Entradas

Democracias defectuosas

Este artículo es una reproducción de la tribuna publicada en Crónica Global disponible aquí.

El descuelgue de la democracia española de las denominadas “democracias plenas” o completas en el famoso Democracy Index de la prestigiosa revista The Economist para pasar a integrarse en el pelotón de las llamadas “democracias defectuosas” o incompletas (junto con otros países de nuestro entorno, no se piensen que somos los únicos) ha provocado todo tipo de reacciones políticas y mediáticas, la mayoría interesadas.

Todo el mundo ha arrimado el ascua a su sardina: por supuesto, los independentistas, cuya tesis de que España es, en realidad, un Estado franquista y represor puede agarrarse a algo –aunque no sea mucho– menos evanescente que sus propias percepciones subjetivas. También lo hacen políticos como Pablo Iglesias, que ven con satisfacción no disimulada sus autoprofecías cumplidas en relación con el “régimen del 78” y, por supuesto, los representantes del PSOE y del PP, que se imputan mutuamente la responsabilidad de este deterioro. El informe se ha convertido en un arma arrojadiza más. A lo que nadie ha arrimado el hombro es a intentar revertir esta situación.

Nos podemos consolar pensando que la posición de España en el ranking no es tan mala; al fin y al cabo, estamos en el número 24 de la lista, y hay otros países de nuestro entorno en la misma situación. Pero sin duda, todo descenso de este tipo es una mala noticia. Y el problema es que es consistente con lo que vemos en otros indicadores similares: también descendemos posiciones en el ranking anual de Transparencia Internacional, por ejemplo. Por no hablar del desplome en todos los indicadores nacionales e internacionales que miden la confianza en la democracia liberal parlamentaria, empezando por sus principales instrumentos, los partidos políticos, que en España está bajo mínimos.

Más allá de luchas partidistas la tendencia, por tanto, no es nada buena y en mi opinión se está acelerando con la degradación institucional y política que padecemos (ahí tenemos el último ejemplo, por ahora, con las luchas intestinas en el PP). Dicho eso, también hay que tener en cuenta la cantidad y la complejidad de los indicadores que maneja el estudio de The Economist agrupados bajo cinco categorías: limpieza del proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del Gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles. Además, las mediciones se basan en valoraciones y percepciones, inevitablemente subjetivas, aunque procedan de expertos. Medir la calidad de una democracia no es tarea fácil, y por tanto el informe puede ser objeto de críticas razonables, mucho más allá, por ejemplo, que otro informe que no nos deja en buen lugar, el informe PISA y que mide los resultados de forma bastante más objetiva.

Sin embargo, sí que hay una cuestión que destaca y sobre la que merece la pena detenerse: la anómala situación del órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, que lleva más de tres años bloqueado y sin visos de ser renovado. Como es sabido, el bloqueo es consecuencia de la negativa del PP a pactar con el PSOE el tradicional reparto de cromos partidista de los vocales del consejo: tantos para ti, tantos para mí, alguno para Podemos o los nacionalistas. Lo que lleva pasando más de 35 años.

Obviamente la causa inmediata del bloqueo es precisamente el interés del PP en no perder la mayoría que ahora tiene en el CGPJ pero la causa estructural subyacente es su politización. De suprimirse, permitiendo que los jueces y magistrados nombrasen al menos a la mitad de sus miembros (como se viene reclamando incesantemente desde instancias europeas) no habría problema. Pero los partidos no quieren renunciar a su presa. Y así seguimos.

Así que, les guste o no les guste, todos los que siguen insistiendo en el reparto de cromos partidista deberían sentirse interpelados. En cuanto a los independentistas, deberían recordar que una de sus máximas aspiraciones es precisamente la politización total del Poder Judicial en su territorio; lo dejaron por escrito allá por el año 2017. Este tipo de ataques a la separación de poderes (dejando constancia además por escrito) no habría ayudado mucho precisamente al posicionamiento en el famoso índice como una democracia plena.

Los problemas generados por el independentismo en Cataluña merecen también una consideración aparte, en cuanto a que el informe considera que supone un problema de gobernanza importante. Nada que los sufridos ciudadanos catalanes no sepan. No obstante, los datos no resultan fáciles de interpretar, en la medida en que es una situación que se lleva arrastrando desde hace varios años y probablemente el año 2021 no ha sido el peor de la serie. Pero desde luego esta situación obviamente afecta a algo tan importante como “el grado de consenso y cohesión para fundamentar una democracia estable y funcional”. De hecho, Cataluña está exportando su modelo profundamente disfuncional al resto de España. No es una buena noticia.

Diez propuestas y una reflexión para una mejor democracia

En la primavera del pasado año publique un ensayo bajo el título Los partidos políticos en la Constitución: las entrañas de la democracia (Dykinson, Madrid, 2021). Partía de una preocupación detectada en el último lustro: lejanía creciente entre la ciudadanía y los partidos políticos, en definitiva, un cierto deterioro de nuestro Estado democrático tras mas de cuarenta años del actual período constitucional iniciado en 1978.

Tras una revisión de los principales elementos doctrinales, históricos, constitucionales y legales del denominado Estado de partidos, concluyo el trabajo con una serie de propuestas para intentar volver a conseguir el interés ciudadano por el funcionamiento de la vida democrática en España. Son diez las propuestas de cambios futuros que propuse, en forma de reformas constitucionales y legales, con el objetivo de recuperar la confianza entre ciudadanía, partidos políticos y representantes públicos, que concluyen con una reflexión final. Obviamente, cada una de las propuestas tiene explicaciones y fundamentos detallados en el desarrollo central del ensayo mencionado.

Las reformas que propongo parten de la idea de que el entorno social y político del constituyente de 1978 no es el que tenemos como sociedad en este inicio de la tercera década del siglo XXI. Posiblemente el texto constitucional es demasiado cauto con los mecanismos de participación ciudadana directa, seguramente porque veníamos de cuarenta años de negación de libertades, de derechos, de pluralismo político. Pero entiendo que se ha superado esa fase de temor, y en todo caso, no hay que tener miedo a la reforma del texto constitucional, que hemos de considerarla como lo que es, un mecanismo de defensa, de adaptación e incorporación de los nuevos anhelos sociales en la propia Constitución.

Estas son las diez propuestas para esta tercera década de siglo, a fin de conseguir realmente una sociedad democrática avanzada, tal como expresa el Preámbulo de la carta magna:

