La “reformatio in peius” del artículo 324 de la Ley de Enjuciamiento Criminal
Hasta la entrada en vigor de la Ley 41/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías procesales, los procedimientos penales podían tener una duración en la práctica ilimitada. La redacción original del artículo 324 LECrim no establecía la obligación de sometimiento de la fase de instrucción a plazo alguno, únicamente un deber de dación de cuenta mensual a las Audiencias Provinciales (u otros órganos de enjuiciamiento vinculados a los órganos instructores) sobre el estado de la investigación y de las razones que hubieran impedido su conclusión. Era, hasta entonces, la única forma (indirecta) de forzar el impulso de las investigaciones, mediante la necesaria exteriorización de los motivos que se encontraban detrás de la no pronta ultimación de éstas.
Se vislumbraba ya la necesidad de poner coto a la eternización de los procedimientos penales a fin de hacer efectivo el axioma de que todo ciudadano tiene derecho a ser juzgado “dentro de un plazo razonable”. Surgió entonces la que, hasta la fecha, quizás haya sido la reforma legislativa de mayor calado en la historia reciente de nuestro código procesal: la provocada por la modificación del artículo 324 LECrim operada por la citada Ley 41/2015. Dicho precepto reguló por primera vez la duración limitada de la fase de instrucción, con la instauración de un sistema de plazos para todos los procedimientos que se encontraran en tramitación a la fecha de su entrada en vigor, el 6 de diciembre de 2015.
El citado precepto establecía un período máximo para la tramitación de la fase de instrucción de 6 meses, o de 18 meses si (i) dentro de ese primer semestre se solicitaba por las partes o por el Ministerio Fiscal la llamada “declaración de complejidad” en atención a la necesidad de practicar nuevas diligencias para el correcto esclarecimiento de los hechos; (ii) y si así era acordado por el Juzgado de Instrucción correspondiente en dicho plazo. En su párrafo segundo, el artículo 324 LECrim preveía la posibilidad de acordar una prórroga de la fase de instrucción por un plazo adicional de hasta 18 meses, siempre que ésta fuera igualmente solicitada a instancia de parte o del Ministerio Fiscal y posteriormente acordada por el Juez instructor con anterioridad a la expiración de cada una de ellas. Con ello, la fase de instrucción pasaba a ser ilimitada a tener una duración tasada máxima de 36 meses (si bien es cierto que, con carácter excepcionalísimo, el entonces párrafo cuarto preveía la posibilidad de que fuera fijado un ultimo plazo máximo para su finalización).
La expiración de estos plazos máximos de instrucción traía consigo consecuencias jurídicas irreversibles, como la imposibilidad de que se practicara cualquier diligencia de instrucción que no hubiera sido acordada con anterioridad al transcurso de dichos plazos. Ello tenía su más sonada manifestación en los casos en los que la imputación de una persona no había sido posible por no haber sido acordada en tiempo, lo que automáticamente impedía a las acusaciones proseguir con el procedimiento a juicio, pues la toma de declaración de investigado en fase de instrucción es una diligencia de investigación cuya práctica deviene en imprescindible para poder dirigir acusación contra cualquier persona, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 775.1 LECrim.
Para paliar la inactividad judicial ocasionada por la crisis sanitaria mundial del COVID-19, la Ley 2/2020, de 27 de julio, vino a modificar el artículo 324 LECrim en dos puntos esenciales: (i) amplió el plazo inicial de seis a doce meses; (ii) y contempló por primera vez la posibilidad de que se dictaran prórrogas ilimitadas siempre que estuvieran debidamente justificadas (se pasaba así de un sistema de plazo máximo a otro de revisión periódica), siendo de aplicación para los procesos que estuvieren en tramitación a la entrada en vigor de la nueva ley el 29 de julio de 2020, día inicial para el cómputo de los nuevos plazos.
En su Preámbulo, esta Ley hacía expresa mención a los “efectos perniciosos” que había tenido el hecho de haber limitado temporalmente la fase de instrucción con la anterior redacción del precepto “por cuanto puede conducir a la impunidad de la persecución de delitos complejos”. Lo decía así:
“establecer sin más un límite máximo a la duración de la instrucción se ha evidenciado pernicioso por cuanto puede conducir a la impunidad de la persecución de delitos complejos”
Esta Ley 2/2020, de 27 de julio, también incorporó otra serie de mejoras técnicas:
- la desaparición de la distinción entre causas sencillas y complejas;
- la posibilidad de prórroga del plazo de oficio;
- la facultad de prórroga por períodos máximos de seis meses;
- la extensión, al resto de las partes (no solo al Ministerio Fiscal) de la posibilidad de instar la prórroga;
- la desaparición de los supuestos de interrupción de los plazos; y,
- la supresión del régimen específico de recursos sobre esta materia.
Sin embargo, la recientemente anunciada Proposición de Ley sobre una eventual modificación del manoseado artículo 324 LECrim –sería la tercera en nueve años–, supondría la vuelta a la (ya no) denostada redacción de la Ley 41/2015, que establecía una duración limitada y sin prórrogas periódicas para la tramitación de la fase de instrucción.
No hace falta recurrir a alambicados desarrollos argumentales para avistar la “ratio essendi” que puede estar promoviendo este nuevo cambio de redacción. Únicamente hay que remitirse –nuevamente– al ya citado Preámbulo de la Ley 2/2020, de 27 de julio: la búsqueda un “efecto pernicioso” para “conducir a la impunidad de la persecución de delitos complejos”.
Hubo un tiempo en que la (sana) técnica legislativa era la manifestación ex post de un sentir social, no particular, verdadero sustento de la legitimidad de cualquier norma.
Una (más) “reformatio in peius”.
Licenciado en Derecho por la Universidad de Deusto, Máster en Abogacía y Práctica Jurídica de la Escuela de Práctica Jurídica del Ilustre Colegio de Abogados de Vizcaya, Máster en Derecho Penal Económico por la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y Master en Derecho Penal Económico Internacional por la Universidad de Granada. Doctorando en Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid. Abogado del Departamento de Penal Económico de ONTIER.