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La permanencia en funciones del Gobierno

El pasado 23 de julio se celebraron elecciones generales en España. Si bien quedaban todavía unos meses para el término de la Legislatura, el presidente del Gobierno Pedro Sánchez consideró oportuno anticipar la disolución de las cámaras y proceder a la convocatoria de elecciones tras los resultados de las elecciones autonómicas y municipales de 28 de mayo, que alteraron profundamente el mapa del poder territorial.

La celebración de elecciones generales es una de las causas de cese del Gobierno. La más habitual de todas. Pero también se produce este cese por el triunfo de una moción de censura (la única triunfante hasta la fecha, de las seis presentadas, ha sido la de 2018 que llevó a la presidencia del Gobierno al propio Pedro Sánchez), la pérdida de una cuestión de confianza (se han presentado dos, por Adolfo Suárez en 1980 y Felipe González en 1990, y ninguna se ha perdido), la dimisión del presidente del Gobierno (la del presidente Adolfo Suárez en 1981) o su fallecimiento (afortunadamente no se ha producido ninguno).

Cesado el gobierno por cualquiera de estas causas este debe continuar “en funciones” hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno.

Así lo previó el artículo 101 del texto constitucional sin añadir ninguna cuestión adicional al respecto. Cabe señalar que fue un artículo que tuvo una pacífica tramitación parlamentaria y que, de hecho, sufrió muy escasas alteraciones, aunque alguna sí revistió cierta entidad. Nos referimos a la eliminación de la incapacidad del presidente como supuesto de cese (que supuso una clara extralimitación de las funciones de la Comisión Mixta), y a la extensión del mandato de continuidad al conjunto de miembros del órgano gubernamental sin excluir al presidente en los supuestos de dimisión o pérdida de la confianza parlamentaria, como así se establecía inicialmente.

La razón de que el Gobierno se mantenga activo tras su cese, a la espera de la conformación de un nuevo Gobierno, parece clara. Quizá no sea necesario un legislador que se encuentre siempre disponible para aprobar nuevas normas, pero sí se antoja inimaginable que transcurra siquiera un segundo sin Gobierno. Aunque sean momentos y situaciones completamente diferentes, no está de más recordar que ya Locke, en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, al hilo de reflexiones sobre la continuidad del Poder Legislativo, señalaba precisamente esta idea: si bien no es necesario, y ni siquiera conveniente, añadía, que el Poder Legislativo se encuentre siempre en funcionamiento, sí es absolutamente necesario que el Poder Ejecutivo lo esté.

Esto es así evidentemente en circunstancias absolutamente extraordinarias, como la que pudimos vivir, por ejemplo, durante la crisis del COVID-19, pero también en situaciones completamente ordinarias, cuando la labor de los gobiernos sigue siendo indispensable.

El constituyente no limitó las facultades del gobierno en funciones. Simplemente se limitó a prescribir esa permanencia “en funciones” hasta un momento futuro (toma de posesión del nuevo gobierno) que podía dilatarse más o menos en el tiempo. El momento había de llegar, pero no se podía anticipar cuando lo haría: certus an incertus quando.

Esta ausencia de previsión constitucional sobre el ámbito competencial de un gobierno en este estado llevó a que la doctrina ofreciera distintas interpretaciones sobre el alcance de sus competencias. Hubo que esperar mucho tiempo, casi veinte años, hasta 1997, cuando se aprobó la Ley del Gobierno, en la que sí se prescribieron específicas limitaciones para su actividad a partir de dos ejes.

Por un lado, se establecieron pautas genéricas de actuación mediante conceptos jurídicos indeterminados que acotarían su actuación: despacho ordinario de los asuntos públicos, urgencia o interés general.

Por otro, se señalaron competencias específicas (bien del Gobierno, bien del Presidente) que quedaban en suspenso durante estos períodos de interinidad: se prohibió así expresamente que un presidente “en funciones” propusiera la disolución tanto de las Cortes Generales como de alguna cámara separadamente, la convocatoria de un referéndum consultivo o planteara la cuestión de confianza; junto a ello se prohibió igualmente, en este caso al Gobierno “en funciones”, la aprobación del proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado, la presentación de proyectos de ley al Congreso de los Diputados o al Senado; y, asimismo, el ejercicio de delegaciones legislativas, esto último únicamente para el caso de que el cese del Gobierno se hubiera debido a la celebración de elecciones generales (única limitación asociada a un concreto supuesto de cese).

Si bien la limitación de la presentación de proyectos de ley puede ser suplida por la iniciativa de otros sujetos legitimados (incluido el grupo parlamentario que sostiene al gobierno), en el caso de los Presupuestos se bloquea totalmente la tramitación, como así está sucediendo en el momento actual. Y ello puede ser en algunos momentos problemático, al poder derivar en el incumplimiento de las exigencias que en esta materia provienen de la Unión Europea respecto del seguimiento y evaluación de los proyectos de planes presupuestarios y el establecimiento de un calendario presupuestario común, exigencias que pueden terminar por no poder cumplirse en estos períodos. Esto provocó la reforma en 2016 de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Estabilidad Financiera, con el objetivo de revisar los objetivos de estabilidad presupuestaria y deuda pública para adaptarlos a las decisiones del Consejo de la Unión Europea. A partir de la reforma, si como consecuencia de una decisión de la Unión Europea pudiera resultar necesaria la revisión de los objetivos ya fijados, y el Gobierno se encontrara en esta situación de interinidad, se habilita que puedan establecerse, aunque sin incluir el límite de gasto no financiero del Presupuesto.

Estos períodos de permanencia en funciones de los Gobiernos tras su cese, no habían planteado, en general, problemas destacados hasta épocas recientes. En particular, porque eran períodos habitualmente breves. Hasta 2015/2016 la media era de apenas unos cuarenta días, y con transiciones bastante pacíficas. Si bien es cierto que siempre había alguna decisión concreta que podía ser criticada por el gobierno entrante, en general eran bastante poco polémicas.

Esto cambió tras las elecciones generales de 2015, siendo presidente Mariano Rajoy, cuando se pasó de un bipartidismo imperfecto, abisagrado con partidos nacionalistas, a un “multipartidismo exasperado” (en la conocida expresión de Elia) que complicó la formación del gobierno y llevó incluso a una repetición de elecciones generales en 2016. La repetición electoral ex art. 99.5 CE estaba hasta entonces inédita, pero volvió a producirse muy poco tiempo después, en 2019.

Más de trescientos días permaneció “en funciones” aquel gobierno, e incluso se negó a someterse al control parlamentario, derivando la situación en un conflicto de atribuciones Congreso-Gobierno, resuelto por el Tribunal Constitucional mediante la STC 124/2018. El alto tribunal falló, como no podía ser de otra forma, que el criterio del Gobierno de no someterse a control parlamentario vulneraba el art. 66.2 CE, donde se establece con carácter general que “Las Cortes Generales (…) controlan la acción del Gobierno”. El que está “en funciones” tras su cese es el Gobierno, no el Parlamento.

En cualquier caso, han sido muchas las decisiones tomadas por gobiernos “en funciones” que han sido recurridas a los tribunales a lo largo de estos años. Pero muy pocas han conectado ese recurso con su limitación competencial, alegando que excedían el ámbito de actuación dibujado con los conceptos jurídicos indeterminados antes apuntados.

Ha ocurrido así, por ejemplo, con relación a la concesión de extradiciones, denegación de peticiones de indulto, acuerdos de exclusión del trámite de evaluación de impacto ambiental para determinados proyectos, aprobación de normas reglamentarias sobre muy diferentes cuestiones (dopaje, metrología, por citar alguna), aprobación o revisión de planes hidrológicos o de la red de parques nacionales, asignación de destinos de personal, imposición de sanciones disciplinarias, etc.

Sólo en una ocasión (Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de septiembre de 2005, Sección 6ª de la Sala 3ª) se ha llegado a anular una decisión tomada por un Gobierno “en funciones” (concesión de una extradición) por extralimitarse en su ámbito de actuación en tal condición; y, no obstante, el Tribunal se apartó tempranamente de esta interpretación más restrictiva (al hilo de la denegación de un indulto) en una segunda sentencia muy cercana a la primera (Sentencia de 2 de diciembre de 2005, Sala 3ª).

La doctrina establecida por la jurisprudencia del Tribunal Supremo respecto del Gobierno “en funciones” puede resumirse de la siguiente forma: no puede tomar decisiones que impliquen nuevas orientaciones políticas ni condicionar, comprometer o impedir las orientaciones que el nuevo Gobierno quiera fijar.

Este análisis habrá de hacerse caso por caso, teniendo en cuenta las circunstancias concretas y el contexto en que se realizan.

La delimitación deriva del hecho de que “el cese priva a este Gobierno de la capacidad de dirección de la política interior y exterior a través de cualquiera de los actos válidos a ese fin” y conduce al necesario análisis casuístico cuando surja controversia sobre si un determinado acto “tiene o no esa idoneidad en función de la decisión de que se trate, de sus consecuencias y de las circunstancias en que se deba tomar”. Ahora bien, la presencia de una motivación o juicio político no provocará per se que una decisión quede extramuros de la gestión ordinaria de los asuntos públicos, ya que “en pocos actos gubernamentales están ausentes las motivaciones políticas o un margen de apreciación”; y, de igual, forma, “trazar la línea divisoria entre despacho ordinario e iniciativas políticas no es siempre fácil”, debiendo hacerse a la vista de las circunstancias específicas de cada caso y su contexto. El Tribunal ha llegado a apuntar incluso en alguna de sus sentencias la diferencia entre prorrogatios formales o materiales, hablando de la constancia política de la continuidad del presidente del Gobierno como otro elemento a tener en cuenta en esa valoración (Sentencias del Tribunal Supremo de 27 de diciembre de 2017 o de 24 de enero de 2018, Sala 3ª). No es lo mismo, por ejemplo, un cese por elecciones generales en las que el partido en el gobierno revalida su mayoría, pudiendo haber obtenido incluso una mayoría absoluta (elecciones generales de 2000 por citar alguna), que otro escenario donde haya sido el partido de la oposición el que haya obtenido esos resultados (elecciones generales de 1982).