  1. Instaurar un sistema de listas abiertas en los procesos electorales, para lo que sería conveniente una reforma de la Constitución, de su artículo sexto, y de la actual Ley de Partidos de 2002, con el objetivo de elección concreta de personas candidatas por parte de la ciudadanía dentro de las listas que presenten los partidos políticos.
  2. Implantar un sistema obligatorio de elecciones primarias para la designación de las candidaturas electorales, dado que los partidos políticos no son una mera asociación privada para participar en política, dadas sus relevantes funciones que les otorga la Constitución en la dirección política el Estado. Esta propuesta conllevaría, como mínimo, la reforma de la Ley de Partidos, para no dejar a la voluntad de los partidos la celebración de dichas elecciones primarias.
  3. Reforma constitucional para que la promesa electoral de los partidos políticos tenga un cierto carácter efectivo, al menos en relación con una rendición de cuentas ante la ciudadanía, o penalización para las candidaturas incumplidoras sin justificación, en los términos que desarrollo en el capítulo séptimo de mi ensayo Los partidos políticos en la Constitución: las entrañas de la democracia (Dykinson, 2021).
  4. Facilitar las candidaturas al margen de los partidos políticos: menores exigencias y más apoyo financiero a las agrupaciones de electores y candidaturas ciudadanas, mecanismos electorales que están siendo utilizadas fundamentalmente en elecciones municipales, con alguna experiencia muy significativa en la actual Legislatura nacional, Teruel Existe, que cuenta con un representante en el Congreso de los Diputados y dos Senadores, tras las elecciones generales del 10 de noviembre de 2019.
  5. Establecer en el procedimiento de reforma constitucional algún mecanismo de iniciativa en manos de la propia ciudadanía, al margen de los partidos políticos, fomentando espacios de deliberación ciudadana para la reforma y adaptación del texto. Se trataría de la iniciativa legislativa popular para la reforma constitucional, dado que en nuestra Constitución no existe la llamada cláusula de intangibilidad, las decisiones del constituyente de 1978 no pueden ni deben ser eternas. La reforma de la Constitución es en realidad un mecanismo de defensa de texto, de actualización a las nuevas demandas y realidad social de cada momento. En derecho comparado, en Suiza existe esta posibilidad con 100.000 firmas a recoger y entregar en 18 meses de plazo. En España se podría implementar un mecanismo similar, con un porcentaje significativo de firmas acreditadas para iniciar el procedimiento de reforma por la ciudadanía, pues, de lo contrario, tal como está regulado actualmente, esa opción está hurtada a la propia ciudadanía.
  6. Fortalecer la Iniciativa Legislativa Popular para que sea obligatorio el debate y votación de la propuesta presentada por la ciudadanía, limitar al mínimo las materias excluidas de este instituto constitucional de participación directa, así como reducir el número de firmas (actualmente 500.000), ampliando el plazo para su entrega para hacerlas más factibles.
  7. Reforzar el instituto de participación directa por antonomasia que supone el referéndum, en cuanto que complemento de la democracia representativa, un contrapeso al cuasi monopolio de los partidos políticos, debiendo limitarse al mínimo las materias excluidas de consulta. Se trata de dinamizar la democracia representativa con el objetivo de regeneración y fortalecimiento democrático. La clase política debe superar el recelo actual a los mecanismos de participación directa.
  8. Hacer obligatorio el referéndum (y no consultivo como ahora está previsto) en determinadas materias que tengan especial incidencia en las condiciones de vida de la población, especialmente las que tengan especial vinculación con los contenidos del Estado social, estableciendo unos mínimos de participación y de votos a favor para que una determinada consulta se considere vinculante.
  9. Ampliar los sujetos activos para convocar el referéndum para que deje de estar en manos del Gobierno e indirectamente, por tanto, de los partidos políticos. Se trataría de que la ciudadanía a través de un número significativo y acreditado de firmas pueda instar de manera vinculante la convocatoria de un referéndum.
  10. Introducir las reformas necesarias para que la ciudadanía participe directamente en la elección de determinados órganos constitucionales como el Defensor del Pueblo, el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional. Se trataría de una elección directa por parte de la ciudadanía entre las personas candidatas que cumplan los requisitos que se establezcan (juristas de reconocida competencia en todo caso para el CGPJ y TC), en función de los planes de actuación de dichas candidaturas, en un procedimiento similar a los actuales procesos electorales.

Expuestas las diez propuestas, concluyo con esta reflexión final.

En este inicio de la tercera década del siglo XXI no podemos obviar que los partidos políticos, a pesar de sus deficiencias democráticas y sus modelos organizativos internos manifiestamente mejorables, siguen ejerciendo, en régimen de monopolio, el protagonismo casi absoluto de la vida pública, de la acción política diaria.

Dependerá de las iniciativas ciudadanas autónomas, al margen de las estructuras partidarias, que a lo largo y ancho de esta década puedan surgir nuevas formas de participar en la vida política, con el objetivo de ensanchar nuestra democracia, de hacerla realmente representativa, tendiendo al objetivo de participación directa. En la voluntad ciudadana está esa posibilidad, para hacer realmente democrática nuestra relación con el Estado, con los poderes públicos, con un objetivo, lograr la felicidad y el bienestar general.

 

España, ¿una democracia defectuosa?

La noticia ha caído como un jarro de agua fría: el índice de democracia (Democracy-Index) que elabora anualmente The Economist Intelligence Unit nos deja fuera de las “democracias completas” para relegarnos a la tercera posición entre las “democracias defectuosas” (esto es, por encima de los regímenes híbridos y los autoritarios). Los titulares de prensa, siguiendo el propio informe, rápidamente se han lanzado a poner el acento en el bloqueo del Consejo General del Poder Judicial. Y, por supuesto, los dos grandes partidos no han tardado en echarse mutuamente las culpas.

Ciertamente, el informe menciona la grave anormalidad que supone que el CGPJ lleve en funciones desde 2018 y la “división política” que lo motiva. Es algo que la Fundación Hay Derecho lleva denunciando desde hace años; desde antes del bloqueo mismo. Recordemos en este sentido que “repartirse los cromos” desatascaría la situación, pero volvería a suponer un flagrante incumplimiento de la sentencia 108/1986, de 29 de julio, del Tribunal Constitucional; no parece que de esto sea conocedor el informe.

Lo que sí menciona son otros tres motivos para la bajada de España en el ranking: la creciente fragmentación parlamentaria, una “letanía” de escándalos de corrupción y los problemas de gobernanza que supone el “creciente” nacionalismo regional en Cataluña.

Ocupar el vigésimo cuarto lugar en el ranking no puede servir de consuelo. Tampoco me resulta suficiente argumentar que otros países también bajan (¿mal de muchos…?). En todo caso, la gota que colma el vaso no puede hacernos olvidar toda el agua que ya había dentro. Además, conviene tener claro qué es este indicador y qué no, qué mide y cómo lo mide. Intentaré por ello realizar aquí un análisis algo más detallado y sosegado de la situación y del índice mismo de los hasta ahora realizados en otros medios.

La democracia es un concepto complejo, valorativo y controvertido, por lo que se presta a muy distintas formas de medición: así, existen otros índices como el de Freedom House, Polity Project o V-Dem. The Economist tiene un posicionamiento liberal, y eso se nota en su conceptualización, que excluye aspectos como la participación directa o el grado de redistribución económica. El Democracy-Index se caracteriza por contar con 60 elementos a valorar (dicotómicamente muchos -se da o no se da-, con una posición intermedia la mayoría de las veces). Estos ítems están clasificados en 5 categorías: limpieza del proceso electoral y pluralismo; funcionamiento del gobierno; participación política; cultura política; y libertades civiles.

Quizás el mayor defecto de este índice es su opacidad: no conocemos los resultados que ha obtenido cada país en cada uno de estos 60 elementos (sólo en cada una de las 5 categorías) ni sabemos quién ha realizado estas valoraciones: ¿se consulta a expertos externos o lo realizan los internos? ¿Qué especialización tienen dichos expertos en cada país? Sí sabemos que algunos de los ítems dependen directamente de algunas preguntas de encuestas (preferentemente de la Encuesta Mundial de Valores, WVS, que no es anual, por lo que no sabemos exactamente en qué otras encuestas se apoyan). Además, uno de los ítems depende del nivel de participación electoral.

En todo caso, la repetición del estudio a lo largo del tiempo nos permite dibujar una trayectoria; una claramente descendente para España desde 2008, con dos altibajos post-crisis:

Fuente: elaboración propia a partir de los informes de Democracy Index

 

Como se ve, la Gran Recesión nos supuso un revés en términos democráticos de acuerdo con este índice, dejándonos al borde de ser considerados entonces como “democracia imperfecta” (por debajo de 8 puntos). Los informes lo atribuyeron a “la erosión en soberanía y rendición de cuentas democrática asociada con los efectos y respuestas a la crisis de la Eurozona” (Informe del 2012). Tras una breve recuperación, en 2017 The Economist nos dejó de nuevo al borde del descenso, del que apenas habíamos salido en 2019 para volver a la senda decreciente.

Debe notar el lector, eso sí, que la diferencia entre el máximo de 2008 (8.45) y la mínima de 2021 (7.94) es de medio punto. La recuperación experimentada tras 2014 se debe, como puede verse desagregando el indicador, al aumento de participación política que vivimos al acabar nuestro bipartidismo imperfecto – llamando la atención a este respecto que la oleada previa de movilizaciones no tuviera ningún impacto en el indicador-.

Fuente: elaboración propia a partir de los informes de Democracy Index

 

Quede así patente la necesidad de detenerse en la evolución y composición de cada una de estas categorías para identificar los aspectos democráticos que el indicador está detectando, pero también aquellos que no, así como los que malinterpreta. Vamos a ello, de la categoría en que España obtuvo la mejor puntuación al principio de la serie, en 2006, a la que peor resultó.

  1. Proceso electoral y pluralismo.

Aunque la puntuación de España es ciertamente buena en este apartado -y lo es de forma estable-, once países obtienen mejor puntuación en 2021 (un 10). Viendo los ítems que componen esta categoría, podemos suponer que la transparencia y aceptación del sistema de financiación de los partidos políticos es lo que nos separa persistentemente del 10. Además, podemos observar un pequeño bache en los años 2017 y 2018 para esta categoría, que puede relacionarse con algo que reseñaba el informe de 2017: las “medidas legales contra políticos catalanes independentistas”. Varios ítems de esta categoría pueden haber sufrido por esta interpretación de los hechos: ¿Aceptación de los mecanismos de transmisión del poder de gobierno a gobierno? ¿Apertura del acceso a los cargos abiertos a todos los ciudadanos? En todo caso, en 2019 recuperamos nuestra cota habitual. ¿Se cambió de criterio más tarde ante una mejor comprensión de los delitos cometidos por dichos políticos, o quizás se consideró que la llegada del PSOE al gobierno suponía el fin de este riesgo democrático?

  1. Libertades civiles

Como se ve en el gráfico, en este apartado España puntuaba de forma excelente (9.41) hasta 2016. Esa pequeña diferencia con el 10 fácilmente podría haberse debido, por ejemplo, a que poco más del 50% de los españoles declaraban en la WVS que los derechos humanos se respetaban en España. La única explicación que tenemos para la bajada en 2017 fue, de nuevo, la cuestión catalana, que se pudo reflejar en el ítem de la libertad de expresión y protesta o, según la percepción de los analistas, incluso podrían haber considerado que el gobierno “invoca nuevos riesgos y amenazas como excusa para restringir libertades civiles”. Llama la atención respecto a este último elemento que el informe de 2021 no haga mención a que las restricciones de derechos fundamentales para contener la covid se tramitaran de forma inconstitucional según nuestro TC. También sorprende que no se refleje el continuo abuso de los Real Decretos Leyes, o que la llamada “Ley Mordaza” (2015) no tuviera efectos sobre esta categoría. La caída desde 2019, según el informe, es por el ítem dedicado a la independencia judicial; como si este problema fuera nuevo o el actual bloqueo del CGPJ lo empeorase; más bien, lo pone en el foco.

  1. Cultura Política

También antes de 2008 España puntuaba en cultura política muy alto, cerca del sobresaliente (8.75). El análisis de esta categoría es difícil, porque muchos ítems se apoyan en datos de encuestas y, aunque se ofrece como referencia la Encuesta Mundial de Valores (WVS), esta no se realiza anualmente, por lo que posiblemente se recurre a otras preguntas de otras encuestadoras.

Sin duda, en este apartado nos penaliza el 56% (WVS 2020) de conciudadanos que considera que es mejor que las decisiones las tomen expertos a que las tome el gobierno. Y, quizás, la falta de una mayor separación Iglesia-Estado. La crisis pudo además afectar a la “cohesión” y “consenso”, además de a la percepción de que las democracias son buenas para el desarrollo económico, pero me cuesta justificar esa caída en cultura política democrática en 2010 para un país que respondió a la crisis demandando más democracia, por muchos defectos que tuviera aquella amalgama de discursos democratistas. Ciertamente, The Democracy Index ha avisado sobre el peligro que pueden suponer para la democracia los discursos populistas; sin embargo, la llegada a las instituciones de Podemos fue acompañada de una subida en esta categoría, sin que nadie entonces pudiera aventurar el proceso de moderación que ello supondría sobre su discurso.

La caída en 2017 y 2018 debemos, de nuevo, entenderla vinculada al problema en Cataluña, que desde luego afecta al “grado de consenso y cohesión para fundamentar una democracia estable y funcional”. No logro entender en todo caso qué causa la bajada en 2021 en este apartado, cuando el problema catalán parece haberse, por lo menos, postergado.

  1. Funcionamiento del gobierno

La bajada en la clasificación de España, achacada en el informe en parte a la fragmentación parlamentaria y la corrupción, hace a uno esperar una bajada de puntuación en esta categoría en el último año. Sin embargo, se mantiene constante desde 2014. Ello se entiende mejor sabiendo que en esta categoría se incluyen ítems como la preponderancia del legislativo sobre los otros poderes, los pesos y contrapesos entre poderes, la rendición de cuentas frente al electorado entre elecciones, transparencia, corrupción o efectividad de la Administración, materias todas en las que sabemos España tiene amplio margen de mejora, pero en los que no tengo muy claro que el balance sea cero desde 2014. Por no hablar de la dificultad para tratar la corrupción a estos efectos: cuando los casos llegan a los tribunales ya son pasados y precisamente su publicidad son un buen signo, frente al silencio y la omertá previas.

Además, tres ítems de la categoría se basan en encuestas: percepción que tienen los ciudadanos de tener el control sobre su vida, confianza en el gobierno y confianza en los partidos políticos. Recordemos que, según muestran los barómetros del CIS, quienes confiaban poco o nada en el gobierno aumentaron de forma importante entre 2007 (cuando un 48% desconfiaba del gobierno) y octubre de 2010 (cuando desconfiaba el 72.5%); y la desconfianza en los partidos subió más de 10 puntos en esos años. Sabiendo todo esto, ¿cómo pudo darse por mejorado el funcionamiento del gobierno en 2008 y 2010? Escapa totalmente a mi entendimiento.

  1. Participación

Esta es la única categoría en que vemos mejoría a lo largo de la serie. Aquí se tienen en cuenta algunos aspectos en que sobresalimos, como la participación electoral (por poco, pero superamos el 70% de media que da la máxima puntuación), el porcentaje de mujeres en el parlamento (más que duplicamos el 20% que otorga la máxima puntuación), la disposición a participar en manifestaciones y el grado de alfabetización. La mejora lograda podría atribuirse en parte al aumento del interés por la política de nuestros ciudadanos entre 2008 y 2016, así como su seguimiento de la política a través de los medios.

¿En qué ítems de esta categoría fallamos? En mi opinión, claramente en la falta de promoción de la participación política desde las autoridades, empezando por el sistema educativo y siguiendo por la ausencia total de llamadas a la militancia y afiliación. Esto se refleja en la bajísima asociación política de nuestros ciudadanos, sea en partidos o en fundaciones excepcionales, en todos los sentidos, como la que publica este blog. Y, sin participación, sin rendición de cuentas, los peores encuentran fácil su vía hacia la cúspide política. En una democracia no vale por tanto con desconfiar de los políticos: nos toca asumir la responsabilidad y tomar las riendas.

En conclusión: sin duda, son muchos los aspectos democráticos en que España puede mejorar. En todo caso, conviene no obsesionarse con un indicador opaco y que, como intuyo y he intentado mostrar, peca de importantes sesgos e imprecisiones que, de todos modos, no podemos contrastar. Y que tiene otro defecto: las puntuaciones del pasado quedan fijadas y, por tanto, sus juicios están siempre privados de la perspectiva que da el tiempo. Además, vemos que nos penaliza en varios puntos tener una ciudadanía exigente, que percibe la gran distancia entre el ideal democrático y la realidad. La pena es que tanta crítica y el aumento del interés por la política no hayan permitido -aún- generar la masa crítica de participación, rendición de cuentas y cultura de cooperación que hagan que la participación política deje de ser una máquina de frustrar y triturar a sus mejores ciudadanos. Para lograrlo, tienen cerca una vía: apoyen a Hay Derecho.

El abrazo: sobre la Ley de Memoria Democrática

El abrazo pintado por Juan Genovés expresa el sentido profundo de nuestra Transición: la reconciliación de las dos Españas con la reunión de los españoles en un proyecto de construcción democrática que terminó plasmándose en la aprobación de la Constitución de 1978 como una Constitución de consenso.

Pues bien, la Ley de Amnistía aprobada en 1977, unos meses después de que se celebraran las primeras elecciones democráticas, contempló la amnistía por todos los “actos con intencionalidad política” con independencia del resultado. Salieron de las cárceles presos políticos (entonces sí los había), pero también terroristas con delitos de sangre -algunos cometidos después de la muerte de Franco-, y se renunció a juzgar a torturadores franquistas y a perseguir crímenes de la Guerra Civil, de uno u otro bando. Esta ley venía a ser así la traducción jurídica de ese abrazo, expresión de esa reconciliación nacional.

No fue un trágala ni una ley de punto y final que sirviera a los dirigentes de una dictadura para auto-indultarse. La misma se entendió como “el presupuesto ético-político de la democracia, de aquella democracia a la que aspiramos, que por ser auténtica no mira hacia atrás, sino que, fervientemente, quiere superar y trascender las divisiones que nos separaron y enfrentaron en el pasado” (Arias-Salgado, UCD). Tanto es así que esta ley fue impulsada por la oposición, y muy en particular por el Partido Comunista. Como expresó su portavoz en el Congreso, Marcelino Camacho: “Nosotros considerábamos que la pieza capital de esta política de reconciliación nacional tenía que ser la amnistía. ¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los ‘unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?”.

Ahora, casi cincuenta años después de que se produjera aquel encomiable acto de reconciliación, el acuerdo alcanzado entre PSOE y Podemos para introducir una enmienda en la Ley de memoria democrática quiere abrir la puerta a procesos penales para indagar sobre los crímenes que en su día se produjeron. Desde la perspectiva jurídica, esta enmienda, de llegar a aprobarse, tendría un recorrido muy corto. Por un lado, porque la mayoría de los potenciales criminales a juzgar han fallecido. Y, por otro, porque, como ha declarado el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, más allá de lo que disponga el Derecho internacional, la Constitución reconoce y ampara el principio de legalidad, que exige que una conducta para ser castigada fuera delito en el momento de su comisión (algo que no ocurría con los crímenes contra la humanidad durante el franquismo), y prohíbe su retroactividad. Además, se entiende que operaría la prescripción de los delitos por el transcurso del tiempo después de tantos años. Todo lo cual hace que, en la actualidad, no puedan juzgarse tales hechos en nuestro ordenamiento. El propio Ministro Bolaños lo reconocido públicamente: se trata de una medida sin eficacia práctica.

Entonces, ¿para qué se propone? Parece que por su simbolismo. Lo que ocurre es que, a mi entender, lo que esta enmienda pretende simbolizar es precisamente lo contrario de lo que sostienen los que la promueven. Esta medida se quiere presentar como un avance democrático cuando, en mi humilde opinión, no es más que un intento de seguir polarizando nuestro debate público, intoxicándolo, para evitar así que la opinión pública se ocupe de los problemas reales. Porque, ¿qué ganamos como democracia rescatando odios y brechas que nuestros abuelos cerraron? ¿Qué justicia hay en juzgar a personas que, a pesar de su pasado, ayudaron a levantar nuestra democracia? Se trata, en realidad, de una medida en la línea política de algunos de los socios del actual Gobierno cuyo objetivo declarado es erosionar los fundamentos del que bautizaron como “régimen del 78”.

Puedo comprender que se adopten políticas para “resignificar” espacios icónicos del franquismo como el Valle de los Caídos y considero que hemos tardado demasiado en afrontar la recuperación de las personas asesinadas durante la guerra y el franquismo que no recibieron digna sepultura. Hay por tanto espacio de mejora. Ahora bien, creo sinceramente que no hay mejor memoria democrática que el orgullo colectivo por la extrema generosidad que mostró la sociedad en la Transición para lograr esa reconciliación nacional que permitió construir nuestra actual democracia. Cualquier proceso de transición tiene imperfecciones e impurezas, nadie lo niega. Pero prefiero quedarme con los grandes logros de nuestra Transición y contribuir a construir un mito edificante que nos sirva a las generaciones sucesivas para avanzar en esos ideales de conciliación democrática.

Club de Debate con Víctor Lapuente

El 16 de noviembre celebramos el segundo Club de Debate de la Fundación.

Este es un espacio reservado para Amigos de la Fundación. Sin embargo, en esta ocasión hemos querido abrirlo a la participación de todos nuestros seguidores. Con este formato diferente queremos animar a la intervención de los asistentes y generar un fructífero debate con el ponente. 

Contamos con Víctor Lapuente para debatir sobre su último libro “Decálogo del buen ciudadano: Cómo ser mejores personas en un mundo narcisista”. El escritor y profesor de Ciencia Política en la Universidad de Gotemburgo. Este es un encuentro cercano en el que charlamos sobre las ideas principales de su libro, cómo ser un mejor ciudadano y cómo abordar los retos de la sociedad actual.

Celebraremos más encuentros como este para debatir con personalidades de la política y la cultura.

Si estas interesado en que se puedan seguir celebrando este tipo de eventos y podamos seguir avanzando en la mejora de nuestra democracia, colabora con nosotros de diversas formas:

 

Polarización política y redes sociales

Las librerías españolas se han llenado en los últimos meses de libros sobre el proceso de polarización en que se encuentra inmersa la política y la sociedad en las democracias liberales, muy en particular en Estados Unidos y en Europa. Thomas Friedman acuñó el pasado mes de septiembre el término de “virus de tribalismo” para describir la infección de “división y tribalismo” que sufren la mayoría de las democracias occidentales.

Los análisis son bastante coincidentes y certeros. Por destacar alguno, “Why we´re so polarized” de Ezra Klein, detalla la evolución de la política norteamericana, y de los partidos demócrata y republicano en los últimos 20 años, hasta convertirse en dos bloques irreconciliables. El libro muestra una política en la que se ha perdido el espíritu de colaboración y cualquier atisbo de respeto por las reglas no escritas que permitían el desarrollo con éxito de una democracia liberal. El análisis es certero, pero las soluciones propuestas dejan una amarga sensación de desesperanza por su falta de convicción y escasa operatividad.

Para buscar soluciones conviene recordar el diagnóstico de Jonathan Haidt, al que ya habíamos mencionado en alguna ocasión en este blog. Haidt fue de los primeros en identificar el problema en su libro “La mente de los justos” mostrando una realidad que conviene no olvidar: el problema reside en nosotros mismos. Nuestro cerebro está diseñado para reaccionar positivamente a la polarización, entendida como una tribalización de la sociedad y la política. Estamos diseñados para una justicia grupal, para sentir la necesidad de integrarnos en una tribu, sentirnos aceptados por la tribu y sentir que aportamos a la cohesión y al éxito de la tribu. Los experimentos que recoge Ezra Klein en su libro muestran hasta qué punto, incluso en las cosas más nimias, los seres humanos, establecen “tribus o equipos” y favorecen y defienden de forma irracional los intereses de su tribu: defender a los nuestros antes que defender la verdad. Esta realidad es la base del éxito del nacionalismo, el movimiento woke, y de todas las religiones civiles que proliferan en nuestros días, socavando las bases de la democracia liberal. Todos son movimientos que explotan el espíritu tribal del ser humano. Obviamente esto tiene una explicación en la evolución humana: la tribu y el espíritu de cooperación y defensa de la tribu ha sido la base de la supervivencia y el éxito de la especia humana, y ese modelo ha sido privilegiado por la evolución. Nada de eso ha cambiado en nuestros días.

El problema es que este diseño de nuestra mente no es demasiado compatible con el modelo de democracia liberal. Preservar la democracia liberal exige poner coto al sesgo humano que privilegia las tribus frente al bien común que abarca la diversidad de “tribus” que componen cualquier sociedad. Y eso no es sencillo.

Asumir esto es empezar a poner las bases de una solución al problema. Ignorarlo es caminar hacia el fracaso. La pregunta interesante no, es por tanto, por qué sucede la polarización en la política actual, sino por qué se ha agravado la situación en los últimos 10 años. Es interesante observar que en los momentos de la historia en que se ha producido un alto grado de polarización en la vida política resulta sencillo identificar el aspecto sobre el que la sociedad estaba polarizada: podía ser la guerra de Irak, o algún aspecto ligado a derechos y libertades (sufragio, aborto, divorcio…). Lo singular de nuestro tiempo es que no es sencillo identificar lo que nos está llevando al actual grado de polarización. Hagan la pregunta a cualquiera de los más exaltados y le sorprenderá la diversidad de respuestas. Lo singular, por tanto, es que tiene que haber otro factor desencadenante.

Muchos identifican las redes sociales como ese factor desencadenante. Y todo apunta a que son en gran parte responsables. Haidt señala dos hechos en los años 2009 y 2012: cuando Facebook incorpora el botón “Me gusta” y Twitter incorpora la funcionalidad de “retuit”. A partir de ahí la espiral ha sido imparable. Podríamos pensar que antes el mundo virtual de las redes sociales, y el mundo real, aún mantenían cierta ligazón en aspectos de principios y comportamiento. A partir de esos años esa relación se empieza a perder: a partir de los años 2012-2013, cualquier creencia o moral puede desarrollarse en una comunidad, alejada completamente de la realidad. Podemos hablar del florecimiento de las innumerables teorías de conspiración, o de la deriva de la cultura woke hacia la destrucción de cualquier institución en la que penetra, especialmente en el ámbito universitario.  Las recientes declaraciones de Frances Haugen, ex empleada de Facebook, corroborando que los algoritmos de las redes sociales privilegian los extremos porque atraen más usuarios y más tiempo de interacción, no ha hecho sino expresar en voz alta lo que parecía obvio. En términos de negocio, explotar el sesgo tribalista de los seres humanos es el camino más sencillo para lograr la interacción y el éxito en las redes sociales. Los algoritmos no han hecho sino descubrir y explotar una de las debilidades de la mente humana, y lo han hecho realmente bien.

Parar y cambiar esta situación no es sencillo. Con una perspectiva voluntarista en los últimos meses se habla del control y moderación de los contenidos que incitan al odio como parte de la solución. Yo soy escéptico sobre esta solución por la escasa operatividad de las propuestas. Pensemos en la situación de algo relativamente más sencillo, como es el delito de odio en España. Algo tipificado en el código penal siempre despierta recelos según el bando al que afecte: ¿incluir en una canción una arenga para que asesinen a alguien es delito de odio o libertad de expresión? ¿y el homenaje a un terrorista? Según la tribu la respuesta será diferente. Y estamos hablando de un delito. Imaginen algo con una tipificación mucho más ambigua. Tampoco hay que imaginar mucho, podemos observar el comportamiento de las redes sociales cuando tienen que bloquear una cuenta por incumplir las normas de comportamiento, y los debates que ello suscita. ¿Vamos a encontrar ahí la solución? Parece muy voluntarista y poco efectivo.

Y sin embargo precisamos una solución. El mundo de la publicidad y el marketing hace mucho tiempo que descubrió sesgos de la mente humana que le permitía vender más y mejor. Muchos de ellos se utilizan en las campañas publicitarias, pero algunos son considerados poco éticos, y no se permite o se acepta su uso. Eso nos evita tener nuestras pantallas llenas de campañas basadas en reclamos sexuales o gastronómicos. Las prevenciones en el mundo del marketing y la publicidad son igualmente necesarias en el ámbito de la política, muy en particular de las redes sociales.

Haidt incide en dos propuestas no muy complejas:

  1. Primero, impulsar reformas en el funcionamiento de los parlamentos que obliguen a la colaboración y penalicen el bloqueo. Podemos pensar en reformas en aspectos como la elección del presidente del gobierno, en las reglas para la aprobación de presupuestos, y en las implicaciones que pudieran tener para todos los partidos el no alcanzar acuerdos. Imaginen, por ejemplo, que no lograr acuerdos en presupuestos o en la elección del gobierno conlleve la convocatoria de elecciones, pero que, si esta situación se repite, los candidatos implicados no pueden volver a presentarse. Pueden pensarse muchos otros incentivos o penalizaciones, lo que es imprescindible es romper la dinámica de bloques, incompatible con el saludable funcionamiento de la democracia liberal.
  2. E igualmente importante, regular las redes sociales. Para que sea algo sencillo Haidt propone la obligación de incorporar 2 filtros:
    • uno permitiría filtrar a aquellos perfiles que no muestren una mínima capacidad de aceptar matices; si el mundo solo es blanco o negro es un mundo imposible de gestionar.
    • el segundo filtro permite establecer un nivel máximo de agresividad.

Con la tecnología actual los dos filtros, que estarían a disposición de cualquier usuario, no son sencillos, pero sí factibles, y desde luego más sencillos que la moderación de contenidos, que se muestra como una labor realmente compleja. Los dos filtros restarían poder a los extremos, siempre los más activos y ruidosos en las redes sociales.

Es un comienzo. Podemos disentir, pero lo que deberíamos tener claro es que la salvación de las democracias liberales empieza por introducir mecanismos en las redes sociales que controlen la espiral de polarización a la que nos abocan irremediablemente.

Las guerras de nuestros antepasados: reproducción de tribuna en el Mundo de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

Más allá de los resultados electorales, la impresión que deja la campaña electoral en la Comunidad de Madrid no puede ser más demoledora. De las llamadas al reagrupamiento antifascista de Pablo Iglesias a los eslóganes reduccionistas o/y malintencionados utilizados por los partidos de la derecha, pasando por las amenazas de muerte a algunos candidatos (con sus correspondientes escenificaciones públicas), todo deja una impresión de espectáculo muy antiguo, un poco disparatado, de una enorme frivolidad y, sobre todo, agotador para cualquier ciudadano con un mínimo sentido crítico. No es de extrañar que la valoración de los políticos y los partidos políticos siga descendiendo en los sucesivos barómetros y encuestas que se publican en nuestro país, constatando una desafección hacia la clase política no por merecida menos preocupante.

Parece que los líderes políticos se han convertido en auténticos personajes de cómic: héroes o villanos, símbolos del bien o del mal absoluto, sin matices, en un escenario cada vez más polarizado en el que (con honrosas excepciones) parecen moverse muy a gusto. Y es que está claro que interpretar un papel tan unidimensional tiene sus ventajas; no hay que complicarse demasiado la vida, los argumentarios se pueden utilizar con desparpajo y, sobre todo, la rendición de cuentas desaparece por completo.

Cuando el auditorio está formado por fans movilizados, sobre todo, por el odio al adversario político, está dispuesto a perdonarlo todo; lo de menos son los resultados de la gestión del político que se somete al escrutinio. En ese sentido, lo ocurrido con Díaz Ayuso, convertida en el símbolo del antisanchismo con un estilo personal que recuerda mucho al de Esperanza Aguirre, es paradigmático. Dan igual los hechos, las cifras, la gestión de la pandemia o/y de la crisis económica o lo que diga en un momento dado: lo que importa es si estás con ella o contra ella.  La evaluación de su gestión dependerá únicamente de eso, es decir, de un componente emotivo o visceral que es, por definición, alérgico a la racionalidad de los datos.

A cambio, eso sí, nuestros líderes tienen la obligación de prodigarse en todos los medios de comunicación para proporcionar un espectáculo permanente a los ciudadanos, no vaya a ser que se aburran y cierren el tebeo. Y cuando esto sucede es difícil que se hable de políticas públicas o de proyectos concretos: resultan demasiado complejos, demasiado largos y no son fáciles de condensar en un tuit.

Mientras tanto, en la realidad siguen pasando cosas importantes que exigirían, más que nunca, esas políticas públicas y esas propuestas concretas. Pero en nuestras campañas electorales resulta que es más fácil oír hablar de la guerra civil ocurrida hace más de 80 años que de los trabajos que se están perdiendo a ojos vista por la imparable digitalización o por la implacable pandemia.  Como muestra, tenemos los empleos que se van a perder en la banca tras la fusión de CaixaBank y Bankia: unos 13.000. En el mundo de mañana, que ya esta aquí, sencillamente este tipo de trabajos no son necesarios. Y no es fácil sustituirlos por otros nuevos y menos en un corto espacio de tiempo. Lo que ha ocurrido en la banca va a ocurrir en otros muchos sectores en breve. Sin embargo, esta cuestión crucial para muchos ciudadanos no parece merecer la mínima atención dentro o fuera de la campaña electoral. Lo mismo cabe decir de las pérdidas de empleo derivadas de la pandemia en muchos sectores.

Vivimos anestesiados frente a problemas y retos acuciantes, enfrascados como estamos en las guerras de nuestros antepasados agitadas como espantajos por líderes demagogos frívolos y profundamente irresponsables. Porque, como hemos dicho, la irresponsabilidad y la falta de rendición de cuentas que son dos caras de la misma moneda son una consecuencia directa de la polarización, fomentada además de arriba abajo. Pero la rendición de cuentas es uno de los fundamentos básicos de la democracia, en la medida en que facilita la alternancia en el poder que le es consustancial. Prescindir de ella puede cuestionar, por tanto, la esencia misma de la democracia. Y sólo es posible en un ámbito de polarización extrema. Por eso es muy preocupante advertir cómo ha aumentado el nivel de polarización entre los ciudadanos españoles en general y entre los madrileños en particular. Algo tendrá que ver con el estilo de nuestros líderes y con las características de la campaña electoral que hemos padecido.

Quiero creer que con esta campaña electoral madrileña hemos tocado fondo, y que realmente el hartazgo que sentimos muchos ante esta forma de hacer política, o mejor dicho, de no hacer política dará paso a un escenario más sosegado donde podamos debatir sobre algo más que levantamientos antifascistas o comunismos periclitados. Urge que los partidos tradicionales recuperen la centralidad que han perdido por seguir la estela de los partidos más radicales a su izquierda y a su derecha, pero sobre todo que recuperen la responsabilidad. No en vano son partidos que gobiernan y que saben que es mucho más fácil destruir que construir consensos, denunciar que proponer, predicar que dar trigo. Pero sobre todo es esencial que recuperen la responsabilidad y esa responsabilidad es inseparable de la rendición de cuentas y, por tanto, de la “desinflamación”, valga la expresión, de nuestra vida pública.

Puede ser que la polarización ayude a ganar elecciones, pero ciertamente a lo que no ayuda es a gobernar con unas mínimas garantías de existo. Y si suponemos que alcanzar el poder no es un fin en si mismo, sino un medio para realizar un proyecto político canalizado a través de determinadas políticas con la finalidad de atender a las necesidades de los ciudadanos deberíamos pensar más en el día después.  Porque los retos inmediatos que debemos afrontar tales como la pérdida de empleos tradicionales derivados de la digitalización o la recuperación tras la pandemia van a exigir muchas reformas que no será fácil implantar sin el necesario consenso sobre todo si queremos enfrentarnos a ellos con unas mínimas garantías de éxito. Si la polarización hace imposible este escenario, perdemos todos. Ya lo hemos experimentado con la gestión de la pandemia; sería conveniente que hubiéramos aprendido algo de este desastre.

Por último, quizás no deberíamos esperar a que nuestros representantes políticos se bajen por sí solos del carrusel en el que se han subido. Se me ocurre que desde la sociedad civil y sobre todo desde los medios de comunicación podríamos ser bastante más exigentes premiando, además de con nuestros votos, con nuestros “likes” y “retuits” a aquellos políticos más serenos, más responsables, más serios y más centrados (y alguno tenemos) y relegando a los más frívolos, más gritones y más irresponsables. El que la última boutade o provocación se convierta sin excepción en “trending topic” y en objeto del debate público no deja de ser una cámara de amplificación: precisamente eso es lo que buscan y lo que deberíamos negarles.

No hay nada que moleste más a un provocador profesional -que es lo que son bastante de nuestros políticos- que la indiferencia. Es cierto que los seres humanos nos sentimos más atraídos por lo que nos enfada que por lo que nos gusta; las redes sociales y los comunicadores profesionales lo saben bien. Razón de más para no darles el gusto de caer en la trampa.   

 

Una versión previa de este texto puede encontrarse como Tribuna de El Mundo aquí.

El mito de la república

El reciente 90 aniversario de la segunda república española ha puesto de relieve, nuevamente, la enorme vigencia en el imaginario político colectivo en general y en el de los partidos políticos de izquierda en particular del mito de “la república” (en concreto, de la segunda, pues del interesantísimo experimento de la primera nadie parece acordarse).

Como todos los buenos mitos, el de la república española como parangón democrático es refractario a los hechos -que cualquiera con una mínima inquietud por la historia puede conocer gracias a la enorme cantidad de bibliografía nacional y extranjera disponible- y también al paso del tiempo. Al contrario, parece que con el paso del tiempo el mito está cada vez más vivo. Honramos a los hombres y mujeres políticos de la segunda república o les dedicamos calles y homenajes con un entusiasmo que ya agradecerían personajes de nuestra historia más reciente -algunos de ellos todavía vivos- que, además de luchar por la libertad, la justicia y la igualdad, tuvieron bastante más éxito que sus predecesores. Me estoy refiriendo, claro está, a los hombres y mujeres que hicieron posible la Transición Española. Con la reciente excepción de la redenominación del aeropuerto de Madrid-Barajas en honor de Adolfo Suarez, la diferencia me llama mucho la atención.

Quizás el problema es que ninguna democracia real -pasada, presente o futura- puede soportar la comparación con la idea platónica de república construida por estos lares en torno a la segunda república por motivos básicamente políticos. Lo mismo que un amor real, con todas sus imperfecciones, no puede suportar la comparación con un amor platónico. Sin embargo, creo que pocos de nosotros, una vez alcanzada la mayoría de edad, elegiríamos lo segundo sobre lo primero. Y lo cierto es que la democracia construida en 1978 tiene muchas imperfecciones, sin duda, pero tiene también la enorme ventaja de ser real y tangible, de poder ser medida en los “rankings” de calidad democrática (en los que España es una democracia completa, una “full democracy”) y de haber perdurado hasta hoy y esperemos que por mucho más tiempo. No tengo ninguna duda de que muchos de los constructores de la segunda república envidiarían y admirarían esta historia de éxito construida con el talento, la generosidad y el esfuerzo de las siguientes generaciones.

Por tanto, quizás deberíamos madurar un poco como ciudadanos y ser más conscientes de la democracia real que disfrutamos y de nuestra obligación de conservarla y mejorarla para las siguientes generaciones. Para empezar, podríamos abandonar la maniquea contraposición entre república (buena) y monarquía (mala) instalada en el imaginario nacionalista y en parte de la izquierda española que no responde a la evidencia empírica que manejan desde organizaciones como Freedom House al Instituto de la calidad del gobierno de la Universidad de Gotemburgo en Suecia y que colocan sistemáticamente a las monarquías nórdicas entre los países con mayor libertad y democracia. Y es que en una democracia moderna la forma de la jefatura de Estado determina poco la mucha o poca calidad democrática de un país, en la medida en que lo esencial son las instituciones democráticas, los contrapesos al poder y el Estado de Derecho y no si la Jefatura del Estado es o no electiva. En definitiva, una monarquía puede ser tremendamente despótica, como en Arabia Saudí, o ser un modelo de democracia, como en Noruega. Exactamente lo mismo que una república; repúblicas son tanto Alemania como Corea del Norte.

Pero lo más importante es que nos comprometamos todos, empezando por los políticos y terminando por los ciudadanos de a pie, con nuestra actual imperfecta democracia porque es la única que tenemos y porque, nos como demuestra la historia, cualquier democracia puede desaparecer. Esto no quiere decir que no sea criticable, reformable o mejorable; lo es y mucho, pero lo que no es sensato es compararla o medirla en relación a algo que nunca existió y que nunca existirá, al menos mientras las democracias las construyan hombres y mujeres de carne y hueso. Dejémonos de mitos infantiles y pongamos manos a la obra.

 

Una versión previa de este texto puede leerse en Crónica Global

Pablo Iglesias y la democracia imperfecta

Una versión previa de este texto puede leerse en Crónica Global

Las últimas (por ahora) incendiarias declaraciones del Vicepresidente Segundo del Gobierno de España se refieren a la defectuosa calidad de la democracia en España, en línea con las críticas que se suelen hacer desde el independentismo catalán o vasco, en la que se equipara a España con Turquía, Marruecos o cualquier otro país no precisamente conocido por su impecable trayectoria democrática.

El vicepresidente segundo es, como buen populista, alérgico a la evidencia empírica que contradiga sus intuiciones o sus intuiciones. Pero la evidencia disponible sitúa a España como una de las pocas democracias plenas del mundo, si bien es cierto que, en el reciente índice de la prestigiosa revista “The Economist”, España desciende del puesto 18 al 22, aunque manteniendo una nota bastante similar a la de otros años (8,12 puntos sobre 10). En otros índices similares la posición suele ser similar.

Para hacerse una idea, Noruega que es la mejor democracia del mundo según esta clasificación, tiene un 9,81 sobre 10 y los países con menos de 8 puntos son considerados democracias imperfectas o no plenas, estando entre ellas Estados Unidos, Italia o Francia. En cuanto a Turquía o Marruecos, son considerados regímenes híbridos, es decir, ni siquiera democracias imperfectas.  Dicho de otra forma, para The Economist y para otros índices internacionales, Franquistán o Españistán se parece mucho, en cuanto a calidad democrática, a Alemania y al Reino Unido.

Dicho lo anterior, se puede coincidir con el Vicepresidente en algo: la democracia en España puede y debe mejorar. Entre otras cosas, porque una democracia perfecta no existe; ni siquiera Noruega lo es. Como tantas otras cosas, la democracia representativa liberal es un ideal aspiracional; la realidad siempre se queda por debajo. Pero lo importante, para los políticos y para los ciudadanos, es la voluntad de acercarse lo más posible a ese modelo ideal. Y, sinceramente, si atendemos a los hechos y no a las palabras -algo que recomiendo vivamente-, ni los separatistas ni el vicepresidente Iglesias parecen estar muy empeñados en mejorar la calidad democrática española, más bien al contrario.

Empecemos por lo obvio: el respeto al Estado de Derecho y a la ley, que en una democracia no es un capricho del líder supremo o del caudillo de turno, sino expresión de la voluntad general encarnada en el Parlamento en el que reside la soberanía popular. Cuando los líderes independentistas un día sí y otro también manifiestan su desprecio por la ley y su convencimiento de estar por encima de ella están encarnando el populismo iliberal propio de Kaczyński en Polonia o de Orban en Hungría. Cuando alientan teorías conspiratorias y denuncian como “fake news” cualquier información que no les gusta, están emulando a Trump. Cuando intentan acabar con la separación de poderes, hacen lo mismo que Bolsonaro. Cuando acaban o pretenden acabar con la neutralidad institucional y controlar los medios de comunicación, se diferencian bien poco de Erdogan. Y podríamos seguir y seguir.

Por eso me temo que las declaraciones incendiarias de Pablo Iglesias sobre presos políticos o sobre mala calidad de la democracia española no son el producto de un cálculo electoral, como ha sugerido piadosamente alguna Ministra, sino que son el producto de una visión profundamente iliberal de la democracia, tampoco tan sorprendente desde su posición ideológica. Es una visión en la que el fin justifica los medios y en la que se pretende que la sociedad plural actualmente existente se amolde, utilizando todas las herramientas que sea preciso, a una ideal república en la que solo haya una forma de ser catalán o español, o polaco, o húngaro o americano aceptable. Una auténtica amenaza para los que defendemos una sociedad abierta, plural, inclusiva y la convivencia fructífera de todas nuestras identidades.

Por eso, para los que si estamos interesados de verdad en mejorar la calidad de la democracia española el camino es muy distinto. Pasa por la crítica de lo que funciona mal, faltaría más, ya se trate de la corrupción en la financiación de los partidos políticos o de los problemas de la libertad de expresión o de la politización de la Justicia o de las instituciones. Pero sobre todo pasa porque la crítica sea coherente, sea responsable, sea ética y sea constructiva. En definitiva, necesitamos políticos que de verdad quieran subir de nuestra nota actual de 8, 12 a la más alta posible. Sinceramente, no parece que ni el vicepresidente ni los líderes independentistas tengan el menor interés en ello.

Propuesta de Más Democracia para renovar el Consejo General del Poder Judicial sin atentar contra la división de poderes

La noción de separación de poderes, heredera contemporánea de la idea de gobierno mixto de la tradición republicana, ha sido una de las preocupaciones centrales del constitucionalismo desde sus orígenes en las revoluciones atlánticas de finales del siglo XVIII. Con el propósito de conjurar problemas como el abuso de poder o la tiranía de la mayoría, el diseño constitucional debe procurar un equilibrio institucional, articulado a partir de dispositivos de frenos y contrapesos (checks and balances), que limiten y distribuyan el poder entre los distintos órganos estatales y que permita la fiscalización y el control recíproco. Todo ello generará una virtuosa estructura de incentivos orientada a evitar la concentración del poder y la arbitrariedad en su ejercicio, con el fin último de garantizar a los ciudadanos el disfrute de los derechos y libertades que les pertenecen.

El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) es el órgano que en nuestro sistema constitucional ostenta el gobierno del poder judicial (artículo 122.2 CE), uno de los tres poderes en los que se divide el Estado español. Se trata de un órgano cuya función esencial es la de proteger y reforzar la independencia de jueces y magistrados en el ejercicio de su función jurisdiccional. En este punto, la Constitución Española optó, siguiendo la estela de otras constituciones europeas como la italiana, por un modelo de gobierno del poder judicial residenciado en un órgano colegiado independiente del poder político y, por tanto, no atribuido a un Ministerio de Justicia perteneciente al poder ejecutivo.

Para cumplir esa función, el CGPJ ostenta una serie de competencias entre las que se encuentra la de decidir los ascensos dentro de la carrera judicial o los nombramientos de los presidentes de Sala y magistrados del Tribunal Supremo, así como los presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas y de la Audiencia Nacional. Además, la Constitución también encomienda a este órgano la designación de dos de los doce magistrados que componen el Tribunal Constitucional (artículo 159.1 CE). Es fácil comprender, pues, la importancia sistémica del CGPJ en el entramado institucional español.

La forma de proceder a la hora de elegir a los miembros del CGPJ ha sido, con diferencia, su aspecto más controvertido. El artículo 122.3 de la Constitución española de 1978 establece dos tipos de integrantes: ocho juristas de reconocida competencia (vocales no judiciales), de los que cuatro son elegidos por mayoría de tres quintos por el Congreso de los Diputados y otros tantos por idéntica mayoría en el Senado; y doce entre jueces y magistrados (vocales judiciales), en los términos establecidos por la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). Si en los primeros años de democracia estos doce vocales fueron elegidos por los propios componentes del poder judicial, a partir de 1985 se reformó la ley para que fuesen elegidos también a partes iguales por Congreso y Senado, con las mismas mayorías cualificadas que el resto de vocales no judiciales: tres quintos.

En una importante sentencia, el Tribunal Constitucional admitió la constitucionalidad de la reforma, aunque dejó apuntada una premonitoria reflexión sobre los peligros que podía entrañar este sistema de elección: «Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial» (STC 108/1986, de 29 de julio, FJ 13).

Lamentablemente, las sucesivas renovaciones del CGPJ no han hecho sino confirmar los temores del Alto Tribunal sobre la politización del órgano de gobierno del poder judicial: a la hora de seleccionar candidatos, los partidos han primado el criterio de la afinidad sobre el de su reconocida competencia y trayectoria profesionales, con el consiguiente descrédito de la institución. Pero el culmen de la degradación del CGPJ como institución se está alcanzando en fechas recientes. Primero, con el desleal bloqueo en la renovación de sus vocales. Y segundo, con la aciaga respuesta en forma de propuesta de reforma legal para, entre otras cosas, reducir a la absoluta la mayoría necesaria para elegir a los doce vocales de origen judicial.

Poco tiene de “constitucionalista” incumplir el mandato constitucional de renovar en tiempo y forma los órganos constitucionales; menos aún si el motivo del bloqueo obedece al objetivo de mantener en ellos a personas por sus vínculos o afinidad partidista. Tampoco tiene nada de “regenerador” cambiar las leyes para reducir las mayorías parlamentarias necesarias para renovar órganos constitucionales y, con ello, abrir la posibilidad a que una mayoría política coyuntural tenga la tentación de controlar instancias que, por definición, deben ser independientes.

Por todo lo anterior, desde Más Democracia hemos planteado una propuesta de reforma de la LOPJ de naturaleza provisional (sunset law), para cambiar el método de renovación de los doce vocales de origen judicial del CGPJ (puede leerse aquí). Con ella, pretendemos propiciar su renovación tratando de satisfacer varios objetivos: evitar la profundización en su politización por parte de los partidos; fomentar la rendición de cuentas de quienes van a formar parte del órgano y garantizar su control por parte de los representantes del pueblo español; y, en fin, impedir la intromisión de otros poderes del Estado en la actuación de un órgano que debe velar por la independencia de jueces y magistrados y que, por tanto, debe actuar igualmente con independencia de criterio.

El procedimiento que proponemos sería el siguiente:

  1. Establecimiento de un conjunto de requisitos que permita a jueces y magistrados postularse como candidatos a vocales del CGPJ, pudiendo presentarse en un plazo de 15 días.
  2. Constitución de una Comisión técnica de 5 miembros, con participación de las asociaciones de jueces, universidades y colegios de abogados, que se encargue de revisar el currículum de los candidatos y pueda hacer entrevistas psico-técnicas de selección. De la elección de los miembros de la Comisión y del procedimiento se encargaría el Defensor del Pueblo, que es el alto comisionado de las Cortes Generales para la defensa de los derechos y libertades (artículo 54 CE).
  3. La Comisión seleccionaría un total de 10 personas por puesto a ocupar, es decir, un total de 120. En este punto, se deberá garantizar la paridad de género. Un dato bastará para comprender su necesidad: según los datos ofrecidos por el CGPJ, en enero de 2020 las mujeres representaban el 54% de los miembros de la carrera judicial y, sin embargo, su presencia en órganos como el Tribunal Supremo era significativamente inferior: 14 mujeres (18,1%) frente a 61 hombres (79,2%).
  4. Sorteo entre las 120 personas seleccionadas de las que se elegirán 12. El sorteo es una técnica que no es ajena a nuestro ordenamiento jurídico, como demuestra su satisfactoria utilización para elegir a los miembros judiciales de nuestras juntas electorales y a la totalidad de ciudadanos que integran las Mesas electorales en los comicios. Para garantizar la paridad, la selección para cada Cámara deberá moverse entre 4-2, 3-3 o 2-4 personas por género.
  5. Revisión por las comisiones correspondientes del Congreso y del Senado de los currículums de los seleccionados y de su experiencia y capacidad humana y laboral. Realización de entrevistas y debates abiertos con los candidatos por parte de los diputados y senadores (hearing parlamentario). Existiría la posibilidad de veto en las correspondientes comisiones, siempre que tres quintos de los parlamentarios que integran esas comisiones coincidiesen en la falta de idoneidad de alguno de los candidatos. En ese caso, se volvería a realizar un sorteo para proponer a un nuevo candidato/a.
  6. Propuesta de nombramiento definitiva de las 12 personas que hayan superado el hearing parlamentario.
  7. Dado que se trata de una ley con vocación provisional y de carácter experimental, los miembros del CGPJ cesarían al concluir su mandato, no siendo posible su renovación.
  8. Además, debería evaluarse el rendimiento de la ley, con el fin de introducir modificaciones y mejoras de cara a su aprobación definitiva, tal y como ocurre en otros países.

En definitiva, creemos que este método dotará de independencia a los nombramientos, además de asegurar la competencia técnica, humana y organizativa de los seleccionados. En todo caso, y más allá de la propuesta concreta, confiamos en que esta iniciativa y otras que puedan surgir sirvan para elevar la calidad del debate público. Un debate que solo concebimos desde el civismo y la actitud constructiva. Cuidemos nuestra democracia.