ya cuatro años, y que ha impedido que hasta ahora se hayan nombrado no sólo a varios altos cargos de la cúpula judicial con el consiguiente retraso en los procedimientos ante el Tribunal Supremo –lo que, al parecer, no le importa a nadie dado que sólo afecta a los ciudadanos- sino, también, que se hayan propuesto a los dos candidatos al Tribunal Constitucional que le corresponde nombrar al CGPJ por mayoría de 3/5 partes. Esta mayoría no se ha alcanzado por la sencilla razón de que están rotos todos los consensos entre vocales “progresistas” y “conservadores”, es decir, entre el PP y el PSOE. O, por decirlo de otra forma, el tradicional sistema de reparto de cromos en las instituciones ha reventado y parece imposible no ya nombrar a alguien profesional, imparcial y con prestigio (eso lleva mucho tiempo ocurriendo) sino, simplemente, nombrar a alguien. Por su parte, los cromos, quien lo iba a sospechar, se dedican a hacer política partidista de forma más o menos descarada.

Como el Gobierno tenía prisa por nombrar por la cuota que le corresponde como magistrados del Tribunal Constitucional  nada menos que a su ex Ministro de Justicia Juan Carlos Campo y a la menos conocida catedrática de Derecho Constitucional Laura Diez, hasta hace unos meses directora general de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica del Ministerio de la Presidencia de Félix Bolaños, y no podía hacerlo hasta que el CGPJ nombrase a los suyos, decidió cortar por lo sano y legislar con soplete introduciendo dos enmiendas en la tramitación de la modificación del Código Penal (la de la malversación y la sedición) para modificar nada menos que dos leyes orgánicas tan importantes como la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y la Ley Orgánica del Poder Judicial, que son las que regulan estas instituciones.. Por lo que aquí nos interesa, se trataba de desbloquear el nombramiento de los dos candidatos del CGPJ de manera constitucionalmente muy dudosa, tanto en la forma como en el fondo. La finalidad explícita era y sigue siendo proceder a un cambio de mayoría en el Tribunal Constitucional, como si fuera una especie de tercera cámara. La crisis constitucional se ha desencadenado al recurrir unos diputados de la oposición en amparo ante el Tribunal Constitucional con la consiguiente escandalera sobre la supuesta vulneración de la soberanía popular por el hecho de que un órgano de contrapeso ejerza las funciones para las que fue creado. En el momento de escribir estas líneas, el Tribunal Constitucional por una mayoría de 6 a 5 –adivinen ustedes quien ha votado qué- ha suspendido por medio de una medida cautelarísima la tramitación parlamentaria en el Senado.

En este punto, podemos recordar que para ser nombrado magistrado del Tribunal Constitucional es preciso ser magistrado, fiscal, profesor, funcionario o abogado, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional. En ese sentido, nombrar a dos personas que han formado parte del mismo Gobierno que les nombra es legal, sin ninguna duda. Pero, como puede apreciarse, a estas alturas lo que se pretende no es sólo nombrar a juristas más o menos afines ideológicamente (es decir, “progresistas” por usar la jerga que utilizan con tanta desenvoltura los políticos y los medios) sino de elegirlos directamente entre personas que han formado parte de las filas del Gobierno: es un salto cualitativo importante que equivale a dejar claro que ya no se respetan mínimamente las apariencias, que era lo único que quedaba, puesto que por lo demás, como pudo verse con los últimos nombramientos a propuesta del PP, todos pretenden lo mismo: nombrar a gente dócil y que haga favores. Ha dejado de prestarse ese homenaje que el vicio rendía a la virtud, que es la hipocresía como decía La Rochefoucauld.

El problema de fondo es que los grandes partidos –y los no tan grandes- llevan años jugando a la politización de esta importantísima institución de contrapeso, de manera que tanto el PP como el PSOE como las minorías nacionalistas han elegido a juristas a los que les deben favores o que piensan que se los van a hacer una vez nombrados. Se evitan así “sustos” como los que sufren cuando un magistrado supuestamente “progresista” o “conservador” decide votar lo que considera más adecuado desde un punto de vista técnico-jurídico en asuntos de enorme relevancia política y mediática como ha ocurrido en algunos casos sonados y no hacer lo que más le conviene al partido que le ha promocionado para el cargo. En ese sentido, podemos mencionar el voto de discrepante de su bloque de Manuel Aragón Reyes en la famosa sentencia del Estatut o el de Juan José González Rivas en la sentencia sobre el primer estado de alarma.  Lo curioso es que esta forma de proceder es precisamente la que uno esperaría de un magistrado del Tribunal Constitucional: por eso se exige que sean juristas de reconocida competencia, porque es necesario un criterio técnico-jurídico en relación con los asuntos muchas veces muy complejos y de enorme trascendencia política sobre los que se tienen que pronunciar. Es decir, lo sorprendente es que se pueda predecir con tanta precisión la postura de un magistrado del Tribunal Constitucional atendiendo al bloque al que pertenece, como ha ocurrido con la resolución sobre las medidas cautelarísimas en el recurso de amparo interpuesto por varios diputados del PP. Para ese viaje, bien podrían  ser médicos o ingenieras. O diputados y diputadas.

Porque, hay que insistir en que Tribunal Constitucional es una institución de contrapeso y quizás, junto con el Poder Judicial, la más relevante de todas. Es decir, es una institución contramayoritaria que actúa como límite contra los excesos, los errores o los abusos del Poder legislativo y del Poder Ejecutivo, pudiendo declarar inconstitucionales las normas con rango de ley que vulneren la Constitución (incluidas las que vulneren las competencias tanto del Estado como la de las CCAA) y protegiendo los derechos fundamentales de los ciudadanos. Puede ocurrir perfectamente que los representantes del pueblo legislen en contra de la Constitución, intencionada o inadvertidamente; ahí tienen lo sucedido en el otoño de 2017 en Cataluña sin ir más lejos. O que vulneren derechos fundamentales de los diputados de la oposición. También ocurrió en Cataluña.

Por tanto, en una democracia liberal representativa no procede que en el Tribunal Constitucional se reproduzcan las mayorías parlamentarias que es, en definitiva, lo que pretenden nuestros partidos, ya sea implícitamente, como ha ocurrido hasta la fecha casi desde el inicio de la democracia, o bien más explícitamente, lo que es una novedad reciente de raíz profundamente populista e iliberal pero que se ha extendido rápidamente en los sectores más favorables al Gobierno. Dicho de otra forma, defender que en el Tribunal Constitucional se tienen que reproducir las mayorías parlamentarias (las que sean) es una postura profundamente contraria a los principios básicos de nuestra Constitución, que precisamente para evitarlo exigió grandes consensos para los nombramientos, consensos que ahora parecen imposibles de alcanzar. No es casualidad que quienes defienden esta postura suelan ser los populistas de izquierdas o de derechas.  Tampoco que el principal objeto de deseo de sus líderes sea, junto con el control de los medios, el del Poder Judicial y el del Tribunal Constitucional. Así es mucho más fácil transitar de una democracia liberal a una iliberal lo que suele suceder, no lo olvidemos, paso a paso y poco a poco.

Claro está que el problema es el de quien custodia a los custodios. Si nuestros partidos no hubieran politizado de una manera tan intensa el Tribunal Constitucional no habríamos llegado hasta aquí. Si en vez de juristas de partido tuviéramos juristas prestigiosos e independientes sería posible albergar más confianza en la institución. En definitiva, nos encontramos una vez más en un proceso de politización y de degradación institucional creciente –ambos fenómenos van de la mano- donde cada vez que un partido eleva el listón de la politización, el otro le dobla la apuesta. La pregunta es cual puede ser el resultado de este proceso de deterioro, y creo que la respuesta es muy sencilla: poner en riesgo nuestro Estado democrático de Derecho.

Artículo publicado anteriormente en El Mundo.

¿Y si aplicáramos a la sanidad pública las recetas del Ministerio de Justicia para el “servicio público” justicia?

En los últimos tiempos se nos trata de imponer la errónea idea de que la Administración de Justicia no es un Poder del Estado, el tradicional Poder Judicial, sino un “servicio público” más, al estilo de la Sanidad o de la Educación. Los responsables del Ministerio de Justicia aún van más lejos y, en vez de contentarse con la consideración del Poder Judicial como un mero servicio público, ya hablan, en sus panfletos ministeriales, de transformar el “Ecosistema Justicia”, para hacerlo más accesible, eficiente y contribuir al esfuerzo común de cohesión y sostenibilidad, en un horizonte 2030.

Y para conseguir esta mejora sustancial del “Ecosistema” de togas y puñetas, se propugnan, como “bálsamo de Fierabrás”, tres tipos de medidas, que redundarán, según ellos, en una indudable mejora del servicio público justicia, mucho más cercano a la realidad social sobre la que se proyecta. En concreto, se proyectan tres programas de mejora en la eficiencia del servicio: 1) eficiencia organizativa; 2) eficiencia procedimental; y 3) eficiencia digital.

El primer programa para mejorar el servicio-ecosistema justicia, según esas fuentes ministeriales, el organizativo, consistiría, básicamente, en la transformación y agrupación de los juzgados unipersonales (por ejemplo los juzgados de primera instancia, civiles, o los juzgados de instrucción, penales) en un gran órgano jurisdiccional colegiado, denominado Tribunal de Instancia -uno por cada partido judicial- en el que se agruparán todos los Jueces, Letrados de la Administración de Justicia (antiguos secretarios judiciales) y demás personal auxiliar (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Organizativa del Servicio Público de Justicia).

El segundo programa es el de eficiencia procedimental, orientado a una mayor agilización de los pleitos, y se fundamentaría en exigir, con carácter previo al proceso jurisdiccional, el intento de un acuerdo “amistoso” a través de los denominados MASC (Medios Adecuados para la Solución de Conflictos, como la mediación, la conciliación, la transacción, etc., o cualquier otro medio que propicie el acuerdo. Sí, avezado lector, se habla de medios “adecuados”, como si la sentencia de un juez no fuera una forma “adecuada” de Administración de Justicia). Y para el justiciable que no se muestre lo suficientemente “colaborador” en la consecución de un acuerdo previo (aunque la otra parte le haya perjudicado gravemente, a causa de innegables ilícitos civiles) corre el riesgo cierto de ser condenado en costas, por “abusar” del servicio público, cuando podría haberse evitado el pleito con una actitud más conciliadora (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Procesal del Servicio Público de Justicia).

En tercer lugar, hay otro programa dirigido a la transformación digital de la Administración de Justicia, sustituyendo la mayoría de los juicios y vistas judiciales en unas actuaciones telemáticas, mediante la generalización del uso de la videoconferencia, si los jueces lo consideran oportuno (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Digital del Servicio Público de Justicia).

Y algunos, pocos, de los que seguimos con interés esta evolución prelegislativa en materia de Justicia, reflexionamos y nos preguntamos, si estos van a ser los remedios infalibles para mejorar un servicio público colapsado: ¿por qué no aplicar las mismas “recetas” a otro servicio público también sobrecargado de trabajo, como es la sanidad, que tantas protestas y controversias está produciendo en los días que corren?

En este contexto, si se nos permite la ironía, y el “animus iocandi” (pidiendo disculpas de antemano, por la gravedad del asunto), ¿qué nos parecería si, por ejemplo, en Madrid, los responsables de la sanidad, o en Andalucía, copiaran el modelo de eficiencia del servicio público justicia diseñado por el Ministerio de Justicia, puesto que, al fin y al cabo, se trata igualmente de otro servicio público, y promovieran reformas legislativas de semejante proyección? La verdad es que no podemos ni imaginar la virulenta reacción que se produciría en gran parte de la ciudadanía, y con toda la razón, si se propusiera algo parecido a lo siguiente: en primer lugar, desde un punto de vista organizativo, imaginemos que en cada provincia desapareciera la distinción entre hospitales generales, hospitales intermedios, centros de salud de zona y los ambulatorios, y todos los centros sanitarios se unificaran, nominal y orgánicamente, en uno sólo (aunque cada uno mantuviera su sede física actual), denominado Hospital de Instancia Provincial, bajo la dependencia de un Director general nombrado políticamente, el cual pudiera redistribuir a su antojo todos los efectivos médicos, de enfermería y demás personal sanitario subalterno; por otra parte, en cuanto a la forma de acceso a los centros de salud, qué pensaríamos si se les impusiera a los usuarios del servicio público sanitario (por ejemplo, a los enfermos de la covid, a los heridos y contusionados menos graves, a los conductores que han sufrido un politraumatismo grave, o a aquel ciudadano que recibido un navajazo en la arteria femoral…) que antes de ser examinados por un médico de atención primaria, o por un médico especialista en traumatología, o antes de ser intervenidos de urgencia en un quirófano, debieran acreditar, documentalmente, que han intentado curarse previamente por sus propios medios o, al menos, que han acudido, sin haber obtenido la deseada sanación, a los MASC (Medios Adecuados de Sanación Cercana), tales como ir a una oficina de farmacia, o solicitar la intervención de un experto paramédico, acupuntor, curandero, etc. (todos los anteriores, por supuesto, habrán tenido que ser homologados previamente mediante la realización de cursos, o habrán obtenido unos certificados de calidad expedidos e impartidos por las autoridades sanitarias). Además, en caso de que los enfermos no hayan acreditado un verdadero empeño en evitar la visita al centro de salud o al hospital, o en caso de sobrevivir a la hospitalización y/o a la intervención quirúrgica, tendrían que pagar todos esos gastos sanitarios, por haber “abusado” del servicio público sanitario.

Finalmente, como tercera medida, se pretendería conseguir la descongestión hospitalaria mediante la utilización sistemática, salvo en los casos de intervenciones quirúrgicas y similares, de la videoconsulta médica. Esto es, la regla general será la atención al paciente por vía telemática, previa cita telefónica o a través de la página web habilitada al efecto. Sólo se accederá a la consulta médica presencial en los casos más graves, previamente autorizados por el Jefe Médico del Servicio de que se trate.

En definitiva, con la implementación de estas tres medidas, por supuesto, a coste económico cero, como viene siendo costumbre en la reforma de los servicios públicos, se acabaría con el problema de la congestión hospitalaria en poco tiempo, pero ¿cuál coste social? Pues bien, lo que nos parece una broma aplicado al servicio público sanitario, está pasando desapercibido porque el servicio público zarandeado es la Administración de Justicia, la “Cenicienta” de los servicios públicos, en la actualidad.

Nadie repara en la gravedad del asunto. No nos damos cuenta de que el maltrato sistemático a la Administración de Justicia, que es el Poder Judicial, repercute irremediablemente en una drástica disminución de la calidad del resto de los servicios públicos, dejando a los ciudadanos, sobre todo a los más necesitados, inermes ante las tropelías del poder político. ¿Dónde están los manifestantes?

 

Libro interactivo: Las Instituciones Públicas

¿Cuántas veces leyendo un libro te habría gustado poder conversar con su autor? Juan Miguel de la Cuétara Martínez, Catedrático de Derecho administrativo, publicará semanalmente en nuestra web un breve capítulo de su obra “Las Instituciones Públicas”, y participará en los debates que surjan en los comentarios. Podéis ver el proyecto en nuestra web, pinchando aquí.

Juan Miguel de la Cuétara Martínez es catedrático de Derecho Administrativo y abogado del Colegio de Madrid, actualmente retirado de ambas funciones. Nacido en La Coruña en 1948 y residente en Madrid, tiene una dilatada experiencia profesional que le cualifica como valioso observador de las transformaciones de nuestro Estado y los de su entorno en las cinco últimas décadas.

“Mi preocupación prioritaria ha sido encontrar y describir en un lenguaje sencillo y directo los equilibrios básicos entre el Poder y el Derecho; entre la Política y la Justicia; y entre la Pasión y la Razón, que sostienen las instituciones y, con ellas, la vida civilizada. La finalidad última, no quiero ocultarlo, es que nuestra generación sea capaz de transmitir a las siguientes unas instituciones saludables y en buen estado. Nuestros nietos sabrán qué hacer con ellas; tienen derecho a decidirlo; en su honor he optado por el formato de “libro electrónico” para esta publicación”.

¡Ya disponible el primer capítulo aquí! ¡Os animamos a participar y a difundirlo!

¿Como salvar la Corona? Reproducción de tribuna en EM de Elisa de la Nuez

 

Una vez descubiertas las andanzas patrimoniales y fiscales del rey emérito (que  tanto se asemejan a la de otros personajes de su generación como el ex president  Pujol) y aceptada por  D. Juan Carlos I la única solución posible, es decir, apartándose de toda tarea institucional y abandonando España, la pregunta que podemos hacernos es la de si merece la pena conservar la institución monárquica como institución central de la Constitución de 1978 y, si la respuesta es positiva, qué reformas habría que hacer.

Es indudable el interés político que tiene para algunos partidos el utilizar el enriquecimiento  patrimonial en negro del rey Juan Carlos I, al margen de cualquier vía institucional o legal,para impulsar la idea de que la monarquía –“los Borbones”- es, por definición, corrupta y antidemocrática. De paso, se intenta dar la puntilla al “régimen del 78” en la figura del que ha sido su Jefe del Estado durante casi 40 años.  También es comprensible el interés de los separatistas por eliminar lafigura del rey que encarna la unidad y permanencia de la nación española máxime después del impecable discurso del rey Felipe VI en octubre 2017 en Cataluña. No obstante, la defensa a ultranza de la monarquía por parte de otros partidos políticos argumentando su bajo coste presupuestario, su utilidad durante la primera etapa de la Transición o su carácter neutral frente a un posible Presidente partidista me parece poco acertada. La actual crisis está provocada por la falta de ejemplaridad del rey emérito y es este problema el que hay que resolver urgentemente si queremos conservar una institución que creo  puede volver a prestar servicios importantes a nuestro país.

Hay que comenzar por reconocer lo obvio: es un fracaso tremendo el que el rey emérito haya hecho de su capa un sayo tanto en cuestiones personales como patrimoniales (ambos aspectos están relacionados)aprovechándose de los agujeros del sistema y sobre todo de la tolerancia y pasividad de quienes debían haber velado por su ejemplaridad: el personal de la Casa Real, los políticos de uno y otro signo y los periodistas y empresarios que durante tanto le dieron cobertura. En ese sentido, el fracaso es tan suyo como de D. Juan Carlos y resulta especialmente amargo por coincidir con una situación de crisis política, económica e institucional que sabe a fin de etapa. Pero, dicho eso, quizás es más interesante centrarse en los problemas de la propia institución para ver en qué medida se pueden solucionar. En primer lugar porque lo que importa, al menos desde un punto de vista democrático y de buen gobierno, no es tanto si el Jefe del Estado es un Presidente electo o un Rey hereditario (sus funciones representativas y arbitrales deben ser esencialmente las mismas en un régimen parlamentario) sino si la Jefatura del Estado está adecuadamente diseñada para cumplir con sus funciones constitucionales.

La cuestión de la ejemplaridad me parece especialmente importante en el caso de una monarquía, precisamente porque un rey no está sometido a elecciones y el mecanismo básico de rendición de cuentas en una democracia es la remoción de quienes no lo han hecho bien, lo que no obsta a que en demasiadas ocasiones el votante perdone la corrupción atendiendo a otras consideraciones, como ocurre típicamente con los líderes independentistas. Por eso mientras que un presidente puede permitirse un cierto margen a la hora de interpretar el estándar ético vigente o incluso blindarse frente a sus exigencias esto no es posible en el caso de un monarca: la ejemplaridad de un rey tiene que ser la máxima posible, es decir, la que la sociedad considera irrenunciable en un momento dado. Si no, sencillamente, tiene que irse.  Esto fue justamente lo que pasó en España con la abdicación del rey Juan Carlos I y ahora con su salida del país.

Recordemos que una institución se define como un conjunto de normas, un conjunto d personas y una cultura organizativa. Y los esos tres elementos han fallado en el caso de la Corona. Lo más interesante es que en un país adicto al BOE nuestros políticos no han encontrado el momento en 40 años de regular la Jefatura del Estado. Probablemente por muchas razones; pero esa falta de regulación unida al manto de la opacidad extendida sobre el rey emérito es, en mi opinión, la causa del desastre. La escasa normativa sobre la Corona existente se refiere a cuestiones secundarias, como la organización de la Casa Real o el régimen de títulos, tratamientos y honores de la familia real.Y así durante mucho tiempo el Jefe del Estado ha podido vivir en una especie de limbo jurídico, en el que una vez consagrada su inviolabilidad en el art. 56.3 de la Constitución (entendida de forma muy generosa) quedaba exento de responsabilidad por todos sus actos. Nos encontramos así ante un Jefe del Estado que queda formalmente al margen o por encima del ordenamiento jurídico vigente, lo que no deja de ser una anomalía en una democracia moderna.

A esta circunstancia hay que añadir la falta de contrapesos en forma de colaboradores y consejeros que advirtiesen de los riesgos (ni los sucesivos Jefes de la Casa Real, ni los abogados, colaboradores, consejeros, diplomáticos, y demás personal allí destinado han hecho un papel muy airoso, visto lo visto)y el prestigio internacional del que ha gozado muchos años D. Juan Carlos. La consecuencia, no por comprensible menos lamentable, es una sensación de impunidad que se produce siempre que los seres humanos acumulan poder (político, económico o simbólico) sin ningún tipo de control, transparencia, responsabilidad o de rendición de cuentas. Que es precisamente las reglas institucionales sin las cuales sólo las personas excepcionales son capaces de alcanzar los estándares de conducta que solo uno mismo puede exigirse.

Ahora bien ¿qué podemos hacer ahora para remediar el daño causado?A mi juicio lo más urgente es restaurar la ejemplaridad de la institución, habida cuenta de que precisamente el carácter personalista y poco institucional de la anterior Jefatura del Estado permite diferenciar sin muchos problemas al rey emérito de su sucesor. Aunque el CIS de Tezanos se niegue a hacer preguntas sobre el grado de apoyo popular que tiene  la Corona, o sobre la figura de sus titulares, pienso que la ciudadanía española es perfectamente capaz de distinguir entre dos formas de ejercer la Jefatura del Estado profundamente diferentes, tanto en lo público como en lo privado. En todo caso, me parece que es fundamental cerrar la etapa del rey Juan Carlos a todos los efectos. Para esto el Gobierno cuenta con instrumentos jurídicos más que suficientes, aunque a una parte del PSOE esta decisión no le resulte políticamente cómoda; pero lo que no es razonable es dejar decisiones que tienen un fuerte componente institucional pero también personal en manos del actual rey.

Por supuesto, habría que modificar el RD 470/2014 de 13 de junio que concedió al rey D. Juan Carlos I el título honorífico de rey (una vez que se procedió a su abdicación) para privarle de dicha condición. Como sostiene la jurista Verónica del Carpio, parece más que razonable que el Gobierno, a la vista de la falta de ejemplaridad demostrada, retire este título honorífico con la dignidad que conlleva sin necesidad de que intervenga su hijo. Otra cosa es la decisión sobre donde tendría que vivir su padre fuera de España, cuestión mucho más delicada y que sí se podría dejar en su ámbito de discrecionalidad personal. También me parece imprescindible una reparación económica a los españoles –al fin y al cabo él ha sido durante mucho tiempo la imagen de nuestro país- en forma de restitución a Hacienda de las cantidades eludidas al fisco (con independencia de su origen) al menos como gesto de buena voluntad aunque no se produzca una regularización fiscal en sentido técnico

Pero quizás lo más importante es proceder a una regulación moderna de la institución. Más allá del título de rey del Jefe del Estado, creo que lo que hay que abordar de una vez el desarrollo del título II de la Constitución, introduciendo todas las garantías necesarias para que la Jefatura del Estado, con independencia de quien sea su titular, funcione de forma eficiente y eficaz, neutral, profesional, con los necesarios contrapesos, la debida transparencia y rendición de cuentas y sobre todo con la máxima ejemplaridad.En definitiva, si la Corona quiere subsistir tiene que convertirse en una institución modélica que funcione como un referente para todas las demás, empezando por los Presidentes de algunas CCAA que más que a presidentes aspiran a reyezuelos y terminando por algunos  partidos políticos cuyas prácticas internas en el ámbito de la corrupción y de las comisiones han dejado mucho que desear . De esa forma, el servicio que aún podría hacer a España sería muy grande.

¿La Europa que queremos?

Desde que comenzó la crisis del coronavirus, vemos como la Unión Europea se mueve de un modo lento y descoordinado a la hora de dar una respuesta común a la crisis sanitaria y económica. Reuniones del Eurogrupo hasta la madrugada en las que no se llega a acuerdo alguno, o decisiones postergadas semanas, incluso primeros ministros llamando la atención al comportamiento de otros países. Algo insólito hasta ahora. El ejemplo más claro y mediático, sin duda, la respuesta de Antonio Costa, primer ministro portugués a su homólogo holandés, sobre que no dudó en tachar su actitud de repugnante por su no a la solidaridad.

Esta lentitud ha mostrado una imagen de una Unión Europea torpe y falta de respuesta en un momento decisivo. Al menos, en apariencia. Provocado, sobre todo, por el rechazo de países cómo Alemania, Holanda o Finlandia a los denominados “coronabonos” – emisiones de deuda conjunta de todos los países de la eurozona para financiar el plan de respuesta al COVID-19 o, también llamado, “Plan Marshall”-. El motivo de la negativa, más o menos legítimo, es la falta de cumplimiento por parte de los países del sur, España e Italia, principalmente, en la reducción del déficit público. Y es que, según alegan dichos países, España e Italia han disfrutado de un crecimiento económico estos últimos años que no se ha repercutido en una reducción del déficit acorde. Y pueden tener razón.

Alemania, Holanda, o Finlandia, pueden tener más o menos razón, pero, España, Italia y Francia, también. En estas líneas no quiero debatir ni discutir qué debe hacerse o que debe dejar de hacerse. En estas líneas quiero manifestar un problema que llevamos sufriendo ya demasiados años y que aquellos que nos consideramos europeístas vemos con gran temor. El estancamiento del proyecto europeo. Todos sabemos que la Unión Europea surgió como una comunidad económica a la que se fueron añadiendo países y, que fue adquiriendo más y más competencias hasta llegar al punto en el que estamos hoy. Un punto que considero decisivo. Sobre todo, a raíz, una vez más, de las declaraciones del primer ministro portugués en las que cuestionaba el compromiso de Holanda con el proyecto común europeo o de la reciente entrevista a Emmanuel Macron tildando la situación como posible principio del fin de la UE. Me explico.

Palabras inexistentes hace un par de años, como “Italexit” o “Espaxit”, reciben cada vez más apoyos por personas que hasta hace unos años no se habían cuestionado el proyecto europeo común. Países como Italia o España, de los más europeístas, han llegado a tener o tienen en sus gobiernos partidos que dudan del proyecto europeo. En Francia o Alemania, la segunda fuerza más votada es antieuropeísta y podría seguir dando ejemplos de países que no se habían cuestionado y ahora se cuestionan el proyecto común europeo. La crisis económica, primero, con duras condiciones a los países que tuvieron que pedir rescate – sobre todo Grecia, Portugal, España e Italia –, la  crisis migratoria, la enorme indecisión en los conflictos internaciones –véase la guerra de Libia, la guerra económica con EEUU o el conflicto democrático en Venezuela–, o la respuesta última a la crisis del coronavirus, han creado una sensación de que la Unión Europea no pinta nada y, que son los países nacionales los que deciden individualmente qué hacer y cómo responder a las crisis y problemas que nos van surgiendo.

Es curioso como la respuesta a estas crisis ha provocado más daño a la unidad europea que el propio Brexit, el cuál –si el coronavirus no lo retrasa– se materializará a finales de este año. Supondrá el primer abandono al proyecto común desde su nacimiento. Y, permítanme aventurarme, el Reino Unido nos abandona después de no haber formado parte ni del Eurogrupo ni de la Zona Schengen, digamos, principales estándares de la Unión. El Reino Unido abandona la Unión Europea porque, aparte de un referéndum y una campaña a favor del “leave” de dudosa legalidad, nunca ha creído en el proyecto común. Para los británicos (generalizo, en función de mayoría, discúlpeme si usted piensa diferente) siempre ha estado su nación por delante de la integración europea y siempre han visto –insisto, de forma mayoritaria– la Unión Europea como una unión económica.

Sin embargo, esto no ocurre en todos los países. Muchos italianos, portugueses, españoles, franceses, griegos incluso parte de Alemania, creen que la Unión Europea debe dar un paso más, y que los órganos elegidos en las elecciones europeas deben tener definidas claramente sus competencias y no pueden depender de los acuerdos a los que lleguen o dejen de llegar los ministros o primeros ministros de los países de la eurozona. Sino que el Consejo, la Comisión y el Parlamento Europeos deben funcionar de forma democrática y autónoma sobre las competencias que los países les han cedido. En este sentido de autonomía europea, están surgiendo también partidos políticos europeos que se presentan de forma unificada en todos los países de la UE. Si no afrontamos esta falta de legitimidad, determinación y sobre todo de autoridad de las instituciones europeas, no podremos afrontar las futuras crisis con la determinación esperada, provocando que sigan crecimiento las reticencias al proyecto común, y con ellas la desconfianza en la Unión Europea.

Nos encontramos en un punto de no retorno. Las reticencias de países como Alemania –donde los verdes ya han manifestado estar a favor de la solidaridad con los países del sur– Holanda y Finlandia, deberían hacernos plantearnos ¿por qué podemos tener un Eurogrupo de 19 países, una Zona Schengen de 26 países y una Unión de 27 y, en cambio, no podemos integrarnos políticamente X países y que 27-X sigan formando parte de una unión económica y aduanera?, ¿por qué aquellos países que consideramos que la Unión Europea es nuestro proyecto de futuro no podemos seguir adelante con la integración política?, o, dicho de otro modo, ¿qué Europa queremos? Obviamente, una Unión Europea sin Alemania, Holanda y Finlandia es una Unión Europea más débil. Obviamente. Pero es que, quizás, la alternativa sea el fin de la Unión Europea tal y como la conocemos. Una idea también sostenida por el Presidente francés.

Hace algunas semanas Esteban González Pons publicaba una carta en la que afirmaba que a la Unión Europea se le estaba quedando una cara de ONU que daba miedo, y es una afirmación con la que muchos de los que leéis estas líneas seguramente estéis de acuerdo. Yo lo estoy. Sin embargo, también creo que queda tiempo, poco, sin duda. Pero debemos definir con urgencia cuál será el próximo paso que debe dar la Unión Europea en cuanto a integración. En mi opinión, debemos aspirar a integrarnos también en lo político, y no sólo en lo económico, debemos dejar de pensar en términos de España, Italia, Alemania, etc. y pensar en términos de Europa. Debemos pensar en cómo convencer a nuestros socios europeos de que nuestros problemas son sus problemas y asumir que sus problemas son nuestros problemas. Debemos convencernos de que la partida se juega en Europa y no en Madrid. Que, si mañana un pescador de Barbate no puede recoger más o menos pescado, o que un agricultor de Malmö no pueda recoger más o menos producto, dependerá de lo que se decida en Europa y no de lo que se quiera en España.

Pero, sobre todo se debe plantear el debate de “¿qué Europa queremos?”, y una vez decidido, si queremos mayor integración dar a quién no quiera estar la oportunidad de dar un paso al lado y seguir formando parte de este club de otra forma. Pero, el proyecto europeo debe avanzar. Es obvio que pedir mayor integración no es fácil y más con la desconfianza demostrada por algunos países, la respuesta no puede ser sí o no. Debemos ser flexibles, pero también debemos evitar que el miedo o las reticencias al no de algunos no hagan perder el futuro al proyecto de una Europa común que muchos deseamos, creemos y al que no renunciaremos.

En defensa de la institucionalidad

Vivimos tiempos convulsos en los que los viejos populismos y totalitarismos cristalizan en nuevas organizaciones políticas que se abren paso en nuestros ecosistemas políticos. Es un fenómeno ya ampliamente verificado como global al que todavía no hemos resuelto cómo hacerle frente con las herramientas de las que nuestras democracias se han dotado. Dorothy Thompson, periodista estadounidense del siglo pasado, alertó en ‘’Let the Record Speak’’ sobre la tolerancia y la debilidad de las democracias. ‘‘Es demasiado tarde para responder a las consignas del fascismo con las consignas de la democracia. Es demasiado tarde para esperar que preservemos la democracia sin esfuerzo, inteligencia, responsabilidad, carácter y gran sacrificio’’.

Ayer, durante la sesión constitutiva de las Cortes Generales – la segunda en siete meses, la cuarta en cuatro años – observamos algunas manifestaciones, cada vez menos minoritarias, de esta crisis política. Un extremo y otro del arco parlamentario ignoraron la institucionalidad y emplearon los trámites meramente procesales del Congreso de los Diputados como artefacto de difusión de un mensaje antisistema. Más o menos explícitamente, renuncian a la institucionalidad con el fin de poner en cuestión nuestro régimen constitucional.

Una clara manifestación de lo que aquí describo son las ingeniosas fórmulas de promesa o juramento de acatamiento de la Constitución que se pudieron escuchar – entre abucheos -. Ya en la última sesión constitutiva muchos de los parlamentarios hicieron uso de expresiones de acatamiento que fueron, cuando menos, controvertidas. No es mi propósito hacer aquí un análisis jurídico exhaustivo sobre la cuestión. En primer lugar, porque, contrariamente a la creencia popular extendida, la vinculación a la Constitución de los cargos públicos no deriva de su juramento o promesa de acatamiento sino del artículo 9.1 del texto constitucional, en el que se impone la sujeción a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico a la ciudadanía y a los poderes públicos. En segundo lugar, porque el debate jurídico sobre la casuística empleada puede ser intelectualmente estimulante, pero corresponderá al Tribunal Constitucional fijar su adecuación o no a la legalidad vigente.

Sin embargo, sí podemos hacer una crítica a la búsqueda continua de los límites del Derecho para exhibir políticamente un incumplimiento del mismo sin asumir las consecuencias propias de su vulneración formal. La Constitución Española proclama como valor superior del ordenamiento jurídico el pluralismo político y garantiza la libertad ideológica, por lo que el Tribunal Constitucional ha huido de interpretaciones restrictivas y formalismos rígidos que excluyan la expresión de tal pluralismo. Sin embargo, sí es concluyente en la jurisprudencia constitucional el requisito de que las cláusulas y expresiones que se adicionen no varíen, limiten o condicionen el sentido propio de la promesa o juramento (STC 119/1990).

En este sentido, observo con intranquilidad la persistencia en la estrategia de desafiar el marco del que todos nos hemos dotado. Serán los órganos de gobierno del Congreso y, en su caso, el Tribunal Constitucional, quienes resuelvan si se ha infringido tal marco, pero no cabe duda de que existe una voluntad de bordear los límites para generar el falso espejismo de que, en realidad, no se ha producido un acatamiento de la Constitución. Esto último debe inquietarnos: la Constitución es la norma que protege nuestros derechos, libertades e instituciones. La norma de la que deriva la propia existencia del mandato parlamentario. Las expresiones que busquen su superación (o una sensación de tal) por medio de subterfugios ajenos a los procedimientos establecidos deben alertarnos.

Tampoco es una buena noticia la emisión de votos nulos para la elección de los miembros de la Mesa del Congreso valiéndose de heterogéneas expresiones políticas. No por la expresión política en sí misma, que es deseable en sede parlamentaria de un Estado democrático, sino por el modo y tiempo elegido para hacerla. La Mesa del Congreso es un órgano de la máxima relevancia constitucional por las tareas que le son asignadas y, por lo tanto, su composición es un asunto de indudable interés general. Lo visto hoy evidencia, por un lado, el empeño en desviar la atención de un evento público importante a otros temas y, por otro, una reducida disposición a participar en la vida pública por los cauces consensuados por todos. Es esa forma a la que venimos acostumbrándonos de captar el foco haciendo activismo desde la representación pública.

Las negociaciones previas y la propia constitución de la Mesa han arrojado, desde otra vertiente, un mal ejemplo de responsabilidad pública. La extrema derecha, inmersa en las tácticas del populismo, ha optado por una estrategia de no negociación con el resto de fuerzas políticas, particularmente con aquellas con las que sí ha alcanzado acuerdos de ámbito autonómico y municipal, con el propósito de visibilizar una exclusión. Estas otras fuerzas no han sabido dar una respuesta cabal a tal operación, logrando un acuerdo entre ellas o con otras. La menor presencia del populismo ultra en el órgano representativo no le resta influencia práctica, habida cuenta de que la mayoría del mismo es de signo ideológico distinto. Al contrario, esa ausencia le permite la victimización y la deseada no institucionalización para profundizar en un discurso antipolítico que oponga las élites de las instituciones representativas (Mesa) al verdadero pueblo (ellos).

De nuevo, tampoco debemos reducir la cuestión sobre la presencia de la tercera fuerza política en la Mesa del Congreso a un debate jurídico, sin duda rico. La flexibilidad con la que tradicionalmente ha sido interpretada la reglamentación de la Cámara permite multitud de argumentos. Lo que me interesa aquí es hacer hincapié en el deliberado deseo de no ser partícipes de nuestras instituciones para, con ello, intensificar un perfil diferenciador y homogeneizar a los adversarios políticos en una suerte de abominado consenso y en la incapacidad de las organizaciones políticas demócratas y liberales para dar una respuesta a la afrenta.

Mi deseo es que sirvan estas líneas no tanto como un retrato pesimista de las grietas de nuestro sistema político sino como un mensaje en defensa de la institucionalidad. Una reivindicación sobre la importancia de respetar y dignificar nuestro ordenamiento institucional y los procedimientos de los que se sirve para la toma democrática de decisiones. Debe leerse este artículo como una alerta sobre las tendencias que pueden suponer un riesgo a nuestro sistema político y como una llamada al esfuerzo, inteligencia y responsabilidad a los que se refería Thompson como garantes de nuestra democracia.

Atractores y atracones de subvenciones

En enero de 1976, en plena campaña de elecciones primarias en EEUU, Ronald Reagan, que competía contra Gerald Ford por la nominación republicana, sacó a la palestra el caso de una señora de Chicago que utilizando 80 identidades distintas, con 30 domicilios declarados, y 15 números de teléfono distintos había llegado a cobrar subvenciones alimenticias, ayudas sociales, pensiones de veteranos de guerra y de viudedad, por un montante de 150.000$ libres de impuestos al año (de aquellos tiempos).

Reagan lo usó como ejemplo del despilfarro y descontrol en los gastos del gobierno (entonces presidido por Ford). Nació así el concepto de “welfare queen”.

Un libro publicado recientemente arroja la luz definitiva sobre el caso: The Queen: the forgotten life behind an american myth (ISBN 031651330X).

Según este libro, que no solo prueba su existencia real del caso, la tal welfare queen no solo existió realmente, y fue detenida y condenada por sus fraudes, sino que después de pasar por la cárcel, volvió a las andadas.

Si hace unas semanas hablábamos en este blog de “subvenciones de ínfimis”, hoy tocan los grandes atractores de subvenciones: aquellas organizaciones capaces de atraer hacia sí una parte muy importante de la actividad subvencional de las administraciones públicas. Eso sí, suponemos que en este caso lo hacen desde este lado de la ley, y no como la welfare queen.

Acudimos una vez más a la Base de Datos Nacional de Subvenciones, del Ministerio de Hacienda de donde se seleccionan los Top 100 beneficiarios en 2018 de subvenciones (excluidas otras ayudas como préstamos, etc.), que totalizan ellos solitos la redonda cifra de 3.986.307.128€. Casi 4.000 millones de euros, con un rango que va desde 292.870.594€ (top 1) hasta 11.736.302€ (top100). Estos grandes atractores captan el 22% de todas las subvenciones.

Estos datos hay que tomarlos con las debidas salvedades, pues la Comunidad Autónoma del País Vasco no informa de sus subvenciones por este canal (para saber por qué, preguntar a Montoro&Montero), y muchos organismos públicos informan con cierto retraso de las ayudas concedidas.

Agrupados por categorías, los Top 100 atractores se distribuyen según el siguiente cuadro:

La mayoría de grupos beneficiarios “habitan” en el propio sector público (Universidades, administraciones generales, …), o al menos en orbitales fronterizos (partidos políticos, colegios profesionales, …). Así que genuinamente vamos a centrarnos sobre dos grupos de beneficiarios en principios ajenos o inmunes a la fuerza gravitatoria de lo público, como son las empresas privadas y las ONG.

Veamos quienes son los grandes atractores de subvenciones en el ecosistema de las empresas privadas:

Llama la atención en primer lugar la presencia en esta lista de empresas muy conocidas, junto con otras desconocidas para el gran público.

La aparición de aerolíneas y navieras se debe a una anomalía de información, puesto que jurídicamente no son los beneficiarios (aunque sin duda son beneficiados). Las subvenciones que la citada página web del Ministerio de Hacienda atribuye a las aerolíneas en realidad se deberían asignar a los agraciados
que han obtenido billetes para volar con una considerable subvención (de hasta el 75%).

En efecto, estas subvenciones se deben a la bonificación en las tarifas de los servicios regulares de transporte aéreo y marítimo, para los residentes en las Comunidades Autónomas de Canarias y de las Islas Baleares y en las Ciudades de Ceuta y Melilla. El origen e interés público de estas subvenciones se fundamenta en potenciar la cohesión territorial de España favoreciendo los viajes a la península de los ciudadanos no residentes en ella.

Sin duda es loable favorecer la cohesión con estos sistemas subvencionales, pero resulta llamativo cuando tantos caudales públicos se gastan también en impulsar la desintegración; así son las paradojas de la grant economy. Aunque cabría preguntarse, que si de favorecer la cohesión se trata, ¿por qué solo se aplica la subvención a los residentes extrapeninsulares?. ¿No se favorecería igualmente la cohesión si los residentes peninsulares viajáramos con más frecuencia a Ceuta, Melilla, Baleares y Canarias?. Ahí lo dejo.

Del resto de beneficiarios, no vamos a descubrir aquí quien es TELEFÓNICA, FORD ESPAÑA, BANCO DE SABADELL o BANKINTER. Llama un tanto la atención la presencia de dos bancos, eso sí. SALCAI-UTINSA es una empresa que opera en los transportes interurbanos de Gran Canaria. TANEMMERK, LOMOQUIEBRE y HOTELES PIÑERO CANARIAS son empresas hoteleras que operan hoteles e inmuebles turísticos en Canarias; y BALL BEVERAGE PACKAGING IBÉRICA fabrica envases de aluminio para bebidas.

Veamos quienes son nuestros campeones en el mundo de las ONG. La “N” del concepto ONG, como bien sabe el lector de Hay Derecho, hay que tomarla con ese significado tan particular de tantos términos que vienen del mundo anglosajón. En Reino Unido, una public school es un colegio privadísimo. En EEUU, un private es un soldado (¿puede haber cosa más pública?). Por eso lo de No Gubernamental hay que interpretarlo como exactamente lo contrario de lo que aparentemente dice; al menos en su financiación. La financiación de las ONG se compone en un 70% de fondos públicos (Ignasi Carreras Fisas: “Financiar el tercer sector”, en La Vanguardia, 15 de Junio de 2013). Y si miramos las cuentas anuales de aquellas que las publica, más. Conocido es que junto a beneméritas instituciones, pululan bajo esa denominación entes de todo tipo. No es este el lugar de analizar en profundidad este tipo de organizaciones, que un informe del Parlamento Europeo taxonomiza de esta divertida manera:

  • BRINGO (briefcase NGO – ONG maletín),
  • ComeN’Go (come and go NGO – ONG de ida y vuelta),
  • CONGO (commercial NGO – ONG comerciales),
  • CRINGO (criminal NGO – ONG delictivas),
  • GONGO (government-owned NGO – ONG propiedad del gobierno),
  • GRINGO (government run and initiated NGO – ONG fundadas y gestionadas por gobiernos),
  • MANGO (mafia NGO – ONG mafiosas),
  • PANGO (party NGO – ONG de partido) y
  • MONGO (my own NGO – mi propia ONG personal)

Qué duda cabe que lo de MANGO tiene extraordinarias evocaciones en Español.

Junto a instituciones conocidas hay otras que ni consultando su website queda muy claro a qué se dedican… aparte de la habitual letanía de asertividades, transversalidades, empoderamientos, inclusividades, interculturalidades y otras fritangas. Hot air.

Todas estas entidades deberían ofrecer información sobre esas subvenciones, según la Ley de Transparencia; no se moleste el lector. Para aquellos interesados, a las tablas anteriores se incorporan las URL que dirigen a las subvenciones concedidas desde 2014 (sector Estado) y desde 2016 (Administraciones autonómicas y locales). Disfruten con las cifras.

El fenómeno de las puertas giratorias en la agenda política: ni está, ni se le espera

Hace dos años presentamos el Estudio de la Fundación Hay Derecho sobre las Puertas Giratorias en la Administración General Del Estado y el papel de la Oficina de Conflictos de Intereses. Pensamos que la fragmentación parlamentaria que existía en esa época en el Congreso y que de hecho perdura en la actualidad, era una buena oportunidad para acometer una reforma en profundidad de la regulación de las puertas giratorias.

Dos años después, ni el gobierno de Rajoy ni el de Sánchez han tenido a bien introducir la reforma de la regulación de las puertas giratorias en la agenda gubernamental y es que PSOE como PP están cómodos con la regulación existente y con el papel que juega la Oficina de Conflictos de Intereses dentro del marco normativo actual. Sus respectivos socios de Gobierno no han sido capaces de sacarles de esa “zona de confort”.

En estas últimas semanas, el fenómeno de las puertas giratorias ha vuelto a aparecer con más intensidad de la habitual en diferentes medios de comunicación. Si bien es cierto que, tal y como indicábamos en nuestro informe, el foco mediático de las puertas giratorias se centra siempre en un aspecto específico de las mismas: las incorporaciones de ex altos cargos al sector privado durante los dos años posteriores a sus ceses.

En concreto, la ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado, establece un periodo de enfriamiento de 2 años (en inglés cooling off period) en el que los ex altos cargos no pueden prestar servicios en entidades privadas que hayan resultado afectadas por decisiones en las que hayan participado. Por este motivo, no pueden iniciar una actividad profesional (remunerada o no) sin consultar previamente a la Oficina de Conflictos de Intereses (en adelante OCI) y obtener su autorización.

Resumimos a continuación cómo es el proceso que sigue la OCI cuando los ex altos cargos le solicitan autorización para el inicio de una actividad profesional durante los dos años posteriores a su cese:

  • El ex alto cargo envía a la OCI una declaración de inicio de actividad.
  • La OCI concede la autorización directa (no se valora la posibilidad de un conflicto de intereses) en estos casos: reingreso en la función pública, inicio de actividad en empresa de nueva creación e incorporación a un organismo internacional.
  • En el resto de casos, la OCI solicita un informe de compatibilidad a la entidad u organismo donde el ex alto cargo desempeñó su función. Lo habitual es que la OCI resuelva el expediente siguiendo el criterio de ese informe.

Viendo este procedimiento, del que tenemos constancia gracias a una fiscalización realizada por el Tribunal de Cuentas, no llama demasiado la atención una de las conclusiones a la que llegamos en nuestro estudio: hasta octubre de 2016, la OCI había concedido un total de 377 a 199 ex altos cargos (en diferentes ocasiones concede varias autorizaciones a un mismo ex alto cargo) frente a tan solo 6 denegaciones de inicio de actividad. Es decir, solo deniegan el 1,6% de las solicitudes que reciben.

Pero no se piensen que desde octubre de 2016 a la actualidad la foto ha cambiado sustancialmente. Basta con introducir en Google “Oficina de Conflicto de Intereses”, pinchar en la sección Noticias y nos saltan diferentes nombres de ex altos cargos públicos que han sido autorizados recientemente por la OCI para el desempeño de una actividad en el ámbito privado: Jaime García Legaz (ex presidente de Aena y ex secretario de estado de Comercio), Agustín Conde (Ex secretario de estado de Defensa), Miguel Ferre (ex secretario de estado de Hacienda) y el que quizás mayor repercusión ha tenido: el de la ex vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y su sonado fichaje por el bufete de abogados Cuatrecasas.

Pero en esta ocasión no haría falta ni siquiera acudir a Google, porque tenemos todos los datos actualizados gracias a una reciente investigación publicada por el diario.es: la OCI ha concedido hasta la fecha 525 autorizaciones a 295 ex altos cargos, frente a 11 denegaciones (que siguen suponiendo un mísero 2,1% sobre el total de solicitudes que ha recibido la OCI). Además sigue produciéndose un fenómeno que señalábamos en nuestro informe: hay ex altos cargos que “acumulan” más de una autorización para el desempeño de una actividad. Por ejemplo, recientemente destacan el anteriormente citado Jaime García Legaz con 5 autorizaciones y el exministro Catalá con 4.

Los factores que explican mejor esta aparente “benevolencia” de la OCI en sus análisis sobre la existencia de posibles conflictos de intereses cuando los ex altos cargos solicitan el inicio de una actividad profesional tras su cese, son dos principalmente: su falta de independencia, ya que la OCI está adscrita al Ministerio de Política Territorial y Función Pública (y en anteriores legislaturas al Ministerio de Hacienda) y la escasez de medios con que cuenta para realizar sus funciones, que se plasma por ejemplo en que no realiza labores propias de investigación, lo que implica que da directamente por buenas las declaraciones que le remiten los ex altos cargos. Este punto no solo lo decimos desde la Fundación, también “afloró” en la fiscalización que realizó el Tribunal de Cuentas sobre el funcionamiento de la OCI.

Recordemos además que todo esto se circunscribe a los dos años posteriores al cese de los altos cargos, porque pasado ese periodo, pueden desempeñar la actividad profesional que estimen oportuna sin necesidad de ningún tipo de autorización por parte de la OCI.

No se puede obviar que si por ley se establece un periodo de enfriamiento (de 2 años en el caso español), lo que se persigue es limitar el inicio de una actividad profesional durante ese periodo de tiempo. Pero en la práctica, si la Oficina de Conflictos de Intereses autoriza el 98% de las solicitudes que recibe, la medida legislativa se convierte en una medida meramente estética y desde luego nada efectiva para luchar contra los conflictos de intereses.

Y recordando a Francisco Umbral y su “he venido a hablar de mi libro” de hace ya 26 años, finalizamos el post recordando el decálogo de la Fundación Hay Derecho para una gestión eficaz y eficiente de los conflictos de intereses, por si el próximo Gobierno que se forme tras las elecciones del 28 de abril se anima a modificar la regulación de las puertas giratorias (nosotros por insistir que no quede desde luego):

  1. Adoptar un enfoque integral: hacia un marco de integridad del sector público.
  2. Crear la Oficina de Integridad Pública, adscrita al Congreso de los Diputados.
  3. Extender la regulación de conflictos de intereses más allá de los altos cargos.
  4. Extender la obligación de declaración de actividades de los cargos públicos (de 2 a 5 años e incluyendo al cónyuge).
  5. Limitar las compensaciones por abandono del cargo: solo en caso de cese (no dimisión), si no ostenta condición de funcionario y si la autoridad competente le ha denegado el inicio de una actividad.
  6. Adaptar el periodo de enfriamiento en función del cargo: las funciones y responsabilidades de los más de 600 altos cargos que hay actualmente en el AGE son muy dispares.
  7. Establecer mecanismos efectivos de seguimiento y control (publicar una ley en el BOE no garantiza su cumplimiento).
  8. Establecimiento de un régimen sancionador adecuado: la Oficina de Integridad debe de ser la competente para tramitar los expedientes sancionadores y para imponer las sanciones.
  9. Incremento de la transparencia.
  10. Implantar un código ético y de conducta para los cargos de la AGE e impulsar políticas de buen gobierno corporativo en empresas.

Las 7 “plagas” que se ciernen sobre el sistema actual de elección del CGPJ

El pasado 20 de diciembre, PSOE y Unidos Podemos junto con los partidos nacionalistas rechazaron en el Congreso de los Diputados la reforma propuesta por Ciudadanos y PP de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) que suponía volver al sistema original de nuestra Constitución, para que fueran los jueces los que designaran a 12 de los 20 vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).

Aunque parezca una oportunidad perdida, sólo refleja que aquellos que quieren seguir inmiscuyéndose en el órgano de gobierno de los jueces han conseguido una victoria pírrica con un 51% frente al 48%.

En el año 2019 siete “plagas” podrían tensionar el sistema de elección del CGPJ:

1.Difícilmente podrá concluirse la renovación del actual Consejo. El PP, tras pretender cambiar el sistema, si retoma las negociaciones se expone a críticas de incongruencia o electoralismo lo que podría suponer una importante sangría de votos en favor de Ciudadanos a pocos meses de las elecciones. La negativa del PP bajo otras excusas no puede deberse más que a esto. Sin embargo, una renovación del CGPJ sin el Partido Popular es imposible.

Además, cuando un magistrado tan prestigiado como Manuel Marchena renuncia a presidir el alto tribunal para defender su independencia, imparcialidad y honorabilidad, debe complicar mucho el  encontrar candidatos. La politización de la institución puede causar desprestigio y la huida del talento, como está ocurriendo en la política.

El hartazgo en la carrera judicial, el lamentable episodio producido y las reivindicaciones de reforzamiento de la independencia judicial están produciendo que las bases de las asociaciones judiciales comiencen a reclamar que no se avale a candidato alguno sin modificación legal.

2.La Plataforma Cívica por la Independencia Judicial (PCIJ) ha instado al Defensor del Pueblo a que interponga un recurso de inconstitucionalidad. El Tribunal Constitucional en su tan controvertida Sentencia 108/1986 declaró que procedería la inconstitucionalidad cuando se convirtiese a los vocales en delegados o comisionados del Congreso y del Senado, con toda la carga política que esta situación comportaría. 32 años después, difícilmente se puede discutir la imagen de politización del sistema tras los mensajes de Cosidó, cuando los medios identifican a los vocales ideológicamente, cuando se pacta el nombre del presidente y éste encima renuncia. Además, cualquier decisión del Consejo es susceptible de recurso contencioso-administrativo, donde podría plantearse a su vez una cuestión de inconstitucionalidad.

Si los partidos emergentes obtienen más de 50 diputados o senadores en las próximas generales, también podrían acudir al Constitucional.

3.Tras dos huelgas de jueces y fiscales este año, muchas de las reivindicaciones siguen sin haberse cumplido. Las cuatro asociaciones judiciales defienden un sistema de sufragio activo directo de entre todos los jueces y magistrados, con un sistema de listas abiertas que permita la elección de su órgano de gobierno de forma independiente sin imposiciones políticas. La carrera judicial se siente ninguneada desde hace años, por lo que pueden producirse nuevas movilizaciones.

4.El Consejo de Europa ya señaló en la Recomendación 2010/12 del Comité de Ministros que al menos la mitad de los miembros de los Consejos del Poder Judicial deberían ser jueces elegidos por sus compañeros. Ídem la Carta Magna de los Jueces. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la sentencia Ramos Nunes De Carvalho e Sá V. Portugal (STEDH de 21 de junio de 2016) determinó la modificación del sistema de nombramiento portugués (análogo al nuestro). También, el GRECO (Grupo de Estados Contra la Corrupción) en su último informe determina que España debe reformar el CGPJ para evitar se inmiscuyan los políticos en otro poder del estado. Difícilmente el Consejo podría superar ciertos estándares utilizados de apariencia de independencia judicial cuando en el último informe de la Comisión, un 49 % de los españoles perciben la Justicia como «muy mala» o «bastante mala», lo que sitúa a España como el sexto país más crítico de la UE. Los principales motivos que esgrimen para dudar de la justicia son la presión política (39%), la interferencia de los intereses económicos (35%) y la falta de garantías suficientes para su independencia (26%).

5.También el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en sentencia de 27 de febrero de 2018 ha abierto la puerta a analizar los estándares de independencia judicial y la Comisión Europea por Recomendación de 26 de julio de 2017 referente a Polonia, ha recordado la importancia de la independencia del Consejo, y de evitar influencias indebidas por parte del Gobierno o del Parlamento. Paradójicamente Polonia defiende su reforma cobijándose en nuestro sistema. Sin embargo, la Comisión en la Recomendación de 20 de diciembre de 2017, declaró que se debe garantizar la independencia judicial y que el nombramiento por el Parlamento afecta negativamente.

Por todo ello, la Comisión Europea ha interpuesto contra Polonia un recurso de incumplimiento y ha iniciado el procedimiento por riesgo claro de violación grave de los valores fundamentales pues 13 leyes polacas supondrían interferencias políticas en la independencia judicial. Entre las recomendaciones que le hacen están la reforma del Consejo Judicial de Polonia y que los miembros judiciales sean elegidos por sus pares.

6.Distintas denuncias ante el Relator Especial sobre la independencia de magistrados y jueces del Alto Comisionado de Naciones Unidas pueden suscitar un informe donde se identifiquen injerencias a la independencia judicial, se formulen recomendaciones y propuestas para España, lo cual sería de obligado cumplimiento, junto con la consiguiente repercusión mediática y el coste político del mismo.

7.El PP podría esperar a unas próximas elecciones antes de negociar cualquier renovación ante la posibilidad de un “superdomingo electoral”, donde coincidieran elecciones autonómicas, municipales, europeas y generales. La subida de Ciudadanos y Vox o un cambio de Gobierno, condenaría al actual sistema a reformarse mediante acuerdos de regeneración democrática -como en Andalucía-. La corrupción política sigue siendo una de los principales preocupaciones de los españoles y la ciudadanía continúa demandando medidas de regeneración democrática.

En definitiva, siete son las posibles “plagas” a las que nuestro sistema actual de elección del Consejo General del Poder Judicial se enfrenta en el año 2019. Siete auténticos desafíos que van a aumentar la presión sobre un sistema que ya da visos de agotamiento. Aquellos que rechazan la despolitización en el nombramiento del CGPJ quizás puedan esquivar alguna de ellas, pero veo absolutamente imposible conseguir esquivar todas. La reforma del sistema es imparable y está próxima a hacerse realidad.