También la duración temporal del Gobierno en funciones es un elemento relevante que debe tenerse en consideración; si bien estos periodos de interinidad no suelen ser dilatados, no puede descartarse una prolongada dilación por la imposibilidad de alcanzar las mayorías necesarias, como así hemos podido ver en estos últimos años, de igual forma en el momento actual tras las elecciones de 2023, en un contexto de gran fragmentación parlamentaria y una alta polarización política. Y lo cierto es que, a mayor duración de un gobierno en este estado, más numerosas serán las cuestiones a las que debería hacer frente. Y alguna decisión que en un primer momento podía resultar prudente postergar, puede devenir en necesaria según se prolongue esa situación de interinidad.

El propio Tribunal Supremo ha destacado en diferentes sentencias esta circunstancia de la prolongación de la permanencia “en funciones” como elemento modulador de la valoración de una decisión tomada durante este tiempo; una evaluación que debe apreciarse en el caso concreto, atendiendo además a su naturaleza, al contexto en que se toma y a las consecuencias de la decisión.

Asimismo, puede ser relevante, en fin, la propia causa de la decisión, ya que puede provenir de fuentes externas, como sucede, por ejemplo, en el caso de la necesaria trasposición en plazo de una Directiva. Como ha señalado el Tribunal Supremo en diferentes resoluciones, una adaptación de ese tipo no puede catalogarse en modo alguno como un “acto de nueva orientación política”, sino que se integra en el “proceso complejo de aproximación legislativa” de los Estados de la Unión Europea y constituye una exigencia para los mismos, “pues la omisión de transponer o el retraso o la transposición incorrecta de una directiva pueden suponer una infracción del ordenamiento comunitario”.

Para terminar, debemos señalar también que, si bien los problemas de un gobierno “en funciones” suelen abordarse desde la perspectiva de su posible extralimitación, en no pocas ocasiones la situación se invierte, ya que a veces los gobiernos en este estado invocan su situación de interinidad para no abordar cuestiones incómodas en las que no desea entrar, lo que Bouyssou calificó tiempo atrás como “excusas para la inacción”. Eso puede ocurrir tanto cuando estamos hablando de una prorogatio material en la que está claro el cambio de color político en el gobierno y el Gobierno saliente prefiere dejar al entrante la toma de algunas decisiones comprometidas o que pueden resultar poco gratas frente al electorado, o cuando, desconociéndose qué ocurrirá finalmente, haya negociaciones para una eventual investidura que no quieran entorpecerse.

Prior in tempore, potior in iure: sobre Ayuso, la disolución y la moción

Hoy los acontecimientos se han precipitado. Tras el anuncio de la moción de censura en Murcia, recibimos en nuestros móviles la información de que Más Madrid presentaba otra moción de censura en la Comunidad de Madrid. Aún no nos habíamos recuperado de la sorpresa cuando nos enteramos de que Ayuso disuelve la Asamblea de la Comunidad de Madrid y que se producen maniobras similares en Castilla y León.

La situación merece una consideración desde la óptica de los tiempos en dos vertientes: la política y la jurídica. Es pronto para hacer una evaluación en profundidad de las consecuencias políticas, pero las primeras sensaciones son de incomprensión ante la interposición de estas mociones en este preciso momento histórico. No encontramos un motivo político suficiente para semejantes mociones coordinadas, puesto que las razones alegadas (vacunaciones VIP, corrupción, diferencias con VOX) no parecen alcanzar el nivel suficiente de gravedad como para justificar semejante terremoto político, particularmente en la situación social, económica y sanitaria en la que nos encontramos. Una vez más hemos de sufrir la política de gestos, de luz y sonido, a la que últimamente están tratando de acostumbrarnos.

Mención especial, en lo que a tiempos se refiere, merece la posición de Ciudadanos en todo este lamentable espectáculo. Sin duda, su papel de bisagra en una sociedad política polarizada podría haber servido como atemperador y moderador del panorama. Pero cuando pudo haber sido, no fue, y ahora parece demasiado tarde (aunque nunca se sabe). Como decía acertadamente el político-catedrático Michel Ignatieff en Fuego y Cenizas (p. 50), “la política no es una ciencia sino más bien el intento incesante de unos avispados individuos por adaptarse a los acontecimientos que Fortuna va situando en su camino….pues el medio natural de un político es el tiempo y su interés reside exclusivamente en saber si el tiempo para una determinada idea ha llegado o no. Cuando llamamos a la política el arte de lo posible nos referimos a lo que es posible aquí y ahora”.

En la Comunidad de Madrid, el tiempo tiene una dimensión más, y no poco importante, que es la jurídica: no se puede disolver la asamblea cuando se haya presentado una moción de censura. Ahora bien, ¿qué significa esto?.

Veamos algunas normas aplicables. El artículo 115 de la Constitución (para las Cortes Generales), dice: “la propuesta de disolución no podrá presentarse cuando esté en trámite una moción de censura”.

Por su lado, el artículo 21.2 del Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid (Ley Orgánica 3/1983, de 25 de febrero) dispone:

“El Presidente no podrá acordar la disolución de la Asamblea durante el primer período de sesiones de la legislatura, cuando reste menos de un año para la terminación de la legislatura, cuando se encuentre en tramitación una moción de censura o cuando esté convocado un proceso electoral estatal. No procederá nueva disolución de la Asamblea antes de que transcurra un año desde la anterior”

 Asimismo, la Ley 5/1990, de 17 de mayo, reguladora de la facultad de disolución de la Asamblea de Madrid por el Presidente de la Comunidad, dice:

Artículo 1.

  1. El Presidente de la Comunidad de Madrid, previa deliberación del Consejo de Gobierno, y bajo su exclusiva responsabilidad, podrá acordar la disolución anticipada de la Asamblea de Madrid.
  2. No podrá acordarse, en ningún caso, la disolución anticipada de la Asamblea de Madrid cuando se encuentre en tramitación una moción de censura.

Tampoco podrá ser ejercida antes de que haya transcurrido un año desde la última disolución por este procedimiento.

 Artículo 2.

El Decreto de disolución se publicará en Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid y entrará en vigor en el momento de su publicación. En el mismo se contendrán la fecha de celebración de las elecciones y las demás menciones a las que se refieren los artículos 8 y 11 de la Ley Electoral de la Comunidad de Madrid.

….

Por su lado, el artículo 42 de Ley Orgánica 5/1985, de 19 de Junio, del régimen electoral general, en su punto 1, dispone que en los casos de disolución anticipada los decretos de convocatoria se publican, al día siguiente de su expedición, en el «Boletín Oficial del Estado», o, en su caso, en el «Boletín Oficial» de la Comunidad Autónoma correspondiente. Entran en vigor el mismo día de su publicación.

Pues bien, según parece, los hechos se desarrollaron así:

  • El acuerdo del Consejo de Gobierno de la Comunidad de Madrid se produjo a las 12 del mediodía. Se comunica públicamente antes de las 13 horas.
  • la presentación de la moción de censura de Más Madrid se produjo a las 13.03.
  • La presentación de la del PSOE se hace a las 13.21.
  • Parece que la Mesa, reunida telemáticamente desde las 14.30 ha admitido a trámite las mociones.
  • Se informó al presidente de la Asamblea por escrito, y a través del registro, del decreto de convocatoria electoral a las 16.10 en una comunicación firmada por la consejera de Presidencia, María Eugenia Carballedo.

Por tanto, en primer lugar se acuerda la disolución; luego se presentan las mociones; después es comunicada la disolución y finalmente se publicará ésta. ¿Qué debe, entonces, primar? En un examen de urgencia me atrevo a apuntar las siguientes cuestiones y sugerir algunas soluciones.

Pienso que en este punto hay dos puntos esenciales: qué significa “en tramitación” a los efectos de impedir la disolución y cuándo se entiende que tiene efectos la disolución a los efectos de la moción.

Veamos primero la cuestión de la expresión “en tramitación” que contiene la ley para que la moción pueda impedir la disolución. Señalaba ayer en tuiter el catedrático de Derecho Constitucional Eduardo Virgala que la moción de censura sólo impide la disolución una vez admitida a trámite por la Mesa de la Cámara, habiendo comprobado que cumple los requisitos de número de firmantes y candidato a Presidente de la Comunidad (21.2 EA de Madrid in fine: “cuando se encuentre en tramitación una moción”). Es cierto que el artículo 188 del Reglamento de la Asamblea de la Comunidad de Madrid dispone en su punto 2 que “La Mesa de la Asamblea, tras comprobar que la moción de censura reúne los requisitos señalados en el apartado anterior de este artículo, la admitirá a trámite, dando cuenta de su presentación a la Presidencia de la Comunidad de Madrid y a la Junta de Portavoces”.

Por la misma vía de tuiter, yo mismo le preguntaba a Virgala si no debería entenderse que, aunque no esté admitida a trámite, la presentación de la moción debería vedar ya la disolución en caso de que que finalmente se hubiera admitido a trámite, pues, de otra manera parecería que depende de la celeridad mayor o menor de la Mesa, que incluso puede estar controlada por aquellos contra quienes se presenta, los efectos de la moción. Ocurriría, pienso yo, como en los casos de retroacción de los efectos de la inscripción en el registro de la propiedad al momento del asiento de presentación si la calificación ha sido positiva. Pero en este caso, no parece importar esta circunstancia, pues el acuerdo se produjo con anterioridad a la presentación.

Veamos entonces el segundo aspecto, que es el de la publicación de la convocatoria de elecciones, posterior a la presentación. Para el catedrático de Constitucional, Presno Linera, “el Decreto de disolución de la Asamblea de Madrid, como cualquier norma jurídica, surte efectos desde la publicación, incluso efectos inmediatos pero siempre previa publicación oficial, que es el presupuesto de la entrada en vigor aunque, en algunos casos, esa se demore”. Modestamente, me atrevo a discrepar. La disolución, como hemos visto, entra en vigor en el momento de su publicación. Ahora bien, la norma dice que lo que se impide con la moción es “acordar” la disolución, no que esta ya tenga efecto si ya se ha acordado, del mismo modo que entiendo que si se ha presentado la moción ésta impediría la disolución aunque todavía no se haya tramitado. Es decir, se están limitando las facultades del presidente en su actuación, pero no los efectos de los acuerdos ya adoptados.

La razón de ello no es sólo la letra de la ley (“no podrá acordarse”) sino también el espíritu de la misma: como señala la misma web del Congreso, “se trata de una limitación muy expresiva del acusado parlamentarismo racionalizado que preside nuestra ley fundamental. En particular, se trata de salir al paso de usos que pudieron estar vigentes durante el parlamentarismo decimonónico y evitar que el Gobierno se pueda sustraer a la exigencia de responsabilidad política a través de la moción de censura”. Luego, con hilarante falta de visión de futuro, señala: “De todas formas, esta limitación tiene escasa incidencia práctica”.

Por tanto, la disolución estaba correctamente acordada y una moción de censura presentada después no debería impedir la convocatoria de las elecciones que se publica después. Ahora bien, hay un elemento más: aunque la disolución estuviera acordada, el ejecutivo de Ayuso informó al presidente de la Asamblea de la convocatoria electoral mediante un escrito a las 16.10, es decir, después de presentadas formalmente las mociones. ¿Qué debe prevalecer?

Obviamente, no hay antecedentes de aplicación de una norma que, como dice la web del Congreso, se supone que no tenía incidencia práctica. Aunque entendamos que lo que se limita aquí es la posibilidad de “acordar” la disolución, el hecho de que su expresión formal se haya producido después de la expresión formal de la presentación de la moción, e incluso después de su admisión a trámite, no deja de crear dudas sobre cuál es el acto que haya de prevalecer, pues la forma en Derecho es básica.

Pero, como dice el pensador Perelman, el Derecho es superior a la Filosofía porque obliga a una decisión concreta, la que parezca más justa, y no se contenta con fórmulas generales. Y ello no es fácil, porque nos obliga a dejar de lado toda valoración del oportunismo político de una y otra parte, obviar que se trate de una posible operación política más amplia gestionada por el poder central o incluso la posible irresponsabilidad de convocar unas elecciones en una situación sanitaria como la actual, que quizá se agrava por el hecho de que conforme al artículo 21. 3, del Estatuto de Autonomía, “en todo caso, la nueva Cámara que resulte de la convocatoria electoral tendrá un mandato limitado por el término natural de la legislatura originaria”, lo que significaría que la convocatoria tendría un efecto muy limitado.

Pero, si hay que decantarse por una posición, me inclinaría por la validez y eficacia de las elecciones. En primer lugar, porque en esta cuestión no estamos hablando de eficacias registrales en la que gana el que primero inscribe en el registro, sino el que ha adoptado antes la decisión, y en este caso el más rápido ha sido el gobierno de la Comunidad, en el documento público que es el acta de la reunión del Consejo. En segundo lugar, porque, aunque se aplicara formalmente el principio de comunicación, no parece que un acuerdo de disolución adoptado por un organismo público en tiempo y forma y que es ya conocido por todo el mundo por los medios de comunicación pueda ser desvirtuada alegando buena fe o ignorancia porque la comunicación formal haya llegado a la Asamblea con posterioridad. En tercer lugar, y quizá más importante, porque si el dilema se encuentra entre que una determinada situación política se resuelva indirectamente a través de los representantes políticos o la decida directamente el ciudadano, creo que debemos decantarnos por esta última, por su mayor grado de legitimidad democrática.

Esta es mi opinión, que con gusto someto a otra mejor fundada. Y como decía alguien en tuiter: “Jueces de lo Contencioso, calentad que salís a jugar”.

El intenso interés público de las elecciones en Cataluña

¿Qué pasó en España entre el 12 de julio y el 22 de diciembre de 2020? Seguramente muchas cosas y un buen número de ellas de amargo recuerdo. Los efectos de la primera ola del coronavirus empezaron a notarse con crudeza en las vidas de muchos y en las economías de casi todos. El pico y la curva pasaron a formar parte de las rutinarias conversaciones de ascensor, oímos y leímos a toda plana aquello de: hemos derrotado al virus y salimos más fuertes. Pero, la segunda ola se volvió tristemente carnal y la prematura victoria se tornó en amarga derrota, un nuevo estado de alarma se abatió sobre nuestras cabezas, este ya de tamaño “king size” y sin el molesto control parlamentario. Aparecieron los fondos europeos y a mediados del mes de noviembre las vacunas salvadoras, el anuncio de un gran Plan Nacional con 13.000 puntos de vacunación encendió otra luz en el túnel de la propaganda oficial, esta vez tocaba salvar la Navidad. Sin bajarnos de la segunda ola cabalgamos ya la tercera, la que llegó del frio, como los espías rusos con pasmosa precisión científica.

Pero si conviene retener estas fechas es porque el 12 de julio se celebraron las elecciones autonómicas vascas y gallegas, primera experiencia electoral en plena pandemia, tras haber sido suspendidas el 5 de abril mediante imaginativas soluciones jurídicas que permitieron integrar el vacío legal detectado en las normas electorales.

El 22 de diciembre, se publicaba en el Diario Oficial de la Generalitat el Decreto 147/2020, de 21 de diciembre, de disolución automática del Parlamento de Cataluña y de convocatoria de elecciones para el día 14 de febrero de 2021. Una convocatoria de elecciones obligada, por la incapacidad de los grupos parlamentarios catalanes de proponer un candidato a Presidente o Presidenta de la Generalitat desde el mes de Octubre.

Entre el 12 de julio y el 22 de diciembre, la nada legislativa. El vacío legal detectado en la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG) con ocasión de las elecciones vascas y gallegas, encontró justificación entonces en la imprevisibilidad con la que había sobrevenido la pandemia y el subsiguiente estado de alarma, confinamiento incluido. Pero esa excusa se había esfumado el 22 de diciembre cuando se disuelve “ope legis” el parlamento catalán.

En este tiempo, en nuestro entorno continental, han sido varios los países que han adaptado sus normas electorales para adecuarlas a las necesidades derivadas de la pandemia. Incluso se ha editado un extenso documento con recomendaciones al respecto por parte de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa (Informe sobre las medidas adoptadas en los estados miembros e la UE como resultado de la crisis del covid-19 y su impacto en la democracia aprobado en su 124ª sesión plenaria).

En cuanto a antecedentes nacionales más remotos, podemos referirnos a la modificación exprés de la LOREG llevada a cabo por la Ley Orgánica 2/2016, de 31 de octubre, tramitada en apenas en un mes ante Congreso y Senado, y activada mediante una Proposición de Ley de un grupo parlamentario (PP). Ningún grupo consideró de interés en este caso promover iniciativa alguna.

En esta situación de alegalidad es en la que se dicta el Decreto 1/2021 de 15 de enero, de la Generalitat por el que se deja sin efecto la celebración de las elecciones del 14 de febrero de 2021, sin cobertura en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, norma básica electoral de Cataluña que carece de norma electoral propia.

En su art. 2 el Decreto difiere las elecciones al 30 de mayo, condicionado a la evaluación que de la situación sanitaria haga, en su momento, el Govern: “Las elecciones al Parlamento de Cataluña se convocarán para que tengan lugar el día 30 de mayo de 2021, previo análisis de las circunstancias epidemiológicas y de salud pública y de la evolución de la pandemia en el territorio de Cataluña, y con la deliberación previa del Gobierno, mediante decreto del vicepresidente del Gobierno en sustitución de la presidencia de la Generalitat.”

 Este dislate, no solo jurídico sino principalmente democrático, fue aceptado por todos los partidos del arco parlamentario catalán. Salvedad hecha del PSC, que a pesar de mostrarse contrario, sin embargo, tampoco hizo nada para corregirlo.

Nuevamente es el Poder Judicial quien tiene que acotar los desmanes institucionales para reponer la legalidad estatutaria y constitucional en Cataluña. En este caso, mediante un Auto de Medidas Cautelares de 22 de enero de la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que, resolviendo los recursos de un particular y un partido extraparlamentario, acuerda la suspensión del Decreto 1/2021 y mantiene las elecciones en la fecha fijada inicialmente del 14 de febrero. Permitiendo además que se conserve todo el proceso electoral, al menos hasta el 8 de febrero, fecha en la que se anuncia la resolución definitiva.

Este auto, aunque no supone una decisión sobre el fondo, sí aprecia como corresponde a una medida cautelar de esa naturaleza lo que se denomina: “fumus boni iuris” o apariencia de buen derecho. Una valoración jurídica que permite construir un juicio indiciario favorable a la pretensión principal del recurso.

En la obligada ponderación de los intereses concurrentes que lleva a cabo la Sala (FD 4º) prima (a mi modo de ver de forma acertada) favorecer el normal funcionamiento de las instituciones (“intenso interés público”), frente a la situación de excepcionalidad, indeterminación temporal, ausencia de control y falta de toda legitimidad democrática que plantea el decreto de aplazamiento electoral. El siguiente párrafo condensa la base de esta argumentación: “El interés público en el aplazamiento de las elecciones, que se concreta en razones de protección de la salud, según se razona en el Decreto 1/2021, se contrapone al intenso interés público en la ejecución del Decreto de convocatoria de elecciones de 22 de diciembre de 2020, como acto debido de cumplimiento del Estatut, que es la celebración de elecciones ante una disolución automática del Parlamento y en una situación de vacancia de la Presidencia, cuya prolongación afecta a principios democráticos relativos al funcionamiento normal de las instituciones, pues en este periodo los miembros del gobierno son inamovibles, porque nadie les puede cesar, el control político resulta limitado y la actividad legislativa se materializa sustancialmente por la limitada vía del Decreto-Ley o legislación de urgencia. En definitiva, apreciamos que la celebración de elecciones en los plazos marcados en el Estatut y en la legislación electoral es un interés público de extraordinaria intensidad pues afecta a principios básicos de funcionamiento de las instituciones, y en tanto que esta situación se prolonga por el Decret 1/2021 durante más de tres meses y de forma indeterminada, afectando al normal funcionamiento de las instituciones democráticas, y abriendo la posibilidad de mantenerse si estas mismas razones de salud así lo justifican”.

Tiene en cuenta el Tribunal la situación excepcional en la que se encuentra el descabezado gobierno de la Generalitat y la naturaleza de las decisiones que debe adoptar en plena pandemia: “Se trata de una situación de bloqueo y de precariedad institucional que afecta asimismo a la legitimación del gobierno, lo cual es relevante en un entorno en la que la crisis sanitaria le obliga a adoptar cotidianamente decisiones de enorme transcendencia, singularmente la restricción de derechos fundamentales. Precisamente por ello el ordenamiento afronta esta coyuntura imponiendo una pauta urgente de renovación electoral, designando una fecha precisa e inamovible para la celebración de las elecciones”.

Resulta extraño que a los partidos políticos, singularmente a los de la oposición, que validaron con su acuerdo el decreto de suspensión electoral no les moviese a reflexión ésta falta de legitimación del Gobierno de la Generalitat.

Por otra parte, el Tribunal marca distancias respecto a la suspensión de las elecciones vascas y gallegas. Como señala (FD 4º) las mismas fueron convocadas en una situación de normalidad, es decir, antes de que fuera detectado el inicio de la pandemia (convocatoria de 10 de febrero de 2020), la cual se modificó sustancialmente con la declaración de estado de alarma por el RD 463/2020, de 14 de marzo. Como es sabido, este estado de alarma supuso un confinamiento domiciliario para las actividades no esenciales, de manera que el cambio del marco normativo justificó la suspensión de las elecciones por razones de fuerza mayor, la cual revistió un carácter imprevisible.

Frente a este marco normativo, en el actualmente vigente recogido en el RD 926/2020 de 25 de octubre y su prórroga del RD 956/20 de 3 de noviembre, las limitaciones sustanciales de movilidad se limitan a una franja horaria determinada (el denominado toque de queda), fuera de la cual hay una libertad de desplazamiento para actividades no esenciales, con ciertas restricciones, pero que el TSJ no considera impeditivas del ejercicio del derecho del sufragio. Incluso en la disposición adicional única del RD 926/2020, de 25 de octubre ya se prevé que “la vigencia del estado de alarma no impedirá el desenvolvimiento ni la realización de las actuaciones electorales precisas para la celebración de elecciones convocadas a parlamentos de comunidades autónomas”. Como ejemplo de que es posible compatibilizar una jornada electoral con las medidas de seguridad y controles sanitarios correspondientes, cabe acudir al ejemplo de Portugal que el domingo 24 de enero celebró, nada más y nada menos, que la primera vuelta de sus elecciones presidenciales, con datos de expansión de la pandemia sensiblemente peores que los que acumula Cataluña.

Por tanto, aunque nada de eso dice la Sala, parece deducirse que la posibilidad de suspensión de las elecciones estaría vinculada a que se acordase un nuevo confinamiento domiciliario, que al afectar de forma grave y generalizada a la libertad deambulatoria de todos los ciudadanos, si implicaría una limitación sustancial del derecho fundamental a la participación en asuntos públicos recogido en el art. 23 CE.

¿Qué pensarán ahora los partidos que apoyaron la prórroga del actual estado de alarma hasta las 00.00 horas del 9 de mayo de 2021? Con supresión del preceptivo control parlamentario, entregando en exclusiva la llave de su modificación al Gobierno.

Desgraciadamente, la vida institucional transcurre en Cataluña desde hace tiempo en los bordes de la legalidad. Un gobierno que no gobierna, que por no tener, no tiene ni presidente, un parlamento disuelto; y ahora, unas elecciones en el limbo a una semana de que se inicie la campaña electoral. Es posible que el caos jurídico se haya encauzado con el auto de medidas cautelares del pasado día 22, pero lo que no parece reparable a corto plazo es el caos político e institucional.

Resulta descorazonador ver el posicionamiento de todos los partidos en un asunto de esta transcendencia, únicamente condicionado por sus intereses electorales, al margen de si la norma de suspensión de las elecciones dispone de cobertura legal o no. Debe recordarse que el desacuerdo del PSC residía más bien en lo prolongado e inconcreto de la suspensión que en la desconvocatoria electoral en si misma. Otra vez el Estado de Derecho por una parte y la “voluntad política”, como un absoluto, por otra.

¿Cómo es posible que ningún partido hubiese apreciado el “intenso interés público” que reside en el cumplimiento de las normas? El “intenso interés público” que reside en celebrar elecciones y dotar de legitimidad democrática a un Govern y un President que nadie ha elegido y que puede tomar decisiones que impliquen graves restricciones de derechos.

Y qué decir de los titulares de prensa, jaleando o denigrando el auto de medidas cautelares solo en función de que se considerase torpedeada o no la “Operación Illa”. El Ministro de doble uso confundiendo intereses de Estado con sus intereses electorales, y en mitad de una pandemia descontrolada recurriendo con toda celeridad la decisión de una Comunidad Autónoma de ampliar dos horas el toque de queda, mientras desoye todas las peticiones similares del resto de las Comunidades Autónomas, ante el riesgo de que se le venga abajo el andamiaje de un inservible estado de alarma.

Un error mayúsculo también el de los partidos que enarbolan la etiqueta constitucionalista y en este asunto han mirado más por su bolsa electoral que por la defensa del Estado de Derecho, algo que en Cataluña debiera ser condición previa a cualquier batalla política. Al menos alguno debiera haber promovido con antelación la correspondiente reforma de la LOREG, como se hizo en el 2016, para dar cobertura legal a una situación que se podía haber previsto de antemano. Ante esta inactividad serán ahora los que habitan extramuros del Parlament, acudiendo a la vía judicial, los que pretenderán sacar pecho de esta defensa.

Amén de que su debilidad deja más desprotegido a un poder clave en la defensa de la legalidad constitucional en Cataluña, el último parapeto del Estado de Derecho: el Poder Judicial.

Por añadidura, la débil, cuando no inexistente, oposición al desafuero que supone el Decreto 1/2021 suministra al secesionismo catalán una triple baza: la gasolina movilizadora del victimismo ante lo que calificarán de una nueva maniobra de “represión” por parte de los poderes del Estado; el ataque a la Justicia, bicha del nacionalismo, a la que nuevamente se vuelve a denigrar y señalar, esta vez por insensible ante la expansión de la pandemia; y un arma para el futuro: la posible deslegitimación, o no, del resultado electoral en función de sus intereses.

Y es que acampar fuera de los límites del Estado de Derecho nunca trae nada bueno, en el reino de la arbitrariedad siempre llevan las de ganar los que tienen por costumbre confundir su palabra con la Ley.

El ministro candidato

El lanzamiento de la candidatura del actual Ministro de Sanidad, Salvador Illa, como cabeza de lista del PSC en las elecciones catalanas (por ahora aplazadas debido a la pandemia) merece algunas reflexiones desde el punto de vista institucional. Con independencia de consideraciones de tipo político sobre lo adecuado o no del perfil del candidato para unas elecciones tan complejas (consideraciones en las que no voy a entrar), me parece que es interesante destacar las importantes disfunciones institucionales que revela la presentación de una candidatura de estas características en un momento como el que vivimos, con independencia de que se materialice o no finalmente o del momento de celebración de las elecciones.

Efectivamente, en mitad de una pandemia de magnitud y consecuencias tremendas, se lanza el mensaje a la ciudadanía de que es más importante que el Ministro de Sanidad sea candidato en unas elecciones autonómicas que seguir al frente del Ministerio. Si bien la gestión realizada por Illa al frente de Sanidad ha sido francamente pobre -ahí están los datos para demostrarlo-, lo cierto es que su sustitución no se plantea atendiendo a estas consideraciones, lo que tendría al menos cierta lógica política e institucional. Se trata simplemente de sustituirle porque al PSOE le parece más conveniente para sus intereses electorales presentarle como candidato a la Generalitat. Hasta tal punto quedan al margen de este maniobra otro tipo de razones no partidistas que lo de menos es plantear quién puede sustituirle: de hecho, los rumores apuntaban a su sustitución por otra Ministra del Gobierno de perfil bajo.

Cierto es que estas operaciones han sido frecuentes en el pasado y también que han sido realizadas por todos los partidos: nunca ha habido ningún inconveniente en presentar como candidatos a ministros y a otros políticos con importantes responsabilidades de gestión. Es más, una cartera ministerial puede servir para dar a conocer a un candidato al gran público y lanzarle después a una campaña. Pero no deja de llamar la atención que se siga actuando con esta desenvoltura en una situación tan dramática y tan excepcional como la que vivimos.

En suma, lo que parece es que el PSOE no se toma demasiado en serio el Ministerio de Sanidad en mitad de la crisis sanitaria más grave que hemos vivido en un siglo. Y si bien es cierto que por este Ministerio han desfilado algunos de los políticos (tanto del PP como del PSOE) con menor preparación y menos aptitudes para ocupar el puesto, seguir con esta forma de funcionar resulta de una frivolidad asombrosa.

Más grave aún es la sombra de sospecha que arroja sobre la gestión de un Ministro que se percibe ya como candidato, con independencia de que aún no lo sea formalmente o incluso de que acabe no siéndolo. Esta sospecha se agudiza porque ni el afectado ni el Gobierno han visto problema alguno en compatibilizar ambas condiciones durante todo el tiempo que estimen conveniente… para dichos los intereses del partido.

La condición de ministro y la de candidato son radicalmente incompatibles. Mientras que la primera exige una dedicación a los intereses generales, en este caso a la lucha contra la pandemia y al proceso de vacunación -con independencia de la dirección política que legítimamente se imprima-, la segunda exige una dedicación plena a los intereses del partido. Mientras que la primera exige una apariencia mínima de neutralidad (y tampoco puede decirse que se haya conseguido esta apariencia con la gestión de la pandemia antes del nombramiento, dicho sea de paso), la segunda exige la parcialidad y la búsqueda de todo lo que convenga electoralmente al partido. Mientras que el Ministro Illa gestiona para todos, tanto los que votan a su partido como los que nunca lo harán, el candidato Illa sólo se dirige a sus potenciales votantes.

En suma, ambas condiciones no pueden ostentarse a la vez. Incluso ya es discutible que se puedan ostentar sucesivamente y sin solución de continuidad, sin un periodo de “cooling off” o de enfriamiento entre una y otra. Que esto no sea evidente para el Gobierno, para el PSOE y para la práctica totalidad de los partidos políticos, así como para muchos ciudadanos, me parece una anomalía institucional que hay que denunciar.

 

Nota del Editor: Una versión previa de este texto puede leerse en Crónica Global. Sobre la crisis de la lógica institucional en favor de la política, puede consultarse la obra Las Instituciones Públicas que el catedrático Juan Miguel de la Cuétara está publicando mediante entregas semanales con la Fundación Hay Derecho y que puede leerse AQUÍ

 

 

La Constitución en la pandemia, ¿papel mojado?

Una situación tan grave y relativamente sobrevenida como es la mayor pandemia mundial sufrida el último siglo supone un reto para todos los países, también en el ámbito legal y en la defensa de los derechos y libertades. La pandemia y el riesgo de contagio llevan a los Gobiernos y autoridades a regular el ejercicio de los derechos fundamentales en un régimen de excepcionalidad que justifica ciertas decisiones, pero esto mismo debe llevar a doblar el control a los Gobiernos, tanto por parte del poder legislativo y judicial como de la propia ciudadanía, o de lo contrario se producirán abusos de poder.

No sólo se producen abusos de poder en los regímenes iliberales, las Democracias también se están resintiendo durante la Pandemia y España no es una excepción. Desde hace cuatro meses, diversas medidas tomadas por los Gobiernos centrales y autonómicos han llegado al límite, y lo han sobrepasado, del marco constitucional.

El domingo 12 de julio se celebrarán las elecciones en Galicia y País Vasco, aplazadas hace cuatro meses, en las cuales las respectivas administraciones impedirán ejercer su derecho al voto a parte de los ciudadanos. Los respectivos gobiernos autonómicos han indicado que personas que hayan dado positivo por covid-19 en las últimas dos semanas, o tengan pendiente el resultado de las pruebas no podrán acudir a votar.

La ley 3/1986 de Medidas especiales en Materia de salud pública, en su artículo 3, contempla la posibilidad de tomar las medidas oportunas para el control de enfermos con enfermedades transmisibles. En la aplicación de cualquier ley debe imperar siempre el principio de proporcionalidad. Aunque tanto las causas como las posibles medidas son a propósito ambiguas, es razonable pensar que se puede impedir a un infectado acudir a un centro electoral y poner en riesgo la salud pública. Lo que es mucho más dudoso es que exista proporcionalidad al impedir a estas personas ejercer su derecho al voto sin alternativa posible. Que las autoridades no hayan tomado las medidas necesarias para permitir el ejercicio de un derecho fundamental tras cuatro meses de pandemia, es algo que afecta seriamente al sistema democrático.

Toda persona que lo desee, debe poder ejercer su derecho al voto y las autoridades deben hacerlo posible, especialmente en los casos donde ellos han impedido el ejercicio de este derecho de la forma ordinaria. El voto por correo con las medidas oportunas debería ser la solución menos mala, ya que tras cuatro meses de pandemia no se han desarrollado alternativas tan viables como el voto electrónico. Que esta situación, tras cuatro meses de pandemia y el aplazamiento de esas mismas elecciones sea sobrevenida es discutible. Que la existencia de situaciones, en abstracto, que puedan dificultar el ejercicio de un derecho fundamental como es el voto, y la necesidad de articular alternativas por parte del legislador, no lo es.

La ley mencionada otorga la capacidad a los Gobiernos de tomar las medidas que consideren oportunas con control judicial a posteriori, lo cual no impide que estas puedan y deban ser criticadas al carecer absolutamente de proporcionalidad. No sólo se impide la asistencia al centro, algo comprensible, sino que al no ofrecer ninguna alternativa, impide ejercer un derecho fundamental como es el voto.

Estas cuestiones no deberían coger de imprevisto a unos dirigentes que hace cuatro meses suspendieron las elecciones por la pandemia aún hoy presente. La decisión de aplazar las elecciones fue a todas luces inconstitucional. La Constitución no contempla aplazar las elecciones, tampoco por la existencia del Estado de Alarma. Es completamente razonable defender que las elecciones no podían celebrarse dadas las condiciones, menos comprensible es que el legislador no haya previsto ninguna solución constitucional tras cuatro décadas de democracia, especialmente cuando el debate no se da ahora por primera vez, sino que ya surgió con el 11M.

Se hizo lo único que se podía hacer, con el consentimiento de todas las fuerzas políticas y de la ciudadanía, se saltó la Constitución aplazando las elecciones en Galicia y País Vasco. Violar la Constitución de forma tan clara, incluso en tales circunstancias, debería llevar a tomar conciencia del grave fallo institucional que ha llevado a tal situación y abrir un debate, de forma inmediata, sobre su solución. En lugar de eso, se dio por bueno que los políticos pudieran saltarse sin más la Constitución de forma tan grave, sin que tal hecho generase debate alguno ni propuestas de reforma.

Que hoy algunos vuelvan a poner sobre la mesa el aplazamiento de las elecciones sin que se hayan tomado medidas tras un hecho tan grave, por mucho que fuera necesario, y que otros acepten sin más la limitación de un derecho fundamental como es el voto, pone en relieve un riesgo que va mucho más allá de las situaciones concretas. Si el miedo a la pandemia nos lleva a permitir que se violen derechos y libertades, así como normas constitucionales sin ninguna consecuencia, lo que está en peligro es la propia Democracia.

Ingobernabilidad y extremismo

Estas segundas elecciones han sido un absoluto desastre, al menos para todos aquellos que tenían en su mano que no las hubiera, formando gobierno. Sin duda, la apuesta arriesgada le ha salido mal al PSOE, que aspiraba a reforzar su posición y se queda  con muchas menos posibilidades de las que tenía en la anterior legislatura. También le sale mal la jugada  a Unidas Podemos, que igualmente podría haberlas evitado. No parece que las razones para no pactar en ninguno de los dos casos tuvieran mucho que ver con los intereses generales.

Pero sin duda la caída más estrepitosa es la de Cs, que podía haber gobernado con el PSOE con mayoría absoluta dando al país la estabilidad y las reformas que está pidiendo a gritos. Fuimos muchos los que lo dijimos, también nosotros desde estas páginas. No faltarán en los próximos días análisis de la pérdida de nada menos que 47 escaños, pero nos atrevemos a decir que tiene mucho que ver con la pérdida de utilidad percibida en este voto. Su papel era de partido bisagra y cuando pudo facilitar un gobierno, no lo hizo. Ya no es un partido útil cuando no cumple la función que le corresponde.  En todo caso, la responsabilidad última es de Albert Rivera, hiperlíder del partido junto con su equipo más cercano, que le secundó en todo.

En democracia las responsabilidades se asumen dimitiendo, y eso es especialmente importante en el caso de Ciudadanos. Por un lado, porque este partido sigue siendo necesario en España: hay pocos que hayan defendido de una manera tan contundente reformas institucionales y de regeneración, compatibles tanto con la derecha como con la izquierda; por otro, porque esas mismas ideas y valores te vinculan cuando se trata de ti mismo: si se defiende la meritocracia, la rendición de cuentas, la responsabilidad de las instituciones y tu partido es una institución no cabe convocar reuniones, comisiones ni hacer reflexiones. Primero se dimite, y luego se reflexiona sobre lo que ha pasado. Porque el partido debe subsistir si crees en sus ideas. El que Rivera no haya dimitido anoche mismo arroja sospechas de que una consulta a la militancia, o una convocatoria de los órganos internos -que él controla dado que el partido es enormemente presidencialista como demuestran sus estatutos- lo que intenta en realidad es revalidar un liderazgo que es sencillamente imposible y llevaría al partido a su destrucción lo que nos parecería una muy mala noticia para la democracia española, pese a todo.

Pero estas elecciones no son sólo desgraciadas para algunos partidos individualmente. Además, han promovido el ascenso de la derecha radical que, hasta el momento, no suponía un problema relevante en España. Cabe atribuir esta responsabilidad muy especialmente a quienes no han sido capaces de formar un gobierno para atajar los graves problemas económicos y territoriales que nuestro país va a tener que afrontar.

Y no sólo eso: también han hecho más difícil el pacto que antes; y de haberlo puede que tenga que incluir a quienes declaradamente no tienen ningún interés en España o van a exigir contrapartidas absolutamente inasumibles o inconstitucionales o que de asumirse van a generar aun más polarización.

No hay soluciones simples a esta situación compleja. Pero no hay que descartar una: un pacto del bipartidismo y de Ciudadanos que afronten durante un determinado periodo de tiempo las reformas estructurales que precisamos: constitucionales, económicas y hasta de ley electoral. U otras opciones de gobierno, como la abstención, que permitan la gobernabilidad. Ojalá esta vez nuestros líderes estén a la altura. Si no, probablemente ya no nos estaremos jugando unas elecciones, sino la democracia misma.

El futuro de la política fiscal y las diferentes propuestas de los partidos políticos

Hace unos días, los candidatos a presidencia, han dejado entrever cuáles serán sus propuestas fiscales. En este artículo, se pretende sintetizar cada una de estas propuestas, llevando a cabo una serie de reflexiones finales al respecto.

Como es bien sabido, las fórmulas en políticas fiscales pueden variar. Se puede incrementar los impuestos para hacer frente a un mayor gasto público. Se puede reducir impuestos y recortar gastos. No obstante, lo que no es sostenible es aumentar el gasto público sin aumentar los impuestos (tal como hizo el PSOE al mandar hace unas semanas su presupuesto a la Comisión Europea) y, no tiene sentido, salvo que se tenga por objetivo sanear las cuentas del Estado, aumentar los ingresos y mantener la partida de gasto. Un Estado quebrado, por no tener en cuenta estas simples fórmulas, sufrirá ajustes más gravosos, lo que es algo que los españoles, ni puedan, ni quieran, volver a soportar.

Normalmente, los partidos de izquierdas se decantan más por la fórmula de incremento de gasto público a expensas de aumentar los impuestos y los partidos de derechas se decantan más por la fórmula contraria, es decir, reducir gasto y reducir imposición. No obstante, recientemente hemos visto que el gobierno de izquierdas portugués, ha optado por mantener una fórmula que les ha resultado muy bien, es decir, reducir gasto y reducir imposición, atrayendo con ello inversiones de empresas extranjeras y desplazamiento de grandes fortunas a su territorio.

Centrándonos por partidos, a grandes rasgos estas son las propuestas:

El PSOE dejó más clara su propuesta fiscal en las elecciones de abril. Ahora no ha dejado tan claro cuál es exactamente su programa fiscal, pero parece que retoma algunas de las propuestas que ya hizo en su día. En el impuesto sobre sociedades, fijará un tipo efectivo mínimo del 15% (18% para bancos y empresas petroleras), lo que hará que alguno se llevará la sorpresa al comprobar que la mayoría de las multinacionales y los bancos tributan de forma efectiva por encima de este tipo. Cometerá el grave error de someter a imposición en un 5% a los dividendos que provienen del exterior (lo que no tiene ningún país de la UE y nos hará perder competitividad). Creará nuevos tributos como la tasa Google o tasa Tobin ( sin esperar que haya consenso en Europa, dado que ambas son propuestas de la UE). Hará ligeras modificaciones en el IVA, gravando más a los productos de lujo y puede que modifique a la baja algún tipo de IVA, aunque más bien esto era una propuesta de Podemos. Gravará los beneficios no distribuidos de las sociedades cotizadas anónimas de inversión en el mercado inmobiliario (socimi), controlará que las SICAV cumplen los requisitos para serlo, incrementará el impuesto sobre el patrimonio. Aprobará la tributación del diésel tan polémica, aunque es posible que retire la propuesta. Subirá el impuesto de patrimonio. Aumentará el impuesto sobre sucesiones para grandes patrimonios (recordemos que es un impuesto cedido a las CCAA). El IRPF no lo modificará, por lo que parece que no subirá los tipos a las rentas más altas, pero tampoco tocará el resto de los tipos, sobre todo no reducirá el tipo mínimo. Aumentará el impuesto sobre el patrimonio (España es el único país que tiene este impuesto, por lo que es más recomendable subir el tipo del tramo máximo que mantener o aumentar este impuesto).

Esta propuesta es coherente con la ideología de izquierda, con la distribución de la renta y la tributación conforme a la capacidad económica del contribuyente, pero, ¿será suficiente para hacer frente al repunte de gasto público anunciado?, pues parece improbable. Ya lo dijo la Comisión Europea a principios de 2019 y se lo ha vuelto a recordar a Nadia Calviño hace pocas semanas.

Podemos, apalancado en ese populismo y buenismo absurdo, lleva al extremo las propuestas presentadas por el PSOE.  Incrementará el tipo del impuesto sobre sociedades al 40%. Acabará con todos los regímenes especiales incorporadas por el bipartidismo durante años en el impuesto de sociedades (Sicav, ETVE, Socimi…), lo que supondrá una enorme inseguridad jurídica al puro estilo chavista ( no se puede crea un régimen fiscal y cuando has atraído inversiones del extranjero, anunciar que se eliminan). Someterá a sobre imposición a aquellas empresas contaminantes. El IRPF subirá en sus tipos máximos hasta el 55% (lo que vulnera el Principio de “no confiscatoriedad de los tributos” reconocido en nuestra legislación), pero también reduce los tipos mínimos. Aumentará el Impuesto sobre patrimonio y el IVA a los productos de lujo. Armonizará el impuesto sobre sucesiones y donaciones en España creando un tipo mínimo aplicable en todo el territorio. Creará un impuesto a la banca además de la tasa Google y tasa Tobin antedicha. Podemos, tiende a replicar ideas copiadas de ONGs que tienen los datos muy poco actualizados, pero eso vende entre su público. A Podemos se le olvida que, para proteger al trabajador, debe haber trabajo, y desde luego es el sector privado y no el público el que genera empleo, el que bombea la economía de un país. Que las circunstancias laborales son susceptibles de mejora, en eso estoy de acuerdo, pero machacando al sector privado lo que se va a conseguir es la deslocalización de empresas y por ende, más paro. El partido de Errejón, Más España, presenta unas propuestas calcadas a la de Podemos.

Los partidos de derechas presentaron justo la fórmula contraria, reducir impuestos, pero no dijeron como ajustarían las partidas de gasto público para hacer frente a la bajada de impuestos, salvo VOX que dejó claro que quería eliminar las Comunidades Autónomas y con ello poder hacer frente a la bajada de impuestos.

El PP, propone reducir el tipo máximo del IRPF al 40%, nada dice del resto de tipos (ni de reducir el tipo mínimo). Propone incentivos al ahorro (lo que teniendo en cuenta la situación de las pensiones es muy acertado). Propone reducir el tipo del impuesto de sociedades al 20% y para Pymes el 15%. Pretende eliminar los impuestos autonómicos como el ITP, el AJD (para hipotecas) y el impuesto sobre sucesiones y donaciones. Estos impuestos cedidos son fuente primordial de ingresos de las CCAA por lo que no parece muy lógico, salvo el de la eliminación del impuesto sobre sucesiones, por ser un impuesto totalmente injusto (en estos momentos varias son las CCAA con este impuesto bonificado).

Del PP debemos recordar al Sr. Montoro y su afición a la subida de impuestos, aunque Rajoy prometió lo contrario. También su luchar contra el fraude “selectivo” con amnistías fiscales, por un lado y, por otro, el intento de perseguir a las rentas medias y a los autónomos como si fueran los grandes enemigos del país y eso ha quedado impregnado en la AEAT y, será difícil de cambiar, porque son los inspectores de hacienda los que han pedido hace una semana más atribuciones que las recogidas por la actual LGT, algunas de ellas son muy dudosas. Nunca debió aprobarse una amnistía (también lo hizo el PSOE), pero publicar la lista de amnistiados no va a tener más consecuencia práctica que permitir Podemos pueda seguir con su retahíla de populismo absurdo.

Ciudadanos propone una rebaja de un punto del IRPF pero a todos los tramos (lo que parece más equitativo). Aumentará las deducciones para familias o para quienes se desplacen a zona rural. La bajada de tipos del impuesto sobre sociedades coincide con la del PP. Con respecto a los impuestos autonómicos los bonificará (el Estado puede eliminar estos impuestos, pero la bonificación pertenece al ámbito competencial de las CCAA). Ciudadanos también centra sus esfuerzos en mejorar la situación de los autónomos, los grandes olvidados por el bipartidismo. Lo que pagan por seguridad social (facturen o no) es inasumible y las trabas burocráticas también.

VOX, propone una revolución fiscal no demasiado coherente. En relación con el IRPF, los tramos se reducirán a dos (22% general y para rentas altas el 30%; esto ya lo propuso Miguel Sebastián del PSOE hace años). Deducciones a familias en el IRPF. Otra novedad es pretender fijar un impuesto sobre sociedades al 22% para acabar reduciéndolo al 12.5% (equipandonos en tipo con la polémica Irlanda). Respecto a los impuestos autonómicos y locales los suprime o reduce casi todos, incluyendo la plusvalía municipal y el IBI (competencia de los ayuntamientos). Además, la propuesta de VOX de no presentar el IRPF ya que las retenciones son suficientes, es una subida de impuestos encubierta, dado que sólo a través de la presentación del IRPF, hacienda devuelve algo de esas retenciones, entre otros, por tener causas familiares (familias numerosas, mayores a cargo..), por aportar en planes de pensiones, etc…

En la partida de gastos, es el tema de las pensiones en el que más se han centrado los partidos. Este tema requiere de un gran pacto de Estado, que se aplique independientemente de quien gobierne y que deje de ser un tema populista o moneda de cambio de los políticos. Las pensiones no pueden, al menos hoy en día, soportarse por mucho tiempo ligadas al aumento del IPC. Valga por delante que considero que los mayores son, junto con los menores, los colectivos más vulnerables y deberían ser los más protegidos respecto a otros colectivos que pueden mejor o peor valerse por su cuenta. No obstante, dentro del colectivo de mayores, son los dependientes, los más vulnerables y considero que deberían tomarse más en serio las políticas de dependencia y llegar a un gran pacto entre todos los políticos al respecto. Todo el que tenga un mayor a cargo sabe lo caro que es pagar residencia, o persona en domicilio y los gastos inherentes, esto es inasumible para las rentas más bajas y para muchas rentas medias. Aumentar los beneficios fiscales de los planes de pensiones, tanto al suscribir cantidades como al percibir las cantidades en el momento de la jubilación, es fundamental para poder abordar el tema de las pensiones.

Si hubiera más talla política se debería llegar a un pacto en políticas tributarias, creo que algunas de las propuestas fiscales del PSOE son positivas (subida de IRPF para los que ganen más de una cierta cantidad, cambios en el Impuesto sobre sociedades, incluyendo tipos mínimos efectivos, control de regímenes fiscales…), pero también creo que algunas del PP/Ciudadanos son necesarias (supresión del Impuesto de Sucesiones, mayor número de incentivos fiscales para crear trabajo y nuevas empresas, ayuda a las familias o ayuda a los autónomos). No creo que sea positivo tocar la partida de gasto dedicado a la educación y a la sanidad, pero defiendo la propuesta de VOX de controlar duplicidades entre las CCAA y el Estado, acabar con entidades y chiringuitos públicos que han sido fomentados por el bipartidismo.

Gobierne quien gobierne se dará cuenta que la realidad es complicada de asumir. España tiene un déficit muy elevado y una deuda pública que debe reducirse. España necesita ingresar más, pero sobre todo ingresar de forma más eficiente, controlando el fraude fiscal. España necesita reducir gasto en algunas partidas y reubicar las cantidades asignadas, priorizando a los colectivos más indefensos, porque el buenismo está muy bien y vende mucho, pero simplemente España no se lo puede permitir y tiene que priorizar. Además, se debería mejorar la situación de las rentas medias que son las que se han visto empobrecidas en la última década, al ser ellas las que hacen frente a la mayor carga impositiva, gobierne quien gobierne.

Los nuevos retos del poder local

El pasado 3 de abril se cumplieron 40 años de las primeras elecciones municipales de
nuestro actual período democrático. Eran tiempos verdaderamente difíciles y arriesgados
para participar en la actividad política. A pesar de esa dificultad, hubo personas
comprometidas y valientes que dieron un paso al frente y decidieron ser candidatas en sus
pueblos y ciudades.

Hacía muy poco tiempo que había entrado en vigor la actual Constitución, tras el largo y
negro período de negación de derechos y libertades básicos, que consagraba el principio de
autonomía local, al establecer, en el marco del título referido a la organización territorial del
Estado, que “la Constitución garantiza la autonomía de los municipios. Estos gozarán de
personalidad jurídica plena. Su gobierno y administración corresponde a sus respectivos
Ayuntamientos, integrados por los Alcaldes y los Concejales” (artículo 140).
Dicha proclamación está precedida de otro precepto fundamental, el 137, que expresaba
una idea de Estado compuesta, no unitaria, diversa territorialmente en la gestión de los
intereses, de cercanía a los administrados, y que literalmente decía, y dice: “El Estado se
organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas
que se constituyan. Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus
respectivos intereses”.

Con ese respaldo constitucional tuvieron lugar las primeras elecciones municipales de
nuestra actual Democracia. En ese 3 de abril de 1979 millones de españoles se lanzaron a
las urnas para elegir democráticamente a sus concejales, que unos días después, una vez que
se constituyeron las Corporaciones Municipales, elegirían a sus alcaldes y alcaldesas,
primeras autoridades locales netamente democráticas desde la II República.
Como decía al inicio, eran tiempos, esos de abril del 1979, complicados para la vida política.
En el mundo rural aún quedaban muchos resquicios del franquismo, y muchos problemas
sociales y económicos, y la decisión personal de ser candidato a alcalde no era nada
pacífica, sobre todo en las fuerzas políticas que habían estado prohibidas hasta hacía muy
poco tiempo.

Las personas que decidieron dar ese paso y fueron elegidas concejales, y en su caso, alcaldes
o alcaldesas, contribuyeron en esos años a experimentar la nueva democracia que había
sido conquistada para nuestro país. En sus municipios y ciudades empezaron a construir el
futuro, nuestro presente, a trabajar desinteresadamente por el bien común, dedicando su
tiempo, sus energías y su patrimonio, y la de sus familias, a los demás, al bienestar de sus
pueblos y de sus gentes.

En esas históricas elecciones locales, se eligieron un total de 67.505 concejales, en los casi
8.100 municipios del conjunto del Estado español. La Unión de Centro Democrático
consiguió 28.960 concejales (30,6%), el Partido Socialista Obrero Español un total de
12.059 concejales (28,1%) y el Partido Comunista de España llegó a los 3.727 concejales
(13,1%). Es de destacar que un total de 16.320 concejales lo fueron en candidaturas ajenas
a partidos políticos, candidaturas independientes de nivel local. Por el pacto político que
tras las elecciones se firmó ente Partido Socialista y Partido Comunista, la izquierda
gobernó en dicha primera legislatura local en las grandes ciudades de nuestro país.
Cuarenta años después, en mayo de 2019, con otras importantes elecciones locales, culmina
una primera gran época del poder local en España, y desde mi punto de vista, se inicia otra
con grandes y estratégicos objetivos a acometer…

La problemática del mundo rural se ha puesto en los últimos meses en valor, la España
vaciada, provocada por políticas de poca atención al hecho rural, con consecuencias
nefastas en términos de equilibrio poblacional y preservación de la naturaleza. Hace
cuarenta años muchas personas valientes y comprometidas se presentaron a aquellas lejanas
elecciones con la esperanza de luchar por el desarrollo de sus pueblos. Hoy persisten
muchas de las problemáticas del mundo rural, con una brecha muy importante en términos
de acceso a la sociedad de la información, de infraestructuras (y servicios) básicas, de
escasas posibilidades de desarrollo endógeno que facilite que los jóvenes puedan desarrollar
su futuro personal y profesional en sus pueblos de origen y no verse obligados a migrar a
ciudades e incluso a otros países.

Y en cuanto a las grandes ciudades, el gran reto sin duda es la contaminación, con graves
consecuencias para la salud de millones de personas que habitan las grandes urbes de
nuestro país. Se trata de un modelo de vida poco sostenible, grandes concentraciones
humanas con actividades y hábitos altamente impactantes en el entorno y en su propia
salud.

Sin duda, en este período de poder local 2019/2023 ha de iniciarse otra forma de entender
la gestión territorial de nuestro Estado. Los entes locales son lo más cercano al ciudadano y
al territorio, y con las personas como principal centro de interés, deberían iniciarse nuevas
políticas públicas de apoyo al mundo rural, a las personas, y de lucha contra los ataques al
medio ambiente de unos modos de vida urbana altamente perjudiciales. Pensemos en el
futuro y no el “cómodo” presente.

¿Pactos postelectorales o barreras electorales? La tentación de Fifi

Mi perra se llama Phoebe. Es una cosa de los millenials de casa, cuyo mundo mítico gira en torno a la serie Friends. Yo la llamo Fifi, con un elegante toque francés. Nuestra perra es un Beagle. Tienen estos perros un olfato y un instinto tan fuerte que normalmente no se pueden resistir a las tentaciones. El otro día, con la mesa preparada pero sin estar sentados a ella, Fifi se levantó sobre sus patas traseras y se llevó un trozo de rape de mi plato. Eso sí, distinguen el bien del mal y ella misma se castiga ingresando voluntariamente en el cuarto de baño, habilitado a veces como prisión canina.

Los políticos son como los beagles. Posiblemente distinguen el bien del mal, pero lo que es seguro es que tienen un potente instinto, en su caso de poder. Tan fuerte que no se pueden resistir a su atracción, por lo que harán todo lo que sea preciso para obtenerlo. A veces incluso crímenes. Por eso me sorprende cuando la gente se lleva las manos a la cabeza, con alharaca y estrépito, cuando unos políticos pactan con cierta gente o ponen cordones sanitarios. Los políticos harán lo que haya que hacer para conseguir el poder, siempre que el remedio (el pacto o no pacto) no sea peor que la enfermedad (el rechazo en las siguientes elecciones). Ya decía el perspicaz Maquiavelo que la ciudad es algo artificial, es un artefacto, y como tal tiene sus mecanismos racionales que es preciso conocer si queremos conseguir el poder;  más que los grandes principios filosóficos o la ética, que es algo privado. De hecho, el que no tenga esa pulsión política, no use esos mecanismos y no quiera dar golpes bajos, difícilmente va aguantar en la arena pública. Que se lo digan a Ignatieff, ese buen intelectual metido a mal político (“Había dado clases de Maquiavelo, pero no lo había entendido”, dice en Fuego y Cenizas).

Además, los pactos son buenos porque producen soluciones más duraderas y muchas veces más equilibradas. De hecho nuestra democracia es todavía excesivamente formalista y alejada de estos valores de consenso y transacción. Incluso con partidos independentistas, filoetarras o ultraderechistas se puede llegar a determinados acuerdos que no comprometan los principios. Nadie recriminaría a un partido constitucionalista que pactara con otro independentista la concesión de ayudas a una zona catastrófica de Cuenca o una norma de protección de niños abandonados.

Ahora bien, quizá hay ciertos pactos que, siendo legales (“todos los escaños son legales”, dice la inefable Celaa) y hasta legítimos, son poco convenientes. El problema la mayoría de las veces no estará en el pacto en sí mismo, o en sus sujetos, sino en su objeto. Por ejemplo, si la naturaleza de las prestaciones de la transacción no es homogénea. No quiero hablar de interés general contra interés particular, porque me parece que la calificación de qué es uno y otro es más que discutible. Pero si hay algo que ha fallado en nuestro diseño democrático ha sido que ha incentivado que los partidos mayoritarios de uno y otro signo pacten con minorías, casi siempre regionales, que, más o menos explícitamente, mostraban su poco aprecio por el bien de la nación y mucho por el de su territorio de origen, fomentando concesiones a favor de dichos territorios que no constituían las lógicas transacciones entre posiciones ideológicas diferentes que desembocan en situaciones intermedias aceptables por todos, sino en privilegios indebidos de una parte del país que, por si fuera poco, no han conducido a su apaciguamiento y conformidad, sino a la exacerbación de sus reclamaciones hasta el punto de romper con el Estado de Derecho. Y lo que es peor, provocando además un anhelo de emulación por algunas Comunidades Autónomas que, con el tiempo, no puede conducir a nada bueno. Y ello cuando lo concedido no ha sido algo extracommercium o indigno, oculto bajo una capa de opacidad disimulada con alegaciones de la necesaria discreción política.

Como decía Sandel en “Lo que el dinero no puede comprar”, el poner un precio a todo ha drenado el discurso público de toda energía moral y cívica; pero, como decía al principio, no es realista pensar que lo que es recomendable para el ciudadano normal vaya a funcionar para el político. El político tiene para el poder el instinto de Fifi para la comida y, si te descuidas, se comerá tu rape.

Por ello, como se dice en Alemania, vertrauen ist gut, kontrolle ist bessen, o sea, la confianza es buena, pero es mejor el control. Así que, más que rasgarnos las vestiduras por pactos políticos que consideramos non sanctos, deberíamos hacer lo posible para que tales pactos simplemente no pudieran tener lugar. Por ejemplo, estableciendo una barrera electoral del 3 o del 5 por ciento para el Congreso de tal manera que solo pudieran acceder al mismo aquellas formaciones que tuvieran ese mínimo de votos en toda España. Actualmente existe una barrera del 3 por ciento pero sólo para la circunscripción, lo que la hace inoperante salvo en Madrid o Barcelona, que tienen un mayor número de diputados.

Considero que esta reforma tendría mayores efectos prácticos que muchas de las reformas constitucionales propuestas (bastaría modificar la LOREG) pues daría una mayor estabilidad a los gobiernos e impediría pactos poco útiles para los intereses del país. Por supuesto, esta propuesta traerá inmediatamente a la cabeza las dudas sobre su carácter democrático y adecuado a la Constitución. Conviene recordar, no obstante que todo el procedimiento democrático, de hecho la democracia misma, tiene un carácter convencional. Convenimos en que la “voluntad general” es la que resulte del voto de la mitad más uno en el Congreso y Senado; y que estos se forman con un sistema electoral que hace que no representen exactamente la correlación de voluntades individuales de los ciudadanos. Nuestro sistema es proporcional de sesgo mayoritario, y, como todos los sistemas, busca la estabilidad de un bipartidismo imperfecto que nos faltó en la Segunda República, y una adecuada representación del pluralismo político y para ello usa los instrumentos que le parecen oportunos. Y quizá en este momento deberían ser actualizados.

No hay, pues, un obstáculo teórico general. Sí lo puede haber según la forma concreta en que se haga, pues existen unos principios constitucionales que establecen en España un sistema general de proporcionalidad (art. 68 CE) que pudiera verse conculcado. Además, un sistema electoral es una compleja y sutil maquinaria cuya modificación o alteración puede producir significativos cambios de poder y de las conductas individuales y colectivas, pues afectan a la mayor o menor rendición de cuentas (más en el sistema mayoritario) o una mayor capacidad de representar el pluralismo social (más en el sistema proporcional), así como el mayor o menor peso del candidato (listas abiertas) o del partido (listas cerradas).

Quiero decir con ello que esta reforma debería tener en cuenta las consecuencias en el ámbito de la representatividad (quizá convendría potenciar el Senado como verdadera cámara de representación territorial) y establecer temperamentos que evitaran injusticias y otras modificaciones para que no se obstaculice la aparición de nuevas opciones políticas que con un mínimo a nivel nacional podrían quedar ahogadas, potenciando así el bipartidismo. Por ejemplo, es preciso recordar que el sistema de circunscripciones provinciales electorales (recogido, esto sí, en la CE) hizo que el PNV tuviera triple de escaños que IU cuando tiene menos de la tercera parte de votos y ello ha permitido a los nacionalistas ocupar una posición de bisagra frente al que pudieran representar partidos minoritarios de implantación nacional.

Las barreras existen en muchos países considerados proporcionales puros como Israel, Holanda, Dinamarca, y otros como Suecia o Alemania, aquí con correcciones. Además, nuestro Tribunal Constitucional ha legitimado las barreras electorales, entendiendo que el principio proporcional es un criterio tendencial que puede ser modulado por múltiples factores del sistema electoral (STC 75/1985, 72/1989, 193/1989 y 225/1998) y ha considerado constitucional el sistema canario que establece una barrera del 6%, pero con el temperamento del 30% de los emitidos en cada isla.

La conclusión que me gustaría quedara es que ciertos pactos son difíciles de erradicar en el ámbito político por una cuestión de ambición y porque como decía Maquiavelo la política tiene reglas en las que no siempre entra la ética en la que piensa el ciudadano común, que poco podrá hacer hasta que pasen cuatro años. En cambio, una modificación sensata de las reglas del juego podría hacer que los incentivos de los políticos corrieran más paralelos a los intereses de los ciudadanos, evitando así pactos con formaciones que la experiencia nos ha demostrado con creces no han tenido especial interés en el bien común, entendiendo por común el que comprende a todos los ciudadanos sobre los que rige la Constitución.

Lo que nos jugamos en las europeas. Reproducción de la Tribuna en El Mundo de Elisa de la Nuez

Se lee y habla mucho (con razón) sobre la importancia de las próximas elecciones al Parlamento Europeo; pero quizá se comprende menos lo que nos estamos jugando realmente. A mi juicio, nada más y nada menos que el alma de Europa, es decir, el conjunto de valores y principios sobre los que se fundamenta la Unión Europea. Qué lejos queda ya el escenario que reflejaba Tony Judt en su ensayo titulado Europa ¿Una gran ilusión?, escrito no hace tantos años. Sin embargo, el sueño de Europa es el que sigue empujando a tantos y tantos seres humanos a jugarse la vida para alcanzarlo. Parece que sus propios ciudadanos ya no sueñan con Europa o, lo que es peor aún, la dan por descontada.

Y no deberíamos hacerlo. Tenemos que tener muy presentes los terribles sucesos del siglo XX que dieron lugar a la construcción europea, ya que se nos olvida hasta qué punto nuestro viejo continente se convirtió en uno de los peores sitios del mundo para nacer. Basta con visitar uno de los muchos lugares de la memoria existentes en Europa, ya se trate de un cementerio de la primera o la segunda guerra mundial, de un campo de concentración o simplemente de la placa en una baldosa enfrente de sus casas para recordar a los judíos deportados. Por no hablar de los cientos y cientos de monumentos dedicados a los caídos en las dos guerras mundiales que podemos encontrar en cualquier ciudad o pueblo europeo. Lo cierto es que Europa -pese a los indudables retos e incertidumbres que comparte con el resto del mundo- sigue siendo una isla de paz y prosperidad y sus ciudadanos somos muy afortunados simplemente por haber nacido aquí. Sus 500 millones de habitantes (contando todavía a los británicos) gozan todavía de unos niveles de libertad y seguridad envidiables, pero también de libertad económica, igualdad de oportunidades y movilidad social. Aunque se suele creer lo contrario, el sueño europeo ofrece más movilidad social que el sueño americano.

Lo importante es que estos logros no son una casualidad, como no es casualidad que los países más avanzados del mundo sean los que tienen mejores instituciones. Son consecuencia de unas políticas y de unos valores que se han impulsado desde la UE, como bien saben los países candidatos que tienen que reunir una serie de exigentes requisitos antes de entrar a formar parte de ella. Son valores y principios como el de la preeminencia del Estado de derecho o la garantía de los derechos y libertades de los ciudadanos, pero también los de la meritocracia, la neutralidad institucional y la separación de poderes. En definitiva, son los valores que permiten preservar sociedades abiertas y libres, los valores de la civilización que nunca conviene dar por sentados. Hoy menos que nunca.

Porque es indudable que la UE está amenazada, y lo peor es que esta vez la amenaza viene desde dentro. Y, como bien sabemos los españoles que hemos padecido el desafío independentista, es mucho más complicado defenderse de los ataques que surgen de las propias instituciones que de los ataques exteriores. La realidad hoy es que los partidos populistas y euroescépticos están creciendo enormemente en Europa y su voluntad declarada no es ya acabar con la Unión y recuperar competencias para los viejos Estados-nación -probablemente la experiencia del Brexit les ha enseñado la dificultad cuando no la imposibilidad de conseguirlo-, sino sencillamente transformar la Unión desde dentro, para convertirla en algo muy diferente. Así lo han declarado líderes populistas como Marine Le Pen y Matteo Salvini, que hablan ya de una “nueva Europa” cuyas instituciones serían probablemente más parecidas a las de Polonia y Hungría. Ya saben: hablamos democracias iliberales en camino de convertirse en autocracias con elecciones como Rusia o Turquía. En todo caso, el problema es que sus partidos (que forman parte junto a otros de extrema derecha del grupo Europa de las Naciones y las Libertades) tienen muy buenas expectativas de voto en las próximas elecciones.

Por el contrario, los grupos conservador y socialdemócrata se enfrentan más que probable pérdida de escaños. No obstante, al menos si les juzgamos por las listas de nuestros partidos nacionales (PP y PSOE) no parece que esta perspectiva les haya hecho modificar su comportamiento tradicional de considerar las listas europeas como una especie de retiro dorado o jubilación de lujo para políticos más o menos amortizados o simplemente molestos. Lo que considero una grave irresponsabilidad porque con total seguridad los partidos populistas van a dar la batalla en esta legislatura y el papel del Parlamento europeo va a ser crucial.

Nos olvidamos los ciudadanos y se olvidan los políticos efectivamente de hasta qué punto nos afectan las decisiones europeas en nuestra vida diaria. No ya porque algunos problemas sean globales e imposibles de solucionar a escala nacional, desde el calentamiento global a los impuestos de las grandes multinacionales tecnológicas, sino también porque de manera creciente nuestra normativa y nuestra jurisprudencia, dos elementos esenciales de nuestro Estado de derecho,dependen de decisiones que se adoptan en el ámbito europeo. Pensemos, por ejemplo, en la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE sobre las claúsulas suelo de las hipotecas en la que se sentenció que los bancos que la incluyeron con falta de transparencia tenían que devolver el dinero a sus clientes no desde el 9 de mayo de 2013, como había declarado el Tribunal Supremo español, sino desde su aplicación. O, en otro ámbito, con la decisión de un tribunal alemán sobre la euroorden de Puigdemont o en el probable recurso de las defensas del juicio del procés ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. Hace tiempo que los juristas conocemos la importancia del Derecho europeo; es necesario que los ciudadanos también lo sepan.

Pero no solo eso. Cuando el legislador nacional arrastra los pies en temas complejos cada vez es más fácil que se le adelante el legislador europeo. Ahí tenemos afortunadamente la aprobación de la nueva Directiva sobre protección de denunciantes de corrupción cuando en España hemos sido incapaces de aprobar una norma estatal equivalente en la última legislatura, pese a su evidente necesidad y a que la corrupción sigue siendo una de las preocupaciones más importantes de los españoles. O el nuevo Reglamento europeo de protección de datos que entró en vigor hace un año y es de aplicación directa en la Unión. Podemos hablar también de las normas sobre calidad alimentaria, de la regulación de los servicios turísticos, del sistema financiero o sencillamente del roaming. Y de otros tantos ejemplos que harían este artículo interminable. Lo importante es darse cuenta de hasta qué punto la regulación europea afecta -para bien- a nuestra vida cotidiana.

Estas cuestiones un tanto abstractas no son suficientes para estar orgullosos de ser europeos; los seres humanos necesitamos también relatos que nos hagan sentir que formamos parte de una colectividad. Aunque a veces basta desplazarse a otro continente para darse cuenta de hasta qué punto nos parecemos los europeos entre nosotros frente a los americanos o los australianos es indudable que hay que reforzar los lazos afectivos y emocionales que nos unen. En ese punto, como bien saben los nacionalistas, los símbolos y la educación son muy importantes, ya se trate de las banderas y los himnos o de la enseñanza de un pasado común que se proyecte en un futuro común.

Por último, es indudable que hay que reforzar los aspectos sociales y protectores de la UE, la “Europa que protege” por usar la expresión del presidente Macron. El nuevo contrato social que están reclamando nuestras sociedades -y cuya ruptura es la causa fundamental de los movimientos populistas- tiene que rehacerse a nivel europeo; para eso es esencial abordar cuestiones como el de un seguro de desempleo europeo o un sistema de salario mínimo europeo. La lucha contra la desigualdad puede ser más efectiva si se hace a nivel trasnacional. En definitiva, y parafraseando a Konrad Adenauer, resistente frente al nazismo y uno de los padres de la UE, sólo nos queda una vía para salvar nuestra libertad política, nuestra libertad personal, nuestra seguridad y nuestra forma de vida, y esa vía pasa por una Europa mejor. Es la convicción de que el día 26 de mayo nos jugamos el alma de Europa la que me ha llevado a dar el paso -nada sencillo para una profesional en ejercicio- de presentarme como candidata independiente al Parlamento europeo en las listas de Ciudadanos con la finalidad de seguir defendiendo el Estado de derecho y la regeneración institucional desde la mejor plataforma posible: la de las instituciones europeas